Canción de cuna
Queridos Hermanos y amigos: Paz y bien.
Era joven aquella mujer, primeriza mamá. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción le cantaba María a aquel pequeño? Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios.
Aparentemente no había cita previa, sino tan sólo el cumplimiento del tiempo de Dios que desde hacía siglos venía avisando que iba a nacer aquel especialísimo bebé, que era su Hijo querido, y que nos lo enviaba como el Mesías para nuestra salvación. No se avisó a la prensa, ni tampoco los potentes estaban informados de cuanto sucedía en aquel pequeño rincón perdido que todavía no figuraba en las guías de turismo religioso.
Unos se empeñaban en esperarle en los foros de los doctos, otros en los fortines de la soldadesca, otros quizá entre los poderosos de entonces y de siempre. Pero no era ese el plan. Y nadie, casi nadie se enteró. Pero no por ello Él dejó de venir. No por ello dejó de suceder aquel milagro. Era noche buena como pocas, una noche buena como ninguna. Y sucedió aquello que los sencillos esperaban porque Dios lo había prometido y en aquella hora cumplió para siempre. Dios hecho hombre, hecho historia nuestra capaz de brindar nuestros gozos y sollozar nuestro penar. Para decirnos lo eterno, quiso aprender nuestra lengua a fin de balbucirnos un amor que no caduca, una paz que no claudica, una fidelidad que no traiciona. Verbum caro factum est. La Palabra se hizo carne. Dios se humanó para hacernos a nosotros verdaderamente hijos suyos y hacer posible la hermandad.
Y comenzó el desfile de aquellos improvisados adoradores con zurrones de pastor. Se asomarían a la cueva que hacía de portal con pudor, como queriendo mirar sin que les sorprendiese la mirada de aquella madre y su pequeño recién nacido, y de un hombre fuerte y bueno que luego supieron que se llamaba José. Pero acabaron los pudores, y uno tras otro, se fueron colando de rondón en aquel primer belén viviente de la historia. Arriba, sobre ellos, cantos de ángeles seguían entonando sus tonadas de alegría y algazara, invitando festivos a dar gloria a Dios y a desear la paz a la entera humanidad.
Al poco llegaron otros. Parecían sabios distraídos o magos de algún reino, que se dejaron conducir por una estrella amiga que había encendido todas sus preguntas y que les quiso conducir a la respuesta que más se correspondía con lo que les ardía en el corazón. Y aquellos sabios magos, fueron poniendo ante Jesús –que es como se llamaba el crío–, todo cuanto sabían y todo cuanto tenían: sus oros, sus inciensos y sus mirras.
A pocos kilómetros aparentemente todo seguía igual, sin que nada ni nadie hubiera percibido la novedad más novedosa de toda la historia jamás contada y jamás ocurrida. Pero aquello aconteció, tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de esa noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra agenda.
Dichosos si lo deseamos, dichosos si lo acogemos, dichosos si lo reconocemos, dichosos si lo compartimos. Feliz cumpleaños de Dios con nosotros. Es la canción de cuna de María, en la noche más buena de la historia, noche de Paz y noche de Dios.
Feliz Navidad. Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
25.12.2005
Queridos Hermanos y amigos: Paz y bien.
Era joven aquella mujer, primeriza mamá. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción le cantaba María a aquel pequeño? Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era Dios.
Aparentemente no había cita previa, sino tan sólo el cumplimiento del tiempo de Dios que desde hacía siglos venía avisando que iba a nacer aquel especialísimo bebé, que era su Hijo querido, y que nos lo enviaba como el Mesías para nuestra salvación. No se avisó a la prensa, ni tampoco los potentes estaban informados de cuanto sucedía en aquel pequeño rincón perdido que todavía no figuraba en las guías de turismo religioso.
Unos se empeñaban en esperarle en los foros de los doctos, otros en los fortines de la soldadesca, otros quizá entre los poderosos de entonces y de siempre. Pero no era ese el plan. Y nadie, casi nadie se enteró. Pero no por ello Él dejó de venir. No por ello dejó de suceder aquel milagro. Era noche buena como pocas, una noche buena como ninguna. Y sucedió aquello que los sencillos esperaban porque Dios lo había prometido y en aquella hora cumplió para siempre. Dios hecho hombre, hecho historia nuestra capaz de brindar nuestros gozos y sollozar nuestro penar. Para decirnos lo eterno, quiso aprender nuestra lengua a fin de balbucirnos un amor que no caduca, una paz que no claudica, una fidelidad que no traiciona. Verbum caro factum est. La Palabra se hizo carne. Dios se humanó para hacernos a nosotros verdaderamente hijos suyos y hacer posible la hermandad.
Y comenzó el desfile de aquellos improvisados adoradores con zurrones de pastor. Se asomarían a la cueva que hacía de portal con pudor, como queriendo mirar sin que les sorprendiese la mirada de aquella madre y su pequeño recién nacido, y de un hombre fuerte y bueno que luego supieron que se llamaba José. Pero acabaron los pudores, y uno tras otro, se fueron colando de rondón en aquel primer belén viviente de la historia. Arriba, sobre ellos, cantos de ángeles seguían entonando sus tonadas de alegría y algazara, invitando festivos a dar gloria a Dios y a desear la paz a la entera humanidad.
Al poco llegaron otros. Parecían sabios distraídos o magos de algún reino, que se dejaron conducir por una estrella amiga que había encendido todas sus preguntas y que les quiso conducir a la respuesta que más se correspondía con lo que les ardía en el corazón. Y aquellos sabios magos, fueron poniendo ante Jesús –que es como se llamaba el crío–, todo cuanto sabían y todo cuanto tenían: sus oros, sus inciensos y sus mirras.
A pocos kilómetros aparentemente todo seguía igual, sin que nada ni nadie hubiera percibido la novedad más novedosa de toda la historia jamás contada y jamás ocurrida. Pero aquello aconteció, tuvo lugar cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos de esa noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra agenda.
Dichosos si lo deseamos, dichosos si lo acogemos, dichosos si lo reconocemos, dichosos si lo compartimos. Feliz cumpleaños de Dios con nosotros. Es la canción de cuna de María, en la noche más buena de la historia, noche de Paz y noche de Dios.
Feliz Navidad. Recibid mi afecto y mi bendición.
+ Jesús Sanz Montes, ofm
Obispo de Huesca y de Jaca
25.12.2005