BUSCAR A DIOS EN EL CIELO (o el Dios con un espíritu falso)

26 Abril 2001
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BUSCAR A DIOS EN EL CIELO (o el Dios con un espíritu falso)

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

Esta conducta (y la imagen de Dios que implica) es quizá la más conocida y la que necesita menos explicación.

Es la actitud de todos aquellos que, ante la decepción de lo real (como quiera que se explique tal decepción), buscan a Dios fuera de esta realidad y, sobre todo, fuera de los aspectos «materiales» de esta realidad.

La alteridad de Dios es imaginada entonces como su distancia respecto de esta realidad; y la relación con Dios, o la salvación que Dios da, es vista como la evasión de esta misma realidad. En la práctica, encarna todo eso que solemos llamar «espiritualismos», y cuyo denominador común es el empefio por apoyarse en Dios para ignorar la realidad. Estas actitudes suelen tener un lenguaje insistentemente religioso y «espiritual», dan soporte e importancia a las iglesias y, por ello, pueden suponer una tentación para éstas, porque esa aceptación que las iglesias reciben de todos los espiritualistas suele estar comprada al precio de una falsificación del Dios cristiano.
Pues, si bien es cierto que el Dios cristiano marca su diferencia infinita respecto de esta realidad, no lo hace mediante la distancia o la huida de ella, sino mediante la transformación de la realidad y todo cuanto tiene que ver con esa transformación: el empeño, la utopía, la paciencia, el fracaso, el progreso, los pequeños signos de novedad que Mons. Romero llamaba «remiendos»... Esa transformación que es vivida por nosotros como imposible, pero de la que no claudicamos, porque aceptamos lo que, se le dijo a María: que «nada hay imposible para Dios» (Lc 1, 37), o aceptamos lo que decía Jesús: «no te pido que los saques del mundo, sino que los libres del Malo» (Jn 17,15).

Dicho de una manera más teológica: el Espíritu de Dios no se afirma en la negación de la carne, sino en la transformación de la misma.
Aunque quienes desean afirmar al Espíritu en la negación de la carne suelen acusar a los cristianos de reductores de lo espiritual o de materialistas (cuando en realidad son ellos los verdaderos reductores).
En cambio, en el fondo de esta postura que criticamos late un platonismo barato que juzga indigna de Dios esta creación y se niega a que Dios se manche las manos en ella. Su imagen de Dios sólo sabe de la distancia, pero no del amor.
Sólo llega a saber del «eros» del hombre hacia lo divino, pero no del «ágape» de Dios para con lo humano. Y por eso, el riesgo de esta postura consiste en que, al buscar a Dios fuera del mundo o evadiéndose de lo real, no encuentre en realidad al Dios vivo, sino a su propio sueño o una sutil proyección de sí mismo.
Puede ser blanco de la crítica de un Feuerbach (Dios como mera proyección de lo mejor del hombre a un mundo irreal) o de la crítica de un Nietzsche, cuando llama al cristianismo «platonismo para el pueblo».

A-DEO: Y si éstos son sus peligros teóricos, aún son mayores sus peligros prácticos, que ya fueron denunciados por San Juan cuando escribía:
«si alguien dice amar a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, a quien ve, es un mentiroso» (cfr. 1Jn/04/20).

En esta frase se encierra algo fundamental sobre la revelación del Dios de vida: precisamente porque de Dios no caben imágenes proporcionadas («no se le ve»), Juan sólo lo declara cognoscible y asequible mediante una conducta.
Con lo cual, además de confirmar el enfoque dado a esta charla, se nos enseña que el hombre, al decir que ama a Dios, a quien no ve, puede convertirse en un embustero práctico, es decir, en un inconsecuente. La inconsecuencia practica es, en efecto, el mayor riesgo de esta postura, como ahora veremos .

B. Aplicaciones y ejemplos

Hace ya casi veinte años, en unos momentos en los que la policía franquista andaba irrumpiendo en charlas de Ruiz Jiménez, encarcelando sin mandato judicial a los asistentes y, a veces, maltratándolos, un obispo, a quien se le pedía su intervención para ayudar a las víctimas y para denunciar tales atropellos (que tenían lugar en locales eclesiásticos), respondía lamentándose de que «con estos líos» no le dejaban preparar novenas a la Virgen, que era uno de los objetivos de su proyecto pastoral.

Sabemos también que, hace tiempo, una gran parte del episcopado argentino, apelando al carácter espiritual de su misión, ha cohonestado una de las situaciones más criminales y más estremecedoras de la historia humana, escribiendo una de las páginas más tristes de la historia de la Iglesia.(por su silencio ante los miles de desaparecidos de la dictadura militar)

Quiero subrayar que el pecado ha estado en justificar ese silencio apelando a «lo que toca a Dios» y a lo «espiritual» de la fe.

Si alguien nos dice que tuvo miedo, le abriremos los brazos enseguida, porque así hacía la Iglesia primitiva con los «lapsos», porque muchos de nosotros también habríamos sucumbido al pánico (al menos yo) y porque los hechos muestran cómo fue asesinado en Argentina el primer obispo que intentó plantar cara a la situación (Monseñor Angelelli): con mucha más discreción que Mons. Romero, para que no quedase ni su recuerdo de mártir 5.

Pero lo que no puede tolerarse es la apelación a Dios y a la misión de la Iglesia para justificar esa cobardía.

La respuesta a esa falsificación la dio hace muchos siglos uno de los movimientos más fundamentales en el camino hacia la revelación del Dios bíblico: el movimiento de los profetas de Israel.

No voy a entrar en él porque ya se ha escrito mucho y muy bueno sobre el tema. Pero sí quiero subrayar lo siguiente: los Profetas no son ética, no son moral; los Profetas son experiencia de Dios y teología mística.
Son, seguramente, la única mística que hay en la Biblia. Todas las expresiones más tiernas y más sublimes y más clásicas sobre el amor de Dios (la del Esposo engañado y fiel, la de la madre que no se olvida de su niño, la de la novia que no se olvida de su traje de bodas, la de la Misericordia, la de las entrañas de Dios conmovidas ... ), todas ellas son expresiones de aquellos hombres, de palabra dura e hiriente para la sociedad de su tiempo. Posiblemente, en ningún otro lugar del Antiguo Testamento se habla tanto y tan profundamente de Dios como en los Profetas.
No son, pues, un tratado de moral, sino una revelación del proceder de Dios, que J. L. Sicre formula más o menos así, comentando la parábola de la viña de Isaías:
cuando el Dios bíblico ama al hombre o ama a su pueblo, no pide a cambio que el hombre le ame a El (en realidad, ¿qué amor podemos darle nosotros?), sino que ame a su hermano.
Por eso, en el cristianismo, el amor al prójimo no es un simple mandamiento moral, sino una realidad teológica.

Y todo esto lo ha sabido la Iglesia en otros momentos, y quizá mejor que ahora. Pues hoy, cuando la oración no está de moda y se dice que nadie o casi nadie ora, abrimos los brazos entusiasmados en cuanto alguien nos habla y se refiere a la oración. Y nos sorprenderíamos si pudiéramos ver las enormes sospechas que suscitaba el lenguaje de la oración en otras épocas, o las que suscitaron los propios místicos, o el temor a los «alumbrados», que a tanta gente hizo padecer.
Por supuesto que hubo exageraciones concretas y lamentables en esas sospechas; pero, en principio, había en ellas algo válido: la Iglesia sabía que la oración (que puede ser una cosa maravillosa) puede también (y suele) falsificarse facilísimamente en alguna forma de «autoerotismo espiritual».

Y sabía que el discernimiento entre ambas no es tan sencillo, porque, al no tener la oración un interlocutor visible y tangible, puede convertir al hombre en interlocutor de sí mismo.
Y entonces la confrontación bíblica entre «Carne» y «Espíritu» se hará en el sentido griego y material de esas palabras, y no en su sentido bíblico, que es: la curvatura sobre sí mismo y la curvatura sobre los otros.
Por eso mi padre San Ignacio se sonreía reposadamente cuando le alababan a alguien como persona de mucha oración, y respondía: «será de mucha oración si es de mucha mortificación». Hoy, en cambio, conocemos a personas que, como pretenden ser de mucha oración, mortifican mucho a los demás...

En resumen: es bien cierto que la afirmación de lo espiritual puede traducirse en una simple experiencia de libertad frente a la esclavitud de lo material, que es una de las mayores esclavitudes de nuestro mundo materializado.
Esto no hemos pretendido negarlo. Pero sí afirmamos, en cambio, que cuando tal afirmación es hecha por aquellos que tienen más que cubiertas sus necesidades materiales (y en este mundo ello ha de ser necesariamente a costa de los demás), entonces se convierte en una falsa defensa y en una falsa justificación de ese nivel material, así como en una excusa para la falta de amor: lo material no toca a Dios, «la carne y la sangre» (como decían los antiguos gnósticos y los antiguos docetas) no pueden heredar el Reino de Dios.

Los espiritualistas desconocen las respuestas de los Santos Padres a esta forma de argumentar: «caro propter quam fecit Deus omnem dispositionem» («Por la carne hizo Dios todo cuanto ha hecho»), les replicaba Ireneo. O la «caro cardo salutis» («Carne, quicio de la salvación») de Tertuliano.

Por eso ellos no sufren por los parados, no sufren por los famélicos de Etiopía, no se inquietan por los torturados en las cárceles ni por los desaparecidos de las familias chilenas o argentinas...

Todas esas realidades, terrenas y materiales, no les obligan a cambiar su vida, porque ellos tienen un Dios ajeno a tales realidades, al que estas realidades «no le tocan». Y si con este pequeño precio «material» se compran los «valores espirituales de Occidente», buen negocio será.

En todo caso, sólo ellos sufren -¡y se irritan!- cuando alguien (aunque sea el mismo Dios) les llama a bajar de su nube celestial para ocuparse de estas realidades tan poco «divinas». Y tal vez lo más importante de este capítulo sea el ponderar que en momentos históricos como el presente, en los que todas las posibilidades de transformación de lo real aparecen casi herméticamente cerradas, en los que se acusa la experiencia de cruz y de fracaso que comporta el esfuerzo por hacer nacer al Espíritu del Padre y del Hijo en este mundo del Maligno, en tales momentos la tentación espiritualista se dispara con una fuerza invencible, y sus representantes más peligrosos se convierten en maestros.

Pasa lo mismo que en la Iglesia primitiva, donde el gnóstico Valentín gozó de tanta autoridad que estuvo a punto de ser hecho papa.
Y si Nietzsche tuvo su razón cuando a esta imagen de Dios la calificó de «platonismo para el pueblo», olvidó sin duda que hay muchos momentos en los que es el propio pueblo, somos nosotros mismos, quienes pedimos ese platonismo.

Y que tanto el platonismo como el gnosticismo o el docetismo, en cuanto herejías cristianas, no han sido más que esfuerzos por escapar a la realidad escandalosa de la cruz y, consiguientemente, a la realidad de la conversión, que es absolutamente central en la experiencia de Dios y que no consiste en la huida de esta carne, tan espesa a veces, sino en la conversión de esta carne por el Espíritu, en la apertura de esta carne al Espíritu, en la transparencia de esta carne para el Espíritu.

Ese es un lugar verdadero de experiencia de Dios.

JOSÉ I. GONZÁLEZ FAUS.
CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS

Ensayos sobre las imágenes de Dios en el mundo actual.
SAL-TERRAE BREVE. Santander-1985, págs. 13-69