Holas les dejo estas biografias ustedes lo ordenan mejor.
Estoy de pasadita y me gusto tanto lo que lei sobre muchas personas que hicieron mucho para Dios.
.Una revista para todo cristiano • Nº 52 • Julio - Agosto 2008
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Semblanza de D. L. Moody, tal vez el mayor evangelista de Estados Unidos.
Corazón de evangelista
«Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad...» (2ª Timoteo 2:24-25).
Las palabras de los anteriores versos describen bien el ministerio de D. L. Moody (como comúnmente se escribe su nombre). Moody fue un evangelista usado por Dios para ganar almas para su reino. Su mansa y suave disposición le permitió convencer a decenas de miles de personas que «se arrepientan para conocer la verdad» (2ª Ti. 2:25).
Dwight Moody, escogido por Dios para estar en medio del avivamiento de 1859-60 en los EE.UU., fue una vasija preparada para el uso del Maestro. Se dice que ganó a un millón de almas en los llamados evangelísticos de sus campañas por todas partes del mundo. Estableció tres instituciones de entrenamiento de ministros y para otros obreros cristianos. Hoy en día miles de libros ingleses llevan el sello de ‘Moody Press’, otro recuerdo de su influencia. El apellido Moody es muy conocido por la mayoría de los cristianos de habla inglesa. ¿Por qué? La respuesta está llena de desafío e inspiración para todos nosotros los que anhelamos ser siervos del Rey.
R. A. Torrey, sucesor de Moody como presidente del Moody Bible Institute, dio la respuesta a esta pregunta en un servicio memorial en 1923, veintitrés años después de la muerte del Sr. Moody. El título del discurso fue «Las razones por las que usó Dios a Dwight Moody». Destacó 7 puntos sobresalientes de las características más importantes de la vida de Moody. Pocos conocían a Moody tan íntimamente como Torrey le conoció.
A continuación transcribimos el sermón de Torrey, levemente editado:
1. Un hombre plenamente rendido
La primera cosa que explica porqué Dios usó a D. L. Moody tan poderosamente es que fue un hombre plenamente rendido. Cada gramo de sus ciento veintisiete kilos pertenecía a Dios. Cuanto era y cuanto poseía pertenecía totalmente a Dios. No pretendo insinuar que el señor Moody fuera perfecto; no lo era. Si lo intentara, supongo que podría señalar algunos defectos en su carácter. Por mi cercanía con él, pienso que conocí cuantos defectos había en su carácter mejor que nadie. Sin embargo, sé que pertenecía enteramente a Dios.
El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una charla acerca de algunas cosas acerca de las cuales diferíamos bastante, y el señor Moody me habló con suma bondad y franqueza diciendo en defensa de su punto de vista: «Torrey, si creyera que Dios quiere que salte fuera de esa ventana, lo haría». Y lo hubiera hecho. Si él pensaba que Dios le demandaba hacer cualquier cosa, la hacía. Pertenecía totalmente, sin reservas, sin condiciones, enteramente a Dios.
Enrique Varley, un amigo muy íntimo del señor Moody en los primeros años de su ministerio, solía relatar cómo una vez le había dicho al señor Moody: «Hay que ver lo que Dios hará con un hombre que se rinde plenamente a él». Cuando Varley dijo eso, el señor Moody le dijo: «Bueno yo seré ese hombre». Y por lo que a mí toca, no pienso que «hay que ver» lo que Dios hará con un hombre entregado por completo a él, pues ya ha sido visto en D. L. Moody. Si usted y yo habremos de ser usados en nuestra esfera como D. L. Moody lo fue en la suya, debemos poner cuanto tenemos y cuanto somos en las manos de Dios para que nos use como él quiere, nos envíe donde él quiere, y haga con nosotros lo que él quiere, cumpliendo por nuestra parte con todo aquello que Dios nos ordena. Hay miles y decenas de miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres y mujeres brillantes, altamente dotados, quienes hacen grandes sacrificios, quienes han puesto todo pecado consciente fuera de sus vidas. Sin embargo, se han detenido frente a las demandas de una rendición total a Dios, no alcanzando, por ende, la plenitud del poder. Pero el señor Moody no se detuvo frente a la entrega absoluta a Dios; fue un hombre plenamente rendido, y si usted y yo habremos de ser usados, usted y yo debemos ser hombres y mujeres plenamente rendidos.
2. Un hombre de oración
El segundo secreto del gran poder demostrado en la vida del señor Moody era que fue en el sentido más profundo y cabal un hombre de oración. A veces me dicen: «¿Sabe? Viajé muchos kilómetros para ver y oír a D. L. Moody y ciertamente era un predicador maravilloso». Sí, D. L. Moody ciertamente era un predicador maravilloso; el más maravilloso que yo haya oído, y era un gran privilegio oírle predicar como solamente él podía hacerlo; pero a causa de mi conocimiento íntimo de él, deseo testificar que fue mucho más un orante que un predicador. Vez tras vez se enfrentó con obstáculos aparentemente insuperables, pero siempre halló el camino para resolver cualquier problema. Él sabía y creía en lo más profundo de su alma que «nada es difícil para el Señor», y que la oración puede hacer cualquier cosa que Dios quiere hacer.
El señor Moody solía escribirme cuando estaba por emprender un trabajo nuevo, diciéndome: «Empezaré a trabajar en tal y tal lugar en tal y tal fecha; desearía que reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración»; y a menudo he tomado esas cartas y las he leído a los estudiantes en el salón de conferencias diciendo: «El señor Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración, primeramente por la bendición de Dios sobre nuestras propias almas y trabajo, y luego por la bendición de Dios sobre él y su trabajo». Con frecuencia nos reuníamos en el mencionado salón hasta altas horas de la noche; a veces hasta la una, las dos, las tres, las cuatro o aún las cinco de la madrugada, clamando a Dios, sólo porque el señor Moody nos instaba a esperar en Dios hasta recibir Su bendición. ¡Cuántos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y caracteres han sido transformados por esas noches de oración, y quienes han realizado cosas poderosas en muchos países gracias a esas noches de oración!
Una vez el señor Moody vino a mi casa en Northfield y me dijo: «Torrey, quiero que demos una vuelta juntos». Me metí en su carruaje y nos dirigimos hacia Lover’s Lane (El Paseo de los Enamorados), conversando acerca de algunas graves e inesperadas dificultades que habían aparecido referentes al trabajo en Northfield y Chicago y conectadas con otro trabajo muy apreciado por él. Cuando viajábamos, unos nubarrones precursores de tormenta cubrieron el cielo y repentinamente, mientras estábamos hablando, comenzó a llover. Él condujo el vehículo hacia un cobertizo cerca de la entrada a Lover’s Lane para proteger el caballo. Luego, puso las riendas sobre el guardabarros y dijo: «Torrey, ore»; enseguida oré lo mejor que pude mientras que en su corazón se unía a mí en oración. Y cuando quedé callado, él comenzó a orar. ¡Cómo quisiera que ustedes hubieran escuchado esa oración! Nunca la olvidaré, tan simple, tan llena de fe, tan precisa, tan directa y tan poderosa. Cuando la tormenta cesó, volvimos a la ciudad, y los obstáculos habían sido allanados; el trabajo en las escuelas y otro trabajo que corrían peligro siguieron mejor que nunca y han continuado hasta el presente. Mientras volvíamos, el señor Moody me dijo: «Torrey, dejemos que los demás hablen y critiquen; nosotros perseveraremos en el trabajo que Dios nos ha encomendado, dejando que él se encargue de las dificultades y conteste las críticas».
Sí, D. L. Moody creía en el Dios que contesta la oración, y no solamente creía en él en manera teórica sino también en manera práctica. Enfrentó cada dificultad en su camino con la oración. Todo lo que emprendió fue respaldado por la oración, y en todo dependía de Dios.
3. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia
La tercera razón de porqué Dios usó a D. L. Moody, es que fue un estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios. Hoy en día se dice a menudo que D. L. Moody no era estudiante. Deseo decir que era estudiante; en gran manera era un estudiante. No era un estudiante de psicología; tampoco de antropología, estoy bien seguro de que él no sabría ni el significado de esa palabra; no era un estudiante de biología ni de filosofía, ni aún era estudiante de teología en el sentido técnico; pero era un estudiante: un estudiante profundo y práctico del único Libro que merece ser estudiado más que todos los otros libros en el mundo: la Biblia. Cada día de su vida, y tengo razones para afirmarlo, se levantaba bien temprano para estudiar la Palabra de Dios, hasta el ocaso de su vida. El señor Moody acostumbraba a levantarse a eso de las cuatro de la madrugada para estudiar la Biblia. Él me decía: «Para lograr estudiar siquiera algo, tengo que levantarme antes que los demás»; y se encerraba en una habitación apartada de su casa a solas con su Dios y su Biblia.
Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar. Me había ofrecido tomar la superintendencia del Instituto Bíblico y ya había comenzado mi trabajo; yo estaba en camino hacia una ciudad del este para presidir en la Convención Internacional de los Obreros Cristianos. Me escribió diciendo: «Tan pronto como termine la Convención, venga a Northfield». Se enteró aproximadamente cuándo yo llegaba, y condujo su carruaje a South Vernon para esperarme. Esa noche reunió a todos los maestros de la Escuela de Monte Hermón y del Seminario de Northfield en su casa para verme y para intercambiar ideas respecto a los problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta altas horas de la noche y luego, idos ya los directores y los maestros de las escuelas, el señor Moody y yo conversamos un rato más acerca de los problemas. Era muy tarde cuando me acosté esa noche, pero cerca de las cinco de la mañana oí un golpecito en mi puerta. Después oí decir al señor Moody en voz baja: «Torrey, ¿estás levantado?». Casualmente ya estaba en pie; no es mi costumbre levantarme a esa hora, pero ya estaba levantado en esa mañana particular. Me dijo: «Quiero que vengas a un lugar conmigo», y fui con él. Luego me di cuenta de que él ya había estado una o dos horas en su cuarto estudiando la Palabra de Dios.
Oh, usted puede hablar y hablar sobre el poder; pero si deja de lado el único Libro que Dios le ha dado como instrumento a través del cual él imparte y ejercita Su poder, no lo tendrá. Puede leer muchos libros, asistir a muchas convenciones e ir a reuniones de oración para orar toda la noche por el poder del Espíritu Santo; pero a menos que persevere en una conexión constante y estrecha con el único Libro, la Biblia, usted no tendrá poder. Y si alguna vez lo consiguiera, no lo mantendrá sin un estudio diario, serio e intensivo de ese Libro. Noventa y nueve cristianos de cada cien están meramente jugando al estudio Bíblico y por lo tanto, noventa y nueve cristianos de cada cien son meramente debiluchos cuando debieran ser gigantes tanto en su vida cristiana como en su ministerio.
El señor Moody atrajo inmensas multitudes debido en gran parte a su conocimiento completo de la Biblia y su conocimiento práctico de la Biblia. Y ¿por qué ansiaban tanto oírle? Porque sabían que si bien no era perito en muchas de las corrientes filosóficas, creencias y novedades en boga, conocía muy bien el único Libro que este viejo mundo anhela conocer: la Biblia.
Oh, hermanos, si desean lograr un auditorio y hacerle algo de bien a ese auditorio una vez logrado, estudien, estudien, ESTUDIEN el único Libro, y prediquen, prediquen, PREDIQUEN el único Libro, y enseñen, enseñen, ENSEÑEN el único Libro, la Biblia, el único Libro que contiene la Palabra de Dios, el único Libro que tiene poder para reunir, mantener la atención y bendecir a las multitudes durante cualquier período de tiempo, por largo que sea.
4. Un hombre humilde
La cuarta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody constantemente, a través de tantos años, es porque era un hombre humilde. Pienso que D. L. Moody fue el hombre más humilde que conocí en toda mi vida. Al señor Moody le gustaba citar las palabras de alguien: «La fe consigue más; el amor trabaja más; pero la humildad conserva más». El mismo poseía la humildad que conservaba cuanto conseguía. Como ya he dicho, fue el hombre más humilde que conocí, o sea, el hombre más humilde considerando las cosas grandes realizadas por él y los elogios que se le tributaron. ¡Cómo le gustaba ponerse en el último término y ubicar a otros en el primer plano! ¡Cuán a menudo se ponía de pie sobre la plataforma con algunos de nosotros, insignificantes compañeros, sentados detrás de él y cuando hablaba nos mencionaba así: «¡Hay hombres mejores que vienen detrás de mí!». Al decirlo señalaba hacia atrás de su hombro con su dedo pulgar a los «insignificantes compañeros». No entiendo cómo podía creerlo, pero realmente creía que los otros eran de veras mejores que él. No simulaba ser humilde. En lo íntimo de su corazón constantemente se subestimaba a sí mismo y sobrestimaba a los demás. Sinceramente creía que Dios iba a usar a otros con mayor intensidad que a él.
Al señor Moody le agradaba quedarse en el último plano. En las convenciones de Northfield, o en cualquier otro lugar, empujaba a otros hacia el frente y, si podía, les hacía predicar todo el tiempo: McGregor, Campbell Morgan, Andrew Murray, y los demás. La única manera de hacerle tomar parte en el programa era ponerse en pie en la convención y hacer moción que escucháramos a D. L. Moody en la siguiente reunión. Siempre quería pasar inadvertido.
¡Oh, cuántos hombres han prometido mucho y Dios los ha usado, y luego han pensado que eran una gran cosa y Dios se vio obligado a echarlos a un lado! Creo que los obreros más prometedores se han estrellado contra las rocas más por su propia estima y autosuficiencia que por cualquier otra causa. En estos últimos cuarenta años o más puedo recordar de muchos hombres que hoy están en la ruina y la miseria, hombres que en un tiempo se pensaba que iban a llegar a ser algo grande. Pero han desaparecido por completo de la escena pública. ¿Por qué? Porque se sobrestimaban. ¡Cuántos hombres y mujeres han sido dejados a un lado porque comenzaron a pensar que eran importantes y Dios tuvo que ponerlos aparte!
Dios usó a D. L. Moody, a mi entender, en mayor grado que a cualquier otro en su día; pero eso no le hacía mella, nunca se envaneció. En una oportunidad, hablándome de un gran predicador de Nueva York, ya muerto, el señor Moody dijo: «Una vez cometió un error muy grave, el más grave que yo hubiera esperado de un hombre tan sensato como él. Se me acercó al final de un breve mensaje que había dado y me dijo: ‘Joven, has presentado una gran conferencia esta noche’». Luego el señor Moody continuó: «¡Qué necedad lo que ha dicho! Casi me envaneció». Pero, gracias a Dios no se envaneció y cuando casi todos los pastores de Inglaterra, Escocia, e Irlanda y muchos de los obispos ingleses estaban listos para seguir a D. L. Moody donde quiera él los guiase, aún entonces nunca lo envaneció ni un poquito. Se postraba sobre su rostro delante de Dios, pues sabía que era humano y le pedía que lo vaciara de toda autosuficiencia. Y Dios lo hacía.
¡Oh hombres y mujeres, especialmente hombres y mujeres jóvenes! Quizá Dios está comenzando a usarles; probablemente la gente ya dice de usted: ‘¡Qué hermoso don que tiene como maestro bíblico! ¡Qué poder tiene como predicador para ser tan joven!’. Escuche: póstrese delante de Dios. Creo que ésta es una de las tretas más peligrosas del diablo.
Cuando el diablo no puede desanimar a una persona, se le acerca con otra táctica, la cual él sabe es mil veces peor en su resultado; él lo ensalza susurrando en su oído: ‘Tú eres en la actualidad el primer evangelista. Tú eres el hombre que barrerá con todo lo que se te ponga por delante. Tú eres el que va hacia adelante. Tú eres el D. L. Moody del día’; y si usted le hace caso, él le arruinará. En toda la costa de la historia de los obreros cristianos yacen los restos de los naufragios de nobles embarcaciones, portadoras de grandes promesas pocos años ha. Zozobraron porque sus tripulantes se inflaron y fueron llevados por los vientos huracanados de su propia estima hacia las rocas donde se estrellaron.
5. Un hombre libre del amor al dinero
El quinto secreto del poder y actuación sin altibajos de D. L. Moody es que fue un hombre libre por completo del amor al dinero. El señor Moody podría haber sido rico, pero el dinero no tenía encanto alguno para él. Le gustaba juntarlo para la obra del Señor, pero rehusaba acumularlo para sí mismo. Me dijo durante la Feria Mundial que si hubiera aceptado los derechos de producción de los himnarios publicados por él, hubiera ganado hasta ese momento un millón de dólares. El señor Moody se negó a tocar el dinero. Le pertenecía por ser el responsable de la publicación de los libros, y, además, el dinero empleado en la primera edición vino de su bolsillo. El señor Sankey tenía unos himnos que había llevado a Inglaterra y deseaba se los publicaran. Fue a una editorial (creo que fue Morgan and Scott) y ellos rehusaron publicarlos, pues como decían, Philip Philips había pasado recientemente y publicado un himnario y no había tenido éxito. De todos modos, el señor Moody tenía algún dinero y dijo que lo invertiría en la publicación de esos himnos en edición económica, y así lo hizo. Los himnos tuvieron una venta extraordinaria e inesperada; luego fueron publicados en forma de libros y aumentaron en gran manera las ganancias. Estas fueron ofrecidas al señor Moody, quien se negó a tomarlas. «Pero», le suplicaron, «el dinero es suyo»; más él no lo tocó.
El señor Fleming H. Revell era en ese tiempo el tesorero de la Iglesia de la Avenida Chicago, conocido comúnmente como el Tabernáculo Moody. Solamente el subsuelo de este nuevo templo se había construido, pues se habían acabado los fondos monetarios. Enterado de la situación de los himnarios el señor Revell sugirió, en una carta dirigida a amigos en Londres, que el dinero fuera destinado para terminar el edificio. Y así fue. Después llegó tanto dinero, que debió ser destinado a varias actividades cristianas por una junta en cuyas manos el señor Moody puso el asunto.
En una ciudad a la cual fue el señor Moody en los últimos años de su vida, y adonde yo lo acompañé, se anunció públicamente que el señor Moody no aceptaría ofrenda alguna por sus servicios. En rigor de verdad, el señor Moody dependía hasta cierto punto de lo que recibía en sus reuniones, pero cuando fue hecho este anuncio, no dijo nada y partió de esa ciudad sin recibir un centavo por el duro trabajo hecho allí y, según creo, hasta pagó su propia cuenta en el hotel. Sin embargo, un pastor de esa misma ciudad hizo publicar un artículo en un diario, yo mismo lo leí, en el cual narraba un cuento fantástico sobre las demandas financieras con que el señor Moody los había recargado, informe absolutamente falso como me constaba personalmente.
Millones de dólares pasaron por las manos del señor Moody, pero pasaron de largo; no se pegaron en sus dedos. El dinero es el motivo por el cual muchos evangelistas han hecho desastres, terminando con sus ministerios prematuramente. El amor al dinero por parte de algunos evangelistas ha contribuido más que cualquier otra causa a desacreditar el trabajo evangelístico en nuestros días y a dejar más de uno en el olvido. Guardemos la lección en nuestros corazones y cuidémonos a tiempo.
6. Un hombre apasionado por la salvación de los perdidos
La sexta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody es porque era un hombre apasionado por la salvación de los perdidos. El señor Moody resolvió, poco después de ser salvo, que nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar por lo menos a una persona sobre su alma. Su vida era muy agitada y a veces olvidaba su resolución hasta última hora. Muchas fueron las noches en que se levantó de la cama, se vistió y salió a la calle para hablar a alguno acerca de su alma, a fin de no dejar pasar un solo día sin haber hablado a siquiera uno de sus prójimos sobre su necesidad y el Salvador que podía satisfacerlo.
Una noche el señor Moody iba hacia su casa desde su trabajo. Era muy tarde y de repente recordó que no había hablado a ninguna persona ese día acerca de Cristo. Se dijo: «He aquí un día perdido. Hoy no he hablado a ninguno y no encontraré a nadie a esta hora». Pero mientras caminaba, vio a un hombre parado bajo un poste de alumbrado. El hombre era completamente desconocido para él aunque como veremos luego, el hombre sabía quien era el señor Moody. Éste caminó hacia el desconocido y preguntó: «¿Es usted cristiano?». El hombre contestó: «A usted no le importa si soy cristiano o no. Mire si no fuera porque es usted alguna clase de predicador, lo tiraría al zanjón por impertinente».
El señor Moody dijo algunas pocas palabras de todo corazón y se fue. Al día siguiente ese hombre visitó a uno de los más importantes entre los hombres de negocios, amigo del señor Moody, y le dijo: «Ese tal Moody de los suyos, está haciendo más mal que bien en el lado norte (de Chicago). Tiene entusiasmo sin sabiduría. Vino a mí anoche, un perfecto desconocido, y me insultó. Me preguntó si era cristiano y le dije que eso no le importaba y que si no fuera porque era una clase de predicador, lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría. El amigo de Moody le mandó a buscar y le dijo: «Moody, usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría; anoche insultó a un amigo mío en la calle. Usted fue a él, un perfecto desconocido, y le preguntó si era cristiano, y me cuenta que si no fuera porque usted es una clase de predicador lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría».
El señor Moody salió de la oficina de ese hombre un tanto cabizbajo. Se preguntaba si no estaría haciendo más mal que bien, si realmente tenía entusiasmo sin sabiduría. (Permítame decir, de paso, que es preferible tener entusiasmo sin sabiduría que tener sabiduría sin entusiasmo). Pasaron las semanas. Una noche el señor Moody estaba durmiendo cuando fue despertado por unos golpes violentos en la puerta de la calle. Saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta. Pensó que su casa estaría en llamas. Pensó que el hombre iba a romper la puerta. Abrió la puerta y allí estaba este hombre. Dijo: «Señor Moody, no pude dormir tranquilo desde que usted me habló debajo del poste de la luz y he venido a esta hora porque no aguanto más; dígame, ¿qué debo hacer para ser salvo?». El señor Moody lo hizo entrar y le dijo qué debía hacer para ser salvo y el hombre aceptó a Cristo.
Otra noche, el señor Moody había llegado a su casa y ya se había acostado cuando se acordó que no había hablado a ninguno ese día acerca de aceptar a Cristo. «Bueno», se dijo, «no me conviene levantarme ahora: no habrá nadie en la calle a esta hora de la noche». Pero se levantó, se vistió, y fue a la puerta de la calle. Estaba lloviendo a cántaros. «¡Bah!», se dijo, «nadie andará fuera con semejante lluvia». Justo en ese momento oyó las pisadas de un hombre que andaba por la calle con un paraguas. El señor Moody lo alcanzó corriendo y le preguntó: «¿Me permite compartir su paraguas?». «¡Por supuesto!», respondió el hombre. Entonces el señor Moody inquirió: «¿Tiene usted con qué refugiarse en los tiempos de adversidad?». Y le predicó a Jesús. ¡Queridos hermanos! Si nosotros estuviéramos tan llenos de entusiasmo por la salvación de las almas como el señor Moody, ¿cuánto tiempo tardaría Dios en enviar un poderoso despertamiento que sacudiera todo el país?
El señor Moody era un hombre que ardía por Dios. No sólo estaba siempre ocupado él mismo, sino que estaba haciendo trabajar a otros también. Una vez me invitó a Northfield para pasar un mes con las escuelas, hablando primero en una y luego cruzando el río para hablar en la otra. Tuve que cruzar repetidamente de una a otra orilla en una barca, pues todavía no había sido construido el puente que hoy se levanta en ese sitio. Un día me dijo: «Torrey, ¿sabía usted que el barquero que lo cruza diariamente es inconverso?». No me pidió que le hablara, pero entendí la indirecta. Cuando poco después se enteró de que el barquero era salvo, se puso muy contento.
Otra vez, cuando andábamos por cierta calle de Chicago, el señor Moody se acercó a un hombre completamente desconocido para él, y le dijo: «Caballero, ¿es usted cristiano?». «Métase en lo suyo», fue la respuesta. El Señor Moody insistió: «Esto es lo mío». El hombre dijo: «Bueno, entonces usted debe ser Moody».
En Chicago era conocido como «el loco Moody», porque hablaba día y noche a todos los que podía, acerca de lo que es ser salvo. En cierta oportunidad se dirigía a Milwaukee, y el asiento que había elegido era compartido con otro viajero. El señor Moody se sentó al lado e inmediatamente comenzó a conversar. «¿A dónde va usted?», preguntó el señor Moody. Cuando supo el nombre del pueblo dijo: «Pronto llegaremos allí; vayamos al grano: ¿es usted salvo?». El hombre dijo que no, y el señor Moody sacó su Biblia y allí en el tren le mostró el camino de salvación. Luego dijo: «Usted debe aceptar a Cristo», y el hombre lo hizo; se convirtió allí mismo en el tren.
La pasión por las almas de D. L. Moody no se limitaba a las almas que podían serle útiles en llevar su trabajo adelante; su amor por las almas no conocía limitaciones de clases sociales. El no hacía acepción de personas. Podía hablar con un conde o un duque o con un niño despreciado de la calle; le daba lo mismo; era un alma perdida y él hacía lo que podía para salvarla.
Un amigo me contó que comenzó a oír hablar del señor Moody cuando el señor Reynolds de Peoria le dijo que una vez él encontró al señor Moody sentado en una choza de las ‘villas de emergencia’ que había en esa parte de la ciudad alrededor del lago, la cual era conocida en ese entonces por ‘las Arenas’, con un negrito sobre sus rodillas, una vela de sebo en una mano y una Biblia en la otra. El señor Moody estaba deletreando las palabras (pues el niño no sabía leer de corrido) de ciertos versículos de las Escrituras, en un intento por conducir a ese ignorante niño de color a Cristo. Hombres y mujeres jóvenes y obreros cristianos, si ustedes y yo experimentásemos semejante pasión por las almas ¿cuánto se tardaría antes que tuviéramos un despertar? ¡Supongamos que esta noche el fuego de Dios cayera y llenara nuestros corazones; un fuego consumidor que nos envíe por todo el país, y cruzando el océano a China, Japón, India, África, a contar a las almas perdidas el camino de la salvación!
7. Un hombre investido con poder de lo Alto
La séptima cosa que fue el secreto de por qué Dios usó a D. L. Moody es porque estaba investido concretamente con poder de lo alto, tenía un bautismo con el Espíritu Santo muy claro y definido. El señor Moody sabía que tenía «el bautismo con el Espíritu Santo»; no dudaba de ello. En su juventud fue muy apresurado, tenía un deseo tremendo de hacer algo, pero en realidad carecía de poder real. Trabajaba duramente en la energía de la carne. Pero había dos mujeres humildes de los Metodistas Libres quienes acostumbraban a asistir a sus reuniones en la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Una era la ‘tía Cook’ y otra la señora Snow (me parece que no se llamaba Snow en aquel entonces). Estas dos mujeres solían acercarse al señor Moody al finalizar los cultos y le decían: «Estamos orando por usted». Al fin, el señor Moody empezó a irritarse un poco, y una noche les preguntó: «¿Para qué están orando por mí? ¿Por qué no oran por los que no son salvos?». Ellas contestaron: «Estamos orando para que usted reciba el poder». El señor Moody no sabía qué significaba eso, pero se puso a pensar y después se acercó a las mujeres y les dijo: «Desearía que me digan qué es lo que quieren decir»; y ellas le explicaron que es el bautismo concreto con el Espíritu Santo. Entonces él quiso orar junto con ellas para que Dios le diera poder.
La ‘tía Cook’ me contó una vez con qué intenso fervor oró el señor Moody en esa ocasión. Ella me lo dijo con palabras que apenas me atrevo a repetir, aún cuando nunca las he olvidado. Y no sólo oraba con ellas, sino que también oraba solo. No mucho después, poco antes de salir para Inglaterra, estaba caminando por la calle Wall Street de Nueva York (el señor Moody muy rara vez relató esto y yo casi vacilo en contarlo), y en medio del bullicio y del trajín de esa ciudad su oración fue contestada. El poder de Dios cayó sobre él mientras caminaba por la calle y tuvo que apresurarse hacia la casa de un amigo y pedirle que lo dejara solo en una habitación. En esa habitación se quedó durante horas, y el Espíritu Santo vino sobre él llenando su alma con tanto gozo que debió rogar a Dios que detuviera su mano, pues temía morirse allí de puro gozo. Salió de ese lugar con el poder del Espíritu Santo sobre él, y cuando llegó a Londres (en parte por las oraciones de un santo postrado en cama de la iglesia del señor Lessey), el poder de Dios fluyó poderosamente a través suyo en el norte londinense, y cientos fueron agregados a las iglesias. Ese fue el punto de partida para que fuera invitado a predicar en las maravillosas campañas realizadas en años posteriores.
Vez tras vez el señor Moody me decía: «Torrey, quiero que prediques sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me pidió que hablara sobre ese tema. Una vez, cuando yo había sido invitado a predicar en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Nueva York (invitado por recomendación del señor Moody; de no ser por él, tal invitación nunca se me hubiera extendido), justo antes de partir para Nueva York, el señor Moody vino hasta mi casa y me dijo: «Torrey, ellos desean que usted predique en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida de Nueva York. Es una iglesia grande, enorme, costó un millón de dólares para construirla». Luego prosiguió: «Torrey, quiero pedirle una sola cosa, quiero decirle sobre qué debe predicar, quiero que predique ese sermón suyo ‘Diez razones por las cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y su sermón sobre ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’». Vez tras vez cuando me llamaban para ir a alguna iglesia, él me instaba: «Ahora, Torrey, predique sin falta sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me repitió esto. Un día le pregunté: «Señor Moody ¿piensa que yo no tengo más sermones que esos dos: ‘Diez Razones por las Cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’?». «No importa», respondió, «dales esos dos sermones».
Una vez él tenía unos maestros en Northfield: todos ellos excelentes, pero no creían en un bautismo definido con el Espíritu Santo para el individuo. Creían que cada hijo de Dios estaba bautizado con el Espíritu Santo, y no creían en ningún bautismo especial con el Espíritu para cada uno.
El señor Moody me dijo: «Torrey, ¿puedes venir a mi casa después del culto de esta noche? Yo haré que vengan esos hombres, y quiero que trates acerca de este asunto con ellos». Por supuesto acepté. El señor Moody y yo hablamos un buen rato, pero ellos no concordaron del todo con nosotros. Y cuando se fueron, el señor Moody me hizo seña para que me quedara unos momentos más. Se sentó con su barba apoyada en su pecho, como lo hacía a menudo cuando estaba meditando profundamente; luego me miró y dijo: «¿Por qué se detendrán en pequeñeces? ¿Cómo no ven que ésta justamente es la cosa que ellos necesitan? Son buenos maestros, excelentes maestros, y estoy muy contento de tenerlos aquí; pero ¿cómo no ven que el bautismo con el Espíritu Santo es el único toque que les hace falta?».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 51 • Mayo - Junio 2008
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Semblanza de David Martyn Lloyd-Jones, el último gran maestro de Westminster.
El maestro de Westminster
Gales es un lugar único en el mundo. Aun siendo parte de Gran Bretaña, los galeses se apresuran a dejar en claro que ellos no son ingleses, y lo enfatizan hablando en su propio idioma en lugar de decirlo en inglés.
Gales tiene una muy especial historia espiritual, pues ha experimentado grandes avivamientos, seguidos muchas veces de profundas depresiones espirituales.
La historia registra algunos galeses notables, como Christmas Evans, Daniel Rowland, William Williams, Howell Harris, Evan Roberts… y David Martyn Lloyd-Jones, nuestro biografiado.
Primeros pasos
David Martyn Lloyd-Jones nació el 20 de diciembre de 1899, cuando concluía el siglo XIX. Dios tenía un plan para este hijo de Henry y Magdalene Lloyd-Jones, para traer de nuevo los fuegos del avivamiento que Evans, Roberts y otros habían experimentado antes. Algunos han dicho que Charles Spurgeon fue el último puritano, pero el tiempo demostraría que deberían haber esperado oír al «Doctor» antes de hacer tal afirmación.
La vida del joven Martyn fue bastante tranquila hasta enero de 1910, cuando tenía 11 años. Hasta entonces su padre había sido un hombre de negocios bastante exitoso en su ciudad natal de Llangeitho. Pero aquel año ocurrió algo que cambiaría muchas cosas.
En la oscuridad de la noche estalló un fuego que casi costó las vidas de Martyn y sus hermanos, que dormían en la planta superior. Aunque la familia fue salvada, la mayor parte de los bienes familiares se perdieron. Henry nunca se recuperó totalmente del revés financiero. Casi por accidente, Martyn averiguó poco después cuán desesperada se había vuelto verdaderamente su situación.
Durante sus primeros años de escuela, él llevó esta carga en su corazón. Como resultado, se volvió muy serio para su edad, y muy decidido en tener éxito en su educación y en su vida. «Fue como si él se apartaba mucho de lo que es común a la juventud, y esto le hizo decir alguna vez: ‘Yo nunca tuve una adolescencia’», afirma Ian Murray. Aunque cálido de corazón, Lloyd-Jones siempre llevaría con él una reputación de austeridad y severidad.
Lloyd-Jones fue criado en el metodismo calvinista galés. El término «metodismo calvinista» puede parecer contradictorio, porque los metodistas son arminianos – que enfatizan el libre albedrío del hombre – y los calvinistas dan énfasis en la soberanía de Dios respecto a la salvación. De alguna manera, el metodismo calvinista de Gales buscó lo mejor de ambas posturas.
Entre 1914 y 1916, Lloyd-Jones fue a una escuela primaria de Londres, y luego estudió medicina. Hizo su práctica en el prestigioso Hospital de St. Bartholomew, y fue brillantemente exitoso. Aprobó sus exámenes tan tempranamente que tuvo que esperar para graduarse.
En 1921 comenzó a trabajar como asistente principal de Sir Thomas Horder, uno de los mejores médicos de esos días.
A la edad de 26 años, Martyn obtuvo su diploma de miembro del Colegio Médico y tenía una carrera brillante y lucrativa delante de él. Sin embargo, Dios tenía planes para que fuese médico de almas en lugar de cuerpos.
Conversión y llamamiento al ministerio
Poco a poco, a través de la lectura, su mente fue atraída por el evangelio de Cristo. No tuvo ninguna crisis dramática de conversión, pero llegó a un punto en que se comprometió completamente con el evangelio.
Después de eso, cuando se sentaba en el consultorio, escuchando los síntomas de sus pacientes, comprendió que aquello que muchos de ellos necesitaban no era la medicina ordinaria, sino el evangelio que él había descubierto para sí mismo. Él podría ocuparse de los síntomas, pero la preocupación, la tensión, las obsesiones, sólo podrían ser tratadas por el poder de la conversión. Él sentía cada vez más que la mejor forma de usar su vida y talentos era predicando ese evangelio.
Martyn se involucró rápidamente en la iglesia de la Capilla de Charing Cross. Entre otras cosas, allí conoció a Bethan Philips. Bethan asistía allí con sus padres y dos hermanos. Su padre era un oftalmólogo muy conocido y Bethan estaba a punto de recibirse como médico en el University College Hospital.
Tras varios años de noviazgo, Martyn y Bethan se casaron, en 1927. Después de su luna de miel en Torquay, se instalaron en su primer hogar, una pequeña casa parroquial de la iglesia de Sansfield, en Aberavon, Gales, decididos a servir en aquello a que se sentían llamados.
El sorprendente movimiento del joven especialista y su esposa no podía dejar de atraer la atención, y la prensa vino hasta ellos. La señora Lloyd-Jones respondió a un periodista en la puerta de su casa con la frase: ‘Sin comentarios’ y al día siguiente quedó horrorizada al leer el titular: ‘«Mi marido es un hombre maravilloso», dice la señora Lloyd-Jones’. De este matrimonio nacieron dos hijas, Elizabeth y Ana.
Los médicos locales no estaban muy contentos con el recién llegado. Pensaban que él había venido para mostrar su superioridad y arrebatarles a sus pacientes.
Contra lo esperado, Martyn no pudo abandonar completamente su carrera médica. En la Gales del sur, su brillante habilidad de diagnóstico escaseaba. Después de unos años durante los cuales fue deliberadamente ignorado por los médicos locales, fue llamado para un caso difícil. Él supo exactamente la naturaleza de la oscura enfermedad de la que el paciente aparentemente se recuperaría, y luego moriría. Su pronóstico se confirmó exactamente, y el médico general dijo: ‘Debo arrodillarme para pedir su perdón por lo que yo he dicho sobre usted’. Después de eso fue difícil controlar las llamadas médicas.
Un escritor describió así el barrio de Sansfield: «Contiene por lo menos a 5.000 hombres, mujeres y niños que viven en la mayor parte en la sordidez y el hacinamiento». O como alguien dijo, era un lugar para «el jugador, la prostituta y el publicano».
Lloyd-Jones no era un ministro recién salido de una universidad teológica liberal, que acomodara su mensaje a la opinión contemporánea y a los prejuicios de su congregación. Las palabras de su primer sermón inspiradas a partir de 2ª Timoteo 1:7 ilustran cuáles eran sus convicciones: «Nuestras ... iglesias están atestadas con personas casi todas las cuales toman la Cena de Señor sin dudar un momento, pero... ¿imagina usted por un instante que todas esas personas creen que Cristo murió por ellos? Bien, entonces, dirá usted, ¿por qué son miembros de la iglesia, por qué ellos fingen creer? La respuesta es que ellos tienen miedo de ser honestos consigo mismos... Yo me sentiré mucho más avergonzado por toda la eternidad por las ocasiones en las que dije que yo creía en Cristo cuando en realidad no era así...».
Eso fue demasiado para algunos, que abandonaron la congregación. Pero en su lugar –lentamente al principio– fue creciendo el número de los que eran cautivados por la verdad, la clase obrera de Gales del Sur. El mensaje los trajo, y el poder del Espíritu Santo los convirtió. No había súplicas dramáticas, sólo un ministro joven con el mensaje claro de la justicia de Dios y su amor, que trajeron a un caso duro tras otro al arrepentimiento y la conversión.
La iglesia creció con la constante corriente de conversiones. Notorios bebedores se hicieron cristianos gloriosos, y obreros y mujeres vinieron a las clases de Biblia que él y su esposa dirigían.
Para aquellos que están habituados a la predicación bíblica puede ser difícil entender la conmoción que causaba este joven predicador. Primero, él no estaba entrenado teológicamente (al menos no de las formas reconocidas). En lugar de predicar de un leccionario o alguna otra forma pre-elaborada, Lloyd-Jones era ante todo un predicador de la Biblia. Desde el principio, él buscó dar una comprensión verso por verso de la Palabra de Dios. Quizás esto reflejaba su propia vida personal que incluía leer la Biblia completa cada año. Basta leer los mensajes suyos sobre Romanos o sobre Efesios para entender cuán profundo era su afecto por la Palabra y su obediencia a la misma.
Tampoco cabe duda de que su lectura de los Puritanos tuvo también una profunda influencia sobre él. Los Puritanos a menudo han sido caricaturizados, pero Lloyd-Jones los leyó realmente. Leyó todo el Directorio Cristiano de Richard Baxter y los muchos volúmenes de John Owen. Desde su punto de vista, los Puritanos diferían de otras corrientes organizadas en varias puntos importantes.
Primero, acentuaban la naturaleza espiritual del culto por sobre las formas y rituales externos. Segundo, enfatizaban el cuerpo reunido de Cristo por sobre el individuo, haciendo así la disciplina de la iglesia necesaria y saludable para la causa de Cristo. Finalmente, creían en la aplicación directa de la Palabra para el alma de cada persona. El espíritu del Puritanismo, creía Lloyd-Jones, podía ser trazado de William Tyndale a John Owen y a Charles Spurgeon. Era este espíritu de la centralidad de la Palabra de Dios el que conducía al nuevo predicador en el país de Gales.
A medida que sus predicaciones eran conocidas, la presencia de Lloyd-Jones fue más y más solicitada. Muchos otros predicadores comenzaron a encontrar en él un modelo de lo que debía ser el ministerio del púlpito. Fue a predicar a Canadá y América y a menudo era invitado para hablar ante varias asambleas en Gran Bretaña.
Fue en la noche fría y brumosa del 28 de noviembre de 1935 que Lloyd-Jones predicó a una asamblea en el Albert Hall, en Londres. Durante su mensaje, «el Doctor» explicó los problemas bíblicos que él veía en muchas de las más usadas formas de evangelización y crecimiento de la iglesia. Dijo: «¿Pueden muchos de los métodos de evangelismo que se introdujeron hace unos cuarenta o cincuenta años realmente justificarse por la Palabra de Dios? Cuando leo sobre la obra de los grandes evangelistas en la Biblia, veo que ellos no estaban primeramente preocupados por los resultados; ellos se ocupaban en proclamar la palabra de verdad. Ellos dejaron el crecimiento a Él. Ellos estaban interesados sobre todo en que las personas fuesen puestas cara a cara con la propia verdad».
Llegada a Westminster
Uno de los oyentes aquella noche era un anciano de 72 años, G. Campbell Morgan, pastor de la Capilla de Westminster, quizá el predicador con más renombre de la época. Se dice que el anciano pastor le dijo a Lloyd-Jones: «¡Nadie sino usted podría haberme sacado en semejante noche!». Después de oír a Lloyd-Jones, Campbell Morgan quiso tenerlo como su colega y sucesor en 1938. Pero no era tan fácil, porque él manejaba otras opciones tan atractivas como aquella. Al final, prevaleció el llamado de la Capilla de Westminster, y la familia Lloyd-Jones con sus hijas, Elizabeth y Ana, se estableció definitivamente en Londres en abril de 1939.
La asociación de Morgan y Lloyd-Jones fue un digno ejemplo de cómo los cristianos pueden trabajar juntos, aun cuando difieran en aspectos secundarios. G. Campbell Morgan era un arminiano, y su exposición de la Biblia, aunque famosa, no se ocupó de las grandes doctrinas de la Reforma. Martyn Lloyd-Jones, en cambio, estaba en la tradición de Spurgeon, Whitefield, los Puritanos y los Reformadores. Pero ambos hombres respetaron cada uno las posiciones y talentos del otro, y su asociación, hasta que Campbell Morgan murió, fue pacífica y fomentó mucho la obra de Cristo en Londres.
Cuando las nubes de tormenta de la Segunda Guerra Mundial ya amenazaban, Lloyd-Jones asumió el pastorado pleno de la Capilla de Westminster.
Durante los años de guerra, los habitantes de Londres soportaron por meses las interminables incursiones nocturnas de los bombarderos alemanes. A causa de que la Capilla de Westminster estaba situada muy próxima al Palacio de Buckingham y otros edificios importantes del gobierno, estaba en peligro constante de ser destruida. La congregación estuvo en un estado constante de crisis financiera y emocional. Sin embargo, los servicios siguieron casi con normalidad. En 1944, una bomba voladora explotó en la Capilla de los Guardias, a unos pocos metros de allí, cubriendo al predicador y la congregación de polvillo blanco. Un miembro de la congregación abrió sus ojos después del estampido, vio a todos cubiertos en blanco ¡y creyó que debía estar en el cielo!
Westminster también estaba acercándose rápidamente a su propia crisis interior. Algunos de la «vieja guardia» no querían mucho al joven calvinista que había compartido el púlpito con su venerado Dr. Morgan. Es un testimonio del poder de la Palabra de Dios y del espíritu humilde de Lloyd-Jones que la iglesia no sólo sobrevivió, sino que finalmente prosperó. Después de la guerra, la congregación creció rápidamente. En 1947 los balcones fueron abiertos y de 1948 hasta 1968 cuando él se retiró, había un promedio de unos 1.500 asistentes los domingos en la mañana y 2.000 en la noche.
A principios de 1953, el estudio de la Biblia de los viernes por la noche empezó en la Capilla principal. Fue allí cuando Lloyd-Jones inició su monumental discurso sobre el libro de Romanos. Así como la obra de Martín Lutero sobre Romanos y Gálatas influyó en los Puritanos posteriormente, este gran trabajo sobre Romanos ha influido en la actual generación de creyentes. Así como él empezó, él continuaría, ministrando a su gente con la Palabra de Dios en lugar de su propia personalidad.
En su enfoque al trabajo del púlpito, Lloyd-Jones trabajaba firmemente a través de un libro de la Biblia, tomando un versículo o parte de un versículo a la vez, mostrando lo que enseñaba, cómo eso se ajustaba a la enseñanza sobre el asunto en otra parte de la Biblia, cómo la enseñanza entera era pertinente a los problemas de nuestro propio día y cómo la posición cristiana contrastaba con las ideas actualmente en boga.
Él se ponía a sí mismo en un segundo plano, e intentaba mostrar a su congregación la mente y la Palabra de Dios, permitiendo que el mensaje de la Biblia hablara por sí mismo. Sus predicaciones explicativas apuntaron a permitir a Dios hablar tan directamente como era posible al hombre en el banco con el pleno peso de la autoridad divina.
Otras actividades
A pesar de las dificultades de la guerra, Lloyd-Jones estuvo comprometido en la fundación de tres instituciones importantes. La primera fue la creación de una Biblioteca Evangélica de grandes obras cristianas, que pronto superó los 20.000 volúmenes. Así una nueva generación de creyentes se acercó a los escritos de Bunyan, Baxter, Owens y otros.
La segunda institución que Lloyd-Jones ayudó a crear fue la Confraternidad de Westminster. El libro Los Puritanos, es una recopilación de los mensajes anuales de Lloyd-Jones a dicha agrupación.
Y lo tercero, fue el apoyo a la Confraternidad Inter-universitaria (IVF), bajo cuyo alero se realizó cada mes de diciembre la Conferencia Puritana. Había un fuerte sentimiento por la necesidad de regresar a los fundamentos teológicos de la tradición protestante, al período cuando cien años después de la Reforma, sus implicaciones teológicas habían funcionado. Se leyeron y se discutieron documentos y Lloyd-Jones dirigió las reuniones con habilidad y autoridad.
La casa editorial Banner of Truth y la revista Evangelical Magazine nacieron, con la ayuda y estímulo de Martyn Lloyd-Jones, que también apoyó poderosamente el trabajo de la Biblioteca Evangélica. A nivel pastoral, él condujo reuniones fraternales mensuales de ministros desde principios de los 40’s, donde los pastores discutían todos los problemas que enfrentaban dentro de la iglesia y en su entorno. Aquí su siempre vasta experiencia, su profunda sabiduría y su sentido común ayudaron a muchos ministros jóvenes con dificultades aparentemente únicas e insolubles.
En el verano de 1947 el doctor hizo otra visita a los Estados Unidos y fue recibido calurosamente. A pedido de Carl F. H. Henry, él habló en la Universidad de Wheaton. Se publicaron los cinco mensajes que él dio. En ellos Lloyd-Jones compartió su idea acerca del tipo de predicación que el mundo realmente necesita.
Controversias
Un carácter fuerte y un liderazgo fuerte no pueden evitar la controversia. Creyendo, como él hizo, en el poder del Espíritu Santo para convencer y convertir, él se opuso profundamente a la tradición con la que había crecido desde Moody de reuniones multitudinarias con música suave y apelaciones emocionales para la conversión. También se opuso a las uniones arbitrarias entre denominaciones basadas en el pragmatismo en lugar de la doctrina. Nada causaría más problemas a Lloyd-Jones que su firme creencia en la necesidad de una adhesión a ciertas doctrinas fundamentales.
A finales de la Guerra, mientras muchos se reunían para oír al doctor, otros líderes religiosos estaban empezando a ignorarlo. Cuando en 1946 una publicación reunió los nombres de los «Gigantes del Púlpito», incluyendo hombres como Weatherhead, el nombre de Martyn Lloyd-Jones fue ignorado.
A principios de los años 1950’s, mucho había cambiado en el paisaje espiritual de Inglaterra. En 1952, Arturo W. Pink murió en relativa oscuridad en una isla de Escocia. En ese momento pocos habrían adivinado que sus escritos serían un día publicados y leídos por creyentes en todo mundo.
Alrededor de 1959, Lloyd-Jones observó que había un resurgimiento del interés en las doctrinas de la gracia y las enseñanzas de los puritanos en la iglesia. Sin embargo, aquéllos en los cuales se producía este regreso no eran de su propia generación. El interés real estaba entre los ministros y creyentes más jóvenes. Esta nueva generación de líderes del púlpito vio las inmutables verdades de la palabra de Dios en una forma que no lo hizo su generación anterior. Algunos acusaron a Lloyd-Jones de ignorancia teológica en el mejor de los casos, y en el peor, de arrogancia espiritual. La verdad es que él reprendía a menudo a sus jóvenes aprendices por transformar la discusión sobre Calvinismo y Arminianismo en un punto de controversia. De hecho, él expresaba públicamente su creencia de que A. W. Pink debió haber tenido un espíritu más a largo plazo y conciliatorio en su esfuerzo para volver a las personas a la verdad.
La controversia más seria vino en sus relaciones con la Iglesia de Inglaterra. Martyn Lloyd-Jones era un firme creyente en la unidad evangélica. Él no creía que las barreras sectarias debían separar a aquéllos que tenían una verdadera fe en común. Pero cuando el movimiento ecuménico liberal hizo más y más concesiones a las corrientes de opinión mundana, él apoyó el éxodo desde aquellas denominaciones.
Una de las grandes pasiones de Martyn Lloyd-Jones era el retorno a la combinación de la doctrina de los Calvinistas y el entusiasmo de los Metodistas. En los años 60’s, él estaba ansioso porque el énfasis en la sana doctrina recientemente recuperado no se convirtiese en una árida dureza del doctrinal. Para neutralizar este peligro, él empezó a dar énfasis a la importancia de la experiencia. Él habló mucho de la necesidad del conocimiento experimental del Espíritu Santo, de la convicción plena por el Espíritu, y de la verdad que Dios trata inmediatamente y directamente con sus hijos – a menudo ilustrando estas cosas con la historia de la iglesia.
Al contrario de gran parte de la enseñanza que se levantaría durante la Renovación Carismática de los 60’s, Lloyd-Jones enfatizó varios rasgos del verdadero avivamiento. Primero, él proclamó que Dios es soberano y no hay, por tanto, ninguna fórmula para el avivamiento. Dios se mueve de formas diferentes en tiempos diferentes. En segundo lugar, insistió en que la iglesia necesitaba el avivamiento, no para que más personas entraran en la iglesia, sino para que Dios fuese devuelto a Su lugar justo en las vidas y pensamientos de la gente.
Tal como en el problema de unidad de la iglesia, sus ideas sobre lo que ahora se conoce como ‘psicología cristiana’ probaron ser profundas y proféticas. Él no estaba en absoluto impresionado con el matrimonio entre la predicación bíblica y la psicología secular.
Hay una colección de sermones sobre el asunto en «Depresión Espiritual: Causas y Curas», publicada por primera vez en 1965. La obra apunta a la suficiencia de Cristo en la vida del creyente y concluye con estas palabras: «Yo hago lo máximo que puedo, pero Él controla el suministro y el poder, Él lo infunde. Él es el médico celestial y Él conoce cada variación en mi condición. Él ve mi complexión. Él siente mi pulso. Él conoce... todo. ‘Así es’, dice Pablo, ‘y por consiguiente todo lo puedo a través de Aquel que constantemente me está infundiendo fuerza’… Él nos conoce mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, y según nuestra necesidad, así será nuestro suministro».
A principios de los 60’s, el doctor inició una serie de mensajes sobre el evangelio de Juan. Su intención en ellos no fue una exposición verso por verso como era habitual, sino una búsqueda del significado esencial de la certeza y la llenura del Espíritu Santo.
A principios de 1968, en su 68° año, Lloyd-Jones tuvo una operación importante y, aunque se recuperó por completo, decidió que después de 30 años en Westminster había llegado el tiempo de retirarse como ministro.
Su ministerio había sido muy bendecido por Dios. Había habido un arroyo constante de conversiones, muchas notables y, sobre todo, a una amplia variedad de personas de toda condición social se le había enseñado la anchura y la profundidad de la doctrina cristiana. En la Capilla había soldados de los cercanos cuarteles de Wellington Barracks, trabajadores de los hoteles y restaurantes del oeste, enfermeras de los grandes hospitales, actores y actrices de teatros del oeste-extremo, sirvientes civiles menores y mayores de Whitehall, y desempleados crónicos provenientes del hostal del Ejército de Salvación.
La Capilla siempre estaba llena de estudiantes, especialmente extranjeros, entre los que estaba el ahora Presidente Moi de Kenya. La Iglesia china asistía en la mañana y muchos Hermanos de Plymouth por la tarde. Cuando los Hermanos Exclusivos se dividieron, muchos de los que vivían en Londres vinieron a la Capilla de Westminster. Y había, por supuesto, muchos profesionales, maestros, abogados, contadores y quizás más de algunos de aquéllos que tenían alguna deficiencia mental.
Gente de todo tipo y condición venía a verlo después en la sacristía, donde él pasaría horas pacientemente escuchando y sabiamente aconsejando. Uno de ellos ha escrito: ‘Yo tengo un recuerdo encantador de ir a él en una necesidad personal profunda, todavía muy asustado de su manera pública formidable. Su apacibilidad y atractiva bondad, unidas a un consejo simple y recto, ganaron mi corazón. Su cerebro y brillantez como predicador le hacen digno de respeto y admiración; ese otro lado más manso, que conocí en privado, hace a uno amarle’.
En 1977 él habló sobre la diferencia en el método de Pablo de ayudar a los cristianos y aquello que se estaba popularizando con el nombre de consejería. Su convicción era de que mucho de lo que pasa como psicológico era realmente espiritual. Lloyd-Jones vio el púlpito como el enfoque de verdadero ‘Cristian counselling’. Eso no significa que él estuviera desinteresado de su gente y de sus problemas. Nada podía estar más lejos de aquello. Él ocupaba muchas horas en el consejo personal y la dirección bíblica.
Actividades finales
En los 12 años posteriores a su jubilación él continuó con la Conferencia de Westminster y dedicó mucho tiempo a dar consejo a otros ministros, contestar cartas y hablar eternamente por teléfono. Libre de la rígida rutina de los domingos en Westminster, él pudo entonces dedicarse a los compromisos externos que él había tomado como ministro, sobre todo ocupando los fines de semana en causas pequeñas y remotas que él amaba animar. Él viajó de nuevo a Europa y los Estados Unidos, pero rehusó nuevas y reiteradas invitaciones a otros países.
Lloyd-Jones tenía un hogar muy feliz que estaba abierto cada Navidad a los miembros de la iglesia que no tenían otro sitio adonde ir. En su jubilación él solía incitar a sus nietos mayores con algún argumento. Ellos eran como cachorros jóvenes yendo por un león viejo, atreviéndose donde nadie más se atrevería, vueltos atrás por un gruñido, pero volviendo a saltar en seguida.
En 1979, la enfermedad regresó, y tuvo que cancelar todos sus compromisos. Él aún anhelaba predicar de nuevo. Él había visto a muchos hombres seguir después de que ellos debían haber parado. En la primavera de 1980 pudo empezar de nuevo, pero una visita al Hospital en mayo reveló que su enfermedad exigía un tratamiento más severo que le impediría predicar. Entre las agotadoras sesiones en el hospital, que él enfrentó con valor y dignidad, continuó trabajando en sus manuscritos y dando consejo a ministros, pero en Navidad él estaba demasiado débil para esto. Al final, sin embargo, pudo pasarse tiempo con su biógrafo (su ayudante anterior, Ian Murray).
Hacia fines de febrero de 1981, con gran paz y confiada esperanza, él creyó que su obra terrenal estaba hecha. Dijo a su familia inmediata: ‘No oren por sanidad, no traten de retenerme de la gloria’.
El 1 de marzo, el Día del Señor, él pasó a la gloria de la cual tan a menudo había predicado, para encontrarse con el Salvador al cual había proclamado tan fielmente.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 50 • Marzo - Abril 2008
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F. B. Meyer, pastor, predicador, autor de numerosos libros, maestro notable de las Escrituras. Un don dado a la iglesia de Cristo.
Un místico práctico
Semblanza de F. B. Meyer
Frederic Brotherton Meyer fue uno de los predicadores más amados en su tiempo, uno de los principales exponentes del movimiento Higher Life (Vida Superior), y por más de 20 años expositor de la Conferencia de Keswick. Spurgeon decía de él: «Meyer predica como un hombre que ha visto a Dios cara a cara».
Influencia familiar
F. B. Meyer nació en Londres en abril de 1847, en el seno de una devota familia cristiana adinerada de origen alemán. Especial influencia ejerció sobre él una abuela cuáquera. Asistió al Brighton College y se graduó de la Universidad de Londres en 1869. Estudió teología en el Regent’s Park College, Oxford. Meyer empezó a pastorear iglesias en 1870. Su primer pastorado estuvo en la Capilla Bautista de Pembroke en Liverpool.
Contacto con D. L. Moody
Siendo pastor en la Capilla Bautista de Priory Street, acudió a escuchar a D. L. Moody, el evangelista norteamericano. Su primera impresión fue confirmada por uno de sus maestros de Escuela Dominical, quien vino a él y le dijo: «Hermano Meyer, la ilustración que ese predicador dio el otro día impactó tanto a mis muchachas que ha habido mucho llanto, confesión y testimonio. ¡Estamos seguros que el Espíritu Santo ha venido sobre nosotros; y hemos tenido una experiencia en nuestra clase que usted no creerá!».
F. B. Meyer fue tan afectado por el testimonio de ese maestro y esas muchachas que quiso comprobarlo por sí mismo, y pronto llegó a ser su propia realidad. Desde ese momento, Meyer se acercó a Moody, y sellaron una amistad que duró de por vida.
Dos áreas de interés
Desde el comienzo de su ministerio, Meyer mostró un gran interés por los nuevos movimientos dentro de la Iglesia. Entre éstos estaban los movimientos por la reforma social y por la espiritualidad más profunda. Meyer incursionó con distinta suerte en ambas áreas. Su carácter práctico rechazaba una forma de espiritualidad mística y desconectada de la realidad.
El comienzo de su incursión tras los pasos de una espiritualidad más profunda lo tuvo en 1874 y 1875. Meyer asistió a dos conferencias sobre el tema de la vida espiritual que iba a mostrarse decisivo para la vida evangélica británica. La primera fue una reunión bastante selecta sostenida en Broadlands, la propiedad del futuro Lord y Lady Mount Temple. Con aproximadamente cien personas invitadas– incluyendo, por ejemplo, al escritor George MacDonald– se desarrolló durante seis días en julio de 1874.
El segundo evento, del 29 de agosto al 6 de septiembre, fue una conferencia en Oxford «para la promoción de la santidad Escritural», que atrajo a 1.500 personas. Dos de los oradores principales eran una pareja americana con raíces cuáqueras, Robert y Hannah Pearsall Smith.
La esencia del mensaje en Oxford fue que la santificación, como la justificación, era una bendición asequible a través de la fe simple. Este enfoque, que contrastaba con la visión evangélica de que la santidad era lograda por el esfuerzo activo, fue recibido ávidamente por los cristianos que luchaban con un sentimiento de fracaso.
Meyer recordaba vivamente su reacción en Broadlands y en Oxford. Él fue impactado sobre todo por los mensajes de Pearsall Smith.
Con este trasfondo, Meyer acudió con entusiasmo a la Convención de Brighton, al año siguiente. Sin embargo, la controversia estuvo a punto de quebrar el ambiente. ¿Era la «impecabilidad» enseñada por los líderes de la santidad? Meyer fue incapaz de aceptar algunas de las declaraciones hechas en Brighton, y se sumió en un estado de decepción. Fue renuente a asistir a la Convención inicial de Keswick que, en el verano de 1875 sólo reunió a 300-400 personas. (A principios del s. XX acudían más de 5.000).
Después de este traspié, Meyer se dedicó de lleno al ministerio pastoral en Leicester, con un fuerte énfasis en el evangelismo, probablemente debido a la influencia de su reciente amistad con D. L. Moody. Cuando él miraba hacia atrás esa época decía que había «malgastado la vida interior», viviendo para dedicarse a «obtener influencia social, ganar dinero, atraer audiencias y hacer obra filantrópica».
Por ese tiempo, la posición de Meyer era tensa. La enseñanza de la vida espiritual más profunda lo llamaba fuertemente, pero él no podía integrarla en su compromiso de evangelización y acción social. Sólo cuando reconcilió estos elementos dentro de sí mismo, pudo llevar a cabo su ministerio como maestro de santidad.
Un encuentro revitalizador
El momento decisivo vino el 26 de noviembre de 1884, cuando C. T. Studd y Stanley Smith visitaron la floreciente iglesia de la cual Meyer era pastor (Melbourne Hall, Leicester). Un gran revuelo se había levantado cuando Studd y Smith, que eran deportistas conocidos en toda Inglaterra, junto con otros cinco estudiantes universitarios de Cambridge –conocidos como los «Cambridge Seven»– se ofrecieron a ir como misioneros a China.
Meyer invitó a las dos famosas personalidades a hablar en el Melbourne Hall poco antes de que dejaran Bretaña. Lo que Meyer no sospechaba era el efecto que esta decisión causaría en él mismo.
Él observó en Studd y Smith una «fuente constante de reposo, fuerza y alegría» que él no tenía y que estaba decidido a poseer. Era esencial para Meyer que la espiritualidad fuese práctica si es que debía ser aceptada como auténtica, y esto fue exactamente lo que él vio en aquellos dos jóvenes. Meyer fue a Studd y Smith por consejo a las 7:00 a.m. el día después de reunirse en el Melbourne Hall, y ellos le instaron a que rindiera todo a Cristo. Meyer entonces, «por primera vez» –así lo afirmó– tomó la voluntad de Dios como el objetivo de su vida entera. Esta declaración, «rendirse a Dios», expresaba un elemento crucial de la espiritualidad del movimiento de la vida más profunda.
Cuando la experiencia de rendición de Meyer se hizo pública, los organizadores de la Convención de Keswick lo reconocieron como equipado para tomar un lugar en la tribuna de Keswick. Le pidieron que fuera uno de los oradores durante la semana de la Convención de 1887.
Meyer estaba padeciendo depresión nerviosa como resultado de un largo tiempo de exceso de trabajo, y la atmósfera entusiasta de las grandes muchedumbres que asistían a la convención aumentaron su nerviosismo. Durante una reunión nocturna de oración en que las personas buscaban el poder del Espíritu Santo, la tensión en Meyer alcanzó niveles intolerables. Apresuradamente salió de la tienda de la convención y huyó al monte. Éste fue el escenario en el cual él experimentó la llenura del Espíritu. Él dijo: «Como respiro el aire, así mi espíritu respira en la llenura del Espíritu Santo».
Cuando volvió de este encuentro, él oyó una voz «que sugería de modo siniestro en la oscuridad», diciéndole: «Eres un necio, tú no tienes nada». Meyer admitió que él no sentía nada, lo cual confundió a sus amigos cuando se reunió con ellos, porque ellos esperaban una experiencia extática. La manera particular en que Meyer experimentó a Dios determinaría su subsecuente enseñanza de santidad. Aunque no se oponía a las experiencias de crisis, para él la emoción no era importante. Al contrario, la decisión de recibir el Espíritu podría ser tranquila, quieta y deliberada, incluso sanadora. De hecho, él vio a Keswick como una «clínica espiritual».
Hacia un misticismo práctico
Entre los años 1887 y 1928, él dirigió veintiséis convenciones de Keswick y habló en numerosos mini-Keswicks en Bretaña y en otras partes del mundo.
La enseñanza de la santidad de Meyer, que durante las próximas cuatro décadas él ofreció a los públicos por el mundo, siguió las líneas trazadas por los fundadores de Keswick, a la cual Meyer hizo una contribución distintiva. En el cristiano que se rindió a Dios, decían los oradores de Keswick, mora el pecado «perpetuamente neutralizado». La preocupación de Meyer era deletrear esto en forma menos teológica pero más sencilla, para que todos pudieran llevar el concepto a la práctica.
Para Meyer, había tres fases en la jornada espiritual. La conversión era seguida por «la consagración», que era seguida por la «unción del Espíritu». Se reconoció rápidamente en los círculos de Keswick que Meyer tenía un poder excepcional para llevar a las personas a la experiencia de la rendición. Él constantemente volvía a su tema básico: los pasos hacia la «vida bendecida».
Meyer supervisaba su impacto en las Convenciones, observando en 1895 que le gustaba permanecer en la puerta después de hablar, y había personas que venían hacia él diciendo, con respecto a la bendición impartida: «No, señor, yo no puedo decir que la siento, pero la he recibido».
En 1889, Meyer les dijo a sus oyentes de Keswick que las personas habían intentado usar la «fórmula» para «la liberación del poder del pecado conocido» dada desde el púlpito, pero que en la práctica esto había fallado, porque la consagración tenía que ocurrir antes de la llenura del Espíritu.
La comprensión de Meyer sobre este asunto se diseminó ampliamente a través de sus muchos escritos. Un énfasis central era que la recepción del Espíritu era «gobernada por ley» y que la obra del Espíritu dependía de la complacencia obediente del cristiano que tenía que recibir el poder del Espíritu. La experiencia de santidad era recibida a través de la fe, y era accesible para todos.
Los críticos de la espiritualidad de Keswick alegaban que a través de su énfasis en la vida interior, enseñaba un quietismo que desalentaba las expresiones prácticas de la vida cristiana y un misticismo que era extraño a la teología evangélica. Aunque él reconoció que él y otros enseñaban «el quietismo de un corazón calmado por Dios», Meyer negó que esto significara una búsqueda de la experiencia religiosa en y por sí misma. Él declaró en 1903 que tenía que decirse cien veces por día que su experiencia de bendición espiritual era verdad, porque él no la sentía y no tenía «ningún gozo en ello».
Aunque, sin duda, al hablar así Meyer exageraba, él evidentemente conocía el conflicto que sentían los cristianos comunes que habían «exigido» la llenura del Espíritu pero les faltaba el «sentimiento» de haberla recibido. Aquí la experiencia de algunos místicos fue relevante. Había escritores influyentes, como Juan de la Cruz, que habló de la oscuridad en la que no se sentía la presencia de Dios. Meyer habló en 1922 de tener confianza «sin sentimiento, una confianza ciega... Entonces lograrás tanto sentimiento como quieras».
En 1925, Meyer, en consonancia con su actitud hacia la experiencia mística entre los cristianos, alineó a Keswick con una línea de enseñanza que él denominó –aunque admitió que era controversial– como «misticismo práctico». Era una fórmula que él construyó con el objetivo de conectar la espiritualidad de Keswick con una tradición más antigua de la vida religiosa.
El acercamiento de Meyer a la vida espiritual también era marcado por su detallado énfasis en lo práctico, en contraste con las generalidades devocionales que caracterizaron mucha enseñanza de la santidad.
Por ejemplo, en 1903, Meyer instó a los oyentes de Keswick de la tarde del martes a poner su atención en las cosas que estaban erradas en sus vidas. Si ellos necesitaban hacer restitución financiera, debían inmediatamente escribir un cheque, con los intereses respectivos. Igualmente, él insistió en que cualquiera que necesitaba escribir cartas de disculpa, debía hacerlo en forma inmediata. Al hacer esto, «el fuego de Dios» vendría.
El miércoles por la tarde, Meyer informó que las personas habían respondido. Relaciones matrimoniales, por ejemplo, se habían puesto en orden. Sin embargo Meyer estaba preocupado, porque algunos mostraron complacencia, y les instó a que examinaran sus motivos.
Compromiso con la acción social
En 1883 se publicó en Inglaterra «The Bitter Cry of Outcast London» (El Amargo Lamento del Londres Proscrito), que detallaba la pobreza, miseria y degradación sexual de Londres. Como consecuencia, el mundo cristiano se levantó con diversas iniciativas de ayuda a los necesitados.
F. B. Meyer hizo suya esta causa, y se abocó a combinar la predicación con ambiciosos programas sociales, que incluían la rehabilitación de ex-convictos, prostitutas y alcohólicos. Uno de los aportes que Meyer intentó hacer fue crear fuentes de trabajo. Una de ellas fue ‘F. B. Meyer - Firewood Merchant’ (F. B. Meyer, Comerciante de Leña) y el otro era un negocio de limpieza de ventanas, para dar dignidad a los expresos a través del trabajo.
Lamentablemente, los resultados no fueron siempre alentadores. En su fábrica de leña él recibía a ex-convictos, y les ofrecía buenos sueldos, un lugar para vivir y, cuando era posible, estímulo espiritual. A cambio, él esperaba que ellos tuvieran un buen rendimiento. Pero ellos no lo hicieron así, y él perdió dinero. Finalmente, tuvo que despedirlos, y compró una sierra circular impulsada por un artefacto de gas. En una hora, el trabajo rindió más que los esfuerzos combinados de todos los hombres en el curso de un día entero.
Un día, Meyer tuvo una pequeña charla con su sierra: «Cómo puedes tú hacer tanto trabajo?», preguntó. «¿Eres tú más afilada que las sierras que mis hombres estaban usando? ¿No? ¿Es tu hoja más brillante? ¿No? ¿Qué entonces? ¿Mejor aceite o lubricación contra la madera?».
La respuesta de la sierra, si pudiese hablar, habría sido: «Yo pienso que hay una energía más fuerte detrás de mí. Algo está trabajando a través de mí con una nueva fuerza. No soy yo, es el poder detrás de mí».
A partir de esta experiencia, Meyer observó que muchos cristianos están trabajando en el poder de la carne, en el poder de su intelecto, su energía, su celo entusiasta, pero con efecto pobre. Ellos necesitan unirse al poder de Dios a través del Espíritu Santo.
Meyer también emprendió un ataque masivo contra los prostíbulos. Decía: «No hay otro pecado como la falta de castidad, que provoque la caída de una nación más pronto. Si la historia enseña algo, enseña que esa indulgencia sensual es la vía más segura a la ruina nacional. La sociedad, al no condenar este pecado, se condena a sí misma». A través de los esfuerzos de un equipo especializado de la iglesia, 700-800 locales fueron cerrados entre 1895 y 1907 y se hicieron esfuerzos para ofrecerles empleo alternativo y alojamiento a las ex-prostitutas.
Sin embargo, su pasión por las actividades socio-políticas le metió en más de algún problema. En 1906 se vio obligado a disculparse ante un muy anglicano público de Keswick por todo aquello en que él hubiese «involuntariamente» herido a algún clérigo anglicano por las cosas fuertes que se había visto forzado a decir sobre los «grandes problemas políticos». Él tenía que ser fiel a sus principios, pero quería «defenderlos en un espíritu de perfecto amor y ternura». La asamblea fue tranquilizada, y Meyer recibió un «Amén».
Las preocupaciones socio-políticas raramente figuraron en Keswick, y Meyer hizo una contribución crucial manteniendo el movimiento de santidad en contacto con la acción cristiana práctica.
Tendiendo puentes entre las divisiones
A través de las conexiones que él hizo con diferentes realidades de vida y pensamiento cristianos, Meyer intentó construir puentes entre grupos que eran a menudo recelosos entre sí. A través de su ministerio en Keswick, él fue muy hábil para crear un vínculo entre las dos más grandes corrientes cristianas de Inglaterra: el Anglicanismo y el No Conformismo.
Para ser creíble, la espiritualidad de Keswick tenía que trascender los límites denominacionales. Dado que Meyer era el representante inglés más excelente del «No conformismo» en la plataforma de Keswick –él fue dos veces presidente del Concilio Nacional de las Iglesias Libres Evangélicas, fue el secretario honorario de ese cuerpo durante diez años, y fue presidente de la Unión Bautista, sirviendo con distinción entre 1906-07–, él fue idealmente puesto para insistir en que los líderes de la Iglesia Libre debían estar abiertos a los énfasis de Keswick.
El lema de Keswick «Todos Uno en Cristo Jesús» (escogido por el cuáquero Robert Wilson) fue sostenido con entusiasmo por Meyer. Su visión, que él derivó en parte de D. L. Moody, era de unidad espiritual por sobre los límites sectarios. Meyer se aprovechó de Keswick para dirigirse a grupos eclesiásticos específicos. Los clérigos, incluyendo a los Clérigos Altos, fueron instados por Meyer en 1910 para orar por sus vecinos locales bautistas y del Ejército de Salvación. Él vio la enseñanza de la vida interior como un camino natural a «una visión más amplia de la constitución divina de la Iglesia de Cristo». La visión de Meyer fue que esa verdadera espiritualidad era una parte de la vida de la iglesia uniendo y reconciliando.
Dado este punto de vista, Meyer siempre estaba abierto a los nuevos movimientos de renovación espiritual, aun cuando ellos vinieran de fuentes inesperadas. Él vio una evidencia de profunda realidad espiritual y poder en el Avivamiento galés de 1904-05, que tenía como su líder principal al minero galés Evan Roberts.
Este avivamiento tenía varias conexiones con Keswick. En 1903, algunos jóvenes ministros galeses vinieron a Keswick «con un tono cercano a la desesperación» ansiosos de recibir avivamiento personal. Uno de ellos, Owen Owen, escribió a Meyer, en nombre de los demás. Meyer les aconsejó asistir a una convención que era organizada por una líder de santidad galesa, Jessie Penn-Lewis. El impacto que causó Meyer en esa convención fue considerable. Cuando él dio la oportunidad para la expresión de rendición y dedicación, parecía como si todos quisieran recibir «la llenura de bendición».
Meyer fue inicialmente cauto sobre el emocionalismo galés. Sin embargo, algo significativo estaba pasando. Meyer se mantuvo en estrecho contacto con los líderes más jóvenes del avivamiento, algunos de los cuales habían sido profundamente afectados por su ministerio.
En enero de 1905, Meyer visitó Gales para oír a Evan Roberts. El poder que vio en las reuniones conducidas por Roberts hizo a Meyer sentirse como «un niñito en la escuela del Espíritu Santo», y volvió a Londres decidido a extender el mensaje del avivamiento. Veinte años después, Meyer hablaba de su experiencia en Gales en 1905 como «días de fluir pentecostal».
Fue de ese trasfondo de avivamiento que un nuevo movimiento del siglo XX, el Pentecostalismo, tomó forma. Meyer hizo su propia contribución a su aparición.
En abril de 1905, él habló durante ocho días a grandes concentraciones en Los Angeles, enfatizando lo que él había experimentado de Evan Roberts y el avivamiento galés. Uno de los presentes el 8 de abril de 1905 era Frank Bartleman, que iba a ser una figura central en la explosión pentecostal en Azusa Street, Los Angeles, en el año siguiente. Bartleman se «conmovió» al oír cómo «Meyer ... describió el gran avivamiento en Gales que él había visitado».
En Keswick había temores de los excesos del Pentecostalismo. Meyer por su parte, era más cercano que la mayoría de los maestros de Keswick a la doctrina pentecostal del bautismo del Espíritu, y por su enseñanza acerca del Espíritu Santo, creó lazos con la nueva espiritualidad. En 1930, una revista líder pentecostal británica, refiriéndose al desarrollo del Pentecostalismo, sugirió que la enseñanza de Meyer había contribuido significativamente al despertar pentecostal.
Otro movimiento que tuvo un impacto considerable en los cristianos en los años veinte, sobre todo en América del Norte, fue el Fundamentalismo. Con su deseo de una espiritualidad inclusiva, Meyer encontró la estridencia del Fundamentalismo poco atractiva. Para Meyer, y para la mayoría de los líderes de Keswick, el espíritu violento del Fundamentalismo desentonaba con la apacibilidad que debe caracterizar a la persona espiritual. Meyer estuvo en Estados Unidos en 1926, y cuando se le pidió hacer un comentario sobre el Fundamentalismo contestó que la fe cristiana era «no una materia de argumento, sino una fuerza espiritual». Él no creía en una espiritualidad que, en lugar de crear, divide.
Una red espiritual mundial
En 1891, Meyer hizo su primer viaje a América del Norte, invitado por Moody a hablar a la conferencia anual que éste convocó en Northfield, Massachusetts. Antes de ir a los Estados Unidos, a Meyer se le avisó que él debía evitar la palabra «santidad,» debido a sus asociaciones con las ideas de «impecabilidad». Meyer, sin embargo, decidió subrayar la espiritualidad de santidad de Keswick. Hubo algunas protestas en Northfield por lo que Meyer estaba enseñando, pero él fue considerado un gran éxito.
T. L. Cuyler informó en el «New York Evangelist» sobre las muchedumbres espiritualmente hambrientas que quisieron oír a Meyer tres veces al día. Cuyler atribuyó la efectividad de Meyer al hecho de que él era efectivamente un místico profundo y completamente práctico.
Meyer era consciente de que su enseñanza sobre espiritualidad estaba siendo evaluada, y él creyó que podría resistir el escrutinio. Reclamó ser él el primero en ofrecer a Norteamérica la sistematización de Keswick del «lado subjetivo de la experiencia cristiana» en «pasos sucesivos», aunque también reconoció que su pensamiento estaba en línea con el del predicador norteamericano, A. J. Gordon. De hecho, juntos condujeron reuniones orientadas a motivar la recepción de la «llenura» del Espíritu.
El sueño de Meyer probablemente era que Northfield fuese un Keswick americano. Su hermoso entorno estaba, comentó Meyer, en «estrecha armonía con el carácter devocional de las reuniones». Con algún descuido por los sentimientos americanos, Meyer se regocijó en 1894 en la recepción de «la vida interior como es enseñada en Inglaterra», y cuando Meyer llegó a América en 1896, Northfeld estaba, en palabras de Moody, «esperando ser llevado a la tierra prometida». Meyer estaba amoldándose a la espiritualidad interdenominacional internacional.
De Northfield, Meyer, con apoyo de Moody, pudo penetrar más allá en el ambiente evangélico americano. En 1897, él se sentía capaz de anunciar desde Boston que él creía que las «posiciones principales» de Keswick habían sido aceptadas, y la misma visita a Boston vio, según el informe de Meyer, 400 ministros que se arrodillaron para recibir «un bautismo aplastante del Espíritu Santo». Muchos líderes eclesiásticos a lo largo de los Estados Unidos estaban fascinados de oír que Meyer, como maestro de santidad, denunciaba «los errores y extravagancias» del perfeccionismo. Meyer fue «estrechamente interrogado» por muchos pastores durante su visita en 1897. Él dio la bienvenida a este interrogatorio como una oportunidad de denunciar «visiones exageradas y enfermizas».
Aunque Meyer estaba preparado para defender la posición doctrinal de Keswick en puntos polémicos, él no era un polemizador. Más bien su preocupación era por los resultados prácticos. Así, en Richmond, Virginia, en 1901, estaba encantado que una asamblea entera estuviera de pie «clamando por la llenura de la promesa de Pentecostés». Para Meyer era crucial forjar un carácter de santidad que atravesara el Atlántico.
A la edad de 80 años, él emprendió su duodécima campaña de predicación en Estados Unidos, viajando más de 15.000 millas y dirigiendo más de 300 reuniones.
Durante los 1890s, el mensaje de Keswick llegó a ser no sólo familiar a los cristianos en Bretaña y América del Norte, sino en muchas partes del mundo. Muchos misioneros fueron a ultramar como resultado de la influencia de Keswick. Meyer estaba orgulloso de lo que él llamaba la «energía irresistible» que derivaba de la espiritualidad de Keswick y que produjo lo que él vio como un movimiento misionero notable.
El propio Meyer fue reconocido como el que más hizo por extender el mensaje de Keswick a lo largo del mundo. Con su linaje alemán, él estaba encantado de ser el primer orador inglés, en 1897, en la Convención de Blankenburg, en las colinas cubiertas de pinos del sur de Alemania.
El ministerio de Keswick de Meyer lo llevó en una jornada de 25.000 millas al Oriente Medio y Lejano en 1909. Dondequiera que él fue, intentó ser pertinente con la realidad local, relacionando a grupos que iban de los armenios en la Iglesia Gregoriana en Constantinopla a los residentes de Penang, China, que vinieron a oírlo en el salón del pueblo.
Cuando Meyer encontró culturas diferentes, su acercamiento relativamente desprovisto de lo dogmático en teología le permitió adaptar su mensaje a cada situación. En India, por ejemplo, Meyer aprovechó el interés de los hindúes en los «aspectos subjetivos» de la fe. El interés de Meyer era adaptar su enseñanza sobre la experiencia espiritual más profunda para que las personas en culturas diferentes pudieran entenderlo y pudieran hacerla suya propia.
Teología y espiritualidad
Aunque Meyer puso fuerte énfasis en vivir la vida de santidad práctica, él no era de ningún modo indiferente a la teología. Él hablaba de su deuda a los pensadores de la tradición Reformada, como el teólogo americano Jonathan Edwards. Pero la Cristiandad, para Meyer, era finalmente (como él lo dijo en 1894) «no un credo, sino una vida; no una teología o un ritual, sino la posesión del espíritu del hombre por el Espíritu Eterno del Cristo Viviente». Él estaba consciente, dijo en 1901, de que la Cristiandad había sido «vergonzosamente maltratada» por los evangélicos y otras clases de cristianos que habían pensado que la Cristiandad era totalmente una cuestión de doctrina objetiva. Él argüía que era «grandemente e igualmente» subjetiva. Como un guía espiritual, y también evangelista práctico y activista social, Meyer sostuvo que la consideración más urgente para la iglesia no era la ortodoxia del credo sino la fe viviente.
Significativamente, Meyer, en un mensaje en 1901 en una Conferencia de la Alianza Evangélica, reconoció su deuda hacia «los santos místicos»; y aquellos a quienes él parecía haber admirado más eran los que, como Francisco de Asís, combinaron la espiritualidad con la misión en el mundo. Para Meyer, el misticismo no significaba sólo una vida de contemplación sino una correspondiente acción dirigida al exterior. Dios mismo, como Meyer lo veía, era un Dios de acción. Meyer era atraído hacia una teología que imaginaba a Dios como «un peregrino» con su pueblo. Este acercamiento teológico le permitió ver la experiencia de Dios como un continuo ir, en que el cristiano nunca asía del todo a Dios, sino siempre estaba siendo más profundamente atraído a la realidad de Dios a través de la jornada de seguir a Cristo.
Las reflexiones de Meyer sobre la teología en relación a la espiritualidad continuaron hasta el fin de su vida y parecían haber ahondado como él lo reflejó en su larga jornada espiritual. Escribiendo en 1928 sobre la naturaleza trinitaria de Dios, Meyer observó que en sus años tempranos la cruz de Cristo era presentada como si el enojo de Dios necesitara ser propiciado antes de que él pudiera «abrir las puertas de la esclusa de su amor». Esto creó una visión de Dios que no alentaba la confianza en sus amorosos propósitos. De hecho, declaraba Meyer, la auto-entrega de Jesús en su muerte fue un acto de Dios, y sin esta perspectiva cristológica, la expiación estaba «oscurecida y empañada».
Para Meyer, el verdadero conocimiento de Dios podría ser descubierto sólo en Dios revelado en Cristo. Éste era un conocimiento del perdón del pecado, pero también de unión con Cristo.
En «The Call and Challenge of the Unseen» (La Llamada y el Desafío del Invisible), también publicado en 1928, el énfasis de Meyer estaba en la experiencia cristiana contemporánea de la muerte con Cristo, no sólo en la experiencia que fluyó de la muerte de Cristo en el pasado. Meyer usó el ejemplo de John Tauler, el místico alemán del siglo XIV, a quien Nicolás de Basilea dijo: «Doctor Tauler, usted debe morir». Como resultado de poner en la práctica en su vida interior este mensaje, Tauler predicó sermones que Meyer consideró «altos modelos de un devoto... ministerio».
En una serie de artículos en «The Christian», en 1929, Meyer se valió de grupos como los valdenses del siglo XII, con su ministerio radical en Italia, para ilustrar su ideal de verdadera espiritualidad. Él creyó haber encontrado una expresión similarmente auténtica de fe, en una forma contemporánea, en la posición de Keswick.
Durante su vida larga y fructífera, predicó más de 16.000 sermones. Fue autor de más de 40 libros, incluyendo biografías de personajes bíblicos (estudio de caracteres), comentarios devocionales, volúmenes de sermones y trabajos explicativos. También fue autor de varios folletos y editó varias revistas.
En español, las editoriales CLIE y Vida han publicado varios de sus libros. Entre ellos: «La vida y la luz de los hombres», «Ciudadanos del cielo», «Cristo en Isaías», y la serie «Grandes Personajes de la Biblia».
Sus escritos son simples y atrayentes, y están conectados con experiencias de su propia vida. En unos de sus muchos viajes en barco, Meyer estaba de pie en la cubierta de una nave que se acercaba a tierra. Mientras la tripulación guiaba la embarcación, él se preguntó cómo ellos podían navegar con seguridad hacia el muelle. Era una noche tormentosa, y la visibilidad era baja. Meyer se asomó a través de la ventana y preguntó: «Capitán, ¿cómo sabe usted guiar esta nave en este estrecho puerto?».
«Este es un arte», contestó el capitán. «¿Ve usted esas tres luces rojas en la orilla? Cuando todas ellas están en línea recta, yo puedo entrar perfectamente».
Después, Meyer escribió: «Cuando nosotros queremos conocer la voluntad de Dios, hay tres cosas que siempre necesitan estar en línea: el impulso interior, la Palabra de Dios, y la disposición de las circunstancias. Nunca actúes hasta que estas tres cosas estén en concordancia».
Dice un autor: «La redacción de sus sermones era simple y directa; él pulía sus escritos como un artista pule una piedra perfecta. Había siempre una imaginación resplandeciente en sus palabras; su discurso era pastoral, encantador como un valle inglés bañado en luz del sol... En su día, grandes guerras se pelearon. Aquéllos que fueron a oírlo se olvidaron de las batallas».
F. B. Meyer pasó a la presencia del Señor el 28 de marzo de 1929.
.Una revista para todo cristiano • Nº 48 • Noviembre - Diciembre 2007
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No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam
Entre la abigarrada multitud de personajes destacados del siglo XVI –entre los cuales destacan, sin duda, los reformistas y contrarreformistas–, Erasmo de Rotterdam ocupa, para nosotros, desde una perspectiva exclusivamente religiosa, un lugar muy secundario. Sin embargo, en su siglo no fue así. Al contrario, de todos los hombres que influyeron en la génesis de la Reforma Protestante, Erasmo ocupa un lugar principal. Aunque siempre se mantuvo como tras bastidores, como un intelectual recluido entre cuatro paredes, sus cartas con las principales figuras políticas y culturales de la época, y sus libros, ayudaron a crear las condiciones para que la revolución religiosa que habría de venir fuera posible.
Erasmo de Rotterdam nació en Gonda, cerca de Rotterdam, en 1466. Fue hijo ilegítimo de un seminarista próximo a ordenarse y de su ama de llaves. Sus padres fallecieron cuando Erasmo contaba 14 años aproximadamente (en 1483) en una grave epidemia de peste.
Su educación temprana la recibió entre los «hermanos de la vida común», con quienes aprendió la Devotio Moderna, que se enfocaba en los aspectos prácticos de la espiritualidad cristiana, como la oración, el estudio de la Escritura, el ejemplo de Cristo y la meditación. De esta manera, estuvo vinculado desde el principio, con una larga tradición de creyentes y místicos medievales, que buscaron acercarse directamente a Dios, sin mediadores e intermediarios, de una manera simple y sencilla.
Los hermanos de la vida común estaban, además, estrechamente emparentados con los «Unitas Fratum» de Bohemia. De hecho, Erasmo estudió en una de las escuelas que estos últimos fundaron en Deventer. Así, su carrera se entronca con una larga corriente de hermanos que mantuvieron en alto la antorcha de la fe en los días de mayor oscuridad y persecución, para los cuales los evangelios eran más preponderantes que las epístolas y la práctica cristiana más que la teología; énfasis que habría de plasmarse hasta cierto punto en el movimiento anabaptista y, después de ellos, en los moravos.
Más tarde, Erasmo ingresó sin vocación en el convento de los agustinos de Steyn, siendo ordenado sacerdote el mismo año que Colón llegaba a América. En el convento se encontraba la mayor biblioteca clásica del país, así que las mejores horas las dedicaba el joven Erasmo a la lectura y a la pintura.
Erasmo nunca encontró agrado en el oficio sacerdotal; de hecho, jamás lo ejerció. Con gran habilidad, se las arregló para no llevar traje sacerdotal, y evitar los rígidos ejercicios piadosos y la disciplina de los conventos. Más tarde obtuvo una dispensa papal para vivir y vestir como un erudito laico.
Formación del humanista
A los 26 años de edad se escabulle del claustro, pero no renunciando a los hábitos, sino obteniendo un puesto como secretario del obispo de Cambray, que viajaba a Italia. Así tuvo ocasión de conocer personalidades de la cultura y de la iglesia, y sobre todo, pudo dedicarse con pasión a sus estudios clásicos. Al cabo de un tiempo, obtuvo beca y pensión para viajar a Paris a continuar sus estudios de teología.
En un viaje a Inglaterra a fines de 1499 conoce a John Colet, que a la sazón daba una conferencia sobre los escritos de Pablo. Esto despertó en Erasmo el deseo de conocer más profundamente las Escrituras.
En 1500, Erasmo publicó sus «Adagios», que consisten en más de 800 frases, máximas o refranes derivados de la tradición grecolatina, junto con notas acerca de su origen y su significado. La hábil selección de Erasmo ahorraba a los señoritos de la sociedad el trabajo de leer a los clásicos. La mayoría de esos refranes se siguen utilizando el día de hoy.1 Erasmo trabajó en los «Adagios» durante el resto de su vida, a tal punto que la colección creció en 1521 hasta contener 3.400 de ellos, siendo 4.500 al momento de su muerte. El libro mereció más de 60 ediciones, una cifra sin precedentes para el año 1500.
Fue en Inglaterra que descubrió Erasmo su paraíso y su verdadera vocación. Allí era admirado sin reparos ni menosprecios de clase. Era reconocido como intelectual, por su elegante latín, por su arte de conversador. Se hizo amigo de las más connotadas figuras de la intelectualidad: Tomás Moro, John Fisher, John Colet; en tanto que los arzobispos Warham y Cranmer fueron sus protectores. En Inglaterra adquiere el roce social y el sentido de universalidad que el mundo admirará más tarde.
Sin embargo, Erasmo no se hace inglés. Se le ofreció un puesto vitalicio en el Colegio de la Reina de la Universidad de Cambridge y, de desearlo, hubiese podido pasar el resto de su vida enseñando Ciencias Sagradas a lo mejor de la realeza y la nobleza inglesas. Sin embargo, su naturaleza inquieta y trashumante y su aversión a la rutina, lo hicieron declinar ese cargo y todos los que se le ofrecerían en el futuro. Era un cosmopolita, y como tal, sus afectos estaban en todas partes y con todas las gentes que amaban el saber.
En 1503 Erasmo publica el primero de sus libros más prominentes: el «Manual del Soldado Cristiano». En este pequeño volumen Erasmo delinea los principales aspectos de la vida cristiana. La clave de todo, dice en el libro, es la sinceridad. El Mal se oculta dentro del formalismo, del respeto por la tradición, y del consumo, pero nunca en la enseñanza de Cristo.
Durante toda su vida, Erasmo fue un enemigo de toda institucionalidad, especialmente religiosa. Identificaba el ceremonial de la Iglesia con el ámbito de la apariencia y la irrealidad. En sus investigaciones, sus fuentes no fueron las que comúnmente se aceptaban, lo que sentó las bases para un pensamiento libre y sin las ataduras académicas en boga. Aborrecía los métodos disciplinarios severos en las escuelas, porque eran aplicados por personas –monjes en su mayoría– que vivían en una evidente «relajación moral».
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia. Mientras obtenía su doctorado en la Universidad de Turín, comprobó que el espíritu medieval dominaba las estructuras de pensamiento y la praxis del mundo académico. El pensamiento, según la visión de Erasmo, había retrocedido a los primeros siglos. Desde entonces fue un incansable luchador contra el anquilosamiento ideológico que imperaba en todas las instituciones intelectuales, políticas y sociales de su época. Con las ideas de los agustinos y algunos conceptos de John Colet comenzó a analizar el núcleo esencial de los textos clásicos, modernizando sus contenidos para que cualquiera pudiese penetrar su significado.
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia, la mayor parte del tiempo trabajando en la editorial de Aldus Manutius en Venecia. Nuevamente le ofrecieron cargos serios y ventajosos, especialmente como educador, a lo cual él respondía que prefería no aceptarlos, porque lo que ganaba en la casa editora, si bien no era mucho, le resultaba suficiente.
A partir de estas conexiones con universidades y literatos, Erasmo comenzó a rodearse de quienes pensaban igual que él en cuanto a rechazo por los procedimientos y sistemas establecidos (en especial la Iglesia misma). Sin embargo, no todos simpatizaban con él: había quienes eran hostiles a los principios de elevación literaria, espiritual y religiosa que postulaba. Estos opositores comenzaron a criticarlo tanto en público como en privado, y puede que hayan sido la causa por la cual el Erasmo abandonó Italia y se refugió en Basilea, Suiza.
Su obra maestra
Cuando viajaba desde Italia escribió su obra más conocida: «El elogio de la locura», en 1509. En ella Erasmo se vale de un artificio para poder criticar las instituciones, desde el papado hacia abajo, sin pagar el precio por ello. En su libro, Erasmo no habla por sí mismo, sino que, en lugar suyo, hace que la Stultitiae, la Locura, las diga. De ello se deriva una divertida situación, pues no se sabe nunca quién es, en realidad, el que tiene la palabra. ¿Habla Erasmo seriamente, o habla la Locura en persona, y a la cual hay que perdonarle hasta lo más descarado – porque al fin de cuentas, ¿quién puede tomar en serio a un loco?
En tiempos en que imperaba la intolerancia –no olvidemos a la todopoderosa Inquisición– era esa la única forma de decir lo que todo el mundo veía pero que nadie se atrevía a denunciar. La Locura pronunciaba lo que les quemaba secretamente a cientos de miles de hombres. El libro encantó a todos – incluso a los que acusaron el golpe. «Burla burlando», sus precisas caricaturas no dejaron títere con cabeza.
Para Erasmo, todos los hombres y las instituciones religiosas estaban bajo el gobierno de la Locura, porque se habían apartado del verdadero cristianismo. Por eso, se debía huir de las apariencias, de ese teatro de la inautenticidad, y recobrar la espiritualidad primigenia a través de una sincera vivencia individual.
La Locura decía en parte de su discurso: «Si los sumos sacerdotes, los papas, los representantes de Cristo, se esforzaran por ser semejantes a él en su vida, si sufrieran la pobreza, soportaran sus sufrimientos, participaran de su doctrina, tomaran consigo su cruz y su desprecio del mundo, ¿quién sobre la tierra sería más digno de lástima que ellos? ¡Cuántos tesoros perderían los padres santos si la sabiduría, si un solo grano de la sal de que habla Cristo, se apoderase una sola vez de su espíritu! En lugar de aquellas inmensas riquezas, aquellos divinos honores, la distribución de tantos empleos y dignidades, de tan numerosas dispensas, de tan diversos impuestos y de goces y placeres tan diversos, se presentarían noches sin sueño, días de ayuno, oraciones y lágrimas, ejercicios de devoción y mil otras molestias».
A veces el tono pasa de liviano a grave, y asestaba un golpe más profundo: «Como toda la doctrina de Cristo predica la dulzura, la paciencia y el desprecio de todo lo terreno, aparece claramente ante los ojos lo que esto significa. Cristo desarma de tal modo a sus embajadores, que les recomienda que se despojen no sólo de su calzado y de su blusa, sino también de su túnica, a fin de que entren desnudos y libres de todos los bienes en la carrera evangélica. No les deja llevar sino su espada, pero esta espada no es aquella llena de mal de que se arman los bandidos y los parricidas, sino la espada del espíritu, que penetra hasta el fondo más íntimo del alma y que de un solo golpe corta en ella todas las pasiones, para que en adelante sólo la piedad florezca en el corazón».
Este libro, en apariencia una farsa, es –como escribe un comentarista– uno de los libros más peligrosos de su tiempo, y fue en realidad la explosión que dejó libre el camino a la Reforma.
Pero el espíritu refinado de Erasmo no abogaba por una reforma abierta y violenta. Él propugnaba un renacimiento de la piedad y la pureza en el seno de la Iglesia Organizada, lejos de las exterioridades y frivolidades. Vale decir, una «reforma desde adentro». Erasmo nunca renunció a la Iglesia de Roma, y siempre mantuvo un declarado respeto hacia los prelados.
Erasmo no reñía por detalles de doctrina, sino que enfatizaba lo grueso y medular. Se limitaba a acentuar que la observancia de las formas externas, en sí mismas, no son la verdadera esencia de la piedad cristiana, que únicamente en lo interior se decide la verdadera medida de la fe del ser humano. Más decisivo que la nimia observancia de todos los ritos y plegarias, que todos los ayunos y que oír todas las misas, es la dirección personal de la vida en el espíritu de Cristo.
Un retorno a las fuentes
Como hombre culto y profundamente cristiano, Erasmo buscó conciliar las bonae litterae con las sacrae litterae. Y para poder hacerlo, se propuso explorar las fuentes originales del cristianismo, porque allí fluía limpio y puro el evangelio sin la mezcla de ningún dogma ni tradición. Erasmo mostró cuánto se había devaluado el sentido original de las Escrituras y de qué modo las autoridades exegéticas se habían valido de su poder y autoridad para hacerlo.
En 1504, trece años antes de Lutero, Erasmo escribió: «No soy capaz de expresar cómo me dirijo hacia los libros sagrados con alas desplegadas, y cómo me repugna todo lo que me aparta de ellos, o por lo menos, me estorba». Erasmo pensaba que la vida de Cristo, tal como es referida en los Evangelios, no debía seguir siendo por más tiempo privilegio de los religiosos y de la gente que sabía latín. Todo el pueblo podía y debía participar de ella, «el aldeano debe leerla detrás de su arado, el tejedor en su telar»; la mujer en su enseñanza a los hijos.
Para poder llevar a cabo esta magna obra de traducción de la Biblia a las lenguas nacionales, Erasmo percibe que también la Vulgata, la única versión latina de la Biblia existente, consentida y aprobada por la Iglesia, había experimentado desfiguraciones y contenía demasiadas inexactitudes. La versión que él visualiza no debía tener ninguna mancha terrena, ningún sesgo particular. Así, actualiza cuidadosamente una versión griega del Nuevo Testamento, y lo traduce al latín, acompañando sus innovaciones con un minucioso comentario crítico.
Esta nueva traducción de la Biblia que apareció simultáneamente en griego y en latín, en 1516, en Basilea, es un nuevo paso hacia la revolución que ya se incubaba. En un gesto de profunda ironía, y de sutil diplomacia, Erasmo dedicó su versión de la Biblia al papa León X, quien representaba todo lo que el escritor rechazaba en la Iglesia. El Papa la acepta, halagado, y responde afectuosamente con un: «Nos ha causado alegría». Incluso llega a alabar el celo con que Erasmo se dedicaba a las Sagradas Escrituras.
En esta nueva traducción se basó después Martín Lutero para llevar a cabo su estudio de la Biblia, en el cual cimentaría toda su teología posterior. Es por ello que el trabajo de Erasmo tuvo resonancias históricas que persisten hasta el día de hoy y se lo encuentra en la misma génesis del protestantismo. El texto griego publicado por Erasmo –conocido como «textus receptus»– es la base de todas las traducciones protestantes posteriores hasta principios del siglo XX.
Es también la base de la versión inglesa de la Biblia conocida como «Biblia King James», y de otras muchas versiones, como la Reina-Valera, en español. Tiene la particularidad de representar la primera aproximación de un sacerdote y académico libre, para comprender y traducir con certeza lo que los escritores bíblicos habían intentado expresar. Esta tarea no se había emprendido nunca en el pasado.
Apenas publicado el texto, Erasmo acometió de inmediato la redacción de su «Paráfrasis del Nuevo Testamento», la cual, en varios tomos y en un lenguaje popular, ponía al alcance de cualquiera los contenidos completos de los Evangelios, profundizando con precisión incluso en sus aspectos más complejos. Como toda la obra de Erasmo, el original estaba escrito en latín, pero su impacto en la sociedad renacentista fue tan grande que de inmediato se lo tradujo a todas las lenguas comunes de los países europeos. Erasmo aprobó y agradeció estas traducciones, porque comprendía que pondrían su obra al alcance de muchísima gente, algo que nunca podría lograr el original en lengua culta.
Trabajador incansable
Erasmo era un amante de los libros. Los amigos que él visitaba tenían siempre nutridas bibliotecas, y para él ese era el lugar de la casa más atractivo siempre. Solía decir: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si sobra algo, me compro ropa y comida». Los libros eran sus amigos silenciosos y no violentos, y su trato con ello fue más que frecuente.
Erasmo desarrolló una rara habilidad para escribir, y para hablar sobre temas controversiales con galanura y elegancia. Un biógrafo explica: «Por la décima parte de las audacias que Erasmo expuso en su época, otros fueron llevados a la hoguera; pues las exponían torpemente y sin miramientos, pero los libros de Erasmo eran acogidos con grandes honores por los papas y príncipes de la iglesia, por reyes y por duques, gracias a su arte literario y huma-nístico de envolver las cosas, Erasmo deslizó de contrabando en los conventos y las cortes de los príncipes toda la materia explosiva de la Reforma».
De salud y gustos delicados, era no obstante, un trabajador incansable. Simultáneamente escribía varios libros, y los publicaba con igual profusión. Dormía poco y trabajaba mucho. «Escribía en sus viajes, en el traqueteante carruaje; en toda posada la mesa se convertía al instante en pupitre de trabajo». Estaba al día de todo lo que ocurría en el mundo cultural y político de su tiempo. Su palabra, aunque aguda, era siempre mesurada y sabia; su opinión era valorada por todos los hombres cultos de su época, no importa de qué partido o bando fuesen. Su claro entendimiento siempre arrojaba luz sobre las cosas, ordenándolas y simplificándolas.
Pero Erasmo fue hombre de reflexión y estudio, no un hombre de acción. Él alumbró el camino a muchos, pero no siempre lo recorrió él mismo.
El mundo se rinde a sus pies
En el período comprendido entre sus cuarenta y cincuenta años de edad, Erasmo alcanza el cenit de su gloria.
Todo el mundo le alaba y se rinde a sus pies. Si en el pasado él buscaba el favor de los grandes, ahora son los grandes quienes buscan su favor. Emperadores y reyes, príncipes y duques, ministros y hombres de letras, papas y prelados, compiten por alcanzar el favor de Erasmo. Carlos V le ofrece un asiento en su consejo; Enrique VIII quiere ganarlo para Inglaterra; Fernando de Austria para Viena; Francisco I para París; De Holanda, Brabante, Hungría, Polonia y Portugal vienen las propuestas más seductoras; cinco universidades se disputan el honor de ofrecerle una cátedra; tres papas le escriben epístolas respetuosas. Jamás un hombre particular poseyó en Europa un poder universal tan grande, en virtud sólo de sus valores intelectuales y morales. En su cuarto se amontonan ricos presentes. Erasmo, a un tiempo prudente y escéptico, acepta cortésmente estos honores, pero no se vende. Se mantiene independiente y libre. No quiere ser amo ni siervo de nadie.
Es difícil de explicar un fenómeno como éste en nuestro siglo. Erasmo era más que un fenómeno literario; llegó a ser la expresión simbólica de los más secretos anhelos espirituales colectivos. Era la figura del humanista cristiano, universal, no adscrito a partido alguno, piadoso, sabio, ponderado, y a la vez audaz, capaz de decir lo que nadie se atreve a decir, y decirlo con galanura, elegancia – ese fino estilo clásico tan admirado en su tiempo.
Este firme anhelo de ser libre, de no querer atarse a nadie, hizo de Erasmo un nómada durante toda su vida. Infatigablemente, viajó por toda Europa. Nunca fue rico, pero nunca pobre, nunca estuvo atado ni a esposa ni a hijos. No ansiaba ser soberano de nadie, ni tampoco súbdito de nadie.
Continuará.
.Una revista para todo cristiano • Nº 49 • Enero - Febrero 2008
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No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam (2a Parte)
Erasmo de Rotterdam nació en 1466, hijo ilegítimo de un seminarista y su ama de llaves. Su primera educación la recibió de los «hermanos de la vida común», con un énfasis en la vida interior. Sacerdote sin vocación, a los 26 años se comienza a relacionar con altas personalidades de la Iglesia y la cultura, dedicándose con pasión a los estudios clásicos. Tempranamente se hace famoso gracias a su obra «Adagios», y se hace célebre con la publicación de «Elogio de la Locura», a los 43 años de edad. En esta obra, Erasmo logra realizar ácidas críticas a la Iglesia establecida, mediante un artificio literario, que le exime de recibir condena por ellas. Sin embargo, lo que más influyó para el surgimiento de la Reforma fue la publicación, en 1516, de su Nuevo Testamento en griego y latín, conocido como «Textus Receptus», el cual es la base de todas las traducciones del mismo a las lenguas modernas. Gracias a sus altas dotes intelectuales, a su refinamiento y diplomacia, Erasmo se gana el favor de intelectuales, reyes y prelados. Se hace amigo de todos, pero no se compromete con nadie.
Como se ha dicho, la publicación bilingüe del Nuevo Testamento en griego y latín, sirvió a Lutero y a los reformistas para un estudio más objetivo de las Escrituras. Lutero admiraba a Erasmo, y cuando Lutero publicó sus 95 tesis, Erasmo pudo percibir claramente la valentía y temeridad del joven agustino. «Todos los buenos aman la sinceridad de Lutero», dijo. «Lutero ha censurado muchas cosas de modo excelente, pero es una lástima que no lo haya hecho con mayor mesura. Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al mundo».
Lo que preocupaba a Erasmo no eran las tesis de Lutero, sino el tono de la elocuencia, el acento ampuloso y exagerado que aparece en todo lo que escribía y hacía Lutero. Dado su carácter pacífico y prudente, Erasmo hubiera preferido una discusión académica, circunscrita al círculo de las gentes instruidas. En cambio Lutero, que era puro corazón y vehemencia, hacía las cosas de manera muy diferente. Erasmo pensaba que el hombre espiritual sólo debía formular claramente las verdades, para que éstas sean las que hagan el trabajo, y no tener que sacar la espada para defenderlas.
Desde el principio, Lutero se esforzó por ganarse el apoyo de Erasmo. Por sugerencia de Melanchthon, le escribió el 28 de marzo de 1519, una carta muy encomiástica; pero la respuesta de Erasmo no fue la que aquél esperaba. En su parte final, Erasmo contestó: «En cuanto cabe, me mantengo neutral para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una reserva hábil que con una intervención violenta». Y acto seguido aconseja a Lutero que guarde moderación.
Lutero transformó los planteamientos de Erasmo en un ataque contra el papado. Como dicen los teólogos católicos: «Erasmo puso los huevos que empolló Lutero». (A lo que Erasmo habría de responder con la no menos conocida ironía: «Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase»). Donde uno abrió prudentemente la puerta, el otro se precipitó con toda impetuosidad; y el mismo Erasmo tuvo que confesar, dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos».
Lo que los separaba, a juicio de Erasmo, era el método. Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se encontraba en peligro de muerte, que perecía internamente a causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe un lento y progresivo tratamiento, Lutero se lanza a realizar un corte sangriento. Erasmo afirmaba: «Mi firme decisión es de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe».
Existía, con todo, una diferencia más profunda. El gran abismo que los separó definitivamente fue su visión de lo que realmente necesitaba ser reformado: Para Erasmo eran la moral y la conducta depravada y escandalosa del clero; para Lutero, era la teología misma, que hacía depender la salvación de los méritos humanos y no de la «sola» gracia.
Al parecer, en este punto, la razón estaba del lado de Lutero. La Cristiandad no solo había trastocado la moral del cristianismo, sino también su misma esencia. Por supuesto, el monergismo1 extremo de Lutero en este aspecto, como se explica más adelante, terminó por alejar al ‘humanista’ Erasmo de sus planteamientos, quien, como todo buen renacentista, no podía tolerar una visión tan negativa de la condición humana.
Erasmo, el pacifista
Erasmo prevé que la pelea que está librando Lutero puede traer consecuencias religiosas y sociales impredecibles, y trata vanamente de evitarlo.
En medio de todo un ambiente enfervorizado, Erasmo representa la razón y la prudencia. Armado solamente de su pluma, defiende la unidad de Europa y la unidad de la Iglesia contra lo que él considera es la ruina y el aniquilamiento.
Erasmo inicia, entonces, su misión de mediador con el intento de apaciguar a Lutero. «No siempre debe ser dicha toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga». Intenta hacerle ver que él está enseñando el evangelio de manera poco evangélica. «Desearía que Lutero, durante algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Erasmo temía que las cuestiones teológicas, discutidas a gritos delante de las muchedumbres inquietas y acostumbradas a las pendencias, podría producir una rebelión social sangrienta.
Pero tal como Erasmo aconseja a Lutero la prudencia y la moderación, escribe al papa y los obispos para aconsejar también. Les dice que tal vez se haya procedido con excesiva dureza al enviar a Lutero la bula de excomunión; que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre totalmente honrado, cuya conducta en general es loable. «No todo error es por ello una herejía. Ha escrito muchas cosas más bien precipitadamente que con mala intención».
Erasmo era un convencido pacifista. No menos de cinco escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas luchas. Uno de sus adagios dice: «Sólo es dulce la guerra para quienes no la han experimentado». Sus denuncias eran categóricas: «Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial, necio y anticristiano el que se hable contra la guerra». Erasmo reprocha fuertemente a la Iglesia por haber renunciado a la paz: «¿No se avergüenzan los teólogos y maestros de la vida cristiana de ser los principales incitadores, promotores y fomentadores de aquello que nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande?» – exclama con ira. «¿Cómo pueden reunirse el báculo episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?». Para Erasmo, el ‘eclesiástico belicoso’ no es otra cosa que una contradicción a la Palabra de Dios.
Pero ni Lutero ni Roma escuchan la voz del pacificador. Los ánimos estaban encendidos, y nada los podría apagar. Mucha sangre habría de derramarse, puesto que cada uno de los bandos olvidó completamente las más profundas enseñanzas del evangelio. Cuando los argumentos no bastaron, la espada comenzó a hablar.
Erasmo vive días difíciles. No puede defender con sincero corazón a la iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue el primero en censurar sus abusos y exigió su renovación; pero tampoco puede alinearse con los protestantes, porque no llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han convertido en rudos fanáticos. «Ellos se alzan como los únicos interpretes de la verdad. En otro tiempo, el evangelio volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos, pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los maldicientes. Pero éstos ahora, exaltados y sin control, cometen toda clase de atropellos y hablan mal de la autoridad. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni una chispa de espíritu evangélico».
Todos pretenden ganar a Erasmo para su causa, pero él no se casa con ninguno. Tampoco los desecha; antes bien, escribe cartas pacifistas a uno y otro lado. Justifica así su postura: «No puedo hacer otra cosa sino odiar la discordia y amar la paz y la comprensión entre las gentes, pues he reconocido cuán oscuro son los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío, para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos combatieran por la victoria de la causa cristiana y del evangelio de la paz, sin violencias, y sólo en el sentido de la verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de acuerdo ... Pero si alguien desea enredarme en la confusión, no me tendrá consigo como guía ni como compañero».
En una carta dirigida a un fanático amigo, que es rechazado por ambos partidos, y que busca su apoyo, le dice: «En muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en ningún asunto partidista ... amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido».
Pero, el no tomar partido fue una jugada peligrosa, porque se sabe que los indecisos son atacados por igual por cualquiera de los bandos en pugna, o por ambos a la vez.
Una discusión teológica
Las presiones eran tan grandes sobre Erasmo, que en 1524 se decide a escribir una obra que trata un tema meramente académico pero en el que muestra su controversia con el luteranismo: De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío). Lutero era un recalcitrante agustiniano en lo referente a la predestinación. Para Lutero, la voluntad del hombre permanece siempre cautiva de la voluntad de Dios. No le atribuye ningún gramo de libertad, pues todo lo que realiza ha sido previsto por Dios; por medio de ninguna obra, de ningún arrepentimiento, puede el hombre alzar su voluntad y libertarse de esa trabazón: únicamente la gracia de Dios es capaz de dirigir al hombre al buen camino.
Erasmo no pensaba exactamente así. En uno de sus libros publicado en 1524, él declara no tener «gusto alguno por establecer afirmaciones inconmovibles», que siempre se inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, acepta someterse a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia. Por otra parte –continúa– en las Sagradas Escrituras estos conceptos están expresados de un modo misterioso y que no puede ser profundizado por completo; por ello, encuentra también peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la libertad de la voluntad humana.
Esto no significa, según Erasmo, que la afirmación de Lutero sea totalmente falsa, pero tiene reparos hacia la afirmación de que todas las buenas obras que haga el hombre no produzcan fruto alguno ante Dios y sean superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría aún para los hombres el realizar el bien? Se debería dejar siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e injusto. Y agregaba: «Me adhiero a la opinión de aquellos que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra el Caribdis del fatalismo». Erasmo pensaba que la responsabilidad personal es necesaria para que el hombre no se convierta en un ser negligente e impío.
La verdad es que Lutero llegó a una postura casi antinomianista2 con su afirmación, «simultáneamente justo y pecador» al explicar la doctrina de la justificación. El planteamiento de Lutero, sin ser errado, era incompleto, y derivó fácilmente en una especie de nominalismo exterior y sin realidad entre algunos de sus seguidores. La solución que propuso Erasmo era una especie de compromiso intermedio entre el catolicismo y el protestantismo de sus días. La voluntad está corrompida, pero no completamente, de manera que aún quedan rastros de libre arbitrio en el hombre. La gracia de Dios libera al libre arbitrio, para que este coopere con ella. Decía Erasmo a los luteranos: «Concordemos en que somos justificados por la fe, esto es, que los corazones de los fieles son justificados por la fe, con tal de que reconozcamos que las obras de caridad son esenciales para la salvación».
Ahora bien, se debe reconocer que Lutero había captado algo de la esencia del evangelio que tal vez Erasmo nunca llegó a captar. Su grito «sola fe, sola gracia y sola Escritura», no era un simple desacuerdo sobre ‘pormenores’, sino un asunto que tocaba la médula misma de la fe. Quizás no se pueda simpatizar con la vehemencia extrema con que Lutero defendió sus puntos de vista, pero sí con su ardor por defender la esencia del evangelio, que para él había sido la luz misma de la revelación divina después de la oscuridad.
Pero, Lutero no habría de perdonar tal desacuerdo de Erasmo, y desde ahí en adelante lanza fuertes diatribas contra él. Lo califica de «hombre astuto y pérfido que se ha mofado juntamente de Dios y de la religión», y que «día y noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se piensa que ha dicho mucho, no ha dicho nada». Con furia, les dice a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil años jamás hubo otro alguno».
Huyendo del furor de las pasiones
Erasmo, entre tanto, busca la tranquilidad para dedicarse a sus labores académicas. Sin embargo, aún Basilea es alcanzada por la furiosa ola. La muchedumbre asalta las capillas y quita las imágenes. Erasmo se ve obligado a emigrar otra vez.
Su próximo destino será Friburgo, en Austria. «Por lo que veo mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa, mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a ambas partes», decía. En Friburgo, los amigos le reciben con un palacio dispuesto, pero elige vivir en una casita pequeña junto a un convento de frailes, para trabajar allí en silencio y morir en paz.
La historia no podía crear un símbolo más grandioso para este hombre de consensos, que en ninguna parte es aceptado porque no acepta inscribirse en ningún bando: de Lovaina tuvo que huir porque la ciudad era demasiado católica; de Basilea, porque llegó a ser demasiado protestante.
Desde su casa en Friburgo, Erasmo contempla a la distancia cómo la violencia aumenta cada día. Entre Roma, Zurich y Wittenberg se guerrea bárbaramente; entre Alemania, Francia y Francia e Italia y España se suceden infatigablemente las campañas militares, como errantes tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de guerra y pendón para acciones militares.
Ya no tiene sentido seguir siendo un mediador y reconciliador en una época así. La humanidad culta, hermanada por la fe y la cultura, es un sueño que se rompe definitivamente para Erasmo. Nadie aspira a comprender a otro, las doctrinas se lanzan a la cara del enemigo como si fueran estiletes.
Su propia figura ha caído en el descrédito. En París queman a su amigo y traductor; en Inglaterra sus amigos Tomás Moro y John Fisher caen bajo la guillotina. Cuando Erasmo recibe la noticia, balbucea débilmente: «Es como si yo hubiese muerto con ellos». Zuinglio, con quien ha intercambiado cartas y palabras amables, había sido muerto a mazazos en Kappel; Tomas Münzer fue martirizado horriblemente. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a los predicadores se les despedaza con tenazas al rojo, y los queman amarrados al poste de los herejes; queman los libros, queman las ciudades.
Decepcionado y triste, Erasmo está cansado de la vida. «Mis enemigos aumentan, mis amigos desaparecen». Entonces surge de sus labios la súplica «que Dios me llame por fin hacía sí fuera de este mundo lleno de furor».
No obstante, Erasmo continuó en Friburgo con su incansable actividad literaria, llegando a concluir su obra más importante de este período: el «Eclesiastés» (o ‘Qohelet’, llamado ‘El Predicador’), paráfrasis del libro bíblico del mismo nombre, en la cual el autor afirma que la labor de predicar es el único oficio verdaderamente importante de la fe católica. Este concepto, curiosamente, es típicamente protestante.
Por motivos que los historiadores no han logrado desentrañar, Erasmo se desplazó poco después de la publicación de este libro a la ciudad de Basilea una vez más. Hacía seis años que había partido, y de inmediato se amalgamó a la perfección con un grupo de teólogos (anteriormente católicos) que ahora analizaban pormenorizadamente la doctrina luterana.
Esto marcó aún más distancia con el catolicismo, que Erasmo mantendría hasta su muerte. De hecho, todas las obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el «Índice de Obras Prohibidas» por el Concilio de Trento.
Erasmo murió en Basilea en 1536. Al morir, el humanista que toda la vida ha hablado y escrito en latín, olvida súbitamente esta lengua habitual, y balbucea en su lengua materna: ‘Lieve God’, aprendido de niño en su patria. La primera y la última palabra de su vida tienen idéntico acento holandés.
Su legado
La venerable figura de Erasmo como cristiano y como intelectual, que debió haber tenido una amplia aceptación y reconocimiento de todos, fue vilipendiada por los principales actores de su tiempo, a causa de la turbulencia de las pasiones desatadas en aquellos días. Recibió un pago injusto por parte de aquellos mismos a quienes intentó ayudar. Sin embargo, nosotros, ubicados bastantes siglos después, podemos ver en Erasmo lo que ellos no vieron. Ver en él a un precursor, no sólo de la Reforma, sino de la unidad de la Iglesia. Un hombre que tuvo una actitud de integración, más que de división; de comunión más que de separación; de enfatizar lo esencial por sobre lo secundario; de valorar al otro antes que juzgarlo.
Por eso, casi involuntariamente, jugó un papel muy importante en la Reforma Protestante y más aún, en la llamada Reforma Radical de los Anabaptistas, quienes recogieron algunas de sus principales enseñanzas. Baltasar Hubmaier, unos de sus líderes, rechazó la persecución de ‘herejes’ y las guerras religiosas, como también la doctrina de la justificación casi nominalista de Lutero, pues para él, como para todos los anabaptistas, la verdadera justificación conduce a una vida visiblemente transformada.
Esta visión, que mantiene las ideas de Erasmo con respecto al libre albedrío, pero rechaza los resabios del catolicismo y sus obras meritorias, habría de influir profundamente en el desarrollo posterior, especialmente de las llamadas iglesias no conformistas, el pietismo, y los metodistas wesleyanos, anticipando casi en cien años el pensamiento de Jacobo Arminio. Aquí yace en parte la importancia de Erasmo en el camino de restauración de la iglesia, pues ayudó a equilibrar la visión extrema del protestantismo, para el cual Agustín de Hipona era el epítome del pensamiento cristiano.
Evidentemente, los actores de los hechos que llenaron el siglo XVI y siguientes, en aquellas terribles guerras religiosas, no interpretaron el espíritu del Evangelio. La historia ha ofrecido el púlpito a unos y otros para avergonzarse y pedir perdón por los excesos cometidos. Al mirar hacia atrás sin apasionamientos, Erasmo se nos aparece como un hombre que interpretó mejor que nadie el espíritu pacifista del verdadero evangelio. FIN.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 46 • Julio - Agosto 2007
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La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd
Charles T. Studd nació en el seno de una aristocrática familia inglesa en el año 1860. Su padre, Edward, era un entusiasta deportista, hasta que se convirtió a Cristo en una campaña del predicador norteamericano D. L. Moody. Desde entonces sus intereses cambiaron completamente, y se hizo un fervoroso testigo de Cristo entre sus amigos y conocidos. Intentó por todos los medios de que sus tres hijos, conocidos jugadores de críquet, se entregaran a Cristo también, pero ellos le rehuían.
Conversión y primeros pasos
Sin embargo, no pudieron escapar de la mano de Dios, que utilizó a un amigo de su padre para conducirlos al Señor. Fue así como recibieron a Cristo el mismo día, aunque separadamente, sin que ninguno supiese de la conversión del otro.
Charles lo relata así: «Cuando estaba por salir a jugar críquet, el Sr. W. me tomó desprevenido y preguntó: «¿Eres cristiano?», yo contesté: «No soy lo que usted llama cristiano, pero he creído en Jesucristo desde que era pequeño, y por supuesto, creo en la Iglesia también». Pensé que al contestar tan de cerca lo que pedía me libraría de él, pero se me pegó como un lacre, y dijo: «Mira, de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. ¿Crees que Jesucristo murió?». «Sí». «¿Crees que murió por ti?», «Sí». «¿Crees la otra mitad del versículo: ‘mas tenga vida eterna’?». «No», dije, «no creo eso». Pero él agregó: «¿No ves que tu afirmación contradice a Dios? O tú o Dios no están diciendo la verdad, pues se contradicen mutuamente. ¿Cuál es la verdad? ¿Crees que Dios miente?». «No», dije. «Pues bien, ¿no te contradices creyendo sólo la mitad del versículo y no la otra?». «Supongo que sí». «Bueno», agregó, «¿vas a ser siempre contradictorio?». «No, supongo que no siempre». Entonces preguntó: «¿Quieres ser consistente ahora?». Vi que me había arrinconado y empecé a pensar: Si salgo de esta pieza acusado de voluble, no conservaré mucho de mi dignidad, de manera que dije: «Sí, seré consecuente». «Bueno, ¿no ves que la vida eterna es una dádiva? Cuando alguien te da un regalo para Navidad, ¿qué haces?». «Lo tomo y le doy gracias». Dijo: «¿Quieres dar gracias a Dios por este regalo?». Entonces me arrodillé, di gracias a Dios, y en ese mismo instante Su gozo y paz llenaron mi alma. Supe entonces lo que significaba «nacer de nuevo», y la Biblia, que me había resultado tan árida antes, vino a ser todo para mí».
Los hermanos Studd obtenían muchos logros deportivos, y al mismo tiempo testificaban con firmeza de su fe en el Señor Jesucristo. La única excepción era Charles. «En lugar de ir a contar a otros del amor de Cristo, fui egoísta y mantuve ese conocimiento para mí mismo. La consecuencia fue que mi amor empezó a enfriarse y el amor del mundo empezó a entrar. Pasé seis años en ese triste estado».
Mientras él cobraba fama en el mundo del críquet, dos cristianas ancianas empezaron a orar para que fuera traído de vuelta a Dios. La respuesta vino repentinamente. Uno de sus hermanos, George, enfermó gravemente. Charles estuvo continuamente a su cabecera, y mientras estaba allí, estos pensamientos vinieron a su mente: «¿De qué valen la fama y los halagos? ¿De qué vale poseer todas las riquezas del mundo cuando uno está frente a la eternidad?». Una voz parecía contestarle: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».
Apenas tuvo oportunidad, fue a oír a D. L. Moody, que visitaba Inglaterra otra vez, y allí se reencontró con el Señor, volviéndole el gozo de su salvación. Comenzó a leer la Biblia, y a evangelizar a sus amigos, llevándolos a escuchar al famoso evangelista. Conoció también el gozo mayor, de conducir a otros a los pies del Señor.
Pronto debió enfrentar el dilema de qué haría con su vida. Intentó dedicarse a estudiar Derecho, pero sus inquietudes espirituales se lo impidieron. Leyó la Biblia, y buscó con ahínco toda bendición espiritual. Así, recibió la promesa del Espíritu Santo, y de la paz que excede todo entendimiento. Cayó a sus manos el libro «El secreto de una vida cristiana feliz», y se entregó enteramente al Señor, inspirado en los versos del conocido himno de Francis R. Havergal: «Que mi vida entera esté/ consagrada a ti, Señor». Comprendió que su vida había de ser una vida de fe, sencilla, infantil, y que su parte era la de confiar en Dios, no la de hacer. Dios obraría en él para hacer Su buena voluntad.
Misionero a China
Por este tiempo, Charles se sintió guiado por el Señor para ir como misionero a China. Al escuchar a Mr. McCarthy, de la Misión al Interior de la China, en su despedida para viajar a ese país, su corazón ardió de entusiasmo. Mientras buscaba la voluntad de Dios, percibió que la única cosa que lo podría detener era el amor por su madre. Pero leyó el pasaje: «El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí», el cual disipó sus dudas.
Sin embargo, surgió una tenaz oposición de toda la familia. Incluso les pidieron a obreros cristianos que intentaran disuadirle.
Una noche de grandes conflictos, recibió esta palabra del Señor: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y por posesión tuya los términos de la tierra» (Salmo 2:8). Supo que era la voz de Dios. Muchos dijeron que estaba cometiendo un error muy grande al ir a «enterrarse» en el interior de la China. Pero nada pudo torcer el curso que Dios había trazado para su vida.
Otra noche de gran agonía espiritual, estaba de pie en el andén de una estación, debajo de la luz titilante de una lámpara, y, desesperado, pidió a Dios que le diera un mensaje. Sacó su Nuevo Testamento, lo abrió y leyó: «Los enemigos del hombre serán los de su casa». Desde ese instante jamás miró hacia atrás.
Habiendo hecho la decisión, Charles tuvo una entrevista con Hudson Taylor, Director de la Misión al Interior de China, y fue aceptado como miembro.
Las consecuencias fueron imprevisibles. Su decisión causó un gran revuelo en la sociedad inglesa de la época, debido a que era muy conocido. Otros seis conocidos jóvenes deportistas y militares, entre ellos Stanley Smith, se unieron a él en esta misión. Llegaron a ser conocidos como «los siete de Cambridge». Tanta notoriedad alcanzó este asunto, que incluso la reina Victoria pidió ser informada sobre ellos.
Charles Studd y Stanley Smith fueron invitados a dar su testimonio a los estudiantes de la Universidad de Edimburgo. A la hora señalada, el salón estaba abarrotado. Fueron recibidos con grandes aplausos. A los jóvenes les impresionaba que la ‘religión’ no sólo fuera asunto de viejos poco viriles, sino que hubiese alcanzado a deportistas exitosos. Durante las charlas, una y otra vez los candidatos a misioneros fueron aplaudidos. Al final de la reunión, muchos se acercaron para oír más de Cristo. Así comenzó un gran movimiento de fe entre los jóvenes universitarios.
Posteriormente tuvieron que volver otra vez a Cambridge, donde se reunieron con más de dos mil estudiantes para escucharles. Algo similar ocurrió en otras de las grandes ciudades. Los jóvenes conferencistas estaban tan ansiosos por la responsabilidad que recaía sobre ellos, que a veces pasaban toda la noche orando. Cierta vez, su huésped les dijo a la mañana: «¡Oh, no debían incomodarse en hacer las camas!», sin imaginar que esas camas nunca habían sido deshechas.
En Leicester se encontraron con el famoso predicador y escritor F. B. Meyer, el cual fue grandemente impactado por el testimonio de los jóvenes. Una mañana muy temprano, Meyer descubrió que había luz en el dormitorio de ellos, por lo cual le dijo a Studd: «Ha madrugado usted». «Sí», respondió él, «me levanté a las cuatro de la mañana. Cristo siempre sabe cuando he dormido bastante y me despierta para disfrutar de un buen tiempo con él». Meyer le preguntó: «¿Qué ha estado haciendo todo este rato?». «Usted sabe, el Señor dice: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’, así que estaba leyendo todos los mandamientos del Señor que pude hallar y marcando los que he guardado, porque en verdad le amo». «Bien», dijo, y volvió a preguntar: «¿Cómo puedo ser semejante a usted?». Studd contestó: «¿Se ha entregado a Cristo, para que Cristo lo colme?». «Sí», dijo él, «lo he hecho de un modo general, pero no sé que lo haya hecho de manera particular». Studd respondió: «debe hacerlo de una manera particular también». Esa misma noche F. B. Meyer hizo una entrega específica y total a Cristo.
Las tres grandes reuniones de despedida para los siete jóvenes misioneros fueron arregladas por la Misión en Cambridge, Oxford y Londres. Ninguna descripción puede dar una idea adecuada del carácter extraordinario de estas reuniones. Por primera vez la sociedad londinense contemplaba un grupo de jóvenes selectos ofrendarse incondicionalmente al Maestro para su obra muy lejos de allí.
Partieron para China en febrero de 1885, cuando Charles tenía 25 años. Tres meses más tarde, sus propias madres no les hubieran reconocido. De oficiales y universitarios se transformaron en chinos, con trenzas, vestidos largos y túnicas de mangas largas, todo completo, pues de acuerdo con los principios de la Misión, creían que la única manera de alcanzar a los chinos del interior era haciéndose uno de ellos.
Con no poco humor, Charles cuenta la dificultad que tuvo cuando quiso conseguir zapatos para su medida, pues sus pies eran excesivamente grandes. «El primer zapatero que se hizo venir dijo que nunca había hecho un par como yo quería y huyó de la casa, rehusando terminantemente a emprender una obra tan grande. Se consiguió otro; y cuando los trajo, dijo que había hechos muchos pares de zapatos durante su vida, pero que jamás había hecho un par como éstos. Mis pies causan mucha gracia a la gente; en las calles, a menudo, los chinos los señalan y se ríen de buena gana».
Contrariamente a lo que podía esperarse de un joven acostumbrado a la comodidad, Charles se adaptó muy bien a las sencillas costumbres del pueblo chino. «¿Dónde están las penalidades chinas?» –decía– «No las podemos hallar; son un mito. Esta es realmente la mejor vida, sana y buena: bastante para comer y beber, saludables camas duras, y hermoso aire fresco. ¿Qué más puede desear un hombre?».
Sobre sus ejercicios espirituales decía: «El Señor es muy bueno y todas las mañanas me da una gran dosis de champaña espiritual que me tonifica para el día y la noche. Últimamente he tenido unos tiempos realmente gloriosos – escribía en febrero de 1886 –. Generalmente me despierto a eso de las 3.30 y me siento bien despejado; así, tengo un buen rato de lectura, etc., luego, antes de comenzar las tareas del día, vuelvo a dormir por una hora. Hallo que lo que leo entonces queda estampado indeleblemente en mi mente durante todo el día; es la hora más quieta; ningún movimiento ni ruido se oye, sólo Dios. Si pierdo esta hora me siento como Sansón rapado y perdiendo así su fuerza. Cada día veo mejor cuánto más tengo que aprender del Señor».
Entregando todo
Cuando Charles cumplió los 25 años de edad recibió en herencia de su padre más de 29.000 libras esterlinas. A la sazón él se encontraba en China. Decidió ser fiel a la Palabra, y dar ese dinero al Señor. Cuando acudió al Cónsul inglés para validar el poder que le permitiría hacerlo, éste se negó, por considerar disparatada la decisión. Le pidió que se tomara 15 días para pensarlo. Al cabo de ese tiempo, Charles volvió para firmar los documentos respectivos. Despachó 4 cheques de 5.000 libras cada uno, y cinco de 1.000, dejando una reserva de 4.000 para cubrir posibles errores. Los beneficiados con las 5.000 libras fueron D. L. Moody y su Instituto Bíblico en Chicago, George Müller, con sus Hogares para Huérfanos, de Bristol, Jorge Holland, que tenía un ministerio entre los pobres en Londres, y Booth Tucker, del Ejército de Salvación en la India. Otras cinco personas recibieron los cheques por 1.000 libras cada uno, entre ellos el general William Booth, del Ejército de Salvación. Poco después, cuando fue informado de que la herencia era aún mayor, agregó donaciones a la Misión al Interior de China.
Poco antes de su matrimonio, entregó el dinero restante a su novia. Pero ella, para no ser menos, le dijo: «Charles, ¿qué dijo el Señor al joven rico?». «Vende todo». «Bueno, entonces empezaremos bien con el Señor en nuestro matrimonio». Y luego escribieron al general Booth para donarle las últimas 3.400 libras esterlinas que les quedaban.
Tan sólo la eternidad revelará cuántos fueron despertados a seguir el verdadero camino del discipulado por el ejemplo de este «joven rico» del siglo XIX que dejó todo y le siguió. En la biografía de Studd, publicada por su yerno Norman P. Grubb, hay un testimonio muy elocuente: una foto de la «Tedworth House», el hogar de Studd en su juventud, que era una fastuosa mansión en medio de la campiña inglesa, y en un recuadro de la misma, aparece un boceto de la miserable cabaña de Studd en África al final de su vida. Bien podría titularse: «Del palacio a la choza». ¡Un enorme testimonio sin palabras!
Una ayuda idónea
Priscilla Livingstone Stewart llegó a China en 1887, como parte de un equipo de obreros nuevos del Ejército de Salvación. Era irlandesa, de hermosos ojos azules y cabello rubio. Hacía sólo un año y medio que se había convertido, en forma milagrosa.
Una noche en que había estado en una fiesta hasta la madrugada, tuvo un sueño que la habría de intranquilizar durante tres meses. Soñó que estaba jugando tenis, cuando súbitamente se vio rodeada de una multitud de personas. De pronto, se levantó entre esa multitud una Persona. Ella exclamó: «¡Pero si es el Hijo de Dios!». Entonces él, señalándola a ella, dijo: «Apártate de mí, pues nunca te conocí». La muchedumbre se disolvió, y quedó ella sola con sus amigos, que la miraban horrorizados. Después de resistir al Señor por tres meses, se rindió, cuando vio al Señor decirle: «Por mi llaga fuiste curada».
Desde ese día decidió que Jesús sería su Señor y su Dios. Poco después, mientras buscaba dirección para su vida, abrió la Biblia y vio, al margen del libro, escrito en letras de luz: «China, India, África». Estas palabras proféticas habrían de cumplirse literalmente.
Priscilla y Charles se conocieron en Shangai, mientras éste desarrollaba reuniones para los marineros ingleses. Junto a otros misioneros, Priscilla colaboraba allí con mucho fervor. Las reuniones eran bastante informales, pero llenas de gozo. Un episodio de esas reuniones refleja muy bien el carácter de Charles. Habían recibido algunos testimonios, y querían expresar su gozo a través del canto. Charles pidió a la concurrencia que cantasen de pie el himno «Estad por Cristo firmes», pero al darse cuenta que ya estaban de pie, dijo: «¡Vamos, esto no es suficiente, debemos hacer algo más para Jesús: Paraos sobre vuestras sillas para Jesús!». Los marineros saltaron con agilidad sobre sus sillas y, con una amplia sonrisa dibujada en sus rostros, cantaron como nadie había cantado jamás ese himno.
A pesar de que debieron separarse por algún tiempo a causa de la obra, Charles y Priscilla se escribieron, y él le propuso matrimonio después de buscar al Señor intensamente. «No te ofrezco una vida fácil y cómoda –le escribía–, sino una vida de trabajo y dureza; realmente, si no te conociera como una mujer de Dios, ni soñaría en pedirte en matrimonio. Lo hago para que seas camarada en Su ejército, para vivir una vida de fe en Dios, recordando que aquí no tenemos ciudad permanente, sólo un hogar eterno en la casa del Padre. Tal será la vida que te ofrezco. El Señor te dirija».
En otra carta le abre su corazón de manera muy hermosa: «Te amo por amor a Jesús, te amo por tu celo hacia él, te amo por tu fe en él, te amo por tu amor a las almas, te amo por tu amor a mí, te amo por ti misma, te amo por siempre jamás. Te amo porque Jesús te ha usado para bendecirme y encender mi alma. Te amo porque siempre serás un atizador calentado al rojo que me haga correr más ligero. Señor Jesús, ¿cómo puedo jamás agradecerte por una dádiva semejante?».
Hubo un doble matrimonio: el religioso fue oficiado por el conocido evangelista chino Shi, y el civil, ante el cónsul británico. Al final de la ceremonia, ambos se arrodillaron e hicieron una solemne promesa ante Dios: «Jamás nos estorbaremos uno al otro de servirte a Ti». Fue una «boda de peregrinos», sin traje de bodas, con ropa china común, de algodón.
Comprobando la fidelidad de Dios
La joven pareja fue directamente de su boda a iniciar una obra hacia el interior de China, en la ciudad de Lungang-Fu. Cierta vez Studd predicó sobre el versículo «Puede salvar hasta lo sumo» (Heb. 7:25, Versión Moderna). Después de que la reunión hubo terminado, un chino quedó solo al fondo del salón. Cuando Studd se acercó a él, el chino le dijo que el sermón había sido una serie de disparates, y agregó: «Soy un asesino, un adúltero, he quebrantado todas las leyes de Dios y del hombre una y muchas veces. También soy un perdido fumador de opio. No puede salvarme a mí». Studd le expuso las maravillas de Jesús, su evangelio y su poder. El hombre era sincero y fue convertido.
Entonces el hombre dijo: «Debo ir a la ciudad donde he cometido toda esta iniquidad y pecado, y en ese mismo lugar contar las buenas nuevas». Lo hizo. Reunió a multitudes. Fue llevado ante el mandarín y le sentenciaron a dos mil golpes con el bambú, hasta que su espalda fue una masa de carne roja y se le creyó muerto. Fue traído de vuelta por algunos amigos, llevado al hospital y cuidado por manos cristianas, hasta que, al fin, pudo sentarse.
Entonces dijo: «Debo volver otra vez a mi ciudad y predicar el evangelio». Sus amigos cristianos trataron de disuadirle, pero se escapó y empezó a predicar en el mismo lugar. Fue llevado de nuevo ante el tribunal. Tuvieron vergüenza de aplicarle el bambú otra vez, así que le enviaron a la cárcel. Pero la cárcel tenía pequeñas ventanas y agujeros en la pared. Se reunió el gentío y predicó a través de las ventanas y aberturas, hasta que, hallando las autoridades que predicaba más desde la cárcel que afuera, lo pusieron en libertad, desesperados de no poder doblegar a alguien tan porfiado y fiel.
Gran parte del tiempo, Studd estuvo ocupado en el Refugio para Fumadores de Opio, que abrió para atender a las víctimas de esta droga. Durante los siete años siguientes, unos ochocientos hombres y mujeres pasaron por allí, y algunos de ellos fueron, además de curados, salvados.
La llegada de los hijos significó para el matrimonio una dura prueba: no era posible contar con la asistencia de ningún médico. Buscar uno habría significado estar cinco meses lejos de su casa y abandonar su obra. «¿Por qué no llamar al Dr. Jesús?», se preguntó Priscilla, y así lo hizo. Nacieron cinco hijos, y no hubo problemas.
En China en ese tiempo acostumbraban sacrificar a las niñas recién nacidas, debido a que –pensaban– dan mucho trabajo al criarlas, y su dote cuando se casan no alcanza a cubrir los gastos. Dios dio al matrimonio cuatro hijas, para que diesen ejemplo de cuidado y amor hacia ellas, como si fuesen varones. El nombre chino que ellos dieron a sus hijas daba testimonio de esto: Gracia, Alabanza, Oración y Gozo.
Dios proveyó milagrosamente a las necesidades financieras de la familia. Cierta vez –sus cuatro hijas estaban pequeñitas– se quedaron sin provisiones ni dinero. No había esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días. El cartero había salido recién esa tarde y en quince días traería el correo de vuelta.
Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche, así que decidieron tener una noche de oración. Se pusieron de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte minutos, se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de sentido común continuar clamando.
El correo volvió el tiempo establecido. No tardaron en abrir la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro desengaño. La abrió y empezó a leer.
Studd y Priscilla fueron totalmente diferentes después de la lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí el contenido de la carta: «He recibido, por alguna razón u otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100 libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea de provecho».
El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se habían visto ni escrito.
De regreso en Inglaterra
Tras 10 años en China, la familia regresó a Inglaterra, en 1894. Aunque Studd había estado aquejado de varias enfermedades que lo tuvieron al borde de la muerte, no se atrevió a moverse de China sino por clara dirección de Dios. La despedida de sus hermanos y sirvientes fue muy dolorosa. La larga travesía a través de la China con su esposa y sus cuatro pequeñas fue difícil, por cuanto había una gran hostilidad hacia los extranjeros. El pueblo chino, poco instruido, pensaba que todos los extranjeros eran aliados de Japón, que en esa época estaba en guerra con China.
Parte de la travesía la hicieron por el río, en una barcaza. Dondequiera que la embarcación tocaba la ribera, un gentío se reunía para ver a los «diablos extranjeros».
Cierta vez el ambiente se mostraba especialmente amenazante para ellos, pero Dios dispuso su liberación de una manera extraña. La mayor de las niñas hablaba el chino. Así que cuando la gente comenzó a hacerle preguntas: «¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes algo que comer?», etc., para sorpresa de ellos, la niña les contestó en su propio idioma. El resultado fue que la turba amenazante se volvió en admiradora. Entonces hicieron arreglos para que grupos sucesivos de chinos se acercaran a comprobar la maravilla: ¡una niña extranjera hablaba su mismo idioma! Cada vez que lo hacían, los chinos se explicaban el asunto de la siguiente manera: «¿Lo ven? Esta niña habla nuestro idioma, porque come nuestra comida».
En Shangai, se embarcaron en un vapor del Lloyd Alemán. Los camareros eran todos músicos, y formaban una banda que todas las tardes tocaba en el salón. Las cuatro niñas se sentaban entonces embelesadas a escuchar música. El tercer día, luego de la sesión diaria, las niñas entraron en el camarote de sus padres, muy excitadas, diciendo: «No podemos comprender a estos misioneros de ninguna manera, pues no hacen más que tocar música y nunca cantan himnos ni oran». ¡En su vida en el interior de la China nunca habían visto un hombre o una mujer blancos que no fueran misioneros!
Llegados a Inglaterra, con dificultad se estuvieron quietos algún tiempo, para recuperarse de su deteriorada salud, pues pronto llegaron las invitaciones a compartir sus experiencias. Cierta vez, Studd fue invitado a dar una charla en un colegio teológico de Gales. En parte de la disertación él dijo: «La verdadera religión es como la viruela: si uno se contagia, le da a otros y se extiende». Su prima y huésped en esa ocasión, Dorotea de Thomas, se escandalizó por la comparación, y de regreso a casa se lo representó. Eso condujo a una larga conversación, pero Dorotea permanecía cerrada a la fe.
De acuerdo a la promesa que Dorotea le había hecho a su primo, asistió de nuevo a la charla la noche siguiente. Cuando llegaron de vuelta a casa, ella le preparó una taza de cacao, y se la alcanzó. Studd estaba sentado en el sofá y continuó hablando mientras ella tenía la mano estirada. Ella le habló, pero él no le hizo caso. Entonces, como es lógico, ella se impacientó. Sólo entonces él le dijo: «Bueno, así es exactamente como tú estás tratando a Dios, que te está ofreciendo la vida eterna». La saeta dio en el blanco.
Dos días después, cuando él estuvo de regreso en Londres, recibió el siguiente telegrama: «Tengo un fuerte ataque de viruela. Dorotea».
Dos años después, Studd fue invitado a Estados Unidos, donde se quedó 18 meses. Su horario estaba completamente colmado de reuniones, a veces hasta seis en el día. Su poco tiempo libre fue una sucesión de entrevistas con estudiantes. A veces echaba mano a recursos poco ortodoxos para enseñar verdades espirituales. Cierta vez que condujo a un joven a recibir el Espíritu Santo por fe. Le dijo que tenía que dejar que el Espíritu Santo obrara en él y a través de él. El joven parecía comprender, pero su rostro todavía estaba sombrío. Entonces le dijo: «Si un hombre tiene un perro, ¿lo guarda todo el tiempo y ladra él mismo?». Entonces el joven se rió, su rostro cambió en un instante, y prorrumpió en alabanzas a Dios. «Oh, lo veo todo ahora, lo veo todo ahora». Y se reía y alababa y oraba, todo al mismo tiempo».
Entre sus cartas enviadas a Inglaterra, envió un recorte de diario en que se le elogiaba. Al margen del artículo él escribió: «Esta es la clase de disparates que publican los diarios».
En cierta oportunidad en que fue invitado a una charla, poco antes de pasar Charles T. Studd al estrado, uno de los anfitriones dio algunos detalles elogiosos de su vida. Entonces Studd comenzó diciendo: «Si yo hubiera sabido que se diría esto, hubiera venido un cuarto de hora más tarde». Y en seguida agregó: «Vamos a borrarlo con algo de oración». Y se puso a orar.
Seis años en la India
Desde su conversión, Studd había sentido la responsabilidad que tenía la familia de llevar el evangelio a la India. Había sido el último deseo de su padre. Su hermano le había contado cómo la gente conocía el apellido Studd, pues su padre había hecho allí su fortuna. Él se propuso que el apellido Studd fuera también conocido como «embajador de Jesucristo». Viajó a Tirhhot, donde estuvo seis meses celebrando reuniones, y le fue ofrecido el cargo de pastor de la iglesia independiente de Octacamund.
Como siempre, Studd se dedicó a ganar almas, y pronto se decía de esa iglesia: «Esa iglesia es un lugar que se debe eludir si uno no quiere convertirse». Su esposa decía de él en este tiempo: «Creo que no pasa una semana sin que Charles tenga de una a tres conversiones». No perdía ocasión de usar métodos heterodoxos para compartir el evangelio. ¡Cierta vez tomó parte en una gira de críquet a fin de tener oportunidad de compartir a los soldados que jugaban!
Pero toda esta obra se realizó penosamente, pues desde años antes había sido una víctima del asma. Por tiempo, sólo dormía dos horas en la noche, sentado en una silla luchando por respirar. Sin embargo, luego venían temporadas mejores.
Sus hijas crecían, y disfrutaban la vida en la India. Las cuatro se entregaron a Cristo durante su estada allí. Él mismo las bautizó en una piscina que mandó construir en su propio jardín.
En 1906 regresó a Inglaterra. Su llegada a casa dio oportunidad a pastores y obreros, los que le comenzaron a invitar con mucha frecuencia. En los próximos dos años debe haber hablado a decenas de millares de hombres, muchos de los cuales nunca asistían a un culto, pero fueron atraídos por su fama deportiva. Su manera de hablar franca, sin ambages, empleando el lenguaje común del pueblo, junto con su humor, gustaba mucho a los hombres.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.
Así comenzaría el mayor desafío de su vida.
(Continuará).
...
La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd (2a Parte)
Nacido en el seno de una familia inglesa acomodada, en 1860, Charles T. Studd, llegó a ser en su juventud un famoso jugador de críquet. Pero su carrera deportiva se vio interrumpida cuando conoció al Señor y se consagró, a los 25 años de edad, como misionero a China, en la Misión fundada por Hudson Taylor algunos años antes. En China contrajo matrimonio con Priscilla Livingstone, una misionera irlandesa, con quien tuvo cinco hijas.
Tras 10 años de ministerio muy fecundo, regresó a Inglaterra, desde donde partió para India seis años más tarde. En la India sirvió al Señor otros seis años, y regresó a Inglaterra en 1906.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, Studd vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.
Era un extranjero, Kart Kumm, quien disertaba sobre África. Decía que al centro del continente habían ido exploradores, cazadores, árabes y mercaderes, pero que ningún cristiano jamás había entrado a hablar de Jesús. «La vergüenza penetró profundamente en mi alma», diría Studd más tarde. Oyó una voz que le dijo: «¿Por qué no vas tú?». «Los médicos no lo permitirán», contestó. Vino la respuesta: «¿No soy yo el Buen Médico? ¿No puedo llevarte allí? ¿No puedo mantenerte allí?».
Como no había excusas, Studd sintió que tenía que ir.
Preparativos para la gran misión
De alguna manera, Studd sintió que hasta ese momento la vida había sido una preparación para los próximos años. Studd realizó un viaje exploratorio de varios meses, a lomo de mula y a pie, por regiones infestadas de paludismo y otras enfermedades, donde pudo comprobar la extrema necesidad de los pueblos paganos de África. Supo que más allá de las fronteras de Sudán, en el Congo Belga, existían gentes tan depravadas y desamparadas que nunca habían oído de Cristo.
Regresó inflamado de amor por África, y lanzó un desafío a todo el pueblo de Dios de Inglaterra. Escribió una serie de folletos, con los cuales incendió de fuego santo muchos corazones. Él sentía que era una nueva Cruzada. «Debemos ir en Cruzada por Cristo. Tenemos los hombres, los medios y las comunicaciones, el vapor, la electricidad y el hierro han nivelado las tierras y atravesado los mares. Las puertas del mundo nos han sido abiertas por nuestro Dios ... En junio pasado mil cateadores, negociantes, comerciantes y buscadores de oro esperaban en la desembocadura del Congo para arrojarse en esas regiones, pues según rumores existía allí abundancia de oro. Si tales hombres oyen tan fuertemente el llamado del oro y lo obedecen, ¿puede ser que los oídos de los soldados de Cristo estén sordos al llamado de Dios y al clamor de las almas moribundas? ¿Son tantos los jugadores por el oro y tan pocos los jugadores por Dios?».
Sin embargo, su partida no fue fácil, pues hasta última hora no había recursos, y Priscilla, su esposa, no lograba obtener fuerzas para apoyar la empresa – además que estaba delicada de salud. Al dejar Liverpool, sintió que Dios le habló de una manera muy extraña: «Este viaje no es solamente para el Sudán, es para todo el mundo no evangelizado». En ese momento parecía verdaderamente muy extraño, pero el tiempo demostraría que era verdadero.
La víspera de la separación, un joven le preguntó a Charles: «¿Es cierto que usted a la edad de cincuenta y dos años, se propone dejar su país, su hogar, su esposa, y sus hijas?». «¿Qué?», dijo Studd. «¿No ha estado hablando usted esta noche del sacrificio del Señor Jesucristo? Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio podrá ser demasiado grande para que yo lo haga por él». Cuando estaba sobre el andén, para tomar el tren, escribió en un papel dos líneas de poesía improvisada, que dio a un amigo: «Que mi vida entera sea / una cruz oculta que a Ti revela».
Poco antes de la partida de Studd, Priscilla tuvo una experiencia que trajo alivio a su corazón. El Señor le habló una noche a través del Salmo 34, y de Daniel 3:29. «Sentí que todo temor se había desvanecido, todas mis preocupaciones, todo lo que «dejada sola» iba a significar, todo el temor de paludismo y flechas envenenadas de los salvajes, y fui a la cama regocijándome. Esa noche me reí con la «risa de fe». Esa misma noche le escribió su experiencia a su esposo.
El viaje y los movimientos estratégicos
El único acompañante que tuvo Studd en esta empresa fue el joven Alfred B. Buxton, hijo de un viejo amigo de los días de Cambridge. Se acababa de graduar en la Universidad, pero renunció a completar su curso de medicina para ir con él. «Muchas fueron las dificultades y los obstáculos en nuestro camino: no habíamos pasado por allí antes, no conocíamos el idioma de los indígenas, mientras que el francés –el idioma de los funcionarios belgas– yo no sabía sino un poco de francés «de perro», y Buxton un poco de francés «de gato» – lo poco que recordábamos del colegio. Pero siempre entrevistamos a los funcionarios juntos, y era notable cuán a menudo si el perro no atinaba a ladrar, el gato pudo emitir un maullido».
En el viaje, Buxton se enfermó de gravedad, sufrieron el incendio de una tienda de campaña, y los familiares del joven intentaron disuadirle por carta de seguir avanzando. Una vez se perdieron en la selva, estuvieron detenidos de avanzar por meses. Cayeron en manos de caníbales, pero «como los dos éramos delgados y duros, no fueron tentados más de lo que pudieron soportar».
Un día Studd se enfermó gravemente. De pronto vino a su mente la palabra: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor» (Stgo. 5:14). El problema es que no había ningún anciano –el que había no pasaba los veinte– ni tampoco había aceite, lo único que había era kerosene. Pues, no se podía ser estrecho de mente en tal severa ocasión. Así que Buxton mojó el dedo en kerosene, ungió la frente y luego se arrodilló y oró. «Cómo lo hizo Dios, no sé, ni me importa, pero esto sé, que a la mañana siguiente, habiendo estado enfermo a la muerte, me desperté sano. Podemos confiar en él de menos, pero no podemos confiar en Dios demasiado».
Tras nueve meses, llegaron a Niangara, el corazón de África, en octubre de 1913. Después de un par de intentos fallidos, el Señor los guió hasta Nala, donde establecieron su centro de operaciones. Las tribus de las inmediaciones, hace poco hostiles, ahora eran amables y colaboraban con los misioneros. Desde Nala se extendieron hasta Poko y Bambioi, con lo cual tuvieron cuatro centros estratégicos cubriendo cientos de kilómetros y alcanzando unas ocho tribus. Ahora había llegado el momento de ocupar los centros y evangelizar.
Los primeros frutos. Regreso a Inglaterra
Unos dos años después, tuvieron los primeros bautismos en Niangara y en Nala. Alfred Buxton escribía: «Cada uno de los bautismos de Nala haría un título atrayente para el «Grito de Guerra»1: «Ex caníbales, borrachos, ladrones, asesinos, adúlteros y blasfemos entran al Reino de Dios». En las reuniones para confesión de pecado, hubo algunos testimonios notables: «No hay lugar en mi pecho para todos los pecados que he cometido», «Mi padre mató a un hombre, y yo ayudé a comerlo», «Cuando yo tenía tres años, recuerdo que mi padre mató a un hombre porque él había muerto a mi hermano, yo también comí del guiso». Cierta vez, un recién convertido amedrentó a unos aborígenes hostiles con estas palabras: «¡Recuerden que en mi tiempo he comido hombres mejores que ustedes!».
A fines de 1914, Studd viajó a Inglaterra a reclutar nuevos obreros. Para ese tiempo, su esposa, que había estado muy mal de salud, estaba dedicada de lleno a apoyar la obra de su marido en el África. Aún muy delicada de salud, formó círculos de oración, editó folletos mensuales por millares, escribió veinte o treinta cartas por día, y editó los primeros números de la «Revista de la H.A.M.» («Misión del corazón de África», por su nombre en inglés). Así la encontró Studd cuando llegó a Inglaterra. Así, en dos años el corazón de África había sido explorado por un viejo físicamente arruinado, mientras que la sede de Inglaterra había sido establecida por una inválida desde su diván.
Por última vez en su vida, Studd recorrió Inglaterra, instando y rogando al pueblo de Dios para que se levantara y se sacrificara por África. Pocas veces ha abogado alguno en la causa de los paganos como él abogó. En la revista publicó mensajes electrizantes: «Hay más del doble de oficiales cristianos uniformados acá, entre los cuarenta millones de habitantes pacíficos y evangelizados de Gran Bretaña, que el total de las fuerzas de Cristo luchando al frente entre mil doscientos millones de paganos. ¡Y sin embargo, los tales se llaman soldados de Cristo! ... El llamado de Cristo es dar de comer al hambriento, no al que está satisfecho; a salvar a los perdidos, no a los de dura cerviz; no a edificar cómodas capillas, templos y catedrales en Inglaterra, en los cuales adormecer a los cristianos profesantes con hábiles ensayos, oraciones formales y programas artísticos, sino a levantar iglesias vivientes entre los desamparados ... Pero esto tan sólo puede realizarse por una religión del Espíritu Santo candente, no convencional y sin trabas, donde no se rinde culto ni a la Iglesia, ni al estado, ni al hombre, ni a las tradiciones, sino solamente a Cristo y a él crucificado».
En julio de 1916 todo estaba listo para su regreso al África. Un grupo de ocho fue equipado. Incluían a su hija Edith, que iba a casarse con Alfred Buxton. Ni él ni Priscilla tuvieron la más remota idea de que ésta sería su despedida de Inglaterra para siempre, y casi su despedida de ella sobre la tierra, pues en los trece años siguientes se verían solamente por una escasa quincena.
Los primeros misioneros nativos
En Nala, la recepción fue maravillosa. Lo que Studd dejó a su partida para Inglaterra era una concesión no ocupada, pero ahora había allí decenas de nativos cristianos, atentos en las reuniones, y agradecidos de Dios. Studd distribuyó su equipo de obreros en cada uno de los puntos estratégicos, ocupando de esa manera un territorio de más o menos la mitad de Inglaterra. En abril de 1917 había alrededor de cien convertidos bautizados. Muchos caciques levantaron escuelas y casas para centros de instrucción y evangelización. Uno de ellos dio testimonio de que una vez había perdido por completo el conocimiento y había muerto. Sus amigos cavaron una tumba y lo estaban colocando allí, cuando se levantó y dijo que había visto a Dios mismo, quien le dijo que no pasaría mucho tiempo antes que vinieran los ingleses y les enseñarían acerca del Dios verdadero. El cacique contó esa historia a muchos, y por esa razón solían referirse a Dios con el nombre de ‘inglés’.
En el mes de enero, unos quince o veinte convertidos salieron voluntariamente a predicar por tres meses en las regiones «de alrededor y más allá». A su regreso, más de cincuenta querían ir. Studd explicaba así la ventaja de usar misioneros autóctonos para evangelizar a los aborígenes, en vez que misioneros foráneos: «Nosotros, los evangelistas blancos, tenemos cinco porteadores cada uno para llevar nuestros efectos. Ellos se llevaron cada cual los suyos. Cada hombre o mujer llevaba una cama, pero ésta consiste solamente en una estera de paja; por toda ropa de cama lleva una frazada delgada, si es que lleva una. El único canasto con alimentos que posee está siempre fuera de vista y detrás del cinturón, del cual cuelga un cuchillo de monte y una taza enlozada; un sombrero de paja, fabricado por él mismo y un taparrabo, y ahí tenéis al misionero del corazón de África completo».
Cuando despidió a su nuevo contingente de misioneros, los arengó con estas palabras, muy a la «manera Studd»:
«Si no quieren encontrarse con el diablo durante el día, encuéntrense con Jesús antes del amanecer.
«Si no quieren que el diablo les dé un golpe, golpéenlo primero, y golpéenlo con todas sus fuerzas, de manera que esté demasiado estropeado para responder. «Predicad la Palabra» es la vara que el diablo teme y odia.
«Si no quieren caer, caminen: ¡y caminen derecho y ligero!
«Tres de los perros con los cuales el diablo nos da caza, son: orgullo, pereza y codicia». Después de la oración de despedida, se fueron cantando. A su vuelta, uno de ellos dijo: «No hubo nada afuera que haya podido quitar el gozo adentro».
Como consecuencia de la evangelización, muchos convertidos se agregaban y tenían bautismos casi semanalmente. Con gozo alababan a Dios, con himnos muy sencillos, pero directos. Un día, después de una reunión, un cacique se paró y dijo: «Yo y mi gente y mi cacique hermano y su gente queremos decirle que creemos estas cosas acerca de Dios y Jesús, y todos queremos seguir el mismo camino que usted, el camino al cielo».
Otros de los convertidos fue el gran cacique de Abiengama, que fue un caníbal que recientemente había capturado y comido a catorce indígenas. Pero cuando su esposa principal oyó por primera vez del Dios grande y amante, exclamó: «Siempre pensé que debía haber un Dios así».
Studd llegó a ser un hombre muy humilde. Cuando debió separarse de su yerno Baxter, por causa de la obra, éste le pidió públicamente que le impusiera las manos. Sin embargo, Studd le pidió que se subiera a una silla ¡y ungió sus pies!. Al bajarse, Baxter le dijo: «Bwana («Cacique Blanco», como le decían los indígenas), me ha hecho una treta hoy, pero fue una treta de amor». Studd tuvo palabras muy elogiosas para él: «Nadie sino Dios podrá jamás saber la profunda fraternidad, gozo y afecto de nuestra cotidiana comunión social y espiritual, pues no hay palabras que la puedan describir».
Reveses y satisfacciones
En los años siguientes, la obra habría de experimentar duros reveses, a causa de que muchos de los cristianos más destacados cayeron en pecado. Ello sumió a Studd en una gran enfermedad. Pero eso no era todo: «Me parece que las desilusiones constituyen el mayor sufrimiento», decía. Ante esto, sólo cabía redoblar las oraciones. Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, se agrupaba una multitud de convertidos para cantar y orar. «¡Oh, las plegarias que oran! Nada baladí, sino tiros ardientes de sus mismos corazones». Muchas veces intercedían por él de manera muy graciosa: «Y ahí está Bwana, Señor. Es un hombre muy anciano (tenía sesenta años), su fuerza no vale nada. Dale la tuya, Señor, y el Espíritu Santo también». Otro oró una vez: «Oh, Señor, en verdad has sido bueno al hacer que Bwana viva diez años sobre la tierra, ahora haz que viva dos años más».
La ayuda llegó en la primavera de 1920. Primero fue un grupo, luego dos y tres, de hombres desmovilizados de la guerra, y desde entonces hubo una corriente continua de reclutas, de modo que en tres años los obreros aumentaron de seis hasta casi cuarenta.
Mientras tanto, las regiones de más allá estaban llamando urgentemente. En 1921, cuando Alfred Buxton volvió para hacerse cargo de la obra en Nala, Studd pudo llegar hasta Ituri, cuatro días al sur. Al año siguiente movió su cuartel general a Ibambi.
Para entonces, era famoso en muchos kilómetros alrededor: la figura delgada con la barba espesa, nariz aguileña, palabras ardientes, pero risa alegre. Lo llamaban sencillamente «Bwana Mukubwa» (Gran Cacique Blanco). Muchos eran llamados Bwana (Cacique Blanco), pero nadie sino él era Bwana Mukubwa.
A Ibambi llegaron por centenares para ser enseñados y bautizados. Venían de distancias lejanas, de ocho y diez horas, para oír la Palabra de Dios. «Hallé unos mil quinientos negros, todo apiñados como sardinas, de cuclillas en el suelo a los rayos abrasadores del sol africano del mediodía. No tenían ningún templo, ni siquiera un estrado. Están cantando himnos a Dios con corazón y lengua y voz; es un gran coro sin adiestramiento y sin paga, produciendo mejores melodías para Dios y para nosotros que un coro de mil Carusos. Uno observa sus rostros anhelantes mientras están allí absorbiendo cada palabra del predicador. Están ávidos del Evangelio».
Cierta vez uno de los colaboradores de Studd mostró una moneda para explicar el don de la salvación, y dijo: «El primero que venga, la recibirá». La respuesta que recibió, le dio la mayor sorpresa de su vida: «Pero señor, no hemos venido por dinero, sino para oír las palabras de Dios». Otro predicador había hablado ya bastante, así que dijo que iba a terminar. Vino la voz de un viejo en medio de la muchedumbre negra: «¡No se calle, señor, no se calle! Algunos de nosotros somos muy viejos y nunca hemos oído estas palabras antes, y tenemos poco tiempo para oír en el futuro».
En muchos otros lugares era lo mismo. Muchas veces se le dijo a Studd que volviese a Inglaterra, pero había empezado a segar una mies madura y no quiso ser persuadido, ni entonces ni después. Siempre dio la misma respuesta: Dios le había dicho que viniera cuando todos se le opusieron, y tan sólo Dios podía decirle cuando debía regresar. «Si hubiese hecho caso a los comentarios de la gente, nunca hubiera sido misionero y nunca habría habido una H.A.M.».
La obra se extiende
Entre tanto, en Inglaterra, Priscilla, la esposa de Studd se convertía en un ciclón, sirviendo a la causa de su esposo en África. Dios la llevó a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Tasmania y Sudáfrica, alentando a los cristianos a comprometerse con la causa. No había mejor conferenciante misionero en el país. Hablaba como si ella misma hubiera vivido todas las experiencias de su esposo en África. Nadie conoció la cruz cotidiana que llevaba, la distancia que los separaba, la imposibilidad de estar con él y cuidarle. Studd y su esposa habían colocado desde temprano su carrera y su fortuna en el altar; ahora, la salud, el hogar y la vida familiar siguieron también. Studd dijo cierta vez: «He buscado en mi vida y no sé de algo más que me queda que pueda sacrificar para el Señor Jesús».
La llegada de Gilbert Barclay, el esposo de una de las hijas, en 1919, para ocuparse de la obra en Inglaterra, dio inicio a una nueva era en la Cruzada, pues se le dio a ésta un alcance mundial, con el propósito de que se avanzara a otras tierras a medida que Dios guiara y capacitara. Se adoptó el título de «Cruzada de Evangelización Mundial» (W.E.C. por su nombre en inglés), teniendo cada diferente campo su propio subtítulo.
Por medio de publicaciones en revistas y reuniones de propaganda se llamó la atención a las necesidades de otras tierras, con el resultado de que en 1922 tres jóvenes emprendieron el segundo avance de la Cruzada, la Misión al Interior del Amazonas. Un tercer avance fue al Asia Central, un cuarto a Arabia, un quinto, a África occidental, y posteriormente, se entró en Uruguay y Venezuela.
En cuanto a los recursos, Dios había sido fiel. La Cruzada no había contraído deudas. Hasta la fecha del fallecimiento de Studd, Dios había enviado nada menos que la suma de 146.746 libras esterlinas. Tan sólo en veinte años Dios devolvió a Studd casi cinco veces la cantidad que él le dio desde China. Con todo, ni Studd ni su esposa tocaron un céntimo del dinero de la misión para uso personal. Dios tocó el corazón de amigos anónimos para enviarle una y otra vez donaciones para su uso personal en el campo misionero.
La rutina de un misionero en África
Studd vivía en una choza circular, con paredes hechas de cañas partidas, techo de paja y piso de barro agrietado y remendado. En un rincón había una cama indígena, regalada por un cacique. A un lado había una sencilla mesa de noche y al otro, un estante con Biblias muy usadas. Le gustaba tener una Biblia nueva cada año para no emplear nunca notas y comentarios viejos, sino ir directamente a las Escrituras. Tal era el hogar de Studd, dormitorio, comedor y sala de estar, todo en uno.
Cerca del pie de la cama había un fogón abierto sobre el piso de barro. Allí se acostaba sobre una cama nativa, su ‘muchacho’, que le servía como criado. Su día comenzaba hacia las cuatro de la mañana, cuando el muchacho le servía una taza de té, y comenzaba su hora devocional. Allí él recibía la palabra que luego compartiría en las reuniones públicas. No necesitaba más preparación. Cierta vez dijo: «No vayas al estudio para preparar un sermón. Eso es pura tontería. Entra a tu estudio para ir a Dios y volverte tan ardiente que tu lengua sea como un carbón encendido que te obliga a hablar».
Durante el día realizaba muchas tareas, desde atender las construcciones hasta escribir su mucha correspondencia cada sábado por medio. Empezaba por la mañana y terminaba al anochecer. Luego, empacaba sus cosas y salía, acompañado de sus fieles colaboradores indígenas, rumbo a alguna de las estaciones de avanzada para compartir el día domingo. Viajaba casi toda la noche, y al amanecer ya estaba en su destino. La gente, convocados por los tambores a través de la selva, acudía desde todos los alrededores, preparados con algo de comida y esteras, para estar varios días, si era necesario.
Por la mañana, se reunía con los misioneros, y por la tarde con todos los fieles. Casi siempre se reunían entre mil y dos mil personas. La reunión comenzaba con una hora entera de canto, que ellos aman, siendo acompañados por Bwana al banjo. Casi todos los himnos habían sido escritos por él mismo. Cuando el canto llegaba a su clímax, Studd se ponía en pie para dirigir un coro vigoroso con voces de aleluya final.
Seguía un tiempo de oración, quizá por cuarenta minutos. Uno tras otro se paraba para orar, levantando la mano hacia el cielo al hacerlo. Mientras uno ora, otro se pone de pie, listo para empezar cuando el otro acabe (si no existiera esta regla, cuatro o cinco estarían orando a la vez). Al final de cada oración dicen: «Ku jina ya Yesu» (en el nombre de Jesús), que es repetido por toda la congregación. Luego de otros cantos, Bwana comparte la palabra. Primero hace una lectura de las Escrituras, y luego habla. Apaciblemente al principio, adaptando el lenguaje de las Escrituras al hablar de ellos. Luego pone todo su corazón al exponerles sus propias y las consecuencias del pecado; habla del amor de Jesús, y les insta a arrepentirse y creer, seguirle y pelear por él. Hablaría quizá una hora o más. Un himno para terminar, un tiempo de oración cuando se hace el llamado a nuevos convertidos para que se adelanten a tomar su decisión. Finalmente se saludan para despedirse, diciendo: «Dios es. Jesús viene pronto. ¡Aleluya!».
Por la noche, se pasará unas dos horas meditando la palabra y en oración con los blancos, o una segunda reunión con los indígenas alrededor de un fogón. A veces el ‘fin de semana’ se extiende hasta el lunes y el martes con algunas reuniones con cristianos consagrados.
Una mayor necesidad del Espíritu
Una necesidad muy profunda se hizo notoria a medida que avanzaba la obra en África: la consolidación de una vida recta y santa por parte de los nuevos convertidos. Años atrás, estando en China, Booth Tucker había escrito a Studd: «Recuerde que la mera salvación de almas es trabajo relativamente fácil y ni cerca de lo importante que es hacer de los salvados Santos, Soldados y Salvadores». Con este desafío se enfrentaba Studd ahora en el corazón de África. A su juicio, esta carencia era debida a que no había habido un derramamiento del Espíritu Santo. Así que se propuso no dar tregua a Dios ni al pueblo hasta que el Espíritu Santo fuera derramado sobre ellos. «Cristo vino a salvarnos por su Sangre y por su Espíritu: Sangre para lavar nuestros pecados pasados, Espíritu para cambiar nuestros corazones y capacitarnos para vivir rectamente».
Con este criterio Studd midió a los miles de cristianos en las misiones en África: «Todos estamos gloriosamente descontentos con la condición de la iglesia nativa. Está bien cantar himnos y concurrir a los cultos, pero lo que tenemos que ver son los frutos del Espíritu y una vida y un corazón realmente cambiados, un odio al pecado y una pasión por la justicia». Diversos pecados se habían manifestado con toda su fuerza entre los creyentes: la murmuración, la pereza, el desamor.
A esto se sumó el descontento en las propias filas misioneras. Muchos rechazaban el supremo sacrificio que imponía el régimen de Studd: vivir en casas sencillas, con comidas frugales, nada de vacaciones y completa dedicación a la obra. Tal fue la oposición, que Studd tuvo que despedir a dos obreros, por lo cual otros varios renunciaron. Studd juzgaba que el problema de fondo era el desconocimiento de la obra de la cruz y el deseo de agradarse a sí mismos.
Aún de Inglaterra surgieron voces contrarias. Atribuían esta postura de Studd como consecuencia de la fiebre y el cansancio. En verdad, estos fueron los años de crisis de la misión. «A veces siento que mi cruz es pesada, más de lo que puedo soportar, y temo que a menudo siento como si fuera a desmayar bajo ella, pero espero seguir. Mi corazón parece gastado y molido sin remedio, y en mi profunda soledad a menudo deseo irme, pero Dios sabe qué es lo mejor, y quiero hacer hasta el último poquito de trabajo que él desea que haga».
El cambio vino en 1925. Una noche Bwana vino al culto familiar en Ibambi. Su corazón estaba muy cargado y tenso. Se habían reunido unos ocho misioneros con él. Leyeron juntos su capítulo favorito de Hebreos capítulo 11, sobre los héroes de la fe. «¿Será posible que personas como nosotros marchemos por la Calle de Oro con los tales? ¡Será para los que son hallados dignos! ¿Cuál fue el Espíritu que causó que estos mortales triunfaran y murieran de esta manera? El Espíritu Santo de Dios, una de cuyas características principales es una osadía, un valor, un ansia de sacrificio para Dios y un gozo en ello que crucifica toda debilidad humana y los deseos naturales de la carne. ¡Esta es nuestra necesidad esta noche! ¿Nos dará Dios a nosotros como les dio a ellos? ¡Sí! ¿Cuáles son las condiciones? ¡Son siempre las mismas: ‘Vende todo’! El precio de Dios es uno. No tiene descuento. El da todo a los que dan todo. ¡Todo! ¡Todo! Muerte a todo el mundo, toda la carne, al diablo y al que quizá es el peor enemigo de todos: tú mismo.
Algunos misioneros, ex combatientes de la Guerra, compararon el servicio al Señor con la entrega de los soldados a su causa. «Al ‘Tommy’ británico no le importa un bledo lo que le pueda suceder, con tal que cumpla su deber para con su rey, su patria, su regimiento y para consigo mismo». Estas palabras fueron justamente la chispa que se necesitaba para encender la mecha. Studd se pudo en pie, levantó el brazo y dijo: «¡Esto es lo que necesitamos y esto es lo que quiero! Oh Señor, desde ahora no me importa lo que me pueda suceder, vida o muerte, sí, o el infierno, con tal que mi Señor Jesucristo sea glorificado». Uno tras otro los presentes se pudieron de pie e hicieron el mismo voto.
Esa noche fue una nueva compañía de obreros la que salió de la choza. Había risa en sus caras y brillo en sus ojos, gozo y amor inefables. Una resolución nueva. La bendición se extendió hasta la estación más remota. Desde entonces, el amor, el gozo en el sacrificio, el celo por las almas de la gente, ha sido la tónica de la obra. Increíbles páginas de heroísmo y victoria se han escrito desde entonces en la misión.
El temor de Dios se posesionó de la gente. Se evidenció un nuevo resplandor en sus rostros, nueva vida en las oraciones, un odio al pecado, al engaño y la impureza. «La obra está alcanzando un fundamento sólido por fin», escribía Studd. Se comenzó a ver, como él deseaba, una iglesia santa y llena del Espíritu.
Priscilla en África
Una sola vez Priscilla, su esposa, fue a África a estar con su esposo, y esto, sólo por quince días. Fue en el año 1929, dos años antes de la muerte de Studd. Unos mil cristianos indígenas se reunieron para verla. Siempre se les había dicho que la esposa de su Bwana no podía venir, porque estaba en Inglaterra, ocupada en conseguir hombres y mujeres blancos que viniesen a decirles de Jesús. Cuando la vieron, se dieron cuenta que realmente existía tal persona como «Mama Bwana», y cuán grande era el precio que ellos habían pagado para traerles la salvación. Ella parecía muy joven al lado de él, que algunos pensaban que era una hija. Les habló varias veces a través de un intérprete, y así cumplió la visión profética que había tenido después de su conversión: «China, India y África».
La separación fue terriblemente dura. Priscilla no quería irse, pero la estación del calor estaba por empezar y la obra la necesitaba urgentemente en Inglaterra. Se despidieron en su casa de bambú, sabiendo que era la última vez que se verían en la tierra. Salieron juntos de la casa y bajaron la senda hasta el auto que les esperaba. No se dijeron una palabra más. Ella parecía ignorar completamente el grupo de misioneros parados alrededor del auto para despedirse. Entró con el rostro rígido y la vista fija directamente ante ella, y se fue.
Declinación y partida
Los últimos dos años de Studd fueron muy difíciles a causa de su estado de salud, su extrema debilidad, las náuseas, los ataques del corazón, pero sobre todo, por los terribles ataques de ahogo y violentos escalofríos, cuando se ponía de un color oscuro y su corazón casi dejaba de latir. La causa de esto no fue descubierta hasta que estuvo en el lecho de muerte, cuando un médico le diagnosticó cálculos a la vesícula. Con todo, el gozo sobrepujó en mucho los sufrimientos, pues Dios le permitió ver cumplidos los dos grandes deseos de su corazón: unidad entre los misioneros y evidencias manifiestas del Espíritu Santo obrando entre los indígenas.
Una compañía de unos cuarenta misioneros le rodeaban y le eran como hijos e hijas. Ellos le atendían con tanta devoción como si fuera su propia sangre y carne. Es imposible describir el lazo de afecto entre Bwana y los misioneros, la bienvenida que le daban cuando visitaba una estación, la afluencia constante de cartas, la lealtad en tiempos de crisis, el espíritu fraternal cuando se reunían todos en los días de Conferencia en Ibambi.
Uno de los misioneros presentes en estas conferencias para obreros, Norman P. Grubb, yerno de Studd, escribe: «La más grande de todas las lecciones que aprendimos allí fue que si obreros cristianos quieren continuo poder y bendición, tienen que tomar tiempo para reunirse juntos diariamente, no para una reunión corta y formal, sino lo bastante para que Dios pueda hablar a través de su Palabra, para afrontar juntos los desafíos de la obra, para tratar cualquier cosa que estorbe la unidad, y luego ir a Dios en oración y fe. Tan solo este es el secreto de lucha victoriosa y espiritual. Ninguna cantidad de trabajo tenaz o predicación ferviente puede tomar su lugar».
De todos los indígenas cristianos, no había ninguno a quien Studd amara más que al caníbal convertido, Adzangwe, y su amor era retribuido plenamente. Una de las últimas visitas de Studd fue a la iglesia de Adzangwe. Éste se estaba muriendo, pero cuando supo que su amado Bwana había venido, nada pudo retenerle. Pidió ayuda y fue trasladado a la casa de los misioneros, donde Bwana estaba sentado. Bwana salió para recibirlo, y lo invitó a sentarse frente con él. Pero antes de sentarse él mismo, tomó los almohadones de su silla y los arregló alrededor del cuerpo del caníbal convertido. Era un cuadro en miniatura de Aquél que, aunque fue rico, por nosotros se hizo pobre, y que no vino para ser servido, sino para servir. Esta fue la última vez que se vieron.
En 1930 Charles T. Studd fue hecho «Caballero de la Real Orden del León» por el rey de los belgas, por sus servicios en el Congo.
El jueves 16 de julio de 1931, C. T. Studd fue llamado por el Señor. Su última palabra, tanto escrita como dicha en su lecho de muerte, fue: «¡Aleluya!». En su sepultación estuvieron presentes indígenas y blancos. Aquéllos lo llevaron a la sepultura, y éstos lo bajaron a la fosa.
Ese día viernes los indígenas no quisieron marcharse. Hubo una espléndida reunión, con oraciones que nunca antes se habían oído. Todos parecían tener el mismo pensamiento en sus mentes, el de consagrarse de nuevo a Dios, y de decir que, aunque Bwana había sido llevado de ellos, seguirían más ardientes que nunca para Jesús.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 45 • Mayo - Junio 2007
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Algunos comparan a Bakht Singh con Sadhu Sundar Singh, otros con Watchman Nee, pero lo cierto es que fue el padre espiritual de cientos de miles de creyentes en la India y en todo el mundo.
El apóstol de la India
Bakht Singh nació el 6 de junio de 1903, de padres acomodados, Jawahar Mal Chabra y Lakshmi Bai, en el sector norteño de Punjab, que hoy es parte de Pakistán. Era el mayor entre seis hermanos. Sus padres eran seguidores de la religión Sikh, dominante en la región.
Aunque de niño fue educado en una escuela de la Misión Presbiteriana, Bakht creció odiando a los cristianos, debido a la idea, muy predominante en ese tiempo, de que la religión cristiana era una herramienta al servicio de la colonización occidental, y que perturbaba las tradiciones y culturas locales. Junto a otros adolescentes hindúes, él solía burlarse de los pastores y maestros de la Biblia.
Por cinco años él estudió en un internado. Los hindúes y los musulmanes vivían en un lado, y los cristianos en el otro. Durante todos esos años él nunca visitó el lado cristiano. Cierta vez, después de aprobar un examen, le fue regalada una Biblia. Bakht la tomó y la rasgó. Conservó sólo la tapa porque tenía una hermosa encuadernación de cuero. Él solía pasar muchas horas en los templos Sikh observando todos los ritos religiosos.
De joven, Bakht tenía muchas ambiciones, como estudiar en Inglaterra, viajar alrededor del mundo, disfrutar de la amistad de todo tipo de personas, y permanecer fiel a su religión. También aspiraba poder vestir ropas elegantes y comer comida de clase alta. La ambición de estudiar en Inglaterra era para demostrar a los británicos que él no era inferior a ellos.
Sin embargo, su padre se oponía a su ida a Inglaterra. Él le ofreció mucho dinero intentando convencerlo de que se quedara con él para que le ayudara en su negocio. Había establecido una nueva fábrica de algodón y quería contar con su hijo mayor. Pero Bakht quería ir a Inglaterra. Al concluir su examen final en el colegio, Bakht se sintió muy triste porque no podría cumplir su deseo.
Siendo el hijo más amado por su madre, ella le dijo: «Te ayudaré a ir a Inglaterra, pero prométeme que no cambiarás de religión». Él le respondió: «¿Realmente crees que cambiaría mi religión?», asegurándole firmemente su lealtad y fidelidad. Ella, entonces, persuadió a su marido para que dejara ir a su hijo. «Mi padre, como un hombre de negocios, pensaba en términos de dinero, mi madre, siendo una persona religiosa, pensaba en términos de religión» – diría después Bakht Singh.
Así fue cómo en 1926, después de graduarse en la universidad estatal en Lahore, se fue como estudiante extranjero a Inglaterra y se matriculó en el King’s College (Universidad del Rey), en Londres, para estudiar ingeniería mecánica.
Los primeros meses en Inglaterra, Bakht permaneció fiel a su religión. Mantuvo su pelo largo y su barba, como correspondía a un ‘sikh’. Pero pronto perdió la fe, se rasuró, y se volvió ateo y liberal. En los próximos dos años adquirió todas las peores costumbres del mundo occidental: beber, fumar, vestir a la moda, visitar teatros, cine y salas de baile. También viajó por Europa, visitó museos, galerías de arte, se hizo amigo de la buena mesa, y trabó amistad con personas de todas las clases sociales. Todo lo que alguna vez había deseado, lo tuvo.
Pero de pronto comenzó a preguntarse: «¿Soy más feliz que antes?». El estado de su corazón le decía que estaba mucho peor, porque se había vuelto egoísta, orgulloso y codicioso. Había aprendido a mentir cortésmente a sus padres. Desencantado, comprobó que el mundo entero, sea en oriente o en occidente, es «vanidad de vanidades».
Entonces vino el gran día de la fe, el 11 de agosto de 1928, cuando tuvo su primer encuentro con el Señor Jesucristo. Viajaba de vacaciones con un grupo de estudiantes a Canadá en un transatlántico, cuando tuvo ocasión de tomar parte en un servicio cristiano a bordo. Indiferente al principio, su orgullo nacional y religioso le hizo casi abandonar el servicio mientras los demás oraban; pero luego, por cortesía, desistió, y se arrodilló como los demás. En ese momento sintió que un poder divino lo envolvía, trayéndole un gran gozo. Todo lo que pudo hacer fue pronunciar reiteradamente estas palabras: «Señor Jesús, yo sé y yo creo que tú eres el Cristo Viviente». Ese día desaparecieron sus prejuicios raciales y de clase.
«Hasta allí, yo había sido un ateo, y en mi necedad había dicho a menudo que no había Dios. Desde ese día, las palabras ‘Cristo Viviente’ de algún modo llegaron a ser muy reales para mí. Esta experiencia me dejó con un deseo fuerte de saber más del Señor Jesús viviente. Hasta entonces no tenía absolutamente idea alguna de la vida o de la enseñanza del Señor Jesucristo», confesaría él años después.
Luego de una estadía de tres meses en Canadá, regresó a Inglaterra. Una vez allí, intentó asistir a los servicios en la iglesia, pero fue desalentado por el ambiente glacial e indiferente que imperaba en las reuniones. Prefería ir a los templos cuando estaban vacíos, porque allí sentía paz. Durante un año no contó a nadie su experiencia cristiana. El deseo de fumar y beber que había tenido, se había ido sin que nadie se lo prohibiera.
En 1929 regresó a Canadá, para terminar su curso de Ingeniería en Agricultura, en la Universidad de Manitoba, Winnipeg. John y Edith Hayward, cristianos devotos, lo favorecieron y lo invitaron a vivir con ellos. Ellos solían terminar cada cena leyendo la Biblia. Cuando un amigo le regaló un Nuevo Testamento, él se encerró en su cuarto y se quedó leyendo hasta las 3 de la mañana. El día siguiente amaneció totalmente nevado, así que permaneció todo el día en cama, sólo para leer.
El segundo día, mientras leía el Evangelio de San Juan, capítulo tres, llegó al versículo 3, y se detuvo en la primera parte del verso. Las palabras «De cierto, de cierto te digo» le hicieron sentir culpable. «Justo cuando leí estas palabras – cuenta él – mi corazón comenzó a latir más fuerte. Yo sentí que alguien estaba de pie a mi lado diciendo una vez y otra vez, «De cierto, de cierto te digo». Yo solía decir, «la Biblia pertenece al occidente», pero la voz decía, «De cierto, de cierto te digo». Yo nunca me había sentido tan avergonzado como me sentí entonces, porque todas las palabras blasfemas yo había proferido contra Cristo venían ante mí. Todos mis pecados de los días del liceo y de la universidad vinieron ante mí. Por primera vez aprendí que yo era el más grande pecador, y descubrí que mi corazón era malo y sucio.
Mis pequeños celos contra mis amigos, mis enemigos, mi maldad, estaban todos claros frente a mí. Mis padres pensaban que yo era un buen joven, mis amigos me consideraban un buen amigo, y el mundo me consideraba un miembro decente de la sociedad, pero sólo yo conocía mi real estado. Lágrimas rodaron por mis mejillas y yo estaba diciendo, « Oh! Señor perdóname. Verdaderamente yo soy un gran pecador». Por un tiempo sentí que no había esperanza para mí, un gran pecador. Mientras yo lloraba nuevamente, la Voz dijo, «Este es mi cuerpo molido por ti, esta es mi sangre derramada para la remisión de tus pecados». Entonces supe que sólo la sangre de Jesús podía lavarme de mis pecados. No sabía cómo pero sólo sabía que la sangre de Jesús podía salvarme. No podía explicar el hecho, pero gozo y paz vinieron a mi alma; yo tuve la seguridad de que todos mis pecados fueron borrados».
Poco después, Bakht consiguió su propia Biblia y comenzó a leerla, desde Génesis a Apocalipsis, con gran fruición. Solía leer hasta 14 horas seguidas. En poco más de dos meses terminó la Biblia completa, y varias veces el Nuevo Testamento. Luego comenzó a leerla de nuevo, por segunda y tercera vez. En los próximos dos años dejó de leer toda clase de revistas, periódicos y novelas, para dedicarse sólo a la lectura de la Biblia. Su conocimiento y su fe fueron creciendo rápidamente.
Un día, al llegar a Hebreos 13:8, leyó: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos». Por muchos años, él había padecido catarro nasal, sin que los muchos médicos consultados pudieran ayudarle de verdad. A ello se habían agregado problemas con la vista. Entonces oró: «¿Sanarás mi nariz y me darás buena vista?». Por la mañana, cuando se despertó, descubrió con mucha alegría que había sido sanado. Desde entonces, no sólo él fue sanado, sino muchos más fueron sanados por la oración.
El 4 de febrero de 1932, Bakht Singh se bautizó en Vancouver, Canadá. Después del bautismo, iba de un lugar a otro dando su testimonio. Dos meses después, él fue confrontado por el Señor acerca de su futuro, y decidió dejar de lado sus ambiciones terrenales, para consagrarse por entero al Señor.
Sin embargo, él sintió que el Señor le estrechaba el camino. «Tendrás que vivir por fe. Tú no debes pedir nada a nadie, ni siquiera a tus amigos o relaciones. No debes pedir ni siquiera una taza de café. Tú no estás para hacer ningún plan». A esto, el incipiente siervo de Dios replicó: «Señor, por un lado tú quieres que yo renuncie a todos mis derechos de propiedad y de tener un hogar, y me dices que viva simplemente por fe. ¿Quién va a proveer para mis necesidades?». Entonces, sintió que el Señor le decía: «Ese no es tu problema».
Posteriormente, él sintetizó así las condiciones de su llamamiento: 1. No te insertes en ninguna organización – sirve a todos por igual. 2. No hagas tu propio plan. Permíteme guiarte y llevarte en cada paso del camino. 3. No hagas saber tus necesidades a ningún ser humano. Sólo pídeme y yo te proveeré para tus necesidades.
Durante un año, Bakht Singh permaneció en América como predicador, porque ya había dejado de lado su carrera de Ingeniero. El 19 de octubre de 1932 escribió a sus padres relatándoles su conversión. Cinco meses después –el 6 de abril de 1933– él regresó a Bombay, tras siete años de ausencia. Tenía 30 años de edad.
El regreso
En Bombay se reunió con sus padres. «Nosotros somos los únicos que sabemos que eres un cristiano», le dijeron. «Por favor guárdalo en secreto y puedes leer tu Biblia e ir a la iglesia cuando quieras». «¿Puedo vivir sin respirar?», contestó Singh. «Yo le he dado mi vida entera a Cristo que murió por mí. No puedo seguirlo en secreto». «Si no puedes guardar el secreto, entonces no puedes venir a casa», contestaron sus padres, y lo dejaron allí.
Sin embargo, sus padres quedaron tristes. Su padre acudió a connotados maestros hindúes a preguntarles cómo podía conseguir paz. Ellos le dijeron que era una cosa difícil de lograr. Entonces un domingo pasó frente a un templo. El servicio estaba a punto de comenzar. Entró sin ninguna intención particular, y ocupó un asiento en la parte de atrás. Justo cuando comenzó el servicio, él vio una gran luz que le hizo exclamar: «Oh Señor, tú eres mi Salvador también». Entonces se entregó al Señor y una gran paz inundó su alma. Desde entonces su padre le apoyó decididamente en su ministerio entre los hindúes. El resto de la familia llegó también paulatinamente a la fe.
Singh empezó como un ardiente predicador itinerante a lo largo de la India, y alcanzó a muchos con el evangelio. Después de servir por algunos años, Dios trajo un avivamiento poderoso a través de él a Martinpur (ahora parte de Pakistán) y otros lugares en Punjab. «El papel de Singh en el avivamiento de 1937 que envolvió a la iglesia en Martinpur inauguró uno de los movimientos más notables en la historia de la iglesia en el subcontinente indio», declaró el Jonathan Bonk en el Diccionario Biográfico de Misiones Cristianas, publicado por Simon & Schuster Macmillan, en 1998. «Los años tempranos de su ministerio fueron marcados por poderosos milagros y maravillas, incluyendo curaciones físicas y grandes avivamientos».
En 1937, Singh fue uno de los oradores en la Convención de Sialkot, que era organizado por la Iglesia presbiteriana y otras denominaciones. Habló de Lucas 24:5 «¿Porque buscáis entre los muertos al que vive?». Su predicación electrizó a los participantes y organizadores por igual. En las palabras de J. Edwin Orr, Historiador británico de la Iglesia, «Bakht Singh es un evangelista indio equivalente a los mayores evangelistas occidentales, tan hábil como Finney y tan directo como Moody. Él fue un maestro de Biblia de primera clase del orden de Campbell Morgan o Graham Scroggie».
Pronto Bakht Singh se volvió un nombre familiar entre los cristianos protestantes a lo largo de la India. Las noticias de su vida extraordinaria y ministerio se encendieron por el mundo a través de las revistas misioneras y boletines. Él fue uno de los más buscados entre los evangelistas jóvenes en India en ese momento. Sólo en un mes recibió más de 400 invitaciones de toda India. En 1938, él fue a Madras y después a Kerala y otras partes de India Sur. Miles de personas se volvieron a Cristo. Según Dave Hunt, autor y escritor, «La llegada de Bakht Singh volvió las iglesias de Madras al revés... Las muchedumbres se reunieron al aire libre, tantos como 12.000 en una ocasión para oír a este hombre de Dios. Muchos tremendamente enfermos se sanaron cuando Bakht Singh oró por ellos, incluso sordos y mudos empezaron a oír y hablar».
Inicio de la obra
Siempre que la iglesia –el Cuerpo de Cristo– pasa a través de un declive espiritual, el Señor, que es la Cabeza de la iglesia, levanta a sus vasos escogidos para traer vitalidad al Cuerpo. Sin embargo, el ministerio de Singh no fluyó por los cauces habituales. Singh comprendió que el nuevo vino requería nuevos odres.
Tras una noche de oración, junto a algunos de sus co-obreros, en la cima de un monte en 1941, tuvo la visión de empezar a contextualizar el patrón de las asambleas locales en los principios del Nuevo Testamento.
El Señor lo llevó a él y sus co-obreros para establecer una iglesia local para cumplir los cuatro propósitos de la Iglesia sobre la base de Hechos 2:42. Estos principios pueden ser aplicados en cualquier país, en cualquier cultura sin comprometer la Palabra de Dios revelada. Los cuatro propósitos de la Iglesia son:
1) Mostrar la llenura de Cristo (Efesios 1:22–23).
2) Perseverar en la unidad de Cristo - la unidad de todos los creyentes (Efesios 2:14-19).
3) Perseverar en Su sabiduría (Efesios 3:9-11)
4) Mostrar Su gloria (Efesios 3:21 y Hechos 2:42). «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones».
La primera iglesia se estableció en Madras, Tamil Nadu, el 12 de julio de 1941, y fue llamada «Jehovah Shammah». En la década de los ‘50 surgieron otras en Madras e Hyderabad en el Sur, y en Ahmadabad y Kalimpong en el Norte. Singh sostuvo su primera ‘Santa Convocación’, basada en Levítico 23, en Madras en 1941. Pero la asamblea en Hyderabad siempre fue la más grande, atrayendo a unos 25.000 participantes. Comían y dormían en tiendas, y se reunían bajo un gran toldo de paja para largas horas de oración, alabanza y reuniones de instrucción que empezaban al alba y acababan tarde por la noche. No se reclutaban trabajadores para las reuniones. El cuidado y alimentación de los invitados era manejado por voluntarios. Los gastos para las reuniones eran solventados por ofrendas voluntarias. No se pedía dinero desde fuera.
Desde Madras a Hyderabad
Bakht Singh creía firmemente en la eficacia de los obreros nativos para hacer la obra de Dios en la India. Por años, el país había dependido de las misiones extranjeras, por eso, parte de la visión de Singh incluía la preparación de obreros. A mediados de los ‘50 el Señor proporcionó los medios para albergar el ministerio de la iglesia extra local. Él llamó el nuevo lugar ‘Hebrón’, en Hyderabad. Allí eran enseñados los nuevos obreros en las Escrituras diariamente, participaban en los quehaceres domésticos y predicaban y daban testimonio en la calle. Ellos se quedaban hasta que habían aprendido lo que necesitaban saber, y entonces salían para hacer la obra de Dios, volviendo cuando quisieran.
El trabajo del Señor creció y se multiplicó. De los 1950’s a los 1970’s las iglesias locales establecidas por Bakht Singh y sus co-obreros eran las iglesias locales con más rápido crecimiento en India. Estas dos iglesias crecieron cualitativa y cuantitativamente intentando mostrar cómo se cumplían los cuatro propósitos de la iglesia.
Cierta vez que Singh estaba ministrando en Filadelfia, USA, le preguntaron sobre el papel de los misioneros americanos en la evangelización de su país, él dijo escuetamente: «Ellos ya no son necesarios en la India». Bob Finley, Presidente de Christian Aid Mission, dice haber sido testigo de cómo en Hebrón se preparaban más de cien misioneros para el servicio, mientras que otros cien comenzaban a hacer sus primeras armas en el campo.
Con su habitual franqueza, Bakht Singh solía decir a los occidentales: «Ustedes sienten compasión por nosotros en India debido a nuestra pobreza material. Los que conocemos al Señor en India sentimos aflicción por ustedes en América a causa de su pobreza espiritual, y oramos para que Dios les dé el oro refinado en fuego que Él prometió a aquéllos que conocen el poder de Su resurrección...
«En nuestras iglesias nosotros nos pasamos cuatro o cinco o seis horas en oración y alabanza, y frecuentemente nuestra gente sirve al Señor en oración toda la noche; pero en América después que ustedes han estado una hora en la iglesia, empiezan a mirar sus relojes. Oramos para que Dios pueda abrir sus ojos al verdadero significado de la adoración. Para atraer a las personas a las reuniones, ustedes tienen una gran dependencia de los carteles, de la publicidad, la promoción y los recursos humanos; en India no tenemos nada más que al Señor mismo y probamos que Él es suficiente. Antes de una reunión cristiana en India nosotros nunca anunciamos quién predicará.
«Cuando la gente viene, vienen a buscar al Señor y no a un ser humano o a oír a alguien especial favorito que les habla. Nosotros hemos tenido unas 12.000 personas reunidas sólo para adorar al Señor y tener comunión juntos. Estamos orando para que las personas en América también puedan venir a la iglesia con hambre de Dios y no meramente hambre para ver alguna forma de entretenimiento o oír coros o la voz de algún hombre».
El ministerio en ultramar
En el año 1946, Bakht Singh dejó la India para desarrollar su ministerio en Europa, el Reino Unido, EE.UU. y Canadá. El Señor lo usó poderosamente en cada lugar, particularmente en la Conferencia Misionera de Estudiantes del Inter Varsity (ahora conocido como Convención Urbana) en Toronto, Canadá, donde él era uno de los principales oradores. Entre los que asistieron a la conferencia estaba Jim Elliott, quien fue martirizado en Ecuador en el año 1956 junto con otros cuatro misioneros americanos. En los años 50, Bakht Singh ministró en Australia, varias partes de Asia, África y los Estados Unidos de América. Dondequiera que él fue, el Señor lo usó para extender Su fragancia. Él era de hecho una brisa de aire fresco en medio de las iglesias tibias, y de los cristianos que tenían una forma de piedad pero que negaban la eficacia de ella.
En Australia, a través de su ministerio, el Señor inquietó a algunos creyentes para reunirse basándose en Hechos 2:42. Hay varias asambleas, particularmente en el área de Sydney que todavía se reúnen allí ahora como resultado del ministerio de Bakht Singh en los 1950’s y 60’s.
En 1969-70, Bob Finley invitó a Bakht Singh para hablar en el Instituto de las Misiones Indígenas en Washington, DC. El propósito principal del Instituto era darle a los estudiantes internacionales y escolares cristianos que retornaban, la visión de la iglesia del Nuevo Testamento basada en los principios del Nuevo Testamento ya practicados por Bakht Singh. Durante esos años él viajó también extensamente por varias partes de los Estados Unidos y Canadá ministrando en iglesias de diferentes denominaciones.
En 1974, después de su visita al Congreso de Evangelización Mundial en Lausanne, Suiza, Bakht Singh visitó varias partes de Europa, el Reino Unido, y los Estados Unidos. Durante esa visita él alentó la realización de Asambleas Santas en Nueva York, y en Sarcelles, Francia. El Señor usó estas Asambleas Santas para edificar a los creyentes de varias partes de Europa, el Este Medio y otros lugares.
Días finales
Singh contrajo el mal de Parkinson y estuvo totalmente postrado durante sus últimos diez años. Una pareja india se dedicó a cuidar de él todo el tiempo. Según el testimonio de sus biógrafos, cuando se acercaba el tiempo de su partida, ocurrieron una serie de hechos naturales significativos, «que hicieron recordar que él era un hombre enviado de Dios para la edificación de Su cuerpo y para Su gloria eterna». Por ejemplo, sólo unas horas antes de que él durmiera en Cristo, el domingo 17 de septiembre a las 6:05 de la mañana, hubo un terremoto en y alrededor de Hyderabad, junto con continuos e inusuales truenos y relámpagos. El día 22, justo antes de su sepultación, el sol brillaba esplendorosamente, y un arco iris rodeó el sol durante un breve tiempo. Cuando el arco iris desapareció, un anillo brillante que se parecía a una «corona» aparecía alrededor del sol. Entonces, de repente, bandadas de palomas volaron encima de Hebrón en el momento en que la procesión fúnebre accedió al cementerio.
Las personas vinieron de toda la India y de otros países a pagar su último homenaje y tributo a su padre espiritual. Una multitud de cristianos de todas las denominaciones, idiomas, tribus y colores se reunieron, alabando a Dios por cada recuerdo dejado por este hombre de Dios. Las noticias de su partida se extendieron como el fuego y más de 600.000 vinieron a homenajearlo entre el 17 y el 22 de septiembre. Según David Burder, miembro de Christian Aid en Delhi, unas 250.000 personas asistieron a sus funerales, las cuales, sosteniendo sus Biblias en alto, siguieron el carro que llevaba los restos mortales al cementerio general. Un policía comentó: «Esta es la primera vez que he visto tan grande y pacífica procesión hasta ahora en todos mis años de servicio».
El secreto de su vida espiritual
El Señor usó a Bakht Singh como Su vaso escogido para enriquecer y reforzar la vida espiritual de muchos cristianos alrededor del mundo. Él ministró a Cristo y la visión de la Iglesia. Pocos quedaron al margen del impacto de su vida y ministerio: individuos, denominaciones, sociedades misioneras, clérigos, laicos y no cristianos. De Cachemira a Kerala, muchos fueron desafiados y transformados por sus mensajes basados en la Biblia y ungidos por el Espíritu; y dondequiera que él fue, centenares iban a oírle hablar y compartir la Palabra de salvación.
La vida y ministerio de Bakht Singh ha sido comparado a menudo con Hudson Taylor y otros grandes cristianos; compartió jornadas espirituales con Billy Graham, Francis Schaeffer y Martin Lloyd-Jones, por nombrar algunos.
Muchos le preguntaron sobre el secreto de su vida espiritual. He aquí algunas de las claves:
1) Su total dependencia del Dios viviente.
2) Él aceptaba la Biblia como la Palabra de Dios y animaba que cada creyente tuviera su propia Biblia y viviese en obediencia total a la Palabra revelada de Dios. Su visión de la Palabra de Dios y su memoria fotográfica de las Escrituras eran legendarias. Bob Finley decía: «Yo nunca he visto a un hombre con un conocimiento y entendimiento mayor de la Biblia que Bakht Singh. Todos nuestros predicadores occidentales y maestros parecen ser niños ante este gran hombre de Dios».
Durante la visita de Bakht Singh a Inglaterra en 1965, Martin Lloyd-Jones, el afamado expositor y maestro de la Biblia y Keith Samuel, uno de los oradores de Convención de Keswick se reunieron con Bakht Singh. Ellos pasaron varias horas haciéndole preguntas de la Palabra de Dios. Las respuestas de Bakht Singh desafiaron y sorprendieron a estos hombres. Entonces Martin Lloyd-Jones le preguntó cómo él había entrado en tal visión y conocimiento de la Palabra de Dios. Bakht Singh respondió que simplemente leyendo y meditando en la Palabra de Dios sobre sus rodillas. La mayor parte de su vida, hasta que se puso enfermo, él leyó la Biblia de rodillas y meditó en ella durante horas. El Espíritu Santo de Dios le reveló cosas maravillosas de Su Palabra.
3) Buscó e hizo la voluntad de Dios costase lo que costase.
4) Tenía una pasión por Dios y compasión por las almas.
5) Descubrió y practicó la adoración bíblica y animó a todos los santos varones y mujeres a adorar al Señor en espíritu y en verdad.
6) Alentó la comunión entre los santos introduciendo la ‘fiesta de amor’.
7) Una de sus más grandes contribuciones fueron las Santas Convocaciones anuales. La primera asamblea se realizó en Jehovah Shammah, Madras, en diciembre de 1941, que duró 19 días. Norman Grubb, que era el Director Internacional de la Cruzada de Evangelización Mundial, decía esto sobre su visita a la Santa Convocación en Hyderabad: «A nosotros los occidentales, la parte más llamativa de toda la obra con Bakht Singh son las Asambleas Santas sostenidas anualmente en Hyderabad... El hermano Bakht Singh convoca estas asambleas anualmente donde se amasan juntas varios miles de personas en cuartos cerrados y todos alimentados por el Señor durante una semana sin solicitar nada a los hombres ... He aquí un indio probando a Dios».
8) La indigenización de los principios del Nuevo Testamento en las iglesias locales. Después de visitar Hyderabad en los 1950’s, Norman Grubb anotó en su libro Una vez Cogido, no hay Escape: «En estas iglesias con fundamentos neotestamentarios he visto la mejor réplica de la iglesia primitiva y un modelo para el nacimiento y crecimiento de iglesias jóvenes en todos los países de la misión».
9) La vida de fe. Bakht Singh era un hombre de fe. Él confió en el Señor para todas sus necesidades a lo largo de su vida. El Señor honró su fe y no sólo proveyó para sus necesidades y para el ministerio, sino también lo usó poderosamente para desafiar al pueblo de Dios sobre la importancia de confiar en Dios para sus necesidades.
10) Las procesiones evangelísticas testificando de Cristo. Durante sus campañas de evangelismo, dondequiera que él fue, hizo procesiones evangelísticas por las ciudades llamando a las gentes para Cristo. La más grande de todas fue la que siguió su urna al cementerio donde cientos de miles marcharon cantando y alabando Dios. Aunque él murió, su trabajo y ministerio lo siguen.
11) La vida de oración. Bakht Singh era un hombre de oración. Él ocupó horas sobre sus rodillas en comunión con el Señor buscando la mente de Señor con respecto a Su voluntad acerca del trabajo y ministerio. Por consiguiente, el Señor también lo honró y lo bendijo más allá de cualquier comprensión humana. Ésta es una de las razones de por qué el Señor lo usó tan poderosamente para la edificación de Su Cuerpo y para la extensión de Su reino glorioso en India y en el extranjero.
Aunque él ya está muerto, todavía habla. La obra que el Señor empezó a través de Su siervo y sus primeros colaboradores, como el hermano Fred Flack, Raymond Golsworthy, John Carter, el hermano Dorairaj, el hermano Rajamani y algunos otros, no sólo puede continuar, sino que se multiplicará hasta el día de nuestro Señor Jesucristo.
Que esta visión y enseñanza acerca de iglesias locales basadas en el modelo del Nuevo Testamento puedan levantarse por todo el mundo para la edificación de Su Cuerpo y para Su gloria.
.Una revista para todo cristiano • Nº 43 • Enero - Febrero 2007
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Precoz, prolífico, polémico, elocuente. Charles Haddon Spurgeon, un hombre que hizo brillar hermosamente el evangelio en la penumbra de la Inglaterra decimonónica.
El príncipe de los predicadores (1ª Parte)
Alguien ha dicho que la vida de Charles Haddon Spurgeon puede dividirse, igual que sus sermones, con una introducción y tres secciones. La introducción sería el Spurgeon de la infancia y la adolescencia. El primer período (o división), Spurgeon en el New Park Street, época del despertar y la oposición. El segundo período, Spurgeon después que se hubo instalado en el Tabernáculo Metropolitano y que la tormenta se convirtió en casi admiración. El último punto sería el período de los últimos cinco años, en que la paz terminó súbitamente, y volvió la oposición.
Seguiremos, pues, este mismo bosquejo para desarrollar esta semblanza de la vida del hombre que ha sido llamado «El Príncipe de los Predicadores».
Infancia y adolescencia
Charles H. Spurgeon nació el 19 de junio de 1834, en Kelvedon, una población campesina en el Condado de Essex, Inglaterra. Fue el primogénito de 16 hijos.
Pertenecía a una familia cristiana de origen hugonote de reconocida probidad. Doscientos años atrás, su bisabuelo había sido encarcelado por razones de conciencia. A causa de la hostilidad, la familia Spurgeon debió huir a Inglaterra, donde su abuelo, James, llegó a ser pastor de la Iglesia de Stanbourne por más de medio siglo.
Cuando el pequeño Charles tenía sólo 18 meses de edad, su padre se fue a vivir a Colchester donde se encargaba de la contabilidad de un comercio de carbón. Entretanto, ejercía el pastorado de una iglesia independiente en Tollesbury. Más tarde, el niño habría de ser enviado a vivir con su abuelo en la localidad de Stanbourne.
Desde muy temprana edad, leyó los libros de su padre y de su abuelo. Pero más que eso, se impregnó de la atmósfera de verdadera piedad de ambos hogares: el respeto por la Palabra, que era tan característica de los puritanos, la rectitud de conciencia que siempre caracterizó a los no conformistas ingleses, el decidido rechazo de las prácticas de la iglesia imperante, y la absoluta dedicación a la obra del evangelio.
Mientras estaba con su abuelo ocurrió un hecho muy significativo. Llegó al hogar Richard Knill, un predicador amigo de la familia. Después de varios días de compartir con ellos, quedó muy impresionado por el pequeño Charles. Antes de irse, reunió a todos, y sentando al niño en sus rodillas, dijo: «No sé cómo, pero siento un solemne presentimiento de que este niño predicará el Evangelio a millares, y de que Dios le bendecirá en muchas almas. Tan seguro estoy de esto, que cuando mi pequeño hombre predique en la capilla de Rowland Hill, quisiera que cantara el himno que comienza: «Dios se mueve de manera misteriosa, para sus maravillas efectuar».
Spurgeon diría más tarde: «¿Contribuyeron las palabras de Mr. Knill a efectuar su propio cumplimiento? Yo lo pienso así. Yo las creí y miraba al futuro, a la época en que predicaría la Palabra». De hecho, la profecía tuvo cumplimiento, y la predicación en Rowland Hill también, con himno incluido.
Cuando tenía 11 años de edad asistió a una escuela en Colchester y más tarde pasó dos años en una escuela de Maidstone. Durante su estancia allí, ganó premios y medallas en torneos literarios y concursos. Poseía una viva inteligencia, y era persistente en el estudio, y de muy buena memoria. Sus condiscípulos admiraban su habilidad de observación.
J. D. Everett, quien fuera condiscípulo suyo, lo recuerda así: «Era más bien pequeño y delicado, con rostro pálido, pero lleno, ojos y pelo oscuros, de maneras vívidas y brillantes, con un incesante manantial de conversación. Era más bien de músculos débiles, no se ocupaba de los juegos atléticos. Era experto y hábil en todo género de libros de conocimientos; y hábil en los negocios. Tenía una asombrosa memoria para pasajes de la oratoria, y acostumbraba a recitarme trozos de conferencias, de vívida descripción. Le oí también recitar grandes trozos del libro «Gracia Abundante» de Juan Bunyan».
Conversión y primeros pasos
Spurgeon tenía la costumbre de ir a la iglesia de su padre; pero el domingo 15 de enero de 1850 no pudo hacerlo a causa de la gran nevada que caía. En vista de ello, buscó un lugar donde oír la Palabra. «Encontré una pequeña capilla de los Metodistas Primitivos. A muchas personas había oído hablar de esta gente, y sabía que cantaban tan alto que su canto daba dolor de cabeza; pero no me importaba. Quería saber cómo podía salvarme, y no me importaba que me diera dolor de cabeza. Así que me senté y el servicio continuó, pero no vino el predicador. Al fin, un hombre de apariencia muy delgada, Roberto Eaglen, subió al púlpito, abrió la Biblia, y leyó las palabras: «Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra» (Isaías 45:22). Entonces, fijando sus ojos en mí, como si me conociera, dijo: «Joven, tú estás en dificultad». Sí, yo estaba en gran dificultad. Continuó: «Nunca saldrás de ella mientras no mires a Cristo». Y entonces, levantando sus manos, gritó como creo que sólo pueden gritar los Metodistas Primitivos: «Mira, mira, mira». «Sólo hay que mirar» dijo. Y en ese momento vi el camino de la salvación. ¡Oh, cómo saltó de gozo mi corazón en aquel momento! No sé si dijo otra cosa. No presté mucha atención a eso, tan poseído estaba por aquella sola idea. Spurgeon tenía en estos momentos quince años y seis meses.
Poco después se trasladó a vivir a Newmarkel, donde trabajó como ayudante de profesor. Allí, con el consentimiento paterno, se bautizó y unió a los bautistas. Posteriormente trabajó en una escuela de Cambridge. Estando allí, sintió el llamado para el ministerio.
Spurgeon comenzó su servicio al Señor como maestro de Escuela Dominical y predicador laico. Por su carácter afable, y por la amena instrucción que daba a los niños, llegó a ser muy querido.
Su primer sermón fue dado de manera inesperada. Se le encomendó acompañar a un joven predicador a la aldea de Terversham, pero, para su sorpresa, el predicador se negó a predicar y le encomendó la tarea a Spurgeon. El tema de su predicación fue: «Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso» (1ª Pedro 2:7). Los sencillos campesinos quedaron muy impresionados por el ardor del corazón del joven, y desde entonces, su fama comenzó a crecer en los alrededores.
Y cuando no querían oírle, se las arreglaba de alguna manera para que lo hicieran. Una vez, en una noche lluviosa, después de haber caminado bastante para llegar a un poblado, se encontró con que nadie se había reunido. Entonces, envuelto en su impermeable, llevando su linterna en la mano, fue de casa en casa, invitando a la gente. Así pudo reunir una pequeña congregación».
Primer pastorado
A fines de 1850, cuando sólo contaba con unos pocos meses como predicador, fue llamado al pastorado de la Iglesia Bautista de Waterbeach, lugar cercano a Cambridge. Spurgeon tenía entonces 17 años de edad. Desde entonces, y aún cuando estuviera en los días de gloria, nunca desdeñaría las congregaciones pequeñas o rurales, donde siempre predicaba con el mayor placer.
Cuando se inició como pastor en Waterbeach, la aldea tenía poco más de 1.000 habitantes, diseminados en una amplia zona. El elemento masculino de ella tenía mala fama. En su mayor parte eran toscos campesinos, muy dados a la embriaguez y al libertinaje. La pequeña congregación se reunía en un granero, transformado en capilla de blancas paredes y techo de paja. Contaba con unos cincuenta miembros, de los cuales sólo había una docena cuando Spurgeon predicó su primer sermón.
Durante el tiempo que permaneció en Waterbeach padeció estrecheces y penurias, pero la Iglesia creció y el pueblo sufrió una completa metamorfosis. El joven que Dios había usado para esto recibió el aprecio y el respeto de todos.
Al poco tiempo, los padres de Spurgeon quisieron que su hijo ingresara en el famoso Regent’s Park College. Aunque Spurgeon se sentía reacio a hacerlo, convinieron en una entrevista entre él y el Director, a fin de tratar el asunto. La entrevista había de celebrarse en el hogar de un tal Macmillan, un editor cristiano. Ambos concurrieron a la cita, pero por un error de una de las empleadas, fueron introducidos a distintas habitaciones, donde esperaron por mucho tiempo, ignorantes de que se encontraban tan cerca el uno del otro.
La entrevista fracasó y Spurgeon estimó que esto era una indicación de que Dios no quería que él cursara estudios sistemáticos de teología. Esa misma tarde le pareció oír una voz que le decía: «¿Buscas grandes cosas para ti? No las busques». Esto lo recibió como un expreso mandamiento de Dios de no ingresar a universidad alguna. Ni entonces ni después, Spurgeon habría de hacerlo. Sin embargo, llegó a ser uno de los hombres más ilustrados de la época. Se dice que leía por lo menos seis libros cada semana y llegó a contar con una biblioteca personal con más de 10.000 volúmenes.
A fines de octubre o principios de noviembre de 1853, cuando Spurgeon no había cumplido aun los 20 años, se celebró en Cambridge una Convención de Escuelas Dominicales, a la que fue invitado junto con otros dos predicadores. En el auditorio se encontraba un señor de apellido Gould. Por esta época, la antigua y célebre Iglesia de la calle New Park Street de Londres, se encontraba sin pastor, y en estado de gran decadencia. Un día, hablando Gould con un diácono de aquella iglesia, se lamentaba éste de las tristes condiciones en que se encontraba la congregación. Entonces Gould le habló de Spurgeon.
Un domingo por la mañana le entregaron a Spurgeon una carta procedente de Londres. Luego de leerla, se la pasó a un diácono y le dijo: «Seguramente esta carta no es para mí, sino para alguna otra persona de mi nombre». Al día siguiente, escribió a Londres diciendo que suponía que había algún error, pues él tenía sólo 19 años de edad y era el predicador de una pequeña iglesia rural. Con esta carta dio por terminado el asunto. Pero en tiempo oportuno recibió otra misiva de Londres en la que se le ratificaba la invitación a predicar en New Park Street.
Llegada a New Park Street
La visita a Londres estuvo llena de temores, de sentimientos de ridículo (en la casa de huéspedes le hicieron ver lo tosco de su atuendo) y de la pequeñez de su persona, en medio de las grandezas de la capital. Sin embargo, su predicación el domingo por la mañana agradó a los poco más de cien asistentes. Su texto fue Santiago 1:17: «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo Alto». En la noche predicó sobre Apocalipsis 14:5: «Y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin mancha». Después del servicio, la congregación no se disolvió inmediatamente, comentando lo que habían oído, y expresando su deseo de que el joven predicador regresara otra vez.
La congregación de la calle New Park tenía una historia muy venerable, que databa del siglo XVII. En distintas épocas había disfrutado de gran prosperidad y florecimiento, pero en aquel momento se hallaba en gran decadencia; al punto que, como dice un autor, «todo su futuro parecía encerrarse en su pasado». El local de la capilla, capaz de contener 1.200 personas sentadas, apenas recibía la visita de 60 ó 70, en un ambiente glacial.
Los diáconos comprometieron a Spurgeon a predicar durante seis semanas, alternando las predicaciones en Londres y en Waterbeach. No obstante la intermitencia, la iglesia se veía cada día más animada y concurrida. Al expirar el plazo, le pidieron que supliera el púlpito por espacio de seis meses, como paso previo al pastorado. Spurgeon les contestó que bastaba con un plazo de tres meses, en cuya fecha podía ser prorrogado por otros tres, o despedido sin necesidad de explicaciones. Cuando aún no concluían los primeros tres meses, la congregación le invitó a aceptar el pastorado con carácter oficial y permanente. Era el 28 de abril de 1855.
Al poco tiempo, invadió a Londres la epidemia del cólera, causando estragos en la población. El diligente y valeroso comportamiento del joven predicador aumentó aun más su popularidad y le granjeó muchos leales amigos. Las multitudes literalmente invadían la capilla de New Park Street para oírle.
En uno de aquellos domingos, al terminar su sermón, Spurgeon dijo: «Por la fe cayeron los muros de Jericó; y por fe caerá también esta pared del fondo». Al concluir el servicio, uno de los diáconos de la iglesia le dijo que no debía volver a mencionar tal asunto, a lo que éste contestó con su característica prontitud: «¿Qué quiere usted decir? No me oirán hablar más de esto cuando esté hecho, y por tanto, mientras más pronto se haga, mejor». A los pocos días comenzaron los trabajos.
Matrimonio y familia
Entretanto, Spurgeon se casó con Susana Thompson, una joven de la iglesia. Pese que ella tuvo durante gran parte de su vida problemas de salud, fue una ayuda idónea y amiga fiel. Pertenecía a una familia acomodada de comerciantes de la ciudad, y había recibido una sólida educación. Brillaba en su ambiente por sus gustos refinados y por la gran bondad de su carácter, más que por la belleza física. Era una mujer a quien Dios había adornado con las mejores virtudes para la misión que le correspondería cumplir.
Ella tuvo la energía para emprender dos obras que le valieron mucho reconocimiento y estima: el «Fondo de Libros», y el «Fondo de Auxilio para Ministros Pobres».
El primero surgió cuando Spurgeon publicó sus «Discursos a mis estudiantes», en 1869. Ella se sintió tan enamorada del libro, que cuando su marido le preguntó: ‘¿Te gusta?’, ella contestó: ‘Quisiera poderlo poner en manos de cada ministro de Inglaterra’. ‘¿Cuánto darás para ese fin?’, le preguntó él.
Entonces ella recordó que en una pequeña gaveta tenía algún dinero muy bien guardado por años. Al contarlo, vio que sumaba la cantidad precisa para comprar cien ejemplares del libro. Así nació el «Fondo de Libros».
La obra efectuada por esta noble mujer adquirió una gran importancia a medida que pasaba el tiempo. En el año 1884, ella informaba que, en los quince años de existencia del «Fondo de Libros», se habían distribuido 122.129 libros, aparte de un gran número de sermones; y que estos libros habían sido donados a más de 12.000 ministros de todas las denominaciones.
Este trabajo le permitió a la Sra. Spurgeon enterarse de los graves problemas económicos que aquejaban a muchos ministros pobres. Así surgió la idea de crear el Fondo de Auxilio Ministerial.
Respecto a los hijos, los Spurgeon tuvieron solamente dos hijos mellizos, y ambos, andando el tiempo, ingresaron en el ministerio. Uno de ellos se destacó por su elocuencia y capacidad, y sucedió a su tío homónimo, que había quedado al frente del Tabernáculo a la muerte de Spurgeon. Su otro hijo también desempeñó puestos de importancia en su denominación.
Publicaciones
Una de las mayores fases del trabajo de Spurgeon, y que le dio rápida popularidad, fue la publicación de sus sermones. De esta manera estuvo enviando muy lejos su mensaje, por espacio de un tercio de siglo.
Siendo aun muy joven, Spurgeon había leído un sermón que causó tan profunda impresión en él, que de ahí surgió la idea de publicar algunos de sus sermones ‘de valor de un penique’. Al término de su primer año en Londres, ya había publicado doce. Entonces se puso de acuerdo con el editor Passmore, que era miembro de la iglesia, para realizar la publicación semanal de sus sermones. Así, desde el año 1855 y hasta el año 1892, año de su muerte, por un espacio de 35 años, esta publicación continuó ininterrumpidamente.
Los sermones eran registrados taquigráficamente, y a la mañana siguiente él los revisaba; entonces se entregaban al impresor, y un día después se dedicaba a hacer la primera y la segunda corrección de pruebas. Desde el principio, tuvieron una amplia circulación: 25,000 ejemplares semanales. En los 35 años se publicaron aproximadamente unos 32 millones de sermones. Ellos se publicaban en gran número de periódicos y revistas, en diversas partes del mundo. «El auditorio de Spurgeon», dijo alguien, «fue todo el mundo cristiano».
Un día Spurgeon dio una emocionada noticia a su auditorio: «Tengo en mi mano un sermón al cual doy un gran valor. Lleva estampadas las iniciales D. L., es decir, David Livingstone, y es un sermón mío encontrado dentro de una de las cajas del doctor Livingstone. Se titula ‘Accidentes y Castigos’, y en él se encuentran escritas estas palabras: ‘¡Muy bueno! D. L.’ Me ha sido enviado por su viuda, y está sucio y roto, pero lo guardo como una reliquia, porque aquel siervo de Dios lo llevó con él».
En su extenso ministerio, hubo muchos otros testimonios similares. Uno de ellos hizo un gran recorrido antes de llegar a manos de una mujer de mala vida. Así le escribía a Spurgeon un testigo: «Pensad en aquel sermón predicado en Londres, enviado a América, un extracto de él publicado en un periódico de aquel país, ese periódico enviado a Australia, parte de él roto (como si dijéramos accidentalmente), envolviendo un paquete que fue enviado a Inglaterra, y después de tanto viajar, lleva el mensaje de salvación al alma de aquella mujer».
Un inglés que ascendía los Alpes, cerca del lago Ginebra, llegó a una casa, perdida en aquellas soledades, donde encontró, sentadas sobre la hierba, a dos mujeres concentradas en la lectura de un libro: se trataba de un tomo de sermones de Spurgeon, traducido al francés.
En los Estados Unidos, los sermones eran publicados incluso por periódicos seculares. Muchas iglesias que carecían de pastores los pedían para leerlos en sus reuniones. En la Rusia de los Romanoff, en que muchos cristianos eran perseguidos, los sermones de Spurgeon tuvieron una gran recepción y efectuaron su obra de salvación. En 1881, un ministro escribió a Spurgeon desde San Petersburgo: «Por medio de sus sermones Ud. está tomando una gran parte en el adelantamiento del Reino de Cristo, tanto en San Petersburgo como en el interior. Ud. es bien conocido entre los sacerdotes, los que parecen asirse de sus sermones traducidos; y, lo que resulta extraño, yo conozco casos en que el Censor, de buena voluntad ha dado permiso para que sus obras fueran traducidas, y esto cuando se mostraba irreductible con respecto a otras publicaciones».
Otro ministro escribía a Spurgeon en 1882, desde Varsovia: «En las últimas semanas he estado visitando las Iglesias de Silesia y la Polonia Rusa. En casi todas las poblaciones y villas, una de las primeras preguntas que se me hacía era: ‘¿Y cómo está el hermano Spurgeon?’. Los soldados ingleses apostados en la India recibían los sermones semanalmente por correo, y el domingo por la noche los leían, caso extraño porque no leen nada que tenga sabor religioso. Cuando un sermón había pasado por las manos de 50 ó 60 hombres, ya estaba completamente negro, usado y roto.
En Australia, un hombre encontró un sermón impreso tirado en el suelo en una cabaña, y por medio de su lectura llegó al conocimiento de la verdad. Lo guardó cuidadosamente durante el resto de su vida, y en su lecho de muerte se lo dio a un misionero como el único tesoro que podía dejar tras de sí. Otro australiano hizo que algunos de estos sermones fuesen insertos en los periódicos, pagando personalmente un enorme costo por ello.
Desde Tasmania escribía la esposa de un misionero, en 1885: «Si el Sr. Spurgeon supiera lo apreciado que son sus sermones en nuestros bosques sureños, donde no hubo predicadores por espacio de años, y cuántos casos de conversiones ha habido debido a ellos, se sentiría maravillado y se regocijaría con gozo indecible».
Se cuenta el caso de un armador de barcos de pesca, en el Mar del Norte, que, convertido por uno de los sermones de Spurgeon , puso a uno de sus barcos el nombre «Charles H. Spurgeon», el cual había intervenido en el salvamento de un barco que estaba a punto de naufragar.
A. G. Brown relata el siguiente incidente: «Una vez vino a mí un hombre de magnífica presencia. Le pregunté: ‘¿Dónde aceptó usted al Salvador.?’, e inmediatamente me contestó: ‘Latitud 25, longitud 54’. Confieso que tal respuesta me extrañó y me intrigó. ‘¿Qué quiere usted decir?’, le dije. Y contestó: ‘Yo estaba sentado en la cubierta de mi barco, y de un paquete de periódicos que tenía delante de mí, extraje uno de los sermones de Spurgeon. Comencé a leer, y mientras avanzaba en la lectura, vi la verdad y recibí al Señor Jesús en mi corazón. Inmediatamente busqué la latitud y la longitud en que me encontraba, y ésta es la que le he dado a usted’.
La casa editora Passmore & Alabaster tuvo que abandonar todo otro género de publicaciones, para ocuparse exclusivamente de la edición de los libros y folletos de Spurgeon, y no daba abasto.
De la gran cantidad de obras publicadas por Spurgeon, tanto de mensajes, expositivos, de ilustraciones, devocionales, históricos, de pedagogía y moral cristiana, podemos destacar, de los traducidos al español: «El Tesoro de David» (comentario de los Salmos, en 2 tomos), «Pescador de almas», «Devocionales Matutinos», «Discursos a mis estudiantes», «Notas de sermones», «Todo por gracia».
Comienzan las hostilidades
Corría 1856. Mientras se efectuaban las modificaciones de la capilla en New Park Street, la congregación alquiló el Exeter Hall, un enorme edificio con capacidad para 5 a 6 mil personas, que se encontraba en una de las avenidas más importantes de Londres. Pero muy pronto también quedó chico.
La prensa no podía dejar pasar la verdadera revolución que estaba realizando el joven Spurgeon. Algunos –los menos– trataban el asunto con seriedad y respeto, pero los más le trataron despiadadamente, lanzándole al rostro las acusaciones más absurdas, groseras e injuriosas. Su nombre comenzó a ser «pateado por la calle como una pelota de fútbol». Le representaban como un mono, un cerdo, un payaso, o como la personificación del mismo diablo.
En el dormitorio de su hogar, la señora Spurgeon había colgado un texto: «Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y, alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros» (Mateo 5:11-12).
En muchos otros lugares del país, la prensa se unía a esta corriente. Un periódico de Sheffield publicaba: «En los momentos actuales, el gran león, la estrella, el meteoro, o llámeselo como se quiera, de los bautistas, es el reverendo Spurgeon. Ha hecho verdadero furor en el mundo religioso. Cada domingo, las multitudes asaltan Exeter Hall como si fueran a un gran espectáculo dramático. El enorme local se llena hasta rebosar de un público emocionado, cuya buena fortuna en conseguir entrada suele ser envidiada por los centenares que se quedan fuera asediando las puertas cerradas... Spurgeon se predica a sí mismo. No es otra cosa que un actor, y no hace otra cosa sino exhibir aquella incomparable desfachatez que le caracteriza en grado sumo, entregándose a burdas familiaridades con las cosas santas, declamando en estilo delirante y coloquial, contoneándose arriba y abajo en la plataforma como si estuviera en el Teatro de Surrey, y jactándose de su propia intimidad con los cielos con una frecuencia que da náuseas. Se diría que el cerebro de este pobre joven ha sido trastornado por la notoriedad que ha adquirido, y por el incienso que se ofrece en su santuario. Reconozcamos en favor de ellos, que las grandes luminarias de su denominación no apoyan ni alientan a Spurgeon. Es un fenómeno espectacular, pero de corta duración, un cometa que ha aparecido súbitamente en el firmamento religioso. Ascendió como un cohete, y antes de poco descenderá como la caña». Spurgeon tenía sólo 22 años.
Días de controversia
Sin embargo, la controversia mayor se planteó en el plano teológico. Spurgeon chocó con la corriente doctrinal que imperaba en la cristiandad londinense. El punto de vista doctrinal predominante en los años 1850 a 1860 era arminiano, y Spurgeon profesaba valientemente el calvinismo. Él pensaba que el arminianismo era un error que estaba influenciando todo el sector no conformista, así como la propia Iglesia de Inglaterra, y lo decía con el ímpetu de su arrolladora juventud y de su celo por lo que él consideraba la pureza del evangelio.
«The Bucks Chronicle» le acusaba de hacer del hipercalvinismo requisito esencial para entrar en el cielo; «The Freeman» deploraba que denunciase a los arminianos «en casi todos los sermones»; «The Christian News» asimismo condenaba sus «doctrinas de tan fiero exclusivismo» y su oposición al arminianismo; y «The Saturday Review» se dolía que Spurgeon predicase la redención «en salas saturadas de olor a tabaco».
En vez de declararse inocente de estas acusaciones, Spurgeon las aceptó prontamente. Afirmaba que la necesidad primordial de la Iglesia no era simplemente más evangelismo, ni siquiera más santidad (en primer lugar), sino el retorno a la plena verdad de las doctrinas de la gracia, a las que, para abreviar, estaba dispuesto a llamar calvinismo. Spurgeon afirmaba: «La antigua verdad que Calvino predicó, que Agustín predicó, que Pablo predicó, es la verdad que debo predicar hoy, o de lo contrario sería infiel a mi conciencia y a mi Dios. No puedo ser yo el que dé forma a la verdad; ignoro lo que es suavizar las aristas y salientes de una doctrina. El evangelio de Juan Knox es el mío. El que tronó en Escocia ha de tronar de nuevo en Inglaterra».
Spurgeon se defendía de los ataques con sutileza y elegancia: «Se nos culpa de ser ‘ultras’; se nos considera la chusma de la creación; apenas hay ministros que nos miren o hablen favorablemente de nosotros, porque defendemos puntos de vista enérgicos en cuanto a la soberanía de Dios, sus divinas elecciones, y su especial amor hacia su pueblo propio». Predicando a su propia congregación diría en 1860: «No ha habido una iglesia de Dios en Inglaterra en los últimos cincuenta años que haya tenido que pasar por más pruebas que nosotros... Apenas pasa día en que no caiga sobre mi cabeza el más infame de los insultos, tanto en privado como en la prensa pública; se emplean todos los medios para derrocar al ministro de Dios...».
Spurgeon pensaba que la oposición no era sólo hacia su persona, sino que los ataques obedecían a causas más profundas. «Hermanos, en todos los corazones hay esta natural enemistad hacia Dios y hacia la soberanía de su gracia». «He sabido que hay hombres que se muerden los labios y rechinan los dientes rabiosos cuando he estado predicando la soberanía de Dios... Los doctrinarios de hoy aceptan un Dios, pero no ha de ser Rey, es decir, escogieron un dios que no es dios, y antes siervo que soberano de los hombres» . «El hecho de que la conversión y la salvación son de Dios, es una verdad humillante. Debido a su carácter humillante, no gusta a los hombres».
Spurgeon consideraba el arminianismo como popular debido a que servía para aproximar más el Evangelio al pensamiento del hombre natural; acercaba la enseñanza de la Escritura a la mente mundana. «Si la religión de Cristo nos hubiera enseñado que el hombre era un ser noble, sólo que un poco caído – si la religión de Cristo hubiese enseñado que por su sangre había quitado el pecado de todo hombre, y que todo hombre, por su propio y libre albedrío, sin la gracia divina, podía ser salvo – ciertamente sería una religión muy aceptable para la masa de los hombres». Las enseñanzas de la gracia fueron el cimiento del ministerio de Spurgeon durante todo su ministerio.
En todo caso, esta postura calvinista tan decidida por parte de Spurgeon fue más bien teológica que práctica, y fue suavizándose con los años. Su calvinismo nunca le impidió –al contrario– predicar con diligencia el evangelio a todos, como si fuera el más convencido de los predicadores metodistas y arminianos del avivamiento wesleyano.
Estas controversias no tuvieron más efecto que hacer aún más popular el nombre de Spurgeon, y que sus servicios tuvieran más asistencia. Y los que venían para ver al payaso hacer sus contorsiones, o para ver la figura que tenía el diablo hereje, se quedaban para oír la predicación. Muchos de ellos fueron llevados a los pies de Cristo. Spurgeon, que tenía sentido del humor, conservaba cuidadosamente las caricaturas, como asimismo los folletos y artículos que de su persona y obra se publicaban.
Tragedia
En junio de 1855, la congregación regresó del Exeter Hall a la capilla de New Park Street, que tenía capacidad para 400 personas más que antes. Sin embargo, el local resultaba muy pequeño. Muchos tenían que devolverse a sus casas, frustrados.
Pero Spurgeon no sólo predicaba allí. También lo hacía en otros lugares a mediados de semana. Y también fuera de Inglaterra. En 1855 predicó en distintas ciudades de Escocia. A su regreso a Inglaterra viajó por Essex, Cambridgeshire, y Suffolk, predicando en muchas poblaciones, comenzando por Waterbeach, de donde había ido a Londres dos años antes.
La estrechez de la capilla de New Park Street comenzó a hacer ver la necesidad de edificar un templo que reuniera las condiciones apropiadas. Pero la tarea se veía muy difícil. Entretanto, se pensó regresar a Exeter Hall, pero los dueños se negaron a arrendarlo por mucho tiempo a un solo predicador. Poco antes de esta fecha se había inaugurado el Music Hall (Teatro de la Música), probablemente el de mayor capacidad en Londres. Alquilar este edificio parecía una empresa gigantesca. Sin embargo, no había otra opción.
Así que, mientras se creaba un fondo para la construcción de un nuevo templo, se alquiló el Music Hall. Pero las reuniones allí tuvieron un triste comienzo. La primera noche en que Spurgeon predicó, el 19 de octubre de 1856, ocurrió un accidente que tuvo un tremendo efecto sobre el público, sobre el predicador, y sobre el futuro de la obra en Londres. Lo que no pudieron lograr las diatribas de los periódicos y de los teólogos –acallar a Spurgeon–, casi lo logra este funesto accidente.
El lugar estaba abarrotado con más de 7000 mil personas. A la mitad del sermón, algunos mal intencionados, gritaron «¡Fuego! ¡Fuego!». La multitud se excitó de una manera terrible y se lanzó a las puertas, pisoteándose unos a otros, y ocasionando la más espantosa escena de desolación y muerte. Spurgeon desde la plataforma suplicaba a la multitud que permaneciera tranquila, pero le fue imposible dominar la asamblea. 7 personas murieron y 28 quedaron heridas. Nunca su supo quiénes habían provocado esta tragedia.
Spurgeon cayó enfermo. Según algunos de sus biógrafos, fue esta la enfermedad que le llevaría a la muerte años después. Además, fue terriblemente fustigado por una parte de la prensa. «The Saturday Review» escribía el 25 de octubre: «Creemos que las actividades del señor Spurgeon no merecen en lo más mínimo la aprobación de sus correligionarios. Apenas hay un ministro no conformista de cierta categoría que esté asociado con él. No observamos, en ninguno de sus proyectos u operaciones de edificación, que los nombres de ninguno de los líderes del llamado mundo religioso figuren como fiadores... Existe la opinión general de que sus anormales procedimientos no benefician a la religión.. El alquilar lugares de esparcimiento público para la predicación del domingo es una lamentable novedad. Da la impresión de que la religión se encuentre falta de recursos. Después de todo, el señor Spurgeon no hace otra cosa sino representar el papel de Jullien dominical. Se nos habla del espíritu profano que debe haber habido en el fondo de la mente clerical cuando la Iglesia representaba Autos Sacramentales y toleraba la Fiesta de los Asnos; pero estas cosas antiguas reaparecen cuando los predicadores populares alquilan salas de conciertos, y predican la redención en salas saturadas de olor a tabaco, y donde resuenan las castas melodías del ‘Bobbing Around’ y los valses de La Traviata».
Aun muchos religiosos le combatieron; pero muchos amigos estuvieron a su lado.
La terrible tragedia obligó a los hermanos a edificar con prontitud un edificio que ofreciera seguridad. Para el efecto, la iglesia adquirió un extenso terreno, el mismo donde en siglos anteriores un gran número de cristianos habían sido quemados por su fidelidad a la Palabra de Dios.
Este mismo año se suscitó una nueva controversia en torno a Spurgeon, conocida como la «Controversia del Riachuelo», y fue motivada por un volumen de himnos que había sido publicado: Himnos para el Corazón y para la Voz, El Riachuelo. Para Spurgeon, muchos de los himnos eran simplemente «poemas de la naturaleza» y carecían de una clara verdad evangélica. Pese a que era muy joven, Spurgeon tenía ideas muy claras; y por ser joven, las expresaba con mucha franqueza.
(Continuará)
.Una revista para todo cristiano • Nº 44 • Marzo - Abril 2007
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Precoz, prolífico, polémico, elocuente. Charles Haddon Spurgeon, un hombre que hizo brillar hermosamente el evangelio en la penumbra de la Inglaterra decimonónica.
El príncipe de los predicadores (2ª Parte)
Procedente de una antigua familia cristiana inglesa, Charles H. Spurgeon mostró tempranamente inclinación por la las cosas espirituales. Convertido a los 15 años, a los 17 ya era pastor. A los 20 años se hizo cargo de una de las iglesias más antiguas y prestigiosas de Londres. Muy pronto comenzó a atraer multitudes por su predicación. Fuera de Inglaterra su nombre también se hizo conocido gracias a la publicación de sus sermones, que se leían con devoción en todo el mundo. Su popularidad creció hasta el punto de convertirse en un verdadero fenómeno religioso. Sin embargo, también hubo una fuerte hostilidad hacia su persona, a causa de su juventud, su denuedo, y sus firmes convicciones doctrinales. Las dificultades alcanzaron su punto más álgido cuando ocurrió un accidente en una de sus reuniones, que causó la muerte a 7 personas, y dejó a otras 28 heridas. Esta terrible tragedia dejó una huella muy profunda en el joven predicador. No obstante se repuso, y continuó su ministerio.
Colegio de Pastores
A fin de ayudar a los jóvenes que tenían el llamado a la predicación, Spurgeon creó en 1856, con recursos propios, el Colegio de Pastores, que comenzó con un solo alumno y un solo maestro. En poco tiempo, se construyó un edificio para el Colegio. A fines de 1872, dada la alta demanda de los estudiantes, se construyó un hogar para el Colegio. En su discurso anual de 1890, Spurgeon informaba que en los 34 años del Colegio, habían sido recibidos en él 828 postulantes, de los cuales 673 ejercían en la obra.
El Colegio de Pastores fue la obra favorita de Spurgeon. «El que convierte un alma saca agua de una fuente; pero el que prepara un ganador de almas, está cavando un pozo del cual millares pueden beber el agua de la vida eterna. Por eso creemos que nuestra obra entre 1os estudiantes es la mayor responsabilidad de todas aquellas en las cuales hemos puesto las manos...».
Desde el año 1865 se organizó la «Conferencia Anual» del Colegio de Pastores. A estos encuentros venían todos los que habían pasado por sus aulas, para tener una semana de refrigerio espiritual, en el abrazo de los compañeros, en la comunión, en el estudio a los pies del Maestro. Spurgeon siempre tenía para ellos palabras de cariño y aliento, de exhortación y consejo.
Hacia fines de 1857 se publicó su primer libro, el primero de muchos que habría de publicar: El Santo y Su Salvador, escrito principalmente «para la familia del Señor,» aunque contiene muchos pasajes destinados al lector inconverso.
Al modo de Wesley y de Whitefield, Spurgeon solía predicar al aire libre. Cierta vez predicó debajo de un gran árbol donde hacía poco había muerto un hombre partido por un rayo. De esa manera, él enfatizaba lo inesperado de la muerte. En otra ocasión, 10.000 personas le escucharon predicar junto a una gran roca y cantar con todo fervor «Roca de la Eternidad». Predicó también en establos, cobertizos, y una vez, incluso, predicó sobre una carreta.
A fines de 1858, los sentimientos de Spurgeon en contra de la esclavitud se hicieron ampliamente conocidos, pues en una reunión nocturna, Spurgeon invitó a John A. Jackson, un esclavo fugitivo originario de Carolina del Sur, USA, a que subiera al púlpito con él. Esto hizo que perdiera mucho del apoyo que recibía de los Estados Unidos, y afectó la venta de sus sermones en aquel país. Tal vez por eso, pese a las múltiples invitaciones que habría de recibir posteriormente, Spurgeon nunca accedió a visitar Estados Unidos. Más tarde recibiría también invitaciones para visitar Australia y Canadá, pero él contestaba que no tenía permiso de su Señor para abandonar su puesto.
Mientras se levantaba el Tabernáculo Metropolitano, Spurgeon, los diáconos y algunos miembros de la iglesia, acostumbraban reunirse a orar en medio de los trabajos de la construcción. Por fin, el 1° de marzo de 1861, fue terminado el Tabernáculo Metropolitano. Tenía capacidad para 6.000 personas; además había un salón para la Escuela Dominical, con capacidad para 1.000 personas; y otras dependencias.
Días de éxito y reconocimiento
El primer servicio que se celebró en el Tabernáculo Metropolitano fue de oración, dirigido por Spurgeon, el 18 del mismo mes, con una asistencia de más de mil personas. Las celebraciones de apertura tuvieron una duración de 5 semanas. Varias predicaciones sobre la gracia fueron expuestas por el propio Spurgeon y por otros predicadores invitados.
En estos momentos tenía Spurgeon 26 años de edad, y sólo hacía 6 que se encontraba en Londres. No obstante su juventud, y el tiempo relativamente corto en que se hallaba al frente de este trabajo, había efectuado una labor verdaderamente brillante. La fama de Spurgeon no cesó, ni mermó con la edificación del Tabernáculo Metropolitano. Al contrario, su renombre iba creciendo a medida que pasaban los años.
Durante el año 1861 se distribuyeron 200,000 sermones impresos en las Universidades de Oxford y Cambridge, y salió a luz una edición alemana que se expuso en la Feria del Libro de Leipzig. Muchos periódicos de Estados Unidos seguían publicando sus sermones cada semana.
El volumen de sermones del «Púlpito del Tabernáculo Metropolitano» correspondiente al año de 1864 es uno de los más importantes de toda la colección que contiene 56 volúmenes. La razón es que incluye sermones sobre «La Regeneración Bautismal», «Niños Traídos a Cristo y no a la Pila Bautismal», «El Libro de la Oración Común» (utilizado por la Iglesia de Inglaterra, anglicana), y «Pesado en las Balanzas». Spurgeon sabía que había «atizado un nido de cascabeles» y estaba plenamente convencido que la venta de sus sermones bajaría dramáticamente, pero a partir de ese momento se vendieron más.
En 1865 se inició la publicación de una revista mensual a la que puso por nombre La Espada y La Paleta de albañil. La revista incluía la publicación de sermones, de artículos y de reseñas de libros. También mantenía informados a sus lectores acerca de las demás obras del ministerio de Spurgeon.
En 1865 predicó un mensaje titulado «La Verdadera Unidad Promovida,» que tiene mucha vigencia en nuestros días. En 1866 volvió a predicar sobre este tema. Spurgeon demostró sus simpatías a favor de una verdadera unidad cristiana al visitar Escocia en la primavera de ese año, asistiendo a la Iglesia Libre de la Asamblea de Escocia y predicando en otra iglesia de San Jorge y para las Iglesias Presbiterianas Unidas de Edimburgo.
La Sociedad de Colportores y el Orfanato
En 1866 fue creada la Asociación de Colportores. Su propósito era hacer circular la mayor cantidad posible de libros sanos, de carácter cristiano. Para Spurgeon, los colportores no eran sólo vendedores de libros, sino eran verdaderos «misioneros predicadores, y pastores». Algunas cifras dan elocuente muestra de ello.
Durante los primeros dos años, hubo sólo 6 hombres en este trabajo. En 1872, había 13; en 1874 había 35; en 1875, había 45. En 1880, que era el 14o. año de su existencia, la Asociación contaba con 79 colportores y se habían vendido 396.291 libros y revistas, se habían efectuado 631.000 visitas misioneras, y celebrado 6.000 servicios de predicación. En promedio, cada año cada colportor había vendido 5.016 libros y revistas; efectuado 7.987 visitas; y celebrado 75 servicios de predicación. Siguiendo el ejemplo de los colportores, un grupo de miembros del Tabernáculo partió a la India en labor misionera.
El año siguiente comenzó a concretarse otro sueño de Spurgeon: un Orfanatorio. Como alguien dijo: «El Orfanatorio representa de la manera más hermosa uno de los rasgos más tiernos de Spurgeon. Su amor a los niños sólo fue excedido por el amor que los niños le tenían a él». Muchas ocasiones, extenuado por el exceso de trabajo, y preocupado por los muchos problemas, Spurgeon iba al Orfanatorio para encontrar descanso físico y mental. Allí, Spurgeon era como «un niño grande entre otros muchos niños pequeños».
No obstante, Spurgeon nunca tuvo el propósito deliberado de fundar un asilo de niños. Su creación fue providencial, y es preciso que nos refiramos a ella para conocer un poco más a este hombre. En el año 1866, hablando Spurgeon de una manera incidental, de algunas cosas que constituían una necesidad imperiosa, mencionó un Orfanatorio, haciendo énfasis en los millares de niños que en la misma Londres carecían de pan y de abrigo. Esta nota fue leída por una asidua lectora de Spurgeon, la Sra. J. Hillyar, que era viuda de un clérigo anglicano y que poseía muchos bienes. Después de meditarlo mucho, puso a disposición de Spurgeon una fuerte suma de dinero para la construcción de un Orfanatorio. Spurgeon declinó aceptar el ofrecimiento, aconsejándole que hiciera esa donación al Orfanatorio de G. Müller, de Bristol.
Con esa carta Spurgeon creyó que quedaría terminado este asunto. Pero casi inmediatamente recibió una segunda carta, en la que ella le decía que Dios había puesto en su corazón entregarle esa cantidad, y que de no ser él quien la administrara, el dinero no sería donado. De esa manera Spurgeon se vio obligado a emprender la fundación del Orfanatorio.
A la donación de Mrs. Hillyar se agregaron muchas otras. Los edificios del Orfanatorio de Stockwell estuvieron terminados a fines de 1869. En él ingresaron niños a centenares, de todas las clases sociales y denominaciones cristianas, convirtiéndose en uno de los asilos de huérfanos más grandes de Inglaterra. En 1880 se comenzó la construcción del Orfanatorio de niñas.
De acuerdo con la manera de pensar de Spurgeon, la única disciplina que se empleaba en el Orfanatorio de Stockwell era la del amor, la palabra cariñosa, y la afectuosa persuasión. Muchos de los niños criados allí fueron predicadores del Evangelio.
La obra se extiende
En 1867, en vista de las frecuentes enfermedades y el enorme trabajo de Spurgeon, la iglesia le nombró a su hermano James como auxiliar. Desde esta fecha, y por espacio de 24 años, estos dos hermanos estuvieron al frente de aquella gigantesca obra. Hacia finales de este mismo año se terminó un Asilo de Ancianos con doce habitaciones para ancianitas.
Si bien Spurgeon nunca visitó Estados Unidos, tuvo estrecha comunión con cristianos norteamericanos. En 1875, los evangelistas norteamericanos D. L. Moody y Sankey predicaron en el Tabernáculo Metropolitano. El 6 de Junio Spurgeon predicó en una campaña de Moody y Sankey en la ciudad de Londres.
El 15 de agosto de ese mismo año, Spurgeon predicó un sermón titulado «Prescindiendo del Sacerdote», que causó una gran controversia promovida por los periódicos controlados por la Iglesia de Inglaterra.
Durante una reunión de oración que tuvo lugar la última noche de enero de este año, Spurgeon habló en contra del uso del título «Reverendo» (aunque él todavía lo usaba para no dificultarle su tarea al cartero). Él afirmaba que nadie lo había ordenado, y nadie lo haría nunca. Su única ordenación provino de «la mano traspasada».
Su preocupación por la formación de los predicadores llevó a Spurgeon a consultar unos 4.000 libros para analizarlos y recomendar los mejores.
La noche del primer domingo de Julio de 1875, se comenzó a usar una estrategia de evangelización nueva en el Tabernáculo Metropolitano: se solicitó a toda la congregación que cediera sus asientos, para que las personas que nunca habían venido pudieran escuchar el Evangelio. Debido al buen resultado que tuvo esta experiencia, se repitió muchas veces en el futuro.
En Diciembre de 1876 Spurgeon predicó una serie de cinco sermones sobre Cristo: «Cristo el Fin de la Ley», «Cristo el Conquistador de Satanás», «Cristo el Vencedor del Mundo», «Cristo el Hacedor de Todas las Cosas Nuevas» y «Cristo el Destructor de la Muerte». Al año siguiente, publicó un libro, El Glorioso Logro de Cristo, una colección de siete sermones acerca de Cristo como vencedor de Satanás, del mundo, de la muerte, etc.
En 1878, en el mes de Julio, se publicó un excelente libro titulado: «La Biblia y el Periódico.» Spurgeon estaba convencido que debía leerse el periódico «para ver cómo mi Padre celestial gobierna el mundo.» El libro contiene una colección de reportes de periódicos sobre diversos incidentes, vistos desde una perspectiva espiritual, para beneficio de predicadores y maestros de la escuela dominical. Algunas veces Spurgeon seleccionaba algunos de esos incidentes y predicaba sermones completos acerca de ellos. Por ejemplo, durante dos domingos del mes de Septiembre, predicó dos sermones acerca del hundimiento del barco Princesa Alicia.
Las ancianas y las enfermedades
Con el paso de los años, la enfermedad del reumatismo y la gota comenzaron a atacar fuertemente a Spurgeon. Continuamente debió ausentarse del púlpito, y tomarse períodos de descanso en la ciudad de Menton, Francia, a veces por semanas o meses. Por este tiempo un periódico de los Estados Unidos acusaba a un popular predicador londinense de falta de templanza, expresando que su enfermedad de la gota requería frecuentes visitas a Francia, siendo la gota el resultado de excesivo consumo de cervezas, coñac y vino de Jerez.
Pero Spurgeon continuaba su obra. Continuamente recibía fuertes sumas de dinero, sea como regalos (en sus cumpleaños especialmente), donativos o ingresos por la venta de sus libros. Gran parte de esos dineros los canalizaba hacia las obras de ayuda. En 1879 Spurgeon donó 5.000 libras esterlinas para los asilos y el resto para otras causas que lo ameritaban, tales como el Fondo de Auxilio para los Ministros Pobres.
Spurgeon también tuvo preocupación por las ancianas pobres. El «Hogar de las Ancianas» había nacido 50 años antes de que Spurgeon viniera al pastorado de la Iglesia New Park Street; y se originó en el corazón de Juan Rippon. Sin embargo, debió su mayor incremento a Spurgeon. En 1880 encontraban abrigo en este asilo 17 ancianas, la mayor parte de las cuales eran antiguos miembros de la Iglesia del Tabernáculo.
Este asilo era un verdadero hogar para las ancianas. Spurgeon nunca creyó en la conveniencia de que las personas recluidas en una institución benéfica vivieran hacinadas en grandes salones, y menos aun siendo ancianas, las que como tal, tienen sus hábitos de vida ya formados, y sus costumbres hechas. Proveyó un gran número de habitaciones para que en ellas pudieran vivir individualmente las asiladas, y en estas habitaciones reunió todas las comodidades posibles dentro de un bien entendido espíritu de economía, a fin de que los últimos años de vida de estas ancianas fueran tranquilos y agradables. Allí vivían aquellas viejecitas independientemente, sin embargo, en familia, con el aprecio y la consideración de todos. Eran consideradas no como objeto de caridad, sino como buenas hermanas a quienes se estaba en el deber sagrado de sostener, haciéndoles llevaderos los últimos instantes de la existencia.
La popularidad de Spurgeon llegó a alturas insospechadas, tanto, que hacía severa competencia a los políticos más connotados de la época. Se cuenta que un estudiante de una escuela en los Estados Unidos, cuando se le preguntó quién era el Primer Ministro de Inglaterra, respondió: ¡El señor Spurgeon!
Precisamente el Primer Ministro de Inglaterra, Mr. Gladstone, visitó en 1882 el Tabernáculo Metropolitano. La visita del señor Gladstone fue inesperada de tal forma que no se preparó un sermón especial para la ocasión. El Primer Ministro se reunió previamente en privado con Spurgeon durante quince minutos, y posteriormente se volvió a reunir con él para felicitarlo por la excelente labor que se desarrollaba.
En 1884 fue la celebración del cumpleaños número cincuenta del predicador, celebración que tuvo lugar los días 18 y 19 de Junio. Los periódicos comentaron el evento y congratularon al predicador por ser uno de los hombres mejor conocidos de su tiempo, habiendo sido primero «una curiosidad y posteriormente una notoriedad.» El Tabernáculo estaba completamente lleno en las reuniones que tuvieron lugar esas dos noches. 7.000 personas estuvieron presentes la noche del 19 de Junio. En una respuesta característica a los buenos deseos que le expresaban, Spurgeon dijo que «él no atravesaría la calle para ir a escucharse él mismo.» En el evento predicaron hombres eminentes tales como D. L. Moody y O. P. Gifford, de los Estados Unidos y Canon Wilberforce, y los doctores Newman Hall y Joseph Parker.
Spurgeon era un firme calvinista, pero reveló su condición universal al predicar en el mes de Abril a favor de la Sociedad Misionera Wesleyana.
Se rompe la paz: La Controversia del declive
Las cosas siguieron muy bien hasta el año 1887. Este fue el año en la vida de Charles Haddon Spurgeon de acuerdo a sus biógrafos y a los historiadores de la iglesia. Debido al curso de los eventos de ese año y a la decisión tomada por Spurgeon, fue criticado, alabado y evaluado desde entonces. Fue el año de la «Controversia del declive».
Spurgeon veía desde hacía tiempo con preocupación las tendencias modernistas entre ciertos predicadores bautistas de su día. Entre los errores estaba el negar el sacrificio expiatorio de Cristo, la inspiración bíblica y la justificación por la fe. Los bautistas, en vez de poner orden en sus filas, y aclarar los puntos en disputa, tenían comunión con tales modernistas.
Según Spurgeon, ellos razonaban así: «Sí, nosotros creemos en la Divinidad de Jesús; pero no dejaríamos a un hombre afuera de nuestro compañerismo por pensar que nuestro Señor es un mero hombre. Nosotros creemos en la expiación: pero si otro hombre la rechaza, él no debe, debido a esto, ser excluido de nuestro número». Por tanto, Spurgeon consideró un deber separarse de ellos: «El separarnos a nosotros mismos de aquellos que se separan a sí mismos de la verdad de Dios no es sólo nuestra libertad, sino nuestro deber».
Spurgeon no quería entrar en disputa, tampoco ejercer presiones para que ellos cambiaran su proceder, sino simplemente quiso salir de en medio de ellos, conforme a la Palabra. «El deber obligatorio de un verdadero creyente hacia hombres que profesan ser cristianos, y sin embargo niegan la Palabra del Señor, y rechazan los fundamentos del Evangelio, es salir de entre ellos». Spurgeon presentó su renuncia a la Unión Bautista, la que fue aceptada el día 18 de Enero.
La Controversia del Declive se convirtió en tema de conversación en los Estados Unidos y Canadá durante este año. «El Bautista Nacional» de Filadelfia censuró a Spurgeon; en cambio, la Convención Bautista de la Provincia Marítima de Canadá, le apoyó.
El predicador confesó que la «tensión de la controversia casi ha quebrantado mi corazón». La controversia se reflejó en la predicación de ese año: «Aferrándose a la Fe», «La Infalibilidad de la Escritura», «Ningún Compromiso», son algunos títulos de sus predicaciones.
Últimos días
Durante los últimos días de Spurgeon recrudeció la enfermedad de la gota, a la cual se agregaron el reumatismo y, al final, la enfermedad de Bright (que ataca severamente los riñones).
A fines de 1891, los médicos y amigos le aconsejaron otro viaje a Mentone. Durante los tres meses que mediaron entre su llegada a Mentone y su muerte, semanalmente escribió a su congregación epístolas cariñosas que eran leídas públicamente. Estas cartas muestran al hombre de Dios expresando la hermosura de Cristo. El 21 de diciembre de 1891 escribió una cariñosa carta a los niños del Orfanatorio, haciéndoles presente su cariño, y dándoles saludables consejos.
Parece que la última carta que Spurgeon escribió a su Iglesia es la que aparece fechada el 15 de enero de 1892. El 17 participó en un culto familiar; y el 18 la gota le afectó la cabeza. El martes 26 era el día señalado para traer al Tabernáculo las ofrendas de acción de gracias. Ese día Spurgeon dictó a su secretario, el Sr. Harrald, el siguiente telegrama: «Yo y esposa, cien libras, sincera acción de gracias, para gastos generales del Tabernáculo. Cariños a todos los amigos». Y entonces cayó en la inconsciencia, la que continuó casi todo el tiempo restante. Antes había dicho a su secretario: «Mi obra ha terminado’. Y a su esposa: «¡Oh querida, he gozado un tiempo glorioso con mi Señor!».
Charles H. Spurgeon durmió en el Señor el 31 de enero de 1892, rodeado de su esposa, uno de sus hijos, su hermano y co-pastor, su secretario particular, y tres o cuatro amigos. Su cuerpo fue colocado, días después, en su lugar de descanso terrenal, junto al sepulcro del misionero Robert Moffatt.
A la muerte de Spurgeon, toda la prensa se ocupó de él llenando sus columnas con sus datos biográficos, con la enumeración y apreciación de su obra, y estimación de su carácter.
Durante su pastorado, un total de 14.692 personas fueron bautizadas y se unieron al Tabernáculo Metropolitano. Sus sermones continuaron publicándose durante 27 años posteriores a su muerte, de tal forma que «aun estando muerto, habla.» Actualmente, los libros y sermones de Spurgeon, así como su vida y ministerio, siguen inspirando a miles de cristianos en todo el mundo.
Perfil del hombre de Dios
Spurgeon vivió y brilló con claridad extraordinaria, en una época en que, en su propio país, descollaban magníficos predicadores. Muchos se preguntaban dónde estaba el secreto de su poder y la clave de su éxito. De hecho, no poseía las características que pueden hacer a un hombre atractivo para las masas. Su estatura era mediana; su cuerpo era fuerte, pero común, con tendencia a la obesidad; su rostro, sombreado en los últimos años por una barba poco poblada, no era ciertamente la representación de la belleza; y su personalidad toda, contemplada en el púlpito, no tenía aquella simpatía atrayente que tanto se admira en los grandes de la tribuna.
Una parte de la prensa comenzó a decir que Spurgeon debía su éxito a que era un excéntrico del púlpito. Pero nunca fue tal. Por el contrario, era más bien pausado y severo, y sus movimientos eran los de esperarse en todo orador, aun de la escuela más conservadora.
En lo que Spurgeon poseía un verdadero tesoro, rico e inagotable, era en su voz, en tiempos en que no se conocía el micrófono. Alguien ha dicho que mientras se llenaba el Tabernáculo parecía una enorme colmena. Pero tan pronto Spurgeon subía al púlpito, todos estos rumores se acallaban, y en medio de un gran silencio, vibraba con una gran intensidad su voz clara y cristalina de timbre metálico; voz halagadora pero viril; voz que se prestaba, de manera maravillosa, para los matices de sentimientos más delicados y diversos.
La voz de Spurgeon era robusta, y extensa, y siempre llegó claramente hasta el último de los oyentes. En varias ocasiones en Inglaterra, y Escocia habló al aire libre a multitudes de 14 y 15.000 personas. En cierta ocasión, mientras probaba su voz en el solitario Palacio de Cristal, un trabajador que se encontraba en un andamio muy alto, poniendo cristales a una de las ventanas, le oyó decir: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores’. Estas palabras fueron repetidas con una voz baja, suave, distinta. El hombre se sorprendió grandemente, porque no veía a nadie en el edificio; pero estas palabras llegaron a su corazón, y aceptó a Cristo.»
Una de las características espirituales que Spurgeon poseía era su fe firme e invariable; una fe que se sobreponía a las dificultades y contratiempos. Aquellas cosas fundamentales de que hablaba, acerca de Dios, de Cristo, de la vida eterna, no eran para él meras teorías, sino tremendas realidades. Dios llenaba todo su horizonte. Jesús era tan absolutamente el Señor de su corazón, que las lágrimas corrían de sus ojos a raudales cuando hablaba del Salvador. Jesucristo había fascinado su corazón.
Esta fe profunda se manifestaba en su fidelidad a la verdad. En su vida toda era guiado exclusivamente por esa lealtad a la Palabra de Dios. W. C. Wilkinson dice: «La cosa más admirable acerca de Spurgeon, era ésta: la absoluta, sencilla y completa fidelidad que mantuvo siempre, sin intermitencias, desde el juvenil comienzo hasta la madura terminación de su obra la serena e imperturbable fidelidad de mente y de corazón, de conciencia,.. de voluntad, de todo lo que había en él, y de todo lo que había de él, al mero y puro, incambiable, no acomodaticio novotestamentario Evangelio de Cristo, que es el mismo ayer y hoy, y para siempre... ¡Sea Dios bendecido por ello!».
Otra característica inapreciable en Spurgeon era su espíritu de oración. Creía absolutamente en la necesidad de la oración, y la práctica de su vida nunca estuvo en desacuerdo con ello. Cierta vez, unos visitantes procedentes de los Estados Unidos le preguntaron cuál era el secreto de su éxito. Él les respondió: «Mi gente ora por mí». Cuando alguien entraba de visita al Tabernáculo Metropolitano, él lo llevaba a la sala de oración en el sótano, donde siempre había gente intercediendo de rodillas. Entonces Spurgeon declaraba: «Aquí está la central eléctrica de esta iglesia».
Orar era tan natural para él como respirar. Wayland Hoyt, un amigo, cuenta el siguiente testimonio: «Yo estaba caminando con él (con Spurgeon) en el bosque, y cuando llegamos a cierto lugar simplemente dijo, venga arrodillémonos junto a esta cabaña y oremos, y así elevó su alma a Dios en la más reverente y amorosa oración que he oído».
También, según Theodore Cuyler, mientras caminando por el bosque tuvieron un tiempo de humorismo, Spurgeon paró de repente y dijo: «Venga Theodore, agradezcamos a Dios por la risa», y allí mismo oró.
Algunas de las admoniciones más solemnes que Spurgeon jamás dirigiera a su congregación fueron acerca del peligro de que cesaran de depender de Dios en oración. «¡Que Dios me ayude si dejáis de orar por mí! Avisadme en aquel día, y tendré que cesar de predicar. Avisadme cuando os propongáis cesar en vuestras oraciones, y clamaré: «Dios mío, dame la tumba en este día, y que yo duerma en el polvo».». Estas palabras no eran elocuencia de predicador, sino que expresaban los sentimientos más profundos de su corazón. Creía que sin el Espíritu de Dios nada podía hacerse. Cuando su congregación cesara de sentir su «dependencia entera y absoluta en la presencia de Dios», estaba seguro de que «antes de poco tiempo vendrían a ser objeto de desprecio y comentario velado, o quizás un mero leño sobre el agua».
A los predicadores enseñaba: «Si tiene que haber algún hombre debajo del cielo obligado a cumplir con el precepto «orad sin cesar», lo es sin duda alguna el ministro cristiano. Este tiene tentaciones especiales, pruebas particulares, dificultades singulares ... necesita por consiguiente mucha más gracia que los otros hombres, y como él lo sabe así, se ve obligado a clamar incesantemente, pidiendo fuerza al Fuerte, y a decir: «Levantaré mis ojos a los montes, de donde viene mi socorro ... Las oraciones que hagáis serán vuestros ayudantes más eficaces mientras vuestros sermones estén sobre el yunque todavía ... si podéis mojar vuestra pluma en vuestro corazón, recurriendo a Dios con toda sinceridad, escribiréis bien; y si arrodillados en la puerta del cielo podéis reunir vuestros materiales, no dejaréis de hablar bien ... Nada puede poneros tan gloriosamente en aptitud de predicar, como el que acabéis de bajar del monte de comunión con Dios, para hablar con los hombres. Nadie es tan a propósito para exhortar a los hombres, como el que ha estado luchando con Dios a favor de ellos».
Pero, sin duda, lo que caracteriza de manera más clara y significativa el ministerio de Spurgeon es su predicación absolutamente Cristocéntrica. Cristo era el fondo y el centro de su predicación, ya se refiriese a su divina persona, o a su bendita obra. Para él el único propósito y finalidad de la predicación era presentar a Cristo al mundo; pero no a un Cristo ético e imperfecto, sino al Cristo de los Evangelios, perfecto en su humanidad y en su divinidad; un Cristo Salvador, crucificado y muerto para nuestra redención; un Cristo que es el único remedio a nuestras enfermedades, y la sola solución a todos nuestros problemas, cualesquiera que éstos sean.
Spurgeon solía decir al respecto: »Muchos, son los aspectos bajo los cuales hemos de considerar a nuestro divino Señor, pero yo he de darle siempre la mayor prominencia a su carácter salvador, de Cristo, nuestro sacrificio, el que lleva nuestros pecados. Si hubo una época en la cual hubiera necesidad de ser claros, decididos y vehementes en este punto, es ahora... Tratar de predicar a Cristo sin la cruz, es negarlo con un beso ... Los que echan a un lado la expiación como satisfacción por el pecado, también dan golpe de muerte a la doctrina de la justificaci6n por la fe... El pensamiento moderno no es otra cosa que la tentativa de retrotraer el sistema legal de la salvación por las obras... Algunos predicadores evidentemente no creen que el Señor está con su Evangelio, porque a fin de traer y salvar a los pecadores, su evangelio es insuficiente y tienen que agregarle las invenciones de los hombres. La predicación del sencillo Evangelio ha de ser complementada, creen ellos. . .Si vuestro Evangelio no tiene el poder del Espíritu Santo en él, no lo podéis predicar con confianza».
Spurgeon amaba proclamar «la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». Cristo era el «tema glorioso, intensamente absorbente» de su ministerio, y ese Nombre convertía sus fatigas en el púlpito en un «baño en la aguas del Paraíso». Esta fue su característica aun desde los primeros años de su ministerio. Por eso, no es de sorprender que repasando los títulos de sus sermones en 1856 y 1857 encontremos este nombre constantemente repetido: «Cristo en los Negocios de Su Padre»; «Cristo, Poder y Sabiduría de Dios»; «Cristo Levantado»; «La Condescendencia de Cristo»; «Cristo Nuestra Pascua»; «Cristo Ensalzado»; «El Ensalzamiento de Cristo»; «Cristo en el Pacto».
En uno de tales sermones, titulado «El Nombre Eterno», predicado a principios de 1855 cuando tenía veinte años, describe lo que sería del mundo si el nombre de Jesús pudiera ser eliminado del mismo. Incapaz de refrenar sus propios sentimientos, exclamó: «Sin mi Señor, no tendría el menor deseo de estar aquí; y si el Evangelio no fuera cierto, bendeciría a Dios por aniquilarme en este mismo instante, pues no desearía vivir si vosotros pudierais destruir el nombre de Jesús».
Muchos años después, la señora Spurgeon recordaba este mismo sermón, y describía del modo siguiente su final, cuando la voz de Spurgeon casi se estaba extinguiendo a causa del agotamiento físico: «Recuerdo, con extraña claridad después de tanto tiempo, la noche del domingo en que predicó aquel sermón. Era un tema en el que se gozaba extremadamente; su principal deleite era ensalzar a su glorioso Salvador, y en aquel discurso parecía estar vertiendo su mismísima alma y vida en homenaje y adoración ante su misericordioso Rey. ¡Y yo creí de veras que habría muerto allí, frente a todas aquellas gentes! Al final del sermón, hizo un poderoso esfuerzo para recuperar la voz; pero la pronunciación casi le fallaba, y sólo pudo oírse con acento entrecortado la patética peroración: «¡Perezca mi nombre, pero sea para siempre el Nombre de Cristo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Coronadle Señor de todos! No me oiréis decir nada más. Éstas son mis últimas palabras en Exeter Hall por esta vez. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Coronadle Señor de todos!» y entonces se desplomó, casi desmayado, en la silla que había tras él».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 41 • Septiembre - Octubre 2006
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La ejemplar y controvertida historia de Nee To Sheng, más conocido como Watchman Nee.
El vigía que vino de China
Watchman Nee, cuyo nombre chino es Nee To-sheng, nació en la ciudad de Fu-chou, el 4 de noviembre de 1903. Era hijo de Nee Weng-hsiu, un hombre de carácter apacible y Lin Huo-ping, una mujer de voluntad firme. Debido a que anteriormente no habían tenido varón, su madre le prometió a Dios que, si era varón, se lo ofrecería.
Al principio, según las tradiciones familiares, fue llamado Nee Shu-tsu, que significa: «Aquel que proclama los méritos de sus antepasados». Más tarde, consciente de su nueva misión en la vida, decidió llamarse Nee Ching-fu («Uno que advierte o exhorta»), pero le pareció muy tajante. Finalmente, su madre le propuso To-Sheng, que significa «nota de batintín (o matraca) escuchada de lejos», que era usada por los centinelas. Él se sentía llamado por el Señor como un centinela, para hacer sonar su batintín a las personas en la noche oscura. Entre los creyentes de habla inglesa se le llamó Watchman Nee, que significa ‘vigía’ o ‘atalaya’.
Nee To-Sheng pertenecía a una familia de rica historia cristiana, pues su abuelo, Nee U-cheng fue el primer pastor chino en esa gran región, y un gran expositor de la Biblia. Su padre, Nee Weng-hsiu fue el cuarto de nueve hijos varones. Debido a que era un estudiante aventajado, obtuvo el puesto de oficial menor de aduanas.
Primeros años
La infancia de To-Sheng transcurrió en un hogar de severos principios. Huo-Ping llevaba las riendas de la casa con mano firme. Inculcaba en sus hijos el orden, la limpieza, y sobre todo, les instruía en la fe. La música era un gran pasatiempo para los niños, quienes aprendieron muchos himnos y cánticos cristianos.
A la edad de trece años, To-Sheng ingresó a la Enseñanza Media, en la Escuela Trinidad de Fuchou, de orientación occidental. Este colegio era la puerta para obtener empleo en la Misión o del Estado, y de allí los jóvenes ascendían a posiciones de influencia.
Nee era muy buen alumno, y bastante engreído. Incluso su estatura sobrepasaba a la de la mayoría. Por ese tiempo, el ‘mandarín’ comenzó a desplazar al chino literario clásico en los textos escolares, lo que hizo más fácil el acceso a la literatura. Nee se convirtió en un ávido lector. Comenzó a escribir artículos para los periódicos, y con el dinero obtenido compraba boletos de lotería. También le gustaba mucho el cine.
Cuando los vientos de revolución envolvieron al país, el hogar de los Nee se vio involucrado. Huo-Ping participó activamente en política y en los eventos sociales, alejándose poco a poco del Señor. Su casa pasó a ser un centro político-social, donde se reunían las mujeres a jugar a los naipes.
Llega el día de la fe
Por este tiempo ocurrió un hecho muy significativo en la casa de los Nee. Un día de enero de 1920, Huo-Ping encontró roto un costoso adorno de la casa. Después de investigar rápidamente, halló que To-Sheng era el culpable. Como éste no lo admitió, fue castigado severamente. Más tarde ella supo que él era inocente, pero no se lo hizo saber. To Sheng se llenó de dolor y resentimiento hacia su madre. Las relaciones quedaron rotas por algún tiempo.
Ese mismo mes llegó a la ciudad Yu Tsi-tu (Dora Yu), una misionera muy conocida, para dirigir dos semanas de reuniones evangelísticas en una congregación metodista. En esas reuniones Hou-Ping se reencontró con el Señor, y su hogar recibió inmediatamente el impacto de esta experiencia.
Un día, mientras ella tocaba y cantaba himnos en una reunión familiar, fue impulsada por el Señor a pedir perdón a su hijo por la injusticia cometida. Este hecho, insólito en una cultura como la china que enseña que los padres nunca se equivocan, tocó el corazón de To-Sheng, y lo sensibilizó para la fe. Antes que finalizaran las reuniones, éste también se había entregado al Señor. Tenía 17 años de edad.
Preparación para el ministerio
Recibir al Señor y consagrarse por completo, fueron para él una sola cosa. Anteriormente había considerado algo indigno ser predicador – debido al triste ejemplo de los predicadores chinos empleados de los extranjeros. Pero ahora no concebía dedicar su vida a otra cosa que no fuera servir a Dios. De modo que comenzó de inmediato a hacer los arreglos necesarios.
De todas las asignaturas del colegio, la más descuidada había sido la de Biblia, tanto que solía usar «torpedos» en los exámenes. Ahora abandonó esa práctica y confesó su falta al director del colegio – con riesgo de ser expulsado y perder el derecho a una beca –. La falta le fue perdonada.
En los meses siguientes, aprovechando los disturbios sociales que hacía muy irregular el año escolar, se fue, con el permiso de sus padres, a Shangai para estudiar en la Escuela Bíblica de la señorita Yu. Por un año se dedicó a sus estudios, donde aprendió a recibir en su corazón el mensaje de la palabra de Dios (y no sólo en el intelecto), y el secreto de confiar solamente en Dios para sus necesidades materiales. Sin embargo, él mismo, reconoce que aquello fue un fracaso: «No pasó mucho tiempo para que ella (Dora Yu), cortésmente, me desvinculase del Instituto, con la excusa de que me era inconveniente permanecer allí más tiempo. Por causa de mi «buen apetito», de mis ropas inadecuadas y de mi costumbre de levantarme tarde, la hermana Yu pensó que sería mejor mandarme a casa. Mi deseo de servir al Señor sufrió un fuerte revés. Aunque pensase que mi vida había sido transformada, en verdad aún restaban muchas otras cosas que debían ser cambiadas».
De regreso en Fuchou, retomó sus estudios regulares, pero con una nueva visión. Por sugerencia de una misionera, elaboró una lista con los nombres de 70 muchachos del Colegio y comenzó a orar sistemáticamente por cada uno de ellos, testificándoles en cada oportunidad que se le presentaba. Al principio se reían de él, pues siempre llevaba la Biblia consigo, y la leía en todo momento. Pero poco a poco se comenzaron a convertir aquellos compañeros, con excepción de uno solo. Se formó así un grupo de entusiastas evangelistas que testificaban en la escuela y por las calles, repartiendo tratados, portando carteles y acompañándose de un sonoro gong.
Por este tiempo, Nee conoció a M. S. Barber, una ex misionera anglicana que ahora trabajaba en forma independiente, y que vivía en los suburbios de Fuchou. La srta. Barber, acompañada de su compatriota, M. L. S. Ballord, compartían el evangelio entre las mujeres de la localidad, y oraban intensamente por un mover de Dios en China. M. S. Barber solía ayudar a los jóvenes que buscaban la guía del Señor; por algún tiempo hubo hasta sesenta jóvenes recibiendo ayuda de ella. Ella llegó a ser un verdadero mentor en la vida de To-Sheng, la influencia viva más grande para él, comparable sólo a la de T. Austin-Sparks, algunos años más tarde.
Un adelanto de esa influencia se verificó poco tiempo después, el día que To-Sheng y su madre bajaron a las aguas del bautismo para ser bautizados por ella. Nee solía decir que fue por medio de una hermana que él fue salvo y también fue por medio de una hermana que él fue edificado. Más aún, él recibió mucha ayuda de otras dos hermanas mayores: Ruth Lee y Peace Wang.
Avivamiento entre los jóvenes
A comienzos de 1921 llegó a Fuchou un joven de nombre Wang Tsai (conocido también como Leland Wang), que a los 23 años de edad había renunciado a su puesto en la Marina para servir de lleno al Señor. Muy pronto entró en contacto con To-Sheng y sus amigos. Como era un poco mayor que ellos, y de mayor experiencia, se convirtió en su líder. La amistad entre Wang Tsai y To Sheng llegó a ser muy estrecha, pues compartían el mismo celo evangelístico.
En el año 1922, en el hogar de Wang Tsai celebraron por primera vez la Cena del Señor, sin sacerdote ni pastor, con la asistencia de sólo tres personas: Wang Tsai, su esposa y To Sheng. Sintieron tal gozo y libertad, que comenzaron a hacerlo con frecuencia. Semanas después se unió a ellos la madre de Nee y otros hermanos.
A fines de ese mismo año comenzó un verdadero avivamiento entre los jóvenes, luego de la visita a la ciudad de la evangelista Li Yuen-ju. Cuando ella se fue, los jóvenes ministros se hicieron cargo de las predicaciones. Unos salían a invitar por las calles, y el Espíritu Santo atraía a un número cada vez mayor de personas. La ciudad de Fuchou, de 100.000 habitantes, fue grandemente conmovida por este movimiento espiritual.
A causa de la necesidad, tuvieron que arrendar una casa más grande. To-Sheng y otro hermano se fueron a vivir allí, para estar disponibles para los jóvenes a toda hora. Luego comenzaron a salir unos 60 a 80 jóvenes a otros pueblos, a predicar, aprovechando los feriados y vacaciones. Su mensaje era escuchado y respetado por los rústicos campesinos, pues ellos eran jóvenes cultos.
Las primeras lecciones espirituales
Los días sábado, Nee acudía a ver a la Srta. Barber para estudiar la Biblia y ser reprendido. Cuando no había nada en él que ameritara una reprensión, ella hacía preguntas hasta encontrar alguna falla, y entonces lo reprendía. Así, él recibió sus más importantes lecciones espirituales.
Nee era muy celoso acerca de hacer siempre lo correcto y lo justo. Él formaba parte de un grupo de siete obreros, que se reunían todos los viernes. Muchas de esas reuniones se vieron empañadas por discusiones entre Nee y Wang Tsai, quien, según Nee, insistía en imponer su voluntad sólo por ser el mayor. Los demás obreros, generalmente tomaban partido por Wang Tsai. Nee se sintió muchas veces ofendido y buscó luz en la hermana Barber. Ella, contrariamente a lo que él esperaba, le dijo que debía sujetarse al mayor, sin darle mayores explicaciones. Esta dolorosa experiencia se repitió durante 18 meses, y concluyó cuando él se rindió y aceptó ocupar el segundo lugar.
Nee lo explica así: «Yo era siempre el primer alumno tanto en mi clase como de la escuela. También quería ser el primero en el servicio al Señor. Por esa razón, cuando me torné el segundo, yo desobedecí. Dije repetidamente a Dios que aquello era demasiado para mí. Yo estaba recibiendo muy poca honra y autoridad, y todos se alineaban con mi cooperador de más edad. Mas yo adoro a Dios y le agradezco desde lo profundo de mi corazón por todo eso. Fue el mejor entrenamiento. Dios deseaba que yo aprendiese la obediencia, por eso él dispuso que yo encontrase muchas dificultades. Así, con el tiempo, fui llenado de alegría y paz en mi camino espiritual».
Otra importante lección espiritual que Nee recibió de la srta. Barber fue a enfatizar la vida antes que la obra, pues a Dios le importa más lo que somos que lo que hacemos para él. También le advirtió acerca del peligro de la popularidad, que se constituye en un instrumento de seducción para los jóvenes predicadores.
Un episodio familiar ocurrido en este tiempo dejó una profunda enseñanza en Nee. Dios le mostró que durante las vacaciones debería ir a predicar a una isla plagada de piratas. Aceptó el llamado, e hizo los preparativos. Cuando todo estaba listo, y muchos hermanos se habían comprometido, sus padres se le opusieron. ¿Qué hacer? Consultó a Dios y sintió que debía obedecer a sus padres. Aunque era el deseo de Dios que fuera a predicar a la isla, ese propósito quedaba en Sus manos para su cumplimiento. Como To-Sheng no se sintió con la libertad de dar a conocer las razones de su deserción, se ganó una generalizada repulsa de parte de los hermanos.
Más tarde, pudo interpretar esa experiencia objetivamente a la luz de la crucifixión. La revelación de la voluntad de Dios puede ser clara, pero el cumplimiento de esa voluntad para nosotros puede ser en forma indirecta. «Nuestra estima de nosotros mismos se alimenta y nutre porque decimos: ¡Yo estoy haciendo la voluntad de Dios! y nos lleva a pensar que ninguna cosa debe interferir en nuestro camino. Pero cierto día Dios permite que algo se cruce en nuestro camino para contrarrestar esa actitud. Al igual que la cruz de Cristo, atraviesa, no nuestra voluntad egoísta, sino, aunque parezca extraño, ¡nuestro celo y amor por el Señor! Esto resulta muy difícil de aceptar». De hecho, en aquel momento, no fue capaz de hacerlo.
Cuando Nee concluyó sus estudios en el Colegio Trinidad, a los 21 años de edad, tuvo la satisfacción de ser uno de los dos mejores alumnos –junto a Wang Tse–, y sobre todo, de haber ganado un gran número de convertidos, tanto en el colegio, como en la ciudad y sus alrededores. La creación de una pequeña revista mimeografiada, El Presente Testimonio, cuya primera tirada fue de 1400 ejemplares, había contribuido al crecimiento espiritual de los convertidos y los obreros jóvenes.
Una desilusión amorosa
En la misma ciudad de Fuchou vivía una familia de apellido Chang. El padre, Chang Chuenkuan era un querido amigo cristiano, que llegó a ser pastor de la Alianza Cristiana y Misionera, y pariente lejano del padre de To-Sheng. Sus hijos eran de la misma edad y las dos familias se llevaban muy bien. La pequeña Pin-huei (conocida también como Charity) andaba siempre correteando detrás de To-Sheng. En sus travesuras y entretenimientos todos los consideraban como el «hermano mayor».
Cuando los jóvenes crecieron, To-Sheng comenzó a interesarse por Pin-huei, su ex-compañera, que era bonita e inteligente. Sin embargo, sus intereses diferían mucho. Mientras Nee había hecho la firme decisión de dedicarse de lleno a la predicación del evangelio, Pin-huei se convirtió en una joven mundana. Cuando Nee le compartía el evangelio, ella se burlaba de Dios y de él.
Un día que To-Sheng leía el Salmo 73:25: «Fuera de ti nada deseo en la tierra», el Espíritu de Dios lo compungió porque él no podía decir lo mismo. «Sé que tienes un deseo consumidor en la tierra. Debes renunciar a lo que sientes por la señorita Chang. ¿Qué cualidades tiene ella para ser la esposa de un predicador?». Su respuesta fue un intento de hacer un pacto con el Señor. «Señor, haré cualquier cosa por ti. Si quieres que lleve tus buenas nuevas a las tribus que aún no han sido alcanzadas, incluso en el Tíbet, estoy dispuesto a ir; pero no puedo hacer esto que me pides».
Con este sentimiento atado a su corazón, se lanzó a predicar el evangelio con mayor ahínco. Por su parte, Pin-huei se entregó a una vida de estudio y compromisos sociales. Poco tiempo después, al comprobar que ella no se interesaba en las cosas del Señor, sino que persistía en seguir el mundo, decidió olvidarla. Fue a su habitación, se arrodilló y encomendó el asunto firme y definitivamente a Dios, y escribió su poesía «Amor sin límites». Era el 13 de febrero de 1922.
Tu amor, ancho, alto, profundo, eterno,
es en verdad inmensurable,
pues sólo así pudiste bendecir tanto
a un pecador como yo.
Mi Señor pagó un precio cruel
para comprarme y hacerme suyo.
No puedo sino llevar su cruz con gozo
y seguirle firmemente hasta el fin.
A todo yo renuncio
pues Cristo es ahora mi meta.
Vida, muerte, ¿qué pueden importarme?
¿Por qué he de lamentar lo pasado?
Satanás, el mundo, la carne
procuran apartarme.
¡Oh, Señor, fortalece a tu débil criatura,
no sea que traiga deshonra a tu nombre!
(Traducción libre).
Sin embargo, Dios no había dicho la última palabra. Pasarían todavía diez años antes de que este capítulo se cerrase.
Otras lecciones espirituales
Muchas lecciones espirituales fueron aprendidas por Nee en este tiempo. Por ejemplo, recibió un golpe a su ego al comprobar que muchas mujeres cristianas analfabetas, conocían más al Señor que él, pese a todo su conocimiento bíblico. «Yo conocía el libro que ellas apenas podían leer, mientras que ellas conocían a Aquel de quien habla el Libro».
En cuanto a su sustento, también recibió una enseñanza definitiva. Como ya había dejado el Colegio, debería pensar en cómo confiar en Dios para suplir sus necesidades materiales. Las misioneras le habían prestado libros sobre las vidas de fe de Jorge Müller y Hudson Taylor, quienes habían confiado enteramente en Dios. La misma Margaret Barber era un vivo ejemplo de ello. Así, To-Sheng decidió tomar el mismo camino.
Por este tiempo tuvo también una experiencia especialmente dolorosa: por razones que no están claras, fue excluido de la comunión con los hermanos. La decisión le fue comunicada por carta cuando él estaba lejos. Como es natural, su primera reacción fue de irritación, pero el Señor habló a su corazón. Al llegar a la ciudad, muchos hermanos le esperaban para solidarizar con él, pero él les dijo que el Señor no le permitía defenderse, que abandonaría la ciudad para no provocar una división, y que ellos deberían quedarse quietos. En esta situación él aprendió a permanecer de manera práctica a tomar la cruz y seguir al Señor.
De un testimonio dado por Nee en octubre de 1936, se puede deducir que el motivo pudo ser el diferente énfasis en hacer la obra de Dios, el de ellos, era evangelístico, y el de Nee era la edificación de las nacientes iglesias. Un autor dice que la causa fue el que Nee se oponía a la ordenación de uno de ellos por un misionero denominacional.
Sea como fuere, lo cierto es que, al poco tiempo, muchos de ellos se arrepintieron de haberlo excluido. Uno de ellos dijo: «Obramos muy neciamente, pero quizá estábamos muy influenciados por celos, pues el hermano Nee era mucho más dotado que nosotros».
Cuando Nee era ofendido por alguien, no le guardaba rencor. Al contrario, solía decir: «Los hermanos que pecan son como niños que caen en un charco con barro. Sus vestidos y cabellos se ensucian. Pero déles un baño y estarán nuevamente limpios. En el futuro, todos los hermanos y hermanas serán piedras preciosas transparentes en la Nueva Jerusalén».
Otro fuerte golpe recibió Nee en enero de 1925, cuando le fue sugerido por su amigo Wang Tsai que no asistiera a la convención de Fuchou, por cuanto las críticas a la obra se centraban en él. Este pedido sacudió su paz en Cristo y lo hundió en una profunda desilusión. Sin embargo, recibió del Señor las siguientes palabras: «Deja tus problemas conmigo. ¡Ve y predica las buenas nuevas!».
En una de esas salidas a predicar, tuvo una maravillosa experiencia en el pueblo de Mei-hua, que Nee relata en su libro «Sentaos, Andad, Estad firmes». Fue a ese pueblo con un pequeño grupo de seis jóvenes. Los vecinos allí tenían anualmente una celebración en honor de su dios Ta-wang. Ellos confiaban tanto en su dios, así que no precisaban creer en Cristo. Uno de los jóvenes cristianos desafió al dios Ta-wang, y Dios les dio una maravillosa victoria, humillando al ídolo y abriendo el camino para la fe.
Un ministro preparado
Watchman Nee no frecuentó nunca una escuela teológica o Instituto bíblico. Pero estaba consciente de que Dios quería siervos preparados, por eso se dedicó a estudiar y meditar la Palabra de Dios, y a leer extensamente tanto comentarios bíblicos como biografías de destacados siervos de Dios. Su capacidad era tal, que podía comprender, y memorizar mucho material de lectura en muy poco tiempo. Él fácilmente podía captar los temas de un libro con una rápida ojeada.
Nee encontró mucha ayuda personal en los escritos de Andrew Murray y F. B. Meyer, sobre la vida práctica de santidad y liberación del pecado. También leyó sobre Charles Finney, Evan Roberts y el avivamiento de Gales; indagó en los libros de Otto Stockmayer y Jessie Penn Lewis sobre el alma y el espíritu, y la victoria sobre el poder satánico. Siguiendo el ejemplo de Govett, Panton y Darby, Nee vio la necesidad de buscar una forma más primitiva de adoración que la ofrecida por las denominaciones, las que en ese tiempo ofrecían ya un triste espectáculo de molicie y religiosidad muerta.
Por medio de M. Barber, Nee se familiarizó con los libros de Madame Guyon, D. M. Panton, Robert Govett, G. H. Pember, William Kelly, C. H. Mackintosh, entre otros.
En el comienzo de su ministerio, él invertía un tercio de sus ingresos en sus necesidades personales, un tercio en ayudar a los demás, y el tercio restante para comprar libros. Él hizo un acuerdo con algunos libreros de libros usados de Londres de que siempre que ellos recibiesen algún libro de los autores que a él le interesaban, que se los remitiesen inmediatamente.
Él llegó a tener una colección de más de 3.000 volúmenes de los mejores libros cristianos. Cuando aún era un joven, el cuarto de Nee estaba casi lleno de libros. Había libro en el suelo, y una ruma a cada lado de la cama, dejando apenas espacio para acostarse. Muchos comentaban que él estaba enterrado en libros. Sin embargo, su principal lectura siempre fue la Biblia, que leía sistemáticamente cada día, hasta completar al menos una lectura del Nuevo Testamento al mes.
Pese a que su salud era precaria, repartía su tiempo entre sus estudios, la obra, y la edición de su pequeña Revista cristiana. La revista se publicaba en forma irregular a medida que Dios le enviaba dinero por medio de pequeñas ofrendas, y era distribuida sin cargo. Su nombre comenzó a conocerse, y ya recibía invitaciones para dar su testimonio y predicar.
Su mensaje era muy novedoso para su época, pues exponía de forma sencilla y clara que el único camino a Dios es por medio de la obra consumada de Cristo. Demasiados cristianos se esforzaban por lograr la salvación en base a sus propias obras, lo que, en principio, no se diferenciaba mucho del budismo. Predicaba también que para los creyentes no era suficiente con recibir el perdón de los pecados y la seguridad de la salvación, puesto que sólo representaba el punto de partida. Era un evangelio para los creyentes.
En los próximos años, el peregrinar espiritual de Nee lo llevó a ministrar a estudiantes de Colegios y Seminarios, a colaborar con la revista Luz Espiritual, dirigida por Li Yuen-ju, a cambiar el nombre de su propia revista Avivamiento, por el de El Cristiano, y a establecer en Shangai su base de operaciones.
Enfrentando una prueba grande
Sin embargo, lo que sacudió profundamente su vida por este tiempo fue un problema de salud. Los problemas habían comenzado en 1924 con apenas un leve dolor en el pecho. El médico que lo examinó le dijo que era una tuberculosis, por lo que sería necesario un prolongado descanso. Pasados algunos meses de cuidados especiales, la enfermedad no cedía. Un nuevo examen indicó que la enfermedad había avanzado. El pronóstico del médico fue muy desalentador: «Tiene avanzada tuberculosis en sus pulmones. Vuelva a su casa, descanse y coma alimentos nutritivos. Es todo lo que puede hacer. Puede ser que mejore.» Todas las tardes tenía fiebre y por las noches transpiraba y no lograba dormir. Para predicar debía realizar un inmenso esfuerzo, que lo dejaba exhausto.
Había tenido tantos planes, tantas esperanzas de grandes cosas. Ahora Dios le decía que no. Comenzó a examinarse. Surgió en él un deseo de ser puro ante Dios, confesando pecados, buscando así una explicación de lo que él pensaba era el disgusto de Dios.
De regreso en Fuchou por asuntos familiares, Nee tuvo una experiencia inolvidable. Por esos días andaba muy debilitado y enfermo; su aspecto era bastante deplorable para un joven como él. Se encontró en la calle con un antiguo profesor del Colegio Trinidad. Por tradición, los estudiantes chinos tienen en alta estima a sus profesores, volviendo a ellos para agradecerles cada vez que obtienen algún éxito. El profesor lo invitó a tomar té, y le enrostró su fracaso: «Teníamos un alto concepto de ti en la escuela y teníamos esperanzas de que lograrías algo importante. ¿No has adelantado ni un centímetro? ¿No has progresado? ¿No tienes carrera, nada? Nee, por un momento, se sintió muy avergonzado. Pero de pronto, según cuenta, «supe lo que era tener el Espíritu de gloria sobre mí. Podía levantar la vista y decir: Señor, te alabo que he escogido el mejor camino. Para mi profesor era un desperdicio total servir al Señor Jesús; pero esa es la meta del evangelio: entregar todo a Dios».
Pero su enfermedad no cedía, y su madre, Huo-Ping tuvo la impresión, al verle, que le quedaba muy poco tiempo. En esos días recibió nueva luz de 2 Corintios, la carta autobiográfica de Pablo, acerca del vaso de barro, que le animó y consoló en su propia debilidad.
Dentro de las fuerzas que escasamente poseía, se abocó a la tarea de terminar un libro que había comenzado poco tiempo antes, sobre el hombre de Dios, que describía en forma concienzuda el espíritu, alma y cuerpo. Luego de escribir algunos capítulos, lo había abandonado por considerarlo demasiado teórico; ahora, en vista del escaso tiempo que le quedaba, decidió intentar terminarlo. Le parecía que sería una pérdida no compartir sus experiencias espirituales al respecto antes de morir.
Gracias a la oración persistente y el apoyo de numerosos hermanos y hermanas, logró concluir en cuatro meses el primer tomo de El Hombre Espiritual. Para escribir, se sentaba en una silla de respaldo alto y apretaba su pecho contra el escritorio para aliviar el dolor. De la hermana Ruth Lee recibió ayuda para la revisión literaria del libro, y lo publicó en Shangai. Un par de años después, en junio de 1928, Nee logró terminar el resto.
Fue el primer libro que escribió y el último, pues todos sus otros libros son recopilaciones de mensajes orales. Más tarde, Nee no aceptó hacer nuevas reimpresiones de El Hombre Espiritual, porque le parecía demasiado perfecto y sistemático. Pensaba que los lectores corrían el peligro de un entendimiento intelectual de las verdades, sin sentir la necesidad del Espíritu Santo. Además, la parte sobre la lucha espiritual enfatizaba sólo el aspecto individual, pero más tarde tuvo más luz para ver que era un asunto del Cuerpo de Cristo y no del individuo.
Después de concluido el libro, Nee oró a Dios: «Ahora permite a tu siervo partir en paz». En esos días, su enfermedad empeoró a tal punto que por las noches sudaba copiosamente, y no lograba dormir. Era apenas piel y huesos. Su voz estaba ronca. Algunas hermanas se turnaban para atenderlo. Una enfermera que lo visitó dijo: «Nunca vi un enfermo con una condición tan lamentable». Un hermano telegrafió a las iglesias de diferentes lugares, avisando que ya no había esperanza, que no necesitaban orar más por él.
Mientras oraba al Señor en su lecho de enfermo, Nee recibió tres palabras del Señor: «El justo por la fe vivirá» (Rom. 1:17); «Porque por la fe estáis firmes» (2 Cor. 1:24); y «Porque por fe andamos» (2 Cor. 5:17). Nee creyó que esas palabras significaban su sanidad. Así que, luchando contra su incredulidad, y contra los susurros de Satanás, se levantó con gran dificultad, se puso su ropa que hacía casi seis meses que no usaba, y se paró, repitiendo las palabras recibidas.
Sintió que el Señor le decía que fuera a la casa de la hermana Ruth Lee. Allí, desde hacía varios días, había un grupo de hermanos y hermanas orando y ayunando por su salud. Cuando abrió la puerta y vio la escalera le pareció la más alta que había visto en su vida (pues estaba en un segundo piso). «Le dije a Dios: –cuenta Nee– «Puesto que me dijiste que ande, lo haré, aunque la consecuencia sea la muerte. Señor, no puedo andar; por favor, sosténme con tu mano». Apoyándome en el pasamanos descendí escalón por escalón, nuevamente sudando frío. A medida que descendía seguía clamando «andar por fe», y a cada escalón oraba: «¡Oh Señor, tú eres quien me haces caminar». A medida que descendía los 25 escalones, era como si estuviese, por la fe, con mis manos en las manos del Señor. Al llegar al final, me sentí fortalecido y caminé con rapidez hacia la puerta del fondo. Al llegar a la casa de la hermana Lee, golpeé la puerta como lo hizo Pedro (Hch. 12:12-17), y al entrar, siete de los ocho hermanos y hermanas pusieron sus ojos en mí, sin hacer ni decir nada, y a continuación, todos se sentaron allí quietos por casi una hora, como si Dios hubiese aparecido entre los hombres. Al mismo tiempo, yo me sentí lleno de acciones de gracias y de alabanzas al Señor. Entonces les relaté todo lo sucedido en el transcurso de mi sanidad. Llenos de alegría hasta el júbilo en el espíritu, alabamos en voz alta la maravillosa obra de Dios... Al domingo siguiente, hablé tres horas desde una plataforma».
Más tarde confesaría que durante aquellos largos días de postración, él recibió luz para ver las directrices que debería tener la obra que Dios le había llamado a realizar: obra de literatura, reuniones para «vencedores», edificación de iglesias y entrenamiento de jóvenes.
Sin embargo, aun cuando fue sanado milagrosamente de la tuberculosis, padeció de una angina de pecho por cuarenta y cinco años, de la que no fue sanado. Frecuentemente, él sufría de fuertes dolores, aun en medio de las predicaciones, que le obligaban a apoyarse en el púlpito. Dios permitió que de esa manera él viviera en continua dependencia de Dios para desarrollar su ministerio.
Crecimiento e influencias
A principios de 1928 Nee arrendó una casa en la calle Wen Teh Li, en Shangai, que fue la sede de la obra a partir de entonces. Allí tuvo lugar ese mismo año la primera Conferencia de Shangai, en un pequeño salón para 100 personas.
En mayo de 1930 tuvo la tristeza de saber que Margaret Barber había partido con el Señor. Muchas veces después, Nee habría de reconocer que de ella aprendió las más valiosas lecciones espirituales en su vida. En la Biblia que ella le legó estaba la siguiente inscripción: «Oh Dios, dame una completa revelación de ti mismo», y en otro lugar: «No quiero nada para mí misma, quiero todo para mi Señor». Ella murió tal como siempre vivió: sin un centavo en su bolsa, pero rica en Dios, «...como pobre, pero enriqueciendo a muchos».
Otros hombres de Dios, extranjeros, habrían de ser un grato aliento y edificación para Nee. Lo fue primeramente C. H. Judd, y después Thornton Stearns. Más tarde también lo sería Elizabet Fischbacher.
T. Stearns era catedrático de la Universidad de Chefú, que tenía un grupo de oración y estudio bíblico compuesto por profesores y alumnos de esa universidad. Nee fue invitado en 1931 a dirigir una serie de reuniones para ellos, con gran éxito. Muchos jóvenes se agregaron a la fe.
Comunión con los Hermanos
En noviembre de 1930, Nee y los hermanos conocieron a Carlos R. Barlow, y a través de él, a los principales exponentes del grupo de los Hermanos de Londres (de la facción «exclusivista»). Entre ellos surgió una entusiasta comunión, que derivó en un viaje de Nee a Londres y Estados Unidos.
En Inglaterra fue muy bien recibido, y no sin extrañeza, por tratarse de un joven chino que mostraba gran madurez espiritual. Nee tuvo gran admiración por su erudición bíblica, pero se impacientó al ver su arrogancia y su inclinación por los largos debates teológicos.
La comunión se vio empañada muy luego por el excesivo celo de los Hermanos, quienes se molestaron porque Nee participó en Londres de la Mesa del Señor con otros hermanos. Esto trajo consigo una larga y triste serie de conversaciones, que derivaron, posteriormente, en la ruptura de los Hermanos.
El día del gozo
En 1934 concluyó la larga espera de Nee por una esposa. Para su sorpresa, Chan Pin-huei se volvió al Señor en Wen Teh Li, después de acabar sus estudios de inglés en la Universidad de Yenching. Era una joven muy culta, hermosa, y ahora, muy humilde y temerosa de Dios. Después de largas consideraciones y mucha oración, decidió pedirla en matrimonio. La oposición no fue menor, tanto de algunos familiares de ella – por casarse con un «predicador despreciado»; como de los hermanos, que casi lo idolatraban, al juzgar que un hombre de oración como él no debería preocuparse de cosas tales como sexo y la procreación.
El 19 de octubre de ese año, tras concluir la cuarta Conferencia de Vencedores en Hangchou, se casaron, el mismo día del aniversario matrimonial de los padres de Nee. Dieron gracias a Dios rodeados de hermanos, y cantando el himno que él le escribiera a su amada diez años antes.
(Continuará)
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.Una revista para todo cristiano • Nº 42 • Noviembre - Diciembre 2006
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La ejemplar y controvertida historia de Nee To Sheng, más conocido como Watchman Nee.
El vigía que vino de China (2a Parte)
Watchman Nee nació en China, en 1903. Cristiano de tercera generación, a los 17 años de edad se consagró enteramente al servicio del Señor. Gracias a la ayuda recibida especialmente de la misionera Margaret Barber, Nee progresó rápidamente en el conocimiento del Señor Jesucristo y del propósito de Dios.
Su fe fue grandemente probada a los 24 años de edad, cuando estuvo aquejado de una enfermedad mortal, de la cual fue sanado milagrosamente.
En 1934, luego de una larga espera por Pin-huei, su novia de juventud, se casó con ella.
Tempranamente, Watchman Nee conoció el sinsabor de la maledicencia. Recién casado, una tía de su esposa dio rienda suelta a su enojo por el enlace de su sobrina con tal sujeto, publicando en un diario de amplia difusión una serie de diatribas contra Nee, durante una semana antera. Ella lo acusaba de ser un predicador de baja moral, sostenido por fondos extranjeros.
El impacto sobre el ánimo de Nee fue muy fuerte, llevándolo casi a la depresión. Sin embargo, varias experiencias alentadoras vendrían a sacarle de ese estado.
Por lo demás, la obra que se expandía reclamaba su atención. Dos fueron los medios que permitieron esta expansión. Una, la amplia difusión que tuvieron las publicaciones de Nee entre cristianos de todas las filiaciones. Su claridad y sencillez para exponer las doctrinas bíblicas fueron de gran ayuda para los recién convertidos. Lo segundo, fue el uso espontáneo del hogar de los creyentes como centros para el desarrollo de nuevas iglesias. Grupos de oración surgían en cada nueva ciudad a donde los cristianos se trasladaban. A esto se sumaba la labor de los obreros, que evangelizaban y establecían nuevas iglesias. Para 1938, Nee declaró que había 128 ‘apóstoles’ dedicados a la obra. Algunos de ellos en el extranjero: Filipinas, Singapur, Malasia e Indonesia. El mismo Nee visitó Manila en 1937.
En el año 1935 se unió a Nee Chiang Sho Dao, más conocido como Stephen Kaung. Proveniente de una familia metodista, conoció a Nee en una conferencia en una universidad en Shangai, donde Kaung estudiaba. Kaung habría de ser posteriormente uno de los más fieles colaboradores, y continuadores de la obra de Nee en Occidente, y lo es hasta el día de hoy.1
Las nuevas necesidades que surgían condujeron a Nee a dejar de lado parcialmente las enseñanzas sobre la vida interior del cristiano, para abocarse a asuntos más técnicos y prácticos de la obra y las iglesias. Es así como se publicó en 1938 el libro Reviendo la Obra, conocido hoy bajo el título La Iglesia Normal. Este libro fue objeto de mucha polémica, si bien realiza aportes incuestionables para una visión más clara del modelo apostólico de la iglesia.
Un fructífero recorrido por Europa
Este mismo año, Nee hizo un viaje a Europa, donde conoció personalmente a T. Austin-Sparks, de quien había sido un ávido lector. Con él asistió a la Conferencia de Keswick, en Inglaterra. Por ese tiempo, se había desatado en toda su crueldad la guerra chino-japonesa. Cuando le tocó hablar, Nee dirigió a la reunión en intercesión por el lejano oriente, en tales términos que dejó una huella indeleble en los que le escucharon.
A. I. Kinnear, uno de sus biógrafos, estaba presente en aquella ocasión: «Fue una oración que los presentes jamás olvidaron: ‘El Señor reina; lo afirmamos osadamente. Nuestro Señor Jesucristo está reinando, y él es Señor de todo. Nada puede tocar su autoridad. Son fuerzas espirituales que están decididas a destruir sus intereses en China y en Japón. Por lo tanto, no rogamos por China ni tampoco por Japón, sino que rogamos por los intereses de tu Hijo en esos dos países. No culpamos a ningún hombre, pues son sólo instrumentos en la mano de tu enemigo. Nosotros deseamos tu voluntad. Quiebra, oh Señor, el reino de las tinieblas, pues las persecuciones de tu iglesia te están hiriendo a ti. Amén».
Durante la Conferencia habló sobre las cualidades necesarias para un misionero, y, basado en la epístola a los Romanos, habló sobre «La obra del Señor para nuestra salvación: el Señor mismo como nuestra vida». Fue muy significativo que el fin de semana haya participado de la gran reunión de comunión bajo el lema: «Todos uno en Cristo Jesús».
A. I. Kinnear habla así de su experiencia personal con Nee: «Cuando hablaba en público, su excelente dominio del idioma inglés, junto con sus modales agradables, hacía un deleite el escucharle. Pero era el contenido de sus mensajes que nos cautivó. No desperdiciaba palabra, sino que iba al grano y señalaba algún problema de la vida cristiana que nos preocupaba desde tiempo atrás, o nos confrontaba con alguna demanda de Dios que habíamos dejado de lado».
En cuanto a mantener la comunión con el Señor, Nee solía usar el siguiente ejemplo: «Suponga que un tren esté viajando de Szchuan para Kunmim. Él debe pasar por muchos túneles. A veces está viajando en la oscuridad, a veces en la luz. La experiencia de la comunión de un cristiano con el Señor es igual. Si está en la oscuridad, él primero debe confesar su pecado. Si no hay ningún sentimiento de pecado, debe ejercitar su voluntad para continuar en la comunión».
Mientras estaba en Inglaterra, Nee recibió la triste noticia de que Pin-huei había perdido al hijo que esperaban. Pin-huei no volvió a concebir, y el matrimonio no llegó a compartir el gozo de tener hijos.
En octubre, Nee fue invitado a Dinamarca para celebrar reuniones. En Copenhague, dio una serie de mensajes sobre Romanos 5 al 8 titulados La Vida cristiana Normal. Estos, junto con otros sobre el mismo tema, formaron más tarde los libros que llevan dicho nombre y el de La Cruz en la Vida Cristiana Normal. Pasando a Odense, dio una notable charla sobre las palabras claves de Efesios: Sentaos, Andad, Estad Firmes, que luego se publicara en forma de libro.
Cuando llegó a París, de regreso de Noruega, Alemania y Suiza, encontró una carta de sus colaboradores en Shangai instándole a encarar más a fondo el problema de la aplicación práctica del Cuerpo de Cristo con su nuevo amigo y consejero Austin-Sparks. Sin embargo, Austin Sparks había elegido enfatizar más bien el Cuerpo místico de Cristo y la libertad del Espíritu para darle hoy una variedad de expresiones sobre la tierra, cada una un testimonio de la Cabeza que está en el cielo. De manera que aunque la comprensión y amistad entre ellos eran profundas, en este particular les costó ponerse de acuerdo. No tenían desacuerdo en cuanto al vino nuevo, pero la preocupación de Nee radicaba en los odres que lo contenían.
Allí en París, con la ayuda de Elizabet Fischbacher, tradujo al inglés su libro Reviendo la Obra, que se publicó en Inglaterra en mayo de 1939.
De vuelta en Shangai
De vuelta en Shangai, hubo que atender otros asuntos. Uno de ellos era la estrechez del local de la calle Wen The Li. Habían anexado dos casas a la primera, pero el espacio aún era pequeño. Más tarde se agregarían otras dos, obligando a una nueva distribución cada vez.
Alguien describió así la escena en esas reuniones: «El domingo por la mañana muchas personas se reúnen en silencio a las 9:30 para escuchar la predicación de la Palabra. Las mujeres de un lado y los hombres de otro, siendo el salón más ancho que largo. En los bancos sin respaldo todos deben sentarse lo más juntos posible para aprovechar al máximo el espacio, pues en tres lados de la parte exterior del edificio hay personas escuchando por las ventanas y ante la amplia puerta de dos hojas, o bien por altoparlantes. Otros están reunidos en el piso superior. Junto con los pobres están los cultos y los ricos: doctores junto con obreros, abogados y maestros con culis y cocineros. Entre las hermanas modestamente vestidas hay no pocas mujeres y muchachas modernas con peinados de moda y maquillaje, mangas cortas y vestidos de seda con tajos en los costados. Los niños corretean de un lado a otro, los perros entran y salen, los vendedores ambulantes pasan por la calle, se oyen los bocinazos de los coches y los altavoces suenan distorsionados. Pero cada domingo se predica fielmente la palabra de la cruz. Se les da el alimento más sólido y un desafío claro».
En sus predicaciones, Nee mantenía la atención con sus modales suaves, su razonamiento sencillo, pero exhaustivo y con sus analogías muy adecuadas. Jamás se le vio utilizar notas, pero recordaba y podía reproducir cualquier cosa que había leído. Para ilustrar algo visualmente dibujaba en el aire un cuadro imaginario, y si para ilustrar algún punto contaba una anécdota personal, casi siempre iba en contra suya. Su agudo sentido del humor producía a menudo risa en el auditorio y nadie se dormía en sus reuniones. Pero de principio a fin jamás se desviaba de su tema.
En cuanto a la orientación del Señor para la obra, Nee era muy agudo en su discernimiento y rápido en tomar decisiones. Explicando por qué era así, decía: «Si me equivoco, el Señor usará el muro y el asna para frenarme, así como lo hizo con Balaam».
Su esposa, siempre presente, callada y reservada, prefería mantenerse un tanto alejada del grupo, pero lo apoyaba en todo lo que él hacía.
En la primavera de 1940, Nee dio una serie de estudios muy prácticos sobre Abraham, Isaac y Jacob, bajo el título Los tratos de Dios en su Pueblo, que fue publicado más tarde bajo el título Transformados en su semejanza. Como efecto de su viaje a Europa, su predicación sobre la iglesia llegó a ser más espiritual o mística. «La Iglesia, Los Vencedores y el Eterno Propósito de Dios» fue el tema de sus mensajes en la Primera Conferencia, a los que siguió un curso muy completo sobre «la Iglesia, el Cuerpo y el Misterio».
Otra vez bajo la disciplina del Señor
Por este tiempo, el ministerio de Nee experimentó un vuelco importante. Las condiciones económicas en China se volvieron muy difíciles a causa de las continuas guerras. Muchos obreros que servían a tiempo completo empezaron a tener necesidad. Nee se había hecho cargo del sostenimiento de muchos de ellos, pero ahora se veía limitado para ayudarlos. Desalentado por este problema que se agudizaba con el paso de los meses, Nee tomó una decisión que fue muy resistida por algunos.
Su hermano Huai-tsu, doctor en Química, había formado un centro de investigación en su propio laboratorio. También había establecido en Shangai una droguería para la manufactura y distribución de medicamentos. Siendo Huai-tsu un buen profesor y científico pero mal hombre de negocios, la empresa no prosperaba. Ellos esperaban que Nee socorriese a su hermano, puesto que él ayudaba a tantos hermanos. Pero como no lo hacía, los padres llegaron a criticarlo por eso.
Nee vio que allí había un potencial. La empresa, por no estar directamente ligada con la guerra, podría prosperar, pues suplía una necesidad para el país. Así, tuvo la idea de formar una compañía asociada para la manufactura de drogas de primera calidad, empleando la experiencia de su hermano como químico y donando las ganancias a la obra del Señor. Así nació «Laboratorios Biológicos y Químicos de la China», con domicilio en Shangai.
Al principio Nee, como presidente del directorio, dejó las cosas en manos del gerente C. L. Yin, y sólo vigilaba las operaciones ocasionalmente, vistiendo un traje moderno de hombre de negocios para las entrevistas, y poniéndose luego su humilde vestimenta habitual para visitar a los creyentes.
Muchos pensaban que Nee había abandonado la obra. Cuando un grupo de hermanos le visitó y le interrogó al respecto, él dijo: «Sólo estoy haciendo lo que Pablo hizo en Corinto y en Éfeso. Es algo excepcional y sólo dedico una hora diaria a capacitar a los representantes de la compañía; luego hago la obra del Señor». Cuando insistían, él replicaba: «Soy como una mujer que ha quedado viuda y tiene que salir a trabajar por necesidad». Sin embargo, más tarde, él reconoció que había otras razones: una de ellas era la pesada monotonía de su diaria rutina.
Este nuevo modo de vida fue cuestionado por los cuatro ancianos de la iglesia en Shangai. Habían cambiado su concepto de él y llegaron a considerarlo un desertor. Así que, a fines de 1942 le pidieron que se abstuviera de predicar en Wen Teh Li. El impacto que esta decisión produjo en los hermanos fue severo y, como es lógico, dio lugar a muchas especulaciones. Algunos criticaban incluso los almuerzos de Nee con gente del mundo.
Dado el silencio que mantuvieron los ancianos, él sentía que todo su testimonio estaba en juego. Sin embargo, a causa del gran número de obreros que dependía de él, no sintió libertad para revocar su decisión. No procuró vindicarse a sí mismo, sino que aceptó la decisión de los ancianos como una disciplina de Dios, quien a su tiempo justificaría tal acción.
Su esposa, quien le ayudaba en el laboratorio, no podía entenderlo. Cierto día oyó a Nee respondiendo un llamado telefónico en el cual la otra persona hablaba con voz fuerte durante largo tiempo. Él se limitó a escuchar, contestando de vez en cuando: «Sí... sí... gracias... gracias». «¿Quién era el que te hablaba de esa forma?», le preguntó cuando colgó el teléfono. «Era un hermano que me decía todo el mal que yo estaba haciendo». «¿Y eres culpable de todo eso?», le preguntó ella. «No», replicó. «Entonces, ¿por qué no le diste una explicación en vez de decir ‘gracias’?», exclamó impacientemente. «Si alguien exalta a Nee To Sheng hasta el cielo», le respondió, «sigue siendo Nee To Sheng. Y si alguien lo pisotea hasta el infierno, sigue siendo Nee To Sheng».
En otra oportunidad le preguntaron por qué no trataba de dar explicaciones, evitando así ser mal interpretado. Él respondió: «Si las personas confían en nosotros, no es necesario explicar; si ellas no confían en nosotros, no sirve de nada explicar». Él no sólo no se justificaba cuando era calumniado, sino que tampoco argumentaba ni discutía cuando era reprendido cara a cara por alguien. Nee decía: «Cuanto más bajo colocamos algo, más seguro estará. Es más seguro poner una copa en el piso».
Típico de su manera de ser, se sabe que incluso envió ayuda económica secretamente a algunos de los hermanos que se oponían a su conducta. Las ganancias de su empresa se dedicaban enteramente al sostenimiento de obreros. También invirtió dinero en la adquisición de un centro de entrenamiento, con unas doce cabañas, en el Monte Kuling, cerca de Fuchou, y para la construcción de un nuevo local de reuniones en Shangai.
Cierta vez, Nee fue reprendido por un empleado durante un largo tiempo. Nee estaba sentado calmadamente en una silla, con un diario en la mano, sin mostrar ningún cambio en su expresión. Cuando los vecinos se dieron cuenta de que el empleado estaba actuando mal, intervinieron.
Nee creía que el Espíritu de Dios nos disciplina por medio de todas las cosas que nos suceden. Dios prepara cada detalle del ambiente que nos rodea, a fin de quitar de nosotros lo que somos naturalmente, y conformarnos a la imagen de Cristo. Todas las cosas de nuestra vida natural deben ser quitadas, para que nuestro ser pueda ser constituido por el Espíritu Santo con la vida divina. Nee aprendió a aceptar todo tipo de circunstancias sin murmurar, acusar, o criticar. Consideraba todo una disciplina del Espíritu Santo; creía que todas las cosas colaboraban para su bien espiritual. Quienes le conocieron le vieron siempre calmado, en paz, y dispuesto a aceptar todo tipo de situación.
En el Laboratorio pronto surgieron problemas que no había previsto, y las demandas del negocio pronto comenzaron a ocupar cada vez más de su tiempo. Había luchas comerciales y una competencia exagerada con las otras compañías. Hubo quejas de los accionistas, e incluso hubo accidentes. Sus dones para organizar y conciliar fueron utilizados al máximo en una situación delicada de por sí y agravada por la guerra.
Acuciado por las necesidades, Nee aceptó un empleo en el gobierno. A causa de su rica experiencia en el Señor, era un funcionario muy eficiente. Todos sus superiores lo admiraban. Él nunca intentó demostrar que era superior; al contrario, vivía y trabajaba en una actitud de sumisión y acataba las órdenes de sus jefes. Cuando la guerra terminó, le ofrecieron un alto cargo, sin embargo, él lo rechazó a causa de su llamamiento para hacer la obra de Dios.
Su gran habilidad llevó a la empresa a ocupar el primer lugar entre los productores e importadores de drogas en China. En los dos años y medio siguientes viajó mucho, y eventualmente también ministraba la Palabra en otros lugares. En 1945 dio una serie de charlas sobre las Siete Iglesias de Asia, identificándola con fases de la historia de la Iglesia. Sin embargo, no se sentía con libertad para partir el pan con los hermanos.
En Chunkin, le pidieron que participara de la mesa del Señor. Sin embargo, él no lo hizo; simplemente se sentó y oró en silencio. Cuando le preguntaron el motivo, él dijo: «El problema con la iglesia en Shangai aún no ha sido resuelto; por lo tanto no puedo partir el pan aquí». Alguien le preguntó cuándo reasumiría su ministerio, y él respondió: «No hay ninguna posibilidad».
En su doble rol de hombre de negocios y ministro de Dios se agilizó intelectualmente como nunca antes y gozaba de ello, pero su físico frágil comenzó a resentirse. Las demandas de su negocio eran tales que le quedaba poca fuerza para ocuparse directamente en la obra del Señor.
Cuando terminó la invasión japonesa, Nee comenzó a hacer planes para desligarse del laboratorio. En Shangai aún las puertas estaban cerradas para él. Pero no sólo él tenía problemas; la iglesia también. A causa de la guerra, tenían dificultades para reunirse en Wen Teh Li, y sólo podían hacerlo por las casas. Ahora, poco a poco, comenzaban las actividades de nuevo.
A mediados de 1946, Nee pidió a Lee Shang-chou (Witness Lee), que se trasladara de Chefú hasta Shangai para ayudar en la obra. Lee se trasladó y fue de mucha ayuda. Su carácter autoritario y sus dotes de organizador, devolvieron el orden a la iglesia dispersa. Se estableció un estricto programa de reuniones y orden por distritos. Sin embargo, a poco andar, la libertad del Espíritu se comenzó a perder. Incluso se llegó a instalar un sistema de relojes para registrar la hora de llegada de cada creyente, y «se cerró» celosamente la mesa del Señor. La disciplina y la sujeción fueron la consigna de ese tiempo. Nee estaba ausente.
En el corazón de los que tenían la responsabilidad en las iglesias, había gran preocupación por la prolongada ausencia de Nee. Ya en 1946, Lee habían preguntado a los ancianos en Shangai: «¿Actuaron en el Espíritu cuando tomaron la decisión de excluirlo? ¿Cuál fue el efecto? ¿Pueden decir que tal decisión produjo vida?». Con tristeza tuvieron que responder negativamente.
Redimiendo el tiempo
En el verano de 1947, Nee compartió una serie de mensajes que se reunieron bajo el título La Liberación del Espíritu, que tratan del quebrantamiento necesario como condición para la liberación del poder divino en el creyente. También dirigió reuniones para estudiantes universitarios, tanto en Shangai como en Fuchou, su ciudad natal.
Los últimos énfasis en las últimas enseñanzas de Nee tienen que ver con tres tópicos principales: la disciplina del Espíritu Santo, el quebrantamiento del hombre exterior (el alma), y la liberación del espíritu. Aunque el Espíritu Santo habita en nosotros, si nuestro hombre exterior no es quebrantado, nuestro espíritu jamás podrá ser liberado, sino que quedará aprisionado en nuestro interior. Por eso, el hombre exterior debe ser quebrantado a fin de que el hombre interior (el espíritu humano con el Espíritu Santo) pueda ser liberado. Este quebrantamiento se produce a través de las circunstancias de nuestra vida, ordenadas por el Espíritu Santo. Cuando se produce la liberación del espíritu, aquellos que nos escuchan son vivificados. Y en esto consiste, en definitiva, la obra de Dios.
A comienzos de 1948, en reunión con varios obreros, entre ellos Lee, Nee delineó un plan de acción para la obra que establecía a Fuchou como centro. Este plan surgió a partir de una nueva luz del libro de los Hechos, donde se vio que el énfasis de la obra es regional. Desde Fochou (y otros centros regionales) se esperaba abarcar toda la región adyacente, mediante el envío de obreros y el traslado de familias.
A través de Lee, los ancianos de Shangai invitaron a Nee a dirigir una Conferencia en Wen Teh Li, en el mes de abril. Cuando Nee llegó, encontró unos sesenta obreros y más de treinta ancianos de todas partes de China, junto a los de Shangai mismo. Nee se reunió primero con los ancianos de Wen Teh Li, y, en presencia de Dios, hizo una amplia confesión de sus propias fallas durante los últimos años. Con este acto de reconciliación fue restaurada finalmente la comunión entre ellos. Habían pasado seis años.
Sin embargo, en Shangai había muchas innovaciones. Se había establecido una forma de jerarquía entre los de mayor responsabilidad que les hacía ocupar sillas más elevadas. Por unanimidad, a Nee le reservaron la más alta.
Los hermanos habían esperado con mucha expectación su retorno. Aquellos días, ellos colmaron el recinto. Uno de sus primeros mensajes se basó en las palabras de Jesús: «Dad a Dios lo que es de Dios» (Mr. 12:17). El efecto fue tremendo. Muchos se volvieron al Señor. Antes del mes, alrededor de doscientos nuevos creyentes habían sido bautizados. El lugar de reunión, que tenía capacidad para 400 personas, reunía a más de 1500, algunos sentados en las escaleras, en los salones contiguos, o en la calle.
Ya se había difundido la noticia de que Nee había donado el laboratorio a la iglesia. Como consecuencia, en medio de una gran algarabía, muchos se consagraban a Dios trayendo ofrendas en dinero para la extensión de la obra. Otros traían donaciones en mercadería. Algunos entregaban sus empresas para el uso de la iglesia. Tal cosa no se había visto en China en el pasado. Era un retorno a Hechos 4 con sus bendiciones.
El problema que se planteó entonces fue que las iglesias tuvieron una prosperidad material sin precedentes. Controlaban gran cantidad de fondos y dirigían empresas justo en el momento cuando la palabra ‘capitalista’ comenzaba a ser un término de oprobio, y cuando la mera posesión de riquezas causaría sospechas.
El programa de capacitación para obreros se reanudó en Fuchou. A mediados de junio de 1948 más de cien jóvenes de varias ciudades se reunieron en el apartado y tranquilo monte Kuling, donde Nee entregó variadas enseñanzas por varios meses. Esos mensajes se han reunido y publicado bajo los siguientes títulos: «El obrero cristiano», «El ministerio de la Palabra de Dios», «Lecciones para nuevos creyentes» (52 lecciones), «La Autoridad Espiritual», «Los Asuntos de la Iglesia», «Escudriñad las Escrituras», «Pláticas adicionales sobre la Vida de la Iglesia».
Cuando Nee se dirigía a los obreros, era como si se abrieran las compuertas que habían estado bajo presión durante mucho tiempo. Caminaba de un lado a otro con las manos a la espalda, hablando con todo el corazón. Luego de sus charlas, daba tiempo para preguntas. Sus respuestas fueron de mucho valor, jamás evasivas, y siempre francas y directas. Su sensibilidad espiritual había alcanzado tal desarrollo, que era capaz de discernir la condición de los demás de manera cabal, y ayudarlos. Su carácter era muy dulce y suave, expresión clara de su madurez espiritual.
Cada mañana había una sesión dedicada a testimonios individuales, donde un obrero podía hablar por una media hora, después de lo cual los demás expresaban sus críticas, y finalmente Nee resumía todo para beneficio del que había testificado.
Todo el programa de capacitación era conducido bajo un sentido de urgencia –Nee hablaba entre siete y ocho horas diarias– pues el futuro político de la nación era desconocido. La revolución de Mao tomaba cada vez más fuerza.
Preparándose para el invierno
A su regreso en Shangai, Nee encontró un clima de gran agitación política y social. De la lectura de Marx y Engels, Nee previó que de establecerse el marxismo en China, las condiciones para la iglesia serían sumamente difíciles. A los jóvenes presentes, les dijo: «Cuando los mayores caigan, ustedes deben seguir adelante». Nee pensaba que, a lo más, tendrían unos cinco años para hacer la obra de Dios con libertad.
Sin embargo, a comienzos de 1949 la situación ya mostraba signos preocupantes. Nee instruyó a Lee que hiciera los arreglos para trasladarse con su familia hasta Taiwán. Otros obreros fueron enviados a Singapur y Filipinas. La esposa de Nee y otras mujeres fueron enviadas a Hong Kong. El Entrenamiento de Kuling fue cancelado abruptamente, y en Shangai se inauguró el nuevo local en la calle Nanyang, con capacidad para 4000 personas.
Cuando el Ejército de Liberación entró en Shangai en mayo de 1949, Nee estaba allí. En un primer momento no hubo restricciones para la iglesia, de modo que Nee pudo dar estudios bíblicos todas las semanas. En octubre del mismo año, fue proclamada la República Popular China con Mao Tse-tung como Presidente.
Mientras le fue posible, Nee viajó por las principales ciudades, y también Taiwán, donde alentaba a la iglesia naciente. La última vez que Nee visitó Taiwán, los hermanos, entre ellos Witness Lee y Stephen Kaung, procuraron retenerlo, pues la situación en Shangai era muy riesgosa. Nee les contestó: “Ha tomado tanto tiempo levantar la iglesia allí, ¿puedo abandonarla ahora? ¿Los apóstoles, acaso, no se quedaron en Jerusalén bajo condiciones similares?”. La última noche, le volvieron a rogar a Nee que no regresara. “Si vuelves, puede significar el fin”, le dijeron. Pero Nee había recibido un telegrama de los ancianos de Shangai informándole de sus muchos problemas y rogándole que volviera lo antes posible. Aun así, los hermanos le instaron por última vez a que no regresara. Nee exclamó: “¡No tengo cuidado de mi vida! Si la casa se está derrumbando y mis hijos están adentro, debo sostenerla aun con mi cabeza si fuera necesario”.
De regreso en Shangai, mandó llamar a Pin-huei para que se reuniera con él, y poco después habló a los obreros sobre cómo «aprovechar el tiempo porque los días son malos». Nee pensaba que era posible y necesaria cierta cooperación con el nuevo gobierno, según Romanos 12, y así exhortaba a los hermanos. Les instaba a no emigrar, a estar preparados, como buenos cristianos y chinos, para el sacrificio.
Durante 1949 la mayoría de los misioneros con visión evangélica habían procurado mantenerse en sus puestos con la esperanza de continuar con su testimonio bajo el nuevo régimen. Pero a mediados de 1950 el gobierno comenzó una serie de reuniones tendientes a establecer una iglesia oficial en China, la de la Triple Auto-reforma.
La presión política comenzó desde las zonas rurales. Las iglesias fueron cerradas, y sus dirigentes perseguidos y encarcelados.
Pero aun en este período de turbulencias, los hermanos todavía podían reunirse en Nanyang. Allí los que iban y venían fueron bendecidos por la cálida personalidad de Nee y sus valiosas exposiciones bíblicas. Un pastor chino escuchó a Nee hablar una semana entera sobre Romanos 1:1, y comentó: «Cada noche dio un sermón diferente de notable calidad; pero cuando uno los juntaba tenía una larga y bien compuesta tesis. Era sencillamente maravilloso».
En el año 1951, el gobierno comunista echó a andar una estrategia de reuniones públicas de acusación contra los misioneros y líderes cristianos. El 30 de noviembre, en el periódico oficial de la Triple Auto-Reforma, se publicó una carta de un creyente de Nankin, en que acusaba a Nee de servir al imperialismo y controlar 470 iglesias del país desde su sede central en Shangai.
Cuando un grupo de obreros le consultó a Nee qué haría para defenderse de la acusación, éste les recordó sus experiencias pasadas cuando fue disciplinado por la mano de Dios. Toda vez que eso había ocurrido, el resultado había sido muy instructivo y de mucho fruto espiritual.
Los agentes comunistas realizaron en Nanyang una reunión de acusación contra Nee. Sin embargo, ningún hermano se levantó para sustanciar la acusación. Los agentes se fueron derrotados, pero con la demanda de que Nee convenciera a los hermanos a hacerlo más adelante.
A partir de entonces, y previendo que le quedaban pocos días de libertad, Nee se abocó a la tarea de preparar material bíblico. Varios colaboradores tomaban nota de todo lo que él les enseñaba. A un grupo de jóvenes, por ejemplo, habló exclusivamente sobre las pruebas de la existencia de Dios. Hubo también una serie de estudios, de carácter práctico, sobre Cristo como la justicia, la sabiduría y la gloria de Dios para el creyente, y sobre el poder de la resurrección.
Sin embargo, no era eso lo que había ordenado el Movimiento Triple Auto-reforma. Por tanto, hubo nuevas demandas del gobierno, esta vez de que saliera de Shangai. La excusa era que habían quedado pendientes algunos asuntos del laboratorio, y que debía presentarse en Manchuria. De modo que el sentido de urgencia en aprovechar al máximo el tiempo que le quedaba se intensificó al punto de la desesperación. Juntos trabajaban todo el día y hasta altas horas de la noche, exponiendo y grabando la Palabra de Dios, hasta que para el mes de marzo, apenas dormían dos horas por noche.
Finalmente, fue imposible eludir el ultimátum del gobierno. Con suma tristeza se despidió de los hermanos y de su esposa y partió para Harbin. Los creyentes no tuvieron más noticias de él hasta que fue acusado formalmente en enero de 1956.
Detención y procesamiento
A los cincuenta años de edad fue arrestado en Manchuria por el Departamento de Seguridad Pública el 10 de enero de 1952, y en la primera investigación fue acusado de «tigre capitalista», al margen de la ley, que había cometido los cinco crímenes especificados contra la corrupción en el comercio. Le advirtieron que el laboratorio debería pagar una multa de 17.000 millones de yuan en moneda antigua (casi medio millón de dólares). Nee no aceptó esta acusación, y tampoco tenía los fondos para pagar tal multa; de modo que permaneció encarcelado, y el laboratorio fue finalmente confiscado por el Estado.
En la cárcel le fue quitada su Biblia y no se le permitió comunicación alguna con los de afuera.
Stephen Kaung cree que repetidas veces le ofrecieron la oportunidad de ser reivindicado como máximo líder cristiano si guiaba a sus muchos adeptos a identificarse con la Iglesia de la Triple Auto-Reforma 2. Al no aceptar, sus captores le sometieron a largos interrogatorios, vigilancia intensiva, e hicieron que escribiera una y otra vez su biografía hasta embotar su mente, buscando elementos para acusarlo criminalmente.
En su ausencia, muchas iglesias asociadas a él se unieron ingenuamente a la política estatal, pero muchas de ellas se apartaron en los años siguientes, al comprobar el engaño de la estrategia marxista.
El 18 de enero de 1956 comenzó en el salón de la calle Nanyang una serie de reuniones organizadas por la Cámara de Asuntos Religiosos, con el objeto de dar a conocer a los creyentes la lista de acusaciones criminales que se levantarían contra Nee y sus colaboradores, y se instaba a los creyentes a expresar sus puntos de vista. Las acusaciones eran de intriga y espionaje imperialista, de actividades contrarrevolucionarias hostiles a la política del gobierno, e irregularidades financieras y libertinaje. Todo eso estaba contenido en nada menos que 2.296 hojas. Este ejercicio pretendía incitar a los hermanos a la indignación contra Nee, para una reunión masiva de acusación que se llevaría a cabo a fin de mes.
En efecto, el 29 de enero se presentó al «Caso Nee» ante la Corte de Seguridad Pública de Shangai, y al día siguiente se llevó a cabo la reunión de acusación en el salón de Nanyang. Había presentes unas 2.500 personas. Las acusaciones fueron proclamadas públicamente en detalle y apoyadas por una exhibición de fotografías y otras ‘pruebas’ documentadas. El proceso duró un mes. En el mismo lugar donde Nee había guiado a la iglesia en oración y les había expuesto la Palabra que exalta a Jesucristo, se efectuó la larga recitación de cargos contra él.
Como observó un colega y amigo, las acusaciones contra Nee no eran religiosas, sino políticas y morales. Por todo Shangai se obligaba a pastores y evangelistas a organizar pequeños grupos de estudio para poner en conocimiento de todos los cristianos los ‘crímenes’ de Nee. El 6 de febrero, Tien Feng, el diario oficial del movimiento religioso estatal, dedicó 11 páginas a revisar el caso Nee. En números sucesivos se siguió con abundancia de injurias.
A mediados de abril se anunció que la reorientación de la iglesia en calle Nanyang ya estaba concluida. El 15 de abril entró formalmente a formar parte del Movimiento Triple Auto-Reforma.
El 21 de junio de 1956, Nee apareció ante la Suprema Corte de Shangai. La reunión duró cinco horas. Durante la audiencia se anunció que había sido ex-comunicado por su propia iglesia, fue declarado culpable de todos los cargos y sentenciado a 15 años de prisión, con reforma mediante trabajos forzados, a partir del 12 de abril de 1952.
En prisión hasta el final
Todo prisionero que cumplía una sentencia podía designar un pariente para visitarlo. Así fue cómo después de un intervalo de cinco años, se le permitió a Pin-huei ir a verle. Las entrevistas, que eran supervisadas, se efectuaban en un salón, separados por una barrera de alambre tejido, y duraban media hora. Se podía renovar el permiso cada mes. Nee también podía enviar y recibir una carta por mes, la que era estrictamente censurada.
La celda de Nee medía 2,70 x 1,35 m. El único mueble era una plataforma de madera sobre el piso que servía de cama. La puerta daba a una galería de 0,70 m., con ventanas en la pared opuesta. Debido a los insectos se hacía difícil conciliar el sueño.
El día se dividía en ocho horas de trabajo, ocho de educación y ocho de descanso. La ropa era pobre, la comida escasa, la calefacción no existía. Nee recibió la misma reforma educativa que los prisioneros políticos. Escuchaban conferencias sobre política, actualidades y técnicas de producción. Más adelante, le mantuvieron ocupado traduciendo del inglés al chino libros científicos y artículos periodísticos de interés oficial.
En noviembre de 1952 se publicó su primer libro en inglés: La Vida Cristiana Normal, impreso en Bombay, India. Es poco probable que él se haya enterado de la amplia difusión que tuvieron sus mensajes fuera de China y de la bendición que produjeron.
Un prisionero extranjero de otro pabellón cuenta que Nee procuraba cantar todas las mañanas, antes de que comenzaran los altavoces, cuatro o cinco canciones que él había compuesto a partir de las Escrituras. Otros prisioneros que recobraron la libertad en 1958 decían que oían con frecuencia a Nee cantar himnos en su celda.
El hambre que arreció sobre el país a comienzos de los ’60 también llegó a las cárceles. En 1962, cuando dos débiles ancianos fueron puestos en libertad luego de cumplir sentencias de diez años, dijeron que Nee pesaba menos de 50 kilos. Un año y medio después estaba enfermo en el hospital de la cárcel padeciendo isquemia coronaria, y lo eximieron por un tiempo del trabajo manual.
En abril de 1967 se cumplieron los 15 años de la sentencia de Nee. Pero eso no significaba necesariamente su libertad. A menudo solían extender la condena a quienes no mostraban cambios en su manera de pensar. Por eso, quienes oraban por su liberación no estaban tan optimistas. En todo este tiempo, saquearon muchas veces el hogar de Pin-huei, revisando sus pertenencias, ridiculizando y destruyendo todo lo que era cristiano. Para ella fueron años muy difíciles.
En septiembre, los ancianos de la iglesia en Hong Kong recibieron una nota, al parecer de las autoridades de China, de que tanto Nee como su esposa podían ser rescatados y salir del país si se depositaba una suma considerable de dinero en la sucursal del Banco de China. Los creyentes reunieron muy pronto la cantidad y fue depositada. Sin embargo, a principios del año siguiente, recibieron la información de que la transacción no se haría. El dinero fue devuelto a sus donantes.
¿Qué sucedió? Muchos piensan que fue el mismo Nee quien no aceptó el rescate (Heb. 11:35). Tal vez haya pensado que al mantenerse en su actitud de cooperar con el gobierno ayudaría a formar una imagen de cristianos fieles, para disminuir la animosidad contra ellos. Tal vez haya preferido seguir en las manos de Dios, para experimentar más tarde el poder de su resurrección.
En mayo de 1968 un chino, que visitaba una capital occidental, pidió asilo. Allí contó a las autoridades que había sido un guardia de la cárcel de Shangai y que, mediante el testimonio de Nee, había encontrado a Jesucristo como su Salvador.
En enero de 1970, a la edad de 66 años, y después de 18 años en la cárcel, Nee fue transferido a una «cárcel abierta» o un campo de trabajos forzados en la campiña. Allí, o bien el clima no le vino bien o el trabajo que le dieron fue demasiado para él. La enfermedad cardíaca que le aquejaba se agravó, causándole muchas molestias. No obstante, ya vislumbraba el fin de la sentencia de 20 años, y las esperanzas de Pin-huei brotaron nuevamente.
Una tarde de 1971, ella estaba arreglando algo en su hogar, a donde quizá muy pronto llegaría su marido. Su subió sobre un banquito, perdió el equilibrio y cayó, fracturándose varias costillas. Es posible que haya sufrido un leve infarto. Pocos días después murió en el hospital.
Cuando Pin-cheng, la hermana de Pin-huei visitó a Nee en el campo de trabajo, lo encontró aparentemente bien, pese a la mala noticia. Pero en una de sus misivas a su sobrino, revela su verdadero estado: estaba deshecho. ¡Habían ansiado tanto su reunión en el próximo abril! No se sabe lo que haya ocurrido en el verano de 1972. El 12 de abril, Nee cumplió 20 años de prisión, cinco más de los que se publicaran en su sentencia.
Las autoridades habían aceptado dar libertad a Nee, con la condición de que debería vivir en un poblado pequeño –en ningún caso Shangai ni Fuchou– y siempre que la comunidad firmase un documento en que lo aceptase. Un sobrino de Nee alcanzó a hacer algunos trámites al respecto.
Seis semanas después estuvo en Anhwei. ¿Le habrá resultado demasiado penoso el viaje, o sufrió más privaciones? No tenemos más detalles. No sabemos si tuvo alguna compañía cristiana en sus últimos momentos. Todo lo que sabemos es que el 1° de junio de 1972, a los 68 años de edad, pasó a la presencia del Señor.
Sólo Pin-cheng fue informada de su muerte. Cuando acudió al lugar acompañada de una sobrina, ya el cuerpo de Nee había sido cremado. Ella tomó sus cenizas, y las dio a un sobrino, el cual las enterró, junto a las de su esposa. Un funcionario del campo, les mostró un papel que había descubierto debajo de la cabecera. Tenía escritas varias líneas con palabras de letras grandes, escritas con mano temblorosa. El papel decía: «Cristo es el Hijo de Dios, que murió para la redención de los pecadores y resucitó al tercer día. Esa es la mayor verdad del universo. Muero por causa de mi fe en Cristo. Watchman Nee».
(Fin).
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.Una revista para todo cristiano • Nº 40 • Julio - Agosto 2006
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«Un grupo de personas espirituales fue levantado por el Señor en el siglo XVII. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos».
Precursor de la vida interior
Para entender a los hombres de la historia, hay que entender los tiempos en que ellos vivieron. Miguel de Molinos vivió en el siglo XVII, y como hombre de su tiempo, vivió los conflictos espirituales que abrasaron su época.
Ya apagados los ecos más entusiastas de la Reforma Protestante, en que se reivindica una verdad de las Escrituras que por mucho tiempo había estado en penumbras –la justificación por la sola fe, sin las obras–, las almas más delicadas todavía echaban de menos una vivencia espiritual más íntima.
Aunque el luteranismo se basaba nominalmente en las Escrituras, en la práctica era dogmático, rígido, y exigía conformidad intelectual. Se daba énfasis a la recta doctrina y a los sacramentos como elementos suficientes de la vida cristiana. La relación vital entre el creyente y Dios, que Lutero había enseñado, había sido sustituida en gran parte por una fe que consistía simplemente en la aceptación de un conjunto dogmático. La vida cristiana seguía siendo una cosa seca, lejana, extraña al corazón. Sin duda, existieron algunas evidencias de piedad más profunda, pero la tendencia general era la de una religiosidad externa y dogmática.
La reacción frente a esto surgió, en gran parte, en el seno de la iglesia católica. Entonces aparecen nombres de personajes y de movimientos en España, Francia e Italia, fundamentalmente, que traen un despertar. El siglo XVII está plagado de movimientos soterrados, reuniones a escondidas por las casas, sacerdotes que buscan más luz, monjas que enseñan cómo vivir la práctica de la presencia de Dios. Todo esto, al interior y en el seno de una Iglesia Católica muy severa y celadora de la fe, con muchos bandos que pugnan entre sí, y que pretende inútilmente resguardar los límites de su ortodoxia
Así surgen nombres como Madame Guyon, el obispo Fénelon, y Miguel de Molinos, considerado el mentor del movimiento llamado ‘quietismo’ 1 que tuvo muchos seguidores en Europa, tal vez más entre los evangélicos y protestantes que entre los mismos católicos. La suerte de Molinos fue diversa. Primero disfruta del reconocimiento apoteósico entre sus propios hermanos, pero luego se le cierran las puertas allí y aun se le condena, mientras se le abren en otros sitios.
La figura de Miguel de Molinos es, pues, representativa de su época, y su influjo traspasó muchas fronteras. Watchman Nee resumió así este polémico siglo: «Un grupo de personas espirituales fue levantada por el Señor en el siglo XVII dentro de la Iglesia Católica. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos».
Primeras experiencias
Miguel de Molinos nació en Muniesa, España, el 29 de junio de 1628. De familia rica y noble, completó sus estudios en la ciudad de Valencia. A partir del año 1649 desarrolla su carrera religiosa dentro de la Iglesia Católica como subdiácono, diácono y presbítero, sin aceptar nunca renta alguna de la Iglesia. En el año 1665 le corresponde asumir dos tareas que implican para él un reconocimiento: viaja a Roma para postular la causa de beatificación de Jerónimo Simón de Rojos, y para sustituir al Arzobispo de Valencia en la visita Ad Limina.2
Al parecer, Miguel de Molinos no volvió más a España, sino que se quedó en Italia. Los años siguientes, que van desde 1663 hasta 1675, en que publica su obra más famosa, son años más bien sombríos, ya que no hay noticias de su vida. Hay un solo dato que puede mencionarse: en 1671 ingresa a la congregación llamada «Escuela de Cristo», en San Lorenzo in Lucina, de la cual llegó a ser el superior. 3 Según se piensa, esta congregación fue el primer foco del ‘quietismo’.
Muy pronto su fama como representante de un cierto modo –nuevo y novedoso– de enfocar la experiencia espiritual, le abrió las puertas de las principales casas de Roma. Llegó a ser considerado un consejero espiritual muy maduro, y de trato muy afable. Era (según le describen) «hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio».
A juzgar por las obras que llegó a escribir, Miguel de Molinos debió de ser un aprovechado lector de los grandes escritores y místicos del pasado, como, entre otros, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Johannes Tauler, Jan Van Ruysbroeck, San Buenaventura y Dionisio el Areopagita. Algún detractor hace descender su enseñanza de «los bigardos, los fratri-cellos y los místicos alemanes del siglo XIV».
Éxitos momentáneos
El hecho que marca el inicio del período más azaroso en la vida de Miguel de Molinos es la publicación de su obra «Guía Espiritual». A causa de esta publicación habría de pasar los últimos 11 años de su vida encarcelado. El título completo de esta obra es bastante largo, como solía usarse en la época: «Guía Espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior». En estricto rigor, este libro no fue publicado por Molinos, sino por Juan de Santa María, uno de sus fieles colaboradores. Apareció primeramente en español, luego en italiano, precedido de una carta de un amigo, con un sinfín de aprobaciones por parte de teólogos, clérigos e incluso clasificadores del Tribunal de la Inquisición.
La Guía tuvo una calurosa acogida en toda Europa. En los seis años siguientes a su primera edición se publicaron 20 ediciones en diversas lenguas. En Italia se reeditó muy pronto, en Roma, Venecia y Palermo. Más tarde fue traducida al latín, y en 1874, al ruso.
Desde el punto de vista estilístico, aun sus más encarnizados críticos reconocen que ella es un «modelo de tersura y pureza de lengua». Como escritor es considerado «de primer orden, sobrio, concentrado, cualidades que brillan aun a través de las versiones». 4
Cinco años más tarde, en 1680, sale a la luz otra obra de Molinos, titulada Defensa de la Contemplación, donde existen frecuentes referencias a San Juan de la Cruz. También publicó un pequeño Tratado de la comunión cotidiana, muy recomendado entre los cristianos de la época.
Cuando recién apareció la Guía Espiritual, como se ha dicho, fue unánimemente aceptada y divulgada. Los más connotados obispos italianos la recomendaban. Entre los devotos de Roma y de Nápoles, Molinos llegó a ser considerado como un oráculo. Continuamente recibía cartas de adhesión a sus principios. Uno de los cardenales, Pietro Mateo Petruzzi, Obispo de Jesi, fue apodado el ‘Timoteo’ de Molinos. Otros importantes prelados se sentían honrados con su amistad. Muchos eclesiásticos vinieron a Roma a aprender de él su «método», y casi todas las monjas se dieron a la oración ‘de quietud’, tal como Molinos enseña en su Guía. Petruzzi publicó muchos tratados y cartas en apoyo a Molinos. La reina Cristina de Suecia, que residía en Roma, le testimonió gran simpatía. Incluso, si se ha de dar crédito a algunas referencias de la época, el mismo Papa sentía una gran admiración por Molinos, por lo que dispuso para él habitaciones en el Vaticano y pensó hacerlo cardenal.
Los protestantes, por su parte, recibieron casi con alborozo esta publicación. Gilberto Burneo comparó la obra de Molinos con la de Descartes, considerando al uno como restaurador de la filosofía, y al otro como purificador del cristianismo. Para él, el misticismo de la Guía era el mejor aliado de la Reforma, porque condenaba las mortificaciones voluntarias y las tradiciones humanas, las obras exteriores «et tout ce fatras de cérémonies». 5 La doctrina de la justificación por la sola fe, sin buenas obras, encajaba muy bien con la enseñanza de Molinos, como asimismo el énfasis que éste hacía en la comunión personal del creyente con Dios, sin la necesidad de una jerarquía eclesiástica mediadora.
Vientos de persecución
Sin embargo, finalmente los celadores de la doctrina católica, comenzaron a alarmarse de la popularidad de Molinos, y se conjuraron contra él y los quietistas. Alguien propuso que eran peligrosos porque se asemejaban a los budistas de la China. Otro afirmó que no era conveniente poner los ejercicios espirituales aconsejados por Molinos al alcance de todos. Varios acusaban a Molinos de descuidar toda la parte dogmática de la religión oficial.
La Inquisición romana tomó cartas en el asunto y mandó examinar los libros de Molinos, Petruzzi y otros. Pero ellos se defendieron bien, y su defensa alcanzó mucho eco, tanto, que con ello creció su fama. Por un tiempo pareció que el ataque sólo había servido para darles más notoriedad.
Entonces se intentó con otros argumentos. Se le atribuyó a Molinos ascendencia de moros o judíos, y se le acusó de que, influido por aquellas religiones, estaba tratando de sembrar la semilla del error. Comenzó a susurrarse que los quietistas formaban una secta pitagórica, con iniciaciones esotéricas, y que enseñaban errores de moral peligrosísimos. Según se propalaba, se les veía evitando cuidadosamente muchas devociones consagradas por la tradición y limitándose a lo interno del culto. Pero nada de esto surtía efecto contra él.
Entonces se armó una celada política desde Francia. El confesor de Luis XIV, persuadió al rey de que era preciso acabar con los quietistas, pues se decía que eran en Roma un elemento político en pro de los intereses de la casa de Austria y contra Francia. El Arzobispo de París aprobó este parecer, y el rey ordenó a su embajador en Roma, un cierto cardenal, que se les persiguiese. Este cardenal pasaba por amigo de Molinos, pero se decidió a obedecer a su rey, así que le denunció, presentando varias cartas suyas y refiriendo conversaciones que con él había tenido «mientras fue su amigo, aunque fingido y con el único propósito de descubrir sus marañas», según él mismo dijo.
Finalmente, el Papa de la época, por petición directa de Luis XIV, le hizo detener. En mayo de 1685, a los diez años de haberse publicado la Guía Espiritual, Miguel de Molinos fue apresado por esbirros del Tribunal de la Inquisición. La noticia conmocionó a la sociedad italiana, y en gran medida a la europea, especialmente en el seno del ‘pietismo’ alemán, donde Molinos era grandemente apreciado. Junto con él fueron apresados algunos nobles y otros seguidores, en total, unos setenta. Más tarde ese número subió a doscientos. Así fue cómo, después de haber gozado Molinos de la mayor reputación, ahora era considerado el peor de los herejes.
Los inquisidores visitaron varios conventos, y muchas religiosas confesaron haber dejado las prácticas devocionales habituales para dedicarse sólo a la vida interior, lo cual confirmaba las acusaciones. Se ordenó que todos los libros de Molinos y Petruzzi les fueran quitados, y que se les obligara volver a las antiguas formas de devoción.
Después de haber pasado un tiempo considerable en la cárcel, Molinos fue hecho comparecer ante al Tribunal. El juicio se realizó en la famosa capilla Santa María Sopra Minerva, el 2 de septiembre de 1687. Con una cadena alrededor de su cuerpo, y un cirio en la mano, fue sometido al escrutinio de sus acusadores.
Catorce testigos fueron alineados contra Molinos para acusarle de haber contribuido al ‘aniquilamiento interior’, de haber alentado pecados carnales, de haber enseñado el desprecio por las santas imágenes, crucifijos y ceremonias exteriores; de haber disuadido a quienes querían entrar en la ‘religión’, y de haber preparado a sus discípulos para dar respuestas mañosas a sus acusadores.
Molinos se defendió de todo ello con gran firmeza y resolución, pero a pesar de que sus argumentos deshacían totalmente las acusaciones, fue hallado culpable de herejía. La sentencia le declaraba ‘hereje dogmático’ y le condenaba a la cárcel perpetua, a llevar siempre el hábito de la penitencia, a rezar todos los días el Credo y una parte del Rosario, con meditaciones sobre los misterios, y a confesar y comulgar cuatro veces al año con el confesor que el Santo Oficio le señalase. Molinos escuchó la sentencia, inmutable, sin señal alguna de temor ni confusión. Fue recluido en el convento de los dominicos de San Pedro en Montorio, Roma.
Al entrar en su celda, se despidió serenamente del sacerdote que le conducía, diciéndole: «Adiós, Padre. Ya nos volveremos a ver en el día del Juicio, y entonces se verá de qué lado está la verdad, si del mío, o del vuestro». Durante su encierro fue varias veces torturado.
Su libro Guía Espiritual fue prohibido, junto a los de otros autores ‘quietistas’. Más tarde fueron procesados y sentenciados también el cardenal Petruzzi, y otros nobles. Se hizo una verdadera ‘limpieza’ por toda Italia, y se halló que muchas congregaciones –algunas de hasta seiscientas personas– se habían formado al alero de esta enseñanza, y otras, de la misma línea, que habían surgido antes de Molinos. En todas ellas se advertía un «descuido por el culto externo y por las ceremonias religiosas».
Poco después de la condena de Molinos, el Papa publicó la bula ‘Caelestis Pastor’, en la que se condenan 68 proposiciones, no sólo de Molinos sino también de otros quietistas. Molinos muere sin llegar a salir de su celda en Roma, el 28 de diciembre de 1696.
Valoración posterior
En los doscientos años siguientes a la primera edición de la Guía Espiritual, ésta se ha vuelto a editar muchas veces, sobre todo en ambientes no católicos. La mayor parte de las ediciones españolas durante los últimos años han buscado vindicar al perseguido y olvidado, especialmente después del Concilio Vaticano II. Desde entonces, ha habido un cambio de actitud de la ortodoxia de Roma hacia Molinos, y se le ha pretendido ‘reinterpretar’, minimizando sus supuestos errores.
Hacia fines del siglo XX, luego de intensos análisis, la crítica especializada llegó a la conclusión de que en días de Molinos los censores de la Guía nada hallaron censurable en ella, que su doctrina era aceptable y hasta recomendable. Sin embargo, a pesar de considerarla como ‘doctrina corriente’, la condenaron por contener ‘doctrinas peligrosas’, y por lo general, por estar en lengua vulgar para las personas ignorantes. Se reconoce que el elemento ‘política’ y ‘rivalidad entre órdenes religiosas’ fue también determinante en la suerte de Molinos.
Sin embargo, más allá de eso, podemos ver a la luz de la historia posterior, que la soberanía de Dios permitió ese fin para Molinos. Dios concedió a uno de sus siervos, al cual honró otorgándole tanta luz, que siguiese las pisadas de su Maestro. Los hombres le condenaron, pero la verdad de Dios ha salido incólume.
Hoy, extrañamente, la ciudad de Muniesa, que fue la cuna de Molinos, se honra de tenerlo como su hijo más ilustre.
Aporte de Molinos
El gran aporte de Molinos a la restauración del testimonio de Dios fue el de ver la necesidad de negarse a sí mismo y de morir juntamente con Cristo a los apetitos del alma. «Muramos sin cesar para nosotros mismos; conozcamos nuestra miseria», decía. Molinos sostenía que el alma debe negarse a sí misma y abandonarse completamente en Dios, para así encontrar la paz interior. «El deber del alma consiste en no hacer nada motu proprio, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle». Lo que surge del alma no sólo no colabora con Dios, sino que es un estorbo que debe ser quitado de en medio. La voluntad del hombre debe abandonarse completamente a la voluntad de Dios.
Molinos sostenía que la verdadera y perfecta aniquilación del yo se funda en dos principios: el desprecio de nosotros mismos y la alta estimación de Dios. Esta aniquilación ha de alcanzar a toda la sustancia del alma, pensando como si no pensase, sintiendo como si no sintiera, etc., hasta renacer de sus cenizas, transformada, espiritualizada.
Su enseñanza apuntaba al ejercicio de la contemplación de Dios en la ‘oración de quietud’, pero aclaraba que esto no significaba necesariamente apartarse del mundo. «Los trabajos ordinarios (estudiar, predicar, comer, beber, negociar, etc.) no apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue, dada la primera resolución de entregarse a la voluntad divina».
Molinos enseñaba que las obras exteriores no son necesarias para la santificación, y que las obras penitenciales como, por ejemplo, la mortificación voluntaria, debían arrojarse lejos como una carga pesada e inútil. «No es preciso entregarse a penitencias austeras e indiscretas, que pueden fomentar el amor propio e inspirar acritud hacia el prójimo». La ‘vía interior’ no tiene nada que ver, decía él, con confesiones, confesores, teología ni filosofía; la paz plena se alcanza deseando solamente lo que Dios desea.
El alma no debe afligirse ni dejar la oración, aunque se sienta oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los principiantes que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, lo cual es una buena señal. Este estado produce, entre otras cosas: perseverancia en la oración, disgusto por las cosas mundanas, consideración de los propios defectos, remordimiento ante las faltas más ligeras, deseos ardientes de hacer la voluntad de Dios, inclinación hacia la virtud, conocerse el alma a sí misma, etc.
Molinos fustigaba a los sabios escolásticos y a los predicadores retóricos que se predicaban a sí mismos. «La mezcla de un poco de ciencia –afirmaba– es obstáculo invencible para la eterna, profunda, pura, sencilla y verdadera sabiduría». Y agregaba: «Si los sabios mundanos quieren hacerse místicos tendrán que olvidarse totalmente de la ciencia que poseen, y que, si no lleva a Dios por guía, es el camino derecho del infierno».
Su enseñanza fue muchos años adelante del resto, y por lo tanto, fue incomprendida. Probablemente algunos conceptos vertidos por él no hayan tenido la claridad y el equilibrio para ser más ampliamente aceptados –por ejemplo, el desconocimiento de la separación entre alma y espíritu, el uso del término ‘aniquilación’ del alma, cuando probablemente quería decir con eso el ‘quebrantamiento’ del alma–, pero la primera semilla fue sembrada. La vida interior propuesta por él tuvo seguidores no sólo en su tiempo, sino especialmente en las futuras generaciones.
En la historia posterior se encuentran trazas de quietismo en los primeros pasos del metodismo y del cuaquerismo, entre otros.
Cada nueva verdad bíblica redescubierta ha traído sobre sus portaes-tandartes la incomprensión y persecución. Muchas de ellas debieron pagarse con cárcel, torturas y muerte. Pero la luz de Dios ha ido en aumento, y hoy podemos disfrutar libremente las riquezas de lo que aquellos fieles alcanzaron.
1 El nombre «quietismo» le fue dado por uno de sus detractores, el cardenal Caraccioli, arzobispo de Nápoles, en 1682).
2 Visita que de tiempo en tiempo hacen los prelados al Papa y los lugares considerados sagrados en Roma).
3 Hermandad fundada en 1653, en Madrid, que se multiplicó rápidamente por España y América).
4 Marcelino Meléndez y Pelayo, en Historia de los heterodoxos españoles.
5 «Y todo ese fárrago de ceremonias». Citado por Marcelino Menéndez y Pelayo, op. cit.
.Una revista para todo cristiano • Nº 39 • Mayo - Junio 2006
PORTADA
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La maravillosa historia del misionero a la India cuyo ejemplo de ganador de almas a través de la intercesión casi no tiene igual en la historia de la iglesia.
John Hyde, apóstol de la oración
John Hyde nació en 1865, en Illinois, Estados Unidos. Era hijo de un ministro presbiteriano. Sobre su hogar paterno alguien ha dicho: «Era una casa donde Jesús era un invitado permanente, y donde los moradores en ella respiraban una atmósfera de oración».
Su padre era un cristiano fiel, sobrio, con modales amables. Muchas veces oró con fervor pidiendo obreros a la mies; y el Señor contestó su oración con creces, pues aun dos de sus hijos fueron llamados al ministerio. Su madre poseía una dulce espiritualidad, y se dedicaba con esmero a sus seis hijos.
La habilidad escolar de John era tan notable que le pidieron que fuera maestro en su ‘alma mater’ después de la graduación. Pero esa profesión no tenía ningún atractivo para el joven y, en obediencia a lo que él sentía era el llamado de Dios, decidió asistir a un seminario en Chicago.
Tomando una gran decisión
Estando allí tuvo una experiencia dolorosa que marcó su corazón: la muerte de su hermano Edmund, quien había decidido ser misionero. Este hecho le llevó a una búsqueda interior, pues él había considerado a su hermano como un modelo para su vida.
J. F. Young, un compañero en aquel seminario, cuenta así lo que fue esta experiencia para John: «Fue durante el año siguiente a la muerte de su hermano Edmund que sus compañeros comprendieron que John no era un joven ordinario. Fue impresionado grandemente por la muerte de su hermano, y un gran conflicto tuvo lugar acerca de lo que haría de su vida. Por fin él se rindió, y en definitiva dijo: «Iré donde tú quieras que yo vaya, amado Señor. «El resultado fue un cambio en su propia vida, y nosotros empezamos a disfrutar de esta experiencia con él».
Su amigo Konkle lo describe así: «Durante el último año, cuando había un interés creciente por las misiones extranjeras en nuestra clase, Hyde vino a mi cuarto aproximadamente a las once una noche y dijo que él necesitaba todos los `argumentos’ que yo tenía para ir al campo extranjero. Nos sentamos entonces algunos momentos en silencio, y entonces yo le dije que él conocía tanto como yo el campo extranjero; que yo no creía que eran argumentos lo que él necesitaba, y que la manera de saberlo era ponerlo ante nuestro Padre y esperar hasta que Él decidiera por él. Nos sentamos en silencio un rato más largo, y, diciendo él creer que yo tenía razón, salió dándome las buenas noches. La próxima mañana cuando yo iba a la capilla, sentí una mano en mi brazo, y volviéndome vi la cara de John radiante con una nueva visión. ‘Es seguro, Konkle’, dijo él, y yo no necesité saber cómo».
Desde ese momento, el servicio extranjero fue su tema principal de conversación. Sus oraciones eran que el Señor enviase obreros a tierras donde Cristo no era conocido. Sus peticiones fervientes fueron contestadas con creces, pues, de su clase de 46 graduados, 26 se ofrecieron para el trabajo misionero extranjero.
Primeros pasos en la India
John se embarcó para India en octubre de 1892. Él deseaba rescatar a los millones que estaban pereciendo sin Cristo, pero también esperaba hacerse de un nombre, dominar los idiomas y ser un misionero de fama. Cuando fue a su camarote, encontró una carta de un amigo de su padre, a quien admiraba por la profundidad de su vida espiritual. Cuando la leyó, se sobresaltó. «No dejaré de orar por ti hasta que seas lleno del Espíritu Santo». La implicación era que él no lo estaba.
«Mi orgullo fue tocado» confesó después, «y me sentí muy enfadado. Tiré la carta a un rincón y subí a cubierta. Yo amaba al remitente, conocía la vida santa que él llevaba. Y en mi corazón hubo la convicción de que él tenía razón: yo no estaba capacitado para ser un misionero».
Regresó a su cabina. «Con desesperación, le pedí al Señor que me llenara de su Espíritu, y al momento todo se aclaró. Empecé a verme a mí mismo y mi ambición egoísta. Antes de llegar al puerto ya estaba decidido a alcanzar aquello, cualquiera fuese el costo».
Al llegar a India, John se encontró con que sólo había tres mujeres y otro misionero para un millón de no cristianos. Era tiempo para empezar a cumplir su vocación y empezar a abrir camino en una nueva tierra. Hyde se encontró con el misionero Ullman, quien servía en la India desde hacía cincuenta y cinco años. Él le enseñó sobre el poder de la sangre de Jesús, lo cual habría de ser un fundamento muy importante para Hyde.
Poco después, asistió a una reunión donde se predicó que Jesucristo puede salvar de todo pecado. Cuando uno de los oyentes, al cierre del servicio, se acercó al orador con la aguda pregunta: «¿Es esa su experiencia personal?», John se sintió muy agradecido de que no fuese él el interrogado. Reconoció que él mismo, aunque había estado predicando tal evangelio, aún desconocía ese poder.
Confrontado con la realidad espiritual, sin el bautismo del Espíritu Santo, él era un fracaso completo. Se retiró a su cuarto, orando: «Señor, o tú me das victoria sobre todos mis pecados, o me volveré a América para buscar allí algún otro trabajo. Soy incapaz de predicar el Evangelio hasta que pueda testificar de su poder en mi propia vida».
Con una fe simple, miró a Cristo para la liberación del pecado. Después dijo: «Él me liberó, y no he tenido una duda de esto desde entonces. Puedo ponerme de pie ahora sin vacilación para testificar que él me ha dado la victoria».
Dificultades y fracasos
Sin embargo, el terreno para la evangelización era muy hostil, y los resultados muy pobres. En una carta a su seminario después de su primer año, Hyde escribió: «Ayer se bautizaron ocho personas de la casta inferior en uno de los pueblos. Parece una obra de Dios en la que el hombre, como instrumento, es usado en un grado muy pequeño. Oren por nosotros. Yo aprendo a hablar el idioma muy, muy despacio: sólo puedo hablar un poco en público o en conversación».
En efecto, el idioma fue para él una gran dificultad. Llegando a la India, le fue asignado el estudio del idioma vernáculo. Al principio trabajó duro, pero después lo descuidó por el estudio de la Biblia. Fue amonestado por el comité, pero él contestó: «Lo primero es lo primero». Él arguyó que había venido a India para enseñar la Biblia, y necesitaba conocerla antes de enseñarla. Dios, por Su Espíritu maravilloso, le abrió las Escrituras sin abandonar el estudio del idioma. «Se volvió un orador correcto y fácil en Urdu, Punjabi, e inglés; pero lejos y principalmente, él aprendió el idioma del Cielo, y de tal manera lo aprendió a hablar que tuvo a los públicos de centenares de indios fascinados mientras él abría para ellos las verdades de la palabra de Dios.»
En el comienzo John Hyde no era un misionero notable. Era lento para hablar. Cuando se le hacía una pregunta o un comentario, parecía no oír, o si oía, permanecía un largo tiempo pensando en la respuesta. Su oído era ligeramente defectuoso, y temía que esto le impidiera aprender el idioma. Su disposición era mansa y callada; él parecía carecer del entusiasmo y celo que un misionero joven debía tener. Sin embargo, a través de sus hermosos ojos azules brillaba el alma de un profeta.
En 1895, trabajó con otro misionero y surgió un pequeño avivamiento. Esto causó una gran persecución en el pueblo, hasta el punto que los nuevos convertidos fueron golpeados y repudiados. Esto condujo a John a la oración y la intercesión.
En 1896 no hubo ni una sola conversión. Esto le dejó grandemente perturbado, así que fue a la oración para «buscar la razón». El Espíritu de Dios empezó a revelarle que «la vida de la iglesia estaba muy por debajo de las normas de la Biblia».
Dios equipa sabiamente al instrumento que piensa usar, trayendo las más inesperadas y aun indeseables providencias sobre su vida. En 1898, Hyde quedó inmovilizado durante siete meses. Contrajo la fiebre tifoidea, seguida por dos abscesos en su espalda. Esto le produjo tal depresión nerviosa que hizo necesario el reposo absoluto. Durante este tiempo, fue conducido a una profunda vida de oración. Con el mundo excluido fuera de la puerta, luchó a menudo con Dios hasta la medianoche. O antes del amanecer, estaba de rodillas suplicando por un derramamiento de gracia divina en los pueblos de la India. En una carta a su universidad, escribió: «He sido llevado a orar por otros este invierno como nunca antes. En la universidad o en las fiestas en casa, yo guardaba tales horas para mí, ¿y no puedo hacer yo tanto para Dios y por las almas?».
Se apropió de la oración de Jabes, en 1 Crónicas 4:10. «¡Oh, si me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no me dañe! Y le otorgó Dios lo que pidió», hasta sentir que Dios también le había oído a él y le había otorgado lo que pedía.
Sin embargo, mientras más tiempo pasaba en oración, sus compañeros misioneros menos lo entendían. Incluso pensaban que él era un fanático y extremista, y aun le consideraban loco. De estos tiempos de intercesión, surgió el apodo que hoy la historia registra: «el Orante John Hyde».
En 1900-1901 escribe a casa proféticamente sobre lo que el Señor le había mostrado en oración acerca del nuevo siglo. Que el nuevo siglo sería un tiempo de poder pentecostal y una porción doble del Espíritu Santo sería derramada. Que una gran convicción vendría y muchos nacerían de nuevo. Él vio una cristiandad apostólica plena restaurada a la iglesia. Hyde creyó que un gran avivamiento ocurriría después de una comprensión del bautismo del Espíritu Santo. Él predicó a menudo un mensaje: «Recibirás poder después».
Las Convenciones de Oración
Después de diez años de servicio en el campo misionero, por razones de salud, volvió a América. Allí recalcó en los corazones una y otra vez la necesidad de ser llenos del Espíritu, para que la causa de las misiones avanzara. Citando Pentecostés como prueba, él declaraba que la oración unida por parte de los cristianos produciría un tremendo crecimiento de la Iglesia en casa y en el extranjero.
En su retorno a la India, el avivamiento vino a la escuela de niñas de Sialkot, en el Punjab, la oficina principal de la Misión presbiteriana donde laboraba John. El Espíritu de Dios también se movió en el seminario cercano. Algunos de los estudiantes, encendidos con amor divino, visitaron la escuela para niños, donde, curiosamente, no les permitieron dar testimonio de lo que Dios había hecho por ellos. Los jóvenes volvieron al seminario, donde se unieron en oración por una visitación del Espíritu Santo en esa rama de la obra. «Oh, Señor», oraron, «concédenos que el lugar donde nos prohibieron que habláramos esta noche se vuelva el centro de grandes bendiciones que fluirán a todas las partes de India».
La dirección de la escuela de niños pronto fue puesta en otras manos, y se anunció una convención en Sialkot para abril de 1904. El propósito era unirse en oración para un movimiento del Espíritu de Dios a lo largo de la India.
Dios puso una gran carga de oración en los corazones de John N. Hyde, R. McCheyne Paterson y George Turner por esta convención. Vieron la necesidad de que la vida espiritual de los obreros, pastores, maestros, y evangelistas, tanto extranjeros como nativos, fuera profundizada. El Espíritu Santo era poco conocido en estos ministerios y muy pocos estaban siendo salvados de entre los millones de inconversos.
Un gran aliento para ellos fue saber del avivamiento que había empezado en Gales. Esto acrecentó su oración y fe. Este evento «abrió senda» para el avivamiento y para llevar adelante la convención.
Hyde y Paterson esperaron y se retiraron un mes entero antes de la fecha de la apertura. Durante treinta días y treinta noches estos hombres piadosos esperaron ante Dios en oración. Turner se les unió después de nueve días, para que durante veintiún días y veintiuna noches estos tres hombres alabaran y oraran a Dios por un poderoso derramamiento de su poder.
Canon Haslam, en una conferencia ocurrida veintiocho años después, dio su impresión personal de aquellos servicios y del cambio notable que se generó allí. «Poco después del comienzo de la convención, el Sr. Hyde pasó por una experiencia que le transformó en un hombre con poder de Dios y un gran misionero. La vida de la Iglesia, en conjunto, estaba espiritualmente en un nivel muy bajo. Algo drástico se necesitaba. A Hyde se le reveló que la Iglesia no tenía poder debido al pecado; y que ese pecado es quitado sólo cuando hay real arrepentimiento y confesión».
La noche que comenzó todo quedó marcado en la memoria de uno de los participantes: «Cuando la hora de la reunión llegó, se sentaron los hombres en las esteras en la tienda, pero el Sr. Hyde, el conductor, no había llegado. Empezamos a cantar, y cantamos varios himnos antes de que él entrara, bastante tarde.
«Recuerdo cómo él se sentó en la estera frente a nosotros, y silencioso durante un tiempo considerable después que el cantar se detuvo. Entonces se levantó, y nos dijo muy quieta-mente: ‘Hermanos, yo no dormí nada anoche, y no he comido nada hoy. He estado teniendo una gran controversia con Dios. Siento que él me ha hecho venir aquí para testificarles involucrando algunas cosas que él ha hecho por mí, y he estado arguyendo con él que yo no debo hacer esto. Sólo hace un poco rato he tenido paz acerca de la materia y he estado de acuerdo en obedecerle, y ahora he venido a decirles sólo algunas cosas que él ha hecho por mí’.
«Después de hacer esta breve declaración, nos contó en forma muy quieta y sencilla algunos de los conflictos desesperados que él había tenido con el pecado, y cómo Dios le había dado victoria. Yo pienso que no habló más de quince o veinte minutos; luego se sentó e inclinó su cabeza durante unos minutos, y entonces dijo: ‘Tengamos un tiempo de oración’. Recuerdo cómo la pequeña compañía se postró en las esteras sobre sus rostros a la manera oriental, y entonces por un largo tiempo, no sé cuánto, uno tras otro, los hombres se fueron poniendo en pie para orar, y hubo tal confesión de pecados como muchos de nosotros nunca habíamos oído antes, y un clamor a Dios por misericordia y ayuda.
«Era muy tarde esa noche cuando la pequeña asamblea se disgregó, y algunos de nosotros supimos después de varias vidas que fueron transformadas totalmente a través de la influencia de esa reunión».
Evidentemente ese singular mensaje abrió las puertas de los corazones de las personas para el inicio del gran avivamiento en las iglesias de la India.
De ahí en adelante, año tras año, la Unión de Oración ayunó y oró, y en cada convención una urgencia creciente por la evangelización e intercesión llenó a cada asistente. John Hyde surgió como el líder de la oración, y todos estaban asombrados por la profundidad de su visión espiritual, y el ímpetu de su carga por India.
Al año siguiente, la Convención de Sialkot fue precedida otra vez por mucha oración. John Hyde era el predicador principal, y pasaba casi todo el tiempo en su cuarto en constante oración.
Una vez le pidieron a Hyde que hiciera cierta cosa, y él fue para hacerlo, pero volvió al cuarto de oración llorando y confesando que había obedecido con reticencia: «Oren por mí, hermanos, para que yo haga esto con alegría». Después de eso, salió y obedeció triunfalmente. Entró nuevamente en el salón con gran alegría, repitiendo tres palabras en urdu: «Ai Asmani Bak»: «Oh, Padre celestial». Lo que siguió es difícil de describir. Fue como si un inmenso océano hubiese inundado aquella asamblea. Los corazones se postraban delante de la presencia divina como los árboles de la floresta delante de un gran temporal. Era el océano del amor de Dios que se derramaba a causa de la obediencia. Hubo corazones quebrantados; confesiones de pecados con lágrimas que luego se transformaban en alegría.
Desde ese tiempo, aquella misión en Sialkot se mantuvo en un nivel espiritual más alto del que había tenido alguna vez. «Buenos» misioneros llegaron a ser conocidos como «poderosos» misioneros. El efecto se sintió a lo largo de toda la India.
También por esa época, John Hyde tuvo dos revelaciones muy preciosas: una de Cristo glorificado como Cordero en su trono – sufriendo infinito dolor por su Cuerpo en la tierra. Como la Cabeza divina, él es el centro nervioso de todo el cuerpo. Él de hecho está viviendo hoy una vida de intercesión por nosotros. La oración a favor de otros es como si fuese la propia respiración de la vida de nuestro Señor en el cielo. Esto se estaba haciendo más y más real en la vida de John Hyde.
La otra fue acerca del atalaya en Isaías 62:6-7. Les preguntaba a menudo a los ministros: «¿Está el Espíritu primero en sus púlpitos?». Él estaba refiriéndose a Juan 15: «Pero cuando el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí: Y ustedes también serán testigos, porque han estado conmigo desde el principio». Había en él tal espíritu de intercesión que otros también empezaron a gemir en agonía por los perdidos.
Un ejemplo de oración intercesora
En uno de los veranos siguientes, Hyde fue a casa de un amigo en las montañas. El propósito era entrar en una verdadera intercesión con su Maestro. Su amigo escribió al respecto: «Era evidente para todos que él estaba quebrantado por el peso de la profunda angustia de su alma. Faltó a muchas comidas, y cuando yo iba a su cuarto, lo encontraba postrado con una gran agonía, o caminando de arriba abajo como si un fuego interior estuviese ardiendo en sus huesos... John no ayunaba en el sentido normal de la palabra, pero frecuentemente, cuando yo le rogaba que viniese a comer, él me miraba, sonreía y decía: «No tengo hambre». Había un hambre mayor consumiendo su propia alma, y solamente la oración podía saciarla. Delante del hambre espiritual, el hambre natural desaparecía».
Paso a paso él estaba siendo llevado hacia una vida de oración, vigilancia y agonía a favor de otros. Un pensamiento predominaba siempre en su mente: que nuestro Señor todavía agoniza a favor de las almas. Con toda la profundidad del amor por su Señor, había vislumbres de sus alturas – momentos del cielo en la tierra– cuando su alma quedaba inundada con cánticos de alabanza y él entraba en el gozo de su Señor.
En 1908, John Hyde se atrevió a orar por lo que, para muchos, era una demanda imposible: que durante el próximo año en la India él salvara un alma cada día. Trescientas sesenta y cinco personas se convirtieron, bautizaron, y públicamente confesaron a Jesús como su Salvador. Lo imposible sucedió.
Antes de la próxima convención por la cual John Hyde había orado, más de 400 personas habían entrado en el reino de Dios, y cuando la Unión de Oración se volvió a reunir, él duplicó su meta a dos almas por día. Ese año se registraron ochocientas conversiones, y todavía Hyde mostraba una pasión inextinguible por las almas perdidas.
Alguien comentó sobre los resultados de aquella obra: «No había nada superficial en la vida de esos convertidos. Casi todos se volvieron cristianos activos».
John Hyde fue conducido por Dios a confesar los pecados de otros y ponerse en el lugar de ellos, tal como hacían los profetas de la antigüedad (Ver Esdras 9; Daniel 9). «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo» (Gál. 6:2), dice el apóstol. Según esa ley, debemos entregar nuestra vida por los hermanos. Era lo que Hyde hacía.
Al respecto, él aprendió una lección muy solemne – el pecado de señalar los defectos en los demás, aunque sea al orar por ellos. Él estaba cargado cierta vez con un peso de oración a favor de un siervo de Dios hindú. Se retiró a su cuarto de oración, y meditando en la frialdad de aquel siervo y de la muerte consecuente que había en su congregación, comenzó a orar: «Oh Padre, tú sabes cuán frío...». Pero fue como si un dedo fuese puesto en sus labios, de modo que no podía hablar lo que pretendía, y una voz le dijo al oído: «Quien lo toca, toca la niña de mi ojo». Hyde clamó con angustia: «Perdóname, Padre, pues he sido un acusador de mis hermanos delante de ti». Él reconoció que a la vista de Dios debería contemplar todo lo que es amable. Sin embargo, él quería contemplar también todo lo que es verdadero. Le fue revelado que lo «verdadero» de este versículo se limita a aquello que es, al mismo tiempo, amable y verdadero, que el pecado de los hijos de Dios es efímero; el pecado no es la verdadera naturaleza de los hijos de Dios, pues debemos ver que están en Cristo – perfeccionados, así como estarán cuando él haya completado la buena obra que comenzó en ellos.
Entonces John pidió al Padre que le mostrase todo lo que era digno de alabanza en la vida de aquel hermano. Él recordó entonces muchas cosas por las cuales podía agradecer a Dios de corazón, ¡y así cambió su tiempo en alabanza! Este fue el camino para la victoria.¿El resultado? Luego después supo que aquel siervo de Dios recibió en la misma época un gran avivamiento y estaba predicando con fuego.
Una vida de oración
En la convención de 1910, la última a la que Hyde asistió, los presentes fueron testigos de la dramáticas súplicas de Hyde en oración: «¡Oh, Dios, dame almas, o me muero!».
Antes de que la reunión acabara, John Hyde reveló que estaba duplicando su meta de nuevo para el próximo año: Cuatro almas cada día, y nada menos. Durante los próximos doce meses el ministerio de John Hyde lo llevó a lo largo de India. Ahora él era conocido como «el Orante Hyde,» y su intercesión inició los avivamientos en Calcuta, Bombay, y otras ciudades grandes. Si en un día cualquiera no se convertían cuatro personas, Hyde decía que por la noche habría tal peso en su corazón que él no podía comer o dormir hasta haber obtenido la victoria. Oraba por las personas «hasta que...». Le gustaba orar postrado en el suelo. Después que había orado, aplaudía con sus manos, danzaba, gritaba y estaba lleno de gozo. El número de nuevos convertidos crecía continuamente.
Un amigo escribe respecto de él en una de esas reuniones: «Él permaneció con nosotros casi quince días, y durante todo ese tiempo estaba con fiebre. Aun así, ministró en las reuniones normalmente, ¡y cómo Dios nos habló a través de él, a pesar de que físicamente no estaba en condiciones de hacer nada!
«En aquella época yo estuve enfermo por varios días. El dolor en el pecho me mantuvo despierto varias noches. Fue entonces que noté lo que el Sr. Hyde estaba haciendo en su cuarto, frente al mío. Yo podía ver la claridad de la luz eléctrica cuando él salía de la cama y la encendía. Lo observé hacer eso a las doce horas, a las dos, a las cuatro y después a las cinco. Desde aquella hora la luz permanecía encendida hasta el amanecer.
«Nunca me olvidaré de las lecciones que aprendí en aquella época. ¿Yo había orado alguna vez por el privilegio de esperar en Dios en las horas de la noche? ¡No! Esto me llevó a pedir este privilegio para mí mismo. El dolor que me impedía dormir noche tras noche fue transformado en alegría y alabanza por causa de este nuevo ministerio que de repente había descubierto, de mantener la vigilia de la noche junto con los otros que tienen la función de despertar al Señor.
El mismo amigo relata cómo John Hyde empeoró físicamente, y finalmente fue persuadido a ver un médico. El diagnóstico del médico fue que el corazón de Hyde estaba en pésima condición. «Nunca encontré un caso tan terrible como este. Fue movido desde su posición normal en el lado izquierdo hacia el derecho». Cuando el médico le preguntó: «¿Qué ha hecho usted consigo mismo?», John Hyde no dijo nada. Solamente sonrió. Pero aquellos que le conocían sabían cuál era la causa: su vida de incesante oración, noche y día, orando excesivamente con muchas lágrimas por sus convertidos, por los colegas en la obra, por los amigos, y por las iglesias en India. Su oración para que él fuese enteramente quemado en vez de oxidarse, estaba siendo respondida.
Una amplia visión final
A principios de 1911, volvió a América muy enfermo, donde supo que, además, también tenía un tumor cerebral. Una operación trajo alivio sólo temporal y, poco después de dejar su India querida, «Orante» Hyde dijo adiós a este mundo, con la siguiente expresión en sus labios: «Grito la victoria de Jesucristo». Tenía sólo 47 años. Nunca se casó.
Antes de morir, él compartió lo que Dios le había mostrado: «En el día de oración, Dios me dio una nueva experiencia. Me parecía estar lejos de nuestro conflicto aquí en el Punjab y vi la gran batalla de Dios en toda la India, y luego más allá, en China, Japón, y África. Vi cómo habíamos estado pensando en el círculo estrecho de nuestros propios países y en nuestras propias denominaciones, y cómo Dios estaba ahora rápidamente reuniendo fuerza y fuerza, línea y línea, y todo estaba empezando a ser un gran forcejeo. Aquello, para mí, significaba el gran triunfo de Cristo. Nosotros debemos ser extremadamente cuidadosos en ser absolutamente obedientes a Él, quien ve todo el campo de batalla todo el tiempo. Sólo él puede poner a cada hombre en el lugar donde su vida puede rendir al máximo».
Su secreto espiritual
«Orante» Hyde había aprendido el más valioso secreto para mantener la vida espiritual. Algunos de sus compañeros más íntimos revelan, para nuestro beneficio, la razón de su piedad profunda.
Pengwern Jones recordó un sermón de Hyde que dejó una fuerte impresión en su vida. «El Espíritu lo usó para darnos una visión completamente nueva de la Cruz. Ése fue uno de los mensajes más inspiradores que alguna vez oí. Él empezó diciendo que desde cualquier punto de vista que miremos a Cristo en la cruz, vemos heridas, vemos señales de sufrimiento. Desde arriba, vemos las marcas de la corona de espinas; desde atrás de la cruz, vemos los surcos causados por los azotes, etc. Nos habló de la Cruz con tal iluminación que nos olvidamos de Hyde y de todo lo demás. El ‘muriendo, mas viviendo en Cristo’ estaba delante de nosotros. Entonces, paso a paso, nos guió para ver a Cristo crucificado en la provisión para cada necesidad nuestra y, cuando él señalaba la aptitud de Cristo para cada emergencia, sentí que tenía suficiente para la eternidad.
«Pero la cima de todo fue la forma en que enfatizó la verdad de que Cristo en la cruz gritó triunfalmente ‘Consumado es’, cuando todo a su alrededor indicaba que su vida había acabado. Para sus discípulos, él no había cumplido sus propósitos; a sus enemigos les parecía que por fin lo habían vencido. Aparentemente, el conflicto había terminado, y su vida se había acabado. Entonces resonó el grito de victoria: ‘Consumado es’. ¡Un grito de triunfo en la hora más oscura!
«Entonces Hyde nos mostró que, unidos a Cristo, también podemos gritar triunfalmente, aun cuando todo parezca perdido. Pensamos que nuestra obra parece haber fracasado y el enemigo haber ganado la delantera; somos culpados por todos nuestros amigos y somos compadecidos por nuestros compañeros, pero aun entonces podemos tomar nuestra posición con Cristo en la cruz y gritar: ‘¡Victoria, victoria, victoria!’.
«Desde ese día, nunca he tenido desesperación por mi trabajo. Siempre que me siento desalentado, oigo la voz de Hyde gritando: ¡Victoria!, e inmediatamente llevo mis pensamientos al Calvario, y oigo a mi Salvador en su hora agonizante clamando con gozo: ‘Consumado es’. Hyde dijo: ‘Ésta es una victoria real, para gritar en triunfo aunque alrededor todo sea oscuridad’».
«Esta dependencia de Cristo y su Espíritu era el secreto del éxito de John Hyde en todo», agregó R. McCheyne. «¡Éste es el secreto de cada santo de Dios! ‘Mi poder se perfecciona en la debilidad’, es Su Palabra. Así cuando yo soy débil, soy fuerte, fuerte con poder divino. ¡Cuanto más crecemos en gracia, más dependientes nos volvemos! Nunca olvidemos este hecho glorioso, y entonces seremos capaces de agradecer a Dios por nuestros recuerdos malos, por nuestros cuerpos débiles, por todo; y en ese sacrificio de alabanza estará Su deleite y también el nuestro».
A través de John Hyde, Dios reveló vislumbres del divino corazón de Cristo, partido por nuestros pecados. No necesitamos tener nosotros nuestro corazón partido, sino tener el corazón partido de Dios. No somos participantes de nuestros sufrimientos, sino de los sufrimientos de Cristo. No es con nuestras lágrimas que debemos clamar noche y día, sino que todo viene de Cristo. La comunión con sus sufrimientos es un don gratuito para ser recibido simplemente por fe.
McCheyne agrega al respecto: «¿Cuál fue el secreto de la vida de oración de John Hyde? ¿Quién es la fuente de toda vida? Jesús glorificado. ¿Cómo recibo esta vida de él? Así como recibí su justicia en el comienzo. Reconozco que no tengo ninguna justicia en mí mismo –solamente trapos de inmundicia– y en fe me apropio de su justicia.
«Ahora sigue un doble resultado. En cuanto a nuestro Padre en los cielos, él ve la justicia de Cristo y no mi injusticia. Un segundo resultado viene en cuanto a nosotros mismos: la justicia de Cristo no sólo nos reviste exteriormente, sino que entra en nuestro propio ser por su Espíritu, recibido por fe, y desarrolla la santificación en nosotros.
«¿Por qué no puede ser lo mismo con nuestra vida de oración? Acordémonos de la palabra «por». «Cristo murió por nosotros», y «viviendo siempre para interceder por nosotros», esto es, en nuestro lugar. Así declaro que mis oraciones son siempre insuficientes (ni me atrevo a llamarla una vida de oración), y suplico basado en su intercesión incesante. Eso afecta a nuestro Padre, pues él ve la vida de oración de Cristo en nosotros y responde de acuerdo con ella. De manera que la respuesta es «mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos».
«Otro gran resultado se sigue: nosotros somos afectados. La vida de oración de Cristo entra en nosotros y él ora en nosotros. Esto es la oración en el Espíritu Santo. Esta es la vida más abundante que nuestro Señor nos da. ¡Oh, qué paz, que alivio! No hay más necesidad de esforzarnos para producir una vida de oración, fallando constantemente. Jesús entra en la barca y la labor termina, y luego estamos en el lugar que era nuestro destino. Ahora, necesitamos quedar quietos delante de él para oír su voz y permitir que él ore en nosotros – sí, más que esto, permitir que él derrame en nuestra alma su vida transbordante de intercesión, que significa literalmente «encontrarse cara a cara con Dios – verdadera unión y comunión».
John acostumbraba a decir: «Cuando nos mantenemos cerca de Jesús, es él quien atrae las almas a sí mismo a través de nosotros, pero es necesario que él sea levantado en nuestra vida: esto es, tenemos que ser crucificados con él. De alguna forma, es el yo que se levanta entre nosotros y él, y por eso el yo precisa ser tratado como él fue. El yo necesita ser crucificado. Solamente entonces Cristo será levantado en nuestra vida, y él no puede dejar de atraer las almas a sí mismo. Todo eso es resultado de la unión y comunión íntimas, o sea, comunión con él en sus sufrimientos».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 38 • Marzo - Abril 2006
PORTADA
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Semblanza de Adoniram Judson, el precursor del evangelio en Birmania.
Por la senda del dolor
Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en 1778, en Massachussets, Estados Unidos. Su padre era pastor congregacional. De niño fue muy precoz; cuando tenía apenas 3 años se plantó frente a su padre y le leyó un capítulo entero de la Biblia. A los diez años, ya sabía griego y latín. Su padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva Inglaterra, y finalmente a la Universidad de Brown, de donde egresó como el mejor alumno de su promoción.
Días de incredulidad y fe
Allí en la universidad trabó amistad con Jacob Eames, un ateo. Influido por él Adoniram llegó a negar la existencia de Dios. La fe llegó a ser para él un asunto del pasado. Sin embargo, ocultó esto a sus padres hasta su cumpleaños 20, cuando rompió sus corazones con el anuncio de que no tenía fe y que pensaba irse a Nueva York y aprender a escribir para el teatro.
Pero aquella no resultó ser la vida de sus sueños. Se asoció con algunos jugadores vagabundos y, como él dijo después, vivió «una vida temeraria, errabunda, encontrando alojamiento donde podía, y burlando al propietario si hallaba la ocasión». Ese disgusto con lo que él encontró allí fue el principio de varias notables providencias.
Él fue a visitar a su tío Efraín en Sheffield, pero encontró allí, en cambio a «un joven piadoso» que lo desconcertó con la firmeza de sus convicciones cristianas sin ser «austero y dictatorial». Fue extraño que él encontrara allí a este joven en lugar de su tío.
Una noche se hospedó en la posada de un pueblito donde nunca había estado antes. La única habitación disponible estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a punto de morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir, escuchando los lamentos y quejas del enfermo. A la mañana siguiente, al preguntar por la salud del joven, le informaron que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob Eames.
El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que se le vino a la mente fue: «Él no creía en Dios; él no era salvo; él está en el infierno». Sin darse cuenta cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron. No pasó mucho tiempo después que él mismo se volvió a Dios, dedicándole su vida entera.
Consagración a la obra misionera
Por esa época cayeron a sus manos libros de misioneros que sirvieron a Dios en la India. Sintió una voz interior que le inquietaba respecto de ese país. Él se mantuvo durante un tiempo esperando la confirmación, hasta que un día ésta vino mientras caminaba en un bosque: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Fue tan claro como si alguien le hubiera hablado. Ese día de febrero de 1810, Adoniram consagró su vida a la salvación del Oriente.
Judson y otros cuatro amigos se reunieron bajo un montón de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a Dios para llevar el evangelio «hasta lo último de la tierra». No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el cuerpo docente de la Universidad de Brown, invitación que él rechazó. Luego, sus padres le instaron a que aceptase hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la iglesia de la calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más grande de Boston». Pero él también lo rechazó.
Y cuando su madre y hermana, con muchas lágrimas, le recordaban los peligros de una tierra pagana, contrastándolos con las comodidades del campo doméstico, volvió a verificarse la antigua escena del libro de los Hechos. «¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?, porque yo no sólo estoy presto a ser atado; más aún: a morir en la India por el nombre del Señor Jesús» (Hechos 21:12-13).
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se case con ese misionero», decía toda la ciudad acerca de Adoniram cuando él estaba buscando una esposa. Nunca antes una mujer norteamericana había ido a la India como misionera. Adoniram puso sus ojos en una joven llamada Ann Hasseltine, hija de un diácono.
De muy joven, Ann era sumamente vanidosa, tanto, que las personas que la conocían, temían que un castigo repentino de Dios cayese sobre ella. A la edad de dieciséis años tuvo su primera experiencia con Cristo. Cierto domingo, mientras se preparaba para el culto, quedó profundamente impresionada por estas palabras: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor que había demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en la obra de Cristo. Por algunos años antes de aceptar el llamado para ser misionera, trabajó como profesora y se esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una carta al padre de ella, pidiéndole su hija. En parte de la carta decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir con su hija la próxima primavera, para no verla nunca más en este mundo; si usted aprueba su ida y su sometimiento a las penalidades y sufrimientos de la vida misionera; si usted puede consentir en su exposición a los peligros del océano, a la influencia fatal del clima del sur de India; a todo tipo de necesidad y dolor; a la degradación, a los insultos, a la persecución, y quizás a una muerte violenta. ¿Puede consentir usted en todo esto, por causa de Aquel que abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted; por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de Sion, y la gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo esto, en la esperanza de encontrarse pronto a su hija en la gloria, con la corona de justicia, gozosa con las aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la eterna desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir por sí misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento deseosa y expectante, si nada en la Providencia lo impide, pasar mis días en este mundo en las tierras de los paganos. Sí, Lydia, tengo la determinación de dejar todas mis comodidades y goces aquí, sacrificar mi afecto a los parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia, tenga un lugar para establecerme». Ado-niram y Ann se casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su travesía duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812, llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero recibieron órdenes perentorias del gobierno británico de que dejaran el país inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la Isla de Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada la puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con una determinación invencible, volvieron a la India, llegando a Madras en junio del año siguiente. De nuevo fracasó su propósito y de nuevo les fue ordenado que se fuesen del país. Ellos decidieron irse a Rangún, Birmania. William Carey, el gran misionero que a la sazón vivía en la India, les advirtió que no fuesen allí, pues era un país cerrado, con un despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los misioneros anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de eso hizo cambiar de opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en su hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron cuenta que debían de aprender el idioma. En todo lugar en el cual estuvieran, en mercados, en la calle, ellos podían escuchar una lengua extraña. Con sólo escuchar uno podía desanimarse, pero los Judson determinaron que iban a aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para Cristo – ¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni siquiera llevarles el mensaje de salvación? No había diccionarios, ni libros que pudiesen ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única forma que conoció era balbuceando y señalando, como cuando un niño recién empieza a hablar. Adoniram encontró a un hombre a quien le pagaba para que les enseñase el idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día. Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y gramática.
Sufrimientos en la cárcel
Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su misión, la cual estaba empezando a crecer. La armada británica le había declarado la guerra a Birmania y una guerra iba a empezar. Un día, mientras Judson trabajaba en la traducción de la Biblia al birmano, dos policías llegaron a la casa. Ellos habían visto a Adoniram entrar a un banco británico por la mañana y asumieron que él era un espía inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo: «Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto significaba sólo una cosa – Arresto.
En la compañía de soldados había un hombre con la cara llena de manchas, lo cual significaba que él era un verdugo. El verdugo cogió el brazo de Adoniram y a la fuerza lo puso en el suelo. Ann gritó, agarrando el brazo del hombre. «¡Pare! Le daré dinero». Pero ellos se llevaron a Adoniram y lo pusieron en la cárcel. El 8 de junio de 1824, Adoniram fue puesto en la cárcel en Ava, acusado por un crimen que nunca cometió.
El piso estaba lleno de animales podridos, suciedad humana, y saliva de mil o más prisioneros. No habían ventanas – ¡la temperatura estaba sobre los 37º Celsius todos los días! Al ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para morir a manos del verdugo, Judson solía decir: «Cada día muero». Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte.
Él estaba muy preocupado por su preciosa esposa. ¿Qué habían hecho con ella? Él le oró para que de alguna manera la cuidara de algún tipo de daño. A veces Dios nos pone en un lugar donde lo único que podemos hacer es confiar en él. Esto es todo lo que Adoniram podría hacer ahora; su esperanza tenía que estar ahora en el Señor.
Adoniram no tenían ninguna razón para preocuparse por su esposa. El Señor la estaba cuidando, pues Ann había sido puesta bajo vigilancia militar las 24 horas del día.
Un día, Ann le trajo como regalo una almohada. Adoniram sonrió y tocó la almohada: «Ann, querida, ¿no pudiste haber encontrado algo más suave?». Ella sonrió pícaramente, y le hizo un gesto para que guardara silencio. Luego empezaron a hablar de otras cosas. Cuando Adoniram inspeccionó después la almohada, encontró muchas hojas con su traducción de la Biblia al birmano, a la cual había estado dedicando poco antes de ser arrestado.
No importaba qué hiciera o dónde estuviera en su celda, Judson no se separaba de su almohada. Pero muchas veces se le obligaba a salir para trabajar afuera. En una de esas oportunidades, el guardián que estaba de turno, lanzó afuera la almohada sucia y andrajosa. En el momento en que la arrojó fuera de los terrenos de la cárcel, pasó por allí un ex alumno de Judson, un joven llamado Moung Ing, quien, al ver la almohada, la reconoció. Rápidamente la recogió y la llevó a su casa.
Más tarde, cuando Judson regresó a su celda, descubrió que la almohada había desaparecido. Al cabo de muchos meses, el 4 de noviembre de 1825, Judson fue puesto en libertad. Las autoridades del gobierno birmano le permitieron volver a su hogar y continuar sus labores como misionero. Sin embargo, la alegría de la noticia era opacada por la tristeza de haber perdido el trabajo de tanto tiempo.
Entonces alguien vino a visitar a Judson. Era su ex alumno, Moung Ing, y bajo el brazo traía la almohada por tanto tiempo perdida. Judson tomó la almohada, abrió una de sus costuras, y la sacudió. De allí salieron páginas y páginas de la Biblia que él había traducido al idioma birmano mientras estaba en la cárcel. «Dios pareció indicarme que la almohada era el escondite más seguro para guardar mi trabajo –dijo Judson– . Y lo ha sido. Dios lo ha guardado y me lo ha devuelto».
Pérdidas irreparables
Poco después, Adoniram tuvo que viajar y dejar a su esposa por tres meses. En su viaje él recibió un telegrama, que decía: «Mi querido Señor: Tengo el desagrado de darle estas malas noticias, pero su esposa, la señora Judson, ¡no está más!». Regresó inmediatamente a su devastada casa. Esta vez no fue Ann quien salió a recibirle con un beso, sino una mujer birmana, muy triste, que sostenía en sus brazos a su pequeña hija María. La niña lloriqueaba, sin reconocer a su padre. Más tarde, él visitó la tumba de su esposa, ubicada bajo un árbol que él llamó «Árbol de la esperanza». Seis meses después de la muerte de Ann, María también murió, al igual que los dos hijos anteriores. Por esos mismos días se enteró de que su padre había muerto ocho meses antes.
Los efectos psicológicos de esas pérdidas fueron devastadores. La duda acerca de sí mismo llenó a su mente, y se preguntó si había llegado a hacerse misionero por ambición y fama, no por humildad y amor abnegado. Empezó a leer los místicos católicos, Madame Guyon, Fénelon, Tomás de Kempis, etc., y buscó la soledad. Dejó de lado su trabajo de traducción del Antiguo Testamento, el amor de su vida, y se retrajo cada vez más de las personas y de «todo aquello que pudiera incrementar su orgullo o pudiese promover su placer».
Se negó a comer fuera de la misión. Destruyó todas sus cartas de recomendación. Renunció al título honorario de Doctor en Teología que le había dado la Universidad de Brown en 1823. Entregó toda su riqueza privada (aproximadamente $ 6.000) a una organización cristiana. Solicitó que su sueldo fuese reducido a una cuarta parte y se comprometió a dar más a las misiones. En octubre de 1828 construyó una choza en la selva a cierta distancia de la casa de la misión Moulmein y se instaló allí el 24 de octubre de 1828, en el segundo aniversario de la muerte de Ann, para vivir en total aislamiento.
Él escribió en una carta al hogar de los parientes de Ann: «Mis lágrimas fluyen al mismo tiempo sobre la desamparada tumba de mi amada y sobre el aborrecible sepulcro de mi propio corazón». Tenía una tumba excavada al lado de la choza y se sentaba junto a ella contemplando las fases de la disolución del cuerpo. Él pidió que todas sus cartas en Nueva Inglaterra fueran destruidas. Se retiró durante cuarenta días solo, en la selva infestada de tigres, y escribió en una carta que sentía una absoluta desolación espiritual. «Dios es para mí el Gran Desconocido. Yo creo en él, pero no lo encuentro».
Su hermano, Elnathan, murió el 8 de mayo de 1829 a la edad de 35 años. Irónicamente, este fue el punto de retorno a la recuperación de Judson, porque él tenía razón para creer que su hermano, a quien había dejado en la incredulidad 17 años antes, había muerto en la fe. En el transcurso de 1830 Adoniram se fue recuperando de su oscuridad.
Sin duda, lo que sostuvo a Ado-niram Judson en todo este tiempo de oscuridad fue la sólida confianza en soberanía y bondad de Dios. Que todas las cosas que vienen de su mano obran para nuestro bien – aunque sean incomprensiblemente dolorosas en el momento presente. Esta confianza en la bondad y providencia de Dios le había sido enseñada por su padre – que es lo que creyó y vivió. Y también por lo que la Palabra de Dios –la cual él amaba profundamente– le había enseñado.
Cierta vez un maestro budista dijo que él no podía creer que Cristo sufrió la muerte de la cruz porque ningún rey permitiría tal indignidad a su hijo. Judson respondió: «Es evidente que usted no es un discípulo de Cristo. Un verdadero discípulo no inquiere si un hecho está de acuerdo a su propio razonamiento, sino si está en el Libro; su orgullo ha dado paso al testimonio divino. Mire, el orgullo suyo todavía no ha sido quebrantado. Renuncie a él y dé lugar a la palabra de Dios».
Días de fructificación
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron a su primer convertido, Maung Nau. La siembra fue larga y dura. La siega aún más, durante años. Pero en 1831 había un nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La búsqueda de Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y ancho del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados, dándolos sólo a aquellos que preguntan. Muchos han venido a pedir consejo. Algunos han viajado dos o tres meses, de las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‘Señor, hemos oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él. Dénos un escrito que nos diga cómo escapar de él’. Otros, de las fronteras de Kathay: ‘Señor, nosotros hemos visto un tratado que habla sobre un Dios eterno. ¿Es quien regala tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque queremos saber la verdad antes de que muramos’. Otros, del interior del país, donde el nombre de Jesucristo es un poco conocido: ‘¿Es usted el hombre de Jesucristo? Dénos un escrito que nos hable sobre Jesucristo’».
Durante los seis largos años que siguieron a la muerte de Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah, la viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ann.
Judson perseveró durante veinte años para completar la mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo. En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania. Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma traducción. Y los birmanos la llaman con mucha propiedad la «Biblia Almohada».
De vuelta en su tierra
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se embarcó con ella y tres de los hijos de regreso a América, su tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, ella murió durante el viaje. Fue sepultada en Santa Helena.
Así llegó Judson a su tierra: solo y enlutado. Quien durante tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que todas las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían para oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, se sentía como extranjero en su propia tierra, y no quería levantarse para hablar en público en su lengua materna. Además, sufría de los pulmones y era necesario que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía decir balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida por Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve. Duró el tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos y encontrar un barco de retorno. Todo lo que quedaba de la vida que él había conocido en Nueva Inglaterra era su hermana. Ella había mantenido su cuarto exactamente como había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día en que ella murió.
Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera vez, esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio de 1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora famosa y había dejado su fama y su carrera para ir con Judson a Birmania. Llegaron en noviembre de 1846. Y Dios les dio cuatro de los años más felices que cada uno de ellos había conocido.
Los últimos destellos del otoño
En su primer aniversario, 2 de junio de 1847, ella escribió: «Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo que aún es a mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese hablar tan bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso, literario, científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males atacaron a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al Aristide Marie que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un amigo, Thomas Ranney, para cuidarlo. En su miseria él era despertado de vez en cuando por un dolor tan terrible que acababa vomitando. Una de sus últimas frases fue: «¡Cuán pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de 1850, Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y de la iglesia birmana. Fue sepultado en el mar. «La tripulación se reunió en silencio. No hubo ninguna oración. El capitán dio la orden. El ataúd resbaló a través de un tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de millas al oeste de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió su ruta hacia la Isla de Francia».
Diez días más tarde, Emily dio a luz a su segundo hijo, que murió al nacer. Ella supo cuatro meses después que su marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.
La plenitud del hombre en Cristo
Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la comunión con Dios mientras caminaba de un lado a otro. Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en secreto».
Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos judíos en Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos, después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en su rostro, tomó la mano de su esposa, y le dijo: «Querida, esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios me perdone, y si en su gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas veces del amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!». En cierta ocasión él dijo: «Tuve tales visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres iglesias y más de siete mil bautizados.
Un biógrafo comenta respecto de Adoniram Judson: «Él tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó allí durante 38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa de Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó fue inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él «aborreció su vida en este mundo» y fue una «semilla que cayó a tierra y murió». En sus sufrimientos, «llenó lo que estaba faltando de las aflicciones de Cristo» en la inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre. Él podría, sin ninguna duda, decir: «Valió la pena».
En la ciudad de Malden, Massachussets, hay un recordatorio que dice:
In Memoriam
Rev. Adoniram Judson
Nació el 9 de Agosto de 1788.
Murió el 12 de abril de 1850.
Lugar de nacimiento: Malden.
Lugar de sepultura: El océano.
Su obra: Los salvos de Birmania
y la Biblia birmana.
Sus memorias: Están en lo alto.
.Una revista para todo cristiano • Nº 37 • Enero - Febrero 2006
PORTADA
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Semblanza del Hermano Lorenzo, un hombre que caminó con Dios.
Viviendo día a día con Dios
El Hermano Lorenzo nació con el nombre de Nicolás Herman, alrededor de 1610, en Heri-menil, Lorraine (Francia). La fecha se desconoce, pues el registro de nacimiento fue destruido en un incendio en su parroquia durante la Guerra de los Treinta Años.
Desgraciadamente, hay pocos datos de su juventud. Él aprendió principios cristianos de sus padres Dominic y Louise, con quienes constituía una familia modesta. Aunque Nicolás tenía sobrada inteligencia, aparentemente no le pudieron otorgar oportunidad de estudiar. No se sabe si Nicolás tuvo hermanos o hermanas, cómo pasó su niñez, acerca de su instrucción escolar, o su primer trabajo.
Conversión y primeras experiencias de vida
Sin embargo, es claro que a la edad de 18 años tuvo su primera experiencia espiritual, la conversión. Durante ese invierno, mientras veía a un árbol perder sus hojas, consideraba que dentro de poco tiempo las hojas se renovarían, y más tarde vendrían las flores y finalmente aparecería el fruto. A través de esta sencilla observación cotidiana, Nicolás recibió una impactante visión de la providencia y del poder de Dios que nunca pudo olvidar. Esta visión despertó en él un profundo amor a Dios y un deseo cada vez mayor de apartarse del mundo. Desde entonces se dedicó mucho a la lectura y a la vida espiritual.
Sin embargo, Nicolás no ingresó en este tiempo, como pudiera pensarse, a la vida religiosa, sino al servicio militar, durante el agitado período de la terrible Guerra de los Treinta Años. Allí fue apresado por tropas germanas, y, sospechoso de ser un espía, fue amenazado de muerte. Sin embargo, él pudo probar su inocencia. Más tarde se reunió con las tropas de Lorraine, pero fue herido durante el sitio de Rambervillers, en 1635, desde donde regresó a la casa de sus padres. La herida recibida en la guerra le afectó el nervio ciático, debido a lo cual quedó cojo por el resto de su vida, sufriendo dolores crónicos.
No es posible saber si fue durante su vida como soldado, o con posterioridad a ella, que participó de pecados que más tarde le harían lamentar, y recordar con dolor, como «desórdenes de su juventud» o «pecados de su vida pasada». Lo cierto es que, llevado por el deseo de enmendar su vida, y entregar de una vez a Dios lo que le había ofrecido cuando tuvo aquella primera experiencia espiritual, decidió hacerse ermitaño.
Junto a otros que tenían la misma intención, se apartó para vivir en soledad. Sin embargo, a poco andar pudo darse cuenta que no estaba preparado para esa clase de vida, y la abandonó. Se dedicó entonces a servir como criado y lacayo de algunos aristócratas en París. En ese servicio se describió a sí mismo como muy torpe, tanto, que quebraba todo a su alrededor.
Reparador de sandalias
A los 26 años de edad se dio cuenta que no podía vivir lejos del servicio a Dios, así que tomó una seria decisión: ingresó a la recién formada comunidad de los Carmelitas en la calle Vaugirard en París, como un hermano laico. Corría junio de 1640. A mediados de ese mismo año, fue recibido oficialmente, y adoptó el nombre de Lorenzo, probablemente inspirado en un religioso de su ciudad a quien había admirado mucho. Como novicio vivió severas pruebas y también grandes decepciones. Según confesión propia, muchas veces quedó en evidencia su torpeza natural, por lo cual temía ser despedido.
Pasados los dos años de noviciado hizo su profesión de votos, en agosto de 1642, a los 28 años de edad. Louis de Sainte-Thérése, su superior, resumió la vocación de este hermano laico con la expresión «oración y trabajo manual».
El primer trabajo que le asignaron después de su profesión fue el de cocinero de la Comunidad, que estaba compuesta por más de cien miembros. Sin embargo, la cocina se hizo muy difícil para alguien físicamente discapacitado, así que tras 15 años de labor, le asignaron un trabajo en que pudiera estar sentado. Fue designado como reparador, y luego fabricante de sandalias. Pero a menudo regresaba a la cocina para ayudar. Al hermano Lorenzo le fueron encomendadas también otras tareas como, por ejemplo, comprar el vino. Para ello debía desplazarse largas distancias, a veces por río; labor que le era muy difícil, porque, como él mismo dice, «cojo de una pierna, sólo podía moverme del bote rodando sobre los barriles». En esos viajes conoció a mucha gente, que quedaba impresionada por su piedad. Muchos de ellos acudían después a él en busca de consejo espiritual.
Poco a poco la influencia del «reparador de sandalias» creció, y no sólo entre los que solía ayudar y aconsejar, sino que mucha gente instruida y religiosos venían a él desde distintos sitios. Uno de sus biógrafos, que le conoció personalmente, dice que llegó a ser venerado por «todo París». Aunque esto pueda resultar una exageración, lo cierto es que todos quienes le conocían apreciaban mucho conversar con él, pues siempre se respiraba en su compañía la presencia de Dios. Él les enseñaba en forma sencilla cómo caminar con Cristo.
Cierta vez, interrogado por alguien de la misma Comunidad (a quien estaba obligado a responder), acerca de cómo había logrado ese habitual sentido de Dios, el hermano Lorenzo le dijo que desde su llegada a ese lugar, él había considerado a Dios como el objetivo y el fin de todos sus pensamientos y deseos.
Perfil espiritual
Fénelon le visitó poco antes de su muerte y conversó largamente con él. El recuerdo de esa conversación era muy vívida para Fénelon diez años más tarde, cuando escribe: «Las palabras de los santos son a menudo muy diferentes del discurso de aquellos que trataron de describirlos. El hermano Lorenzo era tosco por naturaleza, pero delicado en gracia. Esta mezcla era atrayente y revelaba a Dios presente en él. Yo lo vi, y aunque él estaba muy enfermo, permanecía muy contento».
El hermano Lorenzo siempre tenía algo que decir a los que querían aprender; no escondía nada a los que consideraba «pequeños y sencillos». Uno de sus biógrafos nos deja un retrato de sus virtudes sociales. «La virtud del Hermano Lorenzo nunca lo hizo ser áspero. Él era abierto, digno de confianza, te hacía sentir que podías decirle cualquier cosa, y que habías encontrado un amigo. Por su parte, una vez que él sabía con quien estaba tratando, hablaba libremente y mostraba gran bondad. Lo que él decía era simple, siempre apropiado, lleno de buen sentido. Una vez que pasabas su dureza exterior tú descubrías una sabiduría inusual, una libertad más allá del alcance de un hermano laico cualquiera, un discernimiento que se extendía mucho más allá de lo que podías haber esperado».
Tenía «el mejor corazón del mundo. Su delicado semblante, aire humano y afable, su simple y modesta manera de ser le ganaba la estima y buena voluntad de todos los que lo veían. Mientras más de cerca lo veías, más descubrías en él una profundidad de integridad y piedad que difícilmente podía encontrarse en otra persona. Él no fue uno de aquellos inflexibles que consideran la santidad incompatible con las formas comunes. Él se asociaba con cualquiera y nunca se daba ínfulas, actuando amablemente con sus hermanos y amigos sin querer llamar la atención».
Lorenzo tenía algún grado de instrucción intelectual. A veces hablaba de los libros que había leído o examinado. Se relacionó con sus compañeros y con visitantes letrados. Lorenzo fue nutrido por el espíritu de Teresa de Ávila cuyo «Camino de la Perfección» era leído cada año por los religiosos. La declaración de Teresa de que «el Señor camina entre ollas y cacerolas» debe haber agradado al hermano cocinero. Juzgando por sus escritos, también debió haber encontrado mucho gozo al leer a Juan de la Cruz, el autor del «Cántico espiritual».
Aunque Lorenzo ciertamente hablaba, permanecía la mayor parte del tiempo en silencio. Los hermanos laicos vivían en las sombras, en el profundo silencio de la comunidad Carmelita. Jurídicamente ocupaban el último lugar de la casa, ya que incluso los novicios estaban por sobre ellos. En la mañana servían a las mesas de los mayores, y el resto de sus días estaban llenos de obligaciones. Por eso, no siempre tenían tiempo de dedicarse a sus prácticas devotas. Pero Lorenzo, como podemos leer en sus conversaciones y cartas, estaba acostumbrado a vivir constantemente en la presencia de Dios, orando sin cesar, en toda circunstancia.
Por más de 50 años, Lorenzo, quien vivió la profundidad de una contemplación que era la fuente de la sabiduría para sus consejos, deleitó e inspiró a los miembros de la comunidad de la calle Vaugirard.
Sin embargo, con el tiempo sus sufrimientos físicos aumentaron. La gota ciática que le hacía cojear lo atormentó por casi 25 años, y degeneró en una úlcera de la pierna, causándole un inmenso dolor. Estuvo muy enfermo tres veces durante los últimos años de su vida. Cuando se recuperó la primera vez, le dijo al médico: «Doctor, sus medicinas me han hecho muy bien. ¡Pero han retrasado mi alegría!». Esperaba ansiosamente el glorioso encuentro. Tres semanas antes de morir escribió «Adiós, espero ver a Dios pronto». Y seis días antes de partir: «Espero por la misericordiosa gracia de Dios, verle en pocos días».
Lúcido hasta sus últimos momentos, el Hermano Lorenzo murió el 12 de Febrero de 1691, a la edad de 77 años. Su plácida muerte fue muy parecida a su vida en la Comunidad, donde cada día y cada hora era un nuevo comienzo y un fresco compromiso de amar a Dios con todo su corazón.
Su legado
En tiempos complicados semejantes a los que vivimos, el Hermano Lorenzo, descubrió, y más tarde siguió, una forma pura y simple de caminar continuamente en la presencia de Dios. Durante casi cuarenta años, vivió y caminó con Dios a su lado.
El Hermano Lorenzo fue un hombre gentil y de espíritu alegre, que evitaba llamar la atención y que no era amigo de los púlpitos. Sólo algunas de sus cartas escritas de su puño y letra fueron conservadas después de su muerte. Quienes las leyeron quisieron conocer las otras. Para atender esos pedidos ellas fueron coleccionadas. Joseph de Beaufort aconsejó al arzobispo de París a publicar las cartas en un pequeño panfleto. El año siguiente, en una segunda publicación titulada «La Práctica de la Presencia de Dios», De Beaufort incluyó, como material introductorio, el contenido de cuatro conversaciones que tuvo con el Hermano Lorenzo.
En su pequeño libro de Cartas y Conversaciones, el Hermano Lorenzo explica de una forma simple y hermosa cómo caminar continuamente con Dios, no con la mente sino con el corazón. Su legado fue mostrar un camino directo para vivir en la presencia de Dios, tan práctico hoy como hace 300 años. El hermano Lorenzo pertenece a un selecto grupo de hermanos y hermanas cuyo legado espiritual no puede medirse por su efecto visible. Con seguridad, él nunca imaginó que su humilde y escondida trayectoria espiritual sería de ayuda para tantos hermanos y hermanas en el futuro. Hombres y mujeres de la talla de Watchman Nee, A. W. Tozer, Jessie Penn-Lewis, y el así llamado «movimiento de Keswick» han sido ayudados e inspirados al leer su breve biografía espiritual. Pues en ella nos muestra cómo caminar con Dios de una manera íntima, constante y real a través de todas las vicisitudes de una vida humana común y corriente. En ello está la esencia de su perdurable riqueza espiritual.
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Cartas
.Una revista para todo cristiano • Nº 36 • Noviembre - Diciembre 2005
PORTADA
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Semblanza de George Matheson, el predicador ciego, iluminado por la luz de Dios.
El arco iris tras la lluvia
George Matheson no fue, lo que se pudiera decir, una gran lumbrera en el universo cristiano. Su figura no resalta particularmente entre las muchas que hay en la historia de la Iglesia. Su vida no tiene esos promontorios heroicos que tienen otras vidas, y que impresionan a muchos.
Su vida fue más que un trueno, un silbo apacible. Más que una tempestad, fue una llovizna diáfana. No destacó ni como un gran predicador (aunque predicó algunos mensajes notables), ni un gran escritor (aunque escribió algunas cosas destacables). Su vida estuvo más bien marcada por el sufrimiento callado, por la cruz llevada en silencio. Es conocido generalmente como el «predicador ciego», y también como el autor de dos himnos muy conocidos.
Pero ¿qué hay detrás del hombre que arrastraba una discapacidad tan cruel? Cuando nos asomamos a su vida encontramos una fuente verdadera de gozo y paz, de aquiescencia y conformidad con la voluntad de Dios. Fue un hombre que aprendió a decirle «Sí» a Dios, con una sonrisa en los labios.
George Matheson nació en Glasgow (Escocia) en 1842; era uno de los ocho hijos de un comerciante del mismo nombre. Primero fue educado en una escuela pequeña en Carlton Place. Entonces, después de trasladarse a St. Vincent Crescent, fue a la Academia de Glasgow, y posteriormente a la Universidad de Glasgow. Se graduó como BA en 1861 con distinción en Filosofía, y MA en 1862.
Días de dolor
El primer nubarrón en el horizonte para Matheson fue una temprana ceguera, por inflamación en la retina, que comenzó a manifestarse desde su primer año de vida. Usaba unos lentes muy gruesos, y se sentaba muy cerca de la ventana en la escuela. Por largo tiempo, conservó alguna capacidad de visión, pero muy tenue. En sus estudios, siempre dependió de otros, especialmente de sus hermanas, las cuales asumieron la discapacidad de su hermano como un desafío personal. Ellas mismas se dieron a la tarea de estudiar las materias para ayudarlo. Más tarde, aprenderían latín, griego y hebreo a fin de hacerlo mejor.
Una vez graduado en la Universidad de Glasgow decidió proseguir sus estudios en la Universidad de Edimburgo. Más tarde, estudió teología. Como estudiante de teología fue muy aventajado. Llevado por su afán de investigación, escribió un valioso tratado titulado «El Crecimiento del Espíritu de la Cristiandad». Su libro era brillante, pero tenía algunos errores importantes. Cuando algunos críticos señalaron los errores y lo acusaron de ser un estudiante inexacto, él quedó acongojado. Uno de sus amigos escribió: «Cuando él vio que para los propósitos de estudio su ceguera era un impedimento, se retiró del campo (de la investigación) – no sin dolor, pero definitivamente».
Este fue un segundo aguijón doloroso en la vida de Matheson. No sólo estaba la ceguera, como un recordatorio permanente de su desgracia, sino que ahora, esa ceguera le impedía avanzar en sus estudios como hubiese querido.
Sin que él pudiera comprenderlo en ese momento, Dios estaba dirigiendo su vida por otro camino, más allá de la investigación académica. El mundo cristiano perdió un teólogo, pero ganó un pastor, predicador y poeta, de gran inspiración.
Por este tiempo, Matheson tuvo otro gran dolor. Un día su médico le dijo: «Lo mejor que puede hacer es visitar a sus amigos lo más rápidamente, porque en breve la oscuridad vendrá sobre usted, y nunca más podrá verlos». Esa fue la manera que el médico utilizó para decirle que en breve quedaría totalmente ciego. En este tiempo, Matheson se hallaba de novio con una hermosa joven. Él le contó a ella la calamidad que le sobrevendría, dándole la oportunidad de deshacer el noviazgo. Ella lo hizo, pues «no estaba dispuesta a cargar toda la vida con un marido ciego». Pero esta tristeza llevó a Matheson a profundizar aún más su devoción a Dios.
Días de fructificación
Al principio, fue ayudante en la iglesia de Sandyford, donde sorprendió a todos porque a pesar de su ceguera podía cumplir cualquier deber que se le asignara. Su primer cargo fue en el pueblo de Inmellan, en 1868. Ganó rápidamente fama como predicador y hacía como si leyera los mensajes, de manera que muchos no se percataban de su discapacidad. Muchos venían año a año a Innellan para las fiestas de fin de año, porque les gustaba oír a «Matheson de Innellan», y su nombre llegó a ser muy conocido en Escocia. Tanto así, que en 1879 la Universidad de Edimburgo le confirió el título honorario de Doctor en Divinidad.
Durante todo este tiempo fue muy ayudado por su hermana mayor, con quien vivía y quien escribía al dictado sus ensayos y sus sermones primeros. Él tenía una memoria maravillosa. Su hermana ordenaba la casa y le ayudaba con la parroquia. Escribió centenares de artículos y muchos libros con la ayuda de una secretaria y más tarde por Braille y máquina de escribir.
En 1882, Matheson vivió una experiencia muy profunda, que marcaría su vida. Por fin, años de sufrimiento habrían de dar a luz una bella flor que no se marchitaría. O, en lenguaje bíblico, el grano de trigo que había caído para morir, comenzaría a dar fruto. En junio de ese año compuso la letra del famoso himno «Amor, que no me dejarás».
George mismo cuenta cómo fue aquello: «Fue compuesto en la casa parroquial de Innellan, Escocia, en la tarde del 6 de junio, 1882, cuando tenía 40 años de edad. Yo estaba solo en casa en ese momento. Era la noche de la boda de mi hermana, y el resto de la familia se quedaría por una noche en Glasgow. Algo me pasó que sólo fue conocido por mí, y que me causó el más severo sufrimiento mental. El himno fue el fruto de ese sufrimiento. Fue la porción de trabajo más rápido que hice en mi vida. Yo tuve la impresión de oírlo dictado a mí por alguna voz interior en lugar de salir de mí. Estoy seguro que la obra entera se completó en cinco minutos, y también seguro que nunca recibió de mi mano algún retoque o corrección. Yo no tengo ningún don natural del ritmo. Todos los otros versos que yo he escrito alguna vez han sido artículos manufacturados; este vino como un manantial de lo alto».
No sabemos qué fue lo que causó ese severo sufrimiento mental en Matheson. Muchos han dicho que fueron los recuerdos del rechazo de su novia de juventud. Otros lo atribuyen al matrimonio de su hermana, quien había cuidado de él los últimos 20 años, y cuya ausencia se le tornaba insoportable. Aún otros dicen que ese sufrimiento provenía de su preocupación por las incursiones que el darwinismo estaba haciendo en la iglesia. Sea lo que fuere, Dios utilizó ese gran dolor para dar a luz una obra inmortal.
He aquí el himno, en una traducción literal del original en inglés:
Oh amor que no me dejará ir,
mi alma fatigada descanso en ti;
te devuelvo la vida que a ti debo.
Que en las profundidades de tu océano
más rica, más llena, pueda fluir.
Oh Luz que ha seguido
todos mis caminos,
yo rindo mi antorcha fluctuante a ti;
mi corazón restaura su rayo prestado,
que en tu luz brillante un día
pueda ser más luminoso, más hermoso. Oh gozo que me busca a través del dolor,
yo no puedo cerrar mi corazón a ti;
rastreo el arco iris a través de la lluvia,
y siento que la promesa no es vana,
que el mañana sin lágrimas será.
Oh Cruz que levantó mi cabeza,
yo no me atrevo pedir huir de ti;
me postro en el polvo,
la gloria de la vida está muerta,
y de la tierra florece roja allí
la vida que jamás tendrá fin.
Las palabras de este poema, como en la mayoría de los poemas de Matheson, no son fáciles de entender en una primera lectura, pero se hacen más claras después de meditarlas. El texto usa metáforas para un Dios que no dejará a su hijo desamparado: primero el Amor, luego el Gozo, luego la Cruz.
Examinando su vida pasada, Matheson escribió una vez que la suya era «una vida obstruida, una vida circunscrita… pero una vida de encendida esperanza, una vida que ha golpeado persistentemente contra la marea de las circunstancias, pero que aun en el momento del trabajo abandonado no ha dicho «Buenas noches» sino «Buenos días».
¿Cómo podía mantener él la esperanza viva en medio de las tales circunstancias y pruebas? Este himno nos da una pista. «Yo rastreo el arco iris a través de la lluvia, y siento que la promesa no es vana, que el mañana sin lágrimas será». ¡La imagen del arco iris es un cuadro del compromiso del Señor!
La melodía para el poema de Matheson, fue compuesta también de manera muy rápida. Su compositor, Alberto Lister Peace, dijo que «la tinta de la primera nota aún no estaba seca cuando yo había terminado la melodía». Le pidieron que proporcionara una melodía para las palabras de Matheson. Él estaba sentado en la playa en la isla de Arran leyendo las palabras, cuando la melodía entró en su mente. Matheson siempre dijo que el himno se debía principalmente al Dr. Peace.
En 1885, fue convocado para predicar en Crathie, por sugerencia de la Reina. Ella quedó tan impresionada por el sermón que solicitó una copia impresa. Era «La Paciencia de Job». La lección del antiguo patriarca no era un conocimiento mental, sino de vida.
En 1886, fue llamado a la iglesia de St. Bernard, Edimburgo, la cual se abarrotaba de gente cada domingo.
En 1890 Matheson escribió el otro de sus famosos himnos: «Cautívame, Señor».
Cautívame, Señor,
y entonces seré libre.
Oblígame a rendir mi espada,
y seré un vencedor.
Me hundo en los temores de la vida
cuando quedo solo;
aprisióname en tus brazos,
y mi mano será fuerte.
Mi corazón es débil y pobre
hasta que encuentra a su amo;
no tiene fuente de acción segura,
varía con el viento.
No puede moverse libre
hasta que tú forjes sus cadenas;
esclavízalo con tu amor inigualable,
y reinará inmortal. Mi poder es débil y medroso
hasta que yo aprenda a servir;
carece de fuego necesario para brillar,
y de brisa para atreverse.
No puede empujar el mundo
hasta que él mismo sea empujado;
su bandera sólo puede desplegarse
cuando tú soplas desde el cielo.
Mi voluntad no es mía
hasta que tú la hagas tuya;
si alcanzara el trono de un rey,
debería su corona resignar.
En medio de la lucha,
ella sólo está firme
cuando en tu pecho se ha recostado,
y encuentra en ti su vida.
Las frases iniciales de este himno pueden confundir a algunos lectores: «Cautívame, Señor, y entonces seré libre; oblígame a rendir mi espada, y seré un vencedor» (Traducción literal). Uno puede preguntarse: ¿Cómo es posible ser esclavo y ser y libre, ganador y perdedor, al mismo tiempo?
Don Hustad comenta: «Hay muchas paradojas en la Biblia. «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10). «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá» (Mat. 16:25). «Él que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande» (Lucas 9:48). Jesús dijo en Juan 12:24: «De cierto, de cierto, os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto».
«He aquí uno de los fenómenos de la naturaleza; un grano de trigo debe desintegrarse y descomponerse en la tierra para reproducirse. ¡Debe morir para continuar viviendo! Sin duda George Matheson, el escritor del himno, aprendió esta lección a través de su propia experiencia personal».
Vince Gerhardy dice, por su parte: «George Matheson pensaba en su discapacidad como su aguijón en la carne, como su cruz personal. Durante varios años, él oró para que su vista fuese restaurada. Como la mayoría de nosotros, supongo, creía que la felicidad personal sólo vendría a él cuando el impedimento hubiese sido quitado. Pero entonces, un día, Dios le envió una nueva visión: ¡El uso creativo de su impedimento podía realmente volverse su medio personal de lograr felicidad!»
«Así que, Matheson llegó a escribir: «Mi Dios, yo nunca te he agradecido por mi espina. Te he agradecido por mis rosas, pero ni una vez por mi espina. He estado esperando por un mundo donde conseguir una compensación para mi cruz, pero nunca he pensado en la propia cruz como una gloria presente. Enséñame la gloria de mi cruz. Enséñame el valor de mi espina».
Días de paz
George Matheson había encontrado el tipo de felicidad de Dios – el tipo de felicidad que no sólo es una esperanza futura, sino también una realidad aquí y ahora. Llegó a tener tal paz de espíritu, que fue conocido por su optimismo, y por su espíritu grácil e inspirador.
En los últimos años de su vida, Matheson recibió numerosos homenajes, y realizó muchos trabajos literarios. Sus escritos, de corte devocional, revelan una profunda sensibilidad, y una visión muy lúcida de Cristo, su Señor.4 Sin embargo, él es recordado especialmente por sus dos bellos himnos.
Matheson murió súbitamente de apoplejía el 28 de agosto de 1906, mientras descansaba en North Berwick, y fue sepultado en el cementerio de Glasgow.
***
Las alas para mañana
George Matheson
Usted y yo no podemos vivir ni un instante en el presente; si no avanzamos, vamos a retroceder. Nuestras alternativas son esperanzas o recuerdos. Canaán o Egipto, la tierra de la promesa, o la tierra en retrospectiva. El lugar intermediario es siempre un desierto – un desierto estéril. El pensamiento no puede habitar allí, ni nunca procura habitarlo. Él debe tener las alas para mañana o las alas para ayer; él debe «volar» si desea descansar.
¡Sean mías, entonces, las alas para mañana, oh mi Dios! Si primero yo consiguiere las alas para mañana, entonces podré también volver. El recuerdo no puede traer esperanza, pero la esperanza puede adornar el recuerdo – aun los mismos recuerdos oscuros.
Egipto, visto desde las montañas de Canaán, puede parecer muy lindo; sus fatigas pueden ser glorificadas, sus dolores justificados. Si tú me estás preparando para un cielo de amor sacrificial, estas luchas, estos dolores, ya están justificados. Si mi Canaán fuese un mero lugar de placer, cada lágrima derramada en Egipto sería un desperdicio de tiempo. Pero cuando, como Caleb, veo a través de las barras de cristal de Tu ciudad y veo que la cruz es la corona de ella, yo entiendo todo.
Yo comprendo por qué tus rosas han sido rojas, no blancas. Yo entiendo por qué las gotas de sangre salpicaron el jardín de la vida. Yo comprendo por qué mi voluntad ha sido tan frecuentemente frustrada, por qué mis planes fueron malogrados tantas veces, por qué mi camino ha sido tan interrumpido.
Es porque Tu tierra de Canaán es una tierra de sacrificio y yo me estoy preparando para este sacrificio. Es porque la rosa de Tu cielo es la flor de la pasión del Calvario. Es porque el centro de Tu trono contiene un Cordero que fue inmolado. Es porque los mensajeros de Tu voluntad son espíritus ministradores. Es porque Tu vida de resurrección mantiene las marcas de los clavos. Es porque los más humildes son los mayores en el reino de Tu gloria. La esclavitud de Egipto será un recuerdo de oro cuando yo acepte la visión de Tu tierra de Canaán.
Cabalgando sobre la tormenta
«...Se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús... Herodes y Poncio Pilato... para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hechos 4:27-28).
La frase termina de manera opuesta a lo que diría el sentido común. Nosotros esperaríamos leer así: «Contra tu santo Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilato para torcer el curso de tu divina voluntad». En lugar de eso, leemos: «Contra tu santo Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilatos para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera». La idea es que el esfuerzo de ellos para oponerse a la voluntad de Dios demostró ser un golpe de alianza con ella. Las medidas que tomaron para arruinar la nave se volvieron la forma de asegurar que ésta se mantuviese a flote.
Ellos se confabularon en un consejo de guerra contra Cristo; pero, sin tener conciencia de ello, firmaron un tratado para la promoción de la gloria de Cristo. Pensaban que estaban haciendo un testamento en favor de los enemigos de Cristo; y estaban realmente dejando toda su riqueza al Hombre de Nazaret. Ellos decretaron que él debía morir; ese decreto fue su contribución de hojas de palma.
Mi hermano, Dios nunca frustra las circunstancias adversas; ése no es su método. Me impresionan a menudo estas palabras: «Él cabalga en las alas del viento». Son muy sugerentes. Nuestro Dios no abate las tormentas que se levantan en contra suya; él monta sobre ellas, él obra a través de ellas.
A menudo nos sorprende que se permita abrir tantos caminos espinosos para los buenos: cómo José, el muchacho soñador, es puesto en un calabozo; cómo ese hermoso niño Moisés es lanzado en el Nilo. Usted habría esperado que la Providencia detuviera la apertura de esos fosos destinados para destrucción. Bueno, él podría haber hecho así; él podría haber dicho a la tormenta: «¡Detente!». Pero había una forma más excelente: montar sobre ella.
La ley natural
«Jehová trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta» (Éxodo 10:13).
Se inclina uno a preguntar: ¿Por qué traer el viento del este? Dios estaba a punto de enviar una providencia especial para la liberación de su pueblo de Egipto. Estaba a punto de azotar a los egipcios con una plaga de langostas. Las langostas iban a ser su especial providencia, la evidencia de su poder supremo. ¿Por qué entonces, no trae las langostas en seguida? ¿Por qué provoca la intervención de un viento oriental? ¿No parecería más majestuoso si simplemente hubiera sido escrito: «Dios mandó una plaga de langostas creada con el propósito de liberar a su pueblo»? En lugar de eso, su acción toma la forma de la ley natural: «El Señor trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta».
¿Por qué envía su mensaje en un carro común cuando podía volar en alas celestiales? ¿No son algo desilusionantes las palabras «al venir la mañana»? ¿Por qué debía el acto de Dios ser tan largo obrando la cura? ¿No es el pasaje entero un estímulo para que los hombres digan: «Oh, todo eso se debió a causas naturales»? Sí, y para agregar, «todas las causas naturales son causas divinas».
Entonces, ¿por qué ha sido escrito este pasaje? Es para mostrarnos que cuando vemos un beneficio divino que pasa por un viento oriental, o cualquier otro viento, no debemos pensar que procede menos directamente de Dios.
Es para enseñarnos que, cuando nosotros pedimos la ayuda de Dios, hemos de esperar que la respuesta sea enviada a través de cauces naturales, a través de cauces humanos. Para decirnos que, cuando los cielos reales están callados, no hemos de decir que no hay voz de nuestro Padre.
Hemos de buscar la respuesta a nuestras oraciones, no en una apertura del cielo, no en las alas de un ángel, no en un trance místico, sino en los accidentes aparentes de cada día, en el encuentro con un amigo, en el cruce de una calle, en el oír un sermón, en la lectura de un libro, en escuchar una canción, en la contemplación de una bella escena.
Debemos vivir en la expectativa solemne que, cualquier día de nuestras vidas, las cosas que nos rodean pueden ser los mensajeros de Dios.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 35 • Septiembre - Octubre 2005
PORTADA
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Vida y servicio de Juan Bunyan, el célebre autor de «El Peregrino».
El canto desde la cárcel de Bedford
Juan Bunyan nació en Elstow, Inglaterra, el 30 de noviembre de 1628, sin embargo su vida entera estuvo asociada a la ciudad de Bedford, ubicada a unos 80 kilómetros al noroeste de Londres. Bunyan aprendió el oficio de su padre, que era hojalatero. Recibió la educación común de los pobres: leer y escribir. No tuvo educación formal más alta de ningún tipo.
El largo camino hacia la fe
De niño, Bunyan fue muy sensible a las cosas espirituales. Sufría permanentes pesadillas, en que se veía siendo torturado en el infierno, por lo cual solía pasar días encerrado en el abatimiento y la melancolía.
Pero las pruebas más notables de su vida empiezan a los 15 años de edad, cuando mueren su madre y su hermana de 13 años, con un mes de diferencia. Para mayor aflicción, su padre volvió a casarse apenas un mes después. Cuando Bunyan cumplió 16 años, fue arrancado de su hogar para el ejército, donde estuvo dos años.
En ese tiempo, Bunyan no era creyente; su vida era bastante licenciosa. «Pocos me igualaban –dice– sobre todo considerando mis tiernos años, en maldecir, jurar y blasfemar el nombre santo de Dios … Era el cabecilla de mis jóvenes amigos en el camino del vicio y la impiedad». Pensar en Dios le era un asunto muy desagradable, así como oír hablar de libros cristianos.
Sin embargo, él habría de reconocer más tarde que Dios le había buscado todo ese tiempo, y que muchas veces le había enviado, lo que él denominaba, «juicios templados con misericordia». Una vez cayó en una zanja y por poco muere ahogado. Otra vez se hundió en un bote en el río Bedford. Poco después, yendo por el campo con sus amigos, encontró una víbora que se arrastraba por el camino, y le dio con un palo en la cabeza. Cuando la víbora quedó atontada, realizó un acto temerario: la forzó a abrir el hocico con un palo y le sacó el aguijón con los dedos. Cuando era soldado, alguien tomó su puesto en la guardia, para morir al poco rato con una bala en la cabeza.
Muy pronto ocurrió otro hecho providencial en su vida. A la edad de 20 años se casó con una mujer muy especial. No se conoce el nombre de ella, pero sí se sabe que provenía de una familia pobre y muy piadosa. El matrimonio Bunyan tuvo cuatro hijos, María, Isabel, Juan y Tomás. María, la mayor, nació ciega. El único bien material que ella aportó al matrimonio fueron dos libros que le había dejado su padre al morir: «El Camino al cielo para el Hombre sencillo» y «La Práctica de la Piedad».
Bunyan decía: «En estos libros yo leía a veces con ella, donde encontré algunas cosas que me agradaban; pero aún yo no tenía fe». Pero la obra de Dios había empezado en su vida, pues el ejemplo de su esposa y la lectura de esos libros le produjeron deseos de reformarse.
Se lanzó entonces con todas su fuerzas a un ejercicio religioso voluntario y perseverante con el fin de reformarse a sí mismo. Sin embargo, no había nacido de nuevo. La vida religiosa se transformaría muy pronto en una carga pesada y asfixiante. Entonces comenzó a buscar respuestas en la Biblia; pero en vez de hallarlas, le sobrevenían muchas dudas, grandes conflictos espirituales.
Había períodos de gran duda sobre las Escrituras y sobre su propia alma. «En mi espíritu, se derramaba un diluvio de blasfemias contra Dios, Cristo, y las Escrituras, para mi confusión y asombro. ¿Cómo entender, por ejemplo, que los turcos tenían tan buenas escrituras para demostrar que Mahoma era su Salvador, tal como nosotros las tenemos para demostrar a nuestro Jesús? La dureza de mi corazón era tan extrema, que aunque me dieran mil libras por una lágrima, yo no podría verter una sola».
Luego, cuando él pensaba que ya estaba establecido en el evangelio, vino un tiempo de oscuridad aplastante, seguida de una tentación terrible: «Yo sentía mi corazón consintiendo a la tentación de abandonar a Cristo. Oh, la diligencia de Satanás, la desesperanza del corazón del hombre. Temí que mi terrible pecado pudiera ser imperdonable. Nadie conoce mis terrores de esos días. Me era duro trabajo orar a Dios, porque la desesperación estaba devorándome».
Entonces vino lo que parecía ser el momento decisivo. «Un día, mientras paseaba por el campo, esta frase cayó en mi alma: «Tu justicia está en el cielo». Y entonces, vi con los ojos de mi alma a Jesucristo a la diestra de Dios; allí estaba mi justicia. Aun más, también vi que no era la buena intención de mi corazón lo que haría mejorar mi justicia, ni aún mi mala intención lo que empeoraría mi justicia, pues mi justicia era Jesucristo mismo, el mismo ayer, hoy, y para siempre. Ahora mis cadenas cayeron. Fui libertado de mis aflicciones; mis tentaciones también huyeron; así que desde ese tiempo esas Escrituras de Dios sobre el pecado imperdonable dejaron de atormentarme; ahora fui también a casa regocijándome por la gracia y el amor de Dios».
Comienzo de su ministerio
Bunyan comienza a reunirse en la iglesia no conformista de Bedford, donde recibió mucha ayuda del pastor, Mr. Gifford. Otra influencia importante fue el Comentario sobre Gálatas de Martín Lutero. «Tuve mucho placer de que este libro viniera a parar a mis manos, tan antiguo, y cuando lo leí sólo un poquito, hallé que mi propia condición estaba tratada con tanto detalle que parecía que el libro había sido escrito para mí … Con la excepción de la Biblia, prefiero este libro sobre todos los otros que he visto en mi vida».
En 1655, cuando la situación de su alma estaba consolidada, le pidieron a Bunyan que exhortara a la iglesia, y súbitamente se mostró un gran predicador. No fue autorizado como pastor de la iglesia de Bedford hasta 17 años después, pero creció su popularidad como poderoso predicador. De todas partes acudían centenares a oír su palabra. Charles Doe, un fabricante de peines en Londres, diría años más tarde: «El Sr. Bunyan predicó el Nuevo Testamento de tal forma que me hizo asombrarme y llorar de alegría».
A Bunyan le tocó vivir en una época de profundos conflictos políticos entre el Parlamento y la Monarquía, conflictos que incidieron en la vida religiosa de Inglaterra. Como consecuencia de ello, hubo varios períodos de persecución religiosa para aquellos que no pertenecían a la iglesia oficial –como era su caso– seguidos de otros de libertad transitoria.
En los días de tolerancia religiosa, se cuenta que un día se reunieron unas 1.200 personas para oírle, a las 7 de la mañana en un día laboral. Una vez, en la prisión, una congregación entera de 60 personas fue arrestada y traída por la noche. Un testigo nos dice: «Oí al Sr. Bunyan predicar y orar con un poderoso espíritu de fe en la ayuda divina que me hizo estar de pie y maravillarme». El mayor teólogo puritano y contemporáneo de Bunyan, John Owen, cuando el Rey Carlos le preguntó por qué él, un gran erudito, fue a oír predicar a un inculto hojalatero, dijo: «Yo cambiaría de buena gana mi conocimiento por ese poder para conmover los corazones de los hombres».
En 1658, a diez años de su matrimonio, cuando Bunyan tenía 30 años, murió su esposa, dejándolo con cuatro niños menores de diez años. Un año después, se casó con Elizabeth, una mujer notable. A un año de su boda, Bunyan fue arrestado y puesto en prisión; tenía 32 años de edad. Ella estaba embarazada de su primogénito y abortó en la crisis. Entonces Elizabeth se dedicó a cuidar a los niños abnegadamente, sola durante 12 años, y dio a Bunyan dos niños más, Sara y José.
Una esposa valerosa
Ella merece mención aparte por el valor con que enfrentó a las autoridades en 1661, un año después del encarcelamiento de su esposo. Ella ya había ido a Londres con una petición. Esta vez, se encontró con una dura pregunta:
–¿Dejará él de predicar?
–Señor, él no dejará de predicar en tanto pueda hacerlo.
–¿Cuál es la necesidad de hablar?
–Hay necesidad, señor, porque yo tengo cuatro hijos pequeños que mantener, de los cuales uno es ciego, y no tenemos de qué vivir sino de la caridad de la gente buena.
Uno de los jueces, compadecido, le preguntó cómo ella tenía cuatro hijos siendo tan joven.
–Señor, yo soy su madrastra, me he casado sólo hace dos años. De hecho, yo estaba encinta cuando mi marido fue aprehendido primero; pero siendo joven y no acostumbrada a tales cosas, a causa de las noticias, entré en labor de parto durante ocho días, y entonces él fue libertado; pero mi hijo murió».
Los otros jueces se endurecieron y dijeron:
–¡No es más que un calderero!
–Sí, y porque él es un calderero y un hombre pobre, es despreciado y no se le hace justicia.
Un juez se enfureció y dijo que Bunyan predicaría y haría lo que quisiera.
–¡Él no predica nada más que la Palabra de Dios!– dijo ella.
Otro, en un arrebato, gritó:
–¡Él va por todas partes haciendo daño!
–No, señor, no es así; Dios lo ha tomado y ha hecho mucho bien a través de él.
El hombre furioso replicó:
–¡Su doctrina es la doctrina del diablo!
–¡Señor, cuando aparezca el Juez justo, sabrá que su doctrina no es la doctrina del diablo!
Un biógrafo de Bunyan comenta: «Elizabeth Bunyan era simplemente una campesina inglesa; sin embargo, no hubiese hablado con más dignidad si hubiese sido una reina».
Así, durante 12 años Bunyan escogió la prisión. Él pudo tener su libertad cuando quisiera, pero él y Elizabeth estaban hechos del mismo material. Cuando se le exigió retractarse y no predicar, no aceptó violar su fe ni sus principios. No obstante, a veces se atormentaba pensando que no había tomado la decisión correcta en resguardo de su familia. «La separación de mi esposa y mis hijos, especialmente de mi hija ciega, a menudo fue para mí como arrancarme la carne de mis huesos». Pero él permaneció allí. Y allí Juan Bunyan entonó un canto que todavía se escucha, «El Peregrino», su obra más conocida; y no sólo eso, pues el testimonio de su estada allí, de su fidelidad en medio del sufrimiento, han sido una dulce melodía para miles de cristianos en los siglos posteriores.
Pastorado en Bedford
En 1672 él fue libertado gracias a la Declaración de Indulgencia Religiosa. Inmediatamente fue designado pastor de la iglesia en Bedford, donde había estado sirviendo desde el principio, incluso desde la prisión, a través de escritos y visitas periódicas. Se compró un granero, que fue habilitado para las reuniones. Nunca dejó su pequeña parroquia por otras oportunidades mayores en Londres. Se estima que había unos 120 no-conformistas en Bedford en 1676, con otros que no dudaban en venir a oírlo desde los pueblos circundantes.
Hubo un nuevo encarcelamiento en 1675-76. Se cree que en este tiempo fue escrito «El Progreso del Peregrino». Pero aunque él no estuvo de nuevo en prisión durante su ministerio, la tensión de aquellos días era muy grande.
Diez años después de su último encarcelamiento, en mitad de los 1680’s, la persecución se desató de nuevo. Las reuniones fueron prohibidas; los hermanos, apresados. «Con frecuencia, los disidentes cambiaban el lugar de reunión y ponían centinelas; dejaron de cantar himnos en sus servicios, y para mayor seguridad rendían culto al final de la noche. Los ministros eran llevados al púlpito a través de trampas en el suelo o en el techo, o a través de puertas improvisadas en las paredes». Bunyan esperaba ser apresado de nuevo y cedió la propiedad de todos sus bienes a su esposa Elizabeth para que ella no fuera afectada por sus multas o encarcelamiento.
Pero Dios lo salvó. Hasta agosto de 1688, viajó los 80 kilómetros hasta Londres para predicar. Pero después de un viaje a un distrito periférico, volvió a Londres a caballo, bajo un terrible temporal. Cayó enfermo de una fiebre violenta, y el 31 de agosto de 1688, a la edad de 60 años, siguió a su Peregrino desde la ciudad de Destrucción, a través del río, a la Nueva Jerusalén. Su último sermón lo predicó el 19 de agosto en Londres sobre Juan 1:13. Sus palabras finales en el púlpito fueron: «Vivid como hijos de Dios, de modo que podáis mirar al rostro de vuestro Padre con reposo cada día».
Su esposa e hijos probablemente no supieron de la crisis hasta que fue demasiado tarde; así que es posible que él muriese sin el consuelo de su familia, tal como había sucedido en gran parte de su vida. El inventario de sus pertenencias después de su muerte dio un total de 42 libras y 19 chelines. Esto es más de lo que dejaría un hojalatero común, pero sugiere que la mayoría de las ganancias de «El Progreso del Peregrino» habrían ido a los impresores de las ediciones ‘piratas’. Bunyan nació pobre y nunca anheló enriquecerse en esta vida. Fue sepultado en Londres.
Su legado
La vida hermosamente rendida de Juan Bunyan nos deja un precioso legado, que puede desglosarse en tres grandes áreas: su actitud frente a los padecimientos, su amor a la Palabra de Dios y sus escritos.
Su actitud frente a los padecimientos
John Piper, al comentar este aspecto de la vida de Bunyan, dice: «Lo que más me conmueve de Bunyan es su sufrimiento y cómo respondió a él». Y agrega: «Yo leo a Juan Bunyan con un creciente sentido de que el sufrimiento es un elemento normal, útil, esencial y ordenado por Dios en la vida y el ministerio cristiano … Ha habido siempre, también en nuestros días, personas que intentan resolver el problema del sufrimiento negando la soberanía de Dios, la providencia todo gobernante de Dios sobre Satanás, sobre la naturaleza y sobre los corazones y los hechos del hombre. Pero es notable ver cómo aquellos que defienden la soberanía de Dios en relación al padecimiento han sido los que más han sufrido y han encontrado en ella el mayor consuelo y ayuda».
«Bunyan estaba entre ellos. En 1684 él escribió una exposición para su pueblo sufriente basada en 1 Pedro 4:19: «Los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien». El libro se llamaba «Consejos Oportunos: Advertencia a los que sufren». Él toma la frase «según la voluntad de Dios», y despliega allí la soberanía de Dios para el consuelo de su pueblo.
«No es lo que los enemigos quieren, ni a lo que ellos están resueltos, sino lo que Dios quiere, y lo que Dios determina; eso se hará. Ningún enemigo puede traer aflicción a un hombre si la voluntad de Dios es diferente; así también, ningún hombre puede escapar de sus manos cuando Dios lo entrega para Su gloria; así como Jesús mostró a Pedro con qué muerte él glorificaría a Dios. Nosotros sufriremos o no sufriremos, según a él le plazca».
«Dios ha determinado quién sufrirá (Apoc. 6:11, el número completo de los mártires). Dios ha determinado cuándo ellos sufrirán (Hechos 18:9-10, el tiempo de aflicción aún no había llegado para Pablo; así también con Jesús en Juan 7:30). Ha decretado dónde este, aquel u otro hombre bueno sufrirá («no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» Lucas 13:33; 9:30). Dios ha ordenado qué tipo de padecimientos sufrirá este o aquel santo (Hechos 9:16, «cuán grandes cosas él deberá sufrir»; Juan 21:19 «con qué muerte había de glorificar a Dios»). Nuestras aflicciones, así como la naturaleza de ellas, están todas escritas en el libro de Dios; y sin embargo, esa escritura aparece con caracteres desconocidos para nosotros, aunque Dios la entiende muy bien (Mar. 9:13; Hech. 13:29). Él ha establecido quién de ellos morirá de hambre, quién por la espada, quién irá a cautividad, o quién será comido por las bestias (Jeremías 15:2, 3)».
¿Cuál es el objetivo de Bunyan en esta exposición de la soberanía de Dios acerca del sufrimiento? «En pocas palabras, he escrito esto para mostraros que los sufrimientos son ordenados y dispuestos por él, para que, cuando entréis en dificultades por este nombre, no os desestabilicéis ni os desorientéis, sino permaneced serenos y firmes, y decid: ‘Sea hecha la voluntad del Señor’ (Hech. 21:14)».
Él advierte también contra los sentimientos de venganza. «Aprended a compadeceros y lamentar la condición del enemigo. Nunca tengáis inquina por sus ventajas presentes. ‘No te entremetas con los malignos, ni tengas envidia de los impíos» (Prov. 24:19). No os preocupéis, aunque ellos estropeen vuestro lugar de reposo. Es Dios que les ha permitido hacerlo, para probar vuestra fe y paciencia. No les deseéis mal con lo que ellos han obtenido de vosotros. Bendecid a Dios pues vuestra porción cayó en el otro lado. Cuán amoroso, por consiguiente, es el trato de Dios con nosotros, cuando él escoge afligirnos aunque por poco tiempo, porque con bondad eterna tiene misericordia de nosotros (Is. 54:7-8)».
La clave para sufrir pacientemente es ver en todas las cosas la mano de un Dios misericordioso, bueno y soberano. Hay más de Dios para ser asido en los tiempos de angustia que en cualquier otro tiempo. Hay algo de Dios que puede ser visto en un día tal, y no en otras condiciones.
Bunyan pide a su pueblo que se humille bajo la mano poderosa de Dios y confíen que todo será para su bien. «Os ruego, no desmayéis, ni os airéis con Dios, o con los hombres, si la cruz se os hace pesada. No con Dios, porque él nada hace sin una causa, ni con los hombres, porque ellos son siervos de Dios para vuestro provecho» (Salmo 17:14; Jer. 24:5); por tanto, tomad con gratitud lo que os viene de Dios por medio de ellos».
Su amor a la Palabra de Dios
¿Cuál es la clave para vivir en Dios? La respuesta de Bunyan es: asirse de Cristo a través de la Palabra de Dios, la Biblia. La prisión probó ser para él un lugar bendito de comunión con Dios, porque su dolor le abrió la Palabra y la más profunda comunión con Cristo que él jamás había conocido antes.
«Nunca tuve en toda mi vida tan amplia entrada en la Palabra de Dios como ahora en prisión. Aquellos temas que yo nunca había visto antes fueron escritos en este lugar y empezaron a brillar para mí. Jesucristo mismo nunca fue más real y notorio que ahora. Aquí yo lo he visto y lo he sentido de hecho. En este lugar, he tenido dulces visiones del perdón de mis pecados y de mi estar con Jesús en el otro mundo. Estoy persuadido de que, mientras esté en este mundo, nunca podría expresar lo que he visto aquí».
Sobre todo, él tomó las promesas de Dios como la llave para abrir la puerta del cielo. «Os digo, amigos, hay promesas del Señor que me ayudaron a asirme de Cristo, que yo no obtendría fuera de la Biblia por mucho oro y plata de que dispusiese».
Una de las más grandes escenas en «El Progreso del Peregrino» es cuando Cristiano, en el calabozo del Castillo de la Duda, recuerda que tiene una llave para la puerta. Es muy significativo no sólo lo que la llave es, sino donde está: «¡Qué tonto y necio soy en quedarme en mi calabozo maloliente, cuando tan bien pudiera estar paseándome en libertad! Tengo en mi pecho una llave, llamada Promesa, que estoy persuadido podrá abrir todas y cada una de las cerraduras del castillo de la Duda». «¿De veras?, le dice Esperanza, éstas son buenas noticias, hermano; sácala de tu pecho y probaremos». Cristiano sacó su llave, la aplicó a la puerta del calabozo, y a la media vuelta la cerradura cedió, y la puerta se abrió de par en par y con la mayor facilidad, y Cristiano y Esperanza salieron».
Tres veces Bunyan dice que la llave estaba en el «bolsillo del pecho» de Cristiano o simplemente «su pecho». Tomo esto para significar que Cristiano la había escondido en su corazón por la memorización, y que era ahora accesible en prisión precisamente por esta razón. Es así como las promesas sostuvieron y fortalecieron a Bunyan. Él estaba lleno de la Escritura. Todo lo que escribió está saturado de la Biblia. Escudriñaba su Biblia la mayor parte del tiempo. Por eso él puede decir de sus escritos: «No tengo cosas pescadas en las aguas de otros hombres; mi Biblia y la Concordancia son la única bibliografía en mis escritos».
Spurgeon anota: «Su ser entero estaba saturado con la Escritura; sus escritos continuamente nos hacen sentir y decir: ¡Este hombre es una Biblia viviente! Pínchenlo en cualquier parte y encontrarán que incluso su sangre es ‘biblina’, la verdadera esencia de la Biblia fluye de él. Él no puede hablar sin citar un texto, pues su alma está llena de la Palabra de Dios».
Bunyan reverenciaba la Palabra de Dios y temblaba ante la posibilidad de deshonrarla. «Permíteme morir con los filisteos (Jue. 16:30) antes que tratar corruptamente con la palabra bendita de Dios». Esta, finalmente, es la razón por la cual Bunyan tiene tanta vigencia hoy, en lugar de desaparecer en la niebla de la historia. Él continúa ministrando porque él reverenciaba la Palabra de Dios y se sumergió en ella.
Sus escritos
Los libros habían estimulado su propia búsqueda espiritual y lo habían guiado en ella. Los libros serían su principal legado a la iglesia y al mundo.
Por supuesto, él es famoso por «El Progreso del Peregrino». Junto a la Biblia, es el libro más difundido en el mundo, traducido a más de 200 idiomas. Tuvo éxito inmediatamente con tres ediciones en su primer año de publicación (1678). Fue despreciado al principio por la élite intelectual, pero como señaló Lord Macaulay: «Este es quizás el único libro sobre el cual, después de cien años, la minoría educada ha sobrepasado a la opinión de la gente vulgar».
Pero la mayoría de las personas no sabe que Bunyan fue un escritor prolífico antes y después de «El Progreso del Peregrino». El catálogo de sus escritos registra 58 libros. Es notable su variedad temática: controversia (como los «Cuáqueros y la justificación y el bautismo»), poemas, literatura infantil, y alegoría (como «La Guerra Santa» y «La Vida y Muerte de Mr. Badman»). Pero la gran mayoría son exposiciones doctrinales prácticas de la Escritura, basadas en sermones, para fortalecer, advertir y ayudar a los cristianos peregrinos en el exitoso camino al cielo.
Fue un escritor de principio a fin. Ya había escrito cuatro obras antes de ir a prisión, a la edad de 32 años, y el año en que murió se publicaron cinco libros suyos. Esto es extraordinario para un hombre sin educación formal. No sabía griego ni hebreo y no tenía grado teológico alguno. Por esto le menospreciaban aun en sus propios días, de tal manera que su pastor, John Burton, salió en su defensa, escribiendo un prólogo para su primer libro en 1656, cuando él tenía 28 años: «Este hombre ha sido escogido no de lo terrenal sino de la universidad celestial, la Iglesia de Cristo. Él, a través de la gracia, ha tomado estos tres grados celestiales: la unión con Cristo, la unción del Espíritu, y las experiencias de las tentaciones de Satanás, que hacen más diestro a un hombre para esa obra poderosa de predicar el Evangelio que todos los grados y el aprendizaje universitario que pueda detentar».
Los sufrimientos de Bunyan dejaron su marca en toda su obra escrita. George Whitefield dijo de «El Progreso del Peregrino»: «Huele a prisión. Fue escrito cuando el autor estaba confinado en la cárcel de Bedford. Y los ministros nunca escriben o predican tan bien como cuando están bajo la cruz: el Espíritu y la Gloria de Cristo descansan entonces en ellos».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 34 • Julio - Agosto 2005
PORTADA
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Una semblanza de Francisco de Asís, el joven rico que por amor a Cristo se hizo pobre.
El pobrecillo de Asís
Francisco nació a fines del siglo XI, año 1083, con el nombre de Juan Bernardone, en la pequeña ciudad italiana de Asís.
En su tiempo, la iglesia institucionalizada había escalado hasta la cima del poder y riquezas mundanas nunca antes vista, descuidando gravemente su misión espiritual. Había mucha corrupción y abusos en casi todos los ambientes cristianos. Entre tanto, la gran mayoría de la gente vivía en la ignorancia y la pobreza, soportando los abusos de quienes detentaban el poder político y el poder religioso.
En este desolador contexto surgieron reacciones en busca de una vida cristiana más pura y consagrada. Una de ellas fue encabezada por Pedro de Valdo y los «Pobres de Lyon», quienes vendían sus bienes para vivir de una manera humilde, predicaban el evangelio a los pobres y difundían la Biblia en lengua vernácula. Muy pronto, sin embargo, la iglesia secularizada se los prohibió y fueron perseguidos como herejes. Esto los convirtió en un pueblo separado que, a pesar de su fiel testimonio por Jesucristo, tenían pocas posibilidades de llegar a la gran masa de hombres y mujeres sometidos a ese sistema.
Es en este punto donde cobra importancia la figura de Francisco de Asís
Pobre para Cristo
Francisco, cuyo nombre es en realidad un apodo que significa «pequeño francés», fue hijo de un rico comerciante de la ciudad de Asís. Durante su juventud vivió de manera mundana y disipada, despilfarrando a manos llenas el dinero de su padre. Con ansias de conquistar la gloria caballeresca, se enlistó en el ejército de su ciudad para luchar contra la ciudad rival de Perusa. Sin embargo, su ejército fue derrotado y Francisco acabó encarcelado en Perusa por varios meses. Allí comenzaron a desmoronarse sus sueños de gloria y grandeza. Aunque, una vez libertado, volvió a su antigua vida, un cambio imperceptible comenzaba a operarse en él, pues la gracia de Dios ya lo estaba atrayendo. Fue así como, dos años más tarde, mientras se dirigía otra vez al campo de batalla, repentinamente una voz en sueños le mandó detenerse y volver a su casa. Así lo hizo, y aquella noche, mientras oraba, Francisco se encontró con el Señor y éste cambió su vida para siempre.
Como consecuencia de ese encuentro, todos sus antiguos hábitos y deseos desaparecieron y fueron reemplazados por un ardiente anhelo de conocer e identificarse más y más con Cristo. Y fue este el motivo que gobernó su vida hasta el fin. Todo lo demás, estuvo siempre subordinado a este llamado supremo. Pues, aunque siempre se mantuvo fiel a la iglesia establecida, su jerarquía y sus sacramentos, la vida de Cristo en él logró desbordar y eclipsar todas esas influencias para llevarlo por un camino totalmente diferente. Todo lo demás se volverá externo y transitorio. «Solo Dios salva, y no necesita de la ayuda de ningún hombre para hacerlo; y si necesitara de alguien, sería de siervos pequeñitos e ignorantes», podría decir más adelante.
A partir de su conversión, los hechos se suceden rápidamente. Comienza a visitar a los mendigos y luego a los leprosos. A estos últimos se les llamaba «raza maldita», y les estaba prohibido entrar en las ciudades y beber de los ríos o fuentes por temor al contagio. A Francisco le causaban un horror indescriptible y los evitaba por cualquier medio. No obstante, creía haber escuchado la voz del Señor en oración, diciéndole: «Si quieres conocer mi voluntad, deberás amar todo lo que has despreciado y despreciar todo lo que has amado».
Cierto día, mientras iba en su caballo, divisó un leproso que venía hacia él por el camino. Instintivamente dio la media vuelta y escapó. Pero, en ese instante, recordó la voz del Señor y decidió volver. Bajó del caballo tambaleándose y acercándose al leproso lo abrazó y luego besó sus dos manos llagadas y putrefactas por la lepra. Luego se alejó, y al momento, sintió que el Señor lo envolvía con su presencia de una manera nueva y superior. Desde ese día consideró ese incidente como la prueba de fuego de su conversión. Nunca más temió a los leprosos y a partir de entonces procuró con ahínco limpiar sus heridas y llagas. Al final de su vida pudo confesar: «El Señor me llevó entre los leprosos», recordando que fue gracia del Señor la que lo capacitó para servirlos.
Poco tiempo después, comenzó a distribuir los bienes de su padre entre los pobres de la ciudad. Este último, furioso, lo encerró bajo llave en su casa, decidido a hacer de él un hombre de negocios. Pero su madre, una mujer sensible, lo liberó. No obstante, su padre lo arrastró hasta la puerta de la parroquia de Asís, para que el obispo juzgara su causa. Allí Francisco, en un acto de singular dramatismo, se despojó de sus costosas ropas y, entregándoselas a su padre, declaró ante todo el pueblo: «Amé y fui amado por este hombre a quien siempre llamé padre. Pero Aquel que me soñó y amó desde la eternidad, puso un muro a mi carrera de comerciante y me dijo «ven conmigo». Y yo he decidido irme con él. Ahora tengo otro Padre. Desnudo vine al mundo y desnudo retornaré a los brazos de mi Padre».
Este acto marcó su rompimiento definitivo y radical con la sociedad y sus intereses mundanos. Nunca más volvió a tener posesión alguna, a excepción de una túnica hecha de saco y un cordón para atarla. Tampoco volvió a tocar el dinero. Había abrazado la pobreza, no como un fin en sí mismo, sino como una manera de despojamiento y desprendimiento a fin de poseer a Cristo sin limitaciones.
Su pobreza radical era una forma de completo desasimiento, no sólo del cuerpo sino también del alma, a fin de poseer a Dios plenamente. Y a partir de allí, surgió en él un extraño y nuevo amor por la creación de Dios, los árboles, las montañas, las aves, los insectos y las flores. Pues, descubrió que quien no tiene nada, en realidad lo tiene todo. Mas no como su dueño, sino como beneficiario del infinito amor de Dios, que se revela en toda su creación. «Cuando el corazón –decía– está vacío de Dios, el hombre atraviesa la creación como mudo, sordo, ciego y muerto; inclusive la Palabra de Dios está vacía de Dios. Cuando el corazón se llena de Dios, el mundo entero se puebla de Dios... El Señor sonríe en las flores, murmura en la brisa, pregunta en el viento, responde en la tempestad, canta en los ríos..., todas la criaturas hablan de Dios cuando el corazón está lleno de Dios».
El hermano pobre y desasido de todo –pensaba Francisco– puede ser hermano de todo lo creado, como una criatura más entre todas las criaturas de Dios. Pero además, puede, henchido por el amor de Dios, amar a todos los hombres, sin distinción de clase, riqueza ni color, especialmente aquellos que no son amables, ni atractivos ni deseables. Aquí hallamos la explicación más profunda de la pobreza asumida voluntariamente por Francisco.
Los Hermanos Menores
Francisco fue siempre un hombre de acción más que de palabra. Por ello, su testimonio de Cristo debe buscarse antes en sus actos que en sus enseñanzas o predicaciones. Hablando estrictamente, no fue un hijo de la iglesia organizada. No estudió en un seminario, no fue parte del clero, ni tampoco formó parte de ninguna de las órdenes religiosas ya existentes. Su conocimiento religioso, bastante tosco y popular, no pasaba del de cualquier laico promedio. A pesar de ello, emprendió al principio un camino solitario en el que no buscó ni consultó más que al Señor y su Palabra.
Y fue en ese camino que el Señor le reveló su voluntad por medio de las palabras del evangelio en Mateo 10:5-14: «Id... predicad diciendo: El reino de los cielos se ha acercado... no os proveáis de oro, plata, ni cobre en vuestros cintos...etc». Fue como si un relámpago estallara ante sus ojos. Era la voz del Señor hablándole a él directamente. Desde ese momento en adelante debía dedicar su vida a vivir y predicar el evangelio hasta el fin de sus días. Y él lo interpretó literalmente: sin dinero, sin posesiones, sin reglas humanas, dependiendo exclusivamente de Dios y su misericordia; y dando primero ejemplo del evangelio con su propia vida.
A partir de entonces, poco a poco, en tanto Francisco predicaba a las gentes encendido por el amor de Cristo, un numeroso grupo de compañeros se fue sumando a su aventura. El primero de ellos fue Bernardo de Quintavalle, el hombre más rico y poderoso de Asís. Una tarde convidó a Francisco a cenar a su casa y durante la noche, fingiendo que dormía, lo espió mientras Francisco pasaba la noche orando al Señor. Quedó tan conmovido, que al día siguiente decidió repartir todo lo que tenía entre los pobres y seguir las huellas de Francisco. Esto causó una gran conmoción en la ciudad de Asís. Los nobles y poderosos comenzaron a recelar de la influencia de Francisco, mientras otros tantos jóvenes y jovencitas dejaban todo para seguir su ejemplo, repartiendo sus posesiones entre los pobres para ir en pos de Cristo.
Al principio, la naciente fraternidad tenía por única guía y regla de acción los principios que Francisco tomaba del Evangelio. Vivían sin posesiones en pequeñas chozas de barro, cuidándose mutuamente, trabajando con sus manos para obtener sustento (aunque nunca dinero) y a veces pidiendo limosna. Siempre marchaban de dos en dos por los caminos, predicando y saludando a todos con: «El Señor te dé la paz». La mayoría los miraba extrañados, no pocos se burlaban y algunos los golpeaban y trataban como locos o ladrones. Pero ellos siempre intentaban responder con una sonrisa mientras daban gracias al Señor por los golpes y las burlas. Iban de ciudad en ciudad y de plaza en plaza animando a todos a arrepentirse de sus pecados y volverse al amor del Señor. Estos fueron los mejores años de Francisco y la fraternidad, cuando eran libres para seguir al Señor sin normas ni controles eclesiásticos. Sin embargo, muy pronto todo habría de cambiar.
A medida que fueron siendo más y más conocidos, la fraternidad fue creciendo, y Francisco sintió que era tiempo de solicitar un permiso de la autoridad para continuar con la fraternidad y su misión. Sus biógrafos atestiguan que, en verdad, no pensaba que la autoridad debía refrendar el evangelio que el Señor mismo le había encomendado, sino que más bien, como todo cristiano medieval, pensaba que debía hacerlo por respeto y sumisión. Pocos años antes Pedro de Valdo había expresado el mismo deseo, pero había sido rechazado.
Contrariamente a lo que había sucedido con Valdo, Francisco obtuvo el permiso. La autoridad, tras largas deliberaciones, aceptó la «regla» propuesta, que no era más que una compilación de versículos del Evangelio. La experiencia con Valdo había demostrado que oponerse a esta clase de movimientos era peor. Desde entonces, se buscó convertir el movimiento ‘franciscano’ en un disciplinado ejército sometido a los intereses de la iglesia institucionalizada. Con el tiempo, este hecho llegaría a ser la gran tragedia en la vida de Francisco.
El Camino de la Cruz
Francisco nunca fue un teólogo ni un hombre especulativo. Desconfiaba del conocimiento y la sabiduría puramente intelectual, pues para él conducía al orgullo y la superioridad. Por lo mismo, y honestamente, nunca se preguntó acerca de la validez escritural de la iglesia de su tiempo. Él simplemente deseaba vivir el Evangelio de la forma más humilde, pobre y amable posible, sin despreciar ni herir a nadie. Además, pensaba que había sido llamado a predicar con el ejemplo y no con la palabra. Aunque leía y citaba constantemente la Biblia, siempre se consideró ignorante e incompetente en cuanto a enseñar sobre ella. No obstante, a pesar de todo lo anterior, en su intento de vivir radicalmente a Cristo según lo revelan los evangelios, se halló inevitablemente enfrentado con los intereses y estratagemas del sistema eclesiástico dominante. En este punto, desgarrado entre su anhelo de total fidelidad a Cristo y, por otra parte, su respeto hacia una jerarquía eclesiástica que impedía su completa realización, comenzó la noche oscura para él.
A medida que la fraternidad fue creciendo, muchos hombres preparados en las doctrinas y estatutos de la iglesia profesante entraron en ella. La mayoría fue atraída por un interés y simpatía reales hacia Francisco y los primeros hermanos. Pero su espíritu era muy distinto. Y en ellos, la jerarquía encontró el medio de tomar las riendas del movimiento, nombrándolos rápidamente como rectores del mismo. Estos ‘letrados’ consideraban a Francisco demasiado simple, tosco e inculto para dirigir un movimiento tan grande. Querían atenuar lo que consideraban un ideal demasiado riguroso y organizar la orden de acuerdo a las reglas monásticas preexis-tentes. Deseaban fundar conventos y seguir el camino ya conocido.
La autoridad había nombrado a Hugolino como delegado protector de la orden. Este, influido por los ministros, intentó convencer a Francisco tenazmente para que adoptara alguna regla monástica. Pero Francisco se mantuvo inconmovible. Los hermanos no necesitaban más regla que el Evangelio de Cristo. De hecho, los primeros franciscanos eran cualquier cosa menos monjes. Tenían total libertad para vivir como el Señor los dirigiera: algunos como jornaleros, otros como ermitaños, otros como peregrinos y aún otros, como predicadores itinerantes. No existía ninguna organización más que la necesaria para salvar las situaciones según se presentaban. Eran, ante todo, una familia unida por lazos espirituales.
Así se expresaba entre ellos lo que Francisco había recibido de parte del Señor. Pero ahora se les exigía otra cosa: organización y uniformidad. Para aquéllos era una cuestión de practicidad y realismo; para Francisco, en cambio, estaba en juego la viabilidad misma del Evangelio de Cristo. Él se lo había jugado todo por esa forma de vida que los ministros despreciaban como carente de sentido común. Fue una batalla terrible en la que el alma de Francisco fue arrastrada hacia un abismo de agonía, duda y desesperación. Fueron años largos y oscuros, durante los cuales la fraternidad le fue arrebatada progresivamente, mediante cientos de argucias y engaños.
De hecho, ellos tenían miedo de enfrentar a Francisco, así que le pidieron a Hugolino que interviniera. Un día, éste tomó a Francisco aparte y comenzó nuevamente a hablarle. En respuesta, Francisco tomó a Hugolino de la mano y entró así a la asamblea general de hermanos. Y dijo: «Hermanos míos. El camino en que me metí es el de la humildad y de la sencillez. Si les parece nuevo mi programa, sepan que el Señor mismo me lo reveló y que de ninguna manera seguiré otro. No vengan a hablarme de reglas... ni de ninguna otra forma de vida, fuera de aquella que el Señor misericordio-samente me mostró. Y el Señor me dijo que él quería que yo fuera un nuevo loco en el mundo... En cuanto a ustedes (dirigiéndose a ellos), que Dios los confunda con su sabiduría y su ciencia».
En medio de ese torbellino, Francisco decidió ausentarse e ir a predicar a los musulmanes. En realidad estaba desalentado y no deseaba batallar más, ni apropiarse de nada para sí. Los letrados, aprovecharon el momento, y muy pronto metieron a todo el movimiento en regla. Los primeros hermanos se opusieron, pero fueron perseguidos y encarcelados. Sin embargo, otros partieron a buscar a Francisco. Finalmente lo encontraron y lo trajeron de vuelta. Cuando éste llegó, y comprobó todos los cambios introducidos durante su ausencia, se enfureció: En el lugar mismo donde él había iniciado la fraternidad, los clérigos habían erigido un convento.
Molesto, se subió entonces al techo y comenzó a tirar las tejas. Sin embargo, los letrados no se dieron por vencidos. Ni tampoco Hugolino. Finalmente, Francisco, enfermo y agotado, decidió renunciar por completo a la dirección de la fraternidad, nombrando en su reemplazo a un hermano de su confianza. Reunió a los hermanos y les habló, en tono sombrío y triste: «Hermanos, en adelante estoy muerto para ustedes. He aquí al hermano Pedro Catani a quien todos, ustedes y yo, obedeceremos». Había perdido la batalla por la fraternidad.
De este modo, sin embargo, Francisco había optado por el camino de la cruz y de la completa desapropiación. «Sólo Dios basta», se repetía a sí mismo. Pero, desde ese momento en adelante, Francisco y el movimiento que él había fundado, que hasta hoy lleva su nombre, seguirían caminos cada vez más divergentes. Entre tanto, se retiró con algunos de sus compañeros más antiguos y fieles, y procuró continuar con la misión que el Señor le había mostrado.
Se hallaba cada día más enfermo y una patología contraída en oriente lo estaba dejando paulatinamente ciego. No obstante, volvió a recorrer los caminos y aldeas predicando el evangelio. La gente venía de todas partes a escuchar sus mensajes. En especial los más pobres y desamparados. Y Francisco lloraba cada vez que les hablaba del amor de Cristo y de la Cruz.
En la última etapa de su vida buscó una identificación cada vez más profunda con Cristo crucificado. Estaba tan enfermo, que a veces los dolores superaban su capacidad de resistencia. Los hermanos, desesperados, trataban de ayudarlo y animarlo, pero él les respondía: «No hace falta, conozco a Cristo pobre y crucificado y eso me basta».
Fue durante esa época que ocurrió el extraño episodio de los estigmas. Los cronistas aseguran que recibió las marcas de Cristo mientras oraba solo en una montaña. Sin embargo, Francisco nunca habló de ello con nadie, y jamás permitió que nadie viera aquellas marcas mientras estuvo vivo. Sin embargo, tras su muerte, el director de la orden aseguró haber comprobado su existencia. De todos modos, el episodio de los estigmas, si es que ocurrió, y cualquiera que sea su significado, pertenece a la esfera subjetiva y privada de su fe personal en el Señor, y, por lo mismo, no se le puede conferir ningún significado adicional.
Ahora bien, tras este episodio, sus dolores se incrementaron paulatinamente. En aquel tiempo la medicina era muy rudimentaria y los médicos poco podían hacer para ayudarle. Al final perdió la vista por completo. No obstante, él permanecía espiritualmente alegre y en paz. Nunca se quejaba. De este tiempo final data su famoso «Cántico de las Criaturas», que compuso tras una noche de indescriptible dolor. Mas, cuando el dolor llegó a su clímax, desapareció por completo, y Francisco fue invadido por una paz sobrenatural que lo mantuvo arrobado en Cristo hasta el amanecer. Entonces pidió que escribieran el cántico que el Señor le había dado esa noche. Éste dice, en su penúltima estrofa, agregada un poco después: «Loado seas Señor, por los que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados los que sufren en paz, pues por ti, Señor, coronados serán».
Cuando llegó la hora de su muerte, estaban con él todos los compañeros del principio. Se despidió de todos, uno por uno, y luego les rogó que lo pusieran desnudo sobre la tierra para esperar allí a la «hermana muerte corporal, que nos cierra las puertas de esta vida, y nos abre las puertas de la Vida». Hizo un recorrido por toda su vida desde su conversión y dio gracias a Dios por cada episodio. Poco después comenzó a recitar el Salmo, «Con mi voz clamé al Señor...» y quedamente se durmió en el Señor. Tenía sólo 45 años.
Legado de Francisco de Asís
En todo tiempo, aun aquellos de mayor apostasía y oscuridad Dios se ha reservado siempre un testimonio. Durante la Edad Media, mientras la cristiandad crecía en organización y poder mundanos, muchos creyentes reaccionaron contra ese estado de muerte y ruina espiritual, saliendo de la iglesia organizada, y escogiendo así el sangriento camino de los mártires. Otros queridos santos, sin embargo, permanecieron dentro de ella, y desde allí alumbraron esa oscuridad, no sin pagar también un enorme precio de sufrimiento y dolor.
Francisco de Asís ocupa un lugar destacado entre todos ellos. Pocos creyentes, antes y después de él, han alcanzado un carácter tan transformado y santificado por la vida de Cristo. Precisamente, por ello, a través de él, y sus seguidores, esa vida pudo desbordarse para tocar y alumbrar a cientos de miles que vivían en la pobreza y la desolación, tanto material como espiritual. La gracia de Dios pasó por encima de todas las barreras y limitaciones de aquella edad oscura y brilló a través del pequeño e insignificante «pobre de Asís», en lo que por sí mismo constituye un juicio hacia una cristiandad apóstata. De este modo Europa no se perdió para Cristo. Y allí, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
En una época de violencia y persecución, él y los suyos eligieron el camino de la paz, la paciencia y el amor de Dios, y de una vida vivida radicalmente según el Evangelio y sus enseñanzas. Y aunque hoy con dificultad podríamos refrendar como escriturales algunas de sus creencias; con todo, su genuina fe y conducta, arraigadas radicalmente en el evangelio de Cristo, y, a partir de allí, su voluntaria elección de la pobreza, son todavía un conmovedor llamado hacia una vida cristiana de despojamien-to y renuncia por amor a Cristo. Más aún en nuestros días, de tantas comodidades y amor desenfrenado al dinero entre muchos de los creyentes.
En sus últimos años, Francisco recordaba con alegría que cuando la jerarquía de la iglesia lo había convocado a enrolarse en su cruzada contra los albigenses, él había rehusado, porqué a los «herejes» se les debía persuadir únicamente con el ejemplo y el amor, pues «la verdad se defiende por sí misma». Demostrando así que el supuesto «espíritu de los tiempos» no puede justificar aquellas crueles persecuciones.
Por esta y otras razones, la iglesia se vio obligada a reescribir la historia de Francisco. Tras su muerte, sus seguidores más íntimos fueron perseguidos y acallados, hasta convertirse, con el tiempo, en un pueblo marginado, conocido como «Los Espirituales» o «Fraticellis», muchos de los cuales fueron martirizados. Entre tanto, la jerarquía mandó quemar todas las biografías escritas por sus primeros seguidores, y encargó al superior de la orden, que escribiera una biografía oficial, conocida como «La Leyenda Mayor» (1263). En ella se eliminaron todos los elementos conflictivos de la vida de Francisco (la primera regla y las intrigas y manipulaciones en contra de la orden) y se le presentó, curiosamente, como un monje fundador de conventos. Esa fue la imagen que persistió de él, hasta que, a principios del siglo veinte, algunos investigadores dieron con algunas de las biografías anteriores que no pudieron ser destruidas. Entonces su verdadera historia y figura reapareció.
Quizá el mejor comentario sobre su vida la haya hecho él mismo: «Aquel altísimo Señor, cuya sustancia es amor y misericordia, tiene mil ojos con los que penetra las concavidades del alma humana... Pues bien, esos altísimos ojos han mirado a la redondez de la tierra y no han encontrado criatura más incapaz, inútil, ignorante y ridícula que yo. Por eso justamente me escogió a mí, para que se patentizara ante la faz del mundo que el único magnífico es el Señor... Para confundir... Para que se sepa, para que quede evidente y estridente a la vista del mundo entero que no salvan la sabiduría, la preparación y los carismas personales, y que el único que salva, redime y resucita es Dios mismo. Para que se sepa que no hay otro Todopoderoso; no hay otro Dios sino el Señor».
R.A.B.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 33 • Mayo - Junio 2005
PORTADA
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La breve y fructífera vida de David Brainerd.
Sacrificio de olor fragante
David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam, Connecticut, Estados Unidos. Murió de tuberculosis a la edad de 29 años, el 9 de octubre de 1747. Ezequías, el padre de Brainerd, era un legislador de Connecticut y murió cuando David tenía nueve años. Él había sido un puritano riguroso. La madre de Brainerd, una mujer también piadosa, murió cuando él tenía 14 años.
Había una rara tendencia a la debilidad y a la depresión en la familia. No sólo los padres murieron tempranamente; también los hijos. Nehemías murió a los 32, Israel a los 23, Jerusha a los 34, y él mismo a los 29. Así, al sufrir la pérdida de ambos padres, como un niño sensible, heredó una cierta tendencia a la depresión.
En su corta vida padeció a menudo negros abatimientos. Él mismo dice al principio de su diario: «Yo era en mi juventud inclinado más bien a la melancolía». Cuando su madre murió, se fue a vivir con su hermana casada, Jerusha. Él describió su fe durante estos años como muy celosa y seria, pero no teniendo verdadera gracia. Cuando cumplió 19, heredó una granja y trabajó en ella durante un año. Pero su corazón no estaba allí. Él anhelaba ‘una educación liberal’.
Intenta prepararse para el ministerio
Así que empezó a prepararse para entrar a la Universidad de Yale. En el verano de 1738, tenía veinte años, y se había ofrecido a Dios para entrar en el ministerio. Pero aún no era convertido. Leyó la Biblia dos veces en ese tiempo, y empezó a percibir que toda su religión era legalista y totalmente basada en sus propios esfuerzos. Dentro de su alma, contendía con Dios; se rebelaba contra el pecado original, contra la estrictez de la ley divina y contra la soberanía de Dios. Reñía con el hecho de que no había nada que él pudiera hacer en sus propias fuerzas para consagrarse a Dios. «Todas mis buenas apariencias no eran sino justicia propia, no estaban basadas en un deseo por la gloria de Dios; en mis oraciones, no había amor o consideración hacia él».
Pero entonces sucedió el milagro de su nuevo nacimiento. Tenía 21 años de edad. Dos meses después, entró en Yale a prepararse para el ministerio. En principio fue duro. Había relajo en las clases superiores, poca espiritualidad, estudios difíciles, y él contrajo sarampión, así que tuvo que volver a casa por varias semanas durante su primer año. Al año siguiente, le enviaron a casa porque estaba tan enfermo que escupía sangre. Por ese tiempo escribía: «Por la tarde mi dolor aumentó terriblemente, y tuve que permanecer en cama. A veces casi perdía la razón por lo extremado del dolor».
Cuando regresó a Yale en 1740, el clima espiritual había sufrido un cambio radical. George Whitefield había estado allí, y ahora muchos estudiantes eran muy serios en su fe. Pero surgieron tensiones entre los estudiantes entusiastas y la fría Facultad. En 1741, la visita de unos predicadores de avivamiento sopló aún más las llamas del descontento.
Jonathan Edwards fue invitado a predicar a comienzos de 1741, con la esperanza de que él aplacaría un poco los ánimos y apoyaría a la Facultad. Algunas autoridades incluso habían sido tildadas de ‘inconversas’. Edwards defraudó a las autoridades de la Facultad al declarar que el despertar era genuino. Brainerd estuvo entre la multitud que oyó a Edwards.
Esa misma mañana, las autoridades habían anunciado que cualquier estudiante que, directa o indirectamente, tildase al Rector u otra autoridad, de hipócrita, carnal o inconverso, debía en primera instancia hacer confesión pública de su ofensa, y en caso de reincidencia, ser expulsado.
En 1742 Brainerd estaba académicamente en la cima, cuando alguien le oyó por casualidad decir de uno de los tutores que tenía «menos gracia que una silla», y que él se maravillaba cómo el Rector no caía muerto al castigar a los estudiantes por su celo cristiano. Inmediatamente fue expulsado. Esto le afectó profundamente. En los años siguientes, intentó una y otra vez volver; muchos vinieron en su ayuda, pero todo fue en vano. Dios tenía otro plan para él. En lugar de unos años reposados en el pastorado o el salón de lectura, Dios quiso llevarlo al desierto, para que sufriese por Su causa y produjese un impacto incalculable en la historia de las misiones.
Antes de esto, Brainerd nunca había pensado ser un misionero a los indios. Pero ahora tuvo que replantear su vida entera. Una ley estadual, recientemente promulgada, señalaba que ningún ministro podía establecerse en Connecticut si no era graduado de Harvard, Yale o una Universidad europea. Así que él se sentía despojado de su llamamiento.
Una palabra ociosa, hablada de prisa, y la vida de Brainerd pareció caer en pedazos ante sus ojos. Pero Dios sabía lo que era mejor, y Brainerd llegó a aceptarlo. De hecho, sin la influencia de Brainerd tal vez el movimiento misionero moderno no hubiera tenido lugar; y esto no hubiera ocurrido si él hubiese obtenido en Yale su acreditación de ministro.
En el verano de 1742, un grupo de ministros simpatizantes del Gran Avivamiento aprobó su examen y autorizó a Brainerd para ir como misionero a los indios.
Más tarde, cuando ya estaba claro del verdadero llamamiento de Dios, habría de rechazar varias invitaciones para hacerse pastor, y seguir una vida mucho más fácil y estable. La carga y el llamamiento eran superiores: «Yo no podía tener libertad para pensar en ninguna otra circunstancia o asunto en la vida: Todo mi deseo era la conversión de los paganos, y toda mi esperanza estaba en Dios, y él no me permitía agradarme o confortarme con la esperanza de ver a mis amigos, de volver a mis queridos conocidos, o disfrutar los consuelos mundanos».
Su labor como misionero
Como misionero, su primera asignación fueron los indios Housatonic en Kaunaumeek, en Massachussets. Llegó en abril de 1743 y predicó durante un año, usando un intérprete e intentando aprender el idioma.
Brainerd describe así su primera estadía en ese lugar en 1743: «Vivo con muy pocas comodidades: mi dieta consiste en maíz hervido y comida rápida. Duermo en un colchón de paja, mi labor es sumamente difícil; y tengo poca experiencia de éxito para confortarme ... En esta debilidad corporal, no soy poco afligido por la necesidad de comida apropiada. No tengo pan, ni puedo conseguirlo. Es forzoso viajar diez o quince millas para conseguir pan; y a veces se pone mohoso y se agría antes de que lo coma, si consigo una cantidad considerable ... Pero por la bondad divina tengo alguna comida india de la que hago pequeños pasteles. Aún me siento contento con mis circunstancias, y dulcemente resignado a Dios».
Frecuentemente se perdía en los bosques. Su cabalgadura le era robada, o envenenada, o se le accidentaba. El humo del fogón hacía a menudo el cuarto intolerable a sus pulmones y tenía que salir al frío para recuperar su respiración, y entonces no podía dormir en toda la noche. Pero la lucha con penalidades externas, tan grande como era, no era su peor forcejeo. Él tenía una resignación asombrosa y aun parece que descansaba en muchas de estas circunstancias.
Él supo donde ellas encajaban en su acercamiento Bíblico a la vida: «Tales fatigas y penalidades sirven para desarraigarme más de la tierra; y, confío, me harán el cielo mucho más dulce. Al principio, cuando me exponía al frío o la lluvia, me consolaba con los pensamientos de disfrutar una casa cómoda, un fuego caluroso, y otros consuelos exteriores; pero ahora éstos tienen menos lugar en mi corazón (a través de la gracia de Dios) y miro más al consuelo de Dios. En este mundo espero tribulación; y ya no me parece extraño; me consuela pensar que podría ser peor; cuántas pruebas mayores han soportado otros hijos de Dios, y cuánto más se reserva todavía quizás para mí. Bendito sea Dios, él es mi consuelo en mis pruebas más agudas; pues ellas son asistidas frecuentemente con gran alegría».
Uno de los mayores dolores en ese tiempo era la soledad. Él cuenta cómo tenía que soportar la charla profana de los extraños: «¡Cuánto anhelaba que algún amado cristiano conociera mi dolor! La mayoría de las charlas que oigo son de escoceses o de indios. No tengo un compañero cristiano con quien desahogar mi corazón y compartir mis dolores espirituales, a quien pedir consejo conversando sobre las cosas celestiales, y con quien orar».
La cruz debía operar todavía fuertemente en el alma de Brainerd, y la prueba de fuego llegó el 14 de septiembre de 1743. Su Diario lo registra así: «Hoy hubiera obtenido mi título (hoy es el día de la graduación), pero Dios ha tenido a bien impedírmelo. Aunque temía que me abrumara de perplejidad e incertidumbre al ver a mis compañeros graduarse, Dios me ha ayudado a decir con calma y resignación: «Sea hecha la voluntad del Señor» Ciertamente, mediante la gracia de Dios, casi puedo decir que no había tenido tanta paz espiritual por mucho tiempo».
Poco después inició una escuela para niños indios y tradujo algunos de los Salmos. Luego fue reasignado a los indios a lo largo del río Delaware. En mayo de 1744 se estableció al noreste de Belén, Pennsylvania. Predicó durante un año en Delaware, y en 1745 hizo su primera gira de predicación a los indios de Crossweeksung, Nueva Jersey.
En este lugar, Dios manifestó un poder asombroso y trajo un despertar y bendición a los indios. Allí llegó el dulce amanecer después de una larga y oscura noche. Las escenas descritas por Brainerd en su Diario dan cuenta de una genuina obra del Espíritu Santo entre esos paganos: «Por la mañana platiqué con los indios en la casa en que estábamos alojados. Muchos de ellos estaban muy conmovidos y se les veía en gran manera emocionados, de modo que una pocas palabras daban lugar a que las lágrimas corrieran libremente, y producían muchos sollozos».
Al día siguiente escribe: «Prediqué sobre Isaías 53:3-10. Hubo una notable influencia que siguió a la exposición de la Palabra, y una gran emoción en la asamblea ... muchos estaban conmovidos; algunos ni podían estar sentados, sino que estaban echados en el suelo, como si se les hubiera atravesado el corazón, clamando incesantemente misericordia. ¡Era muy emocionante ver a los pobres indios, que unos días antes estaban vitoreando y gritando en sus fiestas idólatras y sus embriagueces, clamando ahora a Dios con una importunidad tal para ser acogidos por su querido Hijo!».
Al cabo de un año, había 130 personas en esa creciente asamblea de creyentes. Brainerd escribía el 19 de junio de 1746: «Hoy se completa un año desde la primera vez que prediqué a estos indios de Nueva Jersey. ¡Qué cosas tan asombrosas ha hecho Dios en este período de tiempo para esta pobre gente! ¡Qué cambio tan sorprendente aparece en su carácter y su conducta!».
¿Cuál era la clave del éxito de Brainerd con los indios? El amor. Si el amor es conocido por el sacrificio, entonces Brainerd amó. Pero si también es conocido por la compasión entonces Brainerd se esforzó en amar aún más. A veces él se fundió en amor. «Siento compasión por las almas, y lamento no tener aún más. Siento mucho más bondad, mansedumbre, ternura y amor hacia toda la humanidad, que nunca ...». «Sentí mucha dulzura y ternura en la oración, mi alma entera parecía amar a mis peores enemigos, y me fue permitido orar por aquéllos que son extraños y enemigos a Dios con un gran suavidad y fervor ...». «Sentí el calor que viene de Dios después de mi oración, sobre todo en la mañana, mientras iba cabalgando. Por la tarde, pude ayudar llorando a Dios por esos pobres indios; y después que me acosté, mi corazón continuó yendo a Dios por ellos. ¡Oh, bendito sea Dios que puedo orar!».
Pero otras veces se sentía vacío de afecto o compasión por ellos. Él se culpa por predicar a las almas inmortales con tan poco ardor y con tan poco deseo por su salvación. Él amaba, pero anhelaba amar aún más.
Enfermedad y sufrimientos
Toda la comunidad cristiana se trasladó de Crossweeksung a Cran-berry en mayo de 1746, para tener su propia tierra y pueblo. Brainerd permaneció con ellos hasta que estuvo demasiado enfermo para ministrar. En agosto de ese año escribía: «Habiendo tenido sudor frío toda la noche, tosí mucha materia sangrienta esta mañana, y estuve en gran desorden de cuerpo, y no poca melancolía». Y en septiembre: «Ejercitado con una tos violenta y una fiebre considerable, no tenía apetito de ningún tipo de comida; y frecuentemente devolvía lo comido, aun sobre mi propia cama, por causa de los dolores en mi pecho y espalda. Era capaz, sin embargo, de cabalgar por el pueblo unas dos millas, todos los días, y cuidar de aquéllos que estaban construyendo una pequeña vivienda para mí entre los indios».
A menudo su agonía le hacía odiar su propia maldad interior. «Siento en mi alma que el infierno de corrupción todavía permanece en mí». A veces, este sentido de indignidad era tan intenso que se sentía expulsado de la presencia de Dios. Él llamaba a menudo su depresión un tipo de muerte. Hay por lo menos 22 lugares en el Diario donde él anhelaba la muerte como una libertad de su miseria.
A los sufrimientos físicos se añadía su propensión natural a la melancolía y la depresión. Lo que más lo afectaba era que su dolor mental impedía su ministerio y su devoción. A veces él quedaba simplemente inmovilizado por los dolores y ya no podía trabajar. «Pocas veces he estado tan confundido sintiendo mi propia esterilidad e ineptitud en mi trabajo, que ahora. ¡Oh, qué muerto, desalentado, yermo, improductivo me veo ahora! Mi espíritu está abatido, y mi fuerza corporal tan agotada, que no puedo hacer nada en absoluto». Es asombroso cómo a menudo Brainerd siguió adelante con las necesidades prácticas de su trabajo a pesar de estas olas de desaliento.
En noviembre de 1746 Brainerd dejó Cranberry para pasar cuatro meses tratando de recuperarse en Elizabethtown. En marzo de 1747, Brainerd hizo una última visita a sus amigos indios y entonces viajó a casa de Jonathan Edwards en Northampton, Massachussets. Estando allí, en el mes de mayo de 1747, los doctores le dijeron que su mal era incurable y que no viviría mucho tiempo. En los últimos dos meses de su vida el sufrimiento era increíble.
«Fue el más grande dolor que haya soportado jamás, teniendo un tipo raro de hipo que me estrangulaba y me hacía vomitar». Edwards comenta que en la semana anterior a su muerte «me decía que era imposible concebir el dolor que sentía en su pecho. Manifestaba mucha preocupación para no deshonrar a Dios manifestando impaciencia bajo su extrema agonía; su dolor era tal que decía que el pensamiento de soportarlo un minuto más era casi insoportable. Y la noche antes de que él muriera dijo a quienes le acompañaban que morirse era cosa muy distinta a lo que las personas imaginaban».
Lo que impacta al lector de estos diarios no es sólo la severidad de los sufrimientos de Brainerd, sino sobre todo cuán implacable y constante era la enfermedad. Casi siempre estaba allí.
Brainerd estuvo solo gran parte de su ministerio. Sólo las últimas 19 semanas de su vida parecen haber estado endulzadas por la compañía de la delicada hija de Edwards, Jerusha, de 17 años, quien fue su fiel enfermera. Muchos especulan que hubo un profundo amor entre ellos, e, incluso un compromiso matrimonial. Pero lo cierto es que durante su ministerio él estuvo muy solo, y solamente podía derramar su alma delante de Dios. Pero Dios lo sostuvo y lo guardó en su camino.
Brainerd murió el 9 de octubre de 1747. Fue una corta vida, pero cuán fructífera: sólo veintinueve años; ocho de ellos como creyente, y sólo cuatro como misionero.
Ahora, ¿por qué la vida de Brainerd ha tenido tal impacto? Una razón obvia es que Jonathan Edwards tomó su Diario y lo publicó como ‘La vida de Brainerd’ en 1749. Pero, ¿por qué este libro nunca ha dejado de imprimirse? ¿Por qué John Wesley dijo: «Todo predicador debe leer cuidadosamente ‘La vida de Brainerd’»? ¿Por qué William Carey y Edwards consideraron ‘La Vida de Brainerd’ como un texto sagrado? Gideon Hawley, otro misionero, habló por muchos cuando escribió sobre sus esfuerzos como misionero en 1753: «Necesito grandemente algo más que humano para sostenerme. Leo mi Biblia y ‘La vida de Brainerd’, los únicos libros que traje conmigo, y de ellos obtengo mi apoyo».
¿Por qué ha tenido esta vida semejante impacto? La respuesta es que la vida de Brainerd es un testimonio real, poderoso de la verdad de que Dios puede y usa hombres débiles, enfermos, desalentados, abatidos, solitarios; santos que se esfuerzan, que claman a él día y noche, para lograr cosas asombrosas para su gloria.
La clave de su ministerio
Una de las razones por la cual la vida de Brainerd tiene tan poderosos efectos es que, a pesar de todos sus conflictos y cruel enfermedad, él nunca dejó su fe o su servicio. Le consumía la pasión por terminar su carrera y honrar a su Maestro, extender el reino y avanzar en la santidad personal.
Brainerd llamaba a su pasión por más santidad y más utilidad una clase de ‘grato dolor’. «Cuando realmente disfruto a Dios, siento más insaciable mi anhelo de él, y más inextinguible mi sed de santidad... ¡Oh, más santidad! ¡Oh, más de Dios en mi alma! ¡Oh, este grato dolor! Hace mi alma apurarse en pos de Dios... Oh, que yo no me rezague en mi carrera celestial!».
Él hizo suya la advertencia apostólica: «...aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos» (Efesios 5:16) Asumió el consejo: «No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gál. 6:9) Él se esforzó por ser, como Pablo dice, «...creciendo en la obra del Señor» (1 Cor. 15:58). «¡Oh, yo anhelaba llenar todos los momentos restantes para Dios! Sin embargo, mi cuerpo estaba tan débil y cansado; y yo quería estar toda la noche haciendo algo para Dios. A Dios el dador de estos refrigerios, sea gloria por siempre ...». «Mi alma fue refrescada y confortada, y yo no pude sino bendecir a Dios que me había habilitado en buena medida para ser fiel en el día pasado. ¡Oh, cuán dulce es ser gastado y usado por Dios!».
Entre los medios que Brainerd usó para buscar mayor santidad y utilidad, la oración y el ayuno fueron fundamentales. Leemos de él que pasaba días enteros en oración, u orando frecuentemente, a veces buscando una familia o un amigo para orar con ellos. Oraba para su propia santificación, oraba por la conversión y pureza de sus indios; oraba por el avance del reino de Cristo alrededor del mundo y sobre todo en América.
Una vez, visitando una casa de amigos, oró largamente con ellos: «Continué luchando con Dios en oración por mi querida manada pequeña; y sobre todo por los indios; así como por mis amados amigos en un lugar y otro; hasta que fue tiempo de ir a la cama, por no incomodar a la familia, ¡pero qué desagrado encontraba en consumir tiempo en el sueño!».
Y junto con la oración, Brainerd seguía la santidad y la utilidad de su servicio con el ayuno. Una y otra vez en su Diario cuenta de días ocupados ayunando. Ayunaba por guía cuando estaba perplejo sobre los próximos pasos de su ministerio. O simplemente ayunaba con la profunda esperanza de avanzar en su propia profundidad espiritual y utilidad para llevar vida a los indios. Cuando agonizaba en la casa de Edwards exhortaba a los ministros jóvenes que le visitaban a comprometerse en días frecuentes de oración y ayuno, por lo útil que esto era.
Asimismo, Brainerd ocupaba tiempo en el estudio y entremezclaba estas tres cosas. «Gasté gran parte del día escribiendo; pero entrelazaba la oración con mis estudios ...». «He ocupado este día en la oración, la lectura y en escribir; y disfruté alguna ayuda, sobre todo corrigiendo algunas ideas en cierto asunto». Siempre estaba escribiendo y pensando sobre temas espirituales.
La vida de Brainerd es una larga tensión agónica para redimir el tiempo, no cansarse en hacer el bien y crecer en la obra del Señor. Y lo que hace su vida tan poderosa es que él avanzó en esta pasión bajo los inmensos esfuerzos y penalidades que tuvo.
El legado de Brainerd
El legado de Brainerd lo recibió primera y directamente Jonathan Edwards, el gran pastor y teólogo de Northampton: «(Reconozco) con gratitud la graciosa dispensación de la Providencia para mí y mi familia permitiendo que él viniese a mi casa en su última enfermedad, y muriese aquí: para que nosotros tuviéramos oportunidad de conocerle y compartir con él, para mostrarle ternura en tales circunstancias, y para ver su conducta, oír sus discursos finales, recibir sus consejos, y para tener el beneficio de sus oraciones antes de morir».
Edwards dijo esto aun cuando debe haber sabido que el hecho de tener a Brainerd en su casa con esa enfermedad terrible costó la vida a su hija. Jerusha había cuidado a Brainerd durante las últimas semanas de su vida, y meses después que él murió, ella murió del mismo mal.
Como resultado del inmenso impacto de la ‘La vida de Brainerd’, escrita por Edwards, muchos misioneros famosos que testifican haber sido sostenidos e inspirados por la vida de Brainerd. Cuando Guillermo Carey leyó la historia de su vida consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de la India. Roberto McCheyne leyó su diario de vida y pasó su vida sirviendo entre los judíos. Enrique Martyn leyó su biografía y se entregó por completo para consumirse en un período de seis años y medio en el servicio de su Maestro en Persia. Andrew Murray solía decir del Diario de Brainerd: «¡Cómo estos ejemplos reprochan la falta de oración y la tibieza de la mayoría de las vidas cristianas!». Y recomendaba su lectura diciendo que sólo tres de sus páginas bastaban para influenciar positivamente a cualquier siervo de Dios.
¡Una vida tan joven, y tan hermosamente sacrificada en honor del Maestro!
Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel, es para todos los cristianos de cualquier época un desafío: «Digo, ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el mundo habría yo vivido mi vida de otra manera».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 32 • Marzo - Abril 2005
PORTADA
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La historia de Samuel Rutherford.
El prisionero de Aberdeen
¿Quién fue Samuel Rutherford? ¿Qué importancia puede tener conocer a un personaje tan distante en la historia y en nuestra idiosincrasia? ¿Por qué se dice de él que fue un prisionero? Responder a estas preguntas significa contar una historia conmovedora que trasciende el tiempo y el espacio.
Su vida antes del exilio
Rutherford nació hacia el año 1600 cerca de Nisbet, Escocia. No se sabe mucho de su origen. Uno de sus biógrafos menciona que provenía de padres respetables, y otro, que vino de padres humildes pero honestos. Es probable que su progenitor se dedicara a actividades agrícolas y que tuviese un rango respetable en la sociedad, pues pudo dar a su hijo una educación superior.
En 1627 obtuvo un «Master of Arts» de la Universidad de Edimburgo, donde fue nombrado Profesor de Humanidades. Poco después fue ordenado pastor de la iglesia en Anwoth, una parroquia rural. Como tenía un verdadero corazón de pastor, trabajaba incesantemente por su rebaño. Se dice que Rutherford estaba «siempre orando, siempre predicando, siempre visitando enfermos, siempre enseñando, siempre escribiendo y estudiando». ¡Por supuesto, esto es posible cuando usted se levanta a las 3:00 cada mañana!
Sin embargo, sus primeros años en Anwoth, estuvieron llenos de pruebas y tristezas. A los cinco años de matrimonio, su esposa enfermó y murió un año más tarde. Dos hijos también murieron en este período. No obstante, Dios usó este tiempo de sufrimiento, que preparó a Rutherford para alentar a los afligidos.
La predicación de Rutherford era incomparable. Aunque no era buen orador, sus mensajes causaban gran impacto. Un comerciante inglés dijo de él: «Yo vine a Irvine, y oí a un bien dotado anciano de larga barba (Dickson), que me mostró el estado de mi corazón. Luego fui a St. Andrews, donde oí a un hombre dulce de majestuosa mirada (Blair), que me mostró la majestad de Dios. Después de él oí a un pequeño hombre justo (Rutherford), y él me mostró el encanto de Cristo».
En 1636 Rutherford publicó «Exercitationes Apologeticæ pro Divina Gratia» («Apología de la Gracia Divina»), un libro en defensa de las doctrinas de la gracia contra el arminianismo. Esto lo puso en conflicto con las autoridades de la Iglesia que eran dominadas por el Episcopado inglés. Fue llamado ante la Alta Corte, privado de su oficio ministerial y desterrado a la ciudad de Aberdeen.
Este exilio fue una penosa condena para el querido pastor. Era insufrible para él estar separado de su congregación. Sin embargo, aunque era severa e injusta la sentencia, no lo descorazonó. En una de sus cartas, escrita cuando se dirigía a Aberdeen, dice: «Voy al palacio de mi rey a Aberdeen; ni lengua, ni pluma, ni ingenio, pueden expresar mi gozo». Luego, al llegar a su destino, escribió: «No obstante ser esta ciudad mi prisión, con todo, Cristo hizo de ella mi palacio, un jardín de deleites, un campo y huerto de delicias».
Su vida después del exilio
En 1638, los forcejeos entre el Parlamento y el Rey en Inglaterra, y el Presbiterianismo vs. el Episcopado en Escocia culminaron en eventos importantes para Rutherford. En la confusión de los tiempos, él se aventuró fuera de Aberdeen y volvió a su querido Anwoth, tras 17 meses de confinamiento. Pero no fue por mucho tiempo. La Iglesia de Escocia tuvo una Asamblea General ese año, restaurando totalmente el Presbiterianismo al país. Además, designaron a Rutherford Profesor de Teología de St. Andrews, aunque él exigió que se le permitiera predicar por lo menos una vez a la semana.
La Asamblea de Westminster empezó sus famosas reuniones en 1643, y Rutherford fue uno de los cinco comisionados escoceses invitados a asistir a los procedimientos. Aunque a los escoceses no les fue permitido votar, ellos tuvieron una influencia que excedía lejos su número. Se piensa que Rutherford tuvo una gran influencia en el Catecismo Breve.
Durante este período en Inglaterra, Rutherford escribió su obra «Lex Rex» o «La Ley, el Rey». En este libro abogó por el gobierno limitado, y por las limitaciones sobre la idea general del derecho divino de los reyes.
Cuando la monarquía fue restaurada en 1660, era claro que el autor de «Lex Rex» tendría problemas. Cuando vino la convocatoria en 1661, fue acusado de traición, y se demandó su comparecencia ante el tribunal, pero Rutherford se negó a ir. El Señor le dio otra salida, pues lo llamó a su presencia. Desde su lecho de muerte, contestó a sus acusadores: «Yo debo atender mi primer citatorio; antes de que vuestro día llegue, yo estaré donde pocos reyes y grandes gentes van».
Rutherford murió el 20 de marzo de 1661, a los 61 años de edad. Sus últimas palabras fueron: «Gloria, gloria, mora en la tierra de Emanuel». En 1842 se levantó a su memoria un monumento en piedra, llamado «el monumento de Rutherford», en la granja de Boreland, en la parroquia de Anwoth, a un par de kilómetros de donde él predicaba.
Las cartas desde Aberdeen
Ahora bien, ¿qué de esta vida es lo que llega con más fuerza hasta nosotros 350 años después? No son sus logros académicos, ni su valor en la defensa de la recta doctrina. Lo que nos atrae es aquella brecha que se abrió en su corazón durante su encierro en Aberdeen, que dejó escapar tan grato olor de Cristo. Durante los 17 meses de su encierro, Rutherford tuvo sus labios sellados; no obstante, su corazón desbordó de buenas palabras.
En efecto, una caudalosa corriente de vida fluyó maravillosamente desde su palacio-prisión, a través de cerca de 219 cartas. Más tarde se agregaron otras 143 que fueron seleccionadas por su secretaria después de su muerte. En 1664 fueron publicadas bajo el pintoresco título: «Josué redivivo, o Cartas del Sr. Rutherford, divididas en dos partes». Sus cartas son consideradas hoy como un clásico cristiano, comparable a «El Peregrino», de Juan Bunyan. Desde aquella fecha, durante tres siglos, han sido publicadas en más de 30 ediciones diferentes, algunas de las cuales fueron reeditadas muchas veces.
Rutherford escribió otros libros. Uno de sus escritos teológicos le granjeó el ofrecimiento de la Cátedra de Teología en la Universidad de Utrecht. Pero tanto ésta como otras varias de sus obras han sido casi olvidadas; sin embargo el Señor permitió que Rutherford continuase viviendo hoy en un libro que él ni siquiera se propuso escribir: sus Cartas.
Un erudito cristiano ha dicho que la mayor parte de los libros de Rutherford tienen su recuerdo «solamente en el cementerio de la historia», y agrega: «Del ruido del mercado pasamos a la soledad reclusa e iluminada por las estrellas de aquellas cartas, las cuales la tradición cristiana, desde Baxter hasta Spurgeon, a una voz han proclamado como seráficas y divinas». Richard Baxter, «el principal de los eruditos protestantes ingleses», afirmó respecto de las Cartas de Rutherford: «Con excepción de la Biblia, el mundo nunca ha visto un libro como ese».
Para poder sentir realmente el peso de este comentario, es necesario recordar que Baxter concordaba con la teología arminiana, que fue precisamente el blanco de las críticas de Rutherford, y la causa de su confinamiento en Aberdeen. Richard Cecil, prominente cristiano del siglo XVIII, hizo el siguiente comentario sobre Rutherford: «Él es uno de mis clásicos favoritos; es realmente auténtico».
No podemos dejar de preguntar: ¿Cómo la correspondencia particular de este siervo del Señor fue conservada a través de los años? ¿Por qué motivo su formidable erudición jamás le proporcionó lo que sus cartas realizaron? La respuesta es simple: el Señor quiso preservarlas y no permitió que ellas desaparecieran.
La razón de fondo tiene algo que ver con el modo como nuestro Señor acostumbra tratar con sus siervos. Parece que fue del agrado del Señor usarlas para establecer una gran ilustración de esta verdad de oro: «Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2 Co.4:11-12).
La obra del Señor nunca fue hecha a medias. Si él permite que la muerte opere en otros, ¡ella va siempre acompañada por la «vida en nosotros»! Él planeó la prisión de Pablo en Roma, así como estas hermosas «Epístolas de la Prisión» para nosotros. Él dio a Juan la isla de Patmos, y, al mismo tiempo, nos dio la revelación de Jesucristo a través del último y grandioso libro de la Biblia. Él hizo que George Matheson, otro gran predicador escocés, quedase ciego; sin embargo, nosotros somos enriquecidos por sus bellos himnos. Oigamos las palabras de Matheson: «El calabozo de José es el camino para el trono de José. Tú no puedes alzar la carga de hierro de tu hermano si el hierro no ha penetrado en ti».
De la misma forma, si nuestro Señor no libró a Rutherford de la «muerte» y lo envió a Aberdeen, ¿puede alguien imaginar que el Señor rehusaría la «vida», no dándola a nosotros? A causa de la prisión de Rutherford, es verdad que su predicación de Cristo a ciertas congregaciones fue silenciada por algún tiempo, pero fue sólo para dar lugar a un ministerio de Cristo que viene siendo desde entonces una bendición y aliento para las generaciones del pueblo de Dios. El propio Rutherford, en una carta a su compañero de sufrimiento, Robert Blair, lo expresó certeramente: «El sufrimiento es el otro lado de nuestro ministerio, claramente el más difícil».
Extractos de una gran obra
Por razones de espacio, a continuación publicaremos sólo algunos extractos de sus cartas. Invitamos a nuestros lectores a aproximarse a tan único y espiritual clásico cristiano, a través de una lectura lenta, meditativa y con mucha oración, para ser tocados y atraídos por el mismo Amado que se reveló a aquel pobre prisionero de Cristo. Para que, además, lleguen a estar en condiciones de decir con Rutherford: «¡Oh, si viésemos la belleza de Jesús y presintiésemos la fragancia de su amor, correríamos a través del fuego y del agua para estar con él!».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 31 • Enero - Febrero 2005
PORTADA
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G. Campbell Morgan demostró que Dios puede levantar a un gran maestro de la Biblia de un hombre sin un entrenamiento teológico formal.
El hombre de la Palabra
El inicio del siglo XIX produjo una gran riqueza de maestros de la Biblia que significó un nuevo giro en la recuperación del testimonio del Señor en la tierra. Entre ellos debe mencionarse a John Nelson Darby, William Kelly, George Muller, D. L. Moody, Hudson Taylor, Andrew Murray, y A. B. Simpson.
Luego, en el siglo XX, se agregaron otros tan notables como aquéllos: D. M. Panton, Jessie Penn Lewis, G. H. Lang, Evan Roberts, A. W. Tozer, Cyrus Scofield, T. Austin Sparks y Watchman Nee, que trajeron la obra del Señor a un nivel más alto. Es en este contexto que George Campbell Morgan tiene su lugar en la historia de la iglesia.
Semblanza
George Campbell Morgan nació el 9 de diciembre de 1863, en una granja de Tetbury, Gloucestershire, Inglaterra. Fue hijo de un piadoso ministro bautista de tradición puritana. Su casa trasuntaba verdadera piedad.
Morgan fue un niño enfermizo, incapaz de asistir a la escuela, por lo que tuvo que ser enseñado en casa. El resultado fue una sólida inclinación por el estudio que llevó durante toda su vida. Recluido en casa por largos períodos, solía entretenerse predicando a las muñecas de sus hermanas.
Cuando Morgan tenía 10 años de edad, el evangelista norteamericano D. L. Moody fue por primera vez a Inglaterra, y el efecto de su ministerio, más la dedicación de sus padres, dejó tal impresión en la vida del joven Morgan, que a los 13 años predicó su primer sermón. Dos años después, él ya predicaba regularmente en capillas rurales los domingos y festivos.
Sin embargo, a los 19 años, su mente se entrampó en las teorías del materialismo. Estudió filosofía, y mientras más leía, más preocupado se tornaba. Dejó su Biblia cerrada durante dos años en lo que él llamó el «eclipse» de su fe. Cuando llegó a los 21 años, estaba lleno de dudas. Entonces guardó con llave sus libros filosóficos en un armario, se compró una nueva Biblia y la leyó de principio a fin. Recordando esos años caóticos, Morgan escribió después: «La única esperanza para mí fue la Biblia... Dejé de leer libros sobre la Biblia y empecé a leer la Biblia misma. Allí vi la luz y fui devuelto al camino». Durante los siete años siguientes, él leyó sólo la Biblia, en total, más de 50 veces.
Entre 1883 y 1886, él enseñó en una escuela judía en Birmingham, de cuyo director, un rabino, aprendió a valorar la herencia de Israel.
Morgan trabajó con D. L. Moody y Sankey en su recorrido evangelístico por Gran Bretaña en 1883. En 1886, a los 23 años, dejó su profesión de maestro, y se consagró a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Pronto su reputación como predicador y expositor de la Biblia abarcó Inglaterra y se extendió a los Estados Unidos. Fue ordenado como ministro congrega-cional en 1890, habiendo sido rechazado dos años antes por el Ejército de Salvación y por los metodistas wesleyanos, en su sermón de prueba. ¡Esta parece ser la suerte de muchos hombres de Dios, ser reprobados por los hombres, para ser vindicados después por Dios mismo!
En 1896, D. L. Moody lo invitó a dar una conferencia a los estudiantes del Instituto Bíblico Moody, en Estados Unidos. Ésta fue la primera de sus 54 travesías por el Atlántico para ministrar la Palabra. Tras la muerte de Moody en 1899, Morgan asumió el cargo de director de la Conferencia Bíblica de Northfield, que aquél había dirigido por muchos años. Los miles de convertidos por el ministerio de Moody necesitaban un maestro de la Biblia para fortalecer y profundizar su fe. Campbell Morgan llegó a ser ese maestro.
El método de Morgan era orar, a menudo brevemente, y luego estudiar la Escritura misma –tomándola en su pleno contexto– antes de iniciar los comentarios. Él nunca usó la pluma para hacer ninguna anotación sobre alguno de los libros de la Biblia antes de leerlo por lo menos 50 veces. Esto daba a su trabajo una extraordinaria frescura e inspiración. Él rara vez citaba a otros maestros de la Biblia, ni dependía de la luz que otros recibieron. Sus exposiciones bíblicas aun hoy resultan tan motivadoras e inspi-radoras, que uno no puede sino maravillarse de la luz que Morgan recibió de la Palabra.
En 1904, Campbell Morgan asumió la dirección de la congregación de la famosa Capilla de Westminster, conocida como «el bastión del no-conformismo» en Londres. La congregación estaba de capa caída por ese tiempo, y añoraba los viejos y dorados tiempos de Samuel Martin, quien la había pastoreado entre los años 1842 y 1878. El profundo conocimiento bíblico, y la presencia imponente de Campbell Morgan, además de su correctísima dicción, le hicieron muy pronto conocido. La Capilla de Westminster revivió. Pronto instituyó una escuela bíblica nocturna los viernes, que más tarde llegó a ser la Escuela de Teología de la Capilla de Westminster.
Poco después, Morgan estableció la Conferencia Bíblica Mundesley, una versión inglesa de la Northfield de Moody, que reunía anualmente a eminentes ministros y obreros cristianos de varias corrientes denominacionales y países. Mundesley llegó a ser una parte vital de la Capilla de West-minster.
Tras un largo pastorado, se retiró en 1916, debido a una debilitadora enfermedad, convirtiéndose luego en un predicador itinerante. En 1919 y 1932 realizó amplias giras evangelísticas y de predicación en Estados Unidos. Muchos miles de personas le oyeron predicar en casi cada estado y en Canadá. Durante un año (1927-1928) sirvió en la facultad del Instituto Bíblico de Los Angeles, y durante un año (1930-1931) fue un expositor de la Biblia en la Universidad de Gordon de Teología y Misiones en Boston. Entre 1929 y 1932 fue pastor de la Iglesia del Tabernáculo Presbiteriano en Filadelfia, Pennsylvania.
El atractivo de Morgan era asombroso. A menudo cuando él hablaba, las muchedumbres eran tan grandes que era necesario el control policial.
F. B. Meyer cuenta que cierta vez él compartió el púlpito con Campbell Morgan en la Conferencia de Northfield, y que la gente llegaba en tropel a escuchar las brillantes exposiciones de éste sobre las Escrituras. Meyer confesaría después que al principio tuvo envidia, pero luego encontró un maravilloso remedio: «La única manera por la cual yo pude conquistar mis emociones fue orando por Morgan cada día».
Más tarde, en 1933, Morgan habría de reasumir el pastorado de Westminster hasta el año 1943. Su vida terrenal de testimonio y servicio concluyó en mayo de 1945.
Un rico legado para la Iglesia
Campbell Morgan fue, durante toda su vida, fiel a su vocación: «Sólo hay una cosa que quiero hacer y no puedo evitarlo: predicar», solía decir. Expositivo en sus sermones, siempre se ciñó al texto bíblico y a él apeló en primera y última instancia.
Fue, además, un prolífico pero profundo de libros, folletos, tratados y artículos. Entre sus libros publicados en inglés se destacan: «Las Parábolas del Reino», los once volúmenes del «Púlpito de Westminster», «La Biblia analizada», en diez volúmenes, y «Una Exposición Completa de la Biblia».
En español se han publicado: «Principios básicos de la vida cristiana», «Profetas menores», «El discipulado cristiano», «Las enseñanzas de Cristo», «El Espíritu de Dios», «Evangelismo»; «El ministerio de la predicación», «Pedro y la Iglesia», «La perfecta voluntad de Dios», «El plan de Dios para las edades», «Principios básicos de la vida cristiana», «Los triunfos de la fe», y «El último mensaje de Dios al hombre», por la editorial CLIE, de España; y «Las cartas de nuestro Señor», «Jesús responde a Job», «El corazón de Dios: Oseas», «Grandes capítulos de la Biblia» (dos volúmenes), «¡Me han defraudado!: Malaquías», «Las Crisis de Cristo» (dos volúmenes), por la Editorial Hebrón, de Argentina.
Aunque no pueda atribuirse a G. Campbell Morgan la apertura de grandes verdades bíblicas, como hicieron otros grandes siervos de Dios, él expuso la Biblia con luz fresca y con una expresión muy peculiar.
Gracias a su inspiradora y vigorosa predicación, Morgan atrajo a miles a amar la Biblia a través de sus mensajes, y sus libros de reflexiones bíblicas son populares entre los buscadores del Señor aún en nuestros días. Los escritos de Campbell Morgan tienen una profunda visión, son únicos e incomparables en expresividad. El Señor Jesús le dio una revelación especial para traer al pueblo de Dios a la comunión con Él, siendo nutrido e iluminado a través de un conocimiento espiritual de la Biblia.
¡Que Dios levante, en el tiempo que resta, muchos Morgan, para que la Iglesia sea purificada «en el lavamiento del agua por la Palabra» (Efesios 5:26)!
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.Una revista para todo cristiano • Nº 30 • Noviembre - Diciembre 2004
PORTADA
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Una semblanza de Charles Henry Mackintosh (C. H. M.) – el conocido maestro de las Sagradas Escrituras.
Un escriba docto en el reino de los cielos
Sobre Charles Henry Mackintosh –conocido mundialmente por sus iniciales C. H. M.– no se conoce mucho. De hecho, no lo suficiente como para redactar una biografía. Pero ¿por qué intentaremos reunir algunos de los escasos datos acerca de su vida? Por una razón muy simple: él fue uno de los más grandes maestros de la Palabra en la historia de la Iglesia.
Aunque su vida estuvo rodeada por todo un enrarecido ambiente de grandes controversias y pasiones por asuntos de doctrina, se puede percibir en ella una genuina pasión por Cristo, y un inclaudicable amor por la Palabra escrita. Sus escritos rezuman tanta luz y claridad que han servido para alumbrar muchos corazones en las generaciones que han sucedido.
Nacimiento y primeras experiencias
Charles Henry Mackintosh nació en octubre de 1820, en Glenmalure Barracks, condado de Wicklow, Irlanda. Su padre fue capitán del regimiento de Highlanders, y su madre fue hija de Lady Weldon, cuya familia se había establecido en Irlanda desde hacía mucho tiempo. Cuando tenía 18 años, el joven Mackintosh fue despertado espiritualmente a través de la lectura de cartas que le escribía su devota hermana después de su conversión. Obtuvo la paz con Dios a través de la cuidadosa lectura del artículo de J. N. Darby Las operaciones del Espíritu, aprendiendo de él que «lo que nos da la paz con Dios es la obra de Cristo por nosotros, y no la obra de Cristo en nosotros».
A los 19 años de edad dejó la iglesia Anglicana para unirse a los Hermanos, en Dublín, donde J. G. Bellet ministraba con gran acierto. Por este tiempo, leía mucho la Palabra y se dedicó con fervor a varios estudios. Cuando tenía 24 años, abrió una escuela privada en Westport, y se entregó con entusiasmo a su labor docente. Sin embargo, pese a su profesión, siempre consideró a Cristo como el centro de su vida, y el servicio para Cristo constituía su principal preocupación.
Nace un periódico cristiano
Por el año 1853, tras 9 años de labor docente, renunció a su tarea docente por temor a que ella suplantara su servicio para Cristo como interés principal, al cual entonces, con el sostén del Señor, consagró su vida y se dedicó por entero al ministerio de la Palabra, tanto escrito como público.
Poco tiempo después de ingresar al ministerio, se sintió guiado a iniciar un periódico de edificación cristiana, del que continuó siendo redactor y editor por 21 años: Things New and Old (Cosas Nuevas y Viejas, en referencia a Mateo 13:52), en el que aparecieron publicados la mayoría de sus escritos. Con su acostumbrada claridad y energía, declaró en parte de su presentación: «Somos responsables de hacer que la luz alumbre por todos los medios posibles; de hacer circular la verdad de Dios por todos los medios, ya a través de las palabras de la boca, ya por medio de papel y tinta; ya en público, ya en privado, «a la mañana y a la tarde»; «a tiempo y fuera de tiempo»; debemos «sembrar junto a todas las aguas». En una palabra, ya sea que consideremos la importancia de la verdad divina, el valor de las almas inmortales o el terrible progreso del error y del mal, somos imperativamente llamados a estar de pie y a actuar, en el nombre del Señor, bajo la guía de su Palabra y por la gracia de su Espíritu».
Aunque era un hombre de carácter, siempre vivía en una atmósfera de profunda devoción, manifestando un ferviente amor no sólo por los hermanos, sino también por las almas perdidas. Un espíritu afable y cortés le caracterizaba, lo que hacía que evitara los conflictos y controversias, en tanto le fuera posible.
Sin embargo, no siempre se vio libre de ellos. En una carta a J. A. Trench, expresa de la siguiente manera la absurda lógica de las disputas doctrinales: «El alboroto que se ha hecho sobre la doctrina es para mí muy humillante. La verdad, que ha sido corriente entre nosotros durante cincuenta años, se ha transformado hoy en una materia de disputa. Me recuerda a dos hombres que discuten sobre la forma de un globo –uno está dentro, y el otro fuera. El primero sostiene que es cóncavo, y el otro resueltamente afirma que es convexo: ellos no ven que, para sacar una conclusión legítima, deben cesar sus disputas, y considerar ambos lados».
Sus obras cumbres
En cuanto a su ministerio, no hay registro de su ministerio oral, pero, sin duda, son sus Notas sobre el Penta-teuco la obra que marcó más profundamente su servicio. Todavía gozan de gran popularidad no sólo en sus varias ediciones en inglés, sino en muchos otros idiomas a los cuales han sido traducidas y siguen traduciéndose. Se ha dicho que si bien J. N. Darby fue el autor más prolífico de los «hermanos», las obras de C. H. M. son las que mayor número de veces han salido de la imprenta.
Sus escritos han sido de gran influencia en el mundo entero. Miles de cartas de agradecimiento llegaban de todo el mundo por tanta ayuda recibida en la comprensión de las Escrituras a través de su ministerio escrito, y especialmente en la comprensión de los tipos de los cinco libros de Moisés. Del mundo evangélico, Dwight L. Moody y C. H. Spurgeon reconocieron muy especialmente la ayuda recibida por los libros de Mackintosh, los que siempre recomendaban muy encarecidamente. De sus notas al Pentateuco, Spurgeon dijo que eran «preciosas y edificantes, grandemente sugestivas, aunque con las peculiaridades de su grupo».
Las «Notas sobre el Pentateuco» en inglés, aparecieron publicadas en seis volúmenes, comenzando con el Génesis, de 334 páginas, y concluyendo con dos volúmenes sobre el Deuteronomio de más de 800 páginas. El prefacio a cada volumen de las «Notas» fue escrito por su amigo y colaborador Andrew Miller, de quien se dice que fue el que le animó a escribir sus «Notas» y quien financió en su mayor parte su publicación. Miller dijo respecto de estas «Notas», que «presentan de una forma sorpren-dentemente completa, clara y frecuente la absoluta ruina del hombre en pecado y el perfecto remedio de Dios en Cristo». Efectivamente, Mackintosh escribía en un estilo notablemente claro, muy distinto de J. N. Darby, el cual le dijo en cierta oportunidad: «Usted escribe para ser entendido, yo solamente pienso sobre el papel».
Otra serie muy conocida de C. H. Mackintosh, y que fue también numerosas veces reeditada, son los Miscellaneous Writings (Escritos misceláneos), cuya primera edición apareció en 1898 en seis volúmenes que sobrepasan las 2500 páginas, los cuales consisten en una selección de artículos que escribió para el periódico «Things New and Old» (hoy en día se publican en un solo volumen de 908 páginas de doble columna). Desde entonces, la demanda por esta colección de escritos no ha cesado y han sido reimpresos una y otra vez hasta hoy.
En los «Miscellaneous Writings» encontramos unos excelentes comentarios de Mackintosh sobre la evangelización. En el volumen cuatro leemos de su artículo «La gran comisión», sobre Lucas 24:44-49, lo siguiente:
«Nuestro divino Maestro llama a los pecadores a arrepentirse y creer al Evangelio. Algunos nos quieren hacer creer que es un error llamar a personas «muertas en delitos y pecados» a hacer algo. ‘¿Cómo’ –arguyen– ‘pueden aquellos que están muertos, arrepentirse? Ellos son incapaces de cualquier movimiento espiritual: deben recibir primero el poder, antes de arrepentirse y creer.’
«¿Qué contestamos a esto?: Simplemente que nuestro Señor sabe más que todos los teólogos del mundo qué es lo que debe ser predicado. Él sabe todo acerca de la condición del hombre: su culpa, su miseria, su muerte espiritual, su falta total de esperanza, su total incapacidad de producir siquiera un solo pensamiento recto, de pronunciar una sola palabra justa, de hacer siquiera un acto de justicia. Sin embargo, Él llama a los hombres a arrepentirse. Y esto nos basta. No debemos ocuparnos en tratar de reconciliar aparentes discrepancias. Puede parecernos difícil reconciliar la completa incapacidad del hombre con su responsabilidad delante de Dios; pero Dios es su propio intérprete, y él hará que estas cosas resulten claras. Nuestro feliz privilegio, y nuestro deber irrenunciable, es creer lo que él dice, y hacer lo que él dispone. He aquí la verdadera sabiduría, la que da como resultado una sólida paz… Nuestro Señor predicó el arrepentimiento, y él mandó a sus apóstoles a predicarlo; y ellos lo hicieron de manera perseverante».
En la paz de Dios
Los últimos cuatro años de su vida residió en Cheltenham. Cuando, debido a la debilidad de su cuerpo ya no tenía más capacidad para ministrar en público, Mackintosh continuó escribiendo.
El 3 de abril de 1896, apenas siete meses antes de que el Señor se lo llevara, escribió desde Cheltenham: «Aunque ya no tengo más fuerzas para mantenerme erguido frente a mi escritorio, siento que debo enviarle unas afectuosas líneas para notificarle sobre la recepción de su amable carta del día 21 de este mes. Estoy inválido desde hace un año, confinado a estas dos habitaciones. Sigo pobre y bajo los cuidados del médico, padeciendo bronquitis, fatiga, asfixia y gran debilidad en todo mi cuerpo. Pero todo es divinamente justo. El Señor de toda gracia ha estado conmigo y me ha permitido comprender, de una manera muy notoria, la preciosidad y el poder de todo lo que he estado hablando y escribiendo por alrededor de 53 años. ¡Bendito sea su Nombre! Sé que sabrá disculpar este tan pobre fragmento, pues ya no tengo la capacidad de escribir demasiado…»
Su primer tratado, escrito en 1843, había versado sobre «la paz con Dios». Su último artículo, escrito en 1896, pocos meses antes de su partida a la presencia del Señor, se tituló: «La paz de Dios». ¡Qué hermoso significado de madurez espiritual! Hace recordar al apóstol Juan escribiendo primero su evangelio sobre «el amor de Dios», y al final sus epístolas sobre «el Dios de amor». El docto escriba de los Hermanos –pero más que eso, de la Iglesia– estaba preparado para partir.
Durmió en paz en el Señor el 2 de noviembre de 1896. Cuatro días después, una gran compañía de hermanos de muchos lugares se reunió para su entierro en el cementerio de Cheltenham. Fue sepultado al lado de su amada esposa, en la llamada ‘parcela de los Hermanos de Plymouth’, donde yacen los restos de muchos hermanos de ambas corrientes, exclusiva y abierta.
El Dr. Walter T. P. Wolston, de Edimburgo, habló durante el entierro, acerca de Abraham, Génesis 25:8-10, y de Hebreos 8:10. Luego, al dispersarse, los hermanos cantaron el bello himno de Darby:
Luminosos y benditos lugares,
donde el pecado ya no tiene entrada;
que ven un espíritu anhelante
quitado de la tierra,
donde nosotros aún peregrinamos.
.Una revista para todo cristiano • Nº 28 • Julio - Agosto 2004
PORTADA
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James Hudson Taylor fue uno de los misioneros más ampliamente usados en la historia de China. Durante sus 51 años de servicio allí, su «Misión al Interior de China» congregó a unos 125.000 creyentes.
Un regalo de Dios para China
James Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832 en un hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley, Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase: «Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China». La fe del padre y las oraciones de la madre significaron mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.
Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15 años entró en un banco local y trabajó como empleado menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para trabajar en la tienda de su padre.
Conversión y llamamiento
Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde Hudson se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera. «Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después, sintió que Dios le llamaba para servir en China.
Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo– estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del griego, hebreo, y latín.
En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr. Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la escasez de médicos en China, así que se esmeró por aprender. En noviembre del año siguiente, tomó otra decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el gozo y la bendición que recibía mi alma».
La fe es probada
Sin embargo, por este tiempo Hudson Taylor tuvo una dolorosa experiencia. Desde hacía dos años conocía a una joven maestra de música, de rostro dulce y melodiosa voz. Él había alentado la esperanza de un idílico y feliz matrimonio con ella. Pero ahora ella se alejaba. Viendo que nada podía disuadir a su amigo de sus propósitos misioneros, ella le dijo que no estaba dispuesta a ir a China. Hudson Taylor quedó completamente quebrado y humillado. Por unos días sintió que vacilaba en su propósito, pero el amor de Dios lo sostuvo. Años más tarde diría: «Nunca he hecho sacrificio alguno». No habían faltado los sacrificios, es verdad, pero él llegó a convencerse de que el renunciar a algo para Dios era inevitablemente recibir mucho más. «Un gozo indecible todo el día y todos los días, fue mi feliz experiencia. Dios, mi Dios, era una Persona luminosa y real. Lo único que me correspondía a mí era prestarle mi servicio gozoso».
Entre tanto, la carga por la evangelización de China se hacía cada vez más fuerte en su corazón. A su madre le escribía: «La tarea misionera es la más noble a que podamos dedicarnos. Ciertamente no podemos ser insensibles a los lazos humanos, pero ¿no debemos regocijarnos cuando hay algo a lo que podemos renunciar por el Salvador? ¡Oh, mamá, no te puedo decir cómo anhelo ser misionero... Piensa, madre mía, en los doce millones de almas en China que cada año pasan a la eternidad sin Aquel que murió por mí!... ¿Crees que debo ir cuando haya ahorrado suficiente para el viaje? Me parece que no puedo seguir viviendo si no se hace algo por China».
Pero había algunas consideraciones –aparte del dinero para el viaje– que aún lo detenían. Él sabía que en China no tendría ningún apoyo humano, sino sólo Dios. No dudaba que Dios no fallaría, pero ¿y si su fe fallaba? Sentía que debía aprender, antes de salir de Inglaterra, «a mover a los hombres, por medio de Dios, sólo por la oración». Así que decidió ejercitar su fe, y estar así preparado para lo que vendría. Muy pronto encontró la manera de hacerlo.
Su patrón le había pedido que le recordara cuándo era el tiempo en que debía pagarle su sueldo trimestral, pero él se propuso no recordárselo, sino orar para que Dios lo hiciera. De esa manera vería la mano de Dios moverse en respuesta a su oración. Pero al llegar la fecha, el patrón lo olvidó. Como aún le quedaba una pequeña moneda, y no tenía mayor necesidad, siguió orando sin decirle nada a su patrón. Ese domingo un hombre muy pobre fue a buscarlo porque su esposa agonizaba. Allí comprobó que esa familia con cinco niños tristes, y la madre con un bebé de tres días en sus brazos, se moría de hambre.
En su corazón él deseaba haber tenido su moneda convertida en sencillo para darle algo, sin quedar en blanco. Para el día siguiente, él mismo no tenía qué comer. Mientras intentaba alentar a la familia, su corazón le reprochaba su hipocresía e incredulidad. Les hablaba de un Padre amoroso que cuidaría de ellos, pero no creía que ese mismo Padre pudiera cuidar de él, si es que entregaba todo su dinero. Su oración le pareció falsa y vacía. Cuando ya se retiraba, el hombre le rogó: «Ya ve usted la situación en que estamos, señor. Si puede ayudarnos, ¡por amor de Dios hágalo!» Entonces Hudson sintió que el Señor le recordaba las palabras: «Al que te pida, dale». Así que, obedeciendo con temor, metió la mano en el bolsillo y le dio su única moneda. «Recuerdo bien que esa noche, al regresar a mi cuarto, el corazón lo sentía tan liviano como el bolsillo. Las calles desiertas y oscuras retumbaban con un himno de alabanza que no pude contener.»
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo último que le quedaba, le llegó una carta. Venía sin remitente y sin mensaje. En ella sólo venía un par de guantes de cabritilla. Y en uno de ellos había una moneda ¡de cuatro veces el valor de la que había regalado! Esa moneda lo salvó de la emergencia, y le enseñó una lección que nunca olvidaría. Sin embargo, el doctor seguía sin recordar su compromiso, así que siguió orando. Pasaron quince días, pero nada.
Desde luego, no era la falta de dinero lo que más lo mortificaba, pues podía obtenerlo con sólo pedirlo. El asunto era: ¿Estaba en condiciones de ir a China o su falta de fe le sería un estorbo? Y ahora surgía un nuevo elemento de preocupación. El sábado por la noche debía pagar el arriendo de su pieza, y no tenía dinero. Además, la dueña de la pieza era una mujer muy necesitada. El sábado en la tarde, poco antes de terminar la jornada semanal, el doctor le preguntó: «Taylor, ¿es ya el tiempo de pagarle su sueldo?». Él le contestó, con emoción y gratitud al Señor, que hacía algunos días ya había vencido el plazo. El médico le dijo: «Ah, qué lastima que no me lo recordara. Esta misma tarde mandé todo el dinero al banco. Si no, le hubiera pagado en seguida.»
Muy turbado, esa tarde Hudson tuvo que buscar refugio en el Señor para recuperar la paz. Esa noche, se quedó solo en la oficina, preparando la palabra que debería compartir al día siguiente. Esperaba que el llegar esa noche a su cuarto, ya la señora estuviese acostada, así no tendría que darle explicaciones. Tal vez el lunes el Señor le supliera para cumplir su compromiso.
Era poco más de las diez de la noche, y estaba por apagar la luz e irse, cuando llegó el médico. Le pidió el libro de cuentas, y le dijo que, extrañamente, un paciente de los más ricos había venido a pagarle. El doctor anotó el pago en el libro y estaba por salir, cuando se volvió y, entregando a Hudson algunos de los billetes que acababa de recibir, le dijo: «Ahora que se me ocurre, Taylor, llévese algunos de estos billetes. No tengo sencillo, pero le daré el saldo la próxima semana».
Esa noche, antes de irse, Hudson Taylor se retiró a la pequeña oficina para alabar al Señor con el corazón rebosante. Por fin, supo que estaba en condiciones para ir a China.
El sueño comienza a cumplirse
En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó como estudiante de medicina en uno de los grandes hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios, se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la propagación del evangelio, que él mismo había abrazado tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más adelante. Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de 1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir. Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo partir. Allí en la nave, era el único pasajero. Fue un viaje tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea. El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854, tras seis largos meses de navegación. ¡El viaje normalmente tomaba cuarenta días!
Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que encontró a su arribo. La revolución había comenzado a degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos. «No conocían mucho del espíritu cristiano y no manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking, en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde fue acogido por el doctor Lockhart. A su alrededor había miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo 1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.
En parte para explorar lugares de futura residencia y también para evitar los senderos de los nacionalistas, Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco. Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y distribuyó libros. A veces, las personas huían de él, o le lanzaban barro y piedras. Su aspecto occidental, cómico y carente de dignidad para los chinos, distraía continuamente a las audiencias. Esto le llevó a tomar una decisión radical, que habría de hacerle acepto a los chinos, pero casi abominable a los ingleses: Se vistió a la usanza china, con la cabeza rasurada por el frente y con el cabello de la parte posterior tomado en una larga trenza. Desde ese día, pudo realizar la obra con mayor eficacia.
En octubre de 1855 dejó Shanghai para ir a Tsungming, una gran isla en la desembocadura del Yangtze, con más de un millón de habitantes y ningún misionero. Allí fue muy bien recibido por la gente, en parte por sus labores médicas. Sintió que ése sería un buen lugar para establecerse y volvió a Shanghai para reabastecerse de medicamentos, recolectar cartas y proveerse con ropa de invierno. Sin embargo, las autoridades le ordenaron abandonar Tsungming, pues los doctores locales se quejaron porque estaban perdiendo su negocio a causa del doctor extranjero. Además, según los acuerdos binacionales, los extranjeros sólo podían morar en los puertos, y no en el interior del país. Estas seis semanas en la isla fueron su primera experiencia en el «interior».
En este tiempo, Hudson Taylor habría de hallar un motivo de mucho gozo y compañerismo cristiano. Conoció a William Burns, un evangelista escocés, con quien congenió en seguida, pese a la disparidad de sus edades. Burns era un hombre muy eficaz en la Palabra y de mucha oración. Durante siete meses trabajaron juntos con mucho provecho. Pronto, Burns se dio cuenta que su compañero lograba un mayor acercamiento a la gente, así que él también decidió rasurarse y vestirse como ellos.
En febrero de 1856, ambos fueron llamados a Swatow, 1.500 kilómetros al sur. Tras 4 meses de servicio allí, y pese a las muchas dificultades, Dios bendijo su trabajo, así que pensaron establecerse en ese lugar. Burns pidió a Taylor que fuese a Shanghai a buscar su equipo médico, que les era de gran necesidad. Cuando éste llegó encontró que casi todos sus suministros médicos habían sido destruidos accidentalmente en un incendio. Entonces vino la penosa noticia de que Burns había sido arrestado por las autoridades chinas y enviado hasta Cantón, y que a él se le prohibía regresar a Swatow. «Esos meses felices fueron de inexpresable gozo y consuelo para mí. Nunca tuve un padre espiritual como el Sr. Burns. Nunca había conocido una comunión tan segura y tan feliz. Su amor por la Palabra era una dicha, y su vida santa y reverente, y su constante comunión con Dios hicieron que su compañerismo satisficiera las ansias más profundas de mi ser».
Poco después, Swatow estuvo en el ojo del huracán, a causa de la guerra anglo-china, por lo que Hudson Taylor pudo comprobar que todas las circunstancias son ordenadas por Dios para favorecer a los que le aman.
Taylor decidió quedarse en Ning-po, donde el doctor Parker había establecido un hospital y un dispensario farmacéutico. Por ese tiempo, Hudson Taylor había quedado casi en la indigencia. Le habían robado su catre de campaña, ropa, dos relojes, instrumentos quirúrgicos, su concer-tina, la fotografía de su hermana Amelia y una Biblia que le había dado su madre. Además, la CES estaba en bancarrota. Había tenido que conseguir dinero para pagar a sus misioneros, así que Hudson se vio impelido a renunciar, por motivos de conciencia. «Para mí era muy clara la enseñanza de la Palabra de Dios «No debáis a nada nada»... Lo que era incorrecto para un solo cristiano, ¿no lo era también para una asociación de cristianos?... Yo no podía concebir que Dios era pobre, que le faltaban recursos, o que estaba renuente a suplir la necesidad de cualquier obra que fuera suya. A mí me parecía que, si faltaban los fondos para una determinada obra, entonces hasta allí, en esa situación, o en ese tiempo, no podría ser la obra de Dios». El paso de fe de renunciar al sueldo de la Sociedad, lo llenó de gratitud y gozo. Desde entonces, confiaría solamente en Dios para su sustento.
Noviazgo y matrimonio
En Ningpo, una nueva familia, los Jones, había llegado y la comunidad misionera era ferviente en espíritu. Una vez a la semana ellos cenaban en la escuela dirigida por la Srta. Mary Ann Aldersey, una dama inglesa de 60 años, reputada por ser la primera mujer misionera en China. Ella tenía dos jóvenes ayudantes, Burella y María, hijas de Samuel Dyer, uno de los primeros misioneros en China.
El día de Navidad de 1856, el grupo misionero tuvo una celebración donde comenzó una amistad entre Hudson y María. Esta joven era muy agraciada y simpática, además de una ferviente cristiana. Muy pronto compartieron los mismos anhelos y aspiraciones de santidad, de servicio y acercamiento a Dios, y aun la indumentaria oriental que llevaba Taylor. Taylor tuvo que cumplir una importante misión en Shanghai, pero le escribió a María pidiéndole formalizar un compromiso. Obligada por la Srta. Aldersey –que menospreciaba al joven– María se negó.
Ante esto, ambos se abocaron a la obra del Señor, y oraron. Más tarde, al comprobar que el sentimiento mutuo persistía, decidieron pedir la autorización al tutor de ella, que vivía en Londres. Tras cuatro largos meses de espera, llegó la respuesta favorable. El tutor se había enterado en Londres de que Hudson Taylor era un misionero muy promisorio. Todos los que le conocían daban buen testimonio de él. Así, con todo a favor, decidieron comprometerse públicamente en noviembre de 1857. En enero de 1859, poco después de que María cumpliera los 21 años, se casaron y se establecieron en Ningpo. «Dios ha sido tan bueno con nosotros. En realidad, ha contestado nuestras oraciones y ha tomado nuestro lugar en contra de los fuertes. ¡Oh, que podamos andar más cerca de él y servirle con mayor fidelidad!».
El trabajo en el grupo continuó. John Jones fue el pastor, María dirigió la escuela de niños mientras el pequeño grupo de Taylor en Ningpo continuó la obra misionera en la gran ciudad inconversa. Por este tiempo se convirtió un chino, presidente de una sociedad idólatra, que gastaba mucho tiempo y dinero en el servicio de sus dioses. Luego de escuchar la Palabra por primera vez dijo: «Por mucho tiempo he estado en busca de la verdad, sin encontrarla. He viajado por todas partes, y no he podido hallarla. No he podido encontrar descanso en el confucianismo, el budismo ni en el taoísmo. Pero ahora sí he encontrado reposo para mi alma en lo que hemos oído esta noche. De ahora en adelante soy creyente en Jesús». En seguida fue un fiel testigo de Cristo entre sus antiguos compañeros.
Un día le preguntó a Taylor: «¿Cuánto tiempo han tenido las Buenas Nuevas en su país?». «Algunos centenares de años», le respondió Hudson algo vacilante. «¿Cómo dice? ¿Centenares de años? Mi padre buscaba la verdad y murió sin conocerla. ¡Ah! ¿Por qué no vino antes?». Ese fue un momento doloroso para Hudson Taylor, que jamás pudo borrar de su conciencia, y que profundizó en él su ansia de llevar a Cristo a aquellos que aún podían recibirlo.
El tratado de Tientsin, en 1860, dio nuevas libertades a los misioneros. Por fin se había abierto la puerta de entrada a las provincias del interior. Por ese tiempo, el doctor Parker tuvo que dejar sus labores en el hospital y en dispensario que dirigía, y Hudson Taylor se vio constreñido a tomar también esa responsabilidad. Los nuevos creyentes chinos se ofrecieron para colaborar y, contra todo lo humanamente esperado, la atención mejoró, los recursos no faltaron, y aun se comenzó a respirar en el ambiente la vida de Cristo. En los nueve meses siguientes hubo 16 pacientes bautizados, y otros 30 se incorporaban a la iglesia.
Un paréntesis necesario
Sin embargo, la salud de Taylor se quebrantó gravemente, tanto, que un descanso parecía ser su única esperanza de vivir. Así que dejaron Shanghai, llegando a Inglaterra en noviembre, 1860, siete años después de que él había partido para China. Vivieron en Bayswater, donde nació su primer hijo varón, Herbert, en abril de 1861 (Grace había nacido el año anterior). Comprendiendo que no podría volver tan pronto, Hudson emprendió varias tareas. Primero, la revisión del Nuevo Testamento de Ningpo, por petición de la Sociedad Bíblica. Luego, la reanudación de sus estudios de medicina. La atención, a la distancia, de la obra en Ningpo, y la realización de reuniones con juntas misioneras denominacionales, instándoles a asumir la evangelización del interior de China. Esta última tarea era la que más le urgía; sin embargo, aunque por todas partes lo escuchaban con simpatía, pronto quedó de manifiesto que ninguna de ellas estaba dispuesta a asumir la responsabilidad por tan grande empresa.
Por petición del redactor de una revista denominacional, Hudson comenzó a escribir una serie de artículos para despertar el interés en la Misión en Ningpo, el que más tarde se transformó en un libro. Con el mapa de China en una pared de su pieza, Hudson oraba y soñaba con una evangelización a fondo por todas las provincias de ese gran país. La oración llegó a ser la única forma en que pudo aliviar la carga de su alma.
Poco a poco, empezó a brillar una luz en su espíritu. Ya que todas las puertas se cerraban, tal vez Dios quería usarlo a él para contestar sus propias oraciones. ¿Qué pasaría si él buscara sus propios obreros, y fuera con ellos? Pero su fe también parecía flaquear ante tamaña empresa. Por el estudio de la Palabra aprendió que lo que se necesitaba no era un llamamiento emocional para conseguir apoyo, sino la oración fervorosa a Dios para que él enviara obreros. El plan apostólico no era conseguir primero los medios, sino ir y hacer la obra, confiando en Dios.
Sin embargo, sentía que su fe aún no llegaba a ese punto. Pronto la convicción de su propia culpabilidad se agudizó más y más, hasta llegar a enfermar. Pero he aquí que Hudson Taylor tuvo una experiencia que habría de cambiar la historia.
Un día, un amigo le invitó a Brighton para pasar unos días junto al mar. El domingo fue a la reunión de la iglesia, pero el ver a la hermandad que, despreocupada, se gozaba en las bendiciones del Señor, no lo pudo soportar. Le pareció oír al Señor hablarle de las «otras ovejas» allá en China, por cuyas almas nadie se interesaba. Sabía que el camino era pedir los obreros al Señor. Pero una vez que Dios los enviase, ¿estaba él en condiciones de guiarlos y hacerse cargo de ellos? Salió apresuradamente para la playa, y se puso a caminar por la arena.
Allí Dios venció su incredulidad y él se entregó enteramente a Dios para ese ministerio. «Le dije que toda responsabilidad en cuanto a los resultados y consecuencias tendría que descansar en Él; que como siervo suyo a mí me correspondía solamente obedecerle y seguirle; a Él le tocaba dirigir, cuidar y cuidarme a mí y a aquellos que vendrían a colaborar conmigo. ¿Debo decir que en seguida la paz inundó mi corazón?»
Allí mismo le pidió a Dios 24 obreros, dos para cada una de las provincias que no tenían misionero, y dos para Mongolia. Escribió la petición en el margen de la Biblia que llevaba y regresó a casa, lleno de paz.
Muy pronto Dios habría de comenzar a ordenar el escenario para contestar esta petición.
(Continuará)
.Una revista para todo cristiano • Nº 29 • Septiembre - Octubre 2004
PORTADA
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James Hudson Taylor fue uno de los misioneros más ampliamente usados en la historia de China. Durante sus 51 años de servicio allí, su «Misión al Interior de China» llevó 849 misioneros al servicio y entrenó a unos 700 obreros chinos. He aquí la 2ª parte, y final, de su vida.
Un regalo de Dios para China (2ª Parte)
Resumen de la Primera Parte
Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832, en Inglaterra. A los 17 años de edad entregó su vida al Señor y sintió el llamado a servir como misionero en China. Tras una esforzada y solitaria preparación, viajó a ese país, donde sirvió en la Sociedad para la Evangelización de China. Allí realiza numerosos viajes evangelísticos, se casa con María Dyer, y asume la dirección de un Hospital. Sin embargo, tras siete años de servicio, y debido a su excesivo trabajo, su salud se deteriora, así que tiene que viajar de vuelta a Inglaterra. En su país se ocupa en la revisión del Nuevo Testamento Ningpo, de completar sus estudios de medicina, y de instar a las juntas misioneras denominacionales a asumir la evangelización del interior de China. Sin embargo, ninguna estaba en condiciones de acometer tan grande tarea.
Debido a esto, Hudson Taylor se sumió en una profunda crisis emocional. Mientras trataba de recuperarse en Brighton, junto al mar, finalmente decide ponerse en las manos del Señor para asumir él mismo el desafío, para lo cual le solicita 24 obreros, dos para cada provincia china y para Mongolia. Hudson Taylor tenía 33 años.
Nace la Misión al Interior de China
Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a llenarse de candidatos. La publicación del libro «La necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin embargo, las peculiaridades de la nueva Misión (denominada «Misión al Interior de China») alejaba a muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las necesidades estaban cubiertas.
El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios, llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow. Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal hacia el interior.
Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller. Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes, muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia. Las contribuciones de Müller durante los años siguientes alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente por el sustento de sus propios huerfanitos!
La gran experiencia espiritual
En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan anhelada. ¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto, Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson Taylor», pág. 74).
Pruebas y expansión
Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio de una época muy agitada en la vida de China –la matanza de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias, Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el consuelo procedente de sus experiencias espirituales.
«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las Escrituras con tanta claridad: ‘Cualquiera que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás’. Veinte veces al día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él: ‘¡Señor, tú prometiste!’ Me prometiste que jamás tendría sed otra vez’ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.
La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí, en los próximos quince meses, organizó un Consejo de apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador, escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».
Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que se necesitaban.
Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.
Nuevos sueños
Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.
Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!
Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.
Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».
Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!
Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos. «Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».
El desbordamiento
En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.
Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala. En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente, seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la Misión se esparció por todo el interior del país según era el deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!
En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody, desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de Estados Unidos y Canadá.
Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que ahora se extendía por todos los confines de la tierra.
Un carácter transformado
El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».
La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.
En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.
Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.
Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».
Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 27 • Mayo - Junio 2004
PORTADA
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Semblanza de George Müller, el conocido hombre de oración alemán, que hizo una portentosa obra para Dios entre los huérfanos en Inglaterra.
Padre de huérfanos
Abigail era la hija más pequeña de una pareja de padres que temían a Dios. Su primera oración infantil fue dicha en las rodillas de George Müller, el gran hombre de fe del siglo XIX. Un día, la pequeña, que tenía sólo 3 años de edad, le dijo: «Me gustaría que Dios respondiese mis oraciones de la misma forma que responde las suyas». «Él responderá», fue la respuesta inmediata de Müller. Tomando a la pequeña en su regazo él repitió la promesa de Dios: «Todo cuanto pidieres en oración, creed que lo recibisteis, y lo recibiréis». «Ahora, Abbie, ¿qué es lo que deseas pedir a Dios?». «Yo quiero lana», dijo ella. Entonces él, juntando las manos en actitud de oración, dijo: «Ahora, repite lo que yo voy a decir: «Por favor, Dios, manda lana para Abbie» – «Por favor, Dios, manda lana para Abbie», repitió la niña, y saltando, corrió para jugar, perfectamente satisfecha. De repente ella volvió, y, subiendo a sus rodillas, dijo: «Por favor, Dios, manda en colores variados».
Al día siguiente ella se llenó de gozo y alegría al recibir una caja que vino por el correo, con una gran cantidad de ovillos de lana de colores variados. Su profesora, que estaba fuera realizando una visita, encontró los ovillos de lana y pensó que a su alumna podrían gustarles.
Primeros años
George Müller fue uno de los mayores hombres de oración de toda la historia. Andrew Murray escribió sobre él: «Del mismo modo que Dios colocó al apóstol Pablo como un ejemplo en su vida de oración para los cristianos de todos los tiempos, así también puso a George Müller, en tiempos más recientes, como una prueba para Su iglesia, de que él continúa respondiendo siempre la oración, en forma literal y maravillosa».
Nació en Alemania en el año 1805, y su juventud estuvo marcada por la maldad y el despilfarro. De niño tuvo una fuerte inclinación por el engaño y el robo, razón por la cual llegó a estar encarcelado durante veinticinco días.
En noviembre de 1825 conoció al Señor en una sencilla reunión en una casa, a la cual, sorprendentemente, se hizo invitar por un amigo cristiano. Desde entonces comienza a manifestarse un profundo vuelco en su manera de ser y de vivir, aunque no sin severas pruebas y fracasos. Su padre quería hacerle pastor luterano, pero él quería hacerse misionero. Cinco veces se ofreció para enrolarse, pero cada vez hubo obstáculos en el camino, permitidos por el Señor. Finalmente solicitó su admisión en la «Sociedad Londinense para la Evangelización de los Judíos». Fue aceptado, y se trasladó a Londres en marzo de 1829, aunque nunca llegó a ejercer allí.
Por ese tiempo había comenzado un despertar entre muchos creyentes, quienes a la luz del Nuevo Testamento habían decidido separarse de los sistemas denominacionales y reunirse en sencillez solamente como hijos de Dios. Este fue el principio de lo que se conoció más tarde como el movimiento de los «Hermanos de Plymouth». En Inglaterra, George Müller conoció a A. N. Groves y Henry Craik, que tuvieron una gran influencia en su vida.
Su «segunda conversión»
En julio de 1829, cuatro años después de su conversión, mientras estaba en el pueblo de Teignmouth reponiéndose de una enfermedad, George Müller tuvo una experiencia espiritual que nunca olvidaría. Allí escuchó a alguien predicar. He aquí su testimonio: «Aunque no me hubiese agradado del todo lo que habló, pude ver una gravedad y solemnidad en él, diferente de los demás. A través de este hermano, el Señor me concedió una gran gracia, por la cual tengo motivos para engrandecerle por toda la eternidad. Dios comenzó a mostrarme que sólo la Palabra de Dios debe ser nuestra regla de juicio en las cosas espirituales; que ella sólo puede ser explicada por el Espíritu Santo, y que en nuestros días, igual que en los primeros tiempos, él es el Maestro de su pueblo. Yo no comprendía experimentalmente el oficio del Espíritu Santo hasta esa época. No había visto que el Espíritu Santo, solo, nos puede enseñar respecto de nuestro estado natural, mostrarnos nuestra necesidad del Salvador, habilitarnos a creer en Cristo, explicarnos las Escrituras, ayudarnos a predicar, etc.»
«Entender este punto en particular fue, en principio, lo que tuvo un gran efecto sobre mí, pues el Señor me habilitó para ponerlo en práctica, dejando de lado comentarios, y casi todos los otros libros, y simplemente leer la Palabra de Dios y estudiarla. El resultado de eso, fue que la primera noche en que me encerré en mi cuarto para entregarme a la oración y a la meditación de las Escrituras, aprendí en pocas horas más de lo que había aprendido durante los últimos meses. Pero la mayor diferencia fue que recibí fuerza verdadera en mi alma, al hacerlo de aquella manera».1
«A más de eso, agradó al Señor conducirme a observar un patrón de devoción más alto que el que había tenido anteriormente. Me condujo, en parte, a ver lo que es mi gloria en este mundo, también a ser pobre y despreciable con Cristo. Regresé a Londres mucho mejor de mi cuerpo. En cuanto a mi alma, el cambio fue tan grande, que fue como una segunda conversión».
Al año siguiente, George Müller decidió establecerse en Teignmouth, donde fue invitado a hacerse cargo de una pequeña congregación. Habiendo visto la necesidad de depender enteramente de Dios para su mantenimiento, renunció al pequeño sueldo que recibía. Ese mismo año contrae matrimonio con Mary Groves, hermana de A. N. Groves. Juntos se aventuran a una vida de fe, vendiendo las propiedades que tenían, para depender enteramente de Dios.
La obra en Bristol
Dos años más tarde, Henry Craik recibió una invitación para ir a Bristol a celebrar reuniones, y éste invitó a George Müller para que le ayudara. La predicación fue tan bien recibida, que los hermanos les invitaron para que se fueran a vivir a Bristol. Así el Señor conducía las cosas para lo que habría de ser el mayor servicio en la vida de Müller. La obra allí en Bristol experimentó un extraordinario crecimiento. En un ambiente de fe sencilla y celo fervoroso, ajeno a las tradiciones humanas y a la mundanalidad, estos dos ministros se ejercitaron en la fe para un servicio posterior de más amplias dimensiones.
En 1834 fundaron la Institución de Conocimientos Escriturales con el fin de fundar escuelas, distribuir las Escrituras y apoyar los esfuerzos misioneros.
Pero la obra magna fue la que Müller realizó entre los huérfanos. Influido por la biografía de A. H. Francke, de Alemania, y corroborado por su propia experiencia de haber vivido dos meses en la Casa de Huérfanos de Halle, le vino al corazón el procurar hacer algo por los niños hambrientos y harapientos de Bristol. Una experiencia muy triste vivida en una de las escuelas de la institución, y la dirección que le daba la Palabra del Salmo 81: 10, «...abre tu boca que yo la llenaré», apuraron la realización de ese anhelo.
Así fue como en diciembre de 1835, luego de someter el proyecto a un grupo de hermanos, se concretó la idea, arrendándose una casa para atender a un grupo de niñas. Al año siguiente se arrendó una segunda casa para niños pequeños, y una tercera para niños más grandes. Los primeros colaboradores en esta obra ofrecieron incluso sus muebles personales y su servicio gratuito.
George Müller pensaba que si él, siendo un hombre pobre, y sin pedir nada a nadie sino a Dios, podía conseguir los medios suficientes para abrir y mantener una casa de huérfanos, habría un testimonio concreto de que Dios contesta las oraciones de su pueblo. Debido a la demanda de cupos, pronto se hizo evidente que sería necesario tener casas propias, construidas expresamente para tal propósito.
Como respuesta a la oración, desde el 10 de diciembre de1845, se empezaron a suceder los donativos. Así fue como pronto se compraron los terrenos –a un precio muy rebajado– y se comenzó la construcción. El 18 de junio de 1849, los trescientos niños que a esa fecha eran atendidos, se fueron a su nueva casa, ubicada en el distrito de Ashley Down. Ocho años después, en noviembre de 1857, se inauguró la segunda casa, para la recepción de cuatrocientos huérfanos más. Pero eso no fue todo. En marzo de 1862 se abrió la tercera, con capacidad para cuatrocientos cincuenta niños. En noviembre de 1868 se inauguró la cuarta, y en enero de 1870, la quinta. En total, los cinco edificios tenían una capacidad para más de 2.000 niños y niñas. No se trataba de construcciones livianas, levantadas como de emergencia, sino de piedra, muy sólidas, que fueron capaces de sortear el paso de los años.
Veinticinco años pasaron entre la construcción de la primera y la última casa, lo cual demuestra que no fue obra de un solo impulso generoso, ni de precipitación, sino de paciente espera en Dios, venciendo los obstáculos y allanando las dificultades por medio de la oración.
Un botón de muestra
La fe de George Müller y de sus colaboradores tuvo muchas ocasiones de ser probada en el orfanato. ¡Cómo no, si vivían por fe día tras día! Entre las variadas experiencias vividas, hay algunas que no pueden dejar de mencionarse.
Cierta vez no había nada para ofrecer a los niños al desayuno. Los niños se sentaron en torno a las mesas como de costumbre. Allí estaban los platos y los jarros, pero no había nada en ellos. Entonces Müller dijo: «Daremos gracias a Dios por lo que vamos a recibir». No bien habían terminado de orar, cuando sonó un aldabazo en la puerta. Un lechero mayorista había tenido un accidente, rompiéndose una de las ruedas de su vagón, frente a la puerta del orfanato, por lo cual había entendido que debía entregar la leche a los niños. Mientras descargaban la leche, llegaron unos carritos de la panadería más selecta de Bristol, con un mensaje que decía que toda la hornada de pan de la noche anterior, por cierto descuido, no tenía la hermosa presentación de costumbre, así que la donaban a los niños. Así fue cómo, con muy poco retraso, los niños recibieron aquel día su desayuno ¡y en abundancia!
Algunas veces le preguntaban a Müller: «¿Por qué no toman el pan a crédito? Ya que el orfanato es obra del Señor, ¿no pueden ustedes confiar en él que provea los medios necesarios para pagar la cuenta al fin del trimestre?». Parecía una buena pregunta, pero Müller tenía una mejor respuesta para ella: «Dios no sólo suplirá lo necesario, sino que lo hará en el tiempo preciso: ¿Por qué confiar en Dios para el fin del trimestre y no confiar en él AHORA? Además, apoyarse en un crédito no significa en ninguna manera el fortalecimiento de la fe; y todavía más, la palabra dice: «No debáis a nadie nada». Aceptar crédito para los alimentos sería negar el objeto fundamental de las casas de huérfanos, que es mostrar delante de todo el mundo y delante de la iglesia entera, que aun en estos días malos, el Dios vivo está pronto para ayudar, consolar y socorrer en respuesta a las oraciones de los que en él confían. No necesitamos apartarnos de él para seguir a nuestros semejantes o recurrir a los métodos del mundo».
Un retrato doméstico
Para ser mejor conocido, George Müller necesitaba ser visto en su vida doméstica simple y diaria. A. T. Pierson, en su libro «George Müller de Bristol» relata así: «Fue mi privilegio encontrarlo frecuentemente en el departamento Nº 3, que era el suyo, en el orfanato. Su cuarto era de tamaño medio, bien ordenado, pero modestamente amueblado, con mesa y sillas, sofá, escritorio, etc. Su Biblia casi siempre estaba abierta como un libro del cual él hacía continuamente uso.
Su aspecto era alto y delgado, siempre vestido con buen gusto, y muy erguido, sus pasos eran firmes y fuertes. Su semblante, en reposo, podría haber sido considerado como severo, si no fuese por la sonrisa que tan habitualmente iluminaba sus ojos y se movía en sus facciones, y que dejó sus impresiones en las líneas de su rostro. Su estilo era de simple cortesía y dignidad espontánea: nadie en su presencia se sentiría como insignificante, y había sobre él un cierto aire de autoridad y majestad indescriptible que hacía recordar la de un príncipe y, sin embargo, mezclado con todo esto, había una simplicidad muy similar a la de un niño, que incluso hacía que ellos se sintieran cómodos con él. En su hablar nunca perdió el acento extranjero, y siempre hablaba con articulación lenta y medida, como si una doble guardia estuviese colocada en la puerta de sus labios. Con él, ese miembro indomable, la lengua, era domesticada por el Espíritu Santo y él tenía aquella marca que Santiago llama de un «varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo».
Aquellos que lo conocieron sólo un poco y lo vieron sólo en sus momentos serios, podrían haberlo considerado destituido de esa cualidad peculiarmente humana, el humor. Su hábito era la sobriedad, pero él gustaba de un chiste que fuese libre de toda mancha de impureza y que no poseyera alguna ofensa a otros. Para aquellos que conocía mejor y amaba, él mostró su verdadero yo, en sus arranques jocosos – como cuando en Ilfracombe, escalando con su esposa y unos amigos los cerros que daban vista al mar, él caminó un poco adelante y se sentó a descansar, y entonces, cuando ellos recién se habían sentado, se levantó y calmadamente dijo: «Muy bien, ya tuvimos un buen descanso, prosigamos».
Ninguna cosa era estimada por él como insignificante e indigna de ser presentada al Señor. Su amigo más antiguo, Robert C. Chapman, de Barnstaple, contó al escritor el siguiente y sencillo incidente: En sus primeros años de su amor a Cristo, visitando a un amigo y viendo que arreglaba su pluma (de escribir), le dijo: Hermano H..., ¿usted ora a Dios cuando arregla su pluma? La respuesta fue: Sería bueno si yo lo hiciese, pero no puedo decir que lo hago». El hermano Müller respondió: «Yo siempre oro, y así arreglo mi pluma mucho mejor».
El servicio a Dios era para él una pasión. En el mes de mayo de 1897, él fue persuadido de tomarse en Huntly un pequeño descanso de su constante servicio diario en el orfanato. En la tarde que llegó dijo: «¿Qué oportunidad hay aquí para trabajar para el Señor?» Cuando se le dijo que él acababa de salir del trabajo continuo y que aquel era un tiempo para descansar, respondió que, estando ahora libre de sus labores habituales, él sentía que debería estar ocupado de alguna otra forma en servir al Señor, para glorificar a aquel quien era su objetivo en la vida. Entonces se organizaron reuniones y él predicó tanto en Huntly como en Teignmouth.
Un viejo sueño cumplido
Cuando George Müller tenía 70 años de edad, el Señor le concedió el deseo que había albergado en su juventud de ser misionero, y con creces. El 26 de marzo de 1875 emprendió la primera de varias giras por el mundo. El orfanato lo había dejado en buenas manos, las de su yerno James Wright y su hija Lydia. En total realizó doce extensas giras entre sus 70 y sus 87 años de edad, comenzando por Inglaterra, siguiendo por Europa, América, Asia Menor (incluyendo Palestina), Rusia, Australia y el lejano Oriente. Se calcula que durante esos diecisiete años dirigió la palabra a más de tres millones de personas, habiendo hablado entre cinco mil y seis mil veces. Recorrió 42 países, cubriendo más de 320.000 kilómetros y ejerciendo una influencia imposible de estimar. 2
En sus viajes misioneros, George Müller mostró una gran firmeza en cuanto a las verdades que había aprendido en sus estudios de las Escrituras, pero también una actitud de generosidad para todos los que se mostraban sinceros creyentes en el Señor Jesús. No se resignaba a aceptar las divisiones hechas por los hombres, ni tampoco quería ocupar un terreno sectario. De acuerdo con los principios apostólicos, reconocía como «hermanos» a todos los salvados por la fe en Jesucristo, no aceptando nombres denominacionales. Él pensaba que la unidad de la iglesia se obtiene por el reconocimiento del nombre del Señor como suficiente. «Cristianos», «santos», «hermanos», «discípulos», son nombres aplicables por igual a todos los que han experimentado el poder regenerador del Espíritu Santo. Así pues, en sus relaciones con los demás cristianos era firme en sus convicciones acerca de la verdad, pero amoroso para con los que no habían recibido la misma luz que él.
Arthur T. Pierson recuerda una conversación que tuvo con George Müller aprovechando una de las giras de éste por Estados Unidos. Por aquel tiempo, A. T. Pierson sustentaba el punto de vista de que el evangelio debe primero promover la salvación de toda la raza humana y solamente entonces el Señor volverá para reinar. Esto lo expuso a Müller, y lo hizo con habilidad. Éste lo oyó en silencio, en su postura acostumbrada, con los ojos vueltos hacia el piso y las manos entre las rodillas. Al final del argumento él dijo: «Querido hermano, oí todo lo que usted acaba de decir sobre el asunto. Hay solamente un error: no tiene base en la Palabra de Dios». Entonces abrió la Biblia y durante dos horas mostró lo que la Palabra de Dios enseña, y continuó el asunto por diez días. Fue un acontecimiento definitivo en el ministerio de A. T. Pierson.
G. H. Lang, en su autobiografía, recuerda haber oído a George Müller en una Conferencia de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Habló una hora y quince minutos. Esto fue lo que escribió después: «Aunque tenía 92 años, él permaneció firme y erguido e hizo un resumen, con voz muy clara, de sus 70 años de servicio a Dios. Sin usar notas, presentó hechos y datos exactos sobre la obra de asistencia a los orfanatos, distribución de folletos y Biblias, así como de sus viajes por el mundo. El número de huérfanos atendidos, de libros distribuidos, de países visitados, de dinero recibido, hasta el menor centavo en cada cuenta – todo fue relatado; y la gran exposición fue coronada con las memorables palabras: «Dios todavía está vivo, y hoy, como hace millares de años atrás, él oye las oraciones de sus hijos, y ayuda a quienes confían en él».
La notable preservación de su salud y fuerza en la vejez, la atribuía Müller, bajo la providencia de Dios, a tres cosas: (1) El hábito de mantener una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres. (2) El amor que sentía por las Sagradas Escrituras y el poder recuperativo que ejercían en todo su ser. (3) El contentamiento de espíritu que tenía en el Señor y en su obra (encontrándose así aliviado de toda ansiedad y afán, con su consiguiente desgaste físico y nervioso), en todos sus trabajos y responsabilidades.
Una obra portentosa
Quien leyese el informe financiero anual del trabajo de George Müller, descubriría que había un donador anónimo, que se identificaba como «un siervo del Señor Jesús que procura depositar tesoros en el cielo por el amor constreñidor de Cristo». El donador no era otro que el propio Müller. El total de sus ingresos personales ascendió a 93.000 libras esterlinas, de las cuales ofrendó para la obra 81.490 libras, 18 chelines y 8 peniques (unos cuatrocientos mil dólares) ¡Más del 87 % del total! Él afirmó: «Mi objetivo nunca fue cuánto yo iría a conseguir, sino cuánto yo iría a dar». En el momento de su partida tenía apenas 169 libras, 9 chelines y 6 peniques (Unos 850 dólares). De esta pequeña cantidad, cerca de 100 libras (500 dólares) era el avalúo de sus libros y muebles, y había solamente 60 libras en dinero (300 dólares), que estaban esperando para ser donados.
El orfanato, de 5.200 m2, levantado por George Müller es un gran monumento a la fe sencilla en la Palabra de Dios. Cuando Dios puso en su corazón el deseo de construirlos, él poseía apenas 2 chelines (medio dólar). Sin permitir que nadie supliese sus necesidades, excepto Dios, fueron enviadas a él cerca de un millón cuatrocientas mil libras esterlinas (unos siete millones de dólares), para la construcción y mantenimiento de aquellas casas. Durante todos los años, desde la llegada del primer huérfano, el Señor envió el alimento a su debido tiempo. Gracias a eso, ellos jamás quedaron sin siquiera una comida por falta de provisión.
A más de esto, a la fecha de su muerte, unas 122.000 personas habían sido enseñadas en las escuelas sostenidas por los recursos financieros que el Señor le había confiado; y cerca de 282.000 Biblias y 1.500.000 Nuevos Testamentos habían sido distribuidos. Pero todavía más: 112 millones de libros cristianos, panfletos y folletos habían circulado; misioneros de todas partes del mundo habían sido auxiliados; y nada menos de 10.000 huérfanos habían recibido cuidados, gracias a la misma provisión. ¿Cómo George Müller hizo eso? Sin ningún apoyo mundial, sin solicitar ayuda a nadie; sin contraer deudas; sin comisiones, suscripciones o membresías, sino solamente por la fe en el Señor.
George Müller afirmó que él creía que el Señor le había dado más de 30.000 almas en respuesta a la oración. Y esto, no sólo entre los huérfanos, sino también muchos otros por los cuales él había orado fielmente todos los días, en la fe que ellos podrían ser salvos. En uno de esos casos, él oró por dos amigos durante más de 62 años, tres meses cinco días y dos horas. Cuando le preguntaron si esperaba que aquellos dos amigos fuesen salvos, él respondió: «Definitivamente, ¿usted piensa que Dios dejaría de lado una oración de más de 60 años hecha por uno de sus pequeños, sin importarle? Poco tiempo después de la muerte de Müller, aquellos dos amigos fueron salvos.
El miércoles 10 de marzo de 1898, a los 93 años de edad, George Müller partió para estar con el Señor.
Perfil de un carácter notable
Según Arthur T. Pierson, tres cualidades o características resaltan de manera bastante notable en George Müller: la verdad, la fe y el amor.
«La verdad es un centro sobre el cual se refleja la franqueza, la sinceridad, la transparencia y la simplicidad propias de un niño. La verdad es la piedra angular por excelencia, pues sin ella nada más es verdadero, genuino y real.»
«Desde la hora de su conversión, su autenticidad fue en aumento. De hecho, había en él una escrupulosa exactitud que, a veces, parecía innecesaria. Más de alguien sonreía de la precisión matemática con la cual él relataba los hechos (en su Diario), dando los años, días y horas desde que fue traído al conocimiento de Dios, o desde que comenzó a orar por algún asunto concedido, y las libras, chelines, peniques, medio-peniques, e incluso cuartos de penique que formaban la suma total gastada para un determinado propósito. Vemos la misma exactitud escrupulosa en la repetición de las afirmaciones, sean de principios o de ocurrencias, que encontramos en su Diario, y en las cuales frecuentemente no hay ni siquiera la inexactitud de una palabra. Sin embargo, todo esto tiene un significado. Inspira absoluta confianza en el registro de los negocios del Señor.»
«La fe era la segunda de las características centrales de George Müller, y era únicamente el producto de la gracia. Él hallaba en la Palabra del Señor, en su bendito libro, una nueva palabra de promesa para cada nueva crisis de prueba o de necesidad; él colocaba su dedo sobre el texto y entonces miraba a Dios y decía: «Tú dijiste. Yo creo». Persuadido de la verdad infalible de Dios, él descansaba en Su palabra con fe resuelta y, consecuentemente, él quedaba en paz».
«Si George Müller tenía alguna gran misión, esa no era fundar una institución de fama mundial, de forma alguna, aunque fuera útil en distribuir Biblias, libros o folletos, o en dar un hogar y alimentar a millares de huérfanos, o en fundar escuelas cristianas y auxiliar obreros misioneros. Su principal misión era enseñar a los hombres que es seguro creer en la Palabra de Dios, descansar implícitamente sobre lo que sea que Él haya dicho y obedecer explícitamente lo que sea que Él haya mandado: esa oración ofrecida en fe, confiando en Su promesa y en la intercesión de Su querido Hijo, nunca es ofrecida en vano; y que la vida vivida por la fe es un andar con Dios, al lado afuera de las propias puertas del cielo.»
«El amor, la tercera de esa trinidad de gracias, era el otro gran secreto y lección de esta vida. ¿Y qué es el amor? No meramente un afecto complaciente por aquello que es amable, lo que es, frecuentemente, un medio-egoísmo deleitándose en la asociación y en la comunión de aquellos que nos aman. Amor es el principio de altruismo: el amor «no busca lo suyo propio»; es la preferencia de la satisfacción y del provecho del otro, por encima de lo nuestro, y, por eso, es ejercitado en dirección a lo ingrato y desagradable, para que él pueda elevarlos a un nivel más alto. Tal amor es benevolencia, en vez de complacencia, y asimismo él es «de Dios», pues él ama al ingrato y al malo.»
«Tal es la autonegación del amor. George Müller escogió la pobreza voluntaria para que otros pudiesen ser ricos, y la pérdida voluntaria para que otros pudiesen ganar. Su vida fue un largo esfuerzo por bendecir a otros, para ser el canal de llevar la verdad, el amor y la gracia de Dios a ellos.»
«A menos que el sacrificio voluntario de amor sea tomado en cuenta, la vida de George Müller todavía permanecerá en el enigma. Lealtad a la verdad, obediencia a la fe, sacrificio de amor forman la llave triple que abre para nosotros las cámaras cerradas de aquella vida.
Alguien le preguntó cuál era el secreto de su obra. Él dijo: «Hubo un día en que yo morí, morí completamente»; y, tal como él dijo, él se curvó más y más bajo hasta que casi tocó el piso – «morí para George Müller, sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad – morí para el mundo, su aprobación o censura – morí para la aprobación o censura incluso de mis hermanos y amigos – y desde entonces he intentado solamente mostrarme aprobado delante de Dios».
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1 Ver, en «Aguas Vivas» Nº 25, pp.58-60, un fragmento de su autobiografía donde desarrolla más ampliamente esta experiencia con la Palabra de Dios.
2 Un precioso episodio de fe vivido en uno de sus viajes misioneros puede leerse en «Aguas Vivas» Nº 9, p.29.
.Una revista para todo cristiano • Nº 26 • Marzo - Abril 2004
PORTADA
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La preciosa ofrenda de la vida de Juan Huss por causa del testimonio de Dios.
El graznido del ganso de Bohemia
Uno de los precursores de la gran reforma del siglo XVI fue un joven profesor checo llamado Juan Huss. Su vida y su muerte fueron una poderosa antorcha que alumbró en las tinieblas, y que anunció la luz más brillante que habría de manifestarse un siglo más tarde.
Juan Huss nació el año 1370. Era originario de Hussenitz, aldea del sur de Bohemia, de la cual tomó su nombre. Se le conoció primero como Juan de Hussenitz, y más tarde simplemente como Juan Huss.
Hijo de un campesino pobre que murió tempranamente, fue criado con mucho esfuerzo por su madre. Su piedad y fervor religioso se manifestaron en él desde su infancia, pues participó como monaguillo y cantó en el coro de la iglesia. Las lecturas piadosas le apasionaban. Cierta noche que leía la vida de san Lorenzo cerca de la chimenea, acercó su mano al fuego para probar hasta dónde sería capaz de soportar los tormentos que Lorenzo había sufrido. ¡Como si anunciase tempranamente la forma en que había de glorificar a Dios!
Fue también un joven brillante. Pese a la adversidad que le rodeaba, logró llegar a la Universidad de Praga, en la capital del país. Una vez allí, no sólo fue buen alumno, sino también un buen profesor. Pero más que eso: al poco tiempo fue elegido decano de la Facultad de Filosofía, y luego rector de la Universidad, cuando tenía sólo 31 años de edad. Huss tenía una personalidad muy atractiva, mezcla de inteligencia, seriedad y osadía, que se destacaba entre sus colegas.
Por este tiempo fue nombrado predicador de la capilla “Belén”, un hecho que tiene ribetes muy interesantes. Esta capilla había sido construida por dos laicos, con el expreso deseo de que en ella se predicase la Palabra de Dios al pueblo en lengua común. Cuando estuvo construida, ellos pensaron que nadie mejor que Huss debía predicar en ella.
La luz llega en un libro
Poco después ocurrió un hecho que sería decisivo para el resto de su vida: llegaron a sus manos unos libros de Juan Wicliffe, un predicador inglés muy popular en ese tiempo. En un principio, los libros le desconcertaron, pero luego los apreció hasta convertirse en su admirador. Juan Wicliffe reivindicaba con vehemencia la autoridad de las Sagradas Escrituras, al tiempo que denunciaba la corrupción que había en los ambientes religiosos. Su predicación poderosa y sus libros llenos de luz habían llenado de gozo al pueblo, pero habían suscitado también mucho revuelo.
Cuando la luz de la verdad resplandeció en el corazón de Juan Huss, comenzó a predicar en esa misma dirección. Inevitablemente, se granjeó la odiosidad de los religiosos. Aunque el pueblo le escuchaba de buena gana.
Así como Wicliffe había remecido Inglaterra, Juan Huss habría de remecer a Bohemia.
Cuando la autoridad religiosa vio que la luz reformista comenzaba a tomar fuerza, emitió un decreto para intentar suprimir el esparcimiento de los escritos de Wicliffe, sabiendo que esa era la causa de aquel estropicio. Sin embargo, esto surtió un efecto totalmente inesperado porque toda la Universidad se unió a Huss para propagarlos.
Más tarde se le prohibió predicar. Eso no bastó, sin embargo, para callarle, debido al apoyo popular, y al hecho de que la capilla Belén era de propiedad privada. Pronto otros habrían de imitarle, recorriendo los pueblos y aldeas predicando al aire libre.
Poco después fue excomulgado por negarse a ir a Roma. Esto trajo algunas reacciones muy comprensibles para la época: El rey le quitó su apoyo y le desterró de Praga. La misma ciudad, por prestarle apoyo, fue anatemizada.
Ante esto, algunos seguidores le abandonaron, pero otros le siguieron hasta su destierro en su ciudad natal. Muchos acudían a oírle por curiosidad, tal era la popularidad que había alcanzado el “hereje”. Las muchedumbres se maravillaban de que un hombre tan modesto, tan serio y piadoso fuese considerado como un demonio.
Desde su destierro escribía a sus amados feligreses de “Belén” hermosas cartas llenas de ternura y espiritualidad: “Sabed, queridos míos, que si me he separado de vosotros ha sido para seguir el precepto de nuestro Señor Jesucristo, para no dar a los malos ocasión de incurrir en una condenación eterna y para liberar a los buenos de aflicciones ... Pero yo no os he abandonado para renegar de la verdad divina, por la cual, con la asistencia de Dios, deseo morir”. En esos días dio a luz numerosos libros que ayudaron a esparcir la verdad.
El concilio de Constanza
Sin embargo, se acercaba el día en que no sólo habría de predicar con sus palabras, sino con su vida toda.
En noviembre del año 1414, la iglesia de Roma convocó a un Concilio en la ciudad de Constanza, Alemania. Huss fue llamado a comparecer ante él. Contando con el aval del rey y del emperador, sus amigos le dejaron partir. El viaje fue apoteósico. Las cortesías e incluso la reverencia con que Huss se encontró por el camino eran inimaginables. Por las calles que pasaba, e incluso por las carreteras, se apiñaba la gente para expresarle su afecto.
Llegó a Constanza en medio de grandes aclamaciones – casi se puede decir que tuvo una entrada triunfal. Al igual que aquella otorgada a su Maestro algunos siglos anteriores, ésta también habría de ser la antesala de un día muy oscuro para él. No dejaba de asombrarle el trato que se le dispensaba. «Pensaba yo que era un proscrito. Ahora veo que mis peores enemigos están en Bohemia.» La ciudad de Constanza estaba conmovida.
La iglesia de Roma atravesaba en esos días por uno de sus peores momentos, así que las deliberaciones del Concilio le obligaron a una larga espera. Entre tanto, fue llamado a declarar ante el Papa, que estaba también en la ciudad. Allí, en el palacio papal se le tomó preso, al negarle toda validez al salvoconducto del emperador, aduciéndose que Huss, siendo un “hereje”, no tenía derechos.
Hasta ese día había estado alojado en una casa particular, donde había disfrutado de una relativa tranquilidad. Podía dedicarse con reposo a la lectura y la oración, pero todo eso terminó porque ahora fue encerrado en el calabozo de un convento, cerca del cual pasaba una cloaca pestilente. A los pocos días cayó aquejado de una feroz fiebre. Un amigo noble –Juan de Chlum– intentó ayudarle ante el emperador, pero las órdenes de éste no fueron acatadas. La autoridad religiosa tenía más poder que la autoridad secular.
Sin embargo, detrás de toda esta terrible escena puede verse una Mano maestra que conducía todas las cosas, para dar a la posteridad un ejemplo que imitar, para consolar los corazones oprimidos y para abrir nuevos caminos de libertad. Un hombre era conducido por el camino de la cruz –aunque no con mucha luz todavía– y éste se dejaba llevar dócilmente, tomado de la mano de su Maestro.
Al igual que su Señor, Huss tuvo también un traidor. Uno de sus antiguos amigos encabezó la confabulación de quienes procuraban cazarle y exponerle ante los miembros del concilio.
Durante el encierro experimentó toda clase de privaciones que le trajeron mucho dolor, pero que también suavizaron su carácter impetuoso. En esos días escribía a uno de sus amigos: “Es ahora cuando aprendo a repetir los acentos de los salmos, a orar, a contemplar los sufrimientos de Cristo. En medio de las tribulaciones comprendemos mejor la Palabra de Dios.” Entre tanto, los delegados del concilio intentaban afanosamente quebrantar su voluntad, obteniendo una retractación antes de que éste compareciera a declarar. Ellos temían que Huss hiciera uso de la palabra, tanto como las tinieblas temen a la luz.
Luz en la cárcel
Durante su larga permanencia en la cárcel –pues luego fue trasladado, para mayor seguridad, al castillo de Gotleben– la indignación que en otro tiempo solía subir a su corazón cuando era víctima de alguna injusticia, se había trocado en dulzura y humildad. Esta humildad y resignación le ganaron las simpatías hasta de sus mismos carceleros, quienes acudían a pedirle instrucción y consejo. A petición de ellos escribió algunos tratados, como: “Los diez mandamientos”, “La oración dominical”, “El matrimonio”, “Los tres enemigos del hombre” y “Del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo”. En las portadas de los tratados puso los nombres de los carceleros a cuya petición los había escrito.
Las cartas escritas por Huss en sus últimos días en la prisión son una de las páginas más heroicas y espirituales de la literatura cristiana. En ella invita a sus amigos a permanecer firmes en sus convicciones y a no buscar vengar su muerte, que ya veía como inminente.
Si le asaltaba algún temor en vista del suplicio con que le amenazaban, tomaba su Biblia y hallaba consuelo en las promesas de Dios. El ejemplo de aquellos que habían sido fieles hasta la muerte le infundía aliento.
Escribía en una de sus cartas: “Hallo consuelo en estas palabras del Salvador: “Bienaventurados sois cuando os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”.
Testimonio ante los hombres
A los nueve meses de estar prisionero, la vida divina que bullía en su interior estaba ya madura para su gloriosa manifestación. Así pues, le llevaron ante el concilio. Trajeron algunos de sus libros y le dijeron si los reconocía como suyos. Luego de examinarlos, dijo:
– Míos son, y si alguno de vosotros me hace ver en ellos alguna proposición errónea, la rectificaré con la mejor voluntad.
Empezó la lectura y acusación. Huss quiso responder, pero apenas había dicho una palabra, se levantaron de todas partes clamores tan confusos que fue imposible hacerse oír. Cuando se apaciguó el tumulto, Huss hizo una cita del evangelio, pero le interrumpieron de nuevo. Unos le acusaban, otros se burlaban. Él guardó silencio.
– Ved –decían– cómo calla; claro es que ha enseñado estas herejías.
A lo que él respondió:
– Esperaba aquí otro recibimiento; creí que sería escuchado. No puedo dominar tanto ruido, pero si me escucharan, hablaría.
Ese primer día no fue posible seguir la sesión, así que se solicitó que al día siguiente estuviera presente el emperador.
Al día siguiente, ante el emperador, dijo:
– Excelentísimo Príncipe: No he venido aquí con la intención de sostener nada tercamente. Si me enseñan cualquier cosa demostrándome ser mejor y más santa que lo que yo he enseñado, estoy pronto a retractarme.
Pero como nadie estuvo dispuesto a emprender semejante demostración, se dio por terminada la sesión.
En la tercera sesión le presentaron 26 artículos que declararon contrarios al dogma de la Iglesia. Huss reconoció como auténticamente suyos 21 de ellos, y dio algunas explicaciones que no satisficieron al concilio. El emperador lo amenazó con la hoguera, pero Huss contestó que él se atenía a la sentencia de Jesucristo, el Juez Todopoderoso, quien no le juzgaría por falsos testimonios.
El emperador era uno de los más interesados en obtener la retractación de Huss, a causa del salvoconducto que le había otorgado, pero todo fue en vano. Ni súplicas, ni seducciones, ni amenazas pudieron conmover al valiente testigo de Cristo. El Señor, en su misericordia, hizo que a través de él la luz brillase en ese lugar, pero ellos no pudieron verla.
El día final
El 6 de julio de 1415 fue llevado por última vez al concilio, y como no aceptase retractarse, le humillaron, desnudándole de sus vestidos sacerdotales. Luego le rasparon con una navaja las yemas de los dedos, y en lugar de la tonsura le pusieron en la cabeza una corona piramidal de papel en la que habían pintado unos diablos espantosos con la inscripción: “El heresiarca”.
Molestos, los prelados le dijeron en latín: “Entregamos tu alma al diablo”. Sin embargo, Huss entregó su alma a Dios, agregando:
– Yo llevo con alegría esta corona de oprobio por amor del que por mí la llevó de espinas.
Marchó al suplicio seguido de los príncipes, escoltado por ochocientos hombres armados y rodeado de una muchedumbre.
Al pasar delante del palacio episcopal, vio una gran hoguera en la que se quemaban sus libros. Huss sólo sonrió.
El ganso es sacrificado
Al llegar al lugar, Huss se arrodilló y repitió algunos salmos. El sacerdote destinado a confesarlo le dijo que abjurara de sus errores, a lo que Huss respondió:
– No me siento culpable de ningún pecado mortal y, pronto a comparecer ante Dios, no compraré la absolución sacerdotal con un perjurio.
Quiso hablar al pueblo en alemán, pero no se le permitió.
Mientras oraba con los ojos alzados al cielo pidiendo el perdón de sus enemigos, se le cayó la corona de papel, pero los soldados la recogieron y se la volvieron a poner, diciendo que debía ser quemado con los diablos a quienes había servido.
Clavaron en tierra una gran estaca a la cual le amarraron con una cadena, y como por casualidad estaba con la cara vuelta al oriente, algunos exigieron que, por ser hereje, le volviesen hacia el occidente. Lo cual hicieron. Al verse así amarrado dijo, sonriente:
– Mi Señor Jesús fue atado con una cadena más dura que ésta por mi causa, ¿por qué debería avergonzarme de ésta tan oxidada?
El elector palatino le invitó por última vez a retractarse, pero él respondió:
– Tomo a Dios por testigo de que nunca he enseñado herejía. Mis discursos y mis escritos han sido hechos con el único fin de arrancar las almas de la tiranía del pecado. Por esto sellaré alegremente hoy con mi sangre la verdad que he enseñado, escrito y publicado y que está confirmada en la Ley divina y por los santos padres.
Luego le dijo al verdugo:
– Vas a asar un ganso (“huss” significa ganso en lengua bohemia), pero dentro de un siglo te encontrarás con un cisne que no podrás ni asar ni hervir”. Estas palabras fueron una profecía que se cumplió en Martín Lutero, quien apareció al cabo de unos cien años, y en cuyo escudo de armas figuraba un cisne.
Al encenderse la hoguera, Huss exclamó:
– Jesús, Hijo del Dios viviente, ten misericordia de mí.
Cuando el fuego ya ardía, una mujer, en un arrebato de fanatismo, se acercó a echar un brazado de leña. Ante lo cual, Huss se limitó a decir, con compasión:
– ¡Santa sencillez!
Luego se puso a cantar un himno con voz tan fuerte y tan alegre, que se oía a través del crepitar de la leña y del fragor de la multitud. Era el graznido del ganso, un canto muy dulce que ha llegado hasta hoy.
El calendario indicaba el 6 de julio de 1415. Juan Huss tenía apenas 45 años.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 25 • Enero - Febrero 2004
PORTADA
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Robert Chapman es un ejemplo de cómo el amor de Cristo puede encarnarse en un hombre.
Un verdadero hermano
Cuando Robert Cleaver Chapman nació, en 1803, su padre, Thomas, era un rico comerciante que residía en Elsinor, Dinamarca. Allí creció, en una enorme familia rodeada de riqueza y lujo. Pocos, entre aquellos que lucharon con Robert Chapman en sus últimos años, suponían que este hombre humilde, que frecuentemente necesitaba depender del Señor para su próxima comida, podría venir de una infancia opulenta.
Cuando aún era niño, la familia regresó a Inglaterra, donde su padre le buscó una buena escuela inglesa, en Yorkshire. Allí reveló, particularmente, un amor por la literatura y el don para escribir.
A principios de 1818, Robert dejó Yorkshire, trasladándose a Londres, a fin de estudiar Derecho.
Pasaron cinco años de estudio e intenso trabajo práctico con largas horas en el despacho, que eran seguidas por horas de perseverante lectura en su cuarto. Su aplicación persistente –un hábito que nunca lo dejó a través de su larga vida– marcó sus estudios, y, al final, en 1823, él fue admitido como Procurador de la Corte de Causas Civiles y Procurador de la Corte del Tribunal Superior de Justicia. Todos le auguraban un futuro brillante.
En esa época, él tenía ideas definidas sobre religión. Había leído la Biblia cuidadosamente y se convenció de que ella era la Palabra inspirada de Dios. Con todo, la real naturaleza del evangelio no había resplandecido aún sobre su alma. Su aspiración era guardar la ley y hallar salvación a través de las buenas obras.
Pero llegó el día en que le invadió la desesperanza de obtener la aprobación de Dios por ese medio. Aquellos no fueron años felices, a pesar de la popularidad de que disfrutaba. No tenía paz alguna, ninguna satisfacción en la senda de la justicia propia. Sin embargo, él no estaba dispuesto a considerar cuidadosamente el evangelio. “Yo abracé mis cadenas”, decía él. “No oía, ni podía oír la voz de Jesús”.
Pero vino la convicción de pecado. Él vio que pese a su respetabilidad exterior, había por dentro un corazón corrupto. “Mi copa”, decía él, “era amarga con mi culpa y con el fruto de mis actos; estaba hastiado del mundo, odiándolo con aborrecimiento de espíritu, aunque fuese incapaz de lanzarlo fuera”.
Conversión y primeras experiencias
Estando en esa condición, cierta vez fue invitado para oír al predicador James Harrington Evans. Ese día Chapman vio desmoronarse hasta el polvo su bello edificio de buenas obras. Entonces vio y abrazó la provisión de Dios. Años después, escribiendo sobre su conversión, y con palabras casi poéticas, dice: “En el tiempo más propicio, Tú me hablaste, diciendo: ‘Este es el reposo; dad reposo al cansado; y este es el refrigerio’ (Isaías 28:12). Y cuán dulces eran tus palabras: ‘Ten buen ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados’ (Mateo 9:2). ¡Cuán preciosa es la visión del Cordero de Dios! Y cuán glorioso es el manto de justicia, ocultando de los ojos santos de mi Juez todo mi pecado y corrupción”.
Regresó a casa con una nueva alegría y con una profunda seguridad en su corazón. De allí en adelante, abandonó todo intento de agradar a Dios por los esfuerzos de la carne, entendiendo que “por la ley ninguno se justifica para con Dios” (Gálatas 3:11). En su despacho, no se avergonzaba de hablar de su Salvador y decidió que, tan pronto como fuese posible, testificaría públicamente del poder salvador de Cristo. Y así, poco tiempo después, se colocó en el púlpito con Evans y abiertamente confesó a Cristo.
En muy poco tiempo Chapman le pidió a Evans ser bautizado. “¿No quiere usted esperar un poco y considerar el asunto?”, dijo el prudente pastor. “¡Me apresuré y no me retardé en guardar tus mandamientos!” (Salmos 119:60), exclamó el joven. Esa respuesta impresionó de tal manera a Evans que le llevó inmediatamente al bautismo.
Era evidente para Chapman que no podría continuar con el modo de vida y las amistades del mundo. Abandonó de inmediato toda mundana-lidad, y se negó a “manipular” sus convicciones del Evangelio para retener la buena voluntad de los ricos y connotados pecadores. Dejó de ser invitado a muchas de las casas importantes donde su ex–religión de obras había sido considerada inofensiva y aceptable. Su testimonio sobre su conversión y sobre la sangre de Cristo causaba resentimientos aun entre su propia familia. En sus “Meditaciones”, dice: “El vituperio de la cruz no cesó; tan pronto le conocí y lo confesé, llegué a ser un extraño para los hijos de Agar, que procrean sólo para la esclavitud, del cual yo era hijo por naturaleza. Tu amor me arrancó del camino mundano, no importa si perverso o sincero; me torné en una ofensa para aquellos que abandoné, aun los de mi propia carne y sangre. ¿Y por qué ellos se airaban? Porque, al tomar mi cruz, me volví un testimonio contra ellos, gloriándome sólo en Ti, y considerando que todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición”.
Fue un período difícil. En varias direcciones encontró una decidida y amarga oposición. Sin embargo, en vez de entregarse a argumentos carnales y perder la paciencia, él dejaba a sus oponentes con las Escrituras y el Espíritu de Dios y se volvía al Señor para recibir fuerza y alegría.
La influencia de James Evans sobre Chapman fue muy grande. Chapman estaba impresionado por el profundo amor que Evans demostraba hacia los débiles y desviados dentro del rebaño de Dios. No había aspereza alguna o condenación precipitada en la disciplina aplicada en su congregación. Una fuerte amistad floreció entre el joven abogado y el experimentado predicador. Posteriormente, Chapman confesó que, en aquellos primeros días, él tenía muchas luchas con su viejo orgullo. Los que le oían hablar sobre eso en sus últimos años, quedaban atónitos, pues el orgullo era algo que parecía no existir en su naturaleza. ¡Cuán completa es la victoria que Cristo da!
Pasaron tres años, y Chapman alcanzó mucho éxito en su profesión. Su tiempo libre lo ocupaba en el trabajo en los barrios más humildes. Ese deseo ardiente por el bienestar espiritual y material de los pobres lo acompañó el resto de su vida. Siempre consideró como la marca de la verdadera obra de Cristo, que “a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:5).
Llamado al ministerio
Chapman tomaba conciencia de un llamamiento divino para la obra a tiempo completo. Con todo, sus amigos tenían dudas a ese respecto. Ellos le decían francamente qué él era pobre como predicador y en aquella época tenían toda la razón. Sin embargo, estaban convencidos de su santidad de vida y de su devoción al evangelismo personal.
Meses de espera en Dios lo convencieron de que debería abdicar de su riqueza personal y renunciar a todo para dedicar todo su tiempo a la obra de Dios. Chapman recibió una invitación de los miembros de la Capilla Bautista Ortodoxa Ebenezer, en Barnstaple, para ser su pastor. Creyendo que eso era del Señor, dejó Londres para residir en Barnstaple. Muchos de sus conocidos en Londres anticiparon un fracaso. Su respuesta fue: “Hay muchos que predican a Cristo, pero no muchos que vivan a Cristo; mi gran aspiración será vivir a Cristo”.
Si bien Chapman no se constituyó en una figura notable en el púlpito al inicio de su ministerio en Barnstaple, ciertamente causó impacto en los corazones de la gente, por su incansable visitación y trabajo individual. Día a día, él recorría de arriba abajo las estrechas calles de la ciudad, y siempre que se ofrecía una oportunidad, estaba en la capilla, dirigiendo un culto o conversando con los presentes sobre las cosas de Dios.
Cuando Chapman entraba y salía de esas casas, su corazón sangraba por aquellos miserables y abatidos que arrastraban una fatigosa existencia en las sombrías calles de Derby. Día a día, él testificaba a los borrachos, ya que la bebida era el gran mal del lugar. Un considerable número de jóvenes fue sumado a la iglesia en los primeros años de su ministerio.
Con paciencia y amor
Cuando fue a Ebenezer puso una condición: “Cuando fui invitado a dejar Londres para ministrar en la capilla Ebenezer, consentí en hacerlo con una condición: que yo tuviese libertad para enseñar todo lo que hallase expuesto en las Escrituras”. Esa condición dejó abiertas las puertas para los notables cambios que seguirían. Él encontró registrada en las Escrituras la orden: “Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (Romanos 15:7). Predicando el amor entre los hijos de Dios, Chapman vio gradualmente ampliarse la mente de Su pueblo, y crecer sus corazones en dirección a la verdad. Sin embargo, él no forzaría cuestión alguna; quería ver a la iglesia con una sola mente. Sus compañeros creyentes escudriñaban con él las Escrituras, esperando en el Señor.
Cierta vez, después de una larga y seria conversación con Robert Chapman, George Müller escribió que había “entendido la mente del Señor sobre el asunto de cómo debemos recibir a todos los que Cristo ha recibido”.
Chapman nunca forzaba su punto de vista bíblico sobre los hermanos en Ebenezer. Cierta vez, dijo: “Yo no podía forzar las conciencias de mis hermanos, y continué mi ministerio, instruyéndolos pacientemente a través de la Palabra. Juzgué que sería más agradable a Dios trabajar para traer a todos a una sola mente”. ¡Qué ejemplo de paciencia pastoral! Con certeza, esta es la voz de un hombre de amor; verdaderamente un hermano.
Más que un predicador, un mensaje encarnado
Después de vivir un tiempo en Barnstaple, Chapman se trasladó a una casa en New Buildings. Su idea era vivir entre los pobres y llegar directo al corazón del barrio de Derby, donde las casas eran muy pequeñas y sencillas. Él habitó en la casa número 6 y determinó desde el principio que su casa sería un lugar donde cualquiera de los hijos de Dios pudiese tener libertad de quedarse. Él no percibía remuneración alguna, y sentía que si las personas viviesen juntas por una semana en una casa donde hasta el menor ítem era recibido por fe, eso las ayudaría en sus propias vidas.
Cuando llegaba un invitado, Chapman le mostraba cuál sería su cuarto, le informaba acerca de los hábitos de la casa, y pedía que los zapatos fuesen dejados al lado afuera de la puerta, para que Chapman mismo los limpiase. En este asunto él encontraba mucha resistencia, pues sus huéspedes veían que, a pesar de la simplicidad de su casa, él era un hombre fino y de buenas maneras. Cuando lo oían ministrando la Palabra, con una autoridad llena de gracia, sentíanse extremadamente constreñidos de no dejarlo hacer tarea tan servil. Mas él no cedía en su deseo.
En cierta ocasión, un caballero negóse en principio a dejarlo tomar sus botas. “Insisto”, fue la respuesta firme, “en los primeros tiempos, era práctica lavar los pies de los santos. Ahora que esa no es ya la costumbre, yo hago los más cercano, y limpio sus botas”.
Hasta el mediodía, dentro o fuera de la casa, la mayor parte de su tiempo la dedicaba a la oración, lectura de la Biblia, y meditación. Una estimación exacta sería de siete horas de definida comunión con Dios antes del mediodía. Chapman enfrentaba una gran cantidad de trabajo, pero sin ningún exceso de agitación y alboroto. Su vida fue como el curso firme de un poderoso río.
A veces, al término del día, se terminaban las provisiones, y no había dinero para las compras. Chapman no consideraba esto como una emergencia: era simplemente el modo como Dios estaba operando aquel día. “Necesitamos orar sobre esto”, decía. Y así, el desayuno de la mañana siguiente era provisto únicamente a través de la oración. La vida de fe era vivida de manera tan natural y sin ostentación, que los huéspedes en la casa número 6 no advertían nada fuera de lo normal. Chapman no quería dar la impresión de que una dependencia tal del Señor fuese una cosa extraordinaria, y mucho menos quería llamar la atención para sí mismo, ni aun en la suposición de que haciendo así Dios sería glorificado.
Los sábados, él daba a su mente un completo descanso antes de las tareas del día del Señor. Las caminatas y la mueblería eran sus principales recreaciones, y el sábado era el día para trabajar la madera. En el fondo de su pequeña casa, él preparó un cuartito donde había una bancada y un buen conjunto de herramientas, donde sobresalía un torno para madera. Ese era su encanto. En él eran torneados innumerables usleros. Él los regalaba a sus invitados o los vendía para añadir fondos al trabajo misionero.
Esa recreación era acompañada por ejercicios espirituales. Él siempre ayunaba los sábados y mientras trabajaba derramaba su alma en comunión con el Señor. Ese hábito de combinar lo espiritual y lo práctico era característico en él. Oraba mientras caminaba o mientras realizaba los quehaceres domésticos. En realidad, rehusaba hacer distinción entre los deberes espirituales y los materiales; estaba siempre consciente de la orden divina: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23).
Chapman mostraba gran liberalidad con los necesitados. Cierta vez, un amigo le regaló un vestón nuevo, pues vio que su vieja chaqueta estaba muy gastada para que él la usase. Pasaron semanas, y él nunca apareció con la ropa nueva. El dador, naturalmente, investigó, y descubrió que Chapman lo había dado a un hombre que no tenía ninguno. Lo que intrigaba a Chapman, con todo, era el hecho de que los creyentes pudiesen hallar algo de extraordinario en tal conducta, ya que el propio Juan Bautista había enseñado: “El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene” (Lucas 3:11).
A medida que pasaban los años, él llegó a ser una figura muy conocida en muchas partes de las Islas Británicas; sin embargo eso se debía simplemente a que innumerables personas juzgaban poderoso su ministerio. Después de su muerte, A. T. Pierson escribió: “Había gigantes en la tierra en aquellos días. Chapman fue un gigante espiritual. Ni un centímetro de esa estatura se debió a los métodos carnales de los expertos en publicidad”.
Superando las diferencias
Chapman era frecuentemente invitado a visitar asambleas donde habían surgido problemas. Su consejo sólido, bíblico, era oído con reverencia. Se transformó en uno de los más respetados consejeros del siglo XIX. Aquí reposaba su don especial, y en este particular él fue eminentemente exitoso. Dios le concedió un trato firme, amoroso, inspirado por el Espíritu, que lo capacitaba para manejar situaciones delicadas y personas difíciles, para la gloria de Dios y para bendición de toda la iglesia.
En 1869 se dijo que una falsa doctrina era sustentada en su congregación. La denuncia fue examinada, concluyéndose que ni el mismo hermano acusado aceptaba la herejía. Aun así, fue penoso para Chapman saber que historias como esta circulaban por todas partes. Sin embargo, él no apoyó ninguna represalia carnal contra los que calumniaban a la asamblea. “Podemos decir”, escribió en esa época, “que ha crecido nuestro espíritu de amor y de intercesión con respecto a nuestros hermanos que rehúsan comunicarse con nosotros. Cualquiera que sea el grupo (¡ay de nosotros por usar este término!) al que ellos pertenezcan, ellos son de la carne y los huesos de Cristo”.
Para tratar con la situación, se convocaron reuniones especiales de oración. Él sentía que si todo el pueblo de Dios fuese conducido a conocerse a sí mismo, y a juzgarse a sí mismo, cesaría el espíritu de contienda.
Para tratar con un error, sea con respecto a doctrina o a práctica, un anciano necesita estar vigilante, para no hablar o actuar en la carne. Amor y paciencia son la respuesta del Espíritu a cada situación así. La falta de esos elementos ha causado la mayoría de las divisiones que existen hoy entre los Hijos de Dios. Chapman no sentía satisfacción alguna cuando una dificultad tenía que ser resuelta excluyendo a un hermano de la comunión. Él sabía que tal conducta era a veces esencial, mas esto nunca le dio satisfacción, y él nunca se olvidaba de aquel hermano, sino que perseveraba en oración a través de años, si permanecía sin arrepentirse.
Un hombre que estaba en tal situación, declaró que nunca más tendría ningún trato con Chapman ni conversaría con él. Pero un día se produjo una situación embarazosa. Ambos venían caminando en dirección al otro en la misma vereda. ¿Qué podrían hacer? Cuando se encontraron, Chapman, sabiendo todo lo que el otro había dicho sobre él, colocó sus brazos sobre su hombro, diciendo: “Querido hermano, Dios te ama, Cristo te ama, y yo te amo”. Este acto simple, tierno, quebrantó al hombre y lo llevó al arrepentimiento. Luego, él estuvo nuevamente partiendo el pan con Chapman. Tal conducta amorosa era su fuerza, y lo marcó como un verdadero hermano. El amor de Cristo aparecía en su silencioso ministerio de reconciliación.
Chapman se afligía con las conductas ásperas y precipitadas que eran algunas veces conducidas en el nombre de Cristo. Para con todos aquellos que escuchasen, él tenía palabras aconsejando prudencia. Su temor constante era que, al buscar preservar la verdad, los hombres actuasen en la carne, en oposición a las Escrituras.
Evangelizando en España e Irlanda
Desde el principio, Chapman estuvo ardientemente interesado en la obra misionera, y en forma especial por España. En 1838 visitó ese país, viajando principalmente a pie, arriesgando su vida, para llevar el mensaje de Cristo a los campesinos. En aquel tiempo, siendo aún un joven de 35 años, se arrodilló con un compañero, en la cumbre de El Castillo, y derramó su corazón en súplicas, para que la luz del evangelio pudiese penetrar en las tinieblas de España.
Mucho tiempo después, a los 68 años de edad, se presentó la ocasión de ir de nuevo, y permaneció allí ocho meses. Pudo viajar por el país predicando el evangelio y gozando de la comunión con los hermanos que pudo encontrar. Siempre recordaba a España en sus oraciones, y la obra de Dios hoy en aquella tierra debe mucho a sus trabajos e intercesiones.
Este mismo propósito le llevó a Irlanda. En 1848 realizó una gira que lo llevó alrededor de la mayor parte de la costa irlandesa y duró dos o tres meses. Debe haber recorrido solo más de novecientos kilómetros en ese país. La mayor parte del trayecto la hizo a pie. Nada le agradaba más que caminar con algún eventual conocido nuevo, hablando de las cosas de Dios. En verdad, descubrió que esta era la forma de evangelismo más fructífera, pues en una conversación franca en el camino, las personas perdían su miedo al predicador.
Un hermano, en Cork, compartió mucho con Chapman, y descubrieron que sus puntos de vista eran diferentes, pero no hubo ninguna palabra áspera. “Nos regocijamos en nuestra unidad, en la medida en que la discernimos”, escribió Chapman, “y juzgamos como causa de auto-humillación el hecho de que no pudiéramos concordar plenamente, mas no un motivo para discordia y separación. Dios uniría pronto a sus hijos si ellos volviesen siempre sus rostros, como un querubín, hacia el propiciatorio”. Esas frases son típicas de la actitud de Chapman en relación a las controversias, enfatizando la palabra “hermano”, y capturando el real significado de esta palabra. Fuese en Inglaterra o Irlanda, Chapman practicaba el amor y la paciencia, que lo señalaban como un verdadero hermano.
La Universidad del amor
New Buildings, un callejón sin salida en el barrio pobre de Derby, llegó a ser lugar de bendición para millares de peregrinos. Una carta que había sido enviada del exterior, y que había sido dirigida simplemente a: “R. C. Chapman, Universidad del Amor, Inglaterra”, le fue puntualmente entregada por el correo.
Cierta vez alguien le insinuó que él había recuperado ciertas verdades que la iglesia había perdido de vista. Su respuesta fue: “No conozco ninguna verdad recuperada. No sustento cosa alguna que no sostuvieran otros antes de mí”. Las instrucciones de Chapman eran más a través de sus hechos que de sus palabras. Una y otra vez, sus actos enseñaban a los hombres lo que realmente significaba ser un hermano en el Señor.
Uno de los visitantes de New Buildings, H. V. Macartney, describió la impresión que tuvo al oír por primera vez a Chapman: “Un abismo llamaba a otro abismo a medida que él se entusiasmaba con el tema. Y cuando su Biblia se cerró, me sentí como un bebé en el conocimiento de Dios, comparado con un gigante como éste. Al volver a casa, quedé perplejo al ver que era él, en lugar mío, quien tomaba el lugar de un bebé, mientras caminábamos juntos. Él quería saber todo lo que yo conocía de Dios, y creo que siempre es así con él, como si sus visitantes tuviesen un mayor conocimiento y amasen a Dios más que él”.
En los días subsiguientes, Macartney aprendió muchas de las lecciones que la “Universidad del Amor” enseñaba de manera tan competente. Vio que el amor y la paciencia impregnaban toda la atmósfera. Vio con cuánta verdad la palabra “hermano” expresaba las actitudes de Chapman para con sus compañeros creyentes.
Del diario de Macartney extraemos los siguientes fragmentos: “El señor Chapman se retira a las nueve y se levanta a las cuatro de la mañana. De las cuatro a las doce, está ocupado principalmente con Dios. Luego, después de tener su atención puesta en las cosas mejores, sentía en su corazón que el mundo tenía gran necesidad de intercesión, y que esa intercesión era de forma particular su vocación, por tanto sus primeras y mejores horas son dedicadas a la oración. Sin embargo, la devoción no interfiere de forma alguna en las energías de vida. Él predica para ochocientas almas todos los domingos, se preocupa del servicio pastoral, cuida de las más mínimas necesidades físicas y espirituales de un torrente de visitantes, algunos de los cuales se quedan durante una hora, otros durante un mes. Es el motor principal de una gran obra evangelística y bíblica en Inglaterra y España. Mantiene correspondencia con hombres como George Müller, con personas que lo consultan y con obreros en varias partes del mundo. A mi pedido, él me llamó a las cinco de la mañana. Yo estaba despierto, esperando sus pasos. Colocó su venerable cabeza en mi puerta exactamente a la hora, encendió una vela, y me dio, para mi porción matinal, el texto: “El camino de Dios es perfecto” (2 Samuel 22:31).
Grandes cambios ocurrieron en Barnstaple desde el día en que él anduvo por la calle principal buscando alojamiento. Sin duda sus setenta años de ministerio mejoraron la condición espiritual del lugar. En España e Irlanda también hubo muchos frutos de su trabajo y oración. Obreros y personas en esas tierras pensaban con gratitud en este gran hombre que probó ser su hermano, puesto que muchas asambleas e incontables personas por todo el mundo –algunos de los cuales nunca habían visto su rostro–, alababan a Dios por alguien cuya sabiduría y consejo amoroso los había guiado en tiempos de dificultad.
Él escribió por lo menos ciento sesenta y cinco himnos y otros poemas, incluyendo algunos sonetos. Sus “Meditaciones” son también muy bellas, y pertenecen al inicio de su vida cristiana. Más tarde se negó terminantemente a publicarlas, y a pesar de que respetamos la humildad que lo llevó a tomar tal decisión, parece que la iglesia fuese más pobre por esto.
En 1902, en el mes de junio, faltando pocos meses para completar cien años, enfermó, y el día 12, antes de las nueve de la noche, él estaba con su Señor. Durante los días de enfermedad, él estaba lleno de paz. Cuando se le preguntó, una mañana, cómo estaba, respondió: “Dios ha tratado conmigo muy tiernamente, muy amorosamente”. En otra ocasión, dijo: “Ahora puedo reposar sosegadamente, por la fe”. Su palabra más frecuente era: “Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).
Sus últimas palabras fueron: “La paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento...” Sí, la paz marcó toda su experiencia cristiana, paz paciente, serena. Desde el día en que por primera vez encontró paz con Dios, a través de nuestro Señor Jesucristo, él vivió en el gozo de la paz divina.
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Extraído de «Brother indeed : The life of Robert Chapman», de Frank Holmes.
Adaptado de Á Maturidade.
.Una revista para todo cristiano • Nº 24 • Noviembre - Diciembre 2003
PORTADA
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A. B. Simpson, uno de los más dotados siervos de Dios del siglo XIX, ejemplar en su pasión por Cristo y en su celo misionero.
Apóstol de los desheredados
Alberto Benjamín Simpson nació el 15 de diciembre de 1843, en Bayview, Canadá, como el cuarto hijo de una piadosa familia. Su padre era carpintero.
Como toda familia cristiana de la época, sus padres soñaban con que el hijo primogénito llegara a ser un ministro del evangelio. Los demás hijos ocupaban un lugar secundario en la elección de una vocación para sus vidas. Sin embargo, Alberto Benjamín no se conformó con la fuerza de esa tradición.
Infancia y juventud
De niño fue muy tímido pero imaginativo. El ejemplo de sus piadosos padres alentó en él muy pronto una fe profunda. En sus primeros recuerdos de infancia aparecía siempre su madre postrada llorando delante del Señor, a causa de algunas dificultades financieras. Alguna vez su padre eximió a su pequeño hijo de una merecida azotaina al hallarlo enfrascado en la lectura de la Biblia.
Alberto Benjamín nunca dejó de alabar al Señor por la gracia demostrada hacia él siendo todavía un niño. Varias veces fue salvado milagrosamente de la muerte. En cierta ocasión, mientras subía por los andamios de un edificio en construcción pisó una tabla suelta y cayó al vacío. Felizmente, en la caída pudo tomarse de la punta de una tabla que sobresalía del piso inferior. Cuando ya estaba completamente extenuado, un obrero que iba pasando lo salvó. Otra vez mientras cabalgaba, el caballo lo tiró al suelo y le cayó encima. Cuando recuperó la conciencia, el caballo estaba tocándole el rostro con su hocico. Otra vez, fue salvado de morir ahogado en el momento en que se hundía por tercera vez y ya había perdido el conocimiento.
Estas salvadas providenciales le motivaron a buscar con más sinceridad a Dios. Pero llegó el día cuando, conforme a la costumbre de la época, su hermano mayor fue enviado a prepararse para el ministerio. Entonces Alberto Benjamín, de 14 años, rogó a su padre que no le dejase en el campo, sino que le permitiese estudiar también, y que él mismo podía hacerse cargo de sus estudios. Su padre, conmovido, aceptó.
Fuera del hogar tempranamente, Alberto Benjamín hubo de enfrentar severas luchas, y una enfermedad que le dejó postrado por mucho tiempo. Aún no había tenido un encuentro personal con el Señor Jesucristo, así que retornó al hogar con un fracaso escolar y con una gran necesidad espiritual.
En esa época la excesiva formalidad de la iglesia en que se había criado le había negado la posibilidad de entregar su corazón al Señor. Pero esa necesidad fue suplida mediante un libro que le condujo a los pies de Cristo. En ese mismo instante vino a su corazón la seguridad de su salvación.
Una vez recuperada la salud, y con su nueva y preciosa realidad en Cristo, Alberto Benjamín volvió a los estudios. En el colegio, todos daban buen testimonio de él, pues poseía un carácter bondadoso y una clara inteligencia.
A los 18 años de edad, llevado por su amor al Señor, suscribió un pacto con Dios, el cual llenaba varias páginas. En parte decía así:
“Yo creo en Jesucristo como mi Salvador personal. Acepto la salvación plena ofrecida por él, que es mi Profeta, Sacerdote y Rey. Reconozco que Cristo ha sido hecho mi redención y mi completa salvación, mi sabiduría, mi justicia y mi santificación. Él ha sojuzgado mi corazón rebelde por Su gran amor. Por lo tanto, yo tomo el amor de Cristo para usarlo para Su gloria únicamente. Si alguna vez se opusiera un solo pensamiento mío de rebelión contra ti, véncelo y tráelo a sujeción. Cualquier cosa que pudiera oponerse a tu divina voluntad en mí, oh Dios, quítala en el nombre de Jesús. Yo me entrego a ti como “vivo de entre los muertos” para volver a vivir solamente para ti. Tómame y úsame enteramente para tu gloria, en el nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, te lo pido”.
“Ratifica ahora mismo en el cielo, oh Padre mío, este pacto que acabo de hacer contigo. Escribe en los cielos, en tu libro de memoria, que yo he llegado a ser tuyo, solamente tuyo, por toda la eternidad. Acuérdate de mí en la hora de la tentación, y que nunca me aparte de este pacto sagrado. Soy de ahora en adelante un soldado de la cruz de Jesucristo y un seguidor del Cordero de Dios, y mi lema será desde ahora en adelante: “¡Tengo un solo Rey: mi Jesús!”. Sábado 19 de enero de 1861.
Ministro presbiteriano
Gracias a dos becas ganadas por su perseverancia, pudo continuar sus estudios en la Universidad, y ordenarse como ministro presbiteriano en septiembre de 1865, a los 21 años de edad. Al día siguiente de su ordenación, se casó con Margarita Henry.
Su primer pastorado lo ejerció en la ciudad de Hamilton, Canadá, por ocho años. En ese tiempo viajó y dictó conferencias, de modo que a los 30 años de edad, Simpson ya era reconocido en todo Canadá y Estados Unidos como un predicador poco común.
Al asumir su segundo pastorado en Louisville, Estados Unidos, predicó un mensaje basado en Mateo 17:8: “Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo”. En parte de él dijo: “El lema y la nota característica de mi ministerio aquí en esta ciudad de Louisville será solamente Jesucristo”.
Muy pronto Simpson halló la oportunidad de expresar el fuego que ardía en su corazón. Su influencia se extendió hasta abarcar a todos los pastores de la ciudad, con los cuales organizó encuentros evangelísticos de gran impacto. Con esto, el celo misionero de Simpson comenzó a ampliarse, aunque no siempre encontró eco en los fieles de su congregación. Su visión abarcaba a los muchos hombres y mujeres que se perdían en las calles sin jamás entrar a un templo. Simpson veía a la iglesia adormecida, recluida entre cuatro paredes, sin sentir el dolor de Cristo por los perdidos. Muy pronto habría de encontrar concreción esta gloriosa visión.
Experiencias espirituales
Durante los primeros años del ministerio de Simpson, dos experiencias con el Señor le sirvieron de constante estímulo: su conversión a Jesucristo, y su llamado al ministerio. Sin embargo, estas experiencias no fueron las únicas. A menudo solía encerrarse en su estudio para buscar con ansias el rostro del Señor. Anhelaba hacer morir el yo, y vivir totalmente para Cristo.
Cierta vez, cuando era un joven ministro, estuvo un mes entero buscando una bendición especial para su vida. Durante ese mes dejó de hacer muchas cosas y se dedicó casi exclusivamente a orar. Al final del período recibió bendición, pero no la paz que su alma buscaba. Más tarde repitió estos períodos de consagración, pero no quedaba satisfecho. Después de haber estado 10 años en Louisville, y de haber alcanzado grandes éxitos en su pastorado, aún sentía que había un vacío importante en su vida. Oscilaba entre las montañas de las victorias y el valle de las inquietudes espirituales. “Deseaba obtener algo no alcanzado todavía con todas las experiencias que había tenido”.
Una noche después de intensa oración tuvo esa experiencia extraordinaria que buscaba. “Recuerdo bien la noche cuando recibí el bautismo del Espíritu Santo. Cuando experimenté la venida de la plenitud de Cristo a mi alma; cuando vino para fijar su morada permanente en mí”.
“Fue una noche memorable en mi vida. La soledad del Cordero de Dios, yendo hacia el monte del sacrificio era mi porción aquella noche. El camino nunca resulta fácil, ni atrayente, ni invita al transeúnte a entrar en él, si no está dispuesto a seguir al Cristo del Calvario. No obstante, es el camino de la victoria, como lo fue para Cristo mismo. Es el camino de la vida a través de la muerte”.
“Sabía que podía estar equivocado en muchas cosas y ser imperfecto en todas; y no sabiendo si iba a morir literalmente o no, antes del nuevo amanecer, seguía buscando. Estaba luchando cual Jacob de antaño con el ángel de Dios hasta el rayar del alba, cuando vino la luz. Entonces, rendido a los pies de Cristo, hice allí una entrega final y total de mi vida”.
Esta verdad le fue revelada de tal forma, que nunca predicó la perfección del creyente en Cristo, sino el Cristo perfecto viviendo en el corazón del creyente santificado. Decía que la santidad divina no es una mejora de uno mismo, ni la perfección adquirida, sino una entrada al corazón de la vida y pureza de Cristo, y el obrar de su santa voluntad continuamente.
Simpson creía que la regeneración hecha por el Espíritu Santo en el corazón humano es muy distinta de la morada del Espíritu Santo en él. La primera puede compararse con la edificación de una casa; en cambio, la segunda es la venida del Dueño para vivir en ella, tomando posesión absoluta. También puede compararse la primera como la llegada a la Tierra Prometida, en cambio, la segunda como la toma de posesión de ella.
La experiencia de Simpson no solamente le sirvió como punto de partida para un ministerio sobre “la vida más abundante”, sino que cambió todo punto de vista de la vida cristiana, y afectó profundamente toda su enseñanza espiritual posterior. Nunca hablaba, ni predicaba, ni enseñaba sin reflejar algo de aquella gloriosa experiencia que llegó a ser su misma vida.
Por este tiempo nació un himno que caracterizó la vida de Simpson hasta el fin. He aquí algunas de sus estrofas:
¡Jesucristo, y nada más!
Antes yo buscaba “la bendición”,
ahora yo tengo a Jesús;
antes suspiraba por la emoción,
ahora yo quiero más luz;
antes Su don yo pedía,
ahora tengo al Dador;
antes buscaba la sanidad,
ahora es mío el Doctor.
Antes me esforzaba con pena,
ahora me es grato confiar;
antes creía a medias,
ahora sé que él puede salvar;
antes a él me aferraba,
ahora de mí se ase él;
antes yo andaba a la deriva,
ahora tengo áncora fiel.
Antes yo creía en mis obras,
ahora dejo a Cristo obrar;
antes trataba de usarlo,
ahora él me puede usar;
antes “el poder” yo buscaba,
ahora tengo al “Fuerte Señor”;
antes para mí mismo obraba,
mas ahora es el trabajo de amor.
Descubrimiento de una nueva verdad
Desde ese día A.B. Simpson dedicó gran parte de su ministerio a compartir sobre la vida cristiana más profunda. Sin embargo, una experiencia vivida en la ciudad de Chicago habría de reorientar su ministerio.
Estando allí cierta noche tuvo un sueño que le afectó profundamente. En el sueño veía multitudes de gentes angustiadas, a la espera de recibir el mensaje de salvación. Al despertar sintió la urgencia de ofrecerse al Señor para la obra a que sentía que le llamaba.
Durante meses intentó hallar una puerta abierta para ir al extranjero como misionero, pero, por diversas razones no la encontró. Sin embargo, se le ofreció la oportunidad de pastorear en la ciudad de Nueva York. Aceptó la invitación, creyendo así poder estar en un lugar céntrico donde podría tener contacto “con el mundo de afuera”.
Sin embargo, antes de ver cumplidos sus sueños misioneros, Simpson experimentó todavía una nueva riqueza de la vida plena en Cristo: la sanidad divina. Durante más de veinte años había sido víctima de muchas enfermedades y debilidades físicas. Muchas veces tuvo que privarse de leer, y de realizar sus labores pastorales por su extrema debilidad. Durante años fue esclavo de los remedios. A veces, el solo ascenso de una pendiente le provocaba una verdadera agonía. Un médico llegó a decirle cierta vez que le quedaban pocos meses de vida.
Un día, mientras participaba como oyente ocasional en un Campamento cristiano, escuchó un himno cuyo coro decía: “Mi Jesús es el Señor de señores / nadie puede obrar como él”. Esas palabras le produjeron un inmenso impacto, que le llevaron a escudriñar en las Escrituras lo concerniente a la sanidad divina. Al poco tiempo quedó convencido de que esa era también una parte del glorioso evangelio de Cristo para un mundo pecador y sufriente. Un día, Simpson hizo un nuevo pacto con Dios, “tomando al Señor Jesucristo –dice– para ser mi vida física, para todas las necesidades de mi cuerpo hasta que termine la jornada que él tiene para mí en el mundo”.
Desde ese día Simpson decidió no sólo tomar para sí esta gloriosa verdad –como hicieron también otros muchos siervos de Dios como Andrew Murray, T.Austin-Sparks, Watchman Nee, para quienes fue un socorro permanente de Dios– sino también compartirla con todo el cuerpo de Cristo.
Respecto de esto, Simpson enseñaba: “Hay tres etapas en la revelación de Jesucristo para la sanidad divina: La primera se refiere al momento cuando nosotros llegamos a ver la base bíblica doctrinal que ella tiene; la segunda, cuando vemos la verdad en la sangre de Cristo, en su obra expiatoria, redentora y la recibimos como tal para nosotros mismos; la tercera, cuando vemos lo que hay en la vida resucitada de Jesucristo, tomándolo a Él en una unión vital y viviente, con todo nuestro ser, como la vida de nuestra vida y salud para nuestro cuerpo mortal.”
Simpson experimentó una gran oposición, tanto dentro de él –al luchar contra su propia incredulidad– como fuera de él, en los diversos ambientes cristianos donde predicaba. Sin embargo, nunca cayó en el fanatismo; nunca aceptó hacer de la sanidad divina su estandarte. Él solía decir: “Yo tengo cuatro ruedas en mi carruaje. No puedo descuidar las otras tres para predicar todo el tiempo sobre una sola de ellas”, haciendo referencia a las cuatro verdades evangélicas que constituían la base de su ministerio: “Jesucristo nuestro Salvador, Santificador, Sanador y Rey venidero”.
Un hombre de oración
Simpson fue un hombre de oración. Sobre el escritorio de su oficina tenía puestos dos breves recordatorios: “Orad sin cesar” y “¡Hacedlo ahora!”. Muchos que le conocieron daban testimonio del impacto que las oraciones de Simpson les habían producido. El mapa del mundo llegó a ser para él el manual diario de oración.
Vivía tal vida de oración que toda conversación giraba espontáneamente alrededor del tema de Cristo, con cualquier persona y en cualquier lugar. Muchas veces el Espíritu le llevó a interceder por situaciones y personas que, según después se sabía, habían estado en dificultades en ese preciso momento. Simpson creía firmemente que “la oración cambia las cosas”. Y de verdad, muchas cosas cambiaron por su oración.
Se abre un nuevo camino
La visión misionera de Simpson no pudo ser disipada por las muchas satisfacciones que experimentaba como pastor de aquella connotada congregación presbiteriana de Nueva York.
Una noche mientras oraba, la visión de los perdidos sin Cristo le hizo postrarse en una dramática oración bajo el poder del Espíritu Santo. Entonces cogió el globo terráqueo y apretándolo contra su pecho, exclamó llorando: “¡Oh Dios, úsame para la salvación de los hombres y mujeres del mundo entero, que mueren en las tinieblas espirituales sin ningún rayo de luz”.
No pudo conformarse ya con cumplir sus labores de pastor y conferencista solicitado. Llevado por este celo misionero, comenzó a salir a las calles para predicar el evangelio. Y allí comenzaron a recibir a Jesucristo hombres y mujeres de la más variada condición. Luego, los invitaba al templo, para recibir el amor de la familia cristiana.
Muy pronto fueron decenas y aun cientos los nuevos convertidos que iban llegando; muchos de ellos de humilde condición. Y, muy pronto también, ellos comenzaron a incomodar a los acomodados hermanos. Así fue como se produjo una situación insostenible, y Simpson hubo de renunciar a su pastorado para dedicarse a las muchedumbres olvidadas de las calles, como era su visión. Eso ocurrió en noviembre de 1881. Tenía a la sazón 38 años, y una familia con seis hijos.
De un día para otro, dejó de ser el pastor de una gran iglesia para ser un predicador callejero. Sus amigos íntimos en el ministerio le pronosticaron un fracaso rotundo. Uno de los diáconos, al despedirle le dijo: “No le diremos adiós, Simpson: pronto usted ha de volver con nosotros.” Sin embargo, él nunca volvió. Dios tenía para él otro camino que recorrer, y otras fronteras que cruzar.
La concreción de un sueño
Solamente siete personas estuvieron en la primera reunión que celebró en noviembre de 1881, en un cuarto arriba de un viejo teatro, en una tarde fría y gris de Nueva York. Uno de esos siete era un borracho regenerado, que llegó a ser, según el decir de Simpson, “el santo más dulce que jamás existiera”. Así comenzó a realizar varias reuniones semanales, una de las cuales siempre se realizaba en plena calle.
A causa de la estrechez del local, debieron arrendar un teatro, y más tarde implementó una carpa, que solía instalar en el corazón mismo de la ciudad. Incluso el famoso Madison Square Garden fue arrendado por Simpson para hacer alguna de sus grandes campañas de evangelismo.
Dos años después de aquellos débiles comienzos, Simpson organizó la Unión Misionera, cuyo objetivo era la evangelización del mundo, la cual llegó a ser cuatro años después, en 1887, la Alianza Cristiana y Misionera, con representación en todo el mundo.
El propósito principal de esta iniciativa misionera era: “Levantar a Cristo en toda su plenitud, o exaltar a Cristo hasta lo sumo, quien es el mismo ayer, hoy y por todos los siglos”. En su organización, Simpson planteó así su énfasis misionero: “Esta Sociedad ha sido formada como una fuerza humilde y unida de cristianos consagrados para enviar el evangelio, en toda su sencillez y plenitud, a través de los instrumentos más espirituales y consagrados, y por los métodos más económicos, prácticos y eficaces, a los campos más abiertos, más necesitados y más descuidados del mundo pagano”.
Al año siguiente de constituida la Unión Misionera, en 1884, enviaron los cinco primeros misioneros al Congo, en África. Cinco años después, ya había embajadas misioneras en 12 países distintos, con cuarenta centros y 180 misioneros. En la actualidad, esta obra abarca más de cincuenta países, y cuenta con más de 1.200 misioneros.
Un ministerio multifacético
El ministerio de A.B. Simpson fue muy rico y variado. Él era un hombre especialmente dotado como predicador. T.Austin-Sparks, acostumbraba decir que de todos los predicadores norteamericanos que él conoció de joven, A.B. Simpson era el más espiritual y el que hablaba con más poder. Sus muchos sermones se han publicado en siete tomos, con títulos como “Los negocios del Rey”, “La revelación del Cristo resucitado”, “La vida cristiana más amplia”, etc.
Como maestro de las Escrituras alcanzó gran notoriedad. Hasta hoy, sus comentarios sobre los diversos libros de la Biblia son considerados como llenos de luz y claridad, así, por ejemplo, la serie “Cristo en la Biblia”. Sus numerosos libros abarcaban otros diversos temas, como “El evangelio cuádruple”, “El descubrimiento personal de la sanidad”, “La vida de oración”, “Destellos que anuncian a Aquel que viene”, “El poder de lo Alto” (sobre el Espíritu Santo).
Como poeta y compositor de himnos, A.B. Simpson alcanza también grandes alturas. Muchos himnos y poemas muy conocidos hoy salieron de su pluma inspirada. Watchman Nee, en su estudio sobre los Himnos, cita uno de los himnos de Simpson como ejemplo de lo que debe ser una buena composición cristiana.
En total, A.B. Simpson escribió por lo menos 70 libros además de artículos, poesías e himnos. Publicó también diversas revistas para reforzar la obra misionera.
Una partida feliz
A.B. Simpson partió de esta vida el 29 de octubre de 1919. El día anterior había sido de absoluta normalidad, para sus 76 años. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio, había uno con un himno inédito, que decía en parte:
“Alguien me está llamando;
me toma de la mano,
y me señala cumbres
bañadas en áurea luz.
Mi corazón responde:
remonto como en alas;
me siento muy seguro:
¡Mi Guía es Jesús!”
Sobre su lápida hicieron poner una lectura que refleja muy bien lo que fue este gran hombre de Dios: “No yo, sino Cristo” y “Sólo Jesús”.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 23 • Septiembre - Octubre 2003
PORTADA
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Inclinada de niña a la piedad, al llegar a la juventud Madame Guyon se transformó en una ‘mariposa’ de sociedad, en la vana y libertina París de la época de Luis XIV, que pensaba poco en Dios y en el mundo venidero. Sin embargo, su vanidad y orgullo fueron completamente aplastados, y ella se tornó entonces en un “instrumento para honra, santificado, útil al Señor”.
El camino hacia la verdadera belleza
Jeanne Marie Bouvier de la Mothe nació en Montargis, Francia, unos 40 Km. al norte de París, el 18 de abril de 1648, un siglo después de iniciarse la Reforma. Sus padres pertenecían a la aristocracia francesa; eran muy respetados, y tenían inclinaciones religiosas como las de todos sus ancestros. Su padre ostentaba el título de Seigneur, o Señor, de la Mothe Vergonville.
Niñez y juventud
Durante la primera infancia, Jeanne fue víctima de una enfermedad que hizo a sus padres temer por su vida. Mas ella se recuperó, y a los dos años y medio de edad fue colocada en el Seminario de las Ursulinas, en su propia ciudad, a fin de ser educada por las monjas. Después de algún tiempo, regresó al hogar, mas su madre descuidaba su educación, dejándola casi siempre al cuidado de las criadas. Gran parte de su infancia, la niña estuvo yendo y viniendo entre su casa y el convento, y pasando de una escuela a otra. Cambió su lugar de residencia nueve veces en diez años.
En 1651, la Duquesa de Mont-bason llegó a Montargis, a fin de residir con las monjas benedictinas establecidas allí, y pidió al padre de Jeanne que permitiese que ésta, de cuatro años de edad, le hiciese compañía. Durante su estadía allí, la niña vino a comprender su necesidad de un Salvador por medio de un sueño que tuvo respecto de la miseria futura de los pecadores impenitentes; y entregó entonces definitivamente su vida y su corazón a Dios.
A los diez años de edad, Jeanne fue colocada en un convento para proseguir su educación. Cierto día encontró una Biblia, y como le gustaba mucho leer, ella se absorbió en su lectura. “Pasaba días enteros leyendo la Biblia”, cuenta, “sin prestar atención a ningún otro libro o a nada más, desde la mañana a la noche. Y como tenía buena memoria, memoricé completas las secciones históricas”. Este estudio de las Escrituras, sin duda, puso los fundamentos de su maravillosa vida de devoción y piedad. Por este tiempo se hizo sentir sobre su vida la importante influencia de una de sus hermanastras, quien suplió en parte la falta de preocupación de su madre.
Jeanne creció, y sus rasgos comenzaron a mostrar aquella belleza que más tarde la distinguió. La madre, contenta con su apariencia, se esmeraba en vestirla bien. El mundo la conquistó, y Cristo quedó casi olvidado. Tales cambios ocurrieron con frecuencia en sus primeras experiencias. Un día tenía buenos pensamientos y resoluciones, y al día siguiente todo quedaba atrás, y la vanidad y la mundanalidad llenaban su vida.
Un joven piadoso, un primo llamado De Tossi, yendo como misionero a Cochinchina, al pasar por Montargis, visitó a la familia. Su visita fue breve, pero impresionó profundamente a Jeanne, aunque entonces no estaba en casa ni vio a su primo. Cuando le contaron sobre su consagración y santidad, el corazón de ella se afligió tanto, que lloró el resto del día y la noche. Quedó conmovida con la idea de la diferencia entre su propia vida mundana y la vida piadosa de su primo. Toda su alma despertó entonces para tomar conciencia de su verdadera condición espiritual. Intentó renunciar a su mundanalidad, procuró adoptar una disposición mental religiosa y obtener perdón de todos a quienes pudiese haber perjudicado de cualquier forma. Visitó a los pobres, les llevó alimento y ropa, les enseñó el catecismo, y pasaba mucho tiempo leyendo y orando. Leyó libros devocionales como “La vida de Madame de Chantal” y las obras de Tomás de Kempis y Francisco de Sales. Procuraba imitar la piedad de ellos; sin embargo, todavía no hallaba la paz y el descanso del alma por medio de la fe en Cristo.
Tras un año de búsqueda sincera de Dios, se apasionó profundamente por un joven, un pariente próximo, aunque tenía apenas catorce años. Su mente estaba tan ocupada pensando en él que descuidó sus oraciones y comenzó a buscar en el amor terrenal el disfrute que buscara antes en Dios. A pesar de mantener aún una apariencia de piedad, en lo íntimo ésta le era indiferente. Comenzó a leer novelas románticas, y a pasar mucho tiempo delante del espejo, así que se volvió excesivamente vana. El mundo la tenía mucho en cuenta, pero su corazón no era recto delante de Dios.
En el año 1663, la familia La Mothe se trasladó a París, un paso que no les benefició espiritualmente. París era una ciudad alegre, sedienta de placeres, especialmente durante el reinado de Luis XIV, y la vanidad de Mademoiselle La Mothe creció insoportablemente. Tanto ella como sus padres se tornaron extremadamente mundanos, bajo la influencia de la sociedad a la que habían ingresado. El mundo le parecía ahora el único objeto digno de ser conquistado y poseído. Su belleza, dotes intelectuales y conversación brillante hicieron de ella una favorita en la sociedad. Su futuro marido, M. Jacques Guyon, hombre de gran riqueza, y muchos otros, pedirían su mano en casamiento.
El orgullo es tocado
Aunque no se sentía muy atraída a Monsieur Guyon, su padre acordó el casamiento, y ella accedió a su deseo. La boda tuvo lugar en 1664. Jeanne tenía casi 16 años, mientras su marido tenía ya 38. Luego descubrió que la casa a la cual fue llevada se volvería para ella una “casa de luto”. La suegra, mujer poco refinada, la gobernaba con mano de hierro, y aun la hostilizaba. El marido tenía buenas cualidades y la apreciaba mucho, pero diversas enfermedades físicas y sufrimientos a que estaba sujeto, además de la gran diferencia de edad entre él y su joven esposa, y el genio de la suegra, hicieron difícil su vida de recién casada. Su gran inteligencia y sensibilidad agudizaron aún más sus sufrimientos. Sus esperanzas terrenales fueron destruidas.
Más tarde, sin embargo, ella reconoció que todo había sido dispuesto misericordiosamente a fin de llamarla de aquella vida de orgullo y superficialidad. Dios permitiría que ella atravesase el fuego del horno de la aflicción, para que las impurezas fuesen removidas, y ella pudiese presentarse como un vaso de oro puro. “Era tal la fuerza de mi orgullo natural”, cuenta ella, “que nada aparte de una dispensación de sufrimiento podría haber quebrantado mi espíritu y hacerme volver a Dios”.
A pesar de haber comido el pan de la tristeza y mezclado con lágrimas su bebida, todo eso hizo que su alma se dirigiese a Dios y ella empezó a buscarlo, pidiendo su consuelo en sus tribulaciones. Poco después de un año de casada, tuvo un hijo, y sintió la necesidad de aproximarse a Dios, tanto por causa de él como por la suya propia.
Una calamidad tras otra sobrevinieron a Madame Guyon. Poco después de nacer su hijo, el marido perdió gran parte de su enorme fortuna, y esto amargó mucho a su avarienta suegra, quien solía responsabilizarla de todas sus desgracias. En el segundo año de matrimonio cayó enferma, y parecía a las puertas de la muerte; sin embargo, su enfermedad fue un medio de hacerla pensar más en las cosas espirituales. Su querida hermanastra murió, y después su madre. Con amargura aprendió que sólo podía encontrar descanso en Dios, y ahora lo buscó con sinceridad, y lo encontró, y nunca más se apartó de él.
A través de las obras de Kempis, de Sales, y la vida de Mme. Chantal, y de conversaciones con una piadosa dama inglesa, Madame Guyon aprendería mucho con respecto a las cosas espirituales. Después de una ausencia de cuatro años, su primo regresó de Cochinchina y su visita la ayudó espiritualmente.
El gozo de la salvación
Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este franciscano el primero que la llevó a ver claramente la necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras externas, como lo había estado haciendo hasta entonces. Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de deberes y observancias ceremoniales como supusiera. “En aquel momento me sentí profundamente herida por el amor de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de conocimiento... Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino como algo realmente poseído de la manera más dulce posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‘Tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman’; pues percibí en mi alma una unción que, como un bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.”
Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio de 1668. Después de esta experiencia, dijo: “Nada era más fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente, en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi amor no me daba descanso.”
Algún tiempo después, ella podía decir: “Amo a Dios mucho más de lo que el amante más apasionado entre los hombres ama al objeto de su afecto terrenal”. “Este amor de Dios”, dice, “ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza, que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más me parecía digno de atención”. Agregó después: “Me despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y placeres tan considerados y estimados por el mundo, me parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado”.
Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado. Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: “Mi deseo de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me levantaba a las cuatro de la mañana para orar”. La oración era el mayor deleite de su vida.
Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía condenada por su vida, y procuraba perseguirla y ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las consideraba como siendo permitidas por el Señor para mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija, nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella, aunque estaba destinada a dejarla en breve.
El camino de la consagración
Durante cerca de dos años, las experiencias religiosas de Madame Guyon continuaron profundizándose, pero luego se vio una vez más atraída hasta cierto punto por el mundo. En una visita a París, descuidó sus oraciones y se enredó con la sociedad mundana que había frecuentado antes. Al comprender esto, se apresuró a volver a casa, y su angustia por lo sucedido, al enfrentar su debilidad, era “como un fuego consumidor”. Durante un viaje por muchos lugares de Francia con su marido, en 1670, también tuvo muchas tentaciones para volver a la antigua vida de placer mundano. Su tristeza fue tan grande que incluso sentía que se alegraría si el Señor por su providencia la llevase de este mundo de tentación y pecado. Sus principales tentaciones eran las ropas y las conversaciones mundanas. Mas la reprobación de su conciencia era como un fuego quemando en su interior, y se sentía llena de amargura al reconocer su debilidad. Durante tres meses perdió su anterior comunión con Dios. Como resultado, su alma se volvió a una interrogante acerca de la vida santa. Deseaba que alguien le enseñase cómo vivir con mayor espiritualidad, cómo andar más cerca de Dios, y cómo ser “más que vencedora” en relación al mundo, a la carne y al diablo. Aunque esa era la época de Nicole y Arnaud, de Pascal y Racine, cristianos de percepción espiritual eran escasos entonces en Francia.
Cierto día en que atravesaba uno de los puentes sobre el río Sena, en París, acompañada por un criado, un hombre pobre con hábito religioso apareció de pronto a su lado y empezó a hablarle. “Ese hombre”, dice ella, “me habló de manera maravillosa sobre Dios y las cosas divinas”. Él parecía saber todo sobre la vida de ella, sus virtudes, sus faltas. “Él me dio a entender”, cuenta ella, “que Dios requiere no sólo un corazón del cual se pueda decir que fue perdonado, sino aquel que pueda ser designado propiamente como santo, que no era suficiente con evitar el infierno, sino que él también requería de mí la pureza más profunda y la perfección más absoluta”.
Al sentir su debilidad y necesidad de una experiencia espiritual más profunda, y habiendo recibido un mensaje tan directo de la providencia de Dios, Madame Guyon resolvió en aquel día entregarse de nuevo al Señor. Habiendo aprendido por experiencia que no era posible servir a Dios y al mundo al mismo tiempo, decidió: “A partir de este día, de esta hora, si es posible, perteneceré enteramente al Señor. El mundo no tendrá nada de mí”. Dos años más tarde, preparó y suscribió su histórico Tratado de la Consagración; mas la verdadera consagración parece haber sido completada aquel día.
Golpes purificadores
Ella se rindió sin reservas a la voluntad del Señor, y casi inmediatamente su consagración fue probada por una serie de golpes demoledores que servirían para purificar las impurezas de su naturaleza. Sus ídolos fueron destruidos uno tras otro, hasta que todas sus esperanzas, alegrías y ambiciones se concentraron en el Señor, y él comenzó entonces a usarla poderosamente en la edificación de su reino.
Su belleza, la mayor causa de su orgullo y conformidad con el mundo, fue el primer ídolo en ser derribado. El 4 de octubre de 1670, cuando tenía poco más de 22 años, el golpe cayó sobre ella como un relámpago del cielo. Jeanne cayó víctima de la viruela, en su forma más violenta, y su belleza desapareció casi por completo.
“Pero la devastación exterior fue equilibrada por la paz interior”, dice ella. “Mi alma se mantuvo en un estado de contentamiento mayor del que puede ser expresado.” Todos juzgaban que quedaría inconsolable. Mas lo que dijo fue: “Cuando estaba en cama, sufriendo la privación total de lo que había sido una trampa para mi orgullo, experimenté un gozo indescriptible. Alabé a Dios en profundo silencio”. También afirmó: “Cuando me recuperé lo suficiente para sentarme en la cama, pedí que me trajesen un espejo, y satisfice mi curiosidad mirándome en él. Ya no era más lo que había sido. Vi entonces que mi Padre celestial no había sido infiel en su obra, sino había ordenado el sacrificio en toda su plenitud”.
El ídolo siguiente, entre los que más amaba, fue su hijo menor, a quien era muy allegada. “Este golpe”, dice, “hirió mi corazón. Me sentí derrotada. Sin embargo, Dios me fortaleció en mi debilidad. Yo amaba tiernamente a mi hijo; mas, aunque estuviese perturbada con su muerte, vi la mano del Señor tan claramente que no pude llorar. Lo ofrecí a Dios, y exclamé con las palabras de Job: “El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito”.
En 1672, su muy amado padre murió, y ese mismo año falleció también su hijita de tres años. Siguió luego la muerte de Genevieve Grainger, su amiga y consejera, y no tuvo ya ningún apoyo carnal a quien apegarse en sus pruebas y dificultades espirituales. En 1676, su marido, que se reconciliara con ella, fue de la misma manera alejado por la muerte. Como Job, ella perdió todo lo que más amaba en el mundo; mas comprobaba que el Señor permitía esas cosas para quebrantar su voluntad y su orgulloso corazón. Percibió nítidamente la mano del Señor en todas esas circunstancias, y exclamó: “¡Oh admirable conducta de mi Dios! No puede haber guía, ni apoyo, para quien tú llevas a las regiones de las tinieblas y de la muerte. No puede haber consejero, ni sustento para el hombre a quien tú has señalado para completa destrucción de su vida natural”. Por “destrucción de la vida natural”, ella quería significar el aniquilamiento de la carnalidad y del egoísmo.
Experiencias más profundas
A pesar de haber sido grandes las tribulaciones mencionadas, Madame Guyon había de pasar aún por una de sus pruebas mayores y más prolongadas. En 1674 entró en lo que más tarde llamó el “estado de privación o desolación”, que duró siete años. Durante todo ese período permaneció sin alegría espiritual, paz, o emociones de cualquier tipo, y tuvo que andar sólo por fe. Aunque continuó con sus devociones y obras de caridad, no sentía el placer y la satisfacción que sintiera antes. Parecía como si Dios no estuviese con ella, y cometió el error de imaginar que realmente eso había ocurrido. Había de aprender ahora a andar por la fe en lugar de hacerlo por sus sentimientos.
Nos sentimos llenos de alegría y paz verdadera cuando creemos (Rom. 15:13). Pero cuando contemplamos nuestros sentimientos y apartamos nuestros ojos del Señor, toda esa alegría y paz nos abandona. Madame Guyon parece haber cometido ese gran error, y durante siete años se mantuvo a la espera de sentimientos y emociones antes de aprender a vivir por sobre ellos y por la simple fe en Dios. Descubrió entonces que la vida de fe es mucho más elevada, santa y dichosa que aquella dominada por los sentimientos y emociones. Había estado pensando más en éstas que en el Señor, más en el don que en el Dador; pero finalmente su vida se alzó victoriosa por sobre las circunstancias y los sentimientos.
Casi siete años después de haber perdido su alegría y emoción, comenzó a tener correspondencia con el padre La Combe, a quien ella guiara a la salvación por la fe años antes. Él fue ahora el instrumento para llevarla hasta la luz límpida y a los rayos del sol de la experiencia cristiana, mostrándole que Dios no la había olvidado como imaginaba, sino que él estaba crucificando el “yo” en la vida de ella. La luz comenzó a surgir en su interior, y la oscuridad gradualmente se fue.
Ella marcó el día 22 de julio de 1680 como el día en que el padre La Combe debería orar especialmente a su favor, en caso de que su carta llegase a tiempo a sus manos. Aunque la distancia era grande, la carta llegó providencialmente a tiempo, y tanto él como Madame Guyon pasaron aquel día en ayuno y oración. Fue un día que quedó grabado en su memoria. Dios oyó y respondió sus oraciones. Las nubes oscuras se desvanecieron de su alma, y torrentes de gloria tomaron su lugar. El Espíritu Santo le abrió los ojos, a fin de reconocer que sus aflicciones eran en verdad las misericordias de Dios ocultas. Eran como túneles tenebrosos que sirven de atajo, a través de montañas de dificultades, hacia los valles de bendiciones que surgieron más adelante. Eran los carros de Dios que la llevaban a lo alto, en dirección al cielo. El vaso había sido purificado y adecuado para su habitación, y el Espíritu de Dios, el Consolador celestial, venía ahora a morar en su corazón. Toda su alma se llenó entonces de su gloria, y todas las cosas parecían plenas de alegría.
En sus “Torrentes espirituales”, describiendo la experiencia que había disfrutado, ella anota: “Sentía una paz profunda que parecía invadir mi alma entera, resultante del hecho de que todos mis deseos eran satisfechos en Dios. Nada temía; esto es, al analizar sus últimos resultados y relaciones, porque mi fe muy sólida ponía a Dios al frente de todas las perplejidades y sucesos.”
En otro punto dice: “Una característica de este grado más elevado de experiencia era una sensación de pureza interior. Mi mente se sentía tan unida a Dios, tan ligada a la naturaleza divina, que nada parecía tener poder para mancillarla y disminuir su pureza. Experimentaba la verdad de la declaración bíblica: Todas las cosas son puras para los puros”. Y, de nuevo, afirma: “A partir de aquella época, percibí que gozaba de libertad. Mi mente pasó a experimentar notable facilidad para hacer y sufrir todo lo que se presentase a la orden de la providencia de Dios. La orden de Dios se volvió su ley”.
Fructificación y plenitud
La vida de Madame Guyon pasó a caracterizarse entonces por gran sencillez y poder. Después de haber encontrado el camino de la salvación por la fe, ella fue el canal que condujo a muchas personas en Francia a la experiencia de la conversión o regeneración. Y ahora, desde que había pasado por una experiencia personal más profunda, rica y plena, comenzó a llevar a muchos otros a la experiencia de la santificación por la fe, o a una experiencia de “victoria sobre la vida del ‘yo’, o muerte del ego”, como acostumbraba llamarla.
Su alma ardía con la unción y el poder del Espíritu Santo, y donde iba era asediada por multitudes de almas hambrientas, sedientas, que venían a ella a fin de obtener el alimento espiritual que sus pastores no podían darles. Reavivamientos de la fe se iniciaban en casi todo lugar que visitaba, y en toda Francia cristianos sinceros comenzaban a buscar la experiencia más profunda que ella enseñaba.
El padre La Combe comenzó a difundir la doctrina con gran unción y poder. Luego, el gran Fénelon fue llevado a una experiencia más completa mediante las oraciones de Mme. Guyon, y él también comenzó a respaldar sus enseñanzas a través de Francia. Así, ellas penetraron en los círculos religiosos poderosos en la corte –entre los Beauvilliers, los Chevreuses, los Montemarts –quienes estaban bajo su dirección espiritual.
Fueron tantas las personas que pasaron a renunciar a su mundanalidad y pecaminosidad, y a consagrarse enteramente a Dios, que los sacerdotes y maestros mundanos comenzaron a sentirse condenados, y se dispusieron a perseguir a Madame Guyon y al padre La Combe, Fénelon y todos los demás que seguían la doctrina del “amor puro” o “muerte completa para la vida del yo”.
El padre La Combe fue arrojado a prisión y tan cruelmente torturado que su razón fue afectada. El corrupto y disoluto rey Luis XIV finalmente arrestó a Madame Guyon en el convento de Santa María. Mas ella había aprendido a sufrir, y soportó con paciencia las persecuciones, creciendo cada vez más espiritualmente. Sus horas en prisión las empleaba en la oración, en la adoración, y escribiendo, aunque estuviese enferma por la falta de aire y otras inconveniencias en su pequeña celda.
Después de ocho meses, sus amigos consiguieron libertarla. Los enemigos habían intentado envenenarla cuando se hallaba en prisión, y ella sufrió por siete años los efectos del veneno. Sin embargo, sus obras eran ya vendidas y leídas en Francia y en muchas otras partes de Europa. A través de ellas, multitudes fueron llevadas a Cristo y a una experiencia espiritual más profunda.
En 1695 fue nuevamente encarcelada por orden del rey, siendo ahora llevada al castillo de Vincennes. Al año siguiente, fue transferida a una prisión en Vaugiard. En 1698 la llevaron a una mazmorra en la Bastilla, la histórica y odiada prisión de París. Allí permaneció siete años, mas era tan grande su fe en Dios, que la celda le parecía un palacio. Después fue desterrada a un pueblo de la diócesis de Blois, donde pasó unos quince años en silencio y aislamiento con su hijo. Así pasó el resto de su vida al servicio del Maestro, muriendo en perfecta paz, y sin siquiera una sombra en cuanto a la plenitud de sus esperanzas y alegría, en el año 1717, a los 69 años de edad.
Madame Guyon dejó cerca de sesenta volúmenes escritos por ella. Muchos de sus más bellos poemas y algunos de sus libros más valiosos fueron escritos durante sus años de prisión. Algunos himnos son muy conocidos, y sus escritos fueron una poderosa influencia para el bien en este mundo de pecado y sufrimiento. Su experiencia cristiana tal vez sea mejor descrita en las siguientes palabras salidas de su pluma:
“Nada me queda, ni lugar ni tiempo;
mi país es cualquiera;
me siento tranquila y libre de cuidados,
en cualquier lugar, pues allí Dios está”.
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Seleccionado de “Deeper Experiences of Famous Christians”.
.Una revista para todo cristiano • Nº 22 • Julio - Agosto 2003
PORTADA
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Andrew Murray, el notable predicador y escritor sudafricano, autor de más de 250 libros, es uno de los grandes maestros dados por Dios a la Iglesia. Su vasta obra es una continua fuente de inspiración para cristianos de diversas generaciones.
Una pluma inspirada
Andrew Murray nació en Sudáfrica el 9 de mayo de 1828, en el seno de una familia escocesa. Su padre era un pastor vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia y a la Iglesia Reformada Holandesa, lo cual fue decisivo en la formación del fervoroso espíritu holandés de Murray.
Fue enviado por su padre a Escocia a los diez años de edad, para recibir una completa formación académica. En ese tiempo, un gran avivamiento espiritual estaba sacudiendo ese país. El hombre que Dios usó para llevarlo a cabo fue el joven ministro William C. Burns, quien llegó a tener una gran influencia sobre Andrew, ya que con él compartía largas veladas en casa del tío John Murray.
Seis años más tarde, Andrew viajó a Holanda para completar sus estudios. Estando en Utrecht experimentó el nuevo nacimiento, a los 16 años de edad.
Tras diez años de ausencia, Andrew retornó a Sudáfrica como pastor y evangelista. Su disposición juvenil y juguetona era tan sobresaliente, que cautivó el corazón de sus hermanos pequeños, los cuales solían decir: “Nuestro hermano Andrew ¿es realmente un pastor? ¡Parece exactamente como uno de nosotros!”.
Cuando Murray tenía 28 años de edad contrajo matrimonio con Emma Rutherford, la hija menor de un pastor inglés de la Ciudad de El Cabo. Tuvieron 10 hijos. La ayuda de Emma fue vital en su ministerio, especialmente en su labor como escritor.
En 1860 vino un gran avivamiento sobre Sudáfrica, tal como un par de años antes había venido sobre Estados Unidos y Europa. Murray fue testigo de este avivamiento mientras pastoreaba en Worcester. En un comienzo, temiendo que se tratara de una simple oleada de emoción, Murray trató de detener su fuerza entre los jóvenes de su congregación, pero hubo de rendirse ante los sólidos frutos que comenzó a ver en la vida de muchos cristianos.
Sin duda, esta fue una experiencia que influyó por el resto de su vida y que lo sumergió en las profundidades del caminar en el Espíritu que había anhelado y por el cual tanto había orado. Desde entonces la predicación de Murray adquirió una calidad intangible tan sobrenatural que de verdad puede decirse que ministraba “en el poder del Espíritu”.
Sin embargo, Murray era poseído permanentemente por un sentimiento de insatisfacción respecto de su propio ministerio. Al mirar el estado espiritual de sus ovejas se echaba sobre sí la responsabilidad de su falta de edificación. A veces hasta llegaba a desanimarse. De ahí surgió la visión de enseñar acerca de cómo permanecer en Cristo para una vida espiritual más profunda. “Hay que conducir a los hijos de Dios al secreto de tener la posibilidad de una comunión ininterrumpida con Jesús de una manera personal” – decía.
En 1877, viajó por primera vez a los Estados Unidos y participó de muchas conferencias de santidad allí y en Europa. Su teología era conservadora, y se oponía francamente al liberalismo.
En la escuela del dolor
Andrew Murray aprendió sus más preciosas lecciones espirituales por medio de la “escuela del dolor”, principalmente después de que en 1879 lo aquejara una seria enfermedad a la garganta que lo dejó sin voz por casi dos años. Después de buscar al Señor en oración incesante, fue sanado en el Hogar “Bethshan”, en Londres, fundado por W.E. Boardman, autor del libro “El Señor tu Sanador”. Su sanidad fue tan completa que nunca más tuvo ningún problema con su garganta. A pesar del gran esfuerzo a que la sometía permanentemente, su voz mantuvo tal fuerza y musicalidad que asombraba a todos. Como resultado de esa experiencia, Murray vino a creer que los dones milagrosos del Espíritu Santo no se limitaban a la iglesia primitiva.
Su hija menor, Annie, quien fuera por largos años su secretaria privada, testificó así después de la enfermedad de su padre: “Fue después del ‘tiempo de silencio’ que Dios se acercó tanto a mi padre y que él vio más claramente el significado de una vida de completa entrega y de fe sencilla. Entonces empezó a mostrar en todas sus relaciones esa permanente ternura, esa serena benevolencia y esa consideración sin egoísmo hacia los demás. Todo esto fue lo que caracterizó su vida cada vez más y más. Poco a poco también se fue desarrollando en él esa maravillosa, sobria y bella humildad que nunca hubiera podido fingir, sino que solamente podía ser la obra del Espíritu que moraba en él, y que podían sentir inmediatamente todos los que llegaron a tener contacto con él”.
Otras experiencias dolorosas para Andrés Murray fueron dos accidentes que tuvo mientras viajaba en carro cuando realizaba sendas giras evangelísticas Como producto de la primera se fracturó un brazo, y en la segunda recibió una seria lesión en una pierna y en su columna vertebral. Las secuelas de estos accidentes fueron duraderas, pues desde entonces Murray cojeó al caminar. Para él, éste fue su Peniel, porque a partir de estas experiencias Murray se convirtió en un príncipe que persuadía a Dios en una forma mayor a través de la oración. Fue conducido hacia una vida de oración aún más profunda y aprendió lo que era realmente el poder de la intercesión. “Sus extraordinarios libros sobre la oración –escribió Annie– fueron todos escritos después de ese último accidente, y la influencia que han tenido no puede ser medida por hombre alguno. Dios se glorificó a sí mismo en su servidor, y a pesar de su cojera, vivió hasta completar una buena vejez.”
Keswick
En 1895, Andrew Murray fue invitado a la Convención de Keswick, en Inglaterra. Esta Convención, que se realizaba todos los años, era conocida en todo el mundo cristiano por promover una mayor intensidad espiritual. La enseñanza de Keswick enfatizaba la necesidad de que cada hijo de Dios fuera lleno y guiado permanentemente por el Espíritu Santo, lo cual lo capacitaría para vivir aquí en la tierra una vida agradable a Dios. También enfatizaba la limpieza completa de los pecados mediante la sangre preciosa de Jesús y la necesidad de una entrega más completa al Señor. Murray sintió desde el principio mucha afinidad con esta enseñanza, pues la había estado predicando desde antes de conocer el movimiento de Keswick. En aquella oportunidad, los mensajes de Murray estuvieron llenos de poder, a pesar de que su aspecto físico era débil. “Uno siente la presencia de Cristo todas las veces que uno está con él”, era el comentario corriente.
Al describir el efecto que Murray ejerció sobre los que le escucharon en Keswick, Evan H. Hopkins, el timonel de esa Convención, dijo: “Sus mensajes tocaron la cuerda sensible en muchas personas, con un poder poco común … parecía como si nadie fuera capaz de escapar, como si nadie pudiera escoger otra cosa que no fuera dejar que Cristo mismo, en el poder de Su Espíritu vivo, fuera el Único en vivir en nosotros, aunque el costo fuera que nos tocara morir por causa de él … Al tratar el Sr. Murray esto, profundizando cada vez a medida que transcurrían los días, algunos de nosotros recordamos los primeros días de Keswick, cuando un temor reverente hacia Dios descendió sobre toda la asamblea, en una forma tal que el autor no ha vuelto a ver otra cosa igual …”.
Durante los últimos 28 años de su vida, Murray fue considerado el padre del Movimiento Keswick en Sudáfrica. Los resultados de las conferencias anuales en Sudáfrica fueron perdurables en las iglesias de la región. Muchos de los obreros que sobresalieron en las distintas iglesias y misiones, recibieron su inspiración y entrenamiento espiritual en estas reuniones.
Una de las características más sobresalientes de estas reuniones fue el gran número de personas que participaron en la experiencia específica de alcanzar la victoria y poder sobre el pecado.
El mensaje de Murray siempre era sencillo: “Venga a Jesús; permanezca en él; trabaje a través de él”. Repetidamente él hacía énfasis en la palabrita central “en”. “Las dos partes de la promesa: ‘Permaneced en mí y yo en vosotros’ encuentran su unión en esta palabrita tan significativa. No hay palabra más profunda en todas las Escrituras” – declaraba él.
Una noble vejez
A medida que Murray envejecía, su presencia causaba una fuerte impresión en todos quienes le conocían: “Como el árbol que produce más frutos se dobla cada vez más y casi se parte bajo el mismo peso, así entre más santo se volvía y entre más famoso se hacía, más humilde parecía y más se iluminaba su rostro con la gloria que estaba dentro de él.”
Cierta vez su hija le preguntó: “¿Qué haces ahí tan tranquilo, tomando el sol, padre?”. “Estoy pidiéndole a Dios que me muestre la necesidad de la iglesia y que me dé un mensaje para suplir esa necesidad” – contestó él.
Un amigo escribió: “Lo vi cinco meses antes de su muerte, y su venerable rostro brillaba como las montañas de los Alpes, que brillan con brillo del ocaso: tan radiante, tan benigno, con una pureza que salía de su interior”.
en su último cumpleaños se le preguntó si se sentía desilusionado porque Dios había permitido que su cojera y su sordera le impidieran llevar una vida más activa. “Es una decisión bondadosa de mi Padre –contestó tranquilamente–. Dios me ha excluido de la vida de actividad incesante en que yo me encontraba en los años anteriores, y me ha encerrado en una mayor quietud, en la que puedo dedicarle más tiempo a la meditación y a la oración. En la soledad y en el silencio, el Señor me da mensajes preciosos que trato de transmitir a los demás a través de mis escritos.”
Su exhortación a los que le acompañaron en su último cumpleaños –el número 88– fue: “Hijos de Dios, dejen que su Padre los conduzca. No piensen en lo que ustedes pueden hacer, sino en lo que Dios puede hacer en ustedes y a través de ustedes.”
Un generoso legado
Por creer en lo que Dios puede hacer por medio de la literatura, Andrew Murray escribió más de 250 libros e innumerables artículos. Su obra tocó y toca a la Iglesia en el mundo entero por medio de profundos escritos, entre los que destacan “El Espíritu de Cristo”, “El más Santo de todos”, “Con Cristo en la Escuela de la Oración”, “permaneced en Cristo”, “Criando sus Hijos para Cristo” y “Humildad”. Sus libros son considerados clásicos de la literatura cristiana. Sin embargo, pese a escribir tantos libros, nunca quiso escribir su autobiografía.
Murió el 18 de enero de 1917, tal como lo había anunciado: en su cama y rodeado de sus hijos. Su esposa había muerto doce años antes.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 22 • Julio - Agosto 2003
PORTADA
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Testimonio personal de Andrew Murray
Dado en la Convención de Keswick, en 1895
Encontramos las siguientes palabras en el Salmo 78:34: “Si los hacía morir, entonces buscaban a Dios”. Cuando me pidieron que diera mi testimonio, yo dije que tenía dudas en cuanto a su conveniencia. Todos sabemos cuán útil es el testimonio de un hombre que pueda decir: “Allí estaba yo; me arrodillé y Dios me ayudó y así entré a una vida mejor”. Sin embargo, yo no puedo decir tal cosa, aunque sé cuánta bendición me han traído con frecuencia tales testimonios para el fortalecimiento de mi propia fe. Quienes deseaban que yo hablase, me dieron esta respuesta: “Tal vez existan muchos en Keswick para quienes un testimonio acerca de una vida de grandes luchas y dificultades sea útil.” Yo respondí: “Si fuere así, déjenme contar, para la gloria de Dios, cómo él me ha conducido.”
Algunos de ustedes habrán oído cómo he hecho énfasis en las dos etapas de la vida cristiana, y del paso de una a la otra. Los primeros diez años de mi vida espiritual los pasé abiertamente en la etapa inferior. Yo era un ministro muy celoso, serio y feliz como ningún otro, en lo tocante al amor por el trabajo. Sin embargo, mi corazón ardía con una insatisfacción e inquietud inexpresables. ¿Por qué? Yo nunca había aprendido, a pesar de mi teología, que la obediencia era posible. Mi justificación por la fe era tan clara como la luz del día. Yo sabía la hora en que recibí de Dios la alegría del perdón.
Recuerdo que en mi pequeño cuarto en Bloemfontein, yo acostumbraba a sentarme y pensar: “¿Cuál es el problema? Aquí estoy yo, consciente de que Dios me justificó en la sangre de Cristo, pero no tengo poder para el servicio”. Mis pensamientos, mis palabras, mis acciones, mi infidelidad – todo me preocupaba. Aunque a mi alrededor todos pensaban que yo era uno de los hombres más consagrados, mi vida estaba llena de la más profunda insatisfacción. Yo luchaba y oraba lo mejor que podía.
Cierto día estaba conversando con un misionero. No creo que él mismo supiese mucho sobre el poder de la santificación – él lo habría admitido. Cuando estábamos conversando, al notar mi sinceridad, él dijo: “Hermano, recuerde que cuando Dios pone un deseo en el corazón, él lo cumple”. Eso me ayudó; pensé en esas palabras más de cien veces. Quiero decirles lo mismo a ustedes que están arrastrándose y luchando en el pantano del desamparo y la duda. El deseo que Dios ponga en sus corazones, él lo cumplirá.
Dios le mostrará su lugar
Yo fui grandemente ayudado en esa época leyendo un libro titulado “Parábolas de la naturaleza”. Una de esas parábolas muestra que después de la creación de la tierra, un cierto día se encontraron un grupo de grillos. Uno de ellos comenzó a decir: “Oh, me siento tan feliz. Durante algún tiempo estuve saltando en busca de un lugar donde morar, pero no encontraba nada que me sirviese. Finalmente me metí dentro de la corteza de un viejo árbol y concluí que ése era el lugar ideal para mí.” Otro dijo: “Yo estuve allá un tiempo, pero no me gustó (era un grillo de campo). Finalmente, me subí a una alta mata de hierba y cuando estaba agarrado a ella y balanceándome al viento, sentí que aquél era el lugar para mí”. Entonces un tercer grillo declaró: “Bien, yo probé con la corteza del viejo árbol y también con la mata de hierba, pero siento que Dios no hizo un lugar para mí y me siento infeliz.”
Entonces la anciana mamá-grillo habló: “Mi hijo: no hable así. Su Creador nunca hizo a alguien sin preparar un lugar para él. Espere y usted lo hallará a su debido tiempo.” Algún tiempo después los mismos grillos se encontraron de nuevo y comenzaron a conversar. La anciana madre dijo: “Ahora hijo mío, ¿qué cuenta usted?”. El grillo respondió: “Lo que la señora dijo aquella vez era verdad. ¿Se acuerdan ustedes de aquellas personas extrañas que estaban aquí? Construyeron una casa e hicieron su hogar, y ¿saben qué? cuando me introduje allí, cerca del fuego, me sentí calentito y descubrí que ese era el lugar que Dios había hecho para mí”.
Esa pequeña parábola me ayudó muchísimo. Si alguien está diciendo que Dios no tiene un lugar para él, confíe en el Señor y espere; Él le ayudará y le mostrará su lugar. Usted sabe cómo Dios guió a Israel durante los cuarenta años en el desierto; así también fue mi tiempo por el desierto. Yo estaba sirviendo al Señor de todo corazón; sin embargo, frecuentemente todo oscurecía y mi corazón clamaba: “Estoy pecando contra el Dios que me ama tanto”.
Así el Señor me guió hasta completar once o doce años en Bloem-fontein. Después me llevó a otra congregación, en Worcester, más o menos en la época en que el Espíritu Santo de Dios estaba siendo derramado en América, Escocia e Irlanda. En 1860, cuando yo completaba seis meses en esa congregación, Dios derramó su Espíritu en respuesta a mi predicación, especialmente cuando yo viajaba de un lado a otro del país, y recibí una bendición indescriptible. La primera edición holandesa de mi libro “Permaneced en Cristo” fue escrita en aquella época. Sería bueno mencionar que un ministro o autor cristiano puede frecuentemente ser llevado a decir más de lo que ha experimentado.
En ese entonces yo no había experimentado todo lo que escribí. No puedo decir que lo he experimentado todo perfectamente, ni siquiera ahora mismo. Pero si fuéremos sinceros al buscar, confiando en Dios en todas las circunstancias y recibiendo siempre la verdad, Él hará que ella permanezca en nuestros corazones. Pero permítanme advertirles a no hallar mucha satisfacción en sus propios pensamientos o en los pensamientos de otros. Los más profundos y más hermosos pensamientos no pueden alimentar el alma, a menos que usted vaya a Dios y deje que Él le conceda realidad y fe.
Buscando y recibiendo
Dios me ayudó, y durante siete u ocho años seguí adelante, siempre investigando y buscando, pero también siempre recibiendo. Lo que queremos es confiar más en Dios. Él me ayudó a confiar en él, en las tinieblas y en la luz. Después, en 1870, vino el gran Movimiento de Santidad. Las cartas que aparecieron en la revista “El Despertar Espiritual” me tocaron profundamente, y estuve en comunión íntima con lo que sucedió en Oxford y Brighton, y todo eso me ayudó.
Si he de hablar sobre mi consagración, tal vez pudiese contar sobre una noche en mi escritorio en Ciudad de El Cabo. Sin embargo, no puedo decir que eso fuera mi liberación, porque yo todavía estaba luchando. Yo diría que lo que nosotros necesitamos es la obediencia completa. No seamos como Saúl, que después de haber sido ungido, falló en el caso de Agag, en aceptar el juicio máximo de Dios contra el pecado.
Más tarde, mi mente se concentró mucho en el bautismo del Espíritu Santo, y me entregué a Dios tan completamente como pude, para recibir este bautismo del Espíritu. Pero todavía me sentía un fracasado; que Dios me perdone por eso. De alguna forma, era como si yo no pudiese conseguir lo que quería. A través de todos estos tropiezos, Dios me condujo, sin ninguna experiencia especial que pueda mencionar. Pero ahora, cuando miro hacia atrás, creo que Él me estaba dando más y más de su bendito Espíritu, si lo hubiese yo sabido mejor.
Últimas enseñanzas
Tal vez mi ayuda a ustedes sea mayor si yo no hablase de alguna experiencia en especial, sino de lo que Dios me ha dado ahora en contraste con los diez primeros años de mi vida cristiana.
En primer lugar, he aprendido a presentarme delante de Dios cada día, como un vaso listo para ser llenado de su Espíritu Santo. Él me ha llenado de la bendita seguridad de que, como eterno Dios, ha asegurado su propia obra en mí. Si existe una lección que estoy aprendiendo día a día es ésta: que Dios es quien obra todo en todos. ¡Oh, si yo pudiese ayudar a cada hermano o hermana a comprender eso! Voy a decirles dónde ustedes probablemente están fallando: Todavía no creen de todo corazón que Él está desarrollando su salvación en ustedes. Ustedes pueden dar fe de que si un pintor comienza una pintura, él debe saber cómo va cada tonalidad y cada toque en el lienzo. Asimismo, ustedes dan fe que si un carpintero fabrica una mesa o un banco, él sabe cómo hacer su trabajo. Pero ustedes no creen que el Dios eterno esté formando la imagen de su Hijo en ustedes, como cualquier hermana aquí haría una labor de fantasía o adorno siguiendo el modelo en cada detalle.
Piense en esto: “¿No podrá Dios obrar en mí el objeto de su amor?”. Esta labor debe ser perfecta, cada punto necesita estar en su lugar. Así que, recuerde: ningún minuto de su vida debe pasar sin Dios. No creemos en eso; más bien queremos que Dios aparezca de vez en cuando – por ejemplo, por la mañana; y después pasamos dos o tres horas por nuestra cuenta, y entonces Él puede aparecer de nuevo. ¡No! Dios debe ser, en cada momento, aquel que trabaja en su alma.
Una vez estaba predicando, y vino una señora a hablar conmigo. Era una mujer muy religiosa, y yo le pregunté: “¿Cómo le va?”. Su respuesta fue: “Ay, como siempre, a veces luz, a veces tinieblas”. “Mi querida hermana, ¿dónde encontramos eso en la Biblia?”. Ella dijo: “Tenemos el día y la noche en la naturaleza, y así exactamente ocurre con nuestras almas”. “¡No, no! En la Biblia nosotros leemos: ‘Tu sol no se pondrá jamás’. Déjeme creer que soy hijo de Dios, y que el Padre, en Cristo, a través del Espíritu Santo, puso su amor en mí y puedo habitar en su presencia, no sólo esporádicamente, sino permanentemente. El velo fue rasgado; el lugar Santísimo fue abierto. Por la gracia de mi Dios, debo hacer de ese lugar mi habitación, y allí mi Dios me va a enseñar lo que yo nunca podría haber aprendido mientras estuve al lado de afuera. Mi hogar es siempre el amor constante del Padre que está en los cielos.
Sólo el comienzo
Ustedes me preguntarán: “¿Usted está satisfecho? ¿Consiguió todo lo que quería?”. ¡Dios no permita tal cosa! Con el sentimiento más profundo de mi alma puedo decir que estoy satisfecho con Jesús ahora, pero existe también la conciencia de cuánto más plena puede ser la revelación de la excelente grandeza de Su gracia. Nunca dudemos en decir: “Esto es sólo el comienzo”. cuando somos llevados para adentro del lugar Santísimo, estamos apenas comenzando a ocupar nuestra posición correcta con el Padre.
Que Dios nos muestre nuestra propia insignificancia y nos transforme a la imagen de su Hijo, ayudándonos para salir y ser una bendición para nuestros semejantes. Confiemos en Él y alabémoslo, aun estando conscientes de nuestra completa indignidad, conociendo nuestro fracaso y nuestra tendencia pecaminosa. De todas maneras, creamos que nuestro Dios se complace en habitar en nosotros y esperemos incesantemente Su gracia aún más abundante.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 21 • Mayo - Junio 2003
PORTADA
La crisis espiritual de Johannes Tauler
Johannes Tauler nació en Strassburg, Alemania, cerca del año 1290. Discípulo de Johannes Eckart, fue uno de los más prominentes representantes del misticismo medieval alemán, y uno de los mayores predicadores de su tiempo. Hizo mucho para preparar el camino para Lutero y la Reforma.
Su don de la predicación era tan grande que “toda la ciudad pendía de sus labios”. Usaba de un lenguaje sencillo, y traía gran consuelo al corazón de sus oyentes con el mensaje del evangelio, en días muy difíciles. Predicaba la necesidad de arrepentimiento, el sacerdocio universal de los creyentes, mostrando que Jesús mora en el corazón de todos los creyentes.
Cierto día, Tauler quedó muy sorprendido cuando un humilde suizo, perteneciente a la Sociedad de los “Amigos de Dios”, llamado Nicolás de Basle, atravesó las montañas, entró en su lugar de culto, y le dijo:
–¡El Dr. Tauler necesita morir! Antes de que pueda hacer su mayor trabajo para Dios, para el mundo y para la ciudad, el señor necesita morir para sí mismo, para sus dones, su popularidad y hasta incluso su bondad, y cuando hubiere aprendido el total significado de la cruz, tendrá un nuevo poder ante Dios y los hombres.
Al principio él se sintió ofendido con esta intromisión, pero por fin dejó su púlpito por algún tiempo, y se recogió para meditar, orar y hacer un examen de su corazón. A medida que la visión de volvió más clara, él vino a reconocer cuánto de su ministerio había sido inspirado por el arraigado deseo de impresionar, no simplemente por amor a Cristo, sino procurando mantener y aumentar su propio prestigio.
Finalmente, acabó por dejar la “gloria de la vida mortal” al pie de la cruz, y resolvió tener un solo objetivo, sólo uno, Jesucristo y éste crucificado. A partir de aquel momento su predicación comenzó a ayudar a las personas como nunca lo hiciera antes.
Cuando vinieron los reformadores, en siglos posteriores, reconocieron en Tauler un predecesor suyo, como Wiclife y Juan Huss. La obra de Lutero le debe mucho a este piadoso místico alemán, y él mismo solía recomendar la lectura de sus sermones a los jóvenes.
Johannes Tauler murió en 1361.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 21 • Mayo - Junio 2003
PORTADA
He aquí la historia de Evan Henry Hopkins, quien fuera por casi cuarenta años el mentor y guía de la famosa Conferencia de Keswick, en la segunda mitad del siglo XIX, una de las más fructíferas en la historia de la Iglesia.
Era un sermón encarnado
Evan Hopkins nació en Inglaterra en 1837. Siendo muy joven se graduó en una Universidad como Ingeniero de Minas. A los 26 años, ayudado por un guardacostas, Evan Hopkins fue salvo. Curiosamente, para el guardacostas, Evan fue su primer convertido, pues él mismo se había convertido ¡el día anterior!
Sintiendo un gran deseo de conocer más la Palabra de Dios, Hopkins entró a la “Escuela de Teología” del “King’s College”, en Londres. Al concluir sus estudios, fue ordenado pastor de la “Iglesia de Inglaterra”.
Por la excelente preparación que recibió, tanto en la Universidad como en la “Escuela de Teología”, Evan Hopkins era un hombre muy educado y culto.
Procuraba trabajar diligentemente y el Señor pudo usarlo mucho. Ayudó a innumerables hermanos. Por diez años, Evan Hopkins realmente se dedicó al servicio de su Maestro. Pero, después de todos esos años de tanto trabajo, él no se sentía satisfecho. Por esos diez años él estaba con hambre y deseaba algo que lo pudiese satisfacer. Evan Hopkins sentía que no podía exponer tal situación a los otros hermanos, pues todos le miraban con cierta confianza. Él, que procuraba animar a los hermanos a seguir al Señor, se sentía insatisfecho y con hambre.
Un encuentro especial con su Señor
Cierto día, en mayo de 1873, cuando tenía 36 años, Evan Hopkins fue invitado a participar de una pequeña reunión. Estaba ocurriendo en aquella época un gran mover del Espíritu en Europa. El Señor estaba usando grandemente al hermano Robert Pearsall Smith, un cuáquero americano, y muchos hermanos eran llevados a ver al Señor de una nueva forma, en pequeñas reuniones, conocidas como “reuniones de consagración”. Al llegar al local donde se realizaría la reunión, Evan Hopkins quedó sorprendido al ver que, junto con él, había dieciséis invitados muy conocidos y famosos. Él pensaba que era el único predicador que, a pesar de haber sido usado por el Señor para ayudar a otros hermanos, se sentía sin poder, hambriento e insatisfecho interiormente.
Smith predicaba que la santificación, lo mismo que la justificación, se recibía por medio de la fe. Evan Hopkins nunca pudo olvidar aquel día. Él lo llamó “aquel día de mayo”. En aquella reunión él se encontró con su Booz. En aquellos diez años anteriores él estuvo, diligentemente, recogiendo en el campo, ayudando a otros a recoger, pero aquel día sus ojos fueron abiertos y él oyó acerca del hecho de “Permaneced en mí”.
Su esposa testificó más tarde diciendo: “Yo me acuerdo bien de su regreso a casa, profundamente tocado por lo que vio y experimentó. Él me dijo que se sentía como alguien que hubiera visto una tierra amplia y linda, donde fluye leche y miel. Esta tierra debía ser poseída. Era de él. A medida que la describía, percibí que había recibido una bendición desbordante, mucho más de lo que yo conocía.”
Más tarde, a través de un versículo, el Señor le dio una luz, le abrió los ojos, y por el resto de su vida él no se separó más de ese versículo. Está en 2ª Corintios 9:8: “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”. A través de esta palabra “toda” que aparece repetidamente en este versículo, sus ojos fueron abiertos. Él comenzó, entonces, a ver toda la suficiencia de Cristo. Por eso dice que vio la tierra que fluye leche y miel, que debe ser poseída y que era de él.
Ahora él tenía la luz. Por toda la historia de la Iglesia esta antorcha de luz ha pasado de mano en mano. Y el Señor lo capacitó también para pasar esta luz a otros, para que ellos, a su vez, también la pasen más adelante, para que sepamos que debemos permanecer en Cristo. Evan Hopkins pudo ayudar grandemente a otros hermanos. Él recibió la antorcha de luz del Señor y la pasó a otros hermanos.
Durante algunos años, el Señor usó maravillosamente aquellas pequeñas “reuniones de consagración”. Ahora, pues, el Señor comenzó a hacer algo más.
El Señor hace algo en una escala mayor
En 1874, en el verano, hubo una conferencia de una semana en Broadlands. Estaban allí cerca de 100 hermanos reunidos, procedentes de diferentes localidades y circunstancias, pero que, habiendo sido atraídos por el Señor, quisieron reunirse durante esos días. Entre ellos había algunos teólogos que habían ido con una mente muy crítica; pero, por haber sido, de alguna forma, atraídos por el Señor, ellos acudieron. Estos hermanos resolvieron hacer esta conferencia porque ya se habían encontrado algunas veces, en diversos lugares, en las “reuniones de consagración”, y tuvieron un gran deseo de poder reunirse en una conferencia para compartir sus experiencias. Aunque había muchas diferencias entre ellos, el punto común que había era muy fuerte y vital, era Cristo mismo. Cristo era su centro de atracción.
La experiencia fue tan buena que resolvieron tener otra conferencia en el mes siguiente. Así fue cómo en agosto de 1874, en Oxford, tuvieron su segunda conferencia, pero esta vez no de una semana, sino de 10 días. El Señor realizó una gran obra allí. Evan Hopkins fue uno de los conferencistas, y el Señor lo usó para entregar un mensaje que estaba en Su corazón. El río de vida fluía del trono de la gracia.
Los hermanos allí presentes fueron profundamente tocados por el Señor, y llevados a ver aquella misma luz que Evan Hopkins había visto. Había allí muchos líderes famosos. Uno de ellos fue especialmente ayudado cuando Evan Hopkins habló sobre la historia del hombre noble cuyo hijo estaban enfermo: “En el camino de ida hacia Jesús aquel hombre tenía fe, la fe que busca. Pero en el camino de vuelta hacia su casa, él tenía la fe que descansa”. Aquel hermano se sintió en la misma situación de aquel hombre noble. Su fe en el Señor era una fe que buscaba. Pero a través de aquella palabra, él simplemente descansó en la Palabra de Jesús.
Dentro de dos meses hubo otras dos conferencias donde también el Señor obró grandemente. Y en el año siguiente, una vez más el Señor reunió a su pueblo. Desde el 29 de mayo al 7 de junio, siete mil hermanos se reunieron. Veintitrés naciones estuvieron allí representadas. Y nuevamente el Señor visitó a su pueblo con su Palabra.
La próxima conferencia fue en julio, en una bella ciudad inglesa llamada Keswick. Y a partir de esa época, cada año, en el mes de julio, el Señor reunía allí a su pueblo y lo suplía con su Palabra. Durante 39 años, Evan Hopkins siempre estuvo presente en las conferencias en Keswick. No sólo como conferencista, sino también como gran líder, casi como un piloto que se quedaba en la parte posterior cuando otros hermanos estaban al frente. Él estaba siempre escondido, pero el Señor realmente lo usó, y de una forma muy especial.
El gran tema de Keswick era, según Frances Ridley Havergal: “La santidad por medio de la fe en Jesús, no por esfuerzo propio”. Watchman Nee cierta vez dijo que el púlpito de Keswick era, en aquella época, el más elevado púlpito del mundo. Allí, durante esos 39 años, el Señor suplió abundantemente a su pueblo con su Palabra.
Foulleton dice, respecto de Hopkins: “La santidad que él predicaba era más que una teoría, era su propia vida. Otros eran apenas conferencistas, él era un líder. Evan Hopkins era el poder detrás del trono. Él no sólo era el teólogo de Keswick, sino que era también el guardián del púlpito. Por un lado, estaba atento para descubrir nuevas voces que pudiesen dar testimonio de la verdad. Por otro, procuraba impedir la aceptación de cualquier persona para predicar que no tuviese la experiencia personal de las cosas que predicaba.”
Alex Smellie, uno de sus biógrafos, escribió: “Él era un sermón encarnado. El brillo de la Patria mejor –donde invertía sus días y noches– temblaba en su alma y se articulaba en sus palabras; era un brillo no solamente audible, sino visible”. Él era llamado por las personas como “el amado Evan Hopkins”. F.B. Meyer dice respecto de él: “nuestro hermano siempre nos da evidencias de claridad en sus declaraciones, de precisión en las Escrituras, y nos da la ilustración adecuada, que es la marca que caracteriza su ministerio.” Por ejemplo, cierta vez él ilustró una verdad de la siguiente forma. “Tome una barra de fierro. Ella puede decir: soy negra, fría y dura. Pero colóqueme en el fuego y yo diré que soy roja, caliente y maleable. Apenas la barra esté en el fuego y el fuego esté en la barra.” Esto ejemplifica nuestra unión con Cristo. Como esta barra, así somos nosotros –negros, fríos y duros– pero colocados en el fuego, y el fuego en nosotros, entonces somos completamente transformados.
Dificultades
Evan Hopkins también pasó por muchas dificultades. Entre ellas, la acusación de que en Keswick ellos predicaban herejías. Después de algunos años de conferencias en Keswick, las personas comenzaron a usar los términos “la enseñanza de Keswick” y “el movimiento de Keswick”. Evan Hopkins era considerado el teólogo de Keswick y fue acusado de estar predicando “la perfección sin pecado”, por el hecho de haber predicado no sólo la justificación por la fe, sino también la santificación por la fe.
En 1884, Evan Hopkins, a los 47 años, escribió un libro muy importante, para que las personas conociesen cuál era la teología aplicada en Keswick. Más tarde este libro se convirtió en un clásico. Se titula “La ley de la libertad en la vida espiritual”. Por ese libro podemos ver cómo el Señor confió un ministerio a Evan Hopkins que definitivamente ayudó a muchos. A fin de aclarar todos los malentendidos, Hopkins envió una copia a un hermano muy conocido en la época, para que él mismo hiciese un comentario y lo publicase en un determinado periódico. Este hermano leyó el libro y halló que era muy importante. Pensó que debería ser publicado y puesto en manos de los hermanos. Pero sintió que él no era una persona debidamente calificada para hacer un buen comentario, así que fue al diario y sugirió que ellos enviasen el libro a H.C.G. Moule, obispo de Durham, un famoso erudito de Cambridge.
Evan Hopkins y el Obispo Moule
H.C.G. Moule era un intelectual y leyó aquel libro analizando cuidadosamente cada detalle. Él ya había oído algo sobre la Conferencia de Keswick y, finalmente, escribió cuatro artículos comentando el libro. Eran cuatro artículos que contenían palabras contra aquel libro. Y como él era muy erudito, y muy preciso, todos lo oyeron.
Evan Hopkins había escrito el libro para aclarar cuál era, verdaderamente, la llamada “enseñanza de Keswick”, y ahora tenía cuatro artículos publicados hablando contra el libro, escritos por el obispo Moule.
Pero la vida de Evan Hopkins era el verdadero comentario de aquello que él enseñaba. Él realmente descansaba en el Señor. Él paró de hacer todo y descansó en el Señor. Y cuando él paró, el Señor comenzó a moverse.
Apenas dos meses después de haberse publicado el cuarto artículo, algo sucedió al obispo Moule. Más tarde él testificó sobre aquel día que nunca pudo olvidar. Fue un día que produjo un vuelco en su vida.
Él resolvió tomar unas vacaciones en casa de unos parientes que vivían en Keswick. Estos eran muy ricos, poseían una gran hacienda. Y era justamente en los graneros de su hacienda que muchos creyentes se reunían para la gran Conferencia de Keswick. Él fue invitado para ir a las reuniones, pero no quiso aceptar. Él sabía que era famoso y que todos le reconocerían.
Las personas veían su exterior: su erudición, su piedad, su fama, pero solamente él sabía que en su interior algo estaba fallando. Él reconocía que era muy brillante en la mente pero no en el corazón. Sólo él sabía que, después de escribir aquellas críticas sobre aquel libro, no se sentía feliz.
Pero el Señor, en su gran amor, le preparó esa ocasión maravillosa. En el principio, él se rehusó a asistir, pero más tarde él tuvo que aceptar. Entonces fue, con una mente muy crítica, y pensando no volver más. En realidad, él quedó bastante decepcionado con la reunión y decidió no ir otra vez. Pero el Espíritu Santo estaba operando en él, y acabó yendo de nuevo. Aquella noche dos hermanos hablaron. Uno de ellos era un comerciante que habló sobre el libro de Hageo, sobre “comer y no quedar satisfecho”. Más tarde el obispo H. Moule testificó que aquella palabra fue como un martillo golpeándole. Esa palabra penetró en él, y él sintió una verdadera agonía interior. Aquel hermano explicó el pasaje bíblico diciendo que de muchas maneras el “yo” religioso se entromete en las obras de Dios. El dedo de Dios apuntó esto en la vida de aquel Su siervo y él clamó en su interior: “¿Qué debo hacer para ser libertado de mí mismo?”. Entonces Dios le dio un segundo mensaje. Y éste fue dado por Evan Hopkins. La respuesta a la pregunta fue: “No haga nada”. Para el obispo H. Moule fue una gran sorpresa. Pero Evan E. Hopkins, sin saber que había ese clamor en el corazón de aquel hombre de Dios, continuó: “No haga nada. Entréguese al Señor como un esclavo. Por otro lado, confíe en Él para una poderosa victoria en su interior”.
Esta palabra realmente trajo una transformación en la vida del obispo Moule. Antes de dejar aquel local de reunión él hizo dos cosas delante del Señor. Primero, él se entregó al Señor como un esclavo. Más tarde, en su ministerio, él siempre hablaba de la historia de aquel esclavo. Él estaba contando su propia experiencia. Y entonces él confió en el Señor, con una nueva dirección, para que operase en él transformándolo a su imagen, lo cual solamente Cristo puede hacer.
No había más luchas en su interior, no había más fingimiento. Él confió en el Señor y dejó que Él operase. Él nunca pudo olvidar esta experiencia. Una enorme transformación se operó en este erudito.
Al volver a Cambridge, él escribió un libro que también llegó a ser un clásico cristiano: “Pensamientos sobre la santidad cristiana”. Y escribió el quinto artículo sobre aquel libro de Evan Hopkins. Él dijo: “Yo conocí al autor. Sé que él no está predicando la perfección sin pecado”. Y testificó cómo el mensaje de aquel querido hermano había transformado su vida.
Desde aquel momento en adelante Evan Hopkins y el obispo Moule se hicieron amigos. Y el obispo Moule se tornó también uno de los hermanos que se levantaron en el púlpito de Keswick para exponer la palabra.
Evan Hopkins no luchó, mas el Señor salió en su defensa. Y entonces el Señor pudo usar grandemente al obispo Moule.
Un pintor de buen humor
Evan Hopkins pintaba muy bien. Él gustaba de pintar con acuarela y sus pinturas preferidas eran rostros y conejos. Él pintaba muchos conejillos, con diversas poses, con diferentes ropas y con corbatas.
Tenía un gran sentido del humor. Cierta vez estaba hospedado en casa de unos hermanos, donde había una joven que dudaba en consagrarse al Señor. Ella hallaba que una persona espiritual era alguien que no podía sonreír, que tenía que usar ropas de colores oscuros, y que no podía ser atractiva. Pero al conocer a Evan Hopkins, ella quedó profundamente impresionada. Cierta vez que él no estaba en casa, ella tomó, del bolsillo de su chaleco, uno de los guantes que estaba roto, y lo cosió, regresándolo luego al bolsillo del chaleco. Él se fue, pero a los pocos días después esta joven recibió una carta. En esta carta Evan Hopkins había pintado dos guantes, uno al lado del otro. El primero tenía una rotura y el otro estaba cosido. Debajo del primer guante él escribió: “Como yo estaba”. Y debajo del segundo guante: “Como yo estoy. ¡Muchas gracias!”. El Señor usó esto para tocar a aquella joven y hacerle entender Su amor.
Permaneced en mí
Evan Hopkins tuvo tres hijos. Cuando eran todavía niños, ocasionalmente, había malentendidos entre ellos. Un día él llamó a su hijo mayor, Evan, entonces de seis años, a su sala de estudio. Le quería enseñar la importante verdad: “en Cristo”. Él deseaba que su hijo entendiese lo que significa “permanecer en Cristo”. Entonces colocó en sus manos una tarjeta y un lápiz. Hizo un círculo, colocó el lápiz en el centro y dijo al niño: “¿Ves este lápiz? Yo quiero que te mantengas en Cristo así como este lápiz está dentro del círculo. Dentro del círculo tú vas a encontrar todo para ser feliz, amable y obediente. Pero hay muchas pequeñas puertas alrededor del círculo y cuando tú sales por alguna de ellas tú te vuelves desordenado. No hay mal genio que pueda manifestarse si tú te mantienes del lado de adentro. Pero si tú sales por alguna puerta, tú te tornas desordenado”. Y entonces él mencionó al pequeño algunas de aquellas puertas.
Un cierto día, sus hijos pelearon nuevamente. Él oyó al mayor que estaba llorando. Entonces, fue donde él estaba y le preguntó qué había sucedido. La respuesta entre lágrimas fue: “Papi, yo salí del círculo”.
El niño estaba muy afligido, con miedo de no poder volver al círculo. Entonces Evan Hopkins le preguntó: “Evan, ¿por cuál puerta saliste?”. Él le respondió en seguida: “Por aquella puerta”. Su padre le explicó: “Si tú saliste por esa puerta, tú debes volver por esa misma”. Y los dos se arrodillaron con aquella tarjeta en frente, él confesó su pecado, y cuando se levantaron, su rostro estaba radiante. Sabía que había entrado en el círculo nuevamente, y que podía disfrutar de la presencia de Cristo.
Poseer la tierra
Como esos hermanos, nosotros debemos entrar en la experiencia de Rut. Si queremos saber lo que es la unión con Cristo, tenemos que permanecer en Cristo. La tierra que mana leche y miel delante de nosotros debe ser poseída. Es nuestra. Nosotros no sólo estamos en Cristo, sino que Cristo también está en nosotros. Ahora podemos decir: “Esto es nuestro”. Esta tierra no pertenece sólo a Booz. Por causa de nuestra unión con Él, podemos decir: “Es nuestra”. Ella fluye leche y miel y debe ser poseída.
“Permaneced en mí, y yo permaneceré en vosotros” (Juan 15:4)
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Tomado con permiso de “À Maturidade” (Adaptado).
.Una revista para todo cristiano • Nº 20 • Marzo - Abril 2003
PORTADA
Uno de los más grandes misioneros de todas las épocas, quien hizo más por el avance de la causa de las misiones durante el siglo XVIII fue el noble alemán, el conde Nicolaus Ludwig von Zinzendorf. Pero no sólo eso, él fue también un coherente defensor de la unidad de todos los cristianos.
El joven rico que dijo "Sí"
Nicolaus Ludwig von Zinzendorf nació en 1700 en una familia rica y noble. Desde 1662 todos los hombres del clan Zinzen-dorf portaban el título de “conde”, por lo cual Nicolaus es conocido también como el Conde Zinzendorf. La muerte de su padre y el nuevo matrimonio de su madre hizo que quedara al cuidado de su abuela y de su tía, las cuales lo criaron.
Un niño piadoso
El joven conde creció en una atmósfera impregnada por la oración, la lectura bíblica y los cánticos. Con sinceridad infantil, él escribía cartas de amor para Jesús y las lanzaba desde la ventana de la torre del castillo, con la certeza de que el Señor las recibiría y las leería. Cuando los soldados suecos invadieron Sajonia, ellos entraron en el castillo e irrumpieron en el cuarto donde el conde de 6 años se encontraba en sus acostumbradas devociones. ¡Ellos quedaron paralizados de temor y reverencia cuando oyeron al pequeño orar!
Este incidente fue profético de la forma cómo el conde habría de mover a otros con la profundidad de sus experiencias espirituales.
La herencia de Zinzendorf, espiritualmente hablando, fue aquella chispa de luteranismo influenciada por el ‘pietismo’; sin embargo, la historia lo conocería como un ‘moravo’, aunque a él no le agradaba ninguno de esos nombres, porque amaba la unidad de todos los cristianos. Los pietistas buscaban conocer a Cristo de una forma personal y reavivar la iglesia por medio de pequeñas reuniones de estudio bíblico y oración. Para ellos, andar con el Salvador significaba estar separado del mundo, en obediencia a Cristo, a su Palabra y amarlo de corazón.
De niño, le impresionaron fuertemente los sufrimientos de Cristo. Él frecuentemente meditaba en las palabras de un himno de Gerhardt: “La cabeza tan llena de heridas / tan llena de dolor y de desprecio / en medio de otros insultos dolorosos / escarnecido fue con una corona de espinas”. Sin embargo, esta inclinación piadosa era férreamente contrastada por su educación secular. No le era permitido al joven “Lutz” –como le llamaban– que “olvidase que él era un conde”. Él era entrenado y enseñado para el futuro servicio en la corte.
Un joven aventajado
A la edad de diez años fue enviado a estudiar a Halle, donde recibió la inspiradora enseñanza del pietista luterano August H. Francke. Allí Zinzendorf se reunió con otros jóvenes devotos, y de su asociación surgió la «Orden del Grano de Mostaza», una hermandad cristiana dedicada a amar a «toda la familia humana» y a la propagación del evangelio. Usaban como emblema un pequeño distintivo, con las palabras “Ecce Homo” (“He aquí el hombre”), y el lema: “Sus llagas son nuestra salud”. Cada miembro de la orden usaba un anillo dorado con la inscripción: “Ningún hombre vive para sí”. Con frecuencia, durante las comidas en casa de Francke compartían edificantes narraciones de regiones distantes, testimonios de predicadores y de prisioneros por la fe. Todo esto aumentó su celo por la causa del Señor de una manera poderosa.
De Halle, Zinzendorf fue a Wittenberg a estudiar Derecho como preparación para la carrera de estadística, única vocación aceptable para un noble. Allí, Zinzendorf demostró ser un alumno aventajado. A los 15 años podía leer a los clásicos y el Nuevo Testamento en griego; y poseía fluidez en el latín y el francés. Mostró, además, un claro talento poético. Sin embargo, él no estaba contento con lo que le deparaba el futuro. Anhelaba entrar al ministerio cristiano, pero el rompimiento de la tradición familiar parecía imposible. La cuestión lo abrumó hasta 1719, cuando un incidente cambió el curso de su vida.
¿Qué haces tú por mí?
Ocurrió durante una gira por Europa después de terminar sus estudios. En una galería de arte, vio una pintura (el “Ecce Homo” de Domenico Feti) que mostraba a Cristo sufriendo el dolor producido por la corona de espinas, y una inscripción que decía: «Yo hice todo esto por ti, ¿qué haces tú por mí?». Desde ese instante, Zinzendorf supo que nunca podría ser feliz viviendo al estilo de la nobleza. A pesar del precio que tendría que pagar, buscaría una vida de servicio al Salvador que había sufrido tanto por salvarlo.
Cuando regresó a casa, al término de su viaje que lo llevó a renovar su consagración, hizo una visita a su tía, la Condesa de Castell y su hija, Teodora. Durante su estada cayó enfermo con fiebre, viéndose obligado a permanecer con ellas más tiempo de lo presupuestado. A los pocos días descubrió que estaba enamorado de su joven prima. Ella, todavía un poco fría, le regaló su retrato. El Conde aceptó el regalo con alegría, como una promesa inicial de amor. Poco días después, en un encuentro fortuito con su amigo el Conde Reuss, se percató de que su amigo deseaba casarse con Teodora. Cada uno expresó su deseo de desistir en favor del otro y, no estando en condiciones de resolver el asunto, los dos jóvenes estuvieron de acuerdo en ver lo que la propia Teodora diría.
Zinzendorf contaría más tarde cuáles eran sus verdaderos sentimientos en ese momento: “Aunque me costase mi propia vida el tener que renunciar a ella, si esto era más aceptable a mi Salvador, yo debía sacrificar lo que me era más querido en el mundo”. Los dos amigos llegaron a Castell, y Zinzendorf se dio cuenta de que Teodora amaba a su amigo. Los esponsales fueron sellados inmediatamente en una ceremonia cristiana. El joven conde compuso una cantata para la ocasión, que fue presentada ante toda la casa Castell. Al término del festivo espectáculo, el joven compositor ofreció a favor de la pareja una oración tan tierna que todos fueron movidos a las lágrimas.
Después de estudiar en el Nuevo y el Antiguo Testamento lo que el Señor habla sobre el matrimonio, y seguido de mucha oración y consultas con sus amigos, el conde decidió casarse “escogiendo sólo un cónyuge que compartiera sus ideales”. Encontró esa persona en la condesa Erdmuth von Reuss, con quien se casó en septiembre de 1722. Con ella formó un hogar aún más dedicado y piadoso que el suyo propio. La mira del conde era servir a Cristo, y su esposa lo apoyaría en ese objetivo. Erdmuth llegó a ser la “Madre adoptiva de los Hermanos”.
Nace Herrnhut
Ese mismo año, Zinzendorf se inició en el oficio de Consejero real en Dresden. En las tardes de domingo, dirigía estudios bíblicos, y oraba para que la villa en que vivía se transformara en una real comunidad cristiana, sin saber cómo Dios respondería a este deseo.
La oportunidad de participar en un servicio cristiano de importancia se le presentó cuando un grupo de moravos buscó protección en su propiedad en Berthelsdorf, que después se llamó Herrnhut (“el cuidado del Señor”). La invitación de Zinzendorf a estos refugiados a establecerse en sus propiedades, a pesar de la oposición de otros miembros de su familia, fue un punto decisivo en el desarrollo del movimiento moravo. Herrnhut creció rápidamente al tenerse noticias de la generosidad del Conde. Los refugiados siguieron llegando, y pronto la propiedad se convirtió en una creciente comunidad.
Además de los moravos, comenzaron a llegar luteranos, calvinistas, hermanos bohemios, ‘schwenkfelders’ y desertores diversos de iglesias establecidas. Al crecer la población, también aumentaron los problemas. Los diferentes fundamentos doctrinales de los residentes crearon discordias y, en más de una ocasión, se puso en peligro la propia existencia de Herrnhut. Zinzendorf fue muy paciente y pacificador. Escuchaba a todos lo que tuvieran que decir, intentando comprender su punto de vista, hasta el máximo que podía sin contradecir la verdad. Evitó todo lo que significara una naturaleza violenta. Cuando Zinzendorf se hallaba en Herrnhut todo parecía estar bien, pero apenas salía de sus contornos, los problemas resurgían.
Un pacto de unidad
Un día, el 12 de mayo de 1727, decidido a hacer algo que marcara una solución definitiva, Zinzendorf convocó a todos los hermanos y les habló durante tres horas acerca de la impiedad de la división. Ese día, los hermanos hicieron un pacto con él en la presencia de Dios. Los hermanos, uno tras otro, estuvieron de acuerdo y se comprometieron a pertenecer solamente al Salvador. Se avergonzaron de sus desacuerdos religiosos y unánimemente estuvieron dispuestos a enterrar para siempre sus diferencias. Ellos renunciaron a amarse a sí mismos, a su propia voluntad, a su desobediencia y pensamientos libres. Desearon ser pobres en espíritu y ser enseñados por el Espíritu Santo en todas las cosas.
Acto seguido el Conde estableció algunas responsabilidades personales y entregó algunas reglas para orientar la relación mutua. Así fue cómo, cinco años después de la llegada de los primeros refugiados, todo el ambiente cambió. Comenzó un período de renovación espiritual que llegó a su clímax en un servicio de comunión el 13 de agosto de ese año con un gran avivamiento que, según los participantes, señaló la venida del Espíritu Santo a Herrnhut. Esta gran noche de avivamiento produjo un nuevo entusiasmo por las misiones, que fueron la principal característica de este movimiento.
Las pequeñas diferencias doctrinales ya no constituyeron causa de discusión. Al contrario, había un fuerte espíritu de unidad y una elevada dependencia de Dios. Se realizaban tres reuniones al día, la primera de ellas a las 4 de la mañana, para orar, adorar y leer la Biblia. Por ese tiempo se comenzó una vigilia de oración que continuó veinticuatro horas al día, 7 días a la semana, sin interrupción, durante más de cien años.
Un visitante ilustre
El predicador inglés Juan Wesley conoció a los moravos en una travesía en barco por el Atlántico. Él era un joven piadoso, pero aún no conocía su salvación. En medio de una tempestad en el mar, mientras todos los pasajeros estaban espantados, un grupo de moravos permanecían perfectamente tranquilos. Concluida la tormenta Wesley se acercó y le preguntó a uno de ellos: “Vuestras mujeres y vuestros niños, ¿no tenían miedo?”. “No, señor, nuestras mujeres y nuestros niños no temen la muerte”, fue la simple respuesta. Wesley comprendió que aún no tenía una fe tan grande como la de ellos.
Más tarde, Wesley viajó a Alemania para conocerlos más de cerca. Allí tuvo oportunidad de admirar la pureza de sus costumbres. “Estaban siempre ocupados –dice–, siempre gozosos y de buen humor en sus tratos unos con otros: no se dejaban dominar nunca por la cólera; evitaban todo motivo de querella, toda clase de acritud y las malas palabras; dondequiera que se encontrasen, andaban siempre de una manera digna de la vocación cristiana.”
En Marienborn, cerca de Francfurt se encontró con Zinzendorf, a quien deseaba conocer. Sus conversaciones con él le fueron sumamente útiles y placenteras. “He encontrado lo que buscaba –escribió después–: pruebas vivas del poder de la fe, individuos librados del pecado interior y exterior por el amor de Dios derramado en sus corazones, y libres de dudas y temores por el testimonio interior del Espíritu Santo.”
En Herrnhut quedó maravillado por lo que vio: “Me encuentro en el seno de una iglesia cuya ciudadanía está en el cielo; que posee el Espíritu que estaba en Cristo y que anda como él anduvo.” Quedó impresionado con la solemne sencillez de sus cultos, que contrastaban con el ceremonial de la iglesia anglicana de aquellos días. “La gran sencillez y solemnidad de aquella escena me remontaron 17 siglos atrás a una de aquellas asambleas presididas por Pablo o por Pedro” – escribió Wesley. “Bien hubiera querido pasar aquí toda mi vida, pero el Maestro me llamaba a otras parte de su viña, y tuve que abandonar este lugar dichoso. ¡Ah!, ¿cuándo este cristianismo cubrirá la tierra, como las “aguas cubren el mar”?
El auge de las misiones
La participación directa de Zinzendorf en las misiones en el extranjero no ocurrió sino hasta unos años después del gran avivamiento espiritual en Herrnhut. En 1731, mientras asistía a la corona-ción del rey danés Christian VI, le presentaron a dos personas de Groenlandia y a un esclavo negro de las Indias Occidentales. Quedó tan impresio-nado con su solicitud de misioneros que invitó al esclavo a visitar Herrnhut, y él mismo volvió a casa con un sentido de urgencia por empezar inmediatamente la obra misionera. Antes de un año se enviaron los primeros dos misioneros moravos a las Islas Vírgenes, y en las dos décadas siguientes enviaron más misioneros que los enviados en conjunto por todos los protestantes durante los dos siglos anteriores.
Aunque a Zinzendorf se le conoce principalmente como iniciador y motivador de misiones, también participó personalmente en ellas. En 1738, unos años después que los primeros misioneros habían ido al Caribe, Zinzendorf acompañó a tres nuevos misioneros que habían recibido la comisión de unirse a sus colegas allí. A su llegada, vieron con tristeza que sus colegas estaban en la cárcel; pero Zinzendorf, sin pérdida de tiempo, usó su prestigio y autoridad de noble para obtener su libertad. Durante su visita celebró servicios religiosos diarios para los caribeños, y dispuso la organización y las asignaciones territoriales de los misioneros. Cuando vio que la obra misionera estaba firme, regresó a Europa. Después de dos años, zarpó de nuevo, esta vez hacia las colonias norteamericanas. Allí trabajó, hombro a hombro con los hermanos que laboraban entre los indígenas.
Aunque Zinzendorf había renunciado a su vida de noble, no le era fácil asumir el rango de misionero. Por naturaleza, no le gustaba la vida de campo ni sobrellevaba fácilmente las molestias de la obra cotidiana. Pero el que lo hiciera con toda pasión demostraba su victoria sobre sí mismo, y el profundo amor por su Señor, a quien procuraba seguir en todo.
Como administrador de la misión, Zinzendorf pasó treinta y tres años supervisando misioneros en todo el mundo. Sus métodos eran sencillos y prácticos. Todos sus misioneros eran laicos preparados, no en Teología sino en evangelismo personal. Como laicos que se sostenían a sí mismos, se esperaba que ellos trabajaran lado a lado con sus posibles conversos, dando testimonio de su fe por la palabra hablada y por el ejemplo vivo. Se debían mostrar como iguales, no como superiores a ellos. Su mensaje era el amor de Cristo, sin considerar las verdades doctrinales hasta después de la conversión; y aun entonces, la comunión devota con el Señor tenía más importancia que la enseñanza teológica.
Por el año 1742, más de 70 misioneros moravos, de una comunidad de no más de 600 habitantes, habían respondido al llamado para ir a Groelandia, Surinam, África del Sur, Algeria, América del Norte, y otras tierras, llevando el evangelio.
Dificultades y pruebas
Cuando más ardía el fuego misionero en Herrnhut, Zinzendorf sufría más oposiciones. En 1736 fue expulsado de Sajonia. Salió, entonces, con su familia y algunos hermanos, y fueron hasta las inmediaciones de Frankfurt, donde se estableció en un antiguo castillo llamado Ronneburg. Una década después, una nueva colonización se estableció allí, Herrnhaag, que superaba a Herrnhut en tamaño.
Pero en Ronneburg la condesa sintió que la estadía allí había sido turbulenta desde el inicio. Cierta vez que Zinzendorf estaba fuera, en uno de sus perpetuos viajes, su hijo de 3 años de edad, Christian Ludwig, enfermó. No habiendo allí ninguna ayuda médica, falleció. Zinzendorf y Erdmuth tuvieron 12 hijos, de los cuales sólo 4 alcanzaron la madurez.
Durante su exilio, y por cuestión de necesidad, Zinzendorf formó un “comité ejecutivo” itinerante, el cual se hizo conocido como la “Congregación Peregrina”. Este comité sirvió para dirigir la obra de la iglesia de misión foránea y el ministerio para sociedades de la diáspora. La Congregación Peregrina seguía el régimen de Herrnhut en relación a las oraciones y la disciplina, pero era movible. Los años de exilio encontraron al grupo en Wetteravia, Inglaterra, Holanda, Berlín y Suiza. De Hernnhaag, sólo en 1747, 200 hermanos saldrían como misioneros.
En 1755, su hijo Christian Renatus, de 24 años de edad, murió en Londres y el año siguiente la condesa Erdmuth falleció en Herrnhut. El remordimiento y el sentimiento de culpa acometieron al conde después de la muerte de su esposa, por haberle dado cada vez menos atención en las dos últimas décadas.
Un año después de la muerte de la condesa, él se casó con Anna Nitschmann y renunció a su posición en el Estado como cabeza de su noble familia. Abdicó a favor de su sobrino Ludwig, pues estaba cada vez menos inclinado a las honras del mundo.
Al año 1760 se registraban 28 años de misiones maravillosas. Cerca de 226 misioneros habían sido enviados. Como un gran visionario y un peregrino incansable, Zinzendorf vivió sus últimos años en Herrnuht.
Legado de Zinzendorf
Zinzendorf tenía una relación muy cercana con el Señor. Él vivió día tras día en una comunión viva con Cristo, como con un amigo cercano. Investigó en las Escrituras todos los pasajes que hablan de la comunión amistosa y amable de Dios con el hombre, para exhortar a los hermanos a mantener una relación confidencial con su Salvador. “Nada debe ser tan valorado como la conciencia de que él siempre está cerca, que pueden decirle todo”. Los hermanos debían considerarle y escucharle sobre todas las cosas, porque él es el amigo más querido y más fiel. Él debía ser su primer pensamiento cuando se despertaran por la mañana, y debían pasar el día entero en su presencia; traer todas las quejas ante él, esperar toda la ayuda de él, concluir sus trabajos con él y retirarse en su presencia para descansar.
Zinzendorf vivió en la expectativa constante de la venida del Señor. Él dijo: “La esperanza de que el Salvador pronto vendrá, y nos recibirá en su descanso, es un pensamiento noble, dichoso, sensible y cautivador.”
Zinzendorf tuvo una fuerte convicción de la unidad de todos los cristianos. Vio que la unidad es un asunto de la vida divina compartida por todos los creyentes. Alentó la comunión con todos los cristianos, incluso con aquellos que tienen una posición no bíblica por ignorancia. Consecuentemente, Zinzendorf prefería el término “hermanos” para llamarse unos a otros, por ser simple y bíblico, en tanto que rechazaba los epítetos de ‘bohemio’ o ‘moravo’, porque promovían el sectarismo.
Zinzendorf decía que la Iglesia es la congregación de Dios en el Espíritu en el mundo entero, que constituye el cuerpo espiritual cuya Cabeza es Cristo. Comprendió que la iglesia en general había sido degradada al hacerla parte del mundo y unirla con la estructura política. Sin embargo, sabía que algunos creyentes genuinos todavía podrían ser encontrados dentro de las denominaciones. Para explicar esta situación confusa, Zinzendorf sostuvo la enseñanza de la ‘ecclesiola’, la “iglesia dentro de la iglesia”, compuesta por fieles que seguían al Señor. Él veía a los hermanos moravos juntándose como una ‘ecclesiola’; sin embargo, él nunca abandonó el luteranismo.
Los hermanos de Herrnuht practicaban una intensa vida de iglesia, hecho que era facilitado por la diaria convivencia. Tenían diversos tipos de reuniones para atender las diferentes necesidades de la comunidad: de oración, para la palabra, para la alabanza, de niños, para visitantes, de hermanos, de hermanas, etc. Se preocupaban de los enfermos, de las viudas y de los huérfanos. En su vida de iglesia, ellos experimentaron la vida del cielo sobre la tierra.
Mil veces le oí
Respecto de Zinzendorf, se ha escrito: “Hasta el día de su muerte, Cristo su Salvador fue para él el todo en todos. Él vivió sólo para su gloria y mantuvo con él una comunión ininterrumpida de fe y amor. Posesiones terrenas, honras y fama eran para él como nada en comparación con Cristo”. Él decía de su Señor: “Yo tengo sólo una pasión; y ésta es Él, solamente Él”. “Mil veces yo lo oí hablar en mi corazón y le vi con los ojos de la fe”.“De todas las cualidades de Cristo la mayor es su nobleza; y de todas las ideas dignas en el mundo, la más noble es la idea de que el Creador debería morir por sus hijos. Si el Señor fuese abandonado por el mundo entero, yo todavía me apegaría a él y le amaría.”
Herder, el poeta alemán, escribió de él: “Fue un conquistador en el mundo espiritual”. John Albertini, el elocuente predicador, describe la nota clave en la vida de Zinzendorf: “Fue el amor a Cristo que ardió en el corazón del niño, el mismo amor que ardió en el joven, el mismo amor que lo hizo vibrar en la adultez, el mismo amor que inspiró cada una de sus obras.”
Un día antes de su muerte, Zinzendorf estaba muy debilitado. Apenas en un susurro, le dijo al obispo Nitschmann, que estaba al lado de su lecho: “¿Usted suponía en el inicio que el Salvador iría a hacer tanto, como ahora nosotros vemos realmente entre los hijos de Dios de otras denominaciones, y entre los incrédulos? Yo sólo le pedí algunas de las primicias de nuestros días, mas ahora hay millares de ellas. Nitschman, ¡qué formidable caravana de nuestra iglesia ya está en dirección al Cordero!”
Zinzendorf ha sido identificado por algunos como alguien genuinamente cristocéntrico; por otros como un líder espiritual que dio forma al curso del cristianismo en el siglo XVIII, y todavía por otros como el gobernante joven y rico que se encontró con Jesús y le dijo fervorosamente “Sí”.
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Fuentes: Revista “À Maturidade”, www.countzinzendorf.org
www.kerigma.com, Juan Wesley, su vida y obra (Mateo Lelièvre).
.Una revista para todo cristiano • Nº 19 • Enero - Febrero 2003
PORTADA
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Pocas vidas cristianas han sido más fructíferas que la de Theodore Austin-Sparks. Y esto, no porque fuera una clase especial de cristiano, especialmente dotado personal o humanamente, sino por su pasión –tal vez, obsesión– por Cristo, de quien fue un fiel heraldo y testigo por más de sesenta años.
Pregonero de Cristo
Al leer los escritos de T.Austin-Sparks, hay una cosa que se hace clara, y es la poca atención que se da a sí mismo o a su vida. En lugar de esto, toda la atención es dada a Cristo. Nuestra atención es desviada continuamente del mensajero hacia Él, que es el Mensaje. No obstante, para aquellos a quienes les interesa la vida del mensajero y el trabajo de Dios en él, he aquí un breve resumen.
Theodore Austin-Sparks nació en Londres en 1889, y fue educado en Escocia. Su madre amaba al Señor, y dio a su hijo un gran ejemplo de piedad.
Su vida cristiana comenzó en 1906, cuando él tenía 17 años. Caminaba abatido por una calle de Glasgow un domingo por la tarde, cuando se detuvo a escuchar a algunos jóvenes cristianos que testificaban al aire libre. Aquella noche él confió su vida al Salvador, y el domingo siguiente se encontró él mismo dando unas palabras de testimonio con los jóvenes en esa reunión al aire libre. Fue el comienzo de una vida de predicación del Evangelio que duró sesenta y cinco años.
En ese tiempo, el pueblo evangélico estaba todavía bajo la fuerte influencia del avivamiento que hubo en Gales en 1904-1905, que ahora se manifestaba en una búsqueda de una experiencia más profunda con el Señor Jesucristo. Fue en este contexto espiritual que el joven T. Austin-Sparks dio sus primeros pasos como cristiano. Él siempre leía mucho, en su deseo de tener algún entendimiento espiritual, y por sobre todo, estudiaba su Biblia, siempre buscando ardientemente los tesoros nuevos y viejos que en ella pueden ser hallados.
En aquellos días, uno de los mayores predicadores de Inglaterra, G. Campbell Morgan, deseando ayudar a un grupo de jóvenes en el estudio de la Palabra, comenzó a tener reuniones con ellos todos los viernes. Por 52 semanas, Campbell Morgan se reunió con ellos y los preparó para el servicio cristiano. Entre sus alumnos más aventajados estaba T. Austin-Sparks. Por esa razón, él pasó a ser muy requerido como expositor en conferencias. Su enseñanza bíblica era bien original en la época, especialmente en relación a los esbozos de los libros de la Biblia, o a los esbozos de la Biblia como un todo.
El cielo abierto
Entre 1912 y 1926 fue pastor de tres iglesias evangélicas en Londres. Por largo tiempo, buscó la comunión con otros pastores, como George Patterson y George Taylor, con quienes oraba todos los martes al mediodía. Cierta vez, mientras ministraba en una iglesia bautista, él vio venir una tremenda transformación sobre toda la congregación. Uno tras otro, los conocidos fueron siendo salvados. Pero Austin-Sparks, pese a ser un joven bastante conocido y tener mucho futuro, sentía una tremenda pobreza en su vida. Él sentía que estaba predicando cosas que, en realidad, no eran su experiencia. Él no tenía dudas de que había nacido de nuevo, de que Dios lo había salvado, de que había sido justificado, de que el Espíritu Santo era realmente el Espíritu de Dios, de que Cristo era el Ungido, pero él sentía que estaba predicando cosas que él mismo no experimentaba. Sentía que profetizaba mucho pero que poseía muy poco. Por naturaleza, él era alguien que se entregaba completamente a lo que creía, nunca se contentaba con una posición intermedia. Gradualmente una tremenda tensión comenzó a crecer dentro de él. Comenzó a sentirse un fracaso.
Entonces, cierto día, él le dijo a su esposa: “Voy a mi estudio. No quiero que nadie me interrumpa. No importa lo que suceda, yo no saldré del cuarto hasta que tenga decidido qué camino voy a tomar”. Él sentía inmensamente la necesidad de que el Señor lo encontrase de una forma nueva, o no podría continuar su ministerio. Había llegado al final de sí mismo. Encerrado en aquel cuarto pasó la mayor parte del día, quieto delante del Señor.
En un momento, comenzó a leer la epístola a los Romanos, pero nada sucedía. Él la conocía muy bien, pues la había enseñado muchas veces. Nada de nuevo le mostraba ahora, hasta que llegó al capítulo 6. Él mismo diría después: “Fue como si el cielo se hubiese abierto, y la luz brilló en mi corazón”. Por primera vez él comprendió que había sido crucificado con Cristo y que el Espíritu Santo estaba en él y sobre él para reproducir la naturaleza de Cristo. Eso revolucionó completamente su vida. Cuando salió de aquel cuarto, él era un hombre transformado. Ahora realmente comenzó a predicar a Cristo, a magnificar al Señor Jesús.
Luego comenzó a enseñar lo que llamaba “el camino de la cruz”, dando gran énfasis a la necesidad de la operación subjetiva de la cruz en la vida del creyente. Él predicaba un evangelio de una plena salvación a través de la sola fe en el sacrificio de Cristo, y enfatizaba que el hombre que conoce la purificación por la sangre de Jesús debe también permitir que la misma cruz opere en las profundidades de su alma para libertarlo de sí mismo, y llevarlo a un caminar más espiritual con Dios. Él mismo había pasado por una crisis y aceptó el veredicto de la cruz sobre su vieja naturaleza, percibiendo que esa crisis fue el comienzo para disfrutar completamente la nueva vida de Cristo, experiencia tan grandiosa, que él la describía como un “cielo abierto”.
Rechazamiento
Sparks recibió gran ayuda espiritual de la Sra. Jessie Penn-Lewis, a quien el Señor le diera un claro entendimiento sobre la necesidad de la operación interior de la cruz en la vida del creyente. Gracias a ella, Sparks se libró también de un prejuicio anterior que tenía contra cualquier cosa que estuviera relacionada con una “vida más profunda”. Sparks se tornó un predicador y maestro muy querido y popular en medio del llamado “movimiento Vencedor”.
Sparks veía que no hay otro camino para experimentar plenamente la voluntad de Dios, a no ser a través de la unión con Cristo en Su muerte. Siempre volviendo a la enseñanza de Romanos 6, era convencido de que tal unión es el medio seguro para conocer el poder de la resurrección de Cristo.
Sin embargo, la experiencia que Sparks tenía, en vez de abrirle las puertas para todos los púlpitos, le cerró la mayoría de ellas. Los líderes le temían, pues hallaban que algo extraño le había sucedido, algo peligroso, algo errado. Y así comenzaron a oponérsele.
Hubo un momento en que él se quedó en la calle, sin casa donde morar con su esposa e hijos. Pero el Señor luego le proveyó una morada en la calle Honor Oak. Una señora que servía al Señor como misionera en la India y había sido grandemente ayudada a través de su ministerio, oyó decir de una gran escuela en la calle Honor Oak que estaba a la venta. Entonces compró la propiedad y la dio a la iglesia. El local de esa escuela vino a ser un local de comunión cristiana, sede de la “Christian Fellowship Center” (Centro de Comunión Cristiana), y de las Conferencias “Honor Oak”. Allí se realizaban estas conferencias tres o cuatro veces al año, a las cuales venían personas de todas partes.
“Honor Oak”
Desde allí, y por un período de cuarenta y cinco años, Austin-Sparks ejerció una amplia y profunda influencia entre los cristianos de todas las confesiones y de diversos países. Muchos llegaban a la calle “Honor Oak” para escucharlo, y para invitarlo, a su vez, a dictar conferencias en muchos lugares.
Austin-Sparks se mantuvo en estrecho contacto con otros obreros cristianos como Bakht Singh, de la India y Watchman Nee, de China. Con este último tuvo una verdadera amistad, que se vio reforzada durante el año de estadía de éste en Londres, en 1938. Algún tiempo antes, Nee había leído algunos escritos suyos y había sido grandemente ayudado por ellos. Algunos creen que Nee consideraba a Sparks como su mentor espiritual. Sparks, a la sazón de 49 años, se sentía muy a gusto con ese joven creyente chino –de sólo 35– tan aventajado en el conocimiento de las Escrituras.
Poco después, sin embargo, comenzó la 2ª Guerra Mundial y aquellas conferencias cesaron, pues el mundo todo estaba en turbulencia. Aun así, al terminar la Guerra hubo un período maravilloso en la historia de aquella obra y ministerio. De 1946 hasta 1950 hubo conferencias llenas de la presencia del Señor.
Sufrimientos
Por diversas razones, muchos sufrimientos vinieron a la vida de T. Austin-Sparks. A pesar de aparentar estar muy bien, el hermano Spaks sufría mucho por causa de su precaria condición de salud, con dolorosas úlceras gástricas, causadas tal vez por el hecho de ser tan reservado e introvertido. Frecuentemente él se postraba por el dolor y quedaba incapacitado de continuar la obra. Con todo, una y otra vez él se levantaba, algunas veces muy debilitado por la enfermedad, y el Señor lo usaba poderosamente. Algunas de las mejores conferencias fueron exactamente en épocas en que él pasaba por muchos dolores. Por eso, generalmente él hablaba sentado. El medio que Dios usó para darle alivio fue a través de una cirugía en el estómago, lo que le trajo gran mejoría física, y más de veinte años de una vida activa por el Señor en muchos lugares.
Por varias razones, muchos otros sufrimientos vinieron a su vida. Él creía que, si por un lado la cruz envuelve sufrimiento, por otro lado, ella es también el secreto de la gracia abundante. Por ella el creyente es llevado a un disfrute más amplio de la vida de resurrección, y también a una verdadera integración en la comunión de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. Él reconocía la gran ayuda que significaba para él la oración de los hermanos, y ellos, a su vez, reconocían el impacto espiritual que tales sufrimientos producían en ellos.
La oposición que enfrentaba Sparks era increíble. Libros y panfletos se escribían contra él; predicadores predicaban contra él, lo que le daba fama de ser un falso maestro, lleno de ardides. Este aislamiento total en que lo colocaban era, de todas maneras, la prueba más dura que él soportaba. Todos los años él asistía a la Convención de Keswick. Allí, tras la plataforma estaba escrito: “Todos somos uno en Cristo”; sin embargo, solía ser ignorado por aquellos que alguna vez habían servido a su lado. No le dirigían ni una sola palabra, y le volvían la espalda. Eso era para él mucho más difícil de ser soportado que todos los otros problemas.
Algunas dificultades con el local de comunión “Honor Oak” hicieron que las conferencias allí cesaran. Él mismo, no obstante, continuó con los hermanos, guardando intactos los lazos de la comunión, mostrando un interés lleno de amor para con la nueva generación, siempre compartiendo con ellos sobre adoración y oración. De hecho, la oración caracterizaba su vida aún más que la predicación.
Sin ‘copyright’
Uno de los principales instrumentos de su ministerio, fue la revista bimestral “A Witness and A Testimony” (Un testigo y un testimonio) –“este pequeño periódico” como le llamaba él –, en que publicó muchas de sus enseñanzas, junto con las de otros obreros, como los ya citados, y F.B. Meyer, A.W. Tozer, Andrew Murray, De Vern Fromke, Jessie Penn-Lewis, G.H. Lang y Stephen Kaung, para citar los más conocidos. Muchos de los artículos de esta revista jamás se han vuelto a publicar. El clamor que presentan sus mensajes una y otra vez es que los creyentes crezcan en el conocimiento pleno de Cristo, conocerlo a Él como el único, el todo en todo, la Cabeza de todo. Desde el principio de la publicación de “A Witness and A Testimony” él rechazó adscribirse a algún movimiento, organización o misión, o a un cuerpo aislado de cristianos, porque consideraba que su ministerio estaba dirigido a “todos los santos”. Él nunca pudo pensar en cristianos aislados, ni en asambleas de grupos aislados, sino que intentó mantener siempre ante él el propósito divino de la redención, que es la incorporación de todos los creyentes como miembros vivos de un cuerpo.
T. Austin-Sparks escribió alrededor de un centenar de libros, y compartió muchos mensajes que aún se hallan grabados en cintas, pero, por deseo expreso suyo, nada de ese material tiene ‘copyright’ o derechos de autor, porque consideraba que lo que le había sido dado por el Espíritu de Dios debía ser compartido libremente con todo el Cuerpo de Cristo.
Algunos énfasis de su ministerio
Sparks siempre utilizaba algunas frases que, en la época, prácticamente no eran oídas en otro lugar. Una de ellas era que “la iglesia es el cuerpo de Cristo”, otra era que “precisamos tener una vida de cuerpo”, que “los miembros de Cristo son miembros los unos de los otros”. Cierta vez él dijo: “Podemos tomar la iglesia, que es el Cuerpo de nuestro Señor Jesús, unida a la Cabeza que está a la diestra de Dios, y reducirla a algo terreno, hacer de ella una organización humana”. Todas estas frases eran consideradas muy extrañas. En el mundo cristiano de entonces se hablaba sobre conversión, sobre estudio bíblico, sobre oración, sobre testimonio, sobre misiones, sobre vida victoriosa, pero nada se oía sobre la Iglesia, sobre el Cuerpo de Cristo, sobre el ser miembros los unos de los otros. Él era una voz profética solitaria. Por eso fue aislado, rechazado y calumniado.
Uno de los énfasis de su ministerio fue “la universalidad y la centralidad de la cruz”. Para él, todo comenzaba con la cruz, venía a través de la cruz, y nada era seguro aparte de la cruz. Él acostumbraba decir que ningún hijo de Dios está seguro, hasta que le entregue su vida a Él. Que ningún hijo de Dios realmente le sirve, hasta que le entregue su vida a Él. Ninguna comunión entre el pueblo de Dios es segura, hasta que ellos hayan entregado sus vidas a Él. Todo vuelto hacia el altar.
Otro énfasis era “la preeminencia del Señor Jesús”. Para él el Señor Jesús era el inicio y el fin de todo. El Alfa y la Omega, el Primero y el Último. Él veía que todo está en Cristo, toda la nueva creación, el nuevo hombre, todo. Tal vez uno de sus primeros libros – “La centralidad y supremacía del Señor Jesucristo” – sea lo que mejor caracterice toda su vida y ministerio. “¿Dónde está el Señor?” – decía siempre. “¿Dónde está el Señor en la vida de esa persona?”, “¿dónde está el Señor en el servicio de esa persona?”, “¿dónde está el Señor en el ministerio de esa persona?”. Él acostumbraba decir: “Si nosotros quisiéramos que venga luz del trono de Dios, sólo hay que hacer una cosa: Darle al Señor Jesús el lugar que el Padre le dio. Esa es la forma de ser preservados de errores, de compromisos, de desvíos, y de ser librados de comenzar en el Espíritu y terminar en la carne.”
Austin-Sparks veía la iglesia como “la casa espiritual de Dios”, como la novia de Cristo, como el Cuerpo del Señor Jesús. Su entendimiento sobre la iglesia era muy claro. Él creía en la casa espiritual de Dios de la cual somos piedras vivas, edificados juntos, y que debemos crecer como templo dedicado al Señor, para habitación de Dios en el Espíritu. “Esto – decía – es el corazón de la historia, el corazón de la redención.” Él también acostumbraba decir: “Hay algo mayor que la salvación”, por lo cual muchos se airaban contra él, y decían que hablar de ese modo no era bíblico. Pero Sparks siempre respondía: “La salvación no es el fin, sino el medio para el fin. El fin que el Señor tiene es su habitación, es su casa espiritual, su habitación en el Espíritu, y la salvación es el medio para colocarnos en esa casa espiritual de Dios”.
Todavía otro énfasis de su ministerio era la “batalla por la vida”. Él acostumbraba decir que “si hay alguna vida espiritual en usted, todo el infierno se va a levantar para extinguirla. Si hay vida espiritual en su ministerio, todo el infierno se va a levantar para acabar con él. Si hay vida espiritual en la comunión de los cristianos, todo el infierno se va a levantar contra ella. Tenemos que aprender cómo pelear la buena batalla de la fe y echar mano de la vida eterna. Tenemos que aprender cómo mantenernos en vida.”
Una y otra vez él decía que todo lo que es relacionado con Dios es vida. Vida, más vida, vida abundante. No muerte, sino vida. Hasta la misma muerte de cruz es para traernos la vida, y cuanto más conocemos la muerte de Cristo, más debemos conocer la vida de Cristo. Por tanto, esa es una batalla por la vida.
Un último énfasis era la “intercesión”. Él acostumbraba decir que “el llamamiento real de la iglesia es para interceder. Intercesión es mucho más que oración. Cualquiera puede orar, pero usted necesita tener una madurez mínima para poder ver, para poder pasar por dolores de parto, para que haya nacimiento. Intercesión no requiere sus labios, sino requiere todo su ser. No requiere diez minutos de su día, ni una hora, sino requiere de usted veinticuatro horas cada día. Es la oración incesante.” Su vida fue una constante batalla de oración, en que cogía literalmente a los enemigos invisibles de la voluntad de Dios para traerlos cautivos, oración que alternaba con aquella clase especial de oración en que se ofrece a Dios la alabanza y la adoración debida a su Nombre.
Magnificaba al Señor
Austin-Sparks fue un gran hombre, y los grandes hombres también tienen fallas. Él poseía debilidades, mas la impresión que quedaba en quienes le conocían no eran esas debilidades, sino el hecho de que él siempre magnificaba al Señor Jesús, no sólo con sus palabras, sino con su vida. Su propia presencia traía algo del Señor Jesús. Siempre que él llegaba o hablaba, se recibía la convicción de cuán grandioso es el Señor Jesús. Él siempre magnificaba al Señor Jesús. Eso fue algo que el Señor hizo en él de tal forma que su presencia y su ministerio glorificaban al Señor.
Otra impresión que él dejó fue de alguien que siempre estaba prosiguiendo. Nunca parecía que él estaba estacionado sino siempre prosiguiendo. Eso era sentido por su presencia y por su ministerio. Él acostumbraba decir: “¡No paremos! ¡Vamos adelante, prosigamos! El Señor todavía tiene más luz y más verdad para hacer brotar de Su Palabra. Prosiga, prosiga a todo aquello para lo que el Señor le conquistó”.
Otra impresión que él dejó es de que él siempre parecía ministrar bajo la unción. Ese era un secreto que este hermano poseía. Él sabía cómo permanecer bajo la unción, para no dar comida muerta, para no dar lo que él pensaba, sino para dar siempre aquello que Dios le había dado. Aun otra impresión que quedó de su vida es una gran determinación en cumplir aquello que Dios le había dado para hacer. En muchas situaciones que acontecían para hacerlo desanimar y detenerse, él sentía que no podía dejar a Satanás vencer – era una batalla por la vida.
Al final de su vida, T. Austin-Sparks estaba solo. Había muy pocas personas con él. Campbell Morgan, Jessie Penn-Lewis, F.B. Meyer y A.B. Simpson tuvieron gran influencia en su vida. Muchas veces y de muchas formas F.B. Meyer trajo a Sparks a una relación más profunda con el Señor. Meyer acostumbraba a decir que Sparks era una voz solitaria profética en un desierto espiritual, llamando al pueblo de Dios de vuelta a la realidad, a lo que es genuino, al propio Señor Jesús.
En abril de 1971, el hermano Sparks partió a descansar, a la espera de la resurrección.
La medida de un ministerio
Si la medida del ministerio de un hombre se mide en relación a cuánto él exaltó a Cristo, entonces Austin-Sparks no admite comparación. Ciertamente, sus escritos hablan poco del Cristo de Galilea, pero él ha mostrado hermosamente al Señor resucitado y entronizado. Incluso más, al mostrar al insuperable Cristo dentro de nosotros. La línea de oro que une todos sus escritos es la exaltación de su Señor. Alguien ha dado el siguiente testimonio: “Él nos ha dado más visión espiritual de Cristo que quizá cualquier otro hombre en los últimos 1700 años”.
Después de la muerte de Austin-Sparks en 1971, un hermano escribió: “Quizá uno de sus primeros libros puede darnos un mejor indicio de su vida entera y de su ministerio: “La centralidad y supremacía del Señor Jesucristo”. Aquí fue donde empezó y fue aquí donde él terminó, porque fue notorio en sus últimos años que él perdió el interés en todas las cosas y concentró su atención en la persona de Cristo. Este era el objetivo de su vida y de todas sus predicaciones y enseñanzas”.
En su servicio fúnebre hubo centenares que dijeron sinceramente que el hermano Sparks les había ayudado a conocer a Cristo de una manera más plena y satisfactoria. Si alguien puede hacer que los hombres comprendan algo más del valor y maravilla de Cristo para que le amen más y le sirvan mejor, entonces el tal no habrá vivido en vano.
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Fuentes:“À Maturidade”, www.austin-sparks.net,
“O Testemunho do Senhor e a Necessidade do Mundo”.
.Una revista para todo cristiano • Nº 18 • Noviembre - Diciembre 2002
PORTADA
Una misionera casi abandonada en una aldea solitaria, sin sostenimiento ni ministerio aparente, es usada maravillosamente por Dios para instruir a una generación de jóvenes obreros en China.
La fragancia de su perfume
Margaret E. Barber es un nombre bastante desconocido, no sólo en el mundo, sino también entre los cristianos.
Fue misionera, pero bien diferente de David Livingstone o Hudson Taylor, que realizaron grandes cosas por el Señor. El área de su obra estuvo restringida a sólo una pequeña aldea de la China. Ella escribió, mas no fue como Carlos Wesley o Isaac Watts, cuyos himnos aparecen en casi todos los himnarios. Ella amaba al Señor, pero aunque había alcanzado gran madurez espiritual, no fue como Madame Guyon, Andrés Murray o F.B. Meyer, que dejaron muchas publicaciones edificantes para las generaciones futuras. Se asemejaba a una pasajera solitaria, que entró a este mundo silenciosamente en 1869 en Peasenhall, Suffolk (Inglaterra), y que sesenta y un años más tarde partió también silenciosamente. En su vida, ella respondió al llamado del Señor dos veces, para dejar su familia, su tierra natal y viajar a China, un país bastante desconocido y atrasado en aquella época. Entregó silenciosamente el mejor período de su vida al Señor, y le fue fiel hasta la muerte.
No fue en vano
Cuando Miss Barber fue sepultada, un hermano citó la historia de María de Betania (Juan 12:1-8) diciendo que ella también había hecho todo cuanto pudo. Más tarde, el hermano Watchman Nee, que no estaba presente en el funeral, y que fue grandemente influenciado por ella en su vida espiritual, hizo la siguiente observación: “Ella realmente se desperdició para el Señor”.
Algunos hermanos jóvenes de China, que fueron muy ayudados por ella, se preocupaban por su actitud y se admiraban porque no salía a dirigir reuniones y a trabajar activamente en otros lugares. Por el contrario, vivía en aquella pequeña aldea donde nada acontecía. Aquello parecía realmente un derroche.
Hasta el mismo hermano Nee, que más tarde se ‘desperdició’ por aproximadamente veinte años en una prisión, en aquella época la visitaba y casi le gritaba: “Nadie conoce tanto al Señor como usted, y su conocimiento de la Biblia es también profundo y vivo. ¿Usted no ve las necesidades a su alrededor? ¿Por qué no hace algo? Usted parece que vive aquí sentada sin hacer nada; está gastando su tiempo, su energía, su dinero, todo en vano”. Hoy, muchos años después, podemos entender su actitud. Dios estaba plantando una semilla de vida en la China, una semilla solitaria, humilde y oculta. El Señor hizo que brotase y fructificase abundantemente. Pero lo más maravilloso es que Dios hizo que diese fruto más tarde, cuando ella no podía saberlo.
Una luz fuerte
Quienes están familiarizados con el libro “La vida cristiana normal”, de Watchman Nee, descubren que él frecuentemente se refiere a una hermana ya mayor que ejerció la influencia más grande en su vida. Se trata precisamente de la hermana Margaret E. Barber. Cuando supo que el Señor se la había llevado, él dijo: “Ella era una persona muy profunda en el Señor; su comunión con el Señor y su fidelidad a él, a mi modo de ver, son muy difíciles de hallar en el mundo”. Más tarde, en sus mensajes, en la comunión y en las conversaciones privadas, la mencionaba a menudo. La describía como “una cristiana brillante; cualquier persona que entraba en su cuarto, ya sentía la presencia de Dios.” En 1933, cuando el hermano Nee visitó Inglaterra y Estados Unidos, encontró muchos cristianos famosos. Con todo, después dijo: “Es difícil encontrar una persona como la hermana Margaret. Probablemente sólo un hermano pueda ser comparado con ella”. En 1936, cuando conversaba con un colega sobre el servicio y la obra de Dios, suspiró y dijo: “Si la hermana Margaret todavía estuviese aquí, nuestra situación sería muy diferente”.
Cuando el hermano Nee comenzó a trabajar para el Señor, resolvió que de cualquier manera tenía que obedecer la voluntad de Dios. Él pensaba que estaba obedeciendo la voluntad de Dios; sin embargo, todas las veces que se encontraba con la hermana Margaret y conversaba un poco, o leía un poco la Biblia con ella, descubría que estaba lejos del blanco. Cuando Miss Barber estaba viviendo en Pai Yan Tan, ella siempre hablaba con el Señor, pero el Señor no hablaba sólo a través de las palabras de ella, sino también a través de su persona. El hermano Nee dio una vez el siguiente testimonio: “Yo había oído muchas veces a personas hablar sobre la santidad, por eso resolví saber un poco más sobre esa doctrina. Tomé un Nuevo Testamento y encontré unos 200 versículos sobre el asunto. Los anoté y los clasifiqué, sin llegar todavía a saber lo que es la santidad. Me sentía vacío. Mas un día encontré una hermana mayor que era una persona santa. Desde aquel día mis ojos se abrieron y vi lo que era la santidad. Aquella luz era realmente fuerte. La luz aquella me hizo sufrir, y no pude dejar de ver lo que era la santidad.”
"Nada para mí"
En 1922, la hermana Margaret tenía más o menos 53 años, y el hermano Nee era muy joven, convertido hacía apenas dos años. Él tenía en su corazón muchos planes propios que esperaba que Dios aprobase. Pensaba cuán maravilloso sería si uno a uno se llegaran a realizar. Cuando él llevaba esos asuntos a la hermana Margaret, intentaba convencerla de que debían ser realizados. Pero después él daba testimonio: “Antes de abrir yo la boca para explicar mis planes, ella hablaba un poco y todo parecía demasiado para mí. La luz que de ella irradiaba me hacía sentir avergonzado. Descubrí que mi manera de hacer las cosas estaba llena de elementos naturales del hombre, y era muy carnal. Cuando la luz llegaba, algo sucedía y yo era llevado a una posición en que tenía que decir a Dios: “Señor, mi vida está concentrada en actividades carnales, mas aquí está una persona que no vive así. Ella sólo tiene un motivo y un deseo: vivir para Ti”. Miss Barber anotó estas palabras en una página: “Yo no quiero nada para mí misma; quiero todo para mi Señor”. Realmente toda la vida de Miss Barber estuvo de acuerdo con su oración.
Penurias e injusticias
La hermana Margaret fue enviada a China en 1899, y durante siete años enseñó en un colegio anglicano para niñas, al mismo tiempo que trabajaba para el Señor. Pero los colegas de trabajo se pusieron envidiosos de ella y la acusaron falsamente ante los líderes de la misión. Durante esta experiencia ella aprendió la lección de vivir silenciosamente bajo la sombra de la cruz. Prefirió sufrir la ofensa y no se defendió, hasta que el responsable de la misión la llamó de vuelta a Inglaterra y le dijo: “Yo te ordeno que no escondas nada”. Sólo entonces contó toda la verdad.
Ella reconoció haber sido muy ayudada espiritualmente por D.M. Panton, un hermano famoso por su conocimiento de profecía, quien influyó mucho sobre ella, al punto de llevarla a anhelar la venida del Señor. En aquella ocasión ella esperó tres años en Inglaterra, hasta que el Señor le abriese un nuevo camino para retornar a China. Pasó por grandes dificultades económicas. Ella dice que hasta para conseguir un pedazo de jabón necesitaba ejercitar su fe en el Señor.
Como a la edad de 42 años regresó a China, esta vez sin una misión que la sustentara. Aprendió, como Abraham, a esperar que Dios se responsabilizase de ella. Por causa del Señor, se fue al interior de la China. Casi llegó a desesperar por causa de las presiones, mas el Señor estuvo a su lado fortaleciéndola.
Cierta vez, en la mayor dificultad financiera, Miss Barber tenía su bolsa vacía y necesitaba pagar muchas cuentas. Entonces alguien le ofreció cierta cantidad para ayudarla, pero cuando le entregó la ofrenda, le aconsejó que no fuera fanática. Aunque realmente necesitaba mucho el dinero en aquel momento de angustia, lo rechazó. Se sentía responsable en ser fiel a Dios, y Dios tuvo que responsabilizarse de ella. Al día siguiente, sucedió una cosa maravillosa. El hermano Panton le envió desde Inglaterra una ofrenda urgente por telegrama. Miss Barber se comunicó con él, preguntándole por qué había enviado esa cantidad por telegrama. El respondió que no sabía, pero que durante la oración sintió que precisaba enviar aquella cantidad y que debía ser por telegrama.
Lecciones para jóvenes obreros
Realmente Miss Barber fue una persona de oración, que sabía mirar al Señor no sólo por sus necesidades cotidianas, sino que oraba también para que Dios abriese las puertas para su obra. El Señor le envió una compañera de trabajo y oración, veinte años más joven que ella, M.L.S. Ballord. Humanamente hablando, eran dos mujeres débiles que no tenían el fuerte sustento de una Misión. ¿Qué podían hacer por el Señor? Gracias a Dios, desde el punto de vista espiritual no eran de ningún modo débiles. Aunque en aquella época parecía muy difícil y remoto ganar la vasta China para Cristo, las dos misioneras sabían que para lograr esa meta era preciso que Dios levantase muchos hermanos jóvenes. Así que comenzaron a orar específicamente por eso durante 10 años, y el Señor realmente envió un gran avivamiento a un lugar cercano a donde ellas vivían y levantó a algunos hermanos jóvenes que amaban a Dios. Uno de ellos fue Watchman Nee.
Durante un año y medio, posiblemente en 1922, casi todos los sábados, el hermano Nee, junto con otros jóvenes, visitaban a Miss Barber para ser guiados por ella. Pero algunos fueron desistiendo porque ejercía la disciplina con tal seriedad, que no pudieron soportar su reprensión. El hermano Nee decía: “Ella reprende fuertemente y sin razón. Pero después de ser reprendido por ella, uno queda más aliviado.” Todas las veces que él iba a verla se preparaba para recibir una reprensión.
Hubo una época en que siete jóvenes se encontraban todos los viernes. En la reunión, el hermano Nee y otro joven responsable discutían ardientemente. El otro era cinco años mayor que Nee. Cada uno de ellos pensaba que su idea era mejor y criticaba el punto de vista del otro. A veces el hermano Nee se enojaba y no confesaba su error. Entonces iba a ver a la hermana Margaret al día siguiente y le contaba lo sucedido, esperando que ella resolviese el problema corrigiendo al hermano. Ella, sin embargo, inesperadamente reprendía al propio Nee, basándose en que la Biblia dice que el hermano más joven debe respetar al mayor. Al oír esto, el hermano Nee se defendía, diciendo: “No puedo hacer eso. El cristiano debe hacer todas las cosas con una razón”. Entonces Miss Barber le decía que la cuestión no era la razón, sino lo que la Biblia enseña. “Los más jóvenes deben obedecer a los mayores”. A veces, después de una acalorada discusión, el hermano Nee no conseguía dormir y lloraba toda la noche. El sábado acudía donde Miss Barber para contarle el motivo de su tristeza, esperando que ella fuera a actuar con justicia. Pero, después de oírla, él volvía a la casa y lloraba nuevamente. Estaba triste y enojado por no haber nacido antes, pues así no tendría que haber obedecido a aquél hermano, y el hermano tendría que obedecerle a él.
Cierta vez durante una discusión, el hermano Nee concluyó que tenía mucha razón y procuró convencer a Miss Barber de que su compañero estaba errado. Esta vez él pensaba que iba a vencer. Pero después de oírlo, Miss Barber respondió: “Si el otro hermano está errado o en lo cierto, es otro asunto. ¿Usted halla que se parece a una persona que está cargando la cruz, acusando a su hermano delante de mí? ¿Usted se parece a un cordero haciendo así?”. El hermano Nee dijo después: “Estas pocas palabras me avergonzaban mucho y nunca me olvidé de ellas”. Él pensaba que durante ese año y medio recibió la lección más preciosa de su vida. Así es cómo Miss Barber orientaba a los jóvenes.
"Debe aceptar ser quebrantado"
Más tarde, cuando el hermano Nee decidió trabajar para el Señor, visitó a la hermana Barber. Ella le preguntó: “Usted quiere trabajar para el Señor, pero ¿qué es lo que el Señor quiere que usted haga?”. Él respondió: “Yo quiero trabajar para él”. Pero la hermana Barber le dijo: “Y si Dios no quiere que usted trabaje, ¿qué va a hacer?”. Él respondió: “Yo sé que el Señor quiere que yo trabaje para él.” Entonces Miss Barber leyó Mateo 15, sobre la multiplicación de los panes. Después le preguntó: “¿Qué piensa usted sobre esto?”. Él respondió: “En aquella ocasión cinco panes y dos peces fueron colocados en las manos del Señor, pero después de la bendición, aquella comida satisfizo a más de cuatro mil personas”. Entonces Miss Barber le dijo: “Todos los panes en las manos del Señor fueron partidos y distribuidos, y aquellos que no fueran partidos, no podían suplir vida a los otros. Hermano, acuérdese que frecuentemente somos como un pan, hablando así con el Señor: ‘Señor, yo me entrego a ti’. Pero tenemos un deseo escondido en el fondo de nuestro corazón, y como que estuviésemos diciendo: ‘Oh, Señor, entregar y entregar; ofrecimiento, ofrecimiento; pero no me quebrantes’. Siempre esperamos que el pan sea colocado al lado, intocable, sin ser movido, y esto es muy agradable a la vista. Pero todos los panes en las manos del Señor están destinados a ser partidos. Y si usted no quiere ser quebrantado, entonces no se coloque en las manos del Señor.”
Un día ella estaba orando con el hermano Nee en una montaña, y después de leer Ezequiel 44, dijo: “Hermanito, hace veinte años atrás yo leí este capítulo; después feché la Biblia, me arrodillé orando a Dios y dije: “Señor, no me dejes servir a la casa, sino a Ti”. La razón que la llevó a orar de esta forma es porque había una clase de levitas, conforme Ezequiel 44, que activamente servían en el templo, pero no servían al Señor.
Este tipo de consejos de Miss Barber, dado a muchos hermanos, era más eficaz que millares de conferencias y mensajes.
Dejó que Dios trabajase en ella
No podemos dejar de preguntar: ¿Por qué Dios usó a esta hermana? ¿Cuál era el secreto de su ministerio? ¿Por qué tantas personas recibieron ayuda de ella? Evidentemente, su ministerio estaba basado en su vida espiritual. Probablemente los siguientes lemas del hermano Nee pueden ofrecernos una explicación mejor: “Lo que Dios enfatiza es lo que somos, más que lo que hacemos”. “La verdadera obra es la que emana de la vida”. “El servicio que tiene valor es siempre la manifestación de la vida de Cristo”. “Consagrarse a Dios no es trabajar para Dios, sino ser trabajado por Dios”. “Aquellos que no permiten que Dios trabaje en ellos, nunca pueden trabajar para Dios.”
La razón de por qué ella podía trabajar para el Señor fue porque dejó que Dios trabajase en ella, e hiciese en ella su obra formativa. Su corazón era como el de María Magdalena, totalmente vuelto hacia el Señor. Algunos meses después de haberse ido a estar con el Señor, alguien envió un paquete que pertenecía a Miss Barber, para el hermano Nee. Dentro había una hoja con estas palabras: “Oh Dios, yo te doy gracias porque existe un mandamiento que dice así: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mat.22:37).
De vez en cuando ella se enfrentaba con situaciones difíciles, y el precio requerido exigía todo lo que poseía, hasta su propia vida. Entonces levantaba su rostro bañado en lágrimas y decía al Señor: “Señor, para que yo pueda satisfacer todo tu corazón, quiero que mi propio corazón sea quebrantado”. Una vez el hermano Nee le preguntó: “¿Cuál es su experiencia en obedecer la voluntad de Dios?” Ella respondió: “Todas las veces que Dios demora en mostrar su voluntad, inmediatamente concluyo que dentro de mí todavía tengo un corazón que no desea obedecer su voluntad. Todavía tengo un deseo incorrecto dentro de mí. Esto puede ser comprobado a través de muchas experiencias”. Ella preguntaba muchas veces al hermano Nee: “¿Usted ama la voluntad de Dios?”. No preguntaba si él obedecía la voluntad de Dios.
Cierta vez ella argumentó con Dios respecto de cierto asunto. Sabía lo que Dios quería, y en su corazón ella también quería lo mismo, pero era muy difícil. Entonces el hermano Nee la oyó orar así: “Señor, yo confieso que no me gusta, pero por favor, no te rindas a mí. Espera un poco y ciertamente yo me rendiré a ti”. No quería que Dios se rindiese a ella, disminuyendo su exigencia. Nada era importante para ella, a no ser alegrar a su Maestro.
Muy acertadamente, dijo: “El secreto para entender la voluntad de Dios es: 95% querer obedecer a Dios y 5% entender”. Este acto revela que ella entendía profundamente la voluntad de Dios.
La casa se ha llenado de su perfume
Realmente Miss Barber se desperdició para el Señor, como el precioso ungüento mencionado en Juan 12:3. ¿Cuál fue el resultado? “...Y la casa se llenó del olor del perfume”. Que usted también pueda sentir la fragancia de ese perfume y ser atraído por el mismo Señor, a quien ella buscó y amó con todo su corazón, con toda su alma y con todo su entendimiento.
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C.C., en “À Maturidade”, Nº 1, Brasil, 1977.
Traducción y síntesis: “Aguas Vivas”. (Usado con permiso).
.Una revista para todo cristiano • Nº 17 • Septiembre - Octubre 2002
PORTADA
Proezas de la fe
Una aventura de fe tras la Cortina de Hierro, con consecuencias espirituales emocionantes, pero también con riesgos imprevisibles. Una misión en que la vida pende de un hilo, para creyentes con nervios de acero – o con una fe más grande de lo común.
El Wolkswagen azul
Su llegada a Bulgaria fue mucho más agradable de lo que esperaba. Después de un viaje tan largo y accidentado, esperaba lo peor. Sin embargo, el inspector de la aduana le dio una cálida bienvenida, las carreteras eran buenas, y la gente alzaba sus manos afectuosamente al paso de su automóvil. Incluso, más adelante, cuando tomó un camino equivocado y se atoró en un lodazal, los parroquianos de una taberna cercana le dieron rápido socorro: sacaron el auto a empellones en un dos por tres y ¡hasta lo invitaron a celebrar con una cerveza!
Por supuesto, se sintió un poco incómodo con la invitación, pero tuvo que aceptar, de lo contrario habría desairado a sus salvadores.
Una extraña visita
Casi sin proponérselo, “el hermano Andrés” –como gustaba que lo llamaran– se había visto involucrado en este trabajo.
Proveniente de una piadosa familia cristiana holandesa, había vivido de niño los rigores de la 2ª Guerra Mundial, y después, siendo un joven, había tomado parte en la última guerra colonial de su país en Indonesia. De vuelta de la guerra, derrotado, con sentencia de invalidez por haber sido herido de bala en un pie, fastidiado de todo, y sin hallar sentido a su vida, encontró al Señor y se aferró con todo a él.
Al poco tiempo decidió preparase para el ministerio, en Escocia. En sus dos años de preparación en una institución no convencional, había tenido oportunidad de conocer a Dios como el Dios que sustenta con fidelidad a sus hijos.
Cuando ya terminaba sus estudios, encontró una revista de divulgación marxista en que se invitaba a un Festival juvenil que se realizaría en Varsovia (Polonia) en el mes de julio de 1955. Sin saber exactamente por qué, Andrés decidió participar. Escribió a Varsovia y a los pocos días le llegó su identificación para el evento. Durante tres semanas pudo conocer la opresiva y triste realidad de las iglesias en ese país y hasta repartir tratados por las calles. En esos días se le abrió un horizonte de servicio espiritual que habría de consolidarse en los años siguientes.
Un feliz encuentro
Ahora corría el año 1959 y él tenía 31 años de edad. Hungría era el cuarto país tras la Cortina de Hierro que visitaba en su Volkswagen azul, con el propósito de introducir clandestinamente Biblias y repartirlas a las iglesias subterráneas. Había tenido algunas dificultades en Yugoslavia recientemente, lo que le había obligado a dar un gigantesco rodeo de 2400 kms. por Italia y Grecia para llegar a Bulgaria.
En su última noche en Yugoslavia había conocido a un cristiano que tenía un amigo de confianza –Petroff– en Bulgaria. Le insistió que lo visitara al llegar a Sofía, la capital. Ahora ya estaba en Sofía, pero ¿cómo encontraría la calle donde vivía Petroff sin despertar sospechas? El hermano yugoslavo le aconsejó que se moviera con cautela.
En el hotel pidió un plano de la ciudad, pero se lo negaron. Después de insistir y dar una buena razón para consultarlo, le permitieron ver uno hecho a mano, que sólo tenía el nombre de las calles principales. Pero ... ¡un momento! ¿No estaba ahí la calle que buscaba? Efectivamente, la única calle secundaria que tenía puesto el nombre ¡era precisamente la que buscaba!
Andrés tuvo la certeza en ese momento, como otras muchas veces en sus viajes anteriores, que todo había sido preparado desde muchísimo tiempo antes.
Al día siguiente se acercó caminando al lugar, y vio venir desde el otro extremo de la calle a un hombre que se detuvo en el mismo número. Era una gran casa de departamentos. Ambos entraron casi juntos y caminaron uno detrás del otro por el pasillo. En ese momento, Andrés miró al hombre de reojo y percibió que ése era el hombre que buscaba. El otro había entendido lo mismo. Sin decirse palabra, subieron las escaleras y llegaron a la habitación. El hombre sacó su llave, abrió la puerta, y entraron.
— Yo soy Andrés, de Holanda – dijo uno.
— Yo soy Petroff – dijo el otro.
El saludo fue emotivo. Luego estuvieron los tres –con la esposa de Petroff– arrodillados dando gracias a Dios por haberlos reunido sin demora ni riesgos.
Charlaron algún rato. Andrés les dijo que estaba enterado de que en Bulgaria los cristianos necesitaban desesperadamente Biblias, ¿sería cierto?
Dos lágrimas
Por toda respuesta Petroff lo llevó a su escritorio, donde estaba copiando a máquina algunos libros de la Biblia. Hacía tres semanas que se había conseguido una Biblia por un bajo precio –sólo el equivalente a su pensión de un mes– pero le faltaba Génesis, Éxodo y Apocalipsis. Seguramente alguien había liado unos cigarrillos con sus finas hojas. Petroff esperaba terminar su trabajo de copiado en un mes más.
Luego, se la regalaría a una iglesia de campo que no tenía Biblia.
— ¿Ninguna Biblia en toda la iglesia? – saltó Andrés.
Petroff le contó que esa iglesia no era la única, sino que abundaban en toda Bulgaria, y también en Rusia.
Andrés salió y fue a su automóvil. Se aseguró que no hubiera nadie en las inmediaciones y sacó una caja con Biblias. Volvió al departamento con su cargamento, y, ante la sorpresa de sus anfitriones, puso una Biblia en las manos de Petroff y otra en las de su esposa. Cuando Petroff vio de qué se trataba, y supo que lo que había en la caja eran más Biblias, y que en el auto había varias cajas más, cerró los ojos, emocionado.
Dos lágrimas suyas cayeron sobre el precioso libro que tenía en sus manos.
Una fe pura
De inmediato Andrés y Petroff se pusieron en marcha para distribuir Biblias por toda Bulgaria en las iglesias donde había mayor necesidad. Petroff le contó a Andrés que la excusa que daba el gobierno para suprimir las Biblias era que estaban escritas en una ortografía muy antigua, lo cual retrasaría el progreso.
En esos días Andrés conoció a cristianos que le quedarían grabados en el corazón. Como el anciano Abraham y su esposa, por ejemplo, ambos de dulce mirada de niño, que irradiaban una profunda paz. Alguna vez ellos tuvieron tierras, y una hermosa casa, pero ahora habitaban una carpa hecha de cueros en la montaña, sosteniéndose con una mínima pensión estatal, comiendo frutas silvestres. Ello, porque Abraham había sido acusado de realizar labores “subversivas”. En realidad, lo que sucedía era que acostumbraba compartirle de su fe a los oficiales comunistas, y a los soldados, dondequiera los encontraba. A veces ellos se convertían; otras, él era encarcelado.
Una noche Andrés tuvo la oportunidad de participar de una reunión clandestina (sin luz, sin cantos) en un hogar. Como esa, viviría otras muchas jornadas después. Allí pudo comprobar la pureza de la fe, y el gozo –casi reverente– de los hermanos al recibir una única Biblia de regalo.
Al salir de Hungría luego de terminar su misión, “el hermano Andrés” pensaba que el gozo y gratitud de esos santos y fieles cristianos era paga suficiente para seguir arriesgando la vida en cada viaje a los países tras la Cortina de Hierro.
***
(Adaptado de “El contrabandista de Dios”, por el hermano Andrés, Edit. Vida, 1971.)
.Una revista para todo cristiano • Nº 14 • Marzo - Abril 2002
PORTADA
Todos los que hicieron posible el sueño de Guillermo Carey fueron jóvenes pastores casi desconocidos, de iglesias pequeñas y casi rurales. Ellos se comprometieron delante de Dios “para sostener la cuerda mientras uno de ellos bajaba a lo profundo del pozo” en la evangelización de paganos distantes al otro extremo del mundo. Y Carey bajó.
El zapatero de Serampore
— Joven, joven, siéntese. Usted es un entusiasta. Cuando Dios quiera convertir a los paganos lo hará sin consultar con usted o conmigo.
El interpelado, Guillermo Carey, a la sazón un joven ministro de 27 años, guardó silencio, desconcertado. Hacía poco que le habían recibido en el seno del ministerio, y quien había hablado era precisamente el más anciano y respetado de los ministros allí reunidos.
Desde hacía tiempo Carey había sentido una carga por la evangelización de los paganos y ahora se había atrevido a compartirla, reflexionando sobre “si el mandato dado a los apóstoles de enseñar a todas las naciones no era obligatorio en todos los ministros sucesivos hasta el fin del mundo.”
La interrupción del venerable ministro no era de extrañar. En la época, el pensamiento de la cristiandad excluía ese tipo de preocupaciones. Sin embargo, la carga del joven ministro no era pequeña ni reciente.
Un zapatero atípico
De niño Carey fue un amante de la naturaleza, y lector asiduo de los libros de viajes. Esos libros alimentaron sus sueños. Luego de convertido, comenzó a trasladar esos sueños al ámbito de la fe, acicateando en él la urgencia por la salvación de esos pueblos, sumidos en la idolatría y la barbarie.
Ya adulto, Carey entró en el ministerio; pero como la iglesia era pequeña, y los fieles, pobres, hubo de ayudarse con su oficio de maestro de escuela y zapatero.
Sus manos trabajaban el cuero, pero su boca musitaba oraciones por pueblos extraños, cuyos nombres muy pocos conocían, mientras soñaba –con la ayuda de un planisferio pegado a la pared frente a su mesa de trabajo, y de un globo terráqueo construido con cueros de diversos colores– navegando por mares lejanos y entrando en países y culturas exóticas con la palabra de Cristo.
Como predicador, recorría todo el distrito. Una vez se encontró con un amigo, que le reconvino por descuidar su negocio de zapatero:
— ¡Descuidar mi negocio! – contestó Carey – Mi negocio, señor, es el de extender el reino de Cristo. Sólo hago y compongo zapatos para ayudarme a pagar los gastos.
Carey era también un políglota autodidacta. Dedicaba todo el tiempo posible a estudiar las lenguas bíblicas –hebreo y griego—, pero le parecía insuficiente.
Una vez su patrón en el oficio de zapatero, que supo de los esfuerzos de Carey en tal sentido, le dijo:
— Veamos, señor Carey, ¿cuánto gana Ud. a la semana haciendo zapatos?
— Como nueve o diez chelines, señor.
Entonces él le dijo, con ojos llenos de placer:
— Bien, tengo un secreto para Ud. No quiero que eche a perder más de mi cuero, pero haga el mayor progreso posible con su latín, hebreo y griego, y yo le daré de mi bolsa propia cada semana diez chelines.
Así Carey se vio relevado de su oficio de zapatero, al menos por un tiempo, para dedicarse de lleno al estudio.
El sueño de un geógrafo
En cierta ocasión, en una reunión informal de pastores, alguien mencionó un pequeño islote cerca de la India oriental, pero ninguno pudo dar la información que se necesitaba. Finalmente, fue Carey quien informó acerca de su situación, longitud, anchura, y la naturaleza de su pueblo, admirando a los demás, los que, con la mirada, parecían decirle: “¿Y cómo sabes tú?”
A veces sus alumnos en la escuelita, le oían exclamar, cuando mencionaba pueblos e islas lejanas en sus clases de geografía:
— ¡Y esos son paganos, paganos!
Carey buscaba permanentemente compartir su sentir con los otros ministros, pero los más de ellos lo veían como extraño e impracticable. Sin embargo, él insistía. Más de alguno le oyó decir que si unos cuantos amigos le enviaran, y le mantuvieran por un año después de desembarcarse, iría adonde quiera que Dios le abriera la puerta.
Cierta vez se encontró con un piadoso diácono, a quien contagió con el fuego que ardía en su corazón. Éste le dijo:
— Usted debe escribir un tratado para informar y despertar la Iglesia de Cristo.
— He probado hacerlo – le contestó Carey – pero he quedado completamente descontento. Además, no podría imprimir el mensaje que se necesita, aun cuando lo escribiera.
— Si no puede hacerlo como desea, hágalo como pueda, y yo le daré diez libras esterlinas para ayudar a imprimirlo.
Alentado por esta promesa, Carey se abocó a la tarea. Poco después leyó su tratado a un grupo de pastores.
Al año siguiente, predicó su sermón basado en Isaías 54:2-3. Fue un reto a la iglesia indolente para que se levantara y extendiera sus tiendas. El mensaje terminaba con dos frases cortas pero filudas como puñales: “Espera grandes cosas de Dios. Procura grandes cosas para Dios.”
Aunque el mensaje parecía haber traspasado los corazones de los ministros presentes, al día siguiente, cuando se reunieron de nuevo para deliberar, prevalecieron los sentimientos de vacilación. Entonces Carey tuvo un gesto de desesperación y audacia que se clavó en el corazón del más influyente ministro que allí estaba – Andrés Fuller. Volviéndose hacia él, y agarrando su brazo, exclamó:
— ¿No va a hacerse nada esta vez tampoco, señor?
El corazón de ese ministro se despertó y se produjo un vuelco. Así, antes de terminar la reunión esa mañana, cinco ministros – Juan Ryland, Juan Sutcliff, Andrés Fuller, Guillermo Carey y Samuel Pearce – habían tomado la firme resolución de preparar un plan para formar una Sociedad misionera.
A la luz de los grandes hechos de fe, este comienzo fue tímido. Todos los protagonistas eran jóvenes (sus edades fluctuaban entre los 26 y los 40 años); eran pastores casi desconocidos, y sus iglesias eran pequeñas y casi rurales, pero su ejemplo y sus frutos habrían de afectar al mundo entero.
Rumbo a la India
Carey pensaba que su labor misionera debía comenzar en Tahiti, pero un extraño suceso alteró sus planes. Un misionero en la India –Juan Thomas– trabó contacto con él y le compartió su carga por la obra allí. Carey y los demás pastores entendieron que hacia allá los guiaba el Señor.
Al despedirse de sus amigos, Carey los comprometió a respaldarlo. Usando una figura que Fuller había propuesto, les dijo:
— Yo desciendo al pozo, pero ustedes han de sostener la cuerda.
Carey zarpó –después de vencer algunas reticencias de su esposa— con toda su familia, el 13 de junio de 1793. Tenía 32 años.
Difíciles comienzos
Llegaron a la India, tras cinco largos y difíciles meses de navegación.
Los primeros meses allí fueron de gran estrechez, y de duro aprendizaje. La pérdida de su hijo de cinco años, fue dolorosísima, especialmente para Dorotea, su esposa. Ella misma enfermó una y otra vez, hasta que en 1795 se enfermó gravemente de disentería, afectando seriamente su equilibrio emocional.
En los próximos años, Carey aprendió las dos principales lenguas que necesitaba para su trabajo de traductor, el sánscrito y el indostano, que le abrirían las puertas a los demás dialectos y a toda la cultura hindú.
A fines de 1799, Carey recibió ayuda desde Inglaterra – algunos colaboradores, especialmente a Ward y Marshman, con quienes habría de conformar un equipo de mucha afinidad y eficiencia.
Algunos contratiempos en el trabajo les obligaron a mudarse a Serampore, en enero de 1800, lugar que habría de ser la sede definitiva de su obra.
La obra en Serampore
Serampore era un puerto abierto a todas las banderas, un lugar estratégico para la obra, pero de triste historia misionera, pues los moravos habían fracasado allí, y abandonado su misión en 1792, tras 17 años de estériles esfuerzos. Muy pronto Carey y su compañía hicieron los ajustes y habilitaron un terreno.
El 5 de marzo de 1801 salió de la imprenta el Nuevo Testamento bengalés, tras siete años y medio de arduo trabajo.
Pero el sueño de Carey era más grande, porque se propuso traducir las Escrituras a todas las lenguas principales de la India. Así que tanto él como Marshman y Ward se dieron a la incesante tarea de aprenderlas.
Uno de sus mayores aciertos fue traducir la Biblia al sánscrito, porque era la lengua más prestigiosa y culta. Otros colaboradores se sumaron a la tarea. Expertos de toda la India fueron contratados como ‘pundits’. Carey describía así el ambiente en Serampore por ese tiempo: “Se escribía, se hablaba, o se leía en latín, griego, hebreo, arábigo, siriaco, sánscrito, bengalés, indostano, oriya, gujarati, telugu, marathi, armenio, portugués, chino y birmanés.”
A todos los visitantes ingleses que llegaban a Serampore les impresionaba la capacidad de trabajo de Carey, quien, con la ayuda de numerosos ‘pundits’ revisaba hasta 22 versiones de las Escrituras simultáneamente.
Una prueba
El 11 de marzo de 1812 fue una fecha escrita con lágrimas en la historia de la misión en Seram-pore. Un incendio arrasó con el edificio de la imprenta consumiendo todo a su paso. Las pérdidas fueron cuantiosas. Sin embargo, ellos nunca esperaron lo que vendría. Literalmente toda la cristiandad se volcó con donativos “rivalizando cada uno a todos los demás para reparar la pérdida”. “Este incendio ha dado a la empresa una celebridad que ninguna otra cosa podría haberle dado; una celebridad que nos hace temblar” – escribía Fuller a Carey poco después.
Una obra que excede al vaso
Carey murió el 9 de junio de 1834. Su gran obra es difícil de evaluar. No sólo tradujo la Biblia completa, o, al menos, las porciones más preciosas de ella, a 34 idiomas, para un verdadero imperio de pueblos mixtos, sino que hizo importantes aportes al estudio de la flora y la literatura hindú. Todo eso, en un tiempo en que no había los increíbles adelantos técnicos que hoy tenemos.
En suma, un trabajo tan monumental, que no hubiera sido posible de realizar por un modesto zapatero autodidacta, de no contar con la fuerza y la gracia superabundante de Dios. Carey estaba consciente de esto; por eso la grandeza del erudito nunca avasalló la humildad del siervo.
En cierta ocasión, al subir al púlpito, vio colgados un par de zapatos viejos que alguien había dejado allí para provocarle, recordándole su oficio de zapatero. (En la India ese oficio era uno de los más despreciados). Pero Carey dijo, sencillamente:
— El Dios que puede hacer para un pobre zapatero y por medio de él lo mucho que ha hecho para mí y por mí, puede bendecir y usar a cualquiera. El más humilde puede confiar en él.
***
.Una revista para todo cristiano • Nº 12 • Noviembre - Diciembre 2001
PORTADA
Una joven musulmana paquistaní, de noble cuna, es escogida por Dios como testigo de su poder y su amor. Su testimonio demuestra que la salvación de Dios en Jesucristo es tan amplia que también puede alcanzar más allá de las fronteras culturales y religiosas, al corazón mismo del Islam.
La hija del Sha
— Termina con esta maldición de la familia – dijo con fiereza Safdar Shah mientras le tendía la pistola a su hermano Alim Shah.
Éste tomó con resolución la pistola de doble tambor y en forma lenta le fue levantando hasta apuntar al rostro de su hermana Gulshan, sentada frente a ellos. Con una frialdad desconocida en él, dijo mirándola fijamente:
— ¿Por qué quieres morir? Todo lo que tienes que hacer es decir que no aceptas más a Jesucristo como el Hijo de Dios y que dejarás de ir a la iglesia. Entonces se te perdonará la vida, porque no quiero dispararte.
Desde niña, Gulshan había aprendido a respetar a sus hermanos, como toda musulmana; sin embargo, ahora sentía que por causa de Jesucristo, no podía obedecerles.
— ¿Pueden ustedes garantizarme que si no me disparan no moriré? – les dijo con voz firme —. Está escrito en el Corán que una vez que una persona nace, debe morir. Así que, adelante, disparen. No me importa morir en el nombre de Cristo. En mi Biblia está escrito: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25).
Alim Shah dudó; la pistola osciló en el aire y bajó.
Safdar Shah interrumpió el silencio, para decirle a su hermano:
— Tú no quieres matar a esta cristiana y ser culpable por ello. Ella ya es una maldición para nosotros. Échala.
Acto seguido, la empujaron fuera de la casa.
Una flor marchita
Gulshan Fátima era la hija menor de una familia musulmana Sayed, es decir, descendiente del profeta Mahoma. Era la menor entre cinco hermanos: dos varones y tres mujeres. Su padre era Aba-Jan, y como descendiente de Mahoma, era también un Sha. Aba-Jan era también un Pir, es decir, un líder religioso, y además, propietario de una gran fortuna en Pakistán.
El nombre “Gulshan” significaba en la lengua vernácula urdu “el lugar de las flores, jardín”, pero Gulshan distaba mucho de serlo, porque cuando tenía apenas seis meses quedó paralítica a raíz de la fiebre tifoidea. Desde entonces, su lado izquierdo colgaba sin vida. Poco después había muerto su madre. Sin embargo, por esto mismo, y por ser la menor, era la favorita de su padre.
Después de gastar grandes sumas de dinero en Pakistán buscando cura para su hija, Aba-Jan decidió llevarla a Inglaterra, a un reconocido médico. Corría el año 1966; Gulshan tenía 14 años.
El veredicto del médico fue lapidario:
— No hay medicina para esto; solamente la oración.
Decepcionado, Aba-Jan decidió probar la última opción que le quedaba: viajar a la Meca y esperar allí un milagro de Alá. Era el mes de la Hajj, es decir, de la peregrinación anual, en que los musulmanes del mundo se daban cita en su principal centro de adoración.
Aba-Jan, Gulshan y sus dos criadas, volaron hasta la ciudad de Jeddah, donde iniciaron un recorrido por los lugares sagrados de La Meca, Medina, Jerusalén y Karbala (Irak), en una peregrinación que duró un mes, en busca de sanidad, pero nada.
Aba-Jan, que era un piadoso musulmán, se limitó a decir:
— Dios te está probando y me está probando. No desesperemos. Puede ser que llegues a ser sanada en alguna otra etapa de tu vida.
El primer encuentro con Jesús
Dos años y ocho meses después Aba-Jan murió. Antes de partir, encargó a Gulshan a sus hermanos, y animó a su hija menor diciéndole que un día Dios la sanaría. Tras la muerte de su padre, la casa quedó vacía para Gulshan, pese a la gran cantidad de criados que le asistían. Todos sus hermanos se habían casado. Entonces, Gulshan decidió pedir a Dios que la llevara con su padre.
Una noche, como a las tres de la mañana, mientras barajaba pensamientos de suicidio, comenzó a decirle a Dios, con una espontaneidad inusitada:
— Quiero morir. No quiero vivir más. Esto es lo último.
Extrañamente, de alguna manera sintió que Dios la estaba oyendo, así que continuó:
— ¿Qué pecado terrible he cometido, que me has hecho vivir así? Apenas nací te llevaste a mi madre, luego me hiciste paralítica y ahora te llevas a mi padre. Dime, ¿por qué me has castigado tan duramente?
De pronto, en medio del silencio, escuchó una voz suave y amorosa:
— No te dejaré morir. Haré que vivas.
— ¿De qué servirá que yo viva? – preguntó – Soy inválida. Cuando mi padre estaba vivo podía compartir todo con él. Ahora cada minuto de mi vida es como cien años. Tú te llevaste a mi padre y me dejaste sin esperanza, sin nada por lo cual vivir.
La voz vino de nuevo, vibrante y suave:
— ¿Quién le dio ojos al ciego, y quién hizo sano al enfermo, y quién curó a los leprosos y quién resucitó al muerto? Yo soy Jesús, el hijo de María. Lee acerca de mí en el Corán, en el Sura Maryam.
Esa noche, buscó y leyó en el Corán el pasaje señalado: “Entonces los ángeles dijeron: “¡Oh María! En realidad, Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombres es el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este mundo y en el otro, y hasta por aquellos que están inmediatos a Dios. El hablará a los hombres, tanto a los que están en la cuna como en la edad madura. Y será del número de los justos ...” Y más adelante: “Con el permiso de Alá daré vista a los ciegos, sanaré al leproso, y resucitaré los muertos a la vida.”
Pese a que no entendía mucho lo que estaba sucediendo, una esperanza había brotado en su corazón. Desde entonces, Gulshan comenzó a orar así:
— Oh, Jesús, hijo de María, en el santo Corán dice que tú resucitaste a los muertos y curaste a los leprosos y que hiciste milagros. Entonces, sáname a mí también.
El milagro
Un día, pasados tres años de estar orando así, se sintió muy decepcionada. Pensó: “He hecho esto por tanto tiempo y todavía estoy paralítica”. Luego dijo:
— Mira que estás vivo en el cielo y el santo Corán dice que sanaste a las personas. Tú puedes sanarme, y sin embargo sigo estando paralítica. Jesús, si puedes hacerlo, sáname; de lo contrario, dímelo.
Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. La habitación se llenó de una luz que sobrepasaba a la luz del día. Gulshan sintió mucho miedo. Pese a eso, alzó la vista y reconoció unas figuras con ropas largas de pie en medio de la luz, algunos metros más allá de su cama. Había 12 figuras en fila y la figura central, la número trece, era más grande y brillante que las otras.
— Oh Dios – clamó — ¿quiénes son esas personas y cómo han entrado aquí estando las ventanas y las puertas cerradas?
— Levántate – le dijo de pronto una voz – Este es el camino que has estado buscando. Yo soy Jesús, el hijo de María, a quien has estado orando y ahora estoy de pie delante de ti. Levántate y ven a mí.
Gulshan comenzó a llorar:
— Oh Jesús, estoy paralítica. No puedo levantarme.
— Levántate y ven – le dijo él – Yo soy Jesucristo.
Gulshan dudó, y él lo dijo por segunda vez. Luego, por causa de que ella dudaba, él le habló por tercera vez.
Entonces Gulshan, tras 19 años de estar tirada en cama, paralítica, sintió que una nueva fuerza fluía de sus piernas inútiles, y caminó algunos pasos, para luego caer a los pies de él.
Jesús puso su mano sobre su cabeza y le dijo:
— Yo soy Jesucristo. Soy Emanuel. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Estoy vivo, y vengo pronto. Mira, desde hoy eres mi testigo. Lo que ahora viste con tus ojos debes llevarlo a mi pueblo. Mi pueblo es tu pueblo y debes permanecer fiel en llevárselo a mi pueblo. Ahora debes mantener inmaculadas esta túnica y tu cuerpo. Dondequiera que vayas estaré contigo y a partir de hoy orarás así ...
Y le citó el Padre nuestro. Luego le hizo repetir la oración. Al decir “Padre” Gulshan sintió que Dios cautivaba su corazón.
— Lee en el Corán – agregó –; yo estoy vivo y vengo otra vez.
Gulshan miró su pierna y su brazo izquierdos y vio que tenían carne; sin embargo, su mano no estaba perfecta. Entonces preguntó:
— ¿Por qué no la sanaste del todo?
La respuesta vino en tono cariñoso:
— Quiero que seas mi testigo.
Surgen las dificultades
Desde ese momento, Gulshan alcanzó la notoriedad propia de un milagro andante. Sus criados, su familia y sus vecinos acudieron a verla caminar. Ella a todos daba testimonio de que Jesús, el hijo de María, la había sanado.
Una semana más tarde, la familia hizo una fiesta para celebrar tan gran acontecimiento, pero allí surgieron los primeros problemas. Después de escuchar sus reiterados testimonios, Safdar Sha, su hermano mayor, le dijo:
— Te respetaríamos más si dijeras que Mahoma te sanó. Ese Jesucristo no es muy importante para nosotros.
— Pero es que no puedo decir que me sanó Mahoma – replicó Gulshan – Fue Jesucristo y él me dijo que lo contara.
— Jesucristo tiene su gente en Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Esos son países cristianos. No vas a ir allí a decirles acerca de cómo Jesucristo te sanó, y sería prudente que no divulgaras ese tipo de cosas a aquí – concluyó el hermano, con firmeza.
Gulshan le preguntó al Señor qué hacer. Su tía, entretanto, le dijo que todo lo que debía hacer era dar limosnas y olvidarse de Jesucristo.
El Señor le dijo:
— Si te atemorizas por tu familia, no estaré contigo. Debes permanecer fiel a mí para poder ir a mi gente. Mi pueblo es tu pueblo. Debes llevarle mi mensaje a ellos.
Diez días después de su sanidad, la familia volvió al ataque, incluso amenazándola de muerte.
Gulshan oró al respecto, y la respuesta vino dos noches después. En una visión vio al Señor Jesucristo que le decía:
— Ven a mí.
Extendió su mano y la levantó hasta una planicie verde y fresca, llena de figuras de personas. Todas tenían coronas en la cabeza y estaban vestidas de una brillantez que hería sus ojos. Escuchó palabras que eran como una hermosa música. Las personas decían: “Santo” y “Aleluya”. “El es el Cordero inmolado. Él vive.” – decían, mientras miraban a Jesucristo.
De la multitud sobresalía el rostro de un hombre que estaba sentado. El Señor le dijo:
— Ve dieciséis kilómetros al norte y este hombre te dará una Biblia.
Sufriendo el vituperio
El hombre era el señor Major, quien con cierta desconfianza le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento en urdu y uno de Los mártires de Cartago. Conseguir el Nuevo Testamento y leerlo fue una y sola cosa. Allí pudo comer y beber hasta saciarse. Su entendimiento fue iluminado y pudo confirmar que era Jesús quien se le había manifestado.
La palabra sobre el bautismo le habló específicamente, aunque también entendió lo que eso significaría. El señor Major le advirtió que podría perderlo todo. Pero Gulshan sabía que no tenía alternativa. Así que hizo los preparativos, y ordenó su casa.
El 15 de marzo de 1972, a los 20 años de edad, Gulshan Fátima, hija de una noble familia Sayed, dejó su casa paterna, su palacete, sus criados, su dinero, todo, para nunca más volver.
Un mes después se bautizó, y su segundo nombre “Fátima” fue trocado por “Esther”. Una nueva vida había comenzado para ella.
¿Cuántas cosas habría de padecer por causa del Nombre? Gulshan Esther no lo sabía entonces, pero su fe y su decisión eran irreversibles.
Desde aquel día comenzó su peregrinar. Muchos sufrimientos habría de pasar en los próximos años; sin embargo, todos los afrontó con gozo. A su paso fue dejando una estela de bendición y de vida.
Desde entonces su testimonio ha bendecido a millares de personas, tanto en su país como fuera de él.
¡Dios verdaderamente se había glorificado en una desdichada muchacha musulmana paquistaní!
Adaptado de “El velo rasgado”, por Gulshan Esther y Thelma Sangster - Edit. Vida, 1991.
.Una revista para todo cristiano • Nº 10 • Julio - Agosto 2001
PORTADA
Una historia asombrosa, tierna, emocionante. Un humilde muchacho africano elevado a un sitial de leyenda por la elección y la gracia de Dios. Un creyente sencillo que asombró a los sabios y les hizo inclinarse ante la gloria que irradiaba. El príncipe Kaboo, de la tribu Kru, de Costal de Marfil, más conocido como Samuel Morris, murió hace 108 años, pero su ejemplo sigue bendiciendo a muchos.
Proezas de la Fe
El príncipe Kaboo
—Mi Padre me ha dicho que usted me llevará a Nueva York a ver a Esteban Merritt – dijo el joven negro al capitán, mientras éste desembarcaba desde un bote con varios tripulantes de su barco.
El capitán pareció no escucharle. Su interés era negociar con los nativos, para luego emprender la navegación otra vez. Sin embargo, al oír (porque había oído) esa extraña afirmación, se fijó en el muchacho, y vio que iba desharrapado y descalzo. ¿Quién era él para hablar así? Además, estaban en Liberia, Africa Occidental, a miles de millas de Estados Unidos.
—¿Quién es tu padre y dónde está? – le preguntó.
—Mi Padre está en el cielo – le contestó el muchacho.
El capitán era un hombre rudo. Así que dejó escapar unas cuantas blasfemias, y luego masculló:
—Mi buque no lleva pasajeros. Debes estar loco – y se fue.
El muchacho no se desanimó. Estuvo haciendo guardia dos días, mientras el capitán iba y venía en sus negocios. Dormía en la arena, y oraba gran parte de la noche.
Al tercer día, cuando pisaron tierra otra vez, el muchacho corrió hacia ellos:
—Mi Padre me ha dicho anoche que esta vez ustedes me llevarán.
El capitán lo miró asombrado. Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le faltaba gente.
Reconoció que el muchacho era de la tribu Kru y supuso que era un marinero con experiencia, como lo eran sus paisanos.
—¿Cuánto quieres ganar? – le preguntó.
—Sólo lléveme hasta Nueva York a ver a Esteban Merritt – respondió el muchacho.
El capitán, entonces, dio la orden y fue embarcado. Corría el año 1889.
El desdichado rehén
¿Quién era el joven y por qué quería ver a Esteban Merritt, de Nueva York?
La respuesta a esta doble pregunta es muy extraña. Su nombre era Kaboo, tenía diecisiete años, y esperaba que Esteban Merrit le enseñara todo lo que sabía sobre el Espíritu Santo.
Kaboo, en realidad, no era liberiano, sino que pertenecía a una tribu descendiente de los Kru que habitaba al oeste de Costa de Marfil. Su padre era jefe de la tribu. En aquellas regiones, a fines del siglo XIX, era costumbre que un jefe derrotado en la guerra debía entregar a su hijo mayor como rehén para asegurar el pago al vencedor. Si éste se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esta fue la suerte de Kaboo.
A los 15 años de edad, ya había sido tomado como rehén en tres ocasiones. Para la primera vez era sólo un bebito; en la segunda, estuvo varios años sometido a sufrimientos inena-rrables. Para la tercera, Kaboo tenía 15 años. Su padre reunió todos los bienes que pudo en su asolada tribu para satisfacer las demandas del jefe vencedor, pero fueron insuficientes. Así que Kaboo comenzó a ser torturado cruelmente. Las heridas no tenían tiempo de curarse antes del próximo tormento. La piel de su espalda colgaba a jirones. Pronto estuvo tan agotado que ya no podía mantenerse en pie.
Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz, adonde lo arrastraban para continuar el castigo.
Sin embargo, de seguir así las cosas, la muerte que le esperaba sería aun más atroz. Cavarían una fosa y lo enterrarían vivo hasta el cuello. Luego, lo untarían con melaza para atraer a las hormigas carnívoras. En pocos minutos quedarían los puros huesos.
Ante esa perspectiva, Kaboo sólo deseaba morir.
Una extraña luz
Sin embargo, su suerte habría de ser muy diferente a partir de entonces. Una gran luz, como un rayo, irrumpió sobre él. Una voz audible que parecía venir de lo alto le ordenó levantarse y huir. Los que le rodeaban oyeron la voz y vieron la luz pero no entendieron de qué se trataba.
En un abrir y cerrar de ojos, Kaboo recobró sus fuerzas y, saltando, huyó hacia la selva con la velocidad de un ciervo. ¿A dónde ir? No podía huir hacia su tribu, porque atraería sobre ella la peor de las venganzas.
Algo sobrenatural volvió a ocurrir. La misma extraña luz que le había salvado le comenzó a guiar por los intrincados vericuetos de la selva. Kaboo se limitó a seguirla. Durante el día se ocultaba en el hueco de los árboles, y durante la noche continuaba su marcha. La noche era para él lo suficientemente clara como para juntar frutas y raíces y alimentarse. Cruzó lagos y ríos. A su alrededor, toda la fauna salvaje enmudeció, y dejó el paso libre al muchacho que huía.
Después de días llegó a una plantación en las afueras de Monrovia (Liberia). Grande fue su sorpresa cuando supo que había llegado a otro país. La primera persona que vio fue un hombre de su propia tribu, quien le contó que ese no era un lugar de esclavizadores, sino de liberadores de esclavos. ¡Dios le había guiado al único lugar donde estaría a salvo!
Allí encontró empleo y fue invitado a una reunión cristiana. Al oír la historia de la conversión de Saulo, pudo ver que Dios le había salvado de la misma forma. Una misionera lo condujo al Señor y le enseñó los rudimentos de la fe. También le enseñó a leer y escribir en inglés.
Muy luego, Kaboo fue cautivado por el Señor y sintió deseos de prepararse para ir a dar testimonio a su tribu. Sin embargo, sentía que tal vez nunca estaría en condiciones. Para él fue un gran descubrimiento el saber que el Espíritu había sido enviado para capacitar al cristiano. Comenzó a buscarle con gran insistencia, a tal punto que sus compañeros se cansaban de oírlo orar por las noches.
Un día tuvo la experiencia de la llenura del Espíritu. El no sabía nada de la doctrina sobre el Espíritu Santo, pero ese día fue lleno de Él.
Poco después fue bautizado en las aguas y su nombre fue cambiado por el de Samuel Morris.
Samuel estaba tan cautivado por su relación con Dios, que pronto llegó a ser conocido como el nativo más consagrado y fervoroso de esa región de Liberia.
Un día, con la ayuda de un misionero, descubrió Juan 14. Al saber que el Espíritu Santo obra aquí en la tierra, que es una Persona Viviente, no tuvo palabras para expresar su asombro y felicidad. Supo que Él fue quien lo liberó y lo condujo hasta allí. Desde ese día, Samuel hizo largos viajes para conversar con los misioneros acerca del Espíritu Santo. Les hacía tantas preguntas difíciles que, por fin, una misionera se vio obligada a confesar:
—Samuel, ya te he dicho todo lo que sé acerca del Espíritu Santo.
Samuel insistió:
—¿Y quién le dijo a usted todo lo que sabe acerca del Espíritu Santo?
Ella respondió que todo su conocimiento acerca de este tema lo debía a Esteban Merritt.
—¿Dónde está Esteban Merritt?
—En Nueva York.
—Pues iré a verlo – fue la respuesta de Samuel.
Peripecias a bordo
Cuando subió a bordo, Samuel se encontró con un muchacho tirado en la cubierta. Era el camarero del capitán. Se hallaba tan malherido que ni siquiera podía incorporarse. Samuel se arrodilló junto a él y oró. El muchacho se levantó de inmediato, totalmente restablecido.
Poco más tarde, cuando el capitán quiso deshacerse de Samuel, al comprobar que no sabía trabajar, el camarero intercedió por él.
—Por favor, capitán, llévelo. ¡Mire lo que hizo por mí!
La vida a bordo era cruel. Casi cada palabra era acompañada por una blasfemia, un puntapié o un bofetón. La tripulación se hallaba compuesta por hombres de distinta procedencia. Samuel era el único negro a bordo, y todos le rechazaban. Los golpes y los insultos llovían sobre su cabeza.
Al tercer día se desató una tormenta. A Samuel lo amarraron a uno de los mástiles para que ayudara a recoger las velas. Allí enfermó gravemente, debido al feroz azote de las olas. Entonces Samuel oró:
— Padre, tú sabes que he prometido a este hombre trabajar todos los días hasta llegar a América. Yo no puedo trabajar si estoy enfermo. Por favor, quita esta enfermedad.
Luego se levantó y retomó sus tareas. Nunca más estuvo enfermo en el barco.
Al día siguiente, el camarero lo relevó de su trabajo, así que Samuel se dirigió a la cabina del capitán. Éste, que estaba ebrio, golpeó a Samuel hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Al recuperar el conocimiento, Samuel se levantó y siguió con sus tareas, tan animadamente, como si nada hubiera pasado. Le preguntó al capitán si conocía a Jesús. Luego, se arrodilló y oró con tanta sinceridad y fervor por él, que éste inclinó la cabeza, conmovido.
Un día, azuzados los hombres por el alcohol, comenzó una pelea sobre cubierta. Era una disputa sin sentido por prejuicios raciales. Un malayo muy corpulento, que pocos días antes había amenazado con matar al “negro”, se sintió insultado, tomó un machete y se abalanzó sobre los demás, con ansias de matar. De pronto, Samuel se interpuso en su camino y comenzó a decirle, con su modo calmo:
—No mates, no mates.
El hombre levantó el arma contra él y le miró con ojos centelleantes. Samuel, a su vez, le miró a los ojos, sin hacer movimiento alguno para defenderse. El malayo se detuvo y, lentamente, bajó su arma y se volvió a su litera.
Cuando el capitán supo esto pensó que Samuel tenía un poder misterioso. Bajó al camarote con Samuel y éste oró por él y por toda la tripulación. Por primera vez el capitán se unió a la oración. En aquel momento el capitán entregó su vida al Señor. Fue el primero de muchos convertidos a Cristo allí en el buque.
A partir de entonces, Samuel se ganó por completo el corazón del capitán, quien ya no pagó más a su gente con ron. Las peleas se acabaron. Ahora el capitán llamaba a sus hombres al puente de popa para orar. Samuel dirigía esas oraciones y cantaba los himnos que había aprendido en Liberia. En sus momentos libres pasaron horas escuchándole cantar. Así, ellos comenzaban a sentir la obra de la gracia de Dios en sus corazones.
Poco después del incidente, el malayo cayó gravemente enfermo. Samuel oró por él y recibió inmediata sanidad. Esto produjo una nueva impresión en el corazón de esos duros hombres de mar. Desde entonces todos comenzaron a orar y cantar con Samuel Morris.
Todos a bordo se convirtieron en sus amigos. Más de la mitad de ellos habían recibido al Señor. Las discriminaciones raciales habían sido olvidadas. Un embajador de Dios había navegado con ellos por un tiempo y les había enseñado con su ejemplo que hay un Dios personal, que contesta la oración y que no hace acepción de razas o color.
Una breve estadía
Tras cinco meses a bordo, el barco llegó a Nueva York. La tripulación hizo una colecta de ropa para cambiar las ajadas prendas de Samuel. Al darle la mano por última vez, muchos de esos hombres endurecidos lloraron como niños.
Nueva York estaba allí. Esteban Merrit sería ubicado milagrosamente, y en los próximos dos años, Samuel habría de ser conocido por muchos. Todos quedaban sobrecogidos por la presencia del Espíritu Santo que irradiaba de él. Samuel no predicaba, pero cuando oraba, todos eran tocados. Muchos caían de rodillas pidiendo perdón a Dios por sus pecados, o bien alabándole por su salvación.
Aunque murió tempranamente, a los 21 años de edad, su influencia perduró en el corazón de quienes le conocieron. Antes de morir, él dijo:
—La luz que mi Padre del cielo envió para salvarme en Africa tuvo un propósito. Fui salvado con un propósito. Ahora ya lo he cumplido. Mi obra aquí en la tierra se ha terminado.
Hasta el día de hoy, la Universidad de Taylor, en Estados Unidos, donde fue atendido, exhibe un monumento con una inscripción que dice:
SAMUEL MORRIS, 1872-1893
PRÍNCIPE KABOO
NATIVO DEL AFRICA OCCIDENTAL
MISTICO CRISTIANO
APOSTOL DE LA FE SENCILLA
EXPONENTE CABAL DE UNA VIDA
LLENA DEL ESPÍRITU SANTO
Fuentes: Samuel Morris, por Lindley Baldwin, y La investidura del poder, por O.J. Smith.
Estoy de pasadita y me gusto tanto lo que lei sobre muchas personas que hicieron mucho para Dios.
.Una revista para todo cristiano • Nº 52 • Julio - Agosto 2008
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Semblanza de D. L. Moody, tal vez el mayor evangelista de Estados Unidos.
Corazón de evangelista
«Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad...» (2ª Timoteo 2:24-25).
Las palabras de los anteriores versos describen bien el ministerio de D. L. Moody (como comúnmente se escribe su nombre). Moody fue un evangelista usado por Dios para ganar almas para su reino. Su mansa y suave disposición le permitió convencer a decenas de miles de personas que «se arrepientan para conocer la verdad» (2ª Ti. 2:25).
Dwight Moody, escogido por Dios para estar en medio del avivamiento de 1859-60 en los EE.UU., fue una vasija preparada para el uso del Maestro. Se dice que ganó a un millón de almas en los llamados evangelísticos de sus campañas por todas partes del mundo. Estableció tres instituciones de entrenamiento de ministros y para otros obreros cristianos. Hoy en día miles de libros ingleses llevan el sello de ‘Moody Press’, otro recuerdo de su influencia. El apellido Moody es muy conocido por la mayoría de los cristianos de habla inglesa. ¿Por qué? La respuesta está llena de desafío e inspiración para todos nosotros los que anhelamos ser siervos del Rey.
R. A. Torrey, sucesor de Moody como presidente del Moody Bible Institute, dio la respuesta a esta pregunta en un servicio memorial en 1923, veintitrés años después de la muerte del Sr. Moody. El título del discurso fue «Las razones por las que usó Dios a Dwight Moody». Destacó 7 puntos sobresalientes de las características más importantes de la vida de Moody. Pocos conocían a Moody tan íntimamente como Torrey le conoció.
A continuación transcribimos el sermón de Torrey, levemente editado:
1. Un hombre plenamente rendido
La primera cosa que explica porqué Dios usó a D. L. Moody tan poderosamente es que fue un hombre plenamente rendido. Cada gramo de sus ciento veintisiete kilos pertenecía a Dios. Cuanto era y cuanto poseía pertenecía totalmente a Dios. No pretendo insinuar que el señor Moody fuera perfecto; no lo era. Si lo intentara, supongo que podría señalar algunos defectos en su carácter. Por mi cercanía con él, pienso que conocí cuantos defectos había en su carácter mejor que nadie. Sin embargo, sé que pertenecía enteramente a Dios.
El primer mes que estuve en Chicago, tuvimos una charla acerca de algunas cosas acerca de las cuales diferíamos bastante, y el señor Moody me habló con suma bondad y franqueza diciendo en defensa de su punto de vista: «Torrey, si creyera que Dios quiere que salte fuera de esa ventana, lo haría». Y lo hubiera hecho. Si él pensaba que Dios le demandaba hacer cualquier cosa, la hacía. Pertenecía totalmente, sin reservas, sin condiciones, enteramente a Dios.
Enrique Varley, un amigo muy íntimo del señor Moody en los primeros años de su ministerio, solía relatar cómo una vez le había dicho al señor Moody: «Hay que ver lo que Dios hará con un hombre que se rinde plenamente a él». Cuando Varley dijo eso, el señor Moody le dijo: «Bueno yo seré ese hombre». Y por lo que a mí toca, no pienso que «hay que ver» lo que Dios hará con un hombre entregado por completo a él, pues ya ha sido visto en D. L. Moody. Si usted y yo habremos de ser usados en nuestra esfera como D. L. Moody lo fue en la suya, debemos poner cuanto tenemos y cuanto somos en las manos de Dios para que nos use como él quiere, nos envíe donde él quiere, y haga con nosotros lo que él quiere, cumpliendo por nuestra parte con todo aquello que Dios nos ordena. Hay miles y decenas de miles de hombres y mujeres en el trabajo cristiano, hombres y mujeres brillantes, altamente dotados, quienes hacen grandes sacrificios, quienes han puesto todo pecado consciente fuera de sus vidas. Sin embargo, se han detenido frente a las demandas de una rendición total a Dios, no alcanzando, por ende, la plenitud del poder. Pero el señor Moody no se detuvo frente a la entrega absoluta a Dios; fue un hombre plenamente rendido, y si usted y yo habremos de ser usados, usted y yo debemos ser hombres y mujeres plenamente rendidos.
2. Un hombre de oración
El segundo secreto del gran poder demostrado en la vida del señor Moody era que fue en el sentido más profundo y cabal un hombre de oración. A veces me dicen: «¿Sabe? Viajé muchos kilómetros para ver y oír a D. L. Moody y ciertamente era un predicador maravilloso». Sí, D. L. Moody ciertamente era un predicador maravilloso; el más maravilloso que yo haya oído, y era un gran privilegio oírle predicar como solamente él podía hacerlo; pero a causa de mi conocimiento íntimo de él, deseo testificar que fue mucho más un orante que un predicador. Vez tras vez se enfrentó con obstáculos aparentemente insuperables, pero siempre halló el camino para resolver cualquier problema. Él sabía y creía en lo más profundo de su alma que «nada es difícil para el Señor», y que la oración puede hacer cualquier cosa que Dios quiere hacer.
El señor Moody solía escribirme cuando estaba por emprender un trabajo nuevo, diciéndome: «Empezaré a trabajar en tal y tal lugar en tal y tal fecha; desearía que reúnas a los estudiantes para un día de ayuno y oración»; y a menudo he tomado esas cartas y las he leído a los estudiantes en el salón de conferencias diciendo: «El señor Moody quiere que tengamos un día de ayuno y oración, primeramente por la bendición de Dios sobre nuestras propias almas y trabajo, y luego por la bendición de Dios sobre él y su trabajo». Con frecuencia nos reuníamos en el mencionado salón hasta altas horas de la noche; a veces hasta la una, las dos, las tres, las cuatro o aún las cinco de la madrugada, clamando a Dios, sólo porque el señor Moody nos instaba a esperar en Dios hasta recibir Su bendición. ¡Cuántos hombres y mujeres he conocido cuyas vidas y caracteres han sido transformados por esas noches de oración, y quienes han realizado cosas poderosas en muchos países gracias a esas noches de oración!
Una vez el señor Moody vino a mi casa en Northfield y me dijo: «Torrey, quiero que demos una vuelta juntos». Me metí en su carruaje y nos dirigimos hacia Lover’s Lane (El Paseo de los Enamorados), conversando acerca de algunas graves e inesperadas dificultades que habían aparecido referentes al trabajo en Northfield y Chicago y conectadas con otro trabajo muy apreciado por él. Cuando viajábamos, unos nubarrones precursores de tormenta cubrieron el cielo y repentinamente, mientras estábamos hablando, comenzó a llover. Él condujo el vehículo hacia un cobertizo cerca de la entrada a Lover’s Lane para proteger el caballo. Luego, puso las riendas sobre el guardabarros y dijo: «Torrey, ore»; enseguida oré lo mejor que pude mientras que en su corazón se unía a mí en oración. Y cuando quedé callado, él comenzó a orar. ¡Cómo quisiera que ustedes hubieran escuchado esa oración! Nunca la olvidaré, tan simple, tan llena de fe, tan precisa, tan directa y tan poderosa. Cuando la tormenta cesó, volvimos a la ciudad, y los obstáculos habían sido allanados; el trabajo en las escuelas y otro trabajo que corrían peligro siguieron mejor que nunca y han continuado hasta el presente. Mientras volvíamos, el señor Moody me dijo: «Torrey, dejemos que los demás hablen y critiquen; nosotros perseveraremos en el trabajo que Dios nos ha encomendado, dejando que él se encargue de las dificultades y conteste las críticas».
Sí, D. L. Moody creía en el Dios que contesta la oración, y no solamente creía en él en manera teórica sino también en manera práctica. Enfrentó cada dificultad en su camino con la oración. Todo lo que emprendió fue respaldado por la oración, y en todo dependía de Dios.
3. Un estudiante profundo y práctico de la Biblia
La tercera razón de porqué Dios usó a D. L. Moody, es que fue un estudiante profundo y práctico de la Palabra de Dios. Hoy en día se dice a menudo que D. L. Moody no era estudiante. Deseo decir que era estudiante; en gran manera era un estudiante. No era un estudiante de psicología; tampoco de antropología, estoy bien seguro de que él no sabría ni el significado de esa palabra; no era un estudiante de biología ni de filosofía, ni aún era estudiante de teología en el sentido técnico; pero era un estudiante: un estudiante profundo y práctico del único Libro que merece ser estudiado más que todos los otros libros en el mundo: la Biblia. Cada día de su vida, y tengo razones para afirmarlo, se levantaba bien temprano para estudiar la Palabra de Dios, hasta el ocaso de su vida. El señor Moody acostumbraba a levantarse a eso de las cuatro de la madrugada para estudiar la Biblia. Él me decía: «Para lograr estudiar siquiera algo, tengo que levantarme antes que los demás»; y se encerraba en una habitación apartada de su casa a solas con su Dios y su Biblia.
Nunca olvidaré la primera noche que pasé en su hogar. Me había ofrecido tomar la superintendencia del Instituto Bíblico y ya había comenzado mi trabajo; yo estaba en camino hacia una ciudad del este para presidir en la Convención Internacional de los Obreros Cristianos. Me escribió diciendo: «Tan pronto como termine la Convención, venga a Northfield». Se enteró aproximadamente cuándo yo llegaba, y condujo su carruaje a South Vernon para esperarme. Esa noche reunió a todos los maestros de la Escuela de Monte Hermón y del Seminario de Northfield en su casa para verme y para intercambiar ideas respecto a los problemas de ambas escuelas. Hablamos hasta altas horas de la noche y luego, idos ya los directores y los maestros de las escuelas, el señor Moody y yo conversamos un rato más acerca de los problemas. Era muy tarde cuando me acosté esa noche, pero cerca de las cinco de la mañana oí un golpecito en mi puerta. Después oí decir al señor Moody en voz baja: «Torrey, ¿estás levantado?». Casualmente ya estaba en pie; no es mi costumbre levantarme a esa hora, pero ya estaba levantado en esa mañana particular. Me dijo: «Quiero que vengas a un lugar conmigo», y fui con él. Luego me di cuenta de que él ya había estado una o dos horas en su cuarto estudiando la Palabra de Dios.
Oh, usted puede hablar y hablar sobre el poder; pero si deja de lado el único Libro que Dios le ha dado como instrumento a través del cual él imparte y ejercita Su poder, no lo tendrá. Puede leer muchos libros, asistir a muchas convenciones e ir a reuniones de oración para orar toda la noche por el poder del Espíritu Santo; pero a menos que persevere en una conexión constante y estrecha con el único Libro, la Biblia, usted no tendrá poder. Y si alguna vez lo consiguiera, no lo mantendrá sin un estudio diario, serio e intensivo de ese Libro. Noventa y nueve cristianos de cada cien están meramente jugando al estudio Bíblico y por lo tanto, noventa y nueve cristianos de cada cien son meramente debiluchos cuando debieran ser gigantes tanto en su vida cristiana como en su ministerio.
El señor Moody atrajo inmensas multitudes debido en gran parte a su conocimiento completo de la Biblia y su conocimiento práctico de la Biblia. Y ¿por qué ansiaban tanto oírle? Porque sabían que si bien no era perito en muchas de las corrientes filosóficas, creencias y novedades en boga, conocía muy bien el único Libro que este viejo mundo anhela conocer: la Biblia.
Oh, hermanos, si desean lograr un auditorio y hacerle algo de bien a ese auditorio una vez logrado, estudien, estudien, ESTUDIEN el único Libro, y prediquen, prediquen, PREDIQUEN el único Libro, y enseñen, enseñen, ENSEÑEN el único Libro, la Biblia, el único Libro que contiene la Palabra de Dios, el único Libro que tiene poder para reunir, mantener la atención y bendecir a las multitudes durante cualquier período de tiempo, por largo que sea.
4. Un hombre humilde
La cuarta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody constantemente, a través de tantos años, es porque era un hombre humilde. Pienso que D. L. Moody fue el hombre más humilde que conocí en toda mi vida. Al señor Moody le gustaba citar las palabras de alguien: «La fe consigue más; el amor trabaja más; pero la humildad conserva más». El mismo poseía la humildad que conservaba cuanto conseguía. Como ya he dicho, fue el hombre más humilde que conocí, o sea, el hombre más humilde considerando las cosas grandes realizadas por él y los elogios que se le tributaron. ¡Cómo le gustaba ponerse en el último término y ubicar a otros en el primer plano! ¡Cuán a menudo se ponía de pie sobre la plataforma con algunos de nosotros, insignificantes compañeros, sentados detrás de él y cuando hablaba nos mencionaba así: «¡Hay hombres mejores que vienen detrás de mí!». Al decirlo señalaba hacia atrás de su hombro con su dedo pulgar a los «insignificantes compañeros». No entiendo cómo podía creerlo, pero realmente creía que los otros eran de veras mejores que él. No simulaba ser humilde. En lo íntimo de su corazón constantemente se subestimaba a sí mismo y sobrestimaba a los demás. Sinceramente creía que Dios iba a usar a otros con mayor intensidad que a él.
Al señor Moody le agradaba quedarse en el último plano. En las convenciones de Northfield, o en cualquier otro lugar, empujaba a otros hacia el frente y, si podía, les hacía predicar todo el tiempo: McGregor, Campbell Morgan, Andrew Murray, y los demás. La única manera de hacerle tomar parte en el programa era ponerse en pie en la convención y hacer moción que escucháramos a D. L. Moody en la siguiente reunión. Siempre quería pasar inadvertido.
¡Oh, cuántos hombres han prometido mucho y Dios los ha usado, y luego han pensado que eran una gran cosa y Dios se vio obligado a echarlos a un lado! Creo que los obreros más prometedores se han estrellado contra las rocas más por su propia estima y autosuficiencia que por cualquier otra causa. En estos últimos cuarenta años o más puedo recordar de muchos hombres que hoy están en la ruina y la miseria, hombres que en un tiempo se pensaba que iban a llegar a ser algo grande. Pero han desaparecido por completo de la escena pública. ¿Por qué? Porque se sobrestimaban. ¡Cuántos hombres y mujeres han sido dejados a un lado porque comenzaron a pensar que eran importantes y Dios tuvo que ponerlos aparte!
Dios usó a D. L. Moody, a mi entender, en mayor grado que a cualquier otro en su día; pero eso no le hacía mella, nunca se envaneció. En una oportunidad, hablándome de un gran predicador de Nueva York, ya muerto, el señor Moody dijo: «Una vez cometió un error muy grave, el más grave que yo hubiera esperado de un hombre tan sensato como él. Se me acercó al final de un breve mensaje que había dado y me dijo: ‘Joven, has presentado una gran conferencia esta noche’». Luego el señor Moody continuó: «¡Qué necedad lo que ha dicho! Casi me envaneció». Pero, gracias a Dios no se envaneció y cuando casi todos los pastores de Inglaterra, Escocia, e Irlanda y muchos de los obispos ingleses estaban listos para seguir a D. L. Moody donde quiera él los guiase, aún entonces nunca lo envaneció ni un poquito. Se postraba sobre su rostro delante de Dios, pues sabía que era humano y le pedía que lo vaciara de toda autosuficiencia. Y Dios lo hacía.
¡Oh hombres y mujeres, especialmente hombres y mujeres jóvenes! Quizá Dios está comenzando a usarles; probablemente la gente ya dice de usted: ‘¡Qué hermoso don que tiene como maestro bíblico! ¡Qué poder tiene como predicador para ser tan joven!’. Escuche: póstrese delante de Dios. Creo que ésta es una de las tretas más peligrosas del diablo.
Cuando el diablo no puede desanimar a una persona, se le acerca con otra táctica, la cual él sabe es mil veces peor en su resultado; él lo ensalza susurrando en su oído: ‘Tú eres en la actualidad el primer evangelista. Tú eres el hombre que barrerá con todo lo que se te ponga por delante. Tú eres el que va hacia adelante. Tú eres el D. L. Moody del día’; y si usted le hace caso, él le arruinará. En toda la costa de la historia de los obreros cristianos yacen los restos de los naufragios de nobles embarcaciones, portadoras de grandes promesas pocos años ha. Zozobraron porque sus tripulantes se inflaron y fueron llevados por los vientos huracanados de su propia estima hacia las rocas donde se estrellaron.
5. Un hombre libre del amor al dinero
El quinto secreto del poder y actuación sin altibajos de D. L. Moody es que fue un hombre libre por completo del amor al dinero. El señor Moody podría haber sido rico, pero el dinero no tenía encanto alguno para él. Le gustaba juntarlo para la obra del Señor, pero rehusaba acumularlo para sí mismo. Me dijo durante la Feria Mundial que si hubiera aceptado los derechos de producción de los himnarios publicados por él, hubiera ganado hasta ese momento un millón de dólares. El señor Moody se negó a tocar el dinero. Le pertenecía por ser el responsable de la publicación de los libros, y, además, el dinero empleado en la primera edición vino de su bolsillo. El señor Sankey tenía unos himnos que había llevado a Inglaterra y deseaba se los publicaran. Fue a una editorial (creo que fue Morgan and Scott) y ellos rehusaron publicarlos, pues como decían, Philip Philips había pasado recientemente y publicado un himnario y no había tenido éxito. De todos modos, el señor Moody tenía algún dinero y dijo que lo invertiría en la publicación de esos himnos en edición económica, y así lo hizo. Los himnos tuvieron una venta extraordinaria e inesperada; luego fueron publicados en forma de libros y aumentaron en gran manera las ganancias. Estas fueron ofrecidas al señor Moody, quien se negó a tomarlas. «Pero», le suplicaron, «el dinero es suyo»; más él no lo tocó.
El señor Fleming H. Revell era en ese tiempo el tesorero de la Iglesia de la Avenida Chicago, conocido comúnmente como el Tabernáculo Moody. Solamente el subsuelo de este nuevo templo se había construido, pues se habían acabado los fondos monetarios. Enterado de la situación de los himnarios el señor Revell sugirió, en una carta dirigida a amigos en Londres, que el dinero fuera destinado para terminar el edificio. Y así fue. Después llegó tanto dinero, que debió ser destinado a varias actividades cristianas por una junta en cuyas manos el señor Moody puso el asunto.
En una ciudad a la cual fue el señor Moody en los últimos años de su vida, y adonde yo lo acompañé, se anunció públicamente que el señor Moody no aceptaría ofrenda alguna por sus servicios. En rigor de verdad, el señor Moody dependía hasta cierto punto de lo que recibía en sus reuniones, pero cuando fue hecho este anuncio, no dijo nada y partió de esa ciudad sin recibir un centavo por el duro trabajo hecho allí y, según creo, hasta pagó su propia cuenta en el hotel. Sin embargo, un pastor de esa misma ciudad hizo publicar un artículo en un diario, yo mismo lo leí, en el cual narraba un cuento fantástico sobre las demandas financieras con que el señor Moody los había recargado, informe absolutamente falso como me constaba personalmente.
Millones de dólares pasaron por las manos del señor Moody, pero pasaron de largo; no se pegaron en sus dedos. El dinero es el motivo por el cual muchos evangelistas han hecho desastres, terminando con sus ministerios prematuramente. El amor al dinero por parte de algunos evangelistas ha contribuido más que cualquier otra causa a desacreditar el trabajo evangelístico en nuestros días y a dejar más de uno en el olvido. Guardemos la lección en nuestros corazones y cuidémonos a tiempo.
6. Un hombre apasionado por la salvación de los perdidos
La sexta razón de porqué Dios usó a D. L. Moody es porque era un hombre apasionado por la salvación de los perdidos. El señor Moody resolvió, poco después de ser salvo, que nunca dejaría pasar veinticuatro horas sin hablar por lo menos a una persona sobre su alma. Su vida era muy agitada y a veces olvidaba su resolución hasta última hora. Muchas fueron las noches en que se levantó de la cama, se vistió y salió a la calle para hablar a alguno acerca de su alma, a fin de no dejar pasar un solo día sin haber hablado a siquiera uno de sus prójimos sobre su necesidad y el Salvador que podía satisfacerlo.
Una noche el señor Moody iba hacia su casa desde su trabajo. Era muy tarde y de repente recordó que no había hablado a ninguna persona ese día acerca de Cristo. Se dijo: «He aquí un día perdido. Hoy no he hablado a ninguno y no encontraré a nadie a esta hora». Pero mientras caminaba, vio a un hombre parado bajo un poste de alumbrado. El hombre era completamente desconocido para él aunque como veremos luego, el hombre sabía quien era el señor Moody. Éste caminó hacia el desconocido y preguntó: «¿Es usted cristiano?». El hombre contestó: «A usted no le importa si soy cristiano o no. Mire si no fuera porque es usted alguna clase de predicador, lo tiraría al zanjón por impertinente».
El señor Moody dijo algunas pocas palabras de todo corazón y se fue. Al día siguiente ese hombre visitó a uno de los más importantes entre los hombres de negocios, amigo del señor Moody, y le dijo: «Ese tal Moody de los suyos, está haciendo más mal que bien en el lado norte (de Chicago). Tiene entusiasmo sin sabiduría. Vino a mí anoche, un perfecto desconocido, y me insultó. Me preguntó si era cristiano y le dije que eso no le importaba y que si no fuera porque era una clase de predicador, lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría. El amigo de Moody le mandó a buscar y le dijo: «Moody, usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría; anoche insultó a un amigo mío en la calle. Usted fue a él, un perfecto desconocido, y le preguntó si era cristiano, y me cuenta que si no fuera porque usted es una clase de predicador lo hubiera tirado al zanjón por impertinente. Usted está haciendo más mal que bien; tiene entusiasmo sin sabiduría».
El señor Moody salió de la oficina de ese hombre un tanto cabizbajo. Se preguntaba si no estaría haciendo más mal que bien, si realmente tenía entusiasmo sin sabiduría. (Permítame decir, de paso, que es preferible tener entusiasmo sin sabiduría que tener sabiduría sin entusiasmo). Pasaron las semanas. Una noche el señor Moody estaba durmiendo cuando fue despertado por unos golpes violentos en la puerta de la calle. Saltó de la cama y se precipitó hacia la puerta. Pensó que su casa estaría en llamas. Pensó que el hombre iba a romper la puerta. Abrió la puerta y allí estaba este hombre. Dijo: «Señor Moody, no pude dormir tranquilo desde que usted me habló debajo del poste de la luz y he venido a esta hora porque no aguanto más; dígame, ¿qué debo hacer para ser salvo?». El señor Moody lo hizo entrar y le dijo qué debía hacer para ser salvo y el hombre aceptó a Cristo.
Otra noche, el señor Moody había llegado a su casa y ya se había acostado cuando se acordó que no había hablado a ninguno ese día acerca de aceptar a Cristo. «Bueno», se dijo, «no me conviene levantarme ahora: no habrá nadie en la calle a esta hora de la noche». Pero se levantó, se vistió, y fue a la puerta de la calle. Estaba lloviendo a cántaros. «¡Bah!», se dijo, «nadie andará fuera con semejante lluvia». Justo en ese momento oyó las pisadas de un hombre que andaba por la calle con un paraguas. El señor Moody lo alcanzó corriendo y le preguntó: «¿Me permite compartir su paraguas?». «¡Por supuesto!», respondió el hombre. Entonces el señor Moody inquirió: «¿Tiene usted con qué refugiarse en los tiempos de adversidad?». Y le predicó a Jesús. ¡Queridos hermanos! Si nosotros estuviéramos tan llenos de entusiasmo por la salvación de las almas como el señor Moody, ¿cuánto tiempo tardaría Dios en enviar un poderoso despertamiento que sacudiera todo el país?
El señor Moody era un hombre que ardía por Dios. No sólo estaba siempre ocupado él mismo, sino que estaba haciendo trabajar a otros también. Una vez me invitó a Northfield para pasar un mes con las escuelas, hablando primero en una y luego cruzando el río para hablar en la otra. Tuve que cruzar repetidamente de una a otra orilla en una barca, pues todavía no había sido construido el puente que hoy se levanta en ese sitio. Un día me dijo: «Torrey, ¿sabía usted que el barquero que lo cruza diariamente es inconverso?». No me pidió que le hablara, pero entendí la indirecta. Cuando poco después se enteró de que el barquero era salvo, se puso muy contento.
Otra vez, cuando andábamos por cierta calle de Chicago, el señor Moody se acercó a un hombre completamente desconocido para él, y le dijo: «Caballero, ¿es usted cristiano?». «Métase en lo suyo», fue la respuesta. El Señor Moody insistió: «Esto es lo mío». El hombre dijo: «Bueno, entonces usted debe ser Moody».
En Chicago era conocido como «el loco Moody», porque hablaba día y noche a todos los que podía, acerca de lo que es ser salvo. En cierta oportunidad se dirigía a Milwaukee, y el asiento que había elegido era compartido con otro viajero. El señor Moody se sentó al lado e inmediatamente comenzó a conversar. «¿A dónde va usted?», preguntó el señor Moody. Cuando supo el nombre del pueblo dijo: «Pronto llegaremos allí; vayamos al grano: ¿es usted salvo?». El hombre dijo que no, y el señor Moody sacó su Biblia y allí en el tren le mostró el camino de salvación. Luego dijo: «Usted debe aceptar a Cristo», y el hombre lo hizo; se convirtió allí mismo en el tren.
La pasión por las almas de D. L. Moody no se limitaba a las almas que podían serle útiles en llevar su trabajo adelante; su amor por las almas no conocía limitaciones de clases sociales. El no hacía acepción de personas. Podía hablar con un conde o un duque o con un niño despreciado de la calle; le daba lo mismo; era un alma perdida y él hacía lo que podía para salvarla.
Un amigo me contó que comenzó a oír hablar del señor Moody cuando el señor Reynolds de Peoria le dijo que una vez él encontró al señor Moody sentado en una choza de las ‘villas de emergencia’ que había en esa parte de la ciudad alrededor del lago, la cual era conocida en ese entonces por ‘las Arenas’, con un negrito sobre sus rodillas, una vela de sebo en una mano y una Biblia en la otra. El señor Moody estaba deletreando las palabras (pues el niño no sabía leer de corrido) de ciertos versículos de las Escrituras, en un intento por conducir a ese ignorante niño de color a Cristo. Hombres y mujeres jóvenes y obreros cristianos, si ustedes y yo experimentásemos semejante pasión por las almas ¿cuánto se tardaría antes que tuviéramos un despertar? ¡Supongamos que esta noche el fuego de Dios cayera y llenara nuestros corazones; un fuego consumidor que nos envíe por todo el país, y cruzando el océano a China, Japón, India, África, a contar a las almas perdidas el camino de la salvación!
7. Un hombre investido con poder de lo Alto
La séptima cosa que fue el secreto de por qué Dios usó a D. L. Moody es porque estaba investido concretamente con poder de lo alto, tenía un bautismo con el Espíritu Santo muy claro y definido. El señor Moody sabía que tenía «el bautismo con el Espíritu Santo»; no dudaba de ello. En su juventud fue muy apresurado, tenía un deseo tremendo de hacer algo, pero en realidad carecía de poder real. Trabajaba duramente en la energía de la carne. Pero había dos mujeres humildes de los Metodistas Libres quienes acostumbraban a asistir a sus reuniones en la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Una era la ‘tía Cook’ y otra la señora Snow (me parece que no se llamaba Snow en aquel entonces). Estas dos mujeres solían acercarse al señor Moody al finalizar los cultos y le decían: «Estamos orando por usted». Al fin, el señor Moody empezó a irritarse un poco, y una noche les preguntó: «¿Para qué están orando por mí? ¿Por qué no oran por los que no son salvos?». Ellas contestaron: «Estamos orando para que usted reciba el poder». El señor Moody no sabía qué significaba eso, pero se puso a pensar y después se acercó a las mujeres y les dijo: «Desearía que me digan qué es lo que quieren decir»; y ellas le explicaron que es el bautismo concreto con el Espíritu Santo. Entonces él quiso orar junto con ellas para que Dios le diera poder.
La ‘tía Cook’ me contó una vez con qué intenso fervor oró el señor Moody en esa ocasión. Ella me lo dijo con palabras que apenas me atrevo a repetir, aún cuando nunca las he olvidado. Y no sólo oraba con ellas, sino que también oraba solo. No mucho después, poco antes de salir para Inglaterra, estaba caminando por la calle Wall Street de Nueva York (el señor Moody muy rara vez relató esto y yo casi vacilo en contarlo), y en medio del bullicio y del trajín de esa ciudad su oración fue contestada. El poder de Dios cayó sobre él mientras caminaba por la calle y tuvo que apresurarse hacia la casa de un amigo y pedirle que lo dejara solo en una habitación. En esa habitación se quedó durante horas, y el Espíritu Santo vino sobre él llenando su alma con tanto gozo que debió rogar a Dios que detuviera su mano, pues temía morirse allí de puro gozo. Salió de ese lugar con el poder del Espíritu Santo sobre él, y cuando llegó a Londres (en parte por las oraciones de un santo postrado en cama de la iglesia del señor Lessey), el poder de Dios fluyó poderosamente a través suyo en el norte londinense, y cientos fueron agregados a las iglesias. Ese fue el punto de partida para que fuera invitado a predicar en las maravillosas campañas realizadas en años posteriores.
Vez tras vez el señor Moody me decía: «Torrey, quiero que prediques sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me pidió que hablara sobre ese tema. Una vez, cuando yo había sido invitado a predicar en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Nueva York (invitado por recomendación del señor Moody; de no ser por él, tal invitación nunca se me hubiera extendido), justo antes de partir para Nueva York, el señor Moody vino hasta mi casa y me dijo: «Torrey, ellos desean que usted predique en la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida de Nueva York. Es una iglesia grande, enorme, costó un millón de dólares para construirla». Luego prosiguió: «Torrey, quiero pedirle una sola cosa, quiero decirle sobre qué debe predicar, quiero que predique ese sermón suyo ‘Diez razones por las cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y su sermón sobre ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’». Vez tras vez cuando me llamaban para ir a alguna iglesia, él me instaba: «Ahora, Torrey, predique sin falta sobre el bautismo con el Espíritu Santo». No sé cuantas veces me repitió esto. Un día le pregunté: «Señor Moody ¿piensa que yo no tengo más sermones que esos dos: ‘Diez Razones por las Cuales Creo que la Biblia es la Palabra de Dios’ y ‘el Bautismo con el Espíritu Santo’?». «No importa», respondió, «dales esos dos sermones».
Una vez él tenía unos maestros en Northfield: todos ellos excelentes, pero no creían en un bautismo definido con el Espíritu Santo para el individuo. Creían que cada hijo de Dios estaba bautizado con el Espíritu Santo, y no creían en ningún bautismo especial con el Espíritu para cada uno.
El señor Moody me dijo: «Torrey, ¿puedes venir a mi casa después del culto de esta noche? Yo haré que vengan esos hombres, y quiero que trates acerca de este asunto con ellos». Por supuesto acepté. El señor Moody y yo hablamos un buen rato, pero ellos no concordaron del todo con nosotros. Y cuando se fueron, el señor Moody me hizo seña para que me quedara unos momentos más. Se sentó con su barba apoyada en su pecho, como lo hacía a menudo cuando estaba meditando profundamente; luego me miró y dijo: «¿Por qué se detendrán en pequeñeces? ¿Cómo no ven que ésta justamente es la cosa que ellos necesitan? Son buenos maestros, excelentes maestros, y estoy muy contento de tenerlos aquí; pero ¿cómo no ven que el bautismo con el Espíritu Santo es el único toque que les hace falta?».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 51 • Mayo - Junio 2008
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Semblanza de David Martyn Lloyd-Jones, el último gran maestro de Westminster.
El maestro de Westminster
Gales es un lugar único en el mundo. Aun siendo parte de Gran Bretaña, los galeses se apresuran a dejar en claro que ellos no son ingleses, y lo enfatizan hablando en su propio idioma en lugar de decirlo en inglés.
Gales tiene una muy especial historia espiritual, pues ha experimentado grandes avivamientos, seguidos muchas veces de profundas depresiones espirituales.
La historia registra algunos galeses notables, como Christmas Evans, Daniel Rowland, William Williams, Howell Harris, Evan Roberts… y David Martyn Lloyd-Jones, nuestro biografiado.
Primeros pasos
David Martyn Lloyd-Jones nació el 20 de diciembre de 1899, cuando concluía el siglo XIX. Dios tenía un plan para este hijo de Henry y Magdalene Lloyd-Jones, para traer de nuevo los fuegos del avivamiento que Evans, Roberts y otros habían experimentado antes. Algunos han dicho que Charles Spurgeon fue el último puritano, pero el tiempo demostraría que deberían haber esperado oír al «Doctor» antes de hacer tal afirmación.
La vida del joven Martyn fue bastante tranquila hasta enero de 1910, cuando tenía 11 años. Hasta entonces su padre había sido un hombre de negocios bastante exitoso en su ciudad natal de Llangeitho. Pero aquel año ocurrió algo que cambiaría muchas cosas.
En la oscuridad de la noche estalló un fuego que casi costó las vidas de Martyn y sus hermanos, que dormían en la planta superior. Aunque la familia fue salvada, la mayor parte de los bienes familiares se perdieron. Henry nunca se recuperó totalmente del revés financiero. Casi por accidente, Martyn averiguó poco después cuán desesperada se había vuelto verdaderamente su situación.
Durante sus primeros años de escuela, él llevó esta carga en su corazón. Como resultado, se volvió muy serio para su edad, y muy decidido en tener éxito en su educación y en su vida. «Fue como si él se apartaba mucho de lo que es común a la juventud, y esto le hizo decir alguna vez: ‘Yo nunca tuve una adolescencia’», afirma Ian Murray. Aunque cálido de corazón, Lloyd-Jones siempre llevaría con él una reputación de austeridad y severidad.
Lloyd-Jones fue criado en el metodismo calvinista galés. El término «metodismo calvinista» puede parecer contradictorio, porque los metodistas son arminianos – que enfatizan el libre albedrío del hombre – y los calvinistas dan énfasis en la soberanía de Dios respecto a la salvación. De alguna manera, el metodismo calvinista de Gales buscó lo mejor de ambas posturas.
Entre 1914 y 1916, Lloyd-Jones fue a una escuela primaria de Londres, y luego estudió medicina. Hizo su práctica en el prestigioso Hospital de St. Bartholomew, y fue brillantemente exitoso. Aprobó sus exámenes tan tempranamente que tuvo que esperar para graduarse.
En 1921 comenzó a trabajar como asistente principal de Sir Thomas Horder, uno de los mejores médicos de esos días.
A la edad de 26 años, Martyn obtuvo su diploma de miembro del Colegio Médico y tenía una carrera brillante y lucrativa delante de él. Sin embargo, Dios tenía planes para que fuese médico de almas en lugar de cuerpos.
Conversión y llamamiento al ministerio
Poco a poco, a través de la lectura, su mente fue atraída por el evangelio de Cristo. No tuvo ninguna crisis dramática de conversión, pero llegó a un punto en que se comprometió completamente con el evangelio.
Después de eso, cuando se sentaba en el consultorio, escuchando los síntomas de sus pacientes, comprendió que aquello que muchos de ellos necesitaban no era la medicina ordinaria, sino el evangelio que él había descubierto para sí mismo. Él podría ocuparse de los síntomas, pero la preocupación, la tensión, las obsesiones, sólo podrían ser tratadas por el poder de la conversión. Él sentía cada vez más que la mejor forma de usar su vida y talentos era predicando ese evangelio.
Martyn se involucró rápidamente en la iglesia de la Capilla de Charing Cross. Entre otras cosas, allí conoció a Bethan Philips. Bethan asistía allí con sus padres y dos hermanos. Su padre era un oftalmólogo muy conocido y Bethan estaba a punto de recibirse como médico en el University College Hospital.
Tras varios años de noviazgo, Martyn y Bethan se casaron, en 1927. Después de su luna de miel en Torquay, se instalaron en su primer hogar, una pequeña casa parroquial de la iglesia de Sansfield, en Aberavon, Gales, decididos a servir en aquello a que se sentían llamados.
El sorprendente movimiento del joven especialista y su esposa no podía dejar de atraer la atención, y la prensa vino hasta ellos. La señora Lloyd-Jones respondió a un periodista en la puerta de su casa con la frase: ‘Sin comentarios’ y al día siguiente quedó horrorizada al leer el titular: ‘«Mi marido es un hombre maravilloso», dice la señora Lloyd-Jones’. De este matrimonio nacieron dos hijas, Elizabeth y Ana.
Los médicos locales no estaban muy contentos con el recién llegado. Pensaban que él había venido para mostrar su superioridad y arrebatarles a sus pacientes.
Contra lo esperado, Martyn no pudo abandonar completamente su carrera médica. En la Gales del sur, su brillante habilidad de diagnóstico escaseaba. Después de unos años durante los cuales fue deliberadamente ignorado por los médicos locales, fue llamado para un caso difícil. Él supo exactamente la naturaleza de la oscura enfermedad de la que el paciente aparentemente se recuperaría, y luego moriría. Su pronóstico se confirmó exactamente, y el médico general dijo: ‘Debo arrodillarme para pedir su perdón por lo que yo he dicho sobre usted’. Después de eso fue difícil controlar las llamadas médicas.
Un escritor describió así el barrio de Sansfield: «Contiene por lo menos a 5.000 hombres, mujeres y niños que viven en la mayor parte en la sordidez y el hacinamiento». O como alguien dijo, era un lugar para «el jugador, la prostituta y el publicano».
Lloyd-Jones no era un ministro recién salido de una universidad teológica liberal, que acomodara su mensaje a la opinión contemporánea y a los prejuicios de su congregación. Las palabras de su primer sermón inspiradas a partir de 2ª Timoteo 1:7 ilustran cuáles eran sus convicciones: «Nuestras ... iglesias están atestadas con personas casi todas las cuales toman la Cena de Señor sin dudar un momento, pero... ¿imagina usted por un instante que todas esas personas creen que Cristo murió por ellos? Bien, entonces, dirá usted, ¿por qué son miembros de la iglesia, por qué ellos fingen creer? La respuesta es que ellos tienen miedo de ser honestos consigo mismos... Yo me sentiré mucho más avergonzado por toda la eternidad por las ocasiones en las que dije que yo creía en Cristo cuando en realidad no era así...».
Eso fue demasiado para algunos, que abandonaron la congregación. Pero en su lugar –lentamente al principio– fue creciendo el número de los que eran cautivados por la verdad, la clase obrera de Gales del Sur. El mensaje los trajo, y el poder del Espíritu Santo los convirtió. No había súplicas dramáticas, sólo un ministro joven con el mensaje claro de la justicia de Dios y su amor, que trajeron a un caso duro tras otro al arrepentimiento y la conversión.
La iglesia creció con la constante corriente de conversiones. Notorios bebedores se hicieron cristianos gloriosos, y obreros y mujeres vinieron a las clases de Biblia que él y su esposa dirigían.
Para aquellos que están habituados a la predicación bíblica puede ser difícil entender la conmoción que causaba este joven predicador. Primero, él no estaba entrenado teológicamente (al menos no de las formas reconocidas). En lugar de predicar de un leccionario o alguna otra forma pre-elaborada, Lloyd-Jones era ante todo un predicador de la Biblia. Desde el principio, él buscó dar una comprensión verso por verso de la Palabra de Dios. Quizás esto reflejaba su propia vida personal que incluía leer la Biblia completa cada año. Basta leer los mensajes suyos sobre Romanos o sobre Efesios para entender cuán profundo era su afecto por la Palabra y su obediencia a la misma.
Tampoco cabe duda de que su lectura de los Puritanos tuvo también una profunda influencia sobre él. Los Puritanos a menudo han sido caricaturizados, pero Lloyd-Jones los leyó realmente. Leyó todo el Directorio Cristiano de Richard Baxter y los muchos volúmenes de John Owen. Desde su punto de vista, los Puritanos diferían de otras corrientes organizadas en varias puntos importantes.
Primero, acentuaban la naturaleza espiritual del culto por sobre las formas y rituales externos. Segundo, enfatizaban el cuerpo reunido de Cristo por sobre el individuo, haciendo así la disciplina de la iglesia necesaria y saludable para la causa de Cristo. Finalmente, creían en la aplicación directa de la Palabra para el alma de cada persona. El espíritu del Puritanismo, creía Lloyd-Jones, podía ser trazado de William Tyndale a John Owen y a Charles Spurgeon. Era este espíritu de la centralidad de la Palabra de Dios el que conducía al nuevo predicador en el país de Gales.
A medida que sus predicaciones eran conocidas, la presencia de Lloyd-Jones fue más y más solicitada. Muchos otros predicadores comenzaron a encontrar en él un modelo de lo que debía ser el ministerio del púlpito. Fue a predicar a Canadá y América y a menudo era invitado para hablar ante varias asambleas en Gran Bretaña.
Fue en la noche fría y brumosa del 28 de noviembre de 1935 que Lloyd-Jones predicó a una asamblea en el Albert Hall, en Londres. Durante su mensaje, «el Doctor» explicó los problemas bíblicos que él veía en muchas de las más usadas formas de evangelización y crecimiento de la iglesia. Dijo: «¿Pueden muchos de los métodos de evangelismo que se introdujeron hace unos cuarenta o cincuenta años realmente justificarse por la Palabra de Dios? Cuando leo sobre la obra de los grandes evangelistas en la Biblia, veo que ellos no estaban primeramente preocupados por los resultados; ellos se ocupaban en proclamar la palabra de verdad. Ellos dejaron el crecimiento a Él. Ellos estaban interesados sobre todo en que las personas fuesen puestas cara a cara con la propia verdad».
Llegada a Westminster
Uno de los oyentes aquella noche era un anciano de 72 años, G. Campbell Morgan, pastor de la Capilla de Westminster, quizá el predicador con más renombre de la época. Se dice que el anciano pastor le dijo a Lloyd-Jones: «¡Nadie sino usted podría haberme sacado en semejante noche!». Después de oír a Lloyd-Jones, Campbell Morgan quiso tenerlo como su colega y sucesor en 1938. Pero no era tan fácil, porque él manejaba otras opciones tan atractivas como aquella. Al final, prevaleció el llamado de la Capilla de Westminster, y la familia Lloyd-Jones con sus hijas, Elizabeth y Ana, se estableció definitivamente en Londres en abril de 1939.
La asociación de Morgan y Lloyd-Jones fue un digno ejemplo de cómo los cristianos pueden trabajar juntos, aun cuando difieran en aspectos secundarios. G. Campbell Morgan era un arminiano, y su exposición de la Biblia, aunque famosa, no se ocupó de las grandes doctrinas de la Reforma. Martyn Lloyd-Jones, en cambio, estaba en la tradición de Spurgeon, Whitefield, los Puritanos y los Reformadores. Pero ambos hombres respetaron cada uno las posiciones y talentos del otro, y su asociación, hasta que Campbell Morgan murió, fue pacífica y fomentó mucho la obra de Cristo en Londres.
Cuando las nubes de tormenta de la Segunda Guerra Mundial ya amenazaban, Lloyd-Jones asumió el pastorado pleno de la Capilla de Westminster.
Durante los años de guerra, los habitantes de Londres soportaron por meses las interminables incursiones nocturnas de los bombarderos alemanes. A causa de que la Capilla de Westminster estaba situada muy próxima al Palacio de Buckingham y otros edificios importantes del gobierno, estaba en peligro constante de ser destruida. La congregación estuvo en un estado constante de crisis financiera y emocional. Sin embargo, los servicios siguieron casi con normalidad. En 1944, una bomba voladora explotó en la Capilla de los Guardias, a unos pocos metros de allí, cubriendo al predicador y la congregación de polvillo blanco. Un miembro de la congregación abrió sus ojos después del estampido, vio a todos cubiertos en blanco ¡y creyó que debía estar en el cielo!
Westminster también estaba acercándose rápidamente a su propia crisis interior. Algunos de la «vieja guardia» no querían mucho al joven calvinista que había compartido el púlpito con su venerado Dr. Morgan. Es un testimonio del poder de la Palabra de Dios y del espíritu humilde de Lloyd-Jones que la iglesia no sólo sobrevivió, sino que finalmente prosperó. Después de la guerra, la congregación creció rápidamente. En 1947 los balcones fueron abiertos y de 1948 hasta 1968 cuando él se retiró, había un promedio de unos 1.500 asistentes los domingos en la mañana y 2.000 en la noche.
A principios de 1953, el estudio de la Biblia de los viernes por la noche empezó en la Capilla principal. Fue allí cuando Lloyd-Jones inició su monumental discurso sobre el libro de Romanos. Así como la obra de Martín Lutero sobre Romanos y Gálatas influyó en los Puritanos posteriormente, este gran trabajo sobre Romanos ha influido en la actual generación de creyentes. Así como él empezó, él continuaría, ministrando a su gente con la Palabra de Dios en lugar de su propia personalidad.
En su enfoque al trabajo del púlpito, Lloyd-Jones trabajaba firmemente a través de un libro de la Biblia, tomando un versículo o parte de un versículo a la vez, mostrando lo que enseñaba, cómo eso se ajustaba a la enseñanza sobre el asunto en otra parte de la Biblia, cómo la enseñanza entera era pertinente a los problemas de nuestro propio día y cómo la posición cristiana contrastaba con las ideas actualmente en boga.
Él se ponía a sí mismo en un segundo plano, e intentaba mostrar a su congregación la mente y la Palabra de Dios, permitiendo que el mensaje de la Biblia hablara por sí mismo. Sus predicaciones explicativas apuntaron a permitir a Dios hablar tan directamente como era posible al hombre en el banco con el pleno peso de la autoridad divina.
Otras actividades
A pesar de las dificultades de la guerra, Lloyd-Jones estuvo comprometido en la fundación de tres instituciones importantes. La primera fue la creación de una Biblioteca Evangélica de grandes obras cristianas, que pronto superó los 20.000 volúmenes. Así una nueva generación de creyentes se acercó a los escritos de Bunyan, Baxter, Owens y otros.
La segunda institución que Lloyd-Jones ayudó a crear fue la Confraternidad de Westminster. El libro Los Puritanos, es una recopilación de los mensajes anuales de Lloyd-Jones a dicha agrupación.
Y lo tercero, fue el apoyo a la Confraternidad Inter-universitaria (IVF), bajo cuyo alero se realizó cada mes de diciembre la Conferencia Puritana. Había un fuerte sentimiento por la necesidad de regresar a los fundamentos teológicos de la tradición protestante, al período cuando cien años después de la Reforma, sus implicaciones teológicas habían funcionado. Se leyeron y se discutieron documentos y Lloyd-Jones dirigió las reuniones con habilidad y autoridad.
La casa editorial Banner of Truth y la revista Evangelical Magazine nacieron, con la ayuda y estímulo de Martyn Lloyd-Jones, que también apoyó poderosamente el trabajo de la Biblioteca Evangélica. A nivel pastoral, él condujo reuniones fraternales mensuales de ministros desde principios de los 40’s, donde los pastores discutían todos los problemas que enfrentaban dentro de la iglesia y en su entorno. Aquí su siempre vasta experiencia, su profunda sabiduría y su sentido común ayudaron a muchos ministros jóvenes con dificultades aparentemente únicas e insolubles.
En el verano de 1947 el doctor hizo otra visita a los Estados Unidos y fue recibido calurosamente. A pedido de Carl F. H. Henry, él habló en la Universidad de Wheaton. Se publicaron los cinco mensajes que él dio. En ellos Lloyd-Jones compartió su idea acerca del tipo de predicación que el mundo realmente necesita.
Controversias
Un carácter fuerte y un liderazgo fuerte no pueden evitar la controversia. Creyendo, como él hizo, en el poder del Espíritu Santo para convencer y convertir, él se opuso profundamente a la tradición con la que había crecido desde Moody de reuniones multitudinarias con música suave y apelaciones emocionales para la conversión. También se opuso a las uniones arbitrarias entre denominaciones basadas en el pragmatismo en lugar de la doctrina. Nada causaría más problemas a Lloyd-Jones que su firme creencia en la necesidad de una adhesión a ciertas doctrinas fundamentales.
A finales de la Guerra, mientras muchos se reunían para oír al doctor, otros líderes religiosos estaban empezando a ignorarlo. Cuando en 1946 una publicación reunió los nombres de los «Gigantes del Púlpito», incluyendo hombres como Weatherhead, el nombre de Martyn Lloyd-Jones fue ignorado.
A principios de los años 1950’s, mucho había cambiado en el paisaje espiritual de Inglaterra. En 1952, Arturo W. Pink murió en relativa oscuridad en una isla de Escocia. En ese momento pocos habrían adivinado que sus escritos serían un día publicados y leídos por creyentes en todo mundo.
Alrededor de 1959, Lloyd-Jones observó que había un resurgimiento del interés en las doctrinas de la gracia y las enseñanzas de los puritanos en la iglesia. Sin embargo, aquéllos en los cuales se producía este regreso no eran de su propia generación. El interés real estaba entre los ministros y creyentes más jóvenes. Esta nueva generación de líderes del púlpito vio las inmutables verdades de la palabra de Dios en una forma que no lo hizo su generación anterior. Algunos acusaron a Lloyd-Jones de ignorancia teológica en el mejor de los casos, y en el peor, de arrogancia espiritual. La verdad es que él reprendía a menudo a sus jóvenes aprendices por transformar la discusión sobre Calvinismo y Arminianismo en un punto de controversia. De hecho, él expresaba públicamente su creencia de que A. W. Pink debió haber tenido un espíritu más a largo plazo y conciliatorio en su esfuerzo para volver a las personas a la verdad.
La controversia más seria vino en sus relaciones con la Iglesia de Inglaterra. Martyn Lloyd-Jones era un firme creyente en la unidad evangélica. Él no creía que las barreras sectarias debían separar a aquéllos que tenían una verdadera fe en común. Pero cuando el movimiento ecuménico liberal hizo más y más concesiones a las corrientes de opinión mundana, él apoyó el éxodo desde aquellas denominaciones.
Una de las grandes pasiones de Martyn Lloyd-Jones era el retorno a la combinación de la doctrina de los Calvinistas y el entusiasmo de los Metodistas. En los años 60’s, él estaba ansioso porque el énfasis en la sana doctrina recientemente recuperado no se convirtiese en una árida dureza del doctrinal. Para neutralizar este peligro, él empezó a dar énfasis a la importancia de la experiencia. Él habló mucho de la necesidad del conocimiento experimental del Espíritu Santo, de la convicción plena por el Espíritu, y de la verdad que Dios trata inmediatamente y directamente con sus hijos – a menudo ilustrando estas cosas con la historia de la iglesia.
Al contrario de gran parte de la enseñanza que se levantaría durante la Renovación Carismática de los 60’s, Lloyd-Jones enfatizó varios rasgos del verdadero avivamiento. Primero, él proclamó que Dios es soberano y no hay, por tanto, ninguna fórmula para el avivamiento. Dios se mueve de formas diferentes en tiempos diferentes. En segundo lugar, insistió en que la iglesia necesitaba el avivamiento, no para que más personas entraran en la iglesia, sino para que Dios fuese devuelto a Su lugar justo en las vidas y pensamientos de la gente.
Tal como en el problema de unidad de la iglesia, sus ideas sobre lo que ahora se conoce como ‘psicología cristiana’ probaron ser profundas y proféticas. Él no estaba en absoluto impresionado con el matrimonio entre la predicación bíblica y la psicología secular.
Hay una colección de sermones sobre el asunto en «Depresión Espiritual: Causas y Curas», publicada por primera vez en 1965. La obra apunta a la suficiencia de Cristo en la vida del creyente y concluye con estas palabras: «Yo hago lo máximo que puedo, pero Él controla el suministro y el poder, Él lo infunde. Él es el médico celestial y Él conoce cada variación en mi condición. Él ve mi complexión. Él siente mi pulso. Él conoce... todo. ‘Así es’, dice Pablo, ‘y por consiguiente todo lo puedo a través de Aquel que constantemente me está infundiendo fuerza’… Él nos conoce mejor de lo que nosotros mismos nos conocemos, y según nuestra necesidad, así será nuestro suministro».
A principios de los 60’s, el doctor inició una serie de mensajes sobre el evangelio de Juan. Su intención en ellos no fue una exposición verso por verso como era habitual, sino una búsqueda del significado esencial de la certeza y la llenura del Espíritu Santo.
A principios de 1968, en su 68° año, Lloyd-Jones tuvo una operación importante y, aunque se recuperó por completo, decidió que después de 30 años en Westminster había llegado el tiempo de retirarse como ministro.
Su ministerio había sido muy bendecido por Dios. Había habido un arroyo constante de conversiones, muchas notables y, sobre todo, a una amplia variedad de personas de toda condición social se le había enseñado la anchura y la profundidad de la doctrina cristiana. En la Capilla había soldados de los cercanos cuarteles de Wellington Barracks, trabajadores de los hoteles y restaurantes del oeste, enfermeras de los grandes hospitales, actores y actrices de teatros del oeste-extremo, sirvientes civiles menores y mayores de Whitehall, y desempleados crónicos provenientes del hostal del Ejército de Salvación.
La Capilla siempre estaba llena de estudiantes, especialmente extranjeros, entre los que estaba el ahora Presidente Moi de Kenya. La Iglesia china asistía en la mañana y muchos Hermanos de Plymouth por la tarde. Cuando los Hermanos Exclusivos se dividieron, muchos de los que vivían en Londres vinieron a la Capilla de Westminster. Y había, por supuesto, muchos profesionales, maestros, abogados, contadores y quizás más de algunos de aquéllos que tenían alguna deficiencia mental.
Gente de todo tipo y condición venía a verlo después en la sacristía, donde él pasaría horas pacientemente escuchando y sabiamente aconsejando. Uno de ellos ha escrito: ‘Yo tengo un recuerdo encantador de ir a él en una necesidad personal profunda, todavía muy asustado de su manera pública formidable. Su apacibilidad y atractiva bondad, unidas a un consejo simple y recto, ganaron mi corazón. Su cerebro y brillantez como predicador le hacen digno de respeto y admiración; ese otro lado más manso, que conocí en privado, hace a uno amarle’.
En 1977 él habló sobre la diferencia en el método de Pablo de ayudar a los cristianos y aquello que se estaba popularizando con el nombre de consejería. Su convicción era de que mucho de lo que pasa como psicológico era realmente espiritual. Lloyd-Jones vio el púlpito como el enfoque de verdadero ‘Cristian counselling’. Eso no significa que él estuviera desinteresado de su gente y de sus problemas. Nada podía estar más lejos de aquello. Él ocupaba muchas horas en el consejo personal y la dirección bíblica.
Actividades finales
En los 12 años posteriores a su jubilación él continuó con la Conferencia de Westminster y dedicó mucho tiempo a dar consejo a otros ministros, contestar cartas y hablar eternamente por teléfono. Libre de la rígida rutina de los domingos en Westminster, él pudo entonces dedicarse a los compromisos externos que él había tomado como ministro, sobre todo ocupando los fines de semana en causas pequeñas y remotas que él amaba animar. Él viajó de nuevo a Europa y los Estados Unidos, pero rehusó nuevas y reiteradas invitaciones a otros países.
Lloyd-Jones tenía un hogar muy feliz que estaba abierto cada Navidad a los miembros de la iglesia que no tenían otro sitio adonde ir. En su jubilación él solía incitar a sus nietos mayores con algún argumento. Ellos eran como cachorros jóvenes yendo por un león viejo, atreviéndose donde nadie más se atrevería, vueltos atrás por un gruñido, pero volviendo a saltar en seguida.
En 1979, la enfermedad regresó, y tuvo que cancelar todos sus compromisos. Él aún anhelaba predicar de nuevo. Él había visto a muchos hombres seguir después de que ellos debían haber parado. En la primavera de 1980 pudo empezar de nuevo, pero una visita al Hospital en mayo reveló que su enfermedad exigía un tratamiento más severo que le impediría predicar. Entre las agotadoras sesiones en el hospital, que él enfrentó con valor y dignidad, continuó trabajando en sus manuscritos y dando consejo a ministros, pero en Navidad él estaba demasiado débil para esto. Al final, sin embargo, pudo pasarse tiempo con su biógrafo (su ayudante anterior, Ian Murray).
Hacia fines de febrero de 1981, con gran paz y confiada esperanza, él creyó que su obra terrenal estaba hecha. Dijo a su familia inmediata: ‘No oren por sanidad, no traten de retenerme de la gloria’.
El 1 de marzo, el Día del Señor, él pasó a la gloria de la cual tan a menudo había predicado, para encontrarse con el Salvador al cual había proclamado tan fielmente.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 50 • Marzo - Abril 2008
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F. B. Meyer, pastor, predicador, autor de numerosos libros, maestro notable de las Escrituras. Un don dado a la iglesia de Cristo.
Un místico práctico
Semblanza de F. B. Meyer
Frederic Brotherton Meyer fue uno de los predicadores más amados en su tiempo, uno de los principales exponentes del movimiento Higher Life (Vida Superior), y por más de 20 años expositor de la Conferencia de Keswick. Spurgeon decía de él: «Meyer predica como un hombre que ha visto a Dios cara a cara».
Influencia familiar
F. B. Meyer nació en Londres en abril de 1847, en el seno de una devota familia cristiana adinerada de origen alemán. Especial influencia ejerció sobre él una abuela cuáquera. Asistió al Brighton College y se graduó de la Universidad de Londres en 1869. Estudió teología en el Regent’s Park College, Oxford. Meyer empezó a pastorear iglesias en 1870. Su primer pastorado estuvo en la Capilla Bautista de Pembroke en Liverpool.
Contacto con D. L. Moody
Siendo pastor en la Capilla Bautista de Priory Street, acudió a escuchar a D. L. Moody, el evangelista norteamericano. Su primera impresión fue confirmada por uno de sus maestros de Escuela Dominical, quien vino a él y le dijo: «Hermano Meyer, la ilustración que ese predicador dio el otro día impactó tanto a mis muchachas que ha habido mucho llanto, confesión y testimonio. ¡Estamos seguros que el Espíritu Santo ha venido sobre nosotros; y hemos tenido una experiencia en nuestra clase que usted no creerá!».
F. B. Meyer fue tan afectado por el testimonio de ese maestro y esas muchachas que quiso comprobarlo por sí mismo, y pronto llegó a ser su propia realidad. Desde ese momento, Meyer se acercó a Moody, y sellaron una amistad que duró de por vida.
Dos áreas de interés
Desde el comienzo de su ministerio, Meyer mostró un gran interés por los nuevos movimientos dentro de la Iglesia. Entre éstos estaban los movimientos por la reforma social y por la espiritualidad más profunda. Meyer incursionó con distinta suerte en ambas áreas. Su carácter práctico rechazaba una forma de espiritualidad mística y desconectada de la realidad.
El comienzo de su incursión tras los pasos de una espiritualidad más profunda lo tuvo en 1874 y 1875. Meyer asistió a dos conferencias sobre el tema de la vida espiritual que iba a mostrarse decisivo para la vida evangélica británica. La primera fue una reunión bastante selecta sostenida en Broadlands, la propiedad del futuro Lord y Lady Mount Temple. Con aproximadamente cien personas invitadas– incluyendo, por ejemplo, al escritor George MacDonald– se desarrolló durante seis días en julio de 1874.
El segundo evento, del 29 de agosto al 6 de septiembre, fue una conferencia en Oxford «para la promoción de la santidad Escritural», que atrajo a 1.500 personas. Dos de los oradores principales eran una pareja americana con raíces cuáqueras, Robert y Hannah Pearsall Smith.
La esencia del mensaje en Oxford fue que la santificación, como la justificación, era una bendición asequible a través de la fe simple. Este enfoque, que contrastaba con la visión evangélica de que la santidad era lograda por el esfuerzo activo, fue recibido ávidamente por los cristianos que luchaban con un sentimiento de fracaso.
Meyer recordaba vivamente su reacción en Broadlands y en Oxford. Él fue impactado sobre todo por los mensajes de Pearsall Smith.
Con este trasfondo, Meyer acudió con entusiasmo a la Convención de Brighton, al año siguiente. Sin embargo, la controversia estuvo a punto de quebrar el ambiente. ¿Era la «impecabilidad» enseñada por los líderes de la santidad? Meyer fue incapaz de aceptar algunas de las declaraciones hechas en Brighton, y se sumió en un estado de decepción. Fue renuente a asistir a la Convención inicial de Keswick que, en el verano de 1875 sólo reunió a 300-400 personas. (A principios del s. XX acudían más de 5.000).
Después de este traspié, Meyer se dedicó de lleno al ministerio pastoral en Leicester, con un fuerte énfasis en el evangelismo, probablemente debido a la influencia de su reciente amistad con D. L. Moody. Cuando él miraba hacia atrás esa época decía que había «malgastado la vida interior», viviendo para dedicarse a «obtener influencia social, ganar dinero, atraer audiencias y hacer obra filantrópica».
Por ese tiempo, la posición de Meyer era tensa. La enseñanza de la vida espiritual más profunda lo llamaba fuertemente, pero él no podía integrarla en su compromiso de evangelización y acción social. Sólo cuando reconcilió estos elementos dentro de sí mismo, pudo llevar a cabo su ministerio como maestro de santidad.
Un encuentro revitalizador
El momento decisivo vino el 26 de noviembre de 1884, cuando C. T. Studd y Stanley Smith visitaron la floreciente iglesia de la cual Meyer era pastor (Melbourne Hall, Leicester). Un gran revuelo se había levantado cuando Studd y Smith, que eran deportistas conocidos en toda Inglaterra, junto con otros cinco estudiantes universitarios de Cambridge –conocidos como los «Cambridge Seven»– se ofrecieron a ir como misioneros a China.
Meyer invitó a las dos famosas personalidades a hablar en el Melbourne Hall poco antes de que dejaran Bretaña. Lo que Meyer no sospechaba era el efecto que esta decisión causaría en él mismo.
Él observó en Studd y Smith una «fuente constante de reposo, fuerza y alegría» que él no tenía y que estaba decidido a poseer. Era esencial para Meyer que la espiritualidad fuese práctica si es que debía ser aceptada como auténtica, y esto fue exactamente lo que él vio en aquellos dos jóvenes. Meyer fue a Studd y Smith por consejo a las 7:00 a.m. el día después de reunirse en el Melbourne Hall, y ellos le instaron a que rindiera todo a Cristo. Meyer entonces, «por primera vez» –así lo afirmó– tomó la voluntad de Dios como el objetivo de su vida entera. Esta declaración, «rendirse a Dios», expresaba un elemento crucial de la espiritualidad del movimiento de la vida más profunda.
Cuando la experiencia de rendición de Meyer se hizo pública, los organizadores de la Convención de Keswick lo reconocieron como equipado para tomar un lugar en la tribuna de Keswick. Le pidieron que fuera uno de los oradores durante la semana de la Convención de 1887.
Meyer estaba padeciendo depresión nerviosa como resultado de un largo tiempo de exceso de trabajo, y la atmósfera entusiasta de las grandes muchedumbres que asistían a la convención aumentaron su nerviosismo. Durante una reunión nocturna de oración en que las personas buscaban el poder del Espíritu Santo, la tensión en Meyer alcanzó niveles intolerables. Apresuradamente salió de la tienda de la convención y huyó al monte. Éste fue el escenario en el cual él experimentó la llenura del Espíritu. Él dijo: «Como respiro el aire, así mi espíritu respira en la llenura del Espíritu Santo».
Cuando volvió de este encuentro, él oyó una voz «que sugería de modo siniestro en la oscuridad», diciéndole: «Eres un necio, tú no tienes nada». Meyer admitió que él no sentía nada, lo cual confundió a sus amigos cuando se reunió con ellos, porque ellos esperaban una experiencia extática. La manera particular en que Meyer experimentó a Dios determinaría su subsecuente enseñanza de santidad. Aunque no se oponía a las experiencias de crisis, para él la emoción no era importante. Al contrario, la decisión de recibir el Espíritu podría ser tranquila, quieta y deliberada, incluso sanadora. De hecho, él vio a Keswick como una «clínica espiritual».
Hacia un misticismo práctico
Entre los años 1887 y 1928, él dirigió veintiséis convenciones de Keswick y habló en numerosos mini-Keswicks en Bretaña y en otras partes del mundo.
La enseñanza de la santidad de Meyer, que durante las próximas cuatro décadas él ofreció a los públicos por el mundo, siguió las líneas trazadas por los fundadores de Keswick, a la cual Meyer hizo una contribución distintiva. En el cristiano que se rindió a Dios, decían los oradores de Keswick, mora el pecado «perpetuamente neutralizado». La preocupación de Meyer era deletrear esto en forma menos teológica pero más sencilla, para que todos pudieran llevar el concepto a la práctica.
Para Meyer, había tres fases en la jornada espiritual. La conversión era seguida por «la consagración», que era seguida por la «unción del Espíritu». Se reconoció rápidamente en los círculos de Keswick que Meyer tenía un poder excepcional para llevar a las personas a la experiencia de la rendición. Él constantemente volvía a su tema básico: los pasos hacia la «vida bendecida».
Meyer supervisaba su impacto en las Convenciones, observando en 1895 que le gustaba permanecer en la puerta después de hablar, y había personas que venían hacia él diciendo, con respecto a la bendición impartida: «No, señor, yo no puedo decir que la siento, pero la he recibido».
En 1889, Meyer les dijo a sus oyentes de Keswick que las personas habían intentado usar la «fórmula» para «la liberación del poder del pecado conocido» dada desde el púlpito, pero que en la práctica esto había fallado, porque la consagración tenía que ocurrir antes de la llenura del Espíritu.
La comprensión de Meyer sobre este asunto se diseminó ampliamente a través de sus muchos escritos. Un énfasis central era que la recepción del Espíritu era «gobernada por ley» y que la obra del Espíritu dependía de la complacencia obediente del cristiano que tenía que recibir el poder del Espíritu. La experiencia de santidad era recibida a través de la fe, y era accesible para todos.
Los críticos de la espiritualidad de Keswick alegaban que a través de su énfasis en la vida interior, enseñaba un quietismo que desalentaba las expresiones prácticas de la vida cristiana y un misticismo que era extraño a la teología evangélica. Aunque él reconoció que él y otros enseñaban «el quietismo de un corazón calmado por Dios», Meyer negó que esto significara una búsqueda de la experiencia religiosa en y por sí misma. Él declaró en 1903 que tenía que decirse cien veces por día que su experiencia de bendición espiritual era verdad, porque él no la sentía y no tenía «ningún gozo en ello».
Aunque, sin duda, al hablar así Meyer exageraba, él evidentemente conocía el conflicto que sentían los cristianos comunes que habían «exigido» la llenura del Espíritu pero les faltaba el «sentimiento» de haberla recibido. Aquí la experiencia de algunos místicos fue relevante. Había escritores influyentes, como Juan de la Cruz, que habló de la oscuridad en la que no se sentía la presencia de Dios. Meyer habló en 1922 de tener confianza «sin sentimiento, una confianza ciega... Entonces lograrás tanto sentimiento como quieras».
En 1925, Meyer, en consonancia con su actitud hacia la experiencia mística entre los cristianos, alineó a Keswick con una línea de enseñanza que él denominó –aunque admitió que era controversial– como «misticismo práctico». Era una fórmula que él construyó con el objetivo de conectar la espiritualidad de Keswick con una tradición más antigua de la vida religiosa.
El acercamiento de Meyer a la vida espiritual también era marcado por su detallado énfasis en lo práctico, en contraste con las generalidades devocionales que caracterizaron mucha enseñanza de la santidad.
Por ejemplo, en 1903, Meyer instó a los oyentes de Keswick de la tarde del martes a poner su atención en las cosas que estaban erradas en sus vidas. Si ellos necesitaban hacer restitución financiera, debían inmediatamente escribir un cheque, con los intereses respectivos. Igualmente, él insistió en que cualquiera que necesitaba escribir cartas de disculpa, debía hacerlo en forma inmediata. Al hacer esto, «el fuego de Dios» vendría.
El miércoles por la tarde, Meyer informó que las personas habían respondido. Relaciones matrimoniales, por ejemplo, se habían puesto en orden. Sin embargo Meyer estaba preocupado, porque algunos mostraron complacencia, y les instó a que examinaran sus motivos.
Compromiso con la acción social
En 1883 se publicó en Inglaterra «The Bitter Cry of Outcast London» (El Amargo Lamento del Londres Proscrito), que detallaba la pobreza, miseria y degradación sexual de Londres. Como consecuencia, el mundo cristiano se levantó con diversas iniciativas de ayuda a los necesitados.
F. B. Meyer hizo suya esta causa, y se abocó a combinar la predicación con ambiciosos programas sociales, que incluían la rehabilitación de ex-convictos, prostitutas y alcohólicos. Uno de los aportes que Meyer intentó hacer fue crear fuentes de trabajo. Una de ellas fue ‘F. B. Meyer - Firewood Merchant’ (F. B. Meyer, Comerciante de Leña) y el otro era un negocio de limpieza de ventanas, para dar dignidad a los expresos a través del trabajo.
Lamentablemente, los resultados no fueron siempre alentadores. En su fábrica de leña él recibía a ex-convictos, y les ofrecía buenos sueldos, un lugar para vivir y, cuando era posible, estímulo espiritual. A cambio, él esperaba que ellos tuvieran un buen rendimiento. Pero ellos no lo hicieron así, y él perdió dinero. Finalmente, tuvo que despedirlos, y compró una sierra circular impulsada por un artefacto de gas. En una hora, el trabajo rindió más que los esfuerzos combinados de todos los hombres en el curso de un día entero.
Un día, Meyer tuvo una pequeña charla con su sierra: «Cómo puedes tú hacer tanto trabajo?», preguntó. «¿Eres tú más afilada que las sierras que mis hombres estaban usando? ¿No? ¿Es tu hoja más brillante? ¿No? ¿Qué entonces? ¿Mejor aceite o lubricación contra la madera?».
La respuesta de la sierra, si pudiese hablar, habría sido: «Yo pienso que hay una energía más fuerte detrás de mí. Algo está trabajando a través de mí con una nueva fuerza. No soy yo, es el poder detrás de mí».
A partir de esta experiencia, Meyer observó que muchos cristianos están trabajando en el poder de la carne, en el poder de su intelecto, su energía, su celo entusiasta, pero con efecto pobre. Ellos necesitan unirse al poder de Dios a través del Espíritu Santo.
Meyer también emprendió un ataque masivo contra los prostíbulos. Decía: «No hay otro pecado como la falta de castidad, que provoque la caída de una nación más pronto. Si la historia enseña algo, enseña que esa indulgencia sensual es la vía más segura a la ruina nacional. La sociedad, al no condenar este pecado, se condena a sí misma». A través de los esfuerzos de un equipo especializado de la iglesia, 700-800 locales fueron cerrados entre 1895 y 1907 y se hicieron esfuerzos para ofrecerles empleo alternativo y alojamiento a las ex-prostitutas.
Sin embargo, su pasión por las actividades socio-políticas le metió en más de algún problema. En 1906 se vio obligado a disculparse ante un muy anglicano público de Keswick por todo aquello en que él hubiese «involuntariamente» herido a algún clérigo anglicano por las cosas fuertes que se había visto forzado a decir sobre los «grandes problemas políticos». Él tenía que ser fiel a sus principios, pero quería «defenderlos en un espíritu de perfecto amor y ternura». La asamblea fue tranquilizada, y Meyer recibió un «Amén».
Las preocupaciones socio-políticas raramente figuraron en Keswick, y Meyer hizo una contribución crucial manteniendo el movimiento de santidad en contacto con la acción cristiana práctica.
Tendiendo puentes entre las divisiones
A través de las conexiones que él hizo con diferentes realidades de vida y pensamiento cristianos, Meyer intentó construir puentes entre grupos que eran a menudo recelosos entre sí. A través de su ministerio en Keswick, él fue muy hábil para crear un vínculo entre las dos más grandes corrientes cristianas de Inglaterra: el Anglicanismo y el No Conformismo.
Para ser creíble, la espiritualidad de Keswick tenía que trascender los límites denominacionales. Dado que Meyer era el representante inglés más excelente del «No conformismo» en la plataforma de Keswick –él fue dos veces presidente del Concilio Nacional de las Iglesias Libres Evangélicas, fue el secretario honorario de ese cuerpo durante diez años, y fue presidente de la Unión Bautista, sirviendo con distinción entre 1906-07–, él fue idealmente puesto para insistir en que los líderes de la Iglesia Libre debían estar abiertos a los énfasis de Keswick.
El lema de Keswick «Todos Uno en Cristo Jesús» (escogido por el cuáquero Robert Wilson) fue sostenido con entusiasmo por Meyer. Su visión, que él derivó en parte de D. L. Moody, era de unidad espiritual por sobre los límites sectarios. Meyer se aprovechó de Keswick para dirigirse a grupos eclesiásticos específicos. Los clérigos, incluyendo a los Clérigos Altos, fueron instados por Meyer en 1910 para orar por sus vecinos locales bautistas y del Ejército de Salvación. Él vio la enseñanza de la vida interior como un camino natural a «una visión más amplia de la constitución divina de la Iglesia de Cristo». La visión de Meyer fue que esa verdadera espiritualidad era una parte de la vida de la iglesia uniendo y reconciliando.
Dado este punto de vista, Meyer siempre estaba abierto a los nuevos movimientos de renovación espiritual, aun cuando ellos vinieran de fuentes inesperadas. Él vio una evidencia de profunda realidad espiritual y poder en el Avivamiento galés de 1904-05, que tenía como su líder principal al minero galés Evan Roberts.
Este avivamiento tenía varias conexiones con Keswick. En 1903, algunos jóvenes ministros galeses vinieron a Keswick «con un tono cercano a la desesperación» ansiosos de recibir avivamiento personal. Uno de ellos, Owen Owen, escribió a Meyer, en nombre de los demás. Meyer les aconsejó asistir a una convención que era organizada por una líder de santidad galesa, Jessie Penn-Lewis. El impacto que causó Meyer en esa convención fue considerable. Cuando él dio la oportunidad para la expresión de rendición y dedicación, parecía como si todos quisieran recibir «la llenura de bendición».
Meyer fue inicialmente cauto sobre el emocionalismo galés. Sin embargo, algo significativo estaba pasando. Meyer se mantuvo en estrecho contacto con los líderes más jóvenes del avivamiento, algunos de los cuales habían sido profundamente afectados por su ministerio.
En enero de 1905, Meyer visitó Gales para oír a Evan Roberts. El poder que vio en las reuniones conducidas por Roberts hizo a Meyer sentirse como «un niñito en la escuela del Espíritu Santo», y volvió a Londres decidido a extender el mensaje del avivamiento. Veinte años después, Meyer hablaba de su experiencia en Gales en 1905 como «días de fluir pentecostal».
Fue de ese trasfondo de avivamiento que un nuevo movimiento del siglo XX, el Pentecostalismo, tomó forma. Meyer hizo su propia contribución a su aparición.
En abril de 1905, él habló durante ocho días a grandes concentraciones en Los Angeles, enfatizando lo que él había experimentado de Evan Roberts y el avivamiento galés. Uno de los presentes el 8 de abril de 1905 era Frank Bartleman, que iba a ser una figura central en la explosión pentecostal en Azusa Street, Los Angeles, en el año siguiente. Bartleman se «conmovió» al oír cómo «Meyer ... describió el gran avivamiento en Gales que él había visitado».
En Keswick había temores de los excesos del Pentecostalismo. Meyer por su parte, era más cercano que la mayoría de los maestros de Keswick a la doctrina pentecostal del bautismo del Espíritu, y por su enseñanza acerca del Espíritu Santo, creó lazos con la nueva espiritualidad. En 1930, una revista líder pentecostal británica, refiriéndose al desarrollo del Pentecostalismo, sugirió que la enseñanza de Meyer había contribuido significativamente al despertar pentecostal.
Otro movimiento que tuvo un impacto considerable en los cristianos en los años veinte, sobre todo en América del Norte, fue el Fundamentalismo. Con su deseo de una espiritualidad inclusiva, Meyer encontró la estridencia del Fundamentalismo poco atractiva. Para Meyer, y para la mayoría de los líderes de Keswick, el espíritu violento del Fundamentalismo desentonaba con la apacibilidad que debe caracterizar a la persona espiritual. Meyer estuvo en Estados Unidos en 1926, y cuando se le pidió hacer un comentario sobre el Fundamentalismo contestó que la fe cristiana era «no una materia de argumento, sino una fuerza espiritual». Él no creía en una espiritualidad que, en lugar de crear, divide.
Una red espiritual mundial
En 1891, Meyer hizo su primer viaje a América del Norte, invitado por Moody a hablar a la conferencia anual que éste convocó en Northfield, Massachusetts. Antes de ir a los Estados Unidos, a Meyer se le avisó que él debía evitar la palabra «santidad,» debido a sus asociaciones con las ideas de «impecabilidad». Meyer, sin embargo, decidió subrayar la espiritualidad de santidad de Keswick. Hubo algunas protestas en Northfield por lo que Meyer estaba enseñando, pero él fue considerado un gran éxito.
T. L. Cuyler informó en el «New York Evangelist» sobre las muchedumbres espiritualmente hambrientas que quisieron oír a Meyer tres veces al día. Cuyler atribuyó la efectividad de Meyer al hecho de que él era efectivamente un místico profundo y completamente práctico.
Meyer era consciente de que su enseñanza sobre espiritualidad estaba siendo evaluada, y él creyó que podría resistir el escrutinio. Reclamó ser él el primero en ofrecer a Norteamérica la sistematización de Keswick del «lado subjetivo de la experiencia cristiana» en «pasos sucesivos», aunque también reconoció que su pensamiento estaba en línea con el del predicador norteamericano, A. J. Gordon. De hecho, juntos condujeron reuniones orientadas a motivar la recepción de la «llenura» del Espíritu.
El sueño de Meyer probablemente era que Northfield fuese un Keswick americano. Su hermoso entorno estaba, comentó Meyer, en «estrecha armonía con el carácter devocional de las reuniones». Con algún descuido por los sentimientos americanos, Meyer se regocijó en 1894 en la recepción de «la vida interior como es enseñada en Inglaterra», y cuando Meyer llegó a América en 1896, Northfeld estaba, en palabras de Moody, «esperando ser llevado a la tierra prometida». Meyer estaba amoldándose a la espiritualidad interdenominacional internacional.
De Northfield, Meyer, con apoyo de Moody, pudo penetrar más allá en el ambiente evangélico americano. En 1897, él se sentía capaz de anunciar desde Boston que él creía que las «posiciones principales» de Keswick habían sido aceptadas, y la misma visita a Boston vio, según el informe de Meyer, 400 ministros que se arrodillaron para recibir «un bautismo aplastante del Espíritu Santo». Muchos líderes eclesiásticos a lo largo de los Estados Unidos estaban fascinados de oír que Meyer, como maestro de santidad, denunciaba «los errores y extravagancias» del perfeccionismo. Meyer fue «estrechamente interrogado» por muchos pastores durante su visita en 1897. Él dio la bienvenida a este interrogatorio como una oportunidad de denunciar «visiones exageradas y enfermizas».
Aunque Meyer estaba preparado para defender la posición doctrinal de Keswick en puntos polémicos, él no era un polemizador. Más bien su preocupación era por los resultados prácticos. Así, en Richmond, Virginia, en 1901, estaba encantado que una asamblea entera estuviera de pie «clamando por la llenura de la promesa de Pentecostés». Para Meyer era crucial forjar un carácter de santidad que atravesara el Atlántico.
A la edad de 80 años, él emprendió su duodécima campaña de predicación en Estados Unidos, viajando más de 15.000 millas y dirigiendo más de 300 reuniones.
Durante los 1890s, el mensaje de Keswick llegó a ser no sólo familiar a los cristianos en Bretaña y América del Norte, sino en muchas partes del mundo. Muchos misioneros fueron a ultramar como resultado de la influencia de Keswick. Meyer estaba orgulloso de lo que él llamaba la «energía irresistible» que derivaba de la espiritualidad de Keswick y que produjo lo que él vio como un movimiento misionero notable.
El propio Meyer fue reconocido como el que más hizo por extender el mensaje de Keswick a lo largo del mundo. Con su linaje alemán, él estaba encantado de ser el primer orador inglés, en 1897, en la Convención de Blankenburg, en las colinas cubiertas de pinos del sur de Alemania.
El ministerio de Keswick de Meyer lo llevó en una jornada de 25.000 millas al Oriente Medio y Lejano en 1909. Dondequiera que él fue, intentó ser pertinente con la realidad local, relacionando a grupos que iban de los armenios en la Iglesia Gregoriana en Constantinopla a los residentes de Penang, China, que vinieron a oírlo en el salón del pueblo.
Cuando Meyer encontró culturas diferentes, su acercamiento relativamente desprovisto de lo dogmático en teología le permitió adaptar su mensaje a cada situación. En India, por ejemplo, Meyer aprovechó el interés de los hindúes en los «aspectos subjetivos» de la fe. El interés de Meyer era adaptar su enseñanza sobre la experiencia espiritual más profunda para que las personas en culturas diferentes pudieran entenderlo y pudieran hacerla suya propia.
Teología y espiritualidad
Aunque Meyer puso fuerte énfasis en vivir la vida de santidad práctica, él no era de ningún modo indiferente a la teología. Él hablaba de su deuda a los pensadores de la tradición Reformada, como el teólogo americano Jonathan Edwards. Pero la Cristiandad, para Meyer, era finalmente (como él lo dijo en 1894) «no un credo, sino una vida; no una teología o un ritual, sino la posesión del espíritu del hombre por el Espíritu Eterno del Cristo Viviente». Él estaba consciente, dijo en 1901, de que la Cristiandad había sido «vergonzosamente maltratada» por los evangélicos y otras clases de cristianos que habían pensado que la Cristiandad era totalmente una cuestión de doctrina objetiva. Él argüía que era «grandemente e igualmente» subjetiva. Como un guía espiritual, y también evangelista práctico y activista social, Meyer sostuvo que la consideración más urgente para la iglesia no era la ortodoxia del credo sino la fe viviente.
Significativamente, Meyer, en un mensaje en 1901 en una Conferencia de la Alianza Evangélica, reconoció su deuda hacia «los santos místicos»; y aquellos a quienes él parecía haber admirado más eran los que, como Francisco de Asís, combinaron la espiritualidad con la misión en el mundo. Para Meyer, el misticismo no significaba sólo una vida de contemplación sino una correspondiente acción dirigida al exterior. Dios mismo, como Meyer lo veía, era un Dios de acción. Meyer era atraído hacia una teología que imaginaba a Dios como «un peregrino» con su pueblo. Este acercamiento teológico le permitió ver la experiencia de Dios como un continuo ir, en que el cristiano nunca asía del todo a Dios, sino siempre estaba siendo más profundamente atraído a la realidad de Dios a través de la jornada de seguir a Cristo.
Las reflexiones de Meyer sobre la teología en relación a la espiritualidad continuaron hasta el fin de su vida y parecían haber ahondado como él lo reflejó en su larga jornada espiritual. Escribiendo en 1928 sobre la naturaleza trinitaria de Dios, Meyer observó que en sus años tempranos la cruz de Cristo era presentada como si el enojo de Dios necesitara ser propiciado antes de que él pudiera «abrir las puertas de la esclusa de su amor». Esto creó una visión de Dios que no alentaba la confianza en sus amorosos propósitos. De hecho, declaraba Meyer, la auto-entrega de Jesús en su muerte fue un acto de Dios, y sin esta perspectiva cristológica, la expiación estaba «oscurecida y empañada».
Para Meyer, el verdadero conocimiento de Dios podría ser descubierto sólo en Dios revelado en Cristo. Éste era un conocimiento del perdón del pecado, pero también de unión con Cristo.
En «The Call and Challenge of the Unseen» (La Llamada y el Desafío del Invisible), también publicado en 1928, el énfasis de Meyer estaba en la experiencia cristiana contemporánea de la muerte con Cristo, no sólo en la experiencia que fluyó de la muerte de Cristo en el pasado. Meyer usó el ejemplo de John Tauler, el místico alemán del siglo XIV, a quien Nicolás de Basilea dijo: «Doctor Tauler, usted debe morir». Como resultado de poner en la práctica en su vida interior este mensaje, Tauler predicó sermones que Meyer consideró «altos modelos de un devoto... ministerio».
En una serie de artículos en «The Christian», en 1929, Meyer se valió de grupos como los valdenses del siglo XII, con su ministerio radical en Italia, para ilustrar su ideal de verdadera espiritualidad. Él creyó haber encontrado una expresión similarmente auténtica de fe, en una forma contemporánea, en la posición de Keswick.
Durante su vida larga y fructífera, predicó más de 16.000 sermones. Fue autor de más de 40 libros, incluyendo biografías de personajes bíblicos (estudio de caracteres), comentarios devocionales, volúmenes de sermones y trabajos explicativos. También fue autor de varios folletos y editó varias revistas.
En español, las editoriales CLIE y Vida han publicado varios de sus libros. Entre ellos: «La vida y la luz de los hombres», «Ciudadanos del cielo», «Cristo en Isaías», y la serie «Grandes Personajes de la Biblia».
Sus escritos son simples y atrayentes, y están conectados con experiencias de su propia vida. En unos de sus muchos viajes en barco, Meyer estaba de pie en la cubierta de una nave que se acercaba a tierra. Mientras la tripulación guiaba la embarcación, él se preguntó cómo ellos podían navegar con seguridad hacia el muelle. Era una noche tormentosa, y la visibilidad era baja. Meyer se asomó a través de la ventana y preguntó: «Capitán, ¿cómo sabe usted guiar esta nave en este estrecho puerto?».
«Este es un arte», contestó el capitán. «¿Ve usted esas tres luces rojas en la orilla? Cuando todas ellas están en línea recta, yo puedo entrar perfectamente».
Después, Meyer escribió: «Cuando nosotros queremos conocer la voluntad de Dios, hay tres cosas que siempre necesitan estar en línea: el impulso interior, la Palabra de Dios, y la disposición de las circunstancias. Nunca actúes hasta que estas tres cosas estén en concordancia».
Dice un autor: «La redacción de sus sermones era simple y directa; él pulía sus escritos como un artista pule una piedra perfecta. Había siempre una imaginación resplandeciente en sus palabras; su discurso era pastoral, encantador como un valle inglés bañado en luz del sol... En su día, grandes guerras se pelearon. Aquéllos que fueron a oírlo se olvidaron de las batallas».
F. B. Meyer pasó a la presencia del Señor el 28 de marzo de 1929.
.Una revista para todo cristiano • Nº 48 • Noviembre - Diciembre 2007
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No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam
Entre la abigarrada multitud de personajes destacados del siglo XVI –entre los cuales destacan, sin duda, los reformistas y contrarreformistas–, Erasmo de Rotterdam ocupa, para nosotros, desde una perspectiva exclusivamente religiosa, un lugar muy secundario. Sin embargo, en su siglo no fue así. Al contrario, de todos los hombres que influyeron en la génesis de la Reforma Protestante, Erasmo ocupa un lugar principal. Aunque siempre se mantuvo como tras bastidores, como un intelectual recluido entre cuatro paredes, sus cartas con las principales figuras políticas y culturales de la época, y sus libros, ayudaron a crear las condiciones para que la revolución religiosa que habría de venir fuera posible.
Erasmo de Rotterdam nació en Gonda, cerca de Rotterdam, en 1466. Fue hijo ilegítimo de un seminarista próximo a ordenarse y de su ama de llaves. Sus padres fallecieron cuando Erasmo contaba 14 años aproximadamente (en 1483) en una grave epidemia de peste.
Su educación temprana la recibió entre los «hermanos de la vida común», con quienes aprendió la Devotio Moderna, que se enfocaba en los aspectos prácticos de la espiritualidad cristiana, como la oración, el estudio de la Escritura, el ejemplo de Cristo y la meditación. De esta manera, estuvo vinculado desde el principio, con una larga tradición de creyentes y místicos medievales, que buscaron acercarse directamente a Dios, sin mediadores e intermediarios, de una manera simple y sencilla.
Los hermanos de la vida común estaban, además, estrechamente emparentados con los «Unitas Fratum» de Bohemia. De hecho, Erasmo estudió en una de las escuelas que estos últimos fundaron en Deventer. Así, su carrera se entronca con una larga corriente de hermanos que mantuvieron en alto la antorcha de la fe en los días de mayor oscuridad y persecución, para los cuales los evangelios eran más preponderantes que las epístolas y la práctica cristiana más que la teología; énfasis que habría de plasmarse hasta cierto punto en el movimiento anabaptista y, después de ellos, en los moravos.
Más tarde, Erasmo ingresó sin vocación en el convento de los agustinos de Steyn, siendo ordenado sacerdote el mismo año que Colón llegaba a América. En el convento se encontraba la mayor biblioteca clásica del país, así que las mejores horas las dedicaba el joven Erasmo a la lectura y a la pintura.
Erasmo nunca encontró agrado en el oficio sacerdotal; de hecho, jamás lo ejerció. Con gran habilidad, se las arregló para no llevar traje sacerdotal, y evitar los rígidos ejercicios piadosos y la disciplina de los conventos. Más tarde obtuvo una dispensa papal para vivir y vestir como un erudito laico.
Formación del humanista
A los 26 años de edad se escabulle del claustro, pero no renunciando a los hábitos, sino obteniendo un puesto como secretario del obispo de Cambray, que viajaba a Italia. Así tuvo ocasión de conocer personalidades de la cultura y de la iglesia, y sobre todo, pudo dedicarse con pasión a sus estudios clásicos. Al cabo de un tiempo, obtuvo beca y pensión para viajar a Paris a continuar sus estudios de teología.
En un viaje a Inglaterra a fines de 1499 conoce a John Colet, que a la sazón daba una conferencia sobre los escritos de Pablo. Esto despertó en Erasmo el deseo de conocer más profundamente las Escrituras.
En 1500, Erasmo publicó sus «Adagios», que consisten en más de 800 frases, máximas o refranes derivados de la tradición grecolatina, junto con notas acerca de su origen y su significado. La hábil selección de Erasmo ahorraba a los señoritos de la sociedad el trabajo de leer a los clásicos. La mayoría de esos refranes se siguen utilizando el día de hoy.1 Erasmo trabajó en los «Adagios» durante el resto de su vida, a tal punto que la colección creció en 1521 hasta contener 3.400 de ellos, siendo 4.500 al momento de su muerte. El libro mereció más de 60 ediciones, una cifra sin precedentes para el año 1500.
Fue en Inglaterra que descubrió Erasmo su paraíso y su verdadera vocación. Allí era admirado sin reparos ni menosprecios de clase. Era reconocido como intelectual, por su elegante latín, por su arte de conversador. Se hizo amigo de las más connotadas figuras de la intelectualidad: Tomás Moro, John Fisher, John Colet; en tanto que los arzobispos Warham y Cranmer fueron sus protectores. En Inglaterra adquiere el roce social y el sentido de universalidad que el mundo admirará más tarde.
Sin embargo, Erasmo no se hace inglés. Se le ofreció un puesto vitalicio en el Colegio de la Reina de la Universidad de Cambridge y, de desearlo, hubiese podido pasar el resto de su vida enseñando Ciencias Sagradas a lo mejor de la realeza y la nobleza inglesas. Sin embargo, su naturaleza inquieta y trashumante y su aversión a la rutina, lo hicieron declinar ese cargo y todos los que se le ofrecerían en el futuro. Era un cosmopolita, y como tal, sus afectos estaban en todas partes y con todas las gentes que amaban el saber.
En 1503 Erasmo publica el primero de sus libros más prominentes: el «Manual del Soldado Cristiano». En este pequeño volumen Erasmo delinea los principales aspectos de la vida cristiana. La clave de todo, dice en el libro, es la sinceridad. El Mal se oculta dentro del formalismo, del respeto por la tradición, y del consumo, pero nunca en la enseñanza de Cristo.
Durante toda su vida, Erasmo fue un enemigo de toda institucionalidad, especialmente religiosa. Identificaba el ceremonial de la Iglesia con el ámbito de la apariencia y la irrealidad. En sus investigaciones, sus fuentes no fueron las que comúnmente se aceptaban, lo que sentó las bases para un pensamiento libre y sin las ataduras académicas en boga. Aborrecía los métodos disciplinarios severos en las escuelas, porque eran aplicados por personas –monjes en su mayoría– que vivían en una evidente «relajación moral».
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia. Mientras obtenía su doctorado en la Universidad de Turín, comprobó que el espíritu medieval dominaba las estructuras de pensamiento y la praxis del mundo académico. El pensamiento, según la visión de Erasmo, había retrocedido a los primeros siglos. Desde entonces fue un incansable luchador contra el anquilosamiento ideológico que imperaba en todas las instituciones intelectuales, políticas y sociales de su época. Con las ideas de los agustinos y algunos conceptos de John Colet comenzó a analizar el núcleo esencial de los textos clásicos, modernizando sus contenidos para que cualquiera pudiese penetrar su significado.
Entre 1506 y 1509 Erasmo vivió en Italia, la mayor parte del tiempo trabajando en la editorial de Aldus Manutius en Venecia. Nuevamente le ofrecieron cargos serios y ventajosos, especialmente como educador, a lo cual él respondía que prefería no aceptarlos, porque lo que ganaba en la casa editora, si bien no era mucho, le resultaba suficiente.
A partir de estas conexiones con universidades y literatos, Erasmo comenzó a rodearse de quienes pensaban igual que él en cuanto a rechazo por los procedimientos y sistemas establecidos (en especial la Iglesia misma). Sin embargo, no todos simpatizaban con él: había quienes eran hostiles a los principios de elevación literaria, espiritual y religiosa que postulaba. Estos opositores comenzaron a criticarlo tanto en público como en privado, y puede que hayan sido la causa por la cual el Erasmo abandonó Italia y se refugió en Basilea, Suiza.
Su obra maestra
Cuando viajaba desde Italia escribió su obra más conocida: «El elogio de la locura», en 1509. En ella Erasmo se vale de un artificio para poder criticar las instituciones, desde el papado hacia abajo, sin pagar el precio por ello. En su libro, Erasmo no habla por sí mismo, sino que, en lugar suyo, hace que la Stultitiae, la Locura, las diga. De ello se deriva una divertida situación, pues no se sabe nunca quién es, en realidad, el que tiene la palabra. ¿Habla Erasmo seriamente, o habla la Locura en persona, y a la cual hay que perdonarle hasta lo más descarado – porque al fin de cuentas, ¿quién puede tomar en serio a un loco?
En tiempos en que imperaba la intolerancia –no olvidemos a la todopoderosa Inquisición– era esa la única forma de decir lo que todo el mundo veía pero que nadie se atrevía a denunciar. La Locura pronunciaba lo que les quemaba secretamente a cientos de miles de hombres. El libro encantó a todos – incluso a los que acusaron el golpe. «Burla burlando», sus precisas caricaturas no dejaron títere con cabeza.
Para Erasmo, todos los hombres y las instituciones religiosas estaban bajo el gobierno de la Locura, porque se habían apartado del verdadero cristianismo. Por eso, se debía huir de las apariencias, de ese teatro de la inautenticidad, y recobrar la espiritualidad primigenia a través de una sincera vivencia individual.
La Locura decía en parte de su discurso: «Si los sumos sacerdotes, los papas, los representantes de Cristo, se esforzaran por ser semejantes a él en su vida, si sufrieran la pobreza, soportaran sus sufrimientos, participaran de su doctrina, tomaran consigo su cruz y su desprecio del mundo, ¿quién sobre la tierra sería más digno de lástima que ellos? ¡Cuántos tesoros perderían los padres santos si la sabiduría, si un solo grano de la sal de que habla Cristo, se apoderase una sola vez de su espíritu! En lugar de aquellas inmensas riquezas, aquellos divinos honores, la distribución de tantos empleos y dignidades, de tan numerosas dispensas, de tan diversos impuestos y de goces y placeres tan diversos, se presentarían noches sin sueño, días de ayuno, oraciones y lágrimas, ejercicios de devoción y mil otras molestias».
A veces el tono pasa de liviano a grave, y asestaba un golpe más profundo: «Como toda la doctrina de Cristo predica la dulzura, la paciencia y el desprecio de todo lo terreno, aparece claramente ante los ojos lo que esto significa. Cristo desarma de tal modo a sus embajadores, que les recomienda que se despojen no sólo de su calzado y de su blusa, sino también de su túnica, a fin de que entren desnudos y libres de todos los bienes en la carrera evangélica. No les deja llevar sino su espada, pero esta espada no es aquella llena de mal de que se arman los bandidos y los parricidas, sino la espada del espíritu, que penetra hasta el fondo más íntimo del alma y que de un solo golpe corta en ella todas las pasiones, para que en adelante sólo la piedad florezca en el corazón».
Este libro, en apariencia una farsa, es –como escribe un comentarista– uno de los libros más peligrosos de su tiempo, y fue en realidad la explosión que dejó libre el camino a la Reforma.
Pero el espíritu refinado de Erasmo no abogaba por una reforma abierta y violenta. Él propugnaba un renacimiento de la piedad y la pureza en el seno de la Iglesia Organizada, lejos de las exterioridades y frivolidades. Vale decir, una «reforma desde adentro». Erasmo nunca renunció a la Iglesia de Roma, y siempre mantuvo un declarado respeto hacia los prelados.
Erasmo no reñía por detalles de doctrina, sino que enfatizaba lo grueso y medular. Se limitaba a acentuar que la observancia de las formas externas, en sí mismas, no son la verdadera esencia de la piedad cristiana, que únicamente en lo interior se decide la verdadera medida de la fe del ser humano. Más decisivo que la nimia observancia de todos los ritos y plegarias, que todos los ayunos y que oír todas las misas, es la dirección personal de la vida en el espíritu de Cristo.
Un retorno a las fuentes
Como hombre culto y profundamente cristiano, Erasmo buscó conciliar las bonae litterae con las sacrae litterae. Y para poder hacerlo, se propuso explorar las fuentes originales del cristianismo, porque allí fluía limpio y puro el evangelio sin la mezcla de ningún dogma ni tradición. Erasmo mostró cuánto se había devaluado el sentido original de las Escrituras y de qué modo las autoridades exegéticas se habían valido de su poder y autoridad para hacerlo.
En 1504, trece años antes de Lutero, Erasmo escribió: «No soy capaz de expresar cómo me dirijo hacia los libros sagrados con alas desplegadas, y cómo me repugna todo lo que me aparta de ellos, o por lo menos, me estorba». Erasmo pensaba que la vida de Cristo, tal como es referida en los Evangelios, no debía seguir siendo por más tiempo privilegio de los religiosos y de la gente que sabía latín. Todo el pueblo podía y debía participar de ella, «el aldeano debe leerla detrás de su arado, el tejedor en su telar»; la mujer en su enseñanza a los hijos.
Para poder llevar a cabo esta magna obra de traducción de la Biblia a las lenguas nacionales, Erasmo percibe que también la Vulgata, la única versión latina de la Biblia existente, consentida y aprobada por la Iglesia, había experimentado desfiguraciones y contenía demasiadas inexactitudes. La versión que él visualiza no debía tener ninguna mancha terrena, ningún sesgo particular. Así, actualiza cuidadosamente una versión griega del Nuevo Testamento, y lo traduce al latín, acompañando sus innovaciones con un minucioso comentario crítico.
Esta nueva traducción de la Biblia que apareció simultáneamente en griego y en latín, en 1516, en Basilea, es un nuevo paso hacia la revolución que ya se incubaba. En un gesto de profunda ironía, y de sutil diplomacia, Erasmo dedicó su versión de la Biblia al papa León X, quien representaba todo lo que el escritor rechazaba en la Iglesia. El Papa la acepta, halagado, y responde afectuosamente con un: «Nos ha causado alegría». Incluso llega a alabar el celo con que Erasmo se dedicaba a las Sagradas Escrituras.
En esta nueva traducción se basó después Martín Lutero para llevar a cabo su estudio de la Biblia, en el cual cimentaría toda su teología posterior. Es por ello que el trabajo de Erasmo tuvo resonancias históricas que persisten hasta el día de hoy y se lo encuentra en la misma génesis del protestantismo. El texto griego publicado por Erasmo –conocido como «textus receptus»– es la base de todas las traducciones protestantes posteriores hasta principios del siglo XX.
Es también la base de la versión inglesa de la Biblia conocida como «Biblia King James», y de otras muchas versiones, como la Reina-Valera, en español. Tiene la particularidad de representar la primera aproximación de un sacerdote y académico libre, para comprender y traducir con certeza lo que los escritores bíblicos habían intentado expresar. Esta tarea no se había emprendido nunca en el pasado.
Apenas publicado el texto, Erasmo acometió de inmediato la redacción de su «Paráfrasis del Nuevo Testamento», la cual, en varios tomos y en un lenguaje popular, ponía al alcance de cualquiera los contenidos completos de los Evangelios, profundizando con precisión incluso en sus aspectos más complejos. Como toda la obra de Erasmo, el original estaba escrito en latín, pero su impacto en la sociedad renacentista fue tan grande que de inmediato se lo tradujo a todas las lenguas comunes de los países europeos. Erasmo aprobó y agradeció estas traducciones, porque comprendía que pondrían su obra al alcance de muchísima gente, algo que nunca podría lograr el original en lengua culta.
Trabajador incansable
Erasmo era un amante de los libros. Los amigos que él visitaba tenían siempre nutridas bibliotecas, y para él ese era el lugar de la casa más atractivo siempre. Solía decir: «Cuando tengo un poco de dinero, me compro libros. Si sobra algo, me compro ropa y comida». Los libros eran sus amigos silenciosos y no violentos, y su trato con ello fue más que frecuente.
Erasmo desarrolló una rara habilidad para escribir, y para hablar sobre temas controversiales con galanura y elegancia. Un biógrafo explica: «Por la décima parte de las audacias que Erasmo expuso en su época, otros fueron llevados a la hoguera; pues las exponían torpemente y sin miramientos, pero los libros de Erasmo eran acogidos con grandes honores por los papas y príncipes de la iglesia, por reyes y por duques, gracias a su arte literario y huma-nístico de envolver las cosas, Erasmo deslizó de contrabando en los conventos y las cortes de los príncipes toda la materia explosiva de la Reforma».
De salud y gustos delicados, era no obstante, un trabajador incansable. Simultáneamente escribía varios libros, y los publicaba con igual profusión. Dormía poco y trabajaba mucho. «Escribía en sus viajes, en el traqueteante carruaje; en toda posada la mesa se convertía al instante en pupitre de trabajo». Estaba al día de todo lo que ocurría en el mundo cultural y político de su tiempo. Su palabra, aunque aguda, era siempre mesurada y sabia; su opinión era valorada por todos los hombres cultos de su época, no importa de qué partido o bando fuesen. Su claro entendimiento siempre arrojaba luz sobre las cosas, ordenándolas y simplificándolas.
Pero Erasmo fue hombre de reflexión y estudio, no un hombre de acción. Él alumbró el camino a muchos, pero no siempre lo recorrió él mismo.
El mundo se rinde a sus pies
En el período comprendido entre sus cuarenta y cincuenta años de edad, Erasmo alcanza el cenit de su gloria.
Todo el mundo le alaba y se rinde a sus pies. Si en el pasado él buscaba el favor de los grandes, ahora son los grandes quienes buscan su favor. Emperadores y reyes, príncipes y duques, ministros y hombres de letras, papas y prelados, compiten por alcanzar el favor de Erasmo. Carlos V le ofrece un asiento en su consejo; Enrique VIII quiere ganarlo para Inglaterra; Fernando de Austria para Viena; Francisco I para París; De Holanda, Brabante, Hungría, Polonia y Portugal vienen las propuestas más seductoras; cinco universidades se disputan el honor de ofrecerle una cátedra; tres papas le escriben epístolas respetuosas. Jamás un hombre particular poseyó en Europa un poder universal tan grande, en virtud sólo de sus valores intelectuales y morales. En su cuarto se amontonan ricos presentes. Erasmo, a un tiempo prudente y escéptico, acepta cortésmente estos honores, pero no se vende. Se mantiene independiente y libre. No quiere ser amo ni siervo de nadie.
Es difícil de explicar un fenómeno como éste en nuestro siglo. Erasmo era más que un fenómeno literario; llegó a ser la expresión simbólica de los más secretos anhelos espirituales colectivos. Era la figura del humanista cristiano, universal, no adscrito a partido alguno, piadoso, sabio, ponderado, y a la vez audaz, capaz de decir lo que nadie se atreve a decir, y decirlo con galanura, elegancia – ese fino estilo clásico tan admirado en su tiempo.
Este firme anhelo de ser libre, de no querer atarse a nadie, hizo de Erasmo un nómada durante toda su vida. Infatigablemente, viajó por toda Europa. Nunca fue rico, pero nunca pobre, nunca estuvo atado ni a esposa ni a hijos. No ansiaba ser soberano de nadie, ni tampoco súbdito de nadie.
Continuará.
.Una revista para todo cristiano • Nº 49 • Enero - Febrero 2008
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No fue un reformador, sino un hombre de letras. Sin embargo, el espíritu que le animó durante los turbulentos días de la Reforma es un ejemplo para la posteridad.
Erasmo, precursor y pacificador
Semblanza de Erasmo de Rotterdam (2a Parte)
Erasmo de Rotterdam nació en 1466, hijo ilegítimo de un seminarista y su ama de llaves. Su primera educación la recibió de los «hermanos de la vida común», con un énfasis en la vida interior. Sacerdote sin vocación, a los 26 años se comienza a relacionar con altas personalidades de la Iglesia y la cultura, dedicándose con pasión a los estudios clásicos. Tempranamente se hace famoso gracias a su obra «Adagios», y se hace célebre con la publicación de «Elogio de la Locura», a los 43 años de edad. En esta obra, Erasmo logra realizar ácidas críticas a la Iglesia establecida, mediante un artificio literario, que le exime de recibir condena por ellas. Sin embargo, lo que más influyó para el surgimiento de la Reforma fue la publicación, en 1516, de su Nuevo Testamento en griego y latín, conocido como «Textus Receptus», el cual es la base de todas las traducciones del mismo a las lenguas modernas. Gracias a sus altas dotes intelectuales, a su refinamiento y diplomacia, Erasmo se gana el favor de intelectuales, reyes y prelados. Se hace amigo de todos, pero no se compromete con nadie.
Como se ha dicho, la publicación bilingüe del Nuevo Testamento en griego y latín, sirvió a Lutero y a los reformistas para un estudio más objetivo de las Escrituras. Lutero admiraba a Erasmo, y cuando Lutero publicó sus 95 tesis, Erasmo pudo percibir claramente la valentía y temeridad del joven agustino. «Todos los buenos aman la sinceridad de Lutero», dijo. «Lutero ha censurado muchas cosas de modo excelente, pero es una lástima que no lo haya hecho con mayor mesura. Me parece que se alcanza más con la modestia que con la violencia. Así sometió Cristo al mundo».
Lo que preocupaba a Erasmo no eran las tesis de Lutero, sino el tono de la elocuencia, el acento ampuloso y exagerado que aparece en todo lo que escribía y hacía Lutero. Dado su carácter pacífico y prudente, Erasmo hubiera preferido una discusión académica, circunscrita al círculo de las gentes instruidas. En cambio Lutero, que era puro corazón y vehemencia, hacía las cosas de manera muy diferente. Erasmo pensaba que el hombre espiritual sólo debía formular claramente las verdades, para que éstas sean las que hagan el trabajo, y no tener que sacar la espada para defenderlas.
Desde el principio, Lutero se esforzó por ganarse el apoyo de Erasmo. Por sugerencia de Melanchthon, le escribió el 28 de marzo de 1519, una carta muy encomiástica; pero la respuesta de Erasmo no fue la que aquél esperaba. En su parte final, Erasmo contestó: «En cuanto cabe, me mantengo neutral para mejor poder fomentar las ciencias que de nuevo comienzan a florecer, y creo que se alcanzará más con una reserva hábil que con una intervención violenta». Y acto seguido aconseja a Lutero que guarde moderación.
Lutero transformó los planteamientos de Erasmo en un ataque contra el papado. Como dicen los teólogos católicos: «Erasmo puso los huevos que empolló Lutero». (A lo que Erasmo habría de responder con la no menos conocida ironía: «Sí, pero yo esperaba un pollo de otra clase»). Donde uno abrió prudentemente la puerta, el otro se precipitó con toda impetuosidad; y el mismo Erasmo tuvo que confesar, dirigiéndose a Zuinglio: «Todo lo que exige Lutero, también lo había enseñado yo, sólo que no con tanta violencia, ni con aquel lenguaje que está siempre buscando los extremos».
Lo que los separaba, a juicio de Erasmo, era el método. Ambos formularon el mismo diagnóstico: que la Iglesia se encontraba en peligro de muerte, que perecía internamente a causa de sus venalidades. Pero mientras Erasmo prescribe un lento y progresivo tratamiento, Lutero se lanza a realizar un corte sangriento. Erasmo afirmaba: «Mi firme decisión es de dejar más bien que me despedacen miembro a miembro que favorecer la discordia, especialmente en cosas de fe».
Existía, con todo, una diferencia más profunda. El gran abismo que los separó definitivamente fue su visión de lo que realmente necesitaba ser reformado: Para Erasmo eran la moral y la conducta depravada y escandalosa del clero; para Lutero, era la teología misma, que hacía depender la salvación de los méritos humanos y no de la «sola» gracia.
Al parecer, en este punto, la razón estaba del lado de Lutero. La Cristiandad no solo había trastocado la moral del cristianismo, sino también su misma esencia. Por supuesto, el monergismo1 extremo de Lutero en este aspecto, como se explica más adelante, terminó por alejar al ‘humanista’ Erasmo de sus planteamientos, quien, como todo buen renacentista, no podía tolerar una visión tan negativa de la condición humana.
Erasmo, el pacifista
Erasmo prevé que la pelea que está librando Lutero puede traer consecuencias religiosas y sociales impredecibles, y trata vanamente de evitarlo.
En medio de todo un ambiente enfervorizado, Erasmo representa la razón y la prudencia. Armado solamente de su pluma, defiende la unidad de Europa y la unidad de la Iglesia contra lo que él considera es la ruina y el aniquilamiento.
Erasmo inicia, entonces, su misión de mediador con el intento de apaciguar a Lutero. «No siempre debe ser dicha toda la verdad. Depende mucho del modo como se la diga». Intenta hacerle ver que él está enseñando el evangelio de manera poco evangélica. «Desearía que Lutero, durante algún tiempo, se abstuviera de toda discusión, y se dedicara a las cuestiones evangélicas de un modo puro y sin mezcla de otra cosa alguna. Tendría mayor éxito». Erasmo temía que las cuestiones teológicas, discutidas a gritos delante de las muchedumbres inquietas y acostumbradas a las pendencias, podría producir una rebelión social sangrienta.
Pero tal como Erasmo aconseja a Lutero la prudencia y la moderación, escribe al papa y los obispos para aconsejar también. Les dice que tal vez se haya procedido con excesiva dureza al enviar a Lutero la bula de excomunión; que en Lutero hay que reconocer siempre un hombre totalmente honrado, cuya conducta en general es loable. «No todo error es por ello una herejía. Ha escrito muchas cosas más bien precipitadamente que con mala intención».
Erasmo era un convencido pacifista. No menos de cinco escritos compuso contra la guerra en un tiempo de continuas luchas. Uno de sus adagios dice: «Sólo es dulce la guerra para quienes no la han experimentado». Sus denuncias eran categóricas: «Se ha llegado a tal punto, que pasa por bestial, necio y anticristiano el que se hable contra la guerra». Erasmo reprocha fuertemente a la Iglesia por haber renunciado a la paz: «¿No se avergüenzan los teólogos y maestros de la vida cristiana de ser los principales incitadores, promotores y fomentadores de aquello que nuestro Señor Jesucristo odió tanto y de modo tan grande?» – exclama con ira. «¿Cómo pueden reunirse el báculo episcopal y la espada, la mitra y el casco, el evangelio y el escudo? ¿Cómo es posible predicar a Cristo y la guerra, con la misma trompeta proclamar a Dios y al demonio?». Para Erasmo, el ‘eclesiástico belicoso’ no es otra cosa que una contradicción a la Palabra de Dios.
Pero ni Lutero ni Roma escuchan la voz del pacificador. Los ánimos estaban encendidos, y nada los podría apagar. Mucha sangre habría de derramarse, puesto que cada uno de los bandos olvidó completamente las más profundas enseñanzas del evangelio. Cuando los argumentos no bastaron, la espada comenzó a hablar.
Erasmo vive días difíciles. No puede defender con sincero corazón a la iglesia del papa, ya que él, en esta lucha, fue el primero en censurar sus abusos y exigió su renovación; pero tampoco puede alinearse con los protestantes, porque no llevan al mundo la idea de su Cristo de paz, sino que se han convertido en rudos fanáticos. «Ellos se alzan como los únicos interpretes de la verdad. En otro tiempo, el evangelio volvía dulces a los bárbaros, bienhechores a los bandidos, pacíficos a los pendencieros, bendecidores a los maldicientes. Pero éstos ahora, exaltados y sin control, cometen toda clase de atropellos y hablan mal de la autoridad. Veo nuevos hipócritas, nuevos tiranos, pero ni una chispa de espíritu evangélico».
Todos pretenden ganar a Erasmo para su causa, pero él no se casa con ninguno. Tampoco los desecha; antes bien, escribe cartas pacifistas a uno y otro lado. Justifica así su postura: «No puedo hacer otra cosa sino odiar la discordia y amar la paz y la comprensión entre las gentes, pues he reconocido cuán oscuro son los asuntos humanos. Sé cuánto más fácil es provocar el desorden que apaciguarlo. Y como no confío, para todas las cosas, en mi propia razón, prefiero abstenerme de enjuiciar, con plena convicción, el modo de ser espiritual de otra persona. Mi deseo sería el de que todos reunidos combatieran por la victoria de la causa cristiana y del evangelio de la paz, sin violencias, y sólo en el sentido de la verdad y de la razón, en forma que nos pusiéramos de acuerdo ... Pero si alguien desea enredarme en la confusión, no me tendrá consigo como guía ni como compañero».
En una carta dirigida a un fanático amigo, que es rechazado por ambos partidos, y que busca su apoyo, le dice: «En muchos libros, en muchas cartas y en muchas discusiones he declarado inflexiblemente que no quiero verme mezclado en ningún asunto partidista ... amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido».
Pero, el no tomar partido fue una jugada peligrosa, porque se sabe que los indecisos son atacados por igual por cualquiera de los bandos en pugna, o por ambos a la vez.
Una discusión teológica
Las presiones eran tan grandes sobre Erasmo, que en 1524 se decide a escribir una obra que trata un tema meramente académico pero en el que muestra su controversia con el luteranismo: De libero arbitrio (Sobre el libre albedrío). Lutero era un recalcitrante agustiniano en lo referente a la predestinación. Para Lutero, la voluntad del hombre permanece siempre cautiva de la voluntad de Dios. No le atribuye ningún gramo de libertad, pues todo lo que realiza ha sido previsto por Dios; por medio de ninguna obra, de ningún arrepentimiento, puede el hombre alzar su voluntad y libertarse de esa trabazón: únicamente la gracia de Dios es capaz de dirigir al hombre al buen camino.
Erasmo no pensaba exactamente así. En uno de sus libros publicado en 1524, él declara no tener «gusto alguno por establecer afirmaciones inconmovibles», que siempre se inclina personalmente hacia la duda, aunque gustoso, acepta someterse a las Sagradas Escrituras y a la Iglesia. Por otra parte –continúa– en las Sagradas Escrituras estos conceptos están expresados de un modo misterioso y que no puede ser profundizado por completo; por ello, encuentra también peligroso negar, tan en absoluto como lo hace Lutero, la libertad de la voluntad humana.
Esto no significa, según Erasmo, que la afirmación de Lutero sea totalmente falsa, pero tiene reparos hacia la afirmación de que todas las buenas obras que haga el hombre no produzcan fruto alguno ante Dios y sean superfluas. Si, como quiere Lutero, todo se somete únicamente a la misericordia de Dios, ¿qué sentido tendría aún para los hombres el realizar el bien? Se debería dejar siquiera al hombre la ilusión de su libre voluntad, a fin de que no se desespere y no se le aparezca Dios como cruel e injusto. Y agregaba: «Me adhiero a la opinión de aquellos que entregan algunas cosas a la voluntad libre, pero la mayor parte a la divina misericordia, pues no debemos tratar de desviarnos del Escila del orgullo para ser arrojados contra el Caribdis del fatalismo». Erasmo pensaba que la responsabilidad personal es necesaria para que el hombre no se convierta en un ser negligente e impío.
La verdad es que Lutero llegó a una postura casi antinomianista2 con su afirmación, «simultáneamente justo y pecador» al explicar la doctrina de la justificación. El planteamiento de Lutero, sin ser errado, era incompleto, y derivó fácilmente en una especie de nominalismo exterior y sin realidad entre algunos de sus seguidores. La solución que propuso Erasmo era una especie de compromiso intermedio entre el catolicismo y el protestantismo de sus días. La voluntad está corrompida, pero no completamente, de manera que aún quedan rastros de libre arbitrio en el hombre. La gracia de Dios libera al libre arbitrio, para que este coopere con ella. Decía Erasmo a los luteranos: «Concordemos en que somos justificados por la fe, esto es, que los corazones de los fieles son justificados por la fe, con tal de que reconozcamos que las obras de caridad son esenciales para la salvación».
Ahora bien, se debe reconocer que Lutero había captado algo de la esencia del evangelio que tal vez Erasmo nunca llegó a captar. Su grito «sola fe, sola gracia y sola Escritura», no era un simple desacuerdo sobre ‘pormenores’, sino un asunto que tocaba la médula misma de la fe. Quizás no se pueda simpatizar con la vehemencia extrema con que Lutero defendió sus puntos de vista, pero sí con su ardor por defender la esencia del evangelio, que para él había sido la luz misma de la revelación divina después de la oscuridad.
Pero, Lutero no habría de perdonar tal desacuerdo de Erasmo, y desde ahí en adelante lanza fuertes diatribas contra él. Lo califica de «hombre astuto y pérfido que se ha mofado juntamente de Dios y de la religión», y que «día y noche está inventando palabras ambiguas, y cuando se piensa que ha dicho mucho, no ha dicho nada». Con furia, les dice a sus amigos a la mesa: «Dejo consignado en mi testamento, y os tomo a todos como testigos, que tengo a Erasmo por el mayor enemigo de Cristo, tal como en mil años jamás hubo otro alguno».
Huyendo del furor de las pasiones
Erasmo, entre tanto, busca la tranquilidad para dedicarse a sus labores académicas. Sin embargo, aún Basilea es alcanzada por la furiosa ola. La muchedumbre asalta las capillas y quita las imágenes. Erasmo se ve obligado a emigrar otra vez.
Su próximo destino será Friburgo, en Austria. «Por lo que veo mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa, mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a ambas partes», decía. En Friburgo, los amigos le reciben con un palacio dispuesto, pero elige vivir en una casita pequeña junto a un convento de frailes, para trabajar allí en silencio y morir en paz.
La historia no podía crear un símbolo más grandioso para este hombre de consensos, que en ninguna parte es aceptado porque no acepta inscribirse en ningún bando: de Lovaina tuvo que huir porque la ciudad era demasiado católica; de Basilea, porque llegó a ser demasiado protestante.
Desde su casa en Friburgo, Erasmo contempla a la distancia cómo la violencia aumenta cada día. Entre Roma, Zurich y Wittenberg se guerrea bárbaramente; entre Alemania, Francia y Francia e Italia y España se suceden infatigablemente las campañas militares, como errantes tempestades; el nombre de Cristo ha llegado a ser grito de guerra y pendón para acciones militares.
Ya no tiene sentido seguir siendo un mediador y reconciliador en una época así. La humanidad culta, hermanada por la fe y la cultura, es un sueño que se rompe definitivamente para Erasmo. Nadie aspira a comprender a otro, las doctrinas se lanzan a la cara del enemigo como si fueran estiletes.
Su propia figura ha caído en el descrédito. En París queman a su amigo y traductor; en Inglaterra sus amigos Tomás Moro y John Fisher caen bajo la guillotina. Cuando Erasmo recibe la noticia, balbucea débilmente: «Es como si yo hubiese muerto con ellos». Zuinglio, con quien ha intercambiado cartas y palabras amables, había sido muerto a mazazos en Kappel; Tomas Münzer fue martirizado horriblemente. A los anabaptistas se les arranca la lengua, a los predicadores se les despedaza con tenazas al rojo, y los queman amarrados al poste de los herejes; queman los libros, queman las ciudades.
Decepcionado y triste, Erasmo está cansado de la vida. «Mis enemigos aumentan, mis amigos desaparecen». Entonces surge de sus labios la súplica «que Dios me llame por fin hacía sí fuera de este mundo lleno de furor».
No obstante, Erasmo continuó en Friburgo con su incansable actividad literaria, llegando a concluir su obra más importante de este período: el «Eclesiastés» (o ‘Qohelet’, llamado ‘El Predicador’), paráfrasis del libro bíblico del mismo nombre, en la cual el autor afirma que la labor de predicar es el único oficio verdaderamente importante de la fe católica. Este concepto, curiosamente, es típicamente protestante.
Por motivos que los historiadores no han logrado desentrañar, Erasmo se desplazó poco después de la publicación de este libro a la ciudad de Basilea una vez más. Hacía seis años que había partido, y de inmediato se amalgamó a la perfección con un grupo de teólogos (anteriormente católicos) que ahora analizaban pormenorizadamente la doctrina luterana.
Esto marcó aún más distancia con el catolicismo, que Erasmo mantendría hasta su muerte. De hecho, todas las obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el «Índice de Obras Prohibidas» por el Concilio de Trento.
Erasmo murió en Basilea en 1536. Al morir, el humanista que toda la vida ha hablado y escrito en latín, olvida súbitamente esta lengua habitual, y balbucea en su lengua materna: ‘Lieve God’, aprendido de niño en su patria. La primera y la última palabra de su vida tienen idéntico acento holandés.
Su legado
La venerable figura de Erasmo como cristiano y como intelectual, que debió haber tenido una amplia aceptación y reconocimiento de todos, fue vilipendiada por los principales actores de su tiempo, a causa de la turbulencia de las pasiones desatadas en aquellos días. Recibió un pago injusto por parte de aquellos mismos a quienes intentó ayudar. Sin embargo, nosotros, ubicados bastantes siglos después, podemos ver en Erasmo lo que ellos no vieron. Ver en él a un precursor, no sólo de la Reforma, sino de la unidad de la Iglesia. Un hombre que tuvo una actitud de integración, más que de división; de comunión más que de separación; de enfatizar lo esencial por sobre lo secundario; de valorar al otro antes que juzgarlo.
Por eso, casi involuntariamente, jugó un papel muy importante en la Reforma Protestante y más aún, en la llamada Reforma Radical de los Anabaptistas, quienes recogieron algunas de sus principales enseñanzas. Baltasar Hubmaier, unos de sus líderes, rechazó la persecución de ‘herejes’ y las guerras religiosas, como también la doctrina de la justificación casi nominalista de Lutero, pues para él, como para todos los anabaptistas, la verdadera justificación conduce a una vida visiblemente transformada.
Esta visión, que mantiene las ideas de Erasmo con respecto al libre albedrío, pero rechaza los resabios del catolicismo y sus obras meritorias, habría de influir profundamente en el desarrollo posterior, especialmente de las llamadas iglesias no conformistas, el pietismo, y los metodistas wesleyanos, anticipando casi en cien años el pensamiento de Jacobo Arminio. Aquí yace en parte la importancia de Erasmo en el camino de restauración de la iglesia, pues ayudó a equilibrar la visión extrema del protestantismo, para el cual Agustín de Hipona era el epítome del pensamiento cristiano.
Evidentemente, los actores de los hechos que llenaron el siglo XVI y siguientes, en aquellas terribles guerras religiosas, no interpretaron el espíritu del Evangelio. La historia ha ofrecido el púlpito a unos y otros para avergonzarse y pedir perdón por los excesos cometidos. Al mirar hacia atrás sin apasionamientos, Erasmo se nos aparece como un hombre que interpretó mejor que nadie el espíritu pacifista del verdadero evangelio. FIN.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 46 • Julio - Agosto 2007
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La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd
Charles T. Studd nació en el seno de una aristocrática familia inglesa en el año 1860. Su padre, Edward, era un entusiasta deportista, hasta que se convirtió a Cristo en una campaña del predicador norteamericano D. L. Moody. Desde entonces sus intereses cambiaron completamente, y se hizo un fervoroso testigo de Cristo entre sus amigos y conocidos. Intentó por todos los medios de que sus tres hijos, conocidos jugadores de críquet, se entregaran a Cristo también, pero ellos le rehuían.
Conversión y primeros pasos
Sin embargo, no pudieron escapar de la mano de Dios, que utilizó a un amigo de su padre para conducirlos al Señor. Fue así como recibieron a Cristo el mismo día, aunque separadamente, sin que ninguno supiese de la conversión del otro.
Charles lo relata así: «Cuando estaba por salir a jugar críquet, el Sr. W. me tomó desprevenido y preguntó: «¿Eres cristiano?», yo contesté: «No soy lo que usted llama cristiano, pero he creído en Jesucristo desde que era pequeño, y por supuesto, creo en la Iglesia también». Pensé que al contestar tan de cerca lo que pedía me libraría de él, pero se me pegó como un lacre, y dijo: «Mira, de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna. ¿Crees que Jesucristo murió?». «Sí». «¿Crees que murió por ti?», «Sí». «¿Crees la otra mitad del versículo: ‘mas tenga vida eterna’?». «No», dije, «no creo eso». Pero él agregó: «¿No ves que tu afirmación contradice a Dios? O tú o Dios no están diciendo la verdad, pues se contradicen mutuamente. ¿Cuál es la verdad? ¿Crees que Dios miente?». «No», dije. «Pues bien, ¿no te contradices creyendo sólo la mitad del versículo y no la otra?». «Supongo que sí». «Bueno», agregó, «¿vas a ser siempre contradictorio?». «No, supongo que no siempre». Entonces preguntó: «¿Quieres ser consistente ahora?». Vi que me había arrinconado y empecé a pensar: Si salgo de esta pieza acusado de voluble, no conservaré mucho de mi dignidad, de manera que dije: «Sí, seré consecuente». «Bueno, ¿no ves que la vida eterna es una dádiva? Cuando alguien te da un regalo para Navidad, ¿qué haces?». «Lo tomo y le doy gracias». Dijo: «¿Quieres dar gracias a Dios por este regalo?». Entonces me arrodillé, di gracias a Dios, y en ese mismo instante Su gozo y paz llenaron mi alma. Supe entonces lo que significaba «nacer de nuevo», y la Biblia, que me había resultado tan árida antes, vino a ser todo para mí».
Los hermanos Studd obtenían muchos logros deportivos, y al mismo tiempo testificaban con firmeza de su fe en el Señor Jesucristo. La única excepción era Charles. «En lugar de ir a contar a otros del amor de Cristo, fui egoísta y mantuve ese conocimiento para mí mismo. La consecuencia fue que mi amor empezó a enfriarse y el amor del mundo empezó a entrar. Pasé seis años en ese triste estado».
Mientras él cobraba fama en el mundo del críquet, dos cristianas ancianas empezaron a orar para que fuera traído de vuelta a Dios. La respuesta vino repentinamente. Uno de sus hermanos, George, enfermó gravemente. Charles estuvo continuamente a su cabecera, y mientras estaba allí, estos pensamientos vinieron a su mente: «¿De qué valen la fama y los halagos? ¿De qué vale poseer todas las riquezas del mundo cuando uno está frente a la eternidad?». Una voz parecía contestarle: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».
Apenas tuvo oportunidad, fue a oír a D. L. Moody, que visitaba Inglaterra otra vez, y allí se reencontró con el Señor, volviéndole el gozo de su salvación. Comenzó a leer la Biblia, y a evangelizar a sus amigos, llevándolos a escuchar al famoso evangelista. Conoció también el gozo mayor, de conducir a otros a los pies del Señor.
Pronto debió enfrentar el dilema de qué haría con su vida. Intentó dedicarse a estudiar Derecho, pero sus inquietudes espirituales se lo impidieron. Leyó la Biblia, y buscó con ahínco toda bendición espiritual. Así, recibió la promesa del Espíritu Santo, y de la paz que excede todo entendimiento. Cayó a sus manos el libro «El secreto de una vida cristiana feliz», y se entregó enteramente al Señor, inspirado en los versos del conocido himno de Francis R. Havergal: «Que mi vida entera esté/ consagrada a ti, Señor». Comprendió que su vida había de ser una vida de fe, sencilla, infantil, y que su parte era la de confiar en Dios, no la de hacer. Dios obraría en él para hacer Su buena voluntad.
Misionero a China
Por este tiempo, Charles se sintió guiado por el Señor para ir como misionero a China. Al escuchar a Mr. McCarthy, de la Misión al Interior de la China, en su despedida para viajar a ese país, su corazón ardió de entusiasmo. Mientras buscaba la voluntad de Dios, percibió que la única cosa que lo podría detener era el amor por su madre. Pero leyó el pasaje: «El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí», el cual disipó sus dudas.
Sin embargo, surgió una tenaz oposición de toda la familia. Incluso les pidieron a obreros cristianos que intentaran disuadirle.
Una noche de grandes conflictos, recibió esta palabra del Señor: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y por posesión tuya los términos de la tierra» (Salmo 2:8). Supo que era la voz de Dios. Muchos dijeron que estaba cometiendo un error muy grande al ir a «enterrarse» en el interior de la China. Pero nada pudo torcer el curso que Dios había trazado para su vida.
Otra noche de gran agonía espiritual, estaba de pie en el andén de una estación, debajo de la luz titilante de una lámpara, y, desesperado, pidió a Dios que le diera un mensaje. Sacó su Nuevo Testamento, lo abrió y leyó: «Los enemigos del hombre serán los de su casa». Desde ese instante jamás miró hacia atrás.
Habiendo hecho la decisión, Charles tuvo una entrevista con Hudson Taylor, Director de la Misión al Interior de China, y fue aceptado como miembro.
Las consecuencias fueron imprevisibles. Su decisión causó un gran revuelo en la sociedad inglesa de la época, debido a que era muy conocido. Otros seis conocidos jóvenes deportistas y militares, entre ellos Stanley Smith, se unieron a él en esta misión. Llegaron a ser conocidos como «los siete de Cambridge». Tanta notoriedad alcanzó este asunto, que incluso la reina Victoria pidió ser informada sobre ellos.
Charles Studd y Stanley Smith fueron invitados a dar su testimonio a los estudiantes de la Universidad de Edimburgo. A la hora señalada, el salón estaba abarrotado. Fueron recibidos con grandes aplausos. A los jóvenes les impresionaba que la ‘religión’ no sólo fuera asunto de viejos poco viriles, sino que hubiese alcanzado a deportistas exitosos. Durante las charlas, una y otra vez los candidatos a misioneros fueron aplaudidos. Al final de la reunión, muchos se acercaron para oír más de Cristo. Así comenzó un gran movimiento de fe entre los jóvenes universitarios.
Posteriormente tuvieron que volver otra vez a Cambridge, donde se reunieron con más de dos mil estudiantes para escucharles. Algo similar ocurrió en otras de las grandes ciudades. Los jóvenes conferencistas estaban tan ansiosos por la responsabilidad que recaía sobre ellos, que a veces pasaban toda la noche orando. Cierta vez, su huésped les dijo a la mañana: «¡Oh, no debían incomodarse en hacer las camas!», sin imaginar que esas camas nunca habían sido deshechas.
En Leicester se encontraron con el famoso predicador y escritor F. B. Meyer, el cual fue grandemente impactado por el testimonio de los jóvenes. Una mañana muy temprano, Meyer descubrió que había luz en el dormitorio de ellos, por lo cual le dijo a Studd: «Ha madrugado usted». «Sí», respondió él, «me levanté a las cuatro de la mañana. Cristo siempre sabe cuando he dormido bastante y me despierta para disfrutar de un buen tiempo con él». Meyer le preguntó: «¿Qué ha estado haciendo todo este rato?». «Usted sabe, el Señor dice: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’, así que estaba leyendo todos los mandamientos del Señor que pude hallar y marcando los que he guardado, porque en verdad le amo». «Bien», dijo, y volvió a preguntar: «¿Cómo puedo ser semejante a usted?». Studd contestó: «¿Se ha entregado a Cristo, para que Cristo lo colme?». «Sí», dijo él, «lo he hecho de un modo general, pero no sé que lo haya hecho de manera particular». Studd respondió: «debe hacerlo de una manera particular también». Esa misma noche F. B. Meyer hizo una entrega específica y total a Cristo.
Las tres grandes reuniones de despedida para los siete jóvenes misioneros fueron arregladas por la Misión en Cambridge, Oxford y Londres. Ninguna descripción puede dar una idea adecuada del carácter extraordinario de estas reuniones. Por primera vez la sociedad londinense contemplaba un grupo de jóvenes selectos ofrendarse incondicionalmente al Maestro para su obra muy lejos de allí.
Partieron para China en febrero de 1885, cuando Charles tenía 25 años. Tres meses más tarde, sus propias madres no les hubieran reconocido. De oficiales y universitarios se transformaron en chinos, con trenzas, vestidos largos y túnicas de mangas largas, todo completo, pues de acuerdo con los principios de la Misión, creían que la única manera de alcanzar a los chinos del interior era haciéndose uno de ellos.
Con no poco humor, Charles cuenta la dificultad que tuvo cuando quiso conseguir zapatos para su medida, pues sus pies eran excesivamente grandes. «El primer zapatero que se hizo venir dijo que nunca había hecho un par como yo quería y huyó de la casa, rehusando terminantemente a emprender una obra tan grande. Se consiguió otro; y cuando los trajo, dijo que había hechos muchos pares de zapatos durante su vida, pero que jamás había hecho un par como éstos. Mis pies causan mucha gracia a la gente; en las calles, a menudo, los chinos los señalan y se ríen de buena gana».
Contrariamente a lo que podía esperarse de un joven acostumbrado a la comodidad, Charles se adaptó muy bien a las sencillas costumbres del pueblo chino. «¿Dónde están las penalidades chinas?» –decía– «No las podemos hallar; son un mito. Esta es realmente la mejor vida, sana y buena: bastante para comer y beber, saludables camas duras, y hermoso aire fresco. ¿Qué más puede desear un hombre?».
Sobre sus ejercicios espirituales decía: «El Señor es muy bueno y todas las mañanas me da una gran dosis de champaña espiritual que me tonifica para el día y la noche. Últimamente he tenido unos tiempos realmente gloriosos – escribía en febrero de 1886 –. Generalmente me despierto a eso de las 3.30 y me siento bien despejado; así, tengo un buen rato de lectura, etc., luego, antes de comenzar las tareas del día, vuelvo a dormir por una hora. Hallo que lo que leo entonces queda estampado indeleblemente en mi mente durante todo el día; es la hora más quieta; ningún movimiento ni ruido se oye, sólo Dios. Si pierdo esta hora me siento como Sansón rapado y perdiendo así su fuerza. Cada día veo mejor cuánto más tengo que aprender del Señor».
Entregando todo
Cuando Charles cumplió los 25 años de edad recibió en herencia de su padre más de 29.000 libras esterlinas. A la sazón él se encontraba en China. Decidió ser fiel a la Palabra, y dar ese dinero al Señor. Cuando acudió al Cónsul inglés para validar el poder que le permitiría hacerlo, éste se negó, por considerar disparatada la decisión. Le pidió que se tomara 15 días para pensarlo. Al cabo de ese tiempo, Charles volvió para firmar los documentos respectivos. Despachó 4 cheques de 5.000 libras cada uno, y cinco de 1.000, dejando una reserva de 4.000 para cubrir posibles errores. Los beneficiados con las 5.000 libras fueron D. L. Moody y su Instituto Bíblico en Chicago, George Müller, con sus Hogares para Huérfanos, de Bristol, Jorge Holland, que tenía un ministerio entre los pobres en Londres, y Booth Tucker, del Ejército de Salvación en la India. Otras cinco personas recibieron los cheques por 1.000 libras cada uno, entre ellos el general William Booth, del Ejército de Salvación. Poco después, cuando fue informado de que la herencia era aún mayor, agregó donaciones a la Misión al Interior de China.
Poco antes de su matrimonio, entregó el dinero restante a su novia. Pero ella, para no ser menos, le dijo: «Charles, ¿qué dijo el Señor al joven rico?». «Vende todo». «Bueno, entonces empezaremos bien con el Señor en nuestro matrimonio». Y luego escribieron al general Booth para donarle las últimas 3.400 libras esterlinas que les quedaban.
Tan sólo la eternidad revelará cuántos fueron despertados a seguir el verdadero camino del discipulado por el ejemplo de este «joven rico» del siglo XIX que dejó todo y le siguió. En la biografía de Studd, publicada por su yerno Norman P. Grubb, hay un testimonio muy elocuente: una foto de la «Tedworth House», el hogar de Studd en su juventud, que era una fastuosa mansión en medio de la campiña inglesa, y en un recuadro de la misma, aparece un boceto de la miserable cabaña de Studd en África al final de su vida. Bien podría titularse: «Del palacio a la choza». ¡Un enorme testimonio sin palabras!
Una ayuda idónea
Priscilla Livingstone Stewart llegó a China en 1887, como parte de un equipo de obreros nuevos del Ejército de Salvación. Era irlandesa, de hermosos ojos azules y cabello rubio. Hacía sólo un año y medio que se había convertido, en forma milagrosa.
Una noche en que había estado en una fiesta hasta la madrugada, tuvo un sueño que la habría de intranquilizar durante tres meses. Soñó que estaba jugando tenis, cuando súbitamente se vio rodeada de una multitud de personas. De pronto, se levantó entre esa multitud una Persona. Ella exclamó: «¡Pero si es el Hijo de Dios!». Entonces él, señalándola a ella, dijo: «Apártate de mí, pues nunca te conocí». La muchedumbre se disolvió, y quedó ella sola con sus amigos, que la miraban horrorizados. Después de resistir al Señor por tres meses, se rindió, cuando vio al Señor decirle: «Por mi llaga fuiste curada».
Desde ese día decidió que Jesús sería su Señor y su Dios. Poco después, mientras buscaba dirección para su vida, abrió la Biblia y vio, al margen del libro, escrito en letras de luz: «China, India, África». Estas palabras proféticas habrían de cumplirse literalmente.
Priscilla y Charles se conocieron en Shangai, mientras éste desarrollaba reuniones para los marineros ingleses. Junto a otros misioneros, Priscilla colaboraba allí con mucho fervor. Las reuniones eran bastante informales, pero llenas de gozo. Un episodio de esas reuniones refleja muy bien el carácter de Charles. Habían recibido algunos testimonios, y querían expresar su gozo a través del canto. Charles pidió a la concurrencia que cantasen de pie el himno «Estad por Cristo firmes», pero al darse cuenta que ya estaban de pie, dijo: «¡Vamos, esto no es suficiente, debemos hacer algo más para Jesús: Paraos sobre vuestras sillas para Jesús!». Los marineros saltaron con agilidad sobre sus sillas y, con una amplia sonrisa dibujada en sus rostros, cantaron como nadie había cantado jamás ese himno.
A pesar de que debieron separarse por algún tiempo a causa de la obra, Charles y Priscilla se escribieron, y él le propuso matrimonio después de buscar al Señor intensamente. «No te ofrezco una vida fácil y cómoda –le escribía–, sino una vida de trabajo y dureza; realmente, si no te conociera como una mujer de Dios, ni soñaría en pedirte en matrimonio. Lo hago para que seas camarada en Su ejército, para vivir una vida de fe en Dios, recordando que aquí no tenemos ciudad permanente, sólo un hogar eterno en la casa del Padre. Tal será la vida que te ofrezco. El Señor te dirija».
En otra carta le abre su corazón de manera muy hermosa: «Te amo por amor a Jesús, te amo por tu celo hacia él, te amo por tu fe en él, te amo por tu amor a las almas, te amo por tu amor a mí, te amo por ti misma, te amo por siempre jamás. Te amo porque Jesús te ha usado para bendecirme y encender mi alma. Te amo porque siempre serás un atizador calentado al rojo que me haga correr más ligero. Señor Jesús, ¿cómo puedo jamás agradecerte por una dádiva semejante?».
Hubo un doble matrimonio: el religioso fue oficiado por el conocido evangelista chino Shi, y el civil, ante el cónsul británico. Al final de la ceremonia, ambos se arrodillaron e hicieron una solemne promesa ante Dios: «Jamás nos estorbaremos uno al otro de servirte a Ti». Fue una «boda de peregrinos», sin traje de bodas, con ropa china común, de algodón.
Comprobando la fidelidad de Dios
La joven pareja fue directamente de su boda a iniciar una obra hacia el interior de China, en la ciudad de Lungang-Fu. Cierta vez Studd predicó sobre el versículo «Puede salvar hasta lo sumo» (Heb. 7:25, Versión Moderna). Después de que la reunión hubo terminado, un chino quedó solo al fondo del salón. Cuando Studd se acercó a él, el chino le dijo que el sermón había sido una serie de disparates, y agregó: «Soy un asesino, un adúltero, he quebrantado todas las leyes de Dios y del hombre una y muchas veces. También soy un perdido fumador de opio. No puede salvarme a mí». Studd le expuso las maravillas de Jesús, su evangelio y su poder. El hombre era sincero y fue convertido.
Entonces el hombre dijo: «Debo ir a la ciudad donde he cometido toda esta iniquidad y pecado, y en ese mismo lugar contar las buenas nuevas». Lo hizo. Reunió a multitudes. Fue llevado ante el mandarín y le sentenciaron a dos mil golpes con el bambú, hasta que su espalda fue una masa de carne roja y se le creyó muerto. Fue traído de vuelta por algunos amigos, llevado al hospital y cuidado por manos cristianas, hasta que, al fin, pudo sentarse.
Entonces dijo: «Debo volver otra vez a mi ciudad y predicar el evangelio». Sus amigos cristianos trataron de disuadirle, pero se escapó y empezó a predicar en el mismo lugar. Fue llevado de nuevo ante el tribunal. Tuvieron vergüenza de aplicarle el bambú otra vez, así que le enviaron a la cárcel. Pero la cárcel tenía pequeñas ventanas y agujeros en la pared. Se reunió el gentío y predicó a través de las ventanas y aberturas, hasta que, hallando las autoridades que predicaba más desde la cárcel que afuera, lo pusieron en libertad, desesperados de no poder doblegar a alguien tan porfiado y fiel.
Gran parte del tiempo, Studd estuvo ocupado en el Refugio para Fumadores de Opio, que abrió para atender a las víctimas de esta droga. Durante los siete años siguientes, unos ochocientos hombres y mujeres pasaron por allí, y algunos de ellos fueron, además de curados, salvados.
La llegada de los hijos significó para el matrimonio una dura prueba: no era posible contar con la asistencia de ningún médico. Buscar uno habría significado estar cinco meses lejos de su casa y abandonar su obra. «¿Por qué no llamar al Dr. Jesús?», se preguntó Priscilla, y así lo hizo. Nacieron cinco hijos, y no hubo problemas.
En China en ese tiempo acostumbraban sacrificar a las niñas recién nacidas, debido a que –pensaban– dan mucho trabajo al criarlas, y su dote cuando se casan no alcanza a cubrir los gastos. Dios dio al matrimonio cuatro hijas, para que diesen ejemplo de cuidado y amor hacia ellas, como si fuesen varones. El nombre chino que ellos dieron a sus hijas daba testimonio de esto: Gracia, Alabanza, Oración y Gozo.
Dios proveyó milagrosamente a las necesidades financieras de la familia. Cierta vez –sus cuatro hijas estaban pequeñitas– se quedaron sin provisiones ni dinero. No había esperanza aparente de que llegaran suministros de ninguna fuente humana. El correo llegaba una vez cada quince días. El cartero había salido recién esa tarde y en quince días traería el correo de vuelta.
Las cinco pequeñas hijas ya se habían acostado esa noche, así que decidieron tener una noche de oración. Se pusieron de rodillas con ese propósito. Pero después de unos veinte minutos, se levantaron de nuevo. En esos veinte minutos habían dicho a Dios todo lo que tenían que decir. Sus corazones estaban aliviados; no les parecía ni reverente ni de sentido común continuar clamando.
El correo volvió el tiempo establecido. No tardaron en abrir la valija. Dieron una ojeada a las cartas; no había nada. Se miraron el uno al otro. Studd fue a la valija otra vez, la tomó de los ángulos inferiores y la sacudió boca abajo. Salió otra carta, pero la letra les era completamente desconocida. Otro desengaño. La abrió y empezó a leer.
Studd y Priscilla fueron totalmente diferentes después de la lectura de esa carta, y aún toda su vida fue diferente desde entonces. La firma les era totalmente desconocida. He aquí el contenido de la carta: «He recibido, por alguna razón u otra, el mandamiento de Dios de enviarle un cheque de 100 libras esterlinas. Nunca lo he visto, solamente he oído hablar de usted, y eso no hace mucho, pero Dios me ha privado del sueño esta noche con este mandamiento. Por qué me ha ordenado que le envíe esto, no lo sé. Usted sabrá mejor que yo. De cualquier modo, aquí va y espero que le sea de provecho».
El nombre de ese hombre era Francisco Crossley. Nunca se habían visto ni escrito.
De regreso en Inglaterra
Tras 10 años en China, la familia regresó a Inglaterra, en 1894. Aunque Studd había estado aquejado de varias enfermedades que lo tuvieron al borde de la muerte, no se atrevió a moverse de China sino por clara dirección de Dios. La despedida de sus hermanos y sirvientes fue muy dolorosa. La larga travesía a través de la China con su esposa y sus cuatro pequeñas fue difícil, por cuanto había una gran hostilidad hacia los extranjeros. El pueblo chino, poco instruido, pensaba que todos los extranjeros eran aliados de Japón, que en esa época estaba en guerra con China.
Parte de la travesía la hicieron por el río, en una barcaza. Dondequiera que la embarcación tocaba la ribera, un gentío se reunía para ver a los «diablos extranjeros».
Cierta vez el ambiente se mostraba especialmente amenazante para ellos, pero Dios dispuso su liberación de una manera extraña. La mayor de las niñas hablaba el chino. Así que cuando la gente comenzó a hacerle preguntas: «¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes? ¿Tienes algo que comer?», etc., para sorpresa de ellos, la niña les contestó en su propio idioma. El resultado fue que la turba amenazante se volvió en admiradora. Entonces hicieron arreglos para que grupos sucesivos de chinos se acercaran a comprobar la maravilla: ¡una niña extranjera hablaba su mismo idioma! Cada vez que lo hacían, los chinos se explicaban el asunto de la siguiente manera: «¿Lo ven? Esta niña habla nuestro idioma, porque come nuestra comida».
En Shangai, se embarcaron en un vapor del Lloyd Alemán. Los camareros eran todos músicos, y formaban una banda que todas las tardes tocaba en el salón. Las cuatro niñas se sentaban entonces embelesadas a escuchar música. El tercer día, luego de la sesión diaria, las niñas entraron en el camarote de sus padres, muy excitadas, diciendo: «No podemos comprender a estos misioneros de ninguna manera, pues no hacen más que tocar música y nunca cantan himnos ni oran». ¡En su vida en el interior de la China nunca habían visto un hombre o una mujer blancos que no fueran misioneros!
Llegados a Inglaterra, con dificultad se estuvieron quietos algún tiempo, para recuperarse de su deteriorada salud, pues pronto llegaron las invitaciones a compartir sus experiencias. Cierta vez, Studd fue invitado a dar una charla en un colegio teológico de Gales. En parte de la disertación él dijo: «La verdadera religión es como la viruela: si uno se contagia, le da a otros y se extiende». Su prima y huésped en esa ocasión, Dorotea de Thomas, se escandalizó por la comparación, y de regreso a casa se lo representó. Eso condujo a una larga conversación, pero Dorotea permanecía cerrada a la fe.
De acuerdo a la promesa que Dorotea le había hecho a su primo, asistió de nuevo a la charla la noche siguiente. Cuando llegaron de vuelta a casa, ella le preparó una taza de cacao, y se la alcanzó. Studd estaba sentado en el sofá y continuó hablando mientras ella tenía la mano estirada. Ella le habló, pero él no le hizo caso. Entonces, como es lógico, ella se impacientó. Sólo entonces él le dijo: «Bueno, así es exactamente como tú estás tratando a Dios, que te está ofreciendo la vida eterna». La saeta dio en el blanco.
Dos días después, cuando él estuvo de regreso en Londres, recibió el siguiente telegrama: «Tengo un fuerte ataque de viruela. Dorotea».
Dos años después, Studd fue invitado a Estados Unidos, donde se quedó 18 meses. Su horario estaba completamente colmado de reuniones, a veces hasta seis en el día. Su poco tiempo libre fue una sucesión de entrevistas con estudiantes. A veces echaba mano a recursos poco ortodoxos para enseñar verdades espirituales. Cierta vez que condujo a un joven a recibir el Espíritu Santo por fe. Le dijo que tenía que dejar que el Espíritu Santo obrara en él y a través de él. El joven parecía comprender, pero su rostro todavía estaba sombrío. Entonces le dijo: «Si un hombre tiene un perro, ¿lo guarda todo el tiempo y ladra él mismo?». Entonces el joven se rió, su rostro cambió en un instante, y prorrumpió en alabanzas a Dios. «Oh, lo veo todo ahora, lo veo todo ahora». Y se reía y alababa y oraba, todo al mismo tiempo».
Entre sus cartas enviadas a Inglaterra, envió un recorte de diario en que se le elogiaba. Al margen del artículo él escribió: «Esta es la clase de disparates que publican los diarios».
En cierta oportunidad en que fue invitado a una charla, poco antes de pasar Charles T. Studd al estrado, uno de los anfitriones dio algunos detalles elogiosos de su vida. Entonces Studd comenzó diciendo: «Si yo hubiera sabido que se diría esto, hubiera venido un cuarto de hora más tarde». Y en seguida agregó: «Vamos a borrarlo con algo de oración». Y se puso a orar.
Seis años en la India
Desde su conversión, Studd había sentido la responsabilidad que tenía la familia de llevar el evangelio a la India. Había sido el último deseo de su padre. Su hermano le había contado cómo la gente conocía el apellido Studd, pues su padre había hecho allí su fortuna. Él se propuso que el apellido Studd fuera también conocido como «embajador de Jesucristo». Viajó a Tirhhot, donde estuvo seis meses celebrando reuniones, y le fue ofrecido el cargo de pastor de la iglesia independiente de Octacamund.
Como siempre, Studd se dedicó a ganar almas, y pronto se decía de esa iglesia: «Esa iglesia es un lugar que se debe eludir si uno no quiere convertirse». Su esposa decía de él en este tiempo: «Creo que no pasa una semana sin que Charles tenga de una a tres conversiones». No perdía ocasión de usar métodos heterodoxos para compartir el evangelio. ¡Cierta vez tomó parte en una gira de críquet a fin de tener oportunidad de compartir a los soldados que jugaban!
Pero toda esta obra se realizó penosamente, pues desde años antes había sido una víctima del asma. Por tiempo, sólo dormía dos horas en la noche, sentado en una silla luchando por respirar. Sin embargo, luego venían temporadas mejores.
Sus hijas crecían, y disfrutaban la vida en la India. Las cuatro se entregaron a Cristo durante su estada allí. Él mismo las bautizó en una piscina que mandó construir en su propio jardín.
En 1906 regresó a Inglaterra. Su llegada a casa dio oportunidad a pastores y obreros, los que le comenzaron a invitar con mucha frecuencia. En los próximos dos años debe haber hablado a decenas de millares de hombres, muchos de los cuales nunca asistían a un culto, pero fueron atraídos por su fama deportiva. Su manera de hablar franca, sin ambages, empleando el lenguaje común del pueblo, junto con su humor, gustaba mucho a los hombres.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.
Así comenzaría el mayor desafío de su vida.
(Continuará).
...
La asombrosa historia de un hombre que lo dejó todo por Cristo.
El joven rico que se hizo pobre
Semblanza de Charles T. Studd (2a Parte)
Nacido en el seno de una familia inglesa acomodada, en 1860, Charles T. Studd, llegó a ser en su juventud un famoso jugador de críquet. Pero su carrera deportiva se vio interrumpida cuando conoció al Señor y se consagró, a los 25 años de edad, como misionero a China, en la Misión fundada por Hudson Taylor algunos años antes. En China contrajo matrimonio con Priscilla Livingstone, una misionera irlandesa, con quien tuvo cinco hijas.
Tras 10 años de ministerio muy fecundo, regresó a Inglaterra, desde donde partió para India seis años más tarde. En la India sirvió al Señor otros seis años, y regresó a Inglaterra en 1906.
El desafío mayor
Cierto día del año 1908, mientras se hallaba en Liverpool, Studd vio un aviso muy curioso que llamó en seguida su atención: «Caníbales quieren misioneros». Studd entró al lugar para ver de qué se trataba.
Era un extranjero, Kart Kumm, quien disertaba sobre África. Decía que al centro del continente habían ido exploradores, cazadores, árabes y mercaderes, pero que ningún cristiano jamás había entrado a hablar de Jesús. «La vergüenza penetró profundamente en mi alma», diría Studd más tarde. Oyó una voz que le dijo: «¿Por qué no vas tú?». «Los médicos no lo permitirán», contestó. Vino la respuesta: «¿No soy yo el Buen Médico? ¿No puedo llevarte allí? ¿No puedo mantenerte allí?».
Como no había excusas, Studd sintió que tenía que ir.
Preparativos para la gran misión
De alguna manera, Studd sintió que hasta ese momento la vida había sido una preparación para los próximos años. Studd realizó un viaje exploratorio de varios meses, a lomo de mula y a pie, por regiones infestadas de paludismo y otras enfermedades, donde pudo comprobar la extrema necesidad de los pueblos paganos de África. Supo que más allá de las fronteras de Sudán, en el Congo Belga, existían gentes tan depravadas y desamparadas que nunca habían oído de Cristo.
Regresó inflamado de amor por África, y lanzó un desafío a todo el pueblo de Dios de Inglaterra. Escribió una serie de folletos, con los cuales incendió de fuego santo muchos corazones. Él sentía que era una nueva Cruzada. «Debemos ir en Cruzada por Cristo. Tenemos los hombres, los medios y las comunicaciones, el vapor, la electricidad y el hierro han nivelado las tierras y atravesado los mares. Las puertas del mundo nos han sido abiertas por nuestro Dios ... En junio pasado mil cateadores, negociantes, comerciantes y buscadores de oro esperaban en la desembocadura del Congo para arrojarse en esas regiones, pues según rumores existía allí abundancia de oro. Si tales hombres oyen tan fuertemente el llamado del oro y lo obedecen, ¿puede ser que los oídos de los soldados de Cristo estén sordos al llamado de Dios y al clamor de las almas moribundas? ¿Son tantos los jugadores por el oro y tan pocos los jugadores por Dios?».
Sin embargo, su partida no fue fácil, pues hasta última hora no había recursos, y Priscilla, su esposa, no lograba obtener fuerzas para apoyar la empresa – además que estaba delicada de salud. Al dejar Liverpool, sintió que Dios le habló de una manera muy extraña: «Este viaje no es solamente para el Sudán, es para todo el mundo no evangelizado». En ese momento parecía verdaderamente muy extraño, pero el tiempo demostraría que era verdadero.
La víspera de la separación, un joven le preguntó a Charles: «¿Es cierto que usted a la edad de cincuenta y dos años, se propone dejar su país, su hogar, su esposa, y sus hijas?». «¿Qué?», dijo Studd. «¿No ha estado hablando usted esta noche del sacrificio del Señor Jesucristo? Si Jesucristo es Dios y murió por mí, entonces ningún sacrificio podrá ser demasiado grande para que yo lo haga por él». Cuando estaba sobre el andén, para tomar el tren, escribió en un papel dos líneas de poesía improvisada, que dio a un amigo: «Que mi vida entera sea / una cruz oculta que a Ti revela».
Poco antes de la partida de Studd, Priscilla tuvo una experiencia que trajo alivio a su corazón. El Señor le habló una noche a través del Salmo 34, y de Daniel 3:29. «Sentí que todo temor se había desvanecido, todas mis preocupaciones, todo lo que «dejada sola» iba a significar, todo el temor de paludismo y flechas envenenadas de los salvajes, y fui a la cama regocijándome. Esa noche me reí con la «risa de fe». Esa misma noche le escribió su experiencia a su esposo.
El viaje y los movimientos estratégicos
El único acompañante que tuvo Studd en esta empresa fue el joven Alfred B. Buxton, hijo de un viejo amigo de los días de Cambridge. Se acababa de graduar en la Universidad, pero renunció a completar su curso de medicina para ir con él. «Muchas fueron las dificultades y los obstáculos en nuestro camino: no habíamos pasado por allí antes, no conocíamos el idioma de los indígenas, mientras que el francés –el idioma de los funcionarios belgas– yo no sabía sino un poco de francés «de perro», y Buxton un poco de francés «de gato» – lo poco que recordábamos del colegio. Pero siempre entrevistamos a los funcionarios juntos, y era notable cuán a menudo si el perro no atinaba a ladrar, el gato pudo emitir un maullido».
En el viaje, Buxton se enfermó de gravedad, sufrieron el incendio de una tienda de campaña, y los familiares del joven intentaron disuadirle por carta de seguir avanzando. Una vez se perdieron en la selva, estuvieron detenidos de avanzar por meses. Cayeron en manos de caníbales, pero «como los dos éramos delgados y duros, no fueron tentados más de lo que pudieron soportar».
Un día Studd se enfermó gravemente. De pronto vino a su mente la palabra: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor» (Stgo. 5:14). El problema es que no había ningún anciano –el que había no pasaba los veinte– ni tampoco había aceite, lo único que había era kerosene. Pues, no se podía ser estrecho de mente en tal severa ocasión. Así que Buxton mojó el dedo en kerosene, ungió la frente y luego se arrodilló y oró. «Cómo lo hizo Dios, no sé, ni me importa, pero esto sé, que a la mañana siguiente, habiendo estado enfermo a la muerte, me desperté sano. Podemos confiar en él de menos, pero no podemos confiar en Dios demasiado».
Tras nueve meses, llegaron a Niangara, el corazón de África, en octubre de 1913. Después de un par de intentos fallidos, el Señor los guió hasta Nala, donde establecieron su centro de operaciones. Las tribus de las inmediaciones, hace poco hostiles, ahora eran amables y colaboraban con los misioneros. Desde Nala se extendieron hasta Poko y Bambioi, con lo cual tuvieron cuatro centros estratégicos cubriendo cientos de kilómetros y alcanzando unas ocho tribus. Ahora había llegado el momento de ocupar los centros y evangelizar.
Los primeros frutos. Regreso a Inglaterra
Unos dos años después, tuvieron los primeros bautismos en Niangara y en Nala. Alfred Buxton escribía: «Cada uno de los bautismos de Nala haría un título atrayente para el «Grito de Guerra»1: «Ex caníbales, borrachos, ladrones, asesinos, adúlteros y blasfemos entran al Reino de Dios». En las reuniones para confesión de pecado, hubo algunos testimonios notables: «No hay lugar en mi pecho para todos los pecados que he cometido», «Mi padre mató a un hombre, y yo ayudé a comerlo», «Cuando yo tenía tres años, recuerdo que mi padre mató a un hombre porque él había muerto a mi hermano, yo también comí del guiso». Cierta vez, un recién convertido amedrentó a unos aborígenes hostiles con estas palabras: «¡Recuerden que en mi tiempo he comido hombres mejores que ustedes!».
A fines de 1914, Studd viajó a Inglaterra a reclutar nuevos obreros. Para ese tiempo, su esposa, que había estado muy mal de salud, estaba dedicada de lleno a apoyar la obra de su marido en el África. Aún muy delicada de salud, formó círculos de oración, editó folletos mensuales por millares, escribió veinte o treinta cartas por día, y editó los primeros números de la «Revista de la H.A.M.» («Misión del corazón de África», por su nombre en inglés). Así la encontró Studd cuando llegó a Inglaterra. Así, en dos años el corazón de África había sido explorado por un viejo físicamente arruinado, mientras que la sede de Inglaterra había sido establecida por una inválida desde su diván.
Por última vez en su vida, Studd recorrió Inglaterra, instando y rogando al pueblo de Dios para que se levantara y se sacrificara por África. Pocas veces ha abogado alguno en la causa de los paganos como él abogó. En la revista publicó mensajes electrizantes: «Hay más del doble de oficiales cristianos uniformados acá, entre los cuarenta millones de habitantes pacíficos y evangelizados de Gran Bretaña, que el total de las fuerzas de Cristo luchando al frente entre mil doscientos millones de paganos. ¡Y sin embargo, los tales se llaman soldados de Cristo! ... El llamado de Cristo es dar de comer al hambriento, no al que está satisfecho; a salvar a los perdidos, no a los de dura cerviz; no a edificar cómodas capillas, templos y catedrales en Inglaterra, en los cuales adormecer a los cristianos profesantes con hábiles ensayos, oraciones formales y programas artísticos, sino a levantar iglesias vivientes entre los desamparados ... Pero esto tan sólo puede realizarse por una religión del Espíritu Santo candente, no convencional y sin trabas, donde no se rinde culto ni a la Iglesia, ni al estado, ni al hombre, ni a las tradiciones, sino solamente a Cristo y a él crucificado».
En julio de 1916 todo estaba listo para su regreso al África. Un grupo de ocho fue equipado. Incluían a su hija Edith, que iba a casarse con Alfred Buxton. Ni él ni Priscilla tuvieron la más remota idea de que ésta sería su despedida de Inglaterra para siempre, y casi su despedida de ella sobre la tierra, pues en los trece años siguientes se verían solamente por una escasa quincena.
Los primeros misioneros nativos
En Nala, la recepción fue maravillosa. Lo que Studd dejó a su partida para Inglaterra era una concesión no ocupada, pero ahora había allí decenas de nativos cristianos, atentos en las reuniones, y agradecidos de Dios. Studd distribuyó su equipo de obreros en cada uno de los puntos estratégicos, ocupando de esa manera un territorio de más o menos la mitad de Inglaterra. En abril de 1917 había alrededor de cien convertidos bautizados. Muchos caciques levantaron escuelas y casas para centros de instrucción y evangelización. Uno de ellos dio testimonio de que una vez había perdido por completo el conocimiento y había muerto. Sus amigos cavaron una tumba y lo estaban colocando allí, cuando se levantó y dijo que había visto a Dios mismo, quien le dijo que no pasaría mucho tiempo antes que vinieran los ingleses y les enseñarían acerca del Dios verdadero. El cacique contó esa historia a muchos, y por esa razón solían referirse a Dios con el nombre de ‘inglés’.
En el mes de enero, unos quince o veinte convertidos salieron voluntariamente a predicar por tres meses en las regiones «de alrededor y más allá». A su regreso, más de cincuenta querían ir. Studd explicaba así la ventaja de usar misioneros autóctonos para evangelizar a los aborígenes, en vez que misioneros foráneos: «Nosotros, los evangelistas blancos, tenemos cinco porteadores cada uno para llevar nuestros efectos. Ellos se llevaron cada cual los suyos. Cada hombre o mujer llevaba una cama, pero ésta consiste solamente en una estera de paja; por toda ropa de cama lleva una frazada delgada, si es que lleva una. El único canasto con alimentos que posee está siempre fuera de vista y detrás del cinturón, del cual cuelga un cuchillo de monte y una taza enlozada; un sombrero de paja, fabricado por él mismo y un taparrabo, y ahí tenéis al misionero del corazón de África completo».
Cuando despidió a su nuevo contingente de misioneros, los arengó con estas palabras, muy a la «manera Studd»:
«Si no quieren encontrarse con el diablo durante el día, encuéntrense con Jesús antes del amanecer.
«Si no quieren que el diablo les dé un golpe, golpéenlo primero, y golpéenlo con todas sus fuerzas, de manera que esté demasiado estropeado para responder. «Predicad la Palabra» es la vara que el diablo teme y odia.
«Si no quieren caer, caminen: ¡y caminen derecho y ligero!
«Tres de los perros con los cuales el diablo nos da caza, son: orgullo, pereza y codicia». Después de la oración de despedida, se fueron cantando. A su vuelta, uno de ellos dijo: «No hubo nada afuera que haya podido quitar el gozo adentro».
Como consecuencia de la evangelización, muchos convertidos se agregaban y tenían bautismos casi semanalmente. Con gozo alababan a Dios, con himnos muy sencillos, pero directos. Un día, después de una reunión, un cacique se paró y dijo: «Yo y mi gente y mi cacique hermano y su gente queremos decirle que creemos estas cosas acerca de Dios y Jesús, y todos queremos seguir el mismo camino que usted, el camino al cielo».
Otros de los convertidos fue el gran cacique de Abiengama, que fue un caníbal que recientemente había capturado y comido a catorce indígenas. Pero cuando su esposa principal oyó por primera vez del Dios grande y amante, exclamó: «Siempre pensé que debía haber un Dios así».
Studd llegó a ser un hombre muy humilde. Cuando debió separarse de su yerno Baxter, por causa de la obra, éste le pidió públicamente que le impusiera las manos. Sin embargo, Studd le pidió que se subiera a una silla ¡y ungió sus pies!. Al bajarse, Baxter le dijo: «Bwana («Cacique Blanco», como le decían los indígenas), me ha hecho una treta hoy, pero fue una treta de amor». Studd tuvo palabras muy elogiosas para él: «Nadie sino Dios podrá jamás saber la profunda fraternidad, gozo y afecto de nuestra cotidiana comunión social y espiritual, pues no hay palabras que la puedan describir».
Reveses y satisfacciones
En los años siguientes, la obra habría de experimentar duros reveses, a causa de que muchos de los cristianos más destacados cayeron en pecado. Ello sumió a Studd en una gran enfermedad. Pero eso no era todo: «Me parece que las desilusiones constituyen el mayor sufrimiento», decía. Ante esto, sólo cabía redoblar las oraciones. Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, se agrupaba una multitud de convertidos para cantar y orar. «¡Oh, las plegarias que oran! Nada baladí, sino tiros ardientes de sus mismos corazones». Muchas veces intercedían por él de manera muy graciosa: «Y ahí está Bwana, Señor. Es un hombre muy anciano (tenía sesenta años), su fuerza no vale nada. Dale la tuya, Señor, y el Espíritu Santo también». Otro oró una vez: «Oh, Señor, en verdad has sido bueno al hacer que Bwana viva diez años sobre la tierra, ahora haz que viva dos años más».
La ayuda llegó en la primavera de 1920. Primero fue un grupo, luego dos y tres, de hombres desmovilizados de la guerra, y desde entonces hubo una corriente continua de reclutas, de modo que en tres años los obreros aumentaron de seis hasta casi cuarenta.
Mientras tanto, las regiones de más allá estaban llamando urgentemente. En 1921, cuando Alfred Buxton volvió para hacerse cargo de la obra en Nala, Studd pudo llegar hasta Ituri, cuatro días al sur. Al año siguiente movió su cuartel general a Ibambi.
Para entonces, era famoso en muchos kilómetros alrededor: la figura delgada con la barba espesa, nariz aguileña, palabras ardientes, pero risa alegre. Lo llamaban sencillamente «Bwana Mukubwa» (Gran Cacique Blanco). Muchos eran llamados Bwana (Cacique Blanco), pero nadie sino él era Bwana Mukubwa.
A Ibambi llegaron por centenares para ser enseñados y bautizados. Venían de distancias lejanas, de ocho y diez horas, para oír la Palabra de Dios. «Hallé unos mil quinientos negros, todo apiñados como sardinas, de cuclillas en el suelo a los rayos abrasadores del sol africano del mediodía. No tenían ningún templo, ni siquiera un estrado. Están cantando himnos a Dios con corazón y lengua y voz; es un gran coro sin adiestramiento y sin paga, produciendo mejores melodías para Dios y para nosotros que un coro de mil Carusos. Uno observa sus rostros anhelantes mientras están allí absorbiendo cada palabra del predicador. Están ávidos del Evangelio».
Cierta vez uno de los colaboradores de Studd mostró una moneda para explicar el don de la salvación, y dijo: «El primero que venga, la recibirá». La respuesta que recibió, le dio la mayor sorpresa de su vida: «Pero señor, no hemos venido por dinero, sino para oír las palabras de Dios». Otro predicador había hablado ya bastante, así que dijo que iba a terminar. Vino la voz de un viejo en medio de la muchedumbre negra: «¡No se calle, señor, no se calle! Algunos de nosotros somos muy viejos y nunca hemos oído estas palabras antes, y tenemos poco tiempo para oír en el futuro».
En muchos otros lugares era lo mismo. Muchas veces se le dijo a Studd que volviese a Inglaterra, pero había empezado a segar una mies madura y no quiso ser persuadido, ni entonces ni después. Siempre dio la misma respuesta: Dios le había dicho que viniera cuando todos se le opusieron, y tan sólo Dios podía decirle cuando debía regresar. «Si hubiese hecho caso a los comentarios de la gente, nunca hubiera sido misionero y nunca habría habido una H.A.M.».
La obra se extiende
Entre tanto, en Inglaterra, Priscilla, la esposa de Studd se convertía en un ciclón, sirviendo a la causa de su esposo en África. Dios la llevó a Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Tasmania y Sudáfrica, alentando a los cristianos a comprometerse con la causa. No había mejor conferenciante misionero en el país. Hablaba como si ella misma hubiera vivido todas las experiencias de su esposo en África. Nadie conoció la cruz cotidiana que llevaba, la distancia que los separaba, la imposibilidad de estar con él y cuidarle. Studd y su esposa habían colocado desde temprano su carrera y su fortuna en el altar; ahora, la salud, el hogar y la vida familiar siguieron también. Studd dijo cierta vez: «He buscado en mi vida y no sé de algo más que me queda que pueda sacrificar para el Señor Jesús».
La llegada de Gilbert Barclay, el esposo de una de las hijas, en 1919, para ocuparse de la obra en Inglaterra, dio inicio a una nueva era en la Cruzada, pues se le dio a ésta un alcance mundial, con el propósito de que se avanzara a otras tierras a medida que Dios guiara y capacitara. Se adoptó el título de «Cruzada de Evangelización Mundial» (W.E.C. por su nombre en inglés), teniendo cada diferente campo su propio subtítulo.
Por medio de publicaciones en revistas y reuniones de propaganda se llamó la atención a las necesidades de otras tierras, con el resultado de que en 1922 tres jóvenes emprendieron el segundo avance de la Cruzada, la Misión al Interior del Amazonas. Un tercer avance fue al Asia Central, un cuarto a Arabia, un quinto, a África occidental, y posteriormente, se entró en Uruguay y Venezuela.
En cuanto a los recursos, Dios había sido fiel. La Cruzada no había contraído deudas. Hasta la fecha del fallecimiento de Studd, Dios había enviado nada menos que la suma de 146.746 libras esterlinas. Tan sólo en veinte años Dios devolvió a Studd casi cinco veces la cantidad que él le dio desde China. Con todo, ni Studd ni su esposa tocaron un céntimo del dinero de la misión para uso personal. Dios tocó el corazón de amigos anónimos para enviarle una y otra vez donaciones para su uso personal en el campo misionero.
La rutina de un misionero en África
Studd vivía en una choza circular, con paredes hechas de cañas partidas, techo de paja y piso de barro agrietado y remendado. En un rincón había una cama indígena, regalada por un cacique. A un lado había una sencilla mesa de noche y al otro, un estante con Biblias muy usadas. Le gustaba tener una Biblia nueva cada año para no emplear nunca notas y comentarios viejos, sino ir directamente a las Escrituras. Tal era el hogar de Studd, dormitorio, comedor y sala de estar, todo en uno.
Cerca del pie de la cama había un fogón abierto sobre el piso de barro. Allí se acostaba sobre una cama nativa, su ‘muchacho’, que le servía como criado. Su día comenzaba hacia las cuatro de la mañana, cuando el muchacho le servía una taza de té, y comenzaba su hora devocional. Allí él recibía la palabra que luego compartiría en las reuniones públicas. No necesitaba más preparación. Cierta vez dijo: «No vayas al estudio para preparar un sermón. Eso es pura tontería. Entra a tu estudio para ir a Dios y volverte tan ardiente que tu lengua sea como un carbón encendido que te obliga a hablar».
Durante el día realizaba muchas tareas, desde atender las construcciones hasta escribir su mucha correspondencia cada sábado por medio. Empezaba por la mañana y terminaba al anochecer. Luego, empacaba sus cosas y salía, acompañado de sus fieles colaboradores indígenas, rumbo a alguna de las estaciones de avanzada para compartir el día domingo. Viajaba casi toda la noche, y al amanecer ya estaba en su destino. La gente, convocados por los tambores a través de la selva, acudía desde todos los alrededores, preparados con algo de comida y esteras, para estar varios días, si era necesario.
Por la mañana, se reunía con los misioneros, y por la tarde con todos los fieles. Casi siempre se reunían entre mil y dos mil personas. La reunión comenzaba con una hora entera de canto, que ellos aman, siendo acompañados por Bwana al banjo. Casi todos los himnos habían sido escritos por él mismo. Cuando el canto llegaba a su clímax, Studd se ponía en pie para dirigir un coro vigoroso con voces de aleluya final.
Seguía un tiempo de oración, quizá por cuarenta minutos. Uno tras otro se paraba para orar, levantando la mano hacia el cielo al hacerlo. Mientras uno ora, otro se pone de pie, listo para empezar cuando el otro acabe (si no existiera esta regla, cuatro o cinco estarían orando a la vez). Al final de cada oración dicen: «Ku jina ya Yesu» (en el nombre de Jesús), que es repetido por toda la congregación. Luego de otros cantos, Bwana comparte la palabra. Primero hace una lectura de las Escrituras, y luego habla. Apaciblemente al principio, adaptando el lenguaje de las Escrituras al hablar de ellos. Luego pone todo su corazón al exponerles sus propias y las consecuencias del pecado; habla del amor de Jesús, y les insta a arrepentirse y creer, seguirle y pelear por él. Hablaría quizá una hora o más. Un himno para terminar, un tiempo de oración cuando se hace el llamado a nuevos convertidos para que se adelanten a tomar su decisión. Finalmente se saludan para despedirse, diciendo: «Dios es. Jesús viene pronto. ¡Aleluya!».
Por la noche, se pasará unas dos horas meditando la palabra y en oración con los blancos, o una segunda reunión con los indígenas alrededor de un fogón. A veces el ‘fin de semana’ se extiende hasta el lunes y el martes con algunas reuniones con cristianos consagrados.
Una mayor necesidad del Espíritu
Una necesidad muy profunda se hizo notoria a medida que avanzaba la obra en África: la consolidación de una vida recta y santa por parte de los nuevos convertidos. Años atrás, estando en China, Booth Tucker había escrito a Studd: «Recuerde que la mera salvación de almas es trabajo relativamente fácil y ni cerca de lo importante que es hacer de los salvados Santos, Soldados y Salvadores». Con este desafío se enfrentaba Studd ahora en el corazón de África. A su juicio, esta carencia era debida a que no había habido un derramamiento del Espíritu Santo. Así que se propuso no dar tregua a Dios ni al pueblo hasta que el Espíritu Santo fuera derramado sobre ellos. «Cristo vino a salvarnos por su Sangre y por su Espíritu: Sangre para lavar nuestros pecados pasados, Espíritu para cambiar nuestros corazones y capacitarnos para vivir rectamente».
Con este criterio Studd midió a los miles de cristianos en las misiones en África: «Todos estamos gloriosamente descontentos con la condición de la iglesia nativa. Está bien cantar himnos y concurrir a los cultos, pero lo que tenemos que ver son los frutos del Espíritu y una vida y un corazón realmente cambiados, un odio al pecado y una pasión por la justicia». Diversos pecados se habían manifestado con toda su fuerza entre los creyentes: la murmuración, la pereza, el desamor.
A esto se sumó el descontento en las propias filas misioneras. Muchos rechazaban el supremo sacrificio que imponía el régimen de Studd: vivir en casas sencillas, con comidas frugales, nada de vacaciones y completa dedicación a la obra. Tal fue la oposición, que Studd tuvo que despedir a dos obreros, por lo cual otros varios renunciaron. Studd juzgaba que el problema de fondo era el desconocimiento de la obra de la cruz y el deseo de agradarse a sí mismos.
Aún de Inglaterra surgieron voces contrarias. Atribuían esta postura de Studd como consecuencia de la fiebre y el cansancio. En verdad, estos fueron los años de crisis de la misión. «A veces siento que mi cruz es pesada, más de lo que puedo soportar, y temo que a menudo siento como si fuera a desmayar bajo ella, pero espero seguir. Mi corazón parece gastado y molido sin remedio, y en mi profunda soledad a menudo deseo irme, pero Dios sabe qué es lo mejor, y quiero hacer hasta el último poquito de trabajo que él desea que haga».
El cambio vino en 1925. Una noche Bwana vino al culto familiar en Ibambi. Su corazón estaba muy cargado y tenso. Se habían reunido unos ocho misioneros con él. Leyeron juntos su capítulo favorito de Hebreos capítulo 11, sobre los héroes de la fe. «¿Será posible que personas como nosotros marchemos por la Calle de Oro con los tales? ¡Será para los que son hallados dignos! ¿Cuál fue el Espíritu que causó que estos mortales triunfaran y murieran de esta manera? El Espíritu Santo de Dios, una de cuyas características principales es una osadía, un valor, un ansia de sacrificio para Dios y un gozo en ello que crucifica toda debilidad humana y los deseos naturales de la carne. ¡Esta es nuestra necesidad esta noche! ¿Nos dará Dios a nosotros como les dio a ellos? ¡Sí! ¿Cuáles son las condiciones? ¡Son siempre las mismas: ‘Vende todo’! El precio de Dios es uno. No tiene descuento. El da todo a los que dan todo. ¡Todo! ¡Todo! Muerte a todo el mundo, toda la carne, al diablo y al que quizá es el peor enemigo de todos: tú mismo.
Algunos misioneros, ex combatientes de la Guerra, compararon el servicio al Señor con la entrega de los soldados a su causa. «Al ‘Tommy’ británico no le importa un bledo lo que le pueda suceder, con tal que cumpla su deber para con su rey, su patria, su regimiento y para consigo mismo». Estas palabras fueron justamente la chispa que se necesitaba para encender la mecha. Studd se pudo en pie, levantó el brazo y dijo: «¡Esto es lo que necesitamos y esto es lo que quiero! Oh Señor, desde ahora no me importa lo que me pueda suceder, vida o muerte, sí, o el infierno, con tal que mi Señor Jesucristo sea glorificado». Uno tras otro los presentes se pudieron de pie e hicieron el mismo voto.
Esa noche fue una nueva compañía de obreros la que salió de la choza. Había risa en sus caras y brillo en sus ojos, gozo y amor inefables. Una resolución nueva. La bendición se extendió hasta la estación más remota. Desde entonces, el amor, el gozo en el sacrificio, el celo por las almas de la gente, ha sido la tónica de la obra. Increíbles páginas de heroísmo y victoria se han escrito desde entonces en la misión.
El temor de Dios se posesionó de la gente. Se evidenció un nuevo resplandor en sus rostros, nueva vida en las oraciones, un odio al pecado, al engaño y la impureza. «La obra está alcanzando un fundamento sólido por fin», escribía Studd. Se comenzó a ver, como él deseaba, una iglesia santa y llena del Espíritu.
Priscilla en África
Una sola vez Priscilla, su esposa, fue a África a estar con su esposo, y esto, sólo por quince días. Fue en el año 1929, dos años antes de la muerte de Studd. Unos mil cristianos indígenas se reunieron para verla. Siempre se les había dicho que la esposa de su Bwana no podía venir, porque estaba en Inglaterra, ocupada en conseguir hombres y mujeres blancos que viniesen a decirles de Jesús. Cuando la vieron, se dieron cuenta que realmente existía tal persona como «Mama Bwana», y cuán grande era el precio que ellos habían pagado para traerles la salvación. Ella parecía muy joven al lado de él, que algunos pensaban que era una hija. Les habló varias veces a través de un intérprete, y así cumplió la visión profética que había tenido después de su conversión: «China, India y África».
La separación fue terriblemente dura. Priscilla no quería irse, pero la estación del calor estaba por empezar y la obra la necesitaba urgentemente en Inglaterra. Se despidieron en su casa de bambú, sabiendo que era la última vez que se verían en la tierra. Salieron juntos de la casa y bajaron la senda hasta el auto que les esperaba. No se dijeron una palabra más. Ella parecía ignorar completamente el grupo de misioneros parados alrededor del auto para despedirse. Entró con el rostro rígido y la vista fija directamente ante ella, y se fue.
Declinación y partida
Los últimos dos años de Studd fueron muy difíciles a causa de su estado de salud, su extrema debilidad, las náuseas, los ataques del corazón, pero sobre todo, por los terribles ataques de ahogo y violentos escalofríos, cuando se ponía de un color oscuro y su corazón casi dejaba de latir. La causa de esto no fue descubierta hasta que estuvo en el lecho de muerte, cuando un médico le diagnosticó cálculos a la vesícula. Con todo, el gozo sobrepujó en mucho los sufrimientos, pues Dios le permitió ver cumplidos los dos grandes deseos de su corazón: unidad entre los misioneros y evidencias manifiestas del Espíritu Santo obrando entre los indígenas.
Una compañía de unos cuarenta misioneros le rodeaban y le eran como hijos e hijas. Ellos le atendían con tanta devoción como si fuera su propia sangre y carne. Es imposible describir el lazo de afecto entre Bwana y los misioneros, la bienvenida que le daban cuando visitaba una estación, la afluencia constante de cartas, la lealtad en tiempos de crisis, el espíritu fraternal cuando se reunían todos en los días de Conferencia en Ibambi.
Uno de los misioneros presentes en estas conferencias para obreros, Norman P. Grubb, yerno de Studd, escribe: «La más grande de todas las lecciones que aprendimos allí fue que si obreros cristianos quieren continuo poder y bendición, tienen que tomar tiempo para reunirse juntos diariamente, no para una reunión corta y formal, sino lo bastante para que Dios pueda hablar a través de su Palabra, para afrontar juntos los desafíos de la obra, para tratar cualquier cosa que estorbe la unidad, y luego ir a Dios en oración y fe. Tan solo este es el secreto de lucha victoriosa y espiritual. Ninguna cantidad de trabajo tenaz o predicación ferviente puede tomar su lugar».
De todos los indígenas cristianos, no había ninguno a quien Studd amara más que al caníbal convertido, Adzangwe, y su amor era retribuido plenamente. Una de las últimas visitas de Studd fue a la iglesia de Adzangwe. Éste se estaba muriendo, pero cuando supo que su amado Bwana había venido, nada pudo retenerle. Pidió ayuda y fue trasladado a la casa de los misioneros, donde Bwana estaba sentado. Bwana salió para recibirlo, y lo invitó a sentarse frente con él. Pero antes de sentarse él mismo, tomó los almohadones de su silla y los arregló alrededor del cuerpo del caníbal convertido. Era un cuadro en miniatura de Aquél que, aunque fue rico, por nosotros se hizo pobre, y que no vino para ser servido, sino para servir. Esta fue la última vez que se vieron.
En 1930 Charles T. Studd fue hecho «Caballero de la Real Orden del León» por el rey de los belgas, por sus servicios en el Congo.
El jueves 16 de julio de 1931, C. T. Studd fue llamado por el Señor. Su última palabra, tanto escrita como dicha en su lecho de muerte, fue: «¡Aleluya!». En su sepultación estuvieron presentes indígenas y blancos. Aquéllos lo llevaron a la sepultura, y éstos lo bajaron a la fosa.
Ese día viernes los indígenas no quisieron marcharse. Hubo una espléndida reunión, con oraciones que nunca antes se habían oído. Todos parecían tener el mismo pensamiento en sus mentes, el de consagrarse de nuevo a Dios, y de decir que, aunque Bwana había sido llevado de ellos, seguirían más ardientes que nunca para Jesús.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 45 • Mayo - Junio 2007
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Algunos comparan a Bakht Singh con Sadhu Sundar Singh, otros con Watchman Nee, pero lo cierto es que fue el padre espiritual de cientos de miles de creyentes en la India y en todo el mundo.
El apóstol de la India
Bakht Singh nació el 6 de junio de 1903, de padres acomodados, Jawahar Mal Chabra y Lakshmi Bai, en el sector norteño de Punjab, que hoy es parte de Pakistán. Era el mayor entre seis hermanos. Sus padres eran seguidores de la religión Sikh, dominante en la región.
Aunque de niño fue educado en una escuela de la Misión Presbiteriana, Bakht creció odiando a los cristianos, debido a la idea, muy predominante en ese tiempo, de que la religión cristiana era una herramienta al servicio de la colonización occidental, y que perturbaba las tradiciones y culturas locales. Junto a otros adolescentes hindúes, él solía burlarse de los pastores y maestros de la Biblia.
Por cinco años él estudió en un internado. Los hindúes y los musulmanes vivían en un lado, y los cristianos en el otro. Durante todos esos años él nunca visitó el lado cristiano. Cierta vez, después de aprobar un examen, le fue regalada una Biblia. Bakht la tomó y la rasgó. Conservó sólo la tapa porque tenía una hermosa encuadernación de cuero. Él solía pasar muchas horas en los templos Sikh observando todos los ritos religiosos.
De joven, Bakht tenía muchas ambiciones, como estudiar en Inglaterra, viajar alrededor del mundo, disfrutar de la amistad de todo tipo de personas, y permanecer fiel a su religión. También aspiraba poder vestir ropas elegantes y comer comida de clase alta. La ambición de estudiar en Inglaterra era para demostrar a los británicos que él no era inferior a ellos.
Sin embargo, su padre se oponía a su ida a Inglaterra. Él le ofreció mucho dinero intentando convencerlo de que se quedara con él para que le ayudara en su negocio. Había establecido una nueva fábrica de algodón y quería contar con su hijo mayor. Pero Bakht quería ir a Inglaterra. Al concluir su examen final en el colegio, Bakht se sintió muy triste porque no podría cumplir su deseo.
Siendo el hijo más amado por su madre, ella le dijo: «Te ayudaré a ir a Inglaterra, pero prométeme que no cambiarás de religión». Él le respondió: «¿Realmente crees que cambiaría mi religión?», asegurándole firmemente su lealtad y fidelidad. Ella, entonces, persuadió a su marido para que dejara ir a su hijo. «Mi padre, como un hombre de negocios, pensaba en términos de dinero, mi madre, siendo una persona religiosa, pensaba en términos de religión» – diría después Bakht Singh.
Así fue cómo en 1926, después de graduarse en la universidad estatal en Lahore, se fue como estudiante extranjero a Inglaterra y se matriculó en el King’s College (Universidad del Rey), en Londres, para estudiar ingeniería mecánica.
Los primeros meses en Inglaterra, Bakht permaneció fiel a su religión. Mantuvo su pelo largo y su barba, como correspondía a un ‘sikh’. Pero pronto perdió la fe, se rasuró, y se volvió ateo y liberal. En los próximos dos años adquirió todas las peores costumbres del mundo occidental: beber, fumar, vestir a la moda, visitar teatros, cine y salas de baile. También viajó por Europa, visitó museos, galerías de arte, se hizo amigo de la buena mesa, y trabó amistad con personas de todas las clases sociales. Todo lo que alguna vez había deseado, lo tuvo.
Pero de pronto comenzó a preguntarse: «¿Soy más feliz que antes?». El estado de su corazón le decía que estaba mucho peor, porque se había vuelto egoísta, orgulloso y codicioso. Había aprendido a mentir cortésmente a sus padres. Desencantado, comprobó que el mundo entero, sea en oriente o en occidente, es «vanidad de vanidades».
Entonces vino el gran día de la fe, el 11 de agosto de 1928, cuando tuvo su primer encuentro con el Señor Jesucristo. Viajaba de vacaciones con un grupo de estudiantes a Canadá en un transatlántico, cuando tuvo ocasión de tomar parte en un servicio cristiano a bordo. Indiferente al principio, su orgullo nacional y religioso le hizo casi abandonar el servicio mientras los demás oraban; pero luego, por cortesía, desistió, y se arrodilló como los demás. En ese momento sintió que un poder divino lo envolvía, trayéndole un gran gozo. Todo lo que pudo hacer fue pronunciar reiteradamente estas palabras: «Señor Jesús, yo sé y yo creo que tú eres el Cristo Viviente». Ese día desaparecieron sus prejuicios raciales y de clase.
«Hasta allí, yo había sido un ateo, y en mi necedad había dicho a menudo que no había Dios. Desde ese día, las palabras ‘Cristo Viviente’ de algún modo llegaron a ser muy reales para mí. Esta experiencia me dejó con un deseo fuerte de saber más del Señor Jesús viviente. Hasta entonces no tenía absolutamente idea alguna de la vida o de la enseñanza del Señor Jesucristo», confesaría él años después.
Luego de una estadía de tres meses en Canadá, regresó a Inglaterra. Una vez allí, intentó asistir a los servicios en la iglesia, pero fue desalentado por el ambiente glacial e indiferente que imperaba en las reuniones. Prefería ir a los templos cuando estaban vacíos, porque allí sentía paz. Durante un año no contó a nadie su experiencia cristiana. El deseo de fumar y beber que había tenido, se había ido sin que nadie se lo prohibiera.
En 1929 regresó a Canadá, para terminar su curso de Ingeniería en Agricultura, en la Universidad de Manitoba, Winnipeg. John y Edith Hayward, cristianos devotos, lo favorecieron y lo invitaron a vivir con ellos. Ellos solían terminar cada cena leyendo la Biblia. Cuando un amigo le regaló un Nuevo Testamento, él se encerró en su cuarto y se quedó leyendo hasta las 3 de la mañana. El día siguiente amaneció totalmente nevado, así que permaneció todo el día en cama, sólo para leer.
El segundo día, mientras leía el Evangelio de San Juan, capítulo tres, llegó al versículo 3, y se detuvo en la primera parte del verso. Las palabras «De cierto, de cierto te digo» le hicieron sentir culpable. «Justo cuando leí estas palabras – cuenta él – mi corazón comenzó a latir más fuerte. Yo sentí que alguien estaba de pie a mi lado diciendo una vez y otra vez, «De cierto, de cierto te digo». Yo solía decir, «la Biblia pertenece al occidente», pero la voz decía, «De cierto, de cierto te digo». Yo nunca me había sentido tan avergonzado como me sentí entonces, porque todas las palabras blasfemas yo había proferido contra Cristo venían ante mí. Todos mis pecados de los días del liceo y de la universidad vinieron ante mí. Por primera vez aprendí que yo era el más grande pecador, y descubrí que mi corazón era malo y sucio.
Mis pequeños celos contra mis amigos, mis enemigos, mi maldad, estaban todos claros frente a mí. Mis padres pensaban que yo era un buen joven, mis amigos me consideraban un buen amigo, y el mundo me consideraba un miembro decente de la sociedad, pero sólo yo conocía mi real estado. Lágrimas rodaron por mis mejillas y yo estaba diciendo, « Oh! Señor perdóname. Verdaderamente yo soy un gran pecador». Por un tiempo sentí que no había esperanza para mí, un gran pecador. Mientras yo lloraba nuevamente, la Voz dijo, «Este es mi cuerpo molido por ti, esta es mi sangre derramada para la remisión de tus pecados». Entonces supe que sólo la sangre de Jesús podía lavarme de mis pecados. No sabía cómo pero sólo sabía que la sangre de Jesús podía salvarme. No podía explicar el hecho, pero gozo y paz vinieron a mi alma; yo tuve la seguridad de que todos mis pecados fueron borrados».
Poco después, Bakht consiguió su propia Biblia y comenzó a leerla, desde Génesis a Apocalipsis, con gran fruición. Solía leer hasta 14 horas seguidas. En poco más de dos meses terminó la Biblia completa, y varias veces el Nuevo Testamento. Luego comenzó a leerla de nuevo, por segunda y tercera vez. En los próximos dos años dejó de leer toda clase de revistas, periódicos y novelas, para dedicarse sólo a la lectura de la Biblia. Su conocimiento y su fe fueron creciendo rápidamente.
Un día, al llegar a Hebreos 13:8, leyó: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos». Por muchos años, él había padecido catarro nasal, sin que los muchos médicos consultados pudieran ayudarle de verdad. A ello se habían agregado problemas con la vista. Entonces oró: «¿Sanarás mi nariz y me darás buena vista?». Por la mañana, cuando se despertó, descubrió con mucha alegría que había sido sanado. Desde entonces, no sólo él fue sanado, sino muchos más fueron sanados por la oración.
El 4 de febrero de 1932, Bakht Singh se bautizó en Vancouver, Canadá. Después del bautismo, iba de un lugar a otro dando su testimonio. Dos meses después, él fue confrontado por el Señor acerca de su futuro, y decidió dejar de lado sus ambiciones terrenales, para consagrarse por entero al Señor.
Sin embargo, él sintió que el Señor le estrechaba el camino. «Tendrás que vivir por fe. Tú no debes pedir nada a nadie, ni siquiera a tus amigos o relaciones. No debes pedir ni siquiera una taza de café. Tú no estás para hacer ningún plan». A esto, el incipiente siervo de Dios replicó: «Señor, por un lado tú quieres que yo renuncie a todos mis derechos de propiedad y de tener un hogar, y me dices que viva simplemente por fe. ¿Quién va a proveer para mis necesidades?». Entonces, sintió que el Señor le decía: «Ese no es tu problema».
Posteriormente, él sintetizó así las condiciones de su llamamiento: 1. No te insertes en ninguna organización – sirve a todos por igual. 2. No hagas tu propio plan. Permíteme guiarte y llevarte en cada paso del camino. 3. No hagas saber tus necesidades a ningún ser humano. Sólo pídeme y yo te proveeré para tus necesidades.
Durante un año, Bakht Singh permaneció en América como predicador, porque ya había dejado de lado su carrera de Ingeniero. El 19 de octubre de 1932 escribió a sus padres relatándoles su conversión. Cinco meses después –el 6 de abril de 1933– él regresó a Bombay, tras siete años de ausencia. Tenía 30 años de edad.
El regreso
En Bombay se reunió con sus padres. «Nosotros somos los únicos que sabemos que eres un cristiano», le dijeron. «Por favor guárdalo en secreto y puedes leer tu Biblia e ir a la iglesia cuando quieras». «¿Puedo vivir sin respirar?», contestó Singh. «Yo le he dado mi vida entera a Cristo que murió por mí. No puedo seguirlo en secreto». «Si no puedes guardar el secreto, entonces no puedes venir a casa», contestaron sus padres, y lo dejaron allí.
Sin embargo, sus padres quedaron tristes. Su padre acudió a connotados maestros hindúes a preguntarles cómo podía conseguir paz. Ellos le dijeron que era una cosa difícil de lograr. Entonces un domingo pasó frente a un templo. El servicio estaba a punto de comenzar. Entró sin ninguna intención particular, y ocupó un asiento en la parte de atrás. Justo cuando comenzó el servicio, él vio una gran luz que le hizo exclamar: «Oh Señor, tú eres mi Salvador también». Entonces se entregó al Señor y una gran paz inundó su alma. Desde entonces su padre le apoyó decididamente en su ministerio entre los hindúes. El resto de la familia llegó también paulatinamente a la fe.
Singh empezó como un ardiente predicador itinerante a lo largo de la India, y alcanzó a muchos con el evangelio. Después de servir por algunos años, Dios trajo un avivamiento poderoso a través de él a Martinpur (ahora parte de Pakistán) y otros lugares en Punjab. «El papel de Singh en el avivamiento de 1937 que envolvió a la iglesia en Martinpur inauguró uno de los movimientos más notables en la historia de la iglesia en el subcontinente indio», declaró el Jonathan Bonk en el Diccionario Biográfico de Misiones Cristianas, publicado por Simon & Schuster Macmillan, en 1998. «Los años tempranos de su ministerio fueron marcados por poderosos milagros y maravillas, incluyendo curaciones físicas y grandes avivamientos».
En 1937, Singh fue uno de los oradores en la Convención de Sialkot, que era organizado por la Iglesia presbiteriana y otras denominaciones. Habló de Lucas 24:5 «¿Porque buscáis entre los muertos al que vive?». Su predicación electrizó a los participantes y organizadores por igual. En las palabras de J. Edwin Orr, Historiador británico de la Iglesia, «Bakht Singh es un evangelista indio equivalente a los mayores evangelistas occidentales, tan hábil como Finney y tan directo como Moody. Él fue un maestro de Biblia de primera clase del orden de Campbell Morgan o Graham Scroggie».
Pronto Bakht Singh se volvió un nombre familiar entre los cristianos protestantes a lo largo de la India. Las noticias de su vida extraordinaria y ministerio se encendieron por el mundo a través de las revistas misioneras y boletines. Él fue uno de los más buscados entre los evangelistas jóvenes en India en ese momento. Sólo en un mes recibió más de 400 invitaciones de toda India. En 1938, él fue a Madras y después a Kerala y otras partes de India Sur. Miles de personas se volvieron a Cristo. Según Dave Hunt, autor y escritor, «La llegada de Bakht Singh volvió las iglesias de Madras al revés... Las muchedumbres se reunieron al aire libre, tantos como 12.000 en una ocasión para oír a este hombre de Dios. Muchos tremendamente enfermos se sanaron cuando Bakht Singh oró por ellos, incluso sordos y mudos empezaron a oír y hablar».
Inicio de la obra
Siempre que la iglesia –el Cuerpo de Cristo– pasa a través de un declive espiritual, el Señor, que es la Cabeza de la iglesia, levanta a sus vasos escogidos para traer vitalidad al Cuerpo. Sin embargo, el ministerio de Singh no fluyó por los cauces habituales. Singh comprendió que el nuevo vino requería nuevos odres.
Tras una noche de oración, junto a algunos de sus co-obreros, en la cima de un monte en 1941, tuvo la visión de empezar a contextualizar el patrón de las asambleas locales en los principios del Nuevo Testamento.
El Señor lo llevó a él y sus co-obreros para establecer una iglesia local para cumplir los cuatro propósitos de la Iglesia sobre la base de Hechos 2:42. Estos principios pueden ser aplicados en cualquier país, en cualquier cultura sin comprometer la Palabra de Dios revelada. Los cuatro propósitos de la Iglesia son:
1) Mostrar la llenura de Cristo (Efesios 1:22–23).
2) Perseverar en la unidad de Cristo - la unidad de todos los creyentes (Efesios 2:14-19).
3) Perseverar en Su sabiduría (Efesios 3:9-11)
4) Mostrar Su gloria (Efesios 3:21 y Hechos 2:42). «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones».
La primera iglesia se estableció en Madras, Tamil Nadu, el 12 de julio de 1941, y fue llamada «Jehovah Shammah». En la década de los ‘50 surgieron otras en Madras e Hyderabad en el Sur, y en Ahmadabad y Kalimpong en el Norte. Singh sostuvo su primera ‘Santa Convocación’, basada en Levítico 23, en Madras en 1941. Pero la asamblea en Hyderabad siempre fue la más grande, atrayendo a unos 25.000 participantes. Comían y dormían en tiendas, y se reunían bajo un gran toldo de paja para largas horas de oración, alabanza y reuniones de instrucción que empezaban al alba y acababan tarde por la noche. No se reclutaban trabajadores para las reuniones. El cuidado y alimentación de los invitados era manejado por voluntarios. Los gastos para las reuniones eran solventados por ofrendas voluntarias. No se pedía dinero desde fuera.
Desde Madras a Hyderabad
Bakht Singh creía firmemente en la eficacia de los obreros nativos para hacer la obra de Dios en la India. Por años, el país había dependido de las misiones extranjeras, por eso, parte de la visión de Singh incluía la preparación de obreros. A mediados de los ‘50 el Señor proporcionó los medios para albergar el ministerio de la iglesia extra local. Él llamó el nuevo lugar ‘Hebrón’, en Hyderabad. Allí eran enseñados los nuevos obreros en las Escrituras diariamente, participaban en los quehaceres domésticos y predicaban y daban testimonio en la calle. Ellos se quedaban hasta que habían aprendido lo que necesitaban saber, y entonces salían para hacer la obra de Dios, volviendo cuando quisieran.
El trabajo del Señor creció y se multiplicó. De los 1950’s a los 1970’s las iglesias locales establecidas por Bakht Singh y sus co-obreros eran las iglesias locales con más rápido crecimiento en India. Estas dos iglesias crecieron cualitativa y cuantitativamente intentando mostrar cómo se cumplían los cuatro propósitos de la iglesia.
Cierta vez que Singh estaba ministrando en Filadelfia, USA, le preguntaron sobre el papel de los misioneros americanos en la evangelización de su país, él dijo escuetamente: «Ellos ya no son necesarios en la India». Bob Finley, Presidente de Christian Aid Mission, dice haber sido testigo de cómo en Hebrón se preparaban más de cien misioneros para el servicio, mientras que otros cien comenzaban a hacer sus primeras armas en el campo.
Con su habitual franqueza, Bakht Singh solía decir a los occidentales: «Ustedes sienten compasión por nosotros en India debido a nuestra pobreza material. Los que conocemos al Señor en India sentimos aflicción por ustedes en América a causa de su pobreza espiritual, y oramos para que Dios les dé el oro refinado en fuego que Él prometió a aquéllos que conocen el poder de Su resurrección...
«En nuestras iglesias nosotros nos pasamos cuatro o cinco o seis horas en oración y alabanza, y frecuentemente nuestra gente sirve al Señor en oración toda la noche; pero en América después que ustedes han estado una hora en la iglesia, empiezan a mirar sus relojes. Oramos para que Dios pueda abrir sus ojos al verdadero significado de la adoración. Para atraer a las personas a las reuniones, ustedes tienen una gran dependencia de los carteles, de la publicidad, la promoción y los recursos humanos; en India no tenemos nada más que al Señor mismo y probamos que Él es suficiente. Antes de una reunión cristiana en India nosotros nunca anunciamos quién predicará.
«Cuando la gente viene, vienen a buscar al Señor y no a un ser humano o a oír a alguien especial favorito que les habla. Nosotros hemos tenido unas 12.000 personas reunidas sólo para adorar al Señor y tener comunión juntos. Estamos orando para que las personas en América también puedan venir a la iglesia con hambre de Dios y no meramente hambre para ver alguna forma de entretenimiento o oír coros o la voz de algún hombre».
El ministerio en ultramar
En el año 1946, Bakht Singh dejó la India para desarrollar su ministerio en Europa, el Reino Unido, EE.UU. y Canadá. El Señor lo usó poderosamente en cada lugar, particularmente en la Conferencia Misionera de Estudiantes del Inter Varsity (ahora conocido como Convención Urbana) en Toronto, Canadá, donde él era uno de los principales oradores. Entre los que asistieron a la conferencia estaba Jim Elliott, quien fue martirizado en Ecuador en el año 1956 junto con otros cuatro misioneros americanos. En los años 50, Bakht Singh ministró en Australia, varias partes de Asia, África y los Estados Unidos de América. Dondequiera que él fue, el Señor lo usó para extender Su fragancia. Él era de hecho una brisa de aire fresco en medio de las iglesias tibias, y de los cristianos que tenían una forma de piedad pero que negaban la eficacia de ella.
En Australia, a través de su ministerio, el Señor inquietó a algunos creyentes para reunirse basándose en Hechos 2:42. Hay varias asambleas, particularmente en el área de Sydney que todavía se reúnen allí ahora como resultado del ministerio de Bakht Singh en los 1950’s y 60’s.
En 1969-70, Bob Finley invitó a Bakht Singh para hablar en el Instituto de las Misiones Indígenas en Washington, DC. El propósito principal del Instituto era darle a los estudiantes internacionales y escolares cristianos que retornaban, la visión de la iglesia del Nuevo Testamento basada en los principios del Nuevo Testamento ya practicados por Bakht Singh. Durante esos años él viajó también extensamente por varias partes de los Estados Unidos y Canadá ministrando en iglesias de diferentes denominaciones.
En 1974, después de su visita al Congreso de Evangelización Mundial en Lausanne, Suiza, Bakht Singh visitó varias partes de Europa, el Reino Unido, y los Estados Unidos. Durante esa visita él alentó la realización de Asambleas Santas en Nueva York, y en Sarcelles, Francia. El Señor usó estas Asambleas Santas para edificar a los creyentes de varias partes de Europa, el Este Medio y otros lugares.
Días finales
Singh contrajo el mal de Parkinson y estuvo totalmente postrado durante sus últimos diez años. Una pareja india se dedicó a cuidar de él todo el tiempo. Según el testimonio de sus biógrafos, cuando se acercaba el tiempo de su partida, ocurrieron una serie de hechos naturales significativos, «que hicieron recordar que él era un hombre enviado de Dios para la edificación de Su cuerpo y para Su gloria eterna». Por ejemplo, sólo unas horas antes de que él durmiera en Cristo, el domingo 17 de septiembre a las 6:05 de la mañana, hubo un terremoto en y alrededor de Hyderabad, junto con continuos e inusuales truenos y relámpagos. El día 22, justo antes de su sepultación, el sol brillaba esplendorosamente, y un arco iris rodeó el sol durante un breve tiempo. Cuando el arco iris desapareció, un anillo brillante que se parecía a una «corona» aparecía alrededor del sol. Entonces, de repente, bandadas de palomas volaron encima de Hebrón en el momento en que la procesión fúnebre accedió al cementerio.
Las personas vinieron de toda la India y de otros países a pagar su último homenaje y tributo a su padre espiritual. Una multitud de cristianos de todas las denominaciones, idiomas, tribus y colores se reunieron, alabando a Dios por cada recuerdo dejado por este hombre de Dios. Las noticias de su partida se extendieron como el fuego y más de 600.000 vinieron a homenajearlo entre el 17 y el 22 de septiembre. Según David Burder, miembro de Christian Aid en Delhi, unas 250.000 personas asistieron a sus funerales, las cuales, sosteniendo sus Biblias en alto, siguieron el carro que llevaba los restos mortales al cementerio general. Un policía comentó: «Esta es la primera vez que he visto tan grande y pacífica procesión hasta ahora en todos mis años de servicio».
El secreto de su vida espiritual
El Señor usó a Bakht Singh como Su vaso escogido para enriquecer y reforzar la vida espiritual de muchos cristianos alrededor del mundo. Él ministró a Cristo y la visión de la Iglesia. Pocos quedaron al margen del impacto de su vida y ministerio: individuos, denominaciones, sociedades misioneras, clérigos, laicos y no cristianos. De Cachemira a Kerala, muchos fueron desafiados y transformados por sus mensajes basados en la Biblia y ungidos por el Espíritu; y dondequiera que él fue, centenares iban a oírle hablar y compartir la Palabra de salvación.
La vida y ministerio de Bakht Singh ha sido comparado a menudo con Hudson Taylor y otros grandes cristianos; compartió jornadas espirituales con Billy Graham, Francis Schaeffer y Martin Lloyd-Jones, por nombrar algunos.
Muchos le preguntaron sobre el secreto de su vida espiritual. He aquí algunas de las claves:
1) Su total dependencia del Dios viviente.
2) Él aceptaba la Biblia como la Palabra de Dios y animaba que cada creyente tuviera su propia Biblia y viviese en obediencia total a la Palabra revelada de Dios. Su visión de la Palabra de Dios y su memoria fotográfica de las Escrituras eran legendarias. Bob Finley decía: «Yo nunca he visto a un hombre con un conocimiento y entendimiento mayor de la Biblia que Bakht Singh. Todos nuestros predicadores occidentales y maestros parecen ser niños ante este gran hombre de Dios».
Durante la visita de Bakht Singh a Inglaterra en 1965, Martin Lloyd-Jones, el afamado expositor y maestro de la Biblia y Keith Samuel, uno de los oradores de Convención de Keswick se reunieron con Bakht Singh. Ellos pasaron varias horas haciéndole preguntas de la Palabra de Dios. Las respuestas de Bakht Singh desafiaron y sorprendieron a estos hombres. Entonces Martin Lloyd-Jones le preguntó cómo él había entrado en tal visión y conocimiento de la Palabra de Dios. Bakht Singh respondió que simplemente leyendo y meditando en la Palabra de Dios sobre sus rodillas. La mayor parte de su vida, hasta que se puso enfermo, él leyó la Biblia de rodillas y meditó en ella durante horas. El Espíritu Santo de Dios le reveló cosas maravillosas de Su Palabra.
3) Buscó e hizo la voluntad de Dios costase lo que costase.
4) Tenía una pasión por Dios y compasión por las almas.
5) Descubrió y practicó la adoración bíblica y animó a todos los santos varones y mujeres a adorar al Señor en espíritu y en verdad.
6) Alentó la comunión entre los santos introduciendo la ‘fiesta de amor’.
7) Una de sus más grandes contribuciones fueron las Santas Convocaciones anuales. La primera asamblea se realizó en Jehovah Shammah, Madras, en diciembre de 1941, que duró 19 días. Norman Grubb, que era el Director Internacional de la Cruzada de Evangelización Mundial, decía esto sobre su visita a la Santa Convocación en Hyderabad: «A nosotros los occidentales, la parte más llamativa de toda la obra con Bakht Singh son las Asambleas Santas sostenidas anualmente en Hyderabad... El hermano Bakht Singh convoca estas asambleas anualmente donde se amasan juntas varios miles de personas en cuartos cerrados y todos alimentados por el Señor durante una semana sin solicitar nada a los hombres ... He aquí un indio probando a Dios».
8) La indigenización de los principios del Nuevo Testamento en las iglesias locales. Después de visitar Hyderabad en los 1950’s, Norman Grubb anotó en su libro Una vez Cogido, no hay Escape: «En estas iglesias con fundamentos neotestamentarios he visto la mejor réplica de la iglesia primitiva y un modelo para el nacimiento y crecimiento de iglesias jóvenes en todos los países de la misión».
9) La vida de fe. Bakht Singh era un hombre de fe. Él confió en el Señor para todas sus necesidades a lo largo de su vida. El Señor honró su fe y no sólo proveyó para sus necesidades y para el ministerio, sino también lo usó poderosamente para desafiar al pueblo de Dios sobre la importancia de confiar en Dios para sus necesidades.
10) Las procesiones evangelísticas testificando de Cristo. Durante sus campañas de evangelismo, dondequiera que él fue, hizo procesiones evangelísticas por las ciudades llamando a las gentes para Cristo. La más grande de todas fue la que siguió su urna al cementerio donde cientos de miles marcharon cantando y alabando Dios. Aunque él murió, su trabajo y ministerio lo siguen.
11) La vida de oración. Bakht Singh era un hombre de oración. Él ocupó horas sobre sus rodillas en comunión con el Señor buscando la mente de Señor con respecto a Su voluntad acerca del trabajo y ministerio. Por consiguiente, el Señor también lo honró y lo bendijo más allá de cualquier comprensión humana. Ésta es una de las razones de por qué el Señor lo usó tan poderosamente para la edificación de Su Cuerpo y para la extensión de Su reino glorioso en India y en el extranjero.
Aunque él ya está muerto, todavía habla. La obra que el Señor empezó a través de Su siervo y sus primeros colaboradores, como el hermano Fred Flack, Raymond Golsworthy, John Carter, el hermano Dorairaj, el hermano Rajamani y algunos otros, no sólo puede continuar, sino que se multiplicará hasta el día de nuestro Señor Jesucristo.
Que esta visión y enseñanza acerca de iglesias locales basadas en el modelo del Nuevo Testamento puedan levantarse por todo el mundo para la edificación de Su Cuerpo y para Su gloria.
.Una revista para todo cristiano • Nº 43 • Enero - Febrero 2007
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Precoz, prolífico, polémico, elocuente. Charles Haddon Spurgeon, un hombre que hizo brillar hermosamente el evangelio en la penumbra de la Inglaterra decimonónica.
El príncipe de los predicadores (1ª Parte)
Alguien ha dicho que la vida de Charles Haddon Spurgeon puede dividirse, igual que sus sermones, con una introducción y tres secciones. La introducción sería el Spurgeon de la infancia y la adolescencia. El primer período (o división), Spurgeon en el New Park Street, época del despertar y la oposición. El segundo período, Spurgeon después que se hubo instalado en el Tabernáculo Metropolitano y que la tormenta se convirtió en casi admiración. El último punto sería el período de los últimos cinco años, en que la paz terminó súbitamente, y volvió la oposición.
Seguiremos, pues, este mismo bosquejo para desarrollar esta semblanza de la vida del hombre que ha sido llamado «El Príncipe de los Predicadores».
Infancia y adolescencia
Charles H. Spurgeon nació el 19 de junio de 1834, en Kelvedon, una población campesina en el Condado de Essex, Inglaterra. Fue el primogénito de 16 hijos.
Pertenecía a una familia cristiana de origen hugonote de reconocida probidad. Doscientos años atrás, su bisabuelo había sido encarcelado por razones de conciencia. A causa de la hostilidad, la familia Spurgeon debió huir a Inglaterra, donde su abuelo, James, llegó a ser pastor de la Iglesia de Stanbourne por más de medio siglo.
Cuando el pequeño Charles tenía sólo 18 meses de edad, su padre se fue a vivir a Colchester donde se encargaba de la contabilidad de un comercio de carbón. Entretanto, ejercía el pastorado de una iglesia independiente en Tollesbury. Más tarde, el niño habría de ser enviado a vivir con su abuelo en la localidad de Stanbourne.
Desde muy temprana edad, leyó los libros de su padre y de su abuelo. Pero más que eso, se impregnó de la atmósfera de verdadera piedad de ambos hogares: el respeto por la Palabra, que era tan característica de los puritanos, la rectitud de conciencia que siempre caracterizó a los no conformistas ingleses, el decidido rechazo de las prácticas de la iglesia imperante, y la absoluta dedicación a la obra del evangelio.
Mientras estaba con su abuelo ocurrió un hecho muy significativo. Llegó al hogar Richard Knill, un predicador amigo de la familia. Después de varios días de compartir con ellos, quedó muy impresionado por el pequeño Charles. Antes de irse, reunió a todos, y sentando al niño en sus rodillas, dijo: «No sé cómo, pero siento un solemne presentimiento de que este niño predicará el Evangelio a millares, y de que Dios le bendecirá en muchas almas. Tan seguro estoy de esto, que cuando mi pequeño hombre predique en la capilla de Rowland Hill, quisiera que cantara el himno que comienza: «Dios se mueve de manera misteriosa, para sus maravillas efectuar».
Spurgeon diría más tarde: «¿Contribuyeron las palabras de Mr. Knill a efectuar su propio cumplimiento? Yo lo pienso así. Yo las creí y miraba al futuro, a la época en que predicaría la Palabra». De hecho, la profecía tuvo cumplimiento, y la predicación en Rowland Hill también, con himno incluido.
Cuando tenía 11 años de edad asistió a una escuela en Colchester y más tarde pasó dos años en una escuela de Maidstone. Durante su estancia allí, ganó premios y medallas en torneos literarios y concursos. Poseía una viva inteligencia, y era persistente en el estudio, y de muy buena memoria. Sus condiscípulos admiraban su habilidad de observación.
J. D. Everett, quien fuera condiscípulo suyo, lo recuerda así: «Era más bien pequeño y delicado, con rostro pálido, pero lleno, ojos y pelo oscuros, de maneras vívidas y brillantes, con un incesante manantial de conversación. Era más bien de músculos débiles, no se ocupaba de los juegos atléticos. Era experto y hábil en todo género de libros de conocimientos; y hábil en los negocios. Tenía una asombrosa memoria para pasajes de la oratoria, y acostumbraba a recitarme trozos de conferencias, de vívida descripción. Le oí también recitar grandes trozos del libro «Gracia Abundante» de Juan Bunyan».
Conversión y primeros pasos
Spurgeon tenía la costumbre de ir a la iglesia de su padre; pero el domingo 15 de enero de 1850 no pudo hacerlo a causa de la gran nevada que caía. En vista de ello, buscó un lugar donde oír la Palabra. «Encontré una pequeña capilla de los Metodistas Primitivos. A muchas personas había oído hablar de esta gente, y sabía que cantaban tan alto que su canto daba dolor de cabeza; pero no me importaba. Quería saber cómo podía salvarme, y no me importaba que me diera dolor de cabeza. Así que me senté y el servicio continuó, pero no vino el predicador. Al fin, un hombre de apariencia muy delgada, Roberto Eaglen, subió al púlpito, abrió la Biblia, y leyó las palabras: «Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra» (Isaías 45:22). Entonces, fijando sus ojos en mí, como si me conociera, dijo: «Joven, tú estás en dificultad». Sí, yo estaba en gran dificultad. Continuó: «Nunca saldrás de ella mientras no mires a Cristo». Y entonces, levantando sus manos, gritó como creo que sólo pueden gritar los Metodistas Primitivos: «Mira, mira, mira». «Sólo hay que mirar» dijo. Y en ese momento vi el camino de la salvación. ¡Oh, cómo saltó de gozo mi corazón en aquel momento! No sé si dijo otra cosa. No presté mucha atención a eso, tan poseído estaba por aquella sola idea. Spurgeon tenía en estos momentos quince años y seis meses.
Poco después se trasladó a vivir a Newmarkel, donde trabajó como ayudante de profesor. Allí, con el consentimiento paterno, se bautizó y unió a los bautistas. Posteriormente trabajó en una escuela de Cambridge. Estando allí, sintió el llamado para el ministerio.
Spurgeon comenzó su servicio al Señor como maestro de Escuela Dominical y predicador laico. Por su carácter afable, y por la amena instrucción que daba a los niños, llegó a ser muy querido.
Su primer sermón fue dado de manera inesperada. Se le encomendó acompañar a un joven predicador a la aldea de Terversham, pero, para su sorpresa, el predicador se negó a predicar y le encomendó la tarea a Spurgeon. El tema de su predicación fue: «Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso» (1ª Pedro 2:7). Los sencillos campesinos quedaron muy impresionados por el ardor del corazón del joven, y desde entonces, su fama comenzó a crecer en los alrededores.
Y cuando no querían oírle, se las arreglaba de alguna manera para que lo hicieran. Una vez, en una noche lluviosa, después de haber caminado bastante para llegar a un poblado, se encontró con que nadie se había reunido. Entonces, envuelto en su impermeable, llevando su linterna en la mano, fue de casa en casa, invitando a la gente. Así pudo reunir una pequeña congregación».
Primer pastorado
A fines de 1850, cuando sólo contaba con unos pocos meses como predicador, fue llamado al pastorado de la Iglesia Bautista de Waterbeach, lugar cercano a Cambridge. Spurgeon tenía entonces 17 años de edad. Desde entonces, y aún cuando estuviera en los días de gloria, nunca desdeñaría las congregaciones pequeñas o rurales, donde siempre predicaba con el mayor placer.
Cuando se inició como pastor en Waterbeach, la aldea tenía poco más de 1.000 habitantes, diseminados en una amplia zona. El elemento masculino de ella tenía mala fama. En su mayor parte eran toscos campesinos, muy dados a la embriaguez y al libertinaje. La pequeña congregación se reunía en un granero, transformado en capilla de blancas paredes y techo de paja. Contaba con unos cincuenta miembros, de los cuales sólo había una docena cuando Spurgeon predicó su primer sermón.
Durante el tiempo que permaneció en Waterbeach padeció estrecheces y penurias, pero la Iglesia creció y el pueblo sufrió una completa metamorfosis. El joven que Dios había usado para esto recibió el aprecio y el respeto de todos.
Al poco tiempo, los padres de Spurgeon quisieron que su hijo ingresara en el famoso Regent’s Park College. Aunque Spurgeon se sentía reacio a hacerlo, convinieron en una entrevista entre él y el Director, a fin de tratar el asunto. La entrevista había de celebrarse en el hogar de un tal Macmillan, un editor cristiano. Ambos concurrieron a la cita, pero por un error de una de las empleadas, fueron introducidos a distintas habitaciones, donde esperaron por mucho tiempo, ignorantes de que se encontraban tan cerca el uno del otro.
La entrevista fracasó y Spurgeon estimó que esto era una indicación de que Dios no quería que él cursara estudios sistemáticos de teología. Esa misma tarde le pareció oír una voz que le decía: «¿Buscas grandes cosas para ti? No las busques». Esto lo recibió como un expreso mandamiento de Dios de no ingresar a universidad alguna. Ni entonces ni después, Spurgeon habría de hacerlo. Sin embargo, llegó a ser uno de los hombres más ilustrados de la época. Se dice que leía por lo menos seis libros cada semana y llegó a contar con una biblioteca personal con más de 10.000 volúmenes.
A fines de octubre o principios de noviembre de 1853, cuando Spurgeon no había cumplido aun los 20 años, se celebró en Cambridge una Convención de Escuelas Dominicales, a la que fue invitado junto con otros dos predicadores. En el auditorio se encontraba un señor de apellido Gould. Por esta época, la antigua y célebre Iglesia de la calle New Park Street de Londres, se encontraba sin pastor, y en estado de gran decadencia. Un día, hablando Gould con un diácono de aquella iglesia, se lamentaba éste de las tristes condiciones en que se encontraba la congregación. Entonces Gould le habló de Spurgeon.
Un domingo por la mañana le entregaron a Spurgeon una carta procedente de Londres. Luego de leerla, se la pasó a un diácono y le dijo: «Seguramente esta carta no es para mí, sino para alguna otra persona de mi nombre». Al día siguiente, escribió a Londres diciendo que suponía que había algún error, pues él tenía sólo 19 años de edad y era el predicador de una pequeña iglesia rural. Con esta carta dio por terminado el asunto. Pero en tiempo oportuno recibió otra misiva de Londres en la que se le ratificaba la invitación a predicar en New Park Street.
Llegada a New Park Street
La visita a Londres estuvo llena de temores, de sentimientos de ridículo (en la casa de huéspedes le hicieron ver lo tosco de su atuendo) y de la pequeñez de su persona, en medio de las grandezas de la capital. Sin embargo, su predicación el domingo por la mañana agradó a los poco más de cien asistentes. Su texto fue Santiago 1:17: «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo Alto». En la noche predicó sobre Apocalipsis 14:5: «Y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin mancha». Después del servicio, la congregación no se disolvió inmediatamente, comentando lo que habían oído, y expresando su deseo de que el joven predicador regresara otra vez.
La congregación de la calle New Park tenía una historia muy venerable, que databa del siglo XVII. En distintas épocas había disfrutado de gran prosperidad y florecimiento, pero en aquel momento se hallaba en gran decadencia; al punto que, como dice un autor, «todo su futuro parecía encerrarse en su pasado». El local de la capilla, capaz de contener 1.200 personas sentadas, apenas recibía la visita de 60 ó 70, en un ambiente glacial.
Los diáconos comprometieron a Spurgeon a predicar durante seis semanas, alternando las predicaciones en Londres y en Waterbeach. No obstante la intermitencia, la iglesia se veía cada día más animada y concurrida. Al expirar el plazo, le pidieron que supliera el púlpito por espacio de seis meses, como paso previo al pastorado. Spurgeon les contestó que bastaba con un plazo de tres meses, en cuya fecha podía ser prorrogado por otros tres, o despedido sin necesidad de explicaciones. Cuando aún no concluían los primeros tres meses, la congregación le invitó a aceptar el pastorado con carácter oficial y permanente. Era el 28 de abril de 1855.
Al poco tiempo, invadió a Londres la epidemia del cólera, causando estragos en la población. El diligente y valeroso comportamiento del joven predicador aumentó aun más su popularidad y le granjeó muchos leales amigos. Las multitudes literalmente invadían la capilla de New Park Street para oírle.
En uno de aquellos domingos, al terminar su sermón, Spurgeon dijo: «Por la fe cayeron los muros de Jericó; y por fe caerá también esta pared del fondo». Al concluir el servicio, uno de los diáconos de la iglesia le dijo que no debía volver a mencionar tal asunto, a lo que éste contestó con su característica prontitud: «¿Qué quiere usted decir? No me oirán hablar más de esto cuando esté hecho, y por tanto, mientras más pronto se haga, mejor». A los pocos días comenzaron los trabajos.
Matrimonio y familia
Entretanto, Spurgeon se casó con Susana Thompson, una joven de la iglesia. Pese que ella tuvo durante gran parte de su vida problemas de salud, fue una ayuda idónea y amiga fiel. Pertenecía a una familia acomodada de comerciantes de la ciudad, y había recibido una sólida educación. Brillaba en su ambiente por sus gustos refinados y por la gran bondad de su carácter, más que por la belleza física. Era una mujer a quien Dios había adornado con las mejores virtudes para la misión que le correspondería cumplir.
Ella tuvo la energía para emprender dos obras que le valieron mucho reconocimiento y estima: el «Fondo de Libros», y el «Fondo de Auxilio para Ministros Pobres».
El primero surgió cuando Spurgeon publicó sus «Discursos a mis estudiantes», en 1869. Ella se sintió tan enamorada del libro, que cuando su marido le preguntó: ‘¿Te gusta?’, ella contestó: ‘Quisiera poderlo poner en manos de cada ministro de Inglaterra’. ‘¿Cuánto darás para ese fin?’, le preguntó él.
Entonces ella recordó que en una pequeña gaveta tenía algún dinero muy bien guardado por años. Al contarlo, vio que sumaba la cantidad precisa para comprar cien ejemplares del libro. Así nació el «Fondo de Libros».
La obra efectuada por esta noble mujer adquirió una gran importancia a medida que pasaba el tiempo. En el año 1884, ella informaba que, en los quince años de existencia del «Fondo de Libros», se habían distribuido 122.129 libros, aparte de un gran número de sermones; y que estos libros habían sido donados a más de 12.000 ministros de todas las denominaciones.
Este trabajo le permitió a la Sra. Spurgeon enterarse de los graves problemas económicos que aquejaban a muchos ministros pobres. Así surgió la idea de crear el Fondo de Auxilio Ministerial.
Respecto a los hijos, los Spurgeon tuvieron solamente dos hijos mellizos, y ambos, andando el tiempo, ingresaron en el ministerio. Uno de ellos se destacó por su elocuencia y capacidad, y sucedió a su tío homónimo, que había quedado al frente del Tabernáculo a la muerte de Spurgeon. Su otro hijo también desempeñó puestos de importancia en su denominación.
Publicaciones
Una de las mayores fases del trabajo de Spurgeon, y que le dio rápida popularidad, fue la publicación de sus sermones. De esta manera estuvo enviando muy lejos su mensaje, por espacio de un tercio de siglo.
Siendo aun muy joven, Spurgeon había leído un sermón que causó tan profunda impresión en él, que de ahí surgió la idea de publicar algunos de sus sermones ‘de valor de un penique’. Al término de su primer año en Londres, ya había publicado doce. Entonces se puso de acuerdo con el editor Passmore, que era miembro de la iglesia, para realizar la publicación semanal de sus sermones. Así, desde el año 1855 y hasta el año 1892, año de su muerte, por un espacio de 35 años, esta publicación continuó ininterrumpidamente.
Los sermones eran registrados taquigráficamente, y a la mañana siguiente él los revisaba; entonces se entregaban al impresor, y un día después se dedicaba a hacer la primera y la segunda corrección de pruebas. Desde el principio, tuvieron una amplia circulación: 25,000 ejemplares semanales. En los 35 años se publicaron aproximadamente unos 32 millones de sermones. Ellos se publicaban en gran número de periódicos y revistas, en diversas partes del mundo. «El auditorio de Spurgeon», dijo alguien, «fue todo el mundo cristiano».
Un día Spurgeon dio una emocionada noticia a su auditorio: «Tengo en mi mano un sermón al cual doy un gran valor. Lleva estampadas las iniciales D. L., es decir, David Livingstone, y es un sermón mío encontrado dentro de una de las cajas del doctor Livingstone. Se titula ‘Accidentes y Castigos’, y en él se encuentran escritas estas palabras: ‘¡Muy bueno! D. L.’ Me ha sido enviado por su viuda, y está sucio y roto, pero lo guardo como una reliquia, porque aquel siervo de Dios lo llevó con él».
En su extenso ministerio, hubo muchos otros testimonios similares. Uno de ellos hizo un gran recorrido antes de llegar a manos de una mujer de mala vida. Así le escribía a Spurgeon un testigo: «Pensad en aquel sermón predicado en Londres, enviado a América, un extracto de él publicado en un periódico de aquel país, ese periódico enviado a Australia, parte de él roto (como si dijéramos accidentalmente), envolviendo un paquete que fue enviado a Inglaterra, y después de tanto viajar, lleva el mensaje de salvación al alma de aquella mujer».
Un inglés que ascendía los Alpes, cerca del lago Ginebra, llegó a una casa, perdida en aquellas soledades, donde encontró, sentadas sobre la hierba, a dos mujeres concentradas en la lectura de un libro: se trataba de un tomo de sermones de Spurgeon, traducido al francés.
En los Estados Unidos, los sermones eran publicados incluso por periódicos seculares. Muchas iglesias que carecían de pastores los pedían para leerlos en sus reuniones. En la Rusia de los Romanoff, en que muchos cristianos eran perseguidos, los sermones de Spurgeon tuvieron una gran recepción y efectuaron su obra de salvación. En 1881, un ministro escribió a Spurgeon desde San Petersburgo: «Por medio de sus sermones Ud. está tomando una gran parte en el adelantamiento del Reino de Cristo, tanto en San Petersburgo como en el interior. Ud. es bien conocido entre los sacerdotes, los que parecen asirse de sus sermones traducidos; y, lo que resulta extraño, yo conozco casos en que el Censor, de buena voluntad ha dado permiso para que sus obras fueran traducidas, y esto cuando se mostraba irreductible con respecto a otras publicaciones».
Otro ministro escribía a Spurgeon en 1882, desde Varsovia: «En las últimas semanas he estado visitando las Iglesias de Silesia y la Polonia Rusa. En casi todas las poblaciones y villas, una de las primeras preguntas que se me hacía era: ‘¿Y cómo está el hermano Spurgeon?’. Los soldados ingleses apostados en la India recibían los sermones semanalmente por correo, y el domingo por la noche los leían, caso extraño porque no leen nada que tenga sabor religioso. Cuando un sermón había pasado por las manos de 50 ó 60 hombres, ya estaba completamente negro, usado y roto.
En Australia, un hombre encontró un sermón impreso tirado en el suelo en una cabaña, y por medio de su lectura llegó al conocimiento de la verdad. Lo guardó cuidadosamente durante el resto de su vida, y en su lecho de muerte se lo dio a un misionero como el único tesoro que podía dejar tras de sí. Otro australiano hizo que algunos de estos sermones fuesen insertos en los periódicos, pagando personalmente un enorme costo por ello.
Desde Tasmania escribía la esposa de un misionero, en 1885: «Si el Sr. Spurgeon supiera lo apreciado que son sus sermones en nuestros bosques sureños, donde no hubo predicadores por espacio de años, y cuántos casos de conversiones ha habido debido a ellos, se sentiría maravillado y se regocijaría con gozo indecible».
Se cuenta el caso de un armador de barcos de pesca, en el Mar del Norte, que, convertido por uno de los sermones de Spurgeon , puso a uno de sus barcos el nombre «Charles H. Spurgeon», el cual había intervenido en el salvamento de un barco que estaba a punto de naufragar.
A. G. Brown relata el siguiente incidente: «Una vez vino a mí un hombre de magnífica presencia. Le pregunté: ‘¿Dónde aceptó usted al Salvador.?’, e inmediatamente me contestó: ‘Latitud 25, longitud 54’. Confieso que tal respuesta me extrañó y me intrigó. ‘¿Qué quiere usted decir?’, le dije. Y contestó: ‘Yo estaba sentado en la cubierta de mi barco, y de un paquete de periódicos que tenía delante de mí, extraje uno de los sermones de Spurgeon. Comencé a leer, y mientras avanzaba en la lectura, vi la verdad y recibí al Señor Jesús en mi corazón. Inmediatamente busqué la latitud y la longitud en que me encontraba, y ésta es la que le he dado a usted’.
La casa editora Passmore & Alabaster tuvo que abandonar todo otro género de publicaciones, para ocuparse exclusivamente de la edición de los libros y folletos de Spurgeon, y no daba abasto.
De la gran cantidad de obras publicadas por Spurgeon, tanto de mensajes, expositivos, de ilustraciones, devocionales, históricos, de pedagogía y moral cristiana, podemos destacar, de los traducidos al español: «El Tesoro de David» (comentario de los Salmos, en 2 tomos), «Pescador de almas», «Devocionales Matutinos», «Discursos a mis estudiantes», «Notas de sermones», «Todo por gracia».
Comienzan las hostilidades
Corría 1856. Mientras se efectuaban las modificaciones de la capilla en New Park Street, la congregación alquiló el Exeter Hall, un enorme edificio con capacidad para 5 a 6 mil personas, que se encontraba en una de las avenidas más importantes de Londres. Pero muy pronto también quedó chico.
La prensa no podía dejar pasar la verdadera revolución que estaba realizando el joven Spurgeon. Algunos –los menos– trataban el asunto con seriedad y respeto, pero los más le trataron despiadadamente, lanzándole al rostro las acusaciones más absurdas, groseras e injuriosas. Su nombre comenzó a ser «pateado por la calle como una pelota de fútbol». Le representaban como un mono, un cerdo, un payaso, o como la personificación del mismo diablo.
En el dormitorio de su hogar, la señora Spurgeon había colgado un texto: «Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y, alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros» (Mateo 5:11-12).
En muchos otros lugares del país, la prensa se unía a esta corriente. Un periódico de Sheffield publicaba: «En los momentos actuales, el gran león, la estrella, el meteoro, o llámeselo como se quiera, de los bautistas, es el reverendo Spurgeon. Ha hecho verdadero furor en el mundo religioso. Cada domingo, las multitudes asaltan Exeter Hall como si fueran a un gran espectáculo dramático. El enorme local se llena hasta rebosar de un público emocionado, cuya buena fortuna en conseguir entrada suele ser envidiada por los centenares que se quedan fuera asediando las puertas cerradas... Spurgeon se predica a sí mismo. No es otra cosa que un actor, y no hace otra cosa sino exhibir aquella incomparable desfachatez que le caracteriza en grado sumo, entregándose a burdas familiaridades con las cosas santas, declamando en estilo delirante y coloquial, contoneándose arriba y abajo en la plataforma como si estuviera en el Teatro de Surrey, y jactándose de su propia intimidad con los cielos con una frecuencia que da náuseas. Se diría que el cerebro de este pobre joven ha sido trastornado por la notoriedad que ha adquirido, y por el incienso que se ofrece en su santuario. Reconozcamos en favor de ellos, que las grandes luminarias de su denominación no apoyan ni alientan a Spurgeon. Es un fenómeno espectacular, pero de corta duración, un cometa que ha aparecido súbitamente en el firmamento religioso. Ascendió como un cohete, y antes de poco descenderá como la caña». Spurgeon tenía sólo 22 años.
Días de controversia
Sin embargo, la controversia mayor se planteó en el plano teológico. Spurgeon chocó con la corriente doctrinal que imperaba en la cristiandad londinense. El punto de vista doctrinal predominante en los años 1850 a 1860 era arminiano, y Spurgeon profesaba valientemente el calvinismo. Él pensaba que el arminianismo era un error que estaba influenciando todo el sector no conformista, así como la propia Iglesia de Inglaterra, y lo decía con el ímpetu de su arrolladora juventud y de su celo por lo que él consideraba la pureza del evangelio.
«The Bucks Chronicle» le acusaba de hacer del hipercalvinismo requisito esencial para entrar en el cielo; «The Freeman» deploraba que denunciase a los arminianos «en casi todos los sermones»; «The Christian News» asimismo condenaba sus «doctrinas de tan fiero exclusivismo» y su oposición al arminianismo; y «The Saturday Review» se dolía que Spurgeon predicase la redención «en salas saturadas de olor a tabaco».
En vez de declararse inocente de estas acusaciones, Spurgeon las aceptó prontamente. Afirmaba que la necesidad primordial de la Iglesia no era simplemente más evangelismo, ni siquiera más santidad (en primer lugar), sino el retorno a la plena verdad de las doctrinas de la gracia, a las que, para abreviar, estaba dispuesto a llamar calvinismo. Spurgeon afirmaba: «La antigua verdad que Calvino predicó, que Agustín predicó, que Pablo predicó, es la verdad que debo predicar hoy, o de lo contrario sería infiel a mi conciencia y a mi Dios. No puedo ser yo el que dé forma a la verdad; ignoro lo que es suavizar las aristas y salientes de una doctrina. El evangelio de Juan Knox es el mío. El que tronó en Escocia ha de tronar de nuevo en Inglaterra».
Spurgeon se defendía de los ataques con sutileza y elegancia: «Se nos culpa de ser ‘ultras’; se nos considera la chusma de la creación; apenas hay ministros que nos miren o hablen favorablemente de nosotros, porque defendemos puntos de vista enérgicos en cuanto a la soberanía de Dios, sus divinas elecciones, y su especial amor hacia su pueblo propio». Predicando a su propia congregación diría en 1860: «No ha habido una iglesia de Dios en Inglaterra en los últimos cincuenta años que haya tenido que pasar por más pruebas que nosotros... Apenas pasa día en que no caiga sobre mi cabeza el más infame de los insultos, tanto en privado como en la prensa pública; se emplean todos los medios para derrocar al ministro de Dios...».
Spurgeon pensaba que la oposición no era sólo hacia su persona, sino que los ataques obedecían a causas más profundas. «Hermanos, en todos los corazones hay esta natural enemistad hacia Dios y hacia la soberanía de su gracia». «He sabido que hay hombres que se muerden los labios y rechinan los dientes rabiosos cuando he estado predicando la soberanía de Dios... Los doctrinarios de hoy aceptan un Dios, pero no ha de ser Rey, es decir, escogieron un dios que no es dios, y antes siervo que soberano de los hombres» . «El hecho de que la conversión y la salvación son de Dios, es una verdad humillante. Debido a su carácter humillante, no gusta a los hombres».
Spurgeon consideraba el arminianismo como popular debido a que servía para aproximar más el Evangelio al pensamiento del hombre natural; acercaba la enseñanza de la Escritura a la mente mundana. «Si la religión de Cristo nos hubiera enseñado que el hombre era un ser noble, sólo que un poco caído – si la religión de Cristo hubiese enseñado que por su sangre había quitado el pecado de todo hombre, y que todo hombre, por su propio y libre albedrío, sin la gracia divina, podía ser salvo – ciertamente sería una religión muy aceptable para la masa de los hombres». Las enseñanzas de la gracia fueron el cimiento del ministerio de Spurgeon durante todo su ministerio.
En todo caso, esta postura calvinista tan decidida por parte de Spurgeon fue más bien teológica que práctica, y fue suavizándose con los años. Su calvinismo nunca le impidió –al contrario– predicar con diligencia el evangelio a todos, como si fuera el más convencido de los predicadores metodistas y arminianos del avivamiento wesleyano.
Estas controversias no tuvieron más efecto que hacer aún más popular el nombre de Spurgeon, y que sus servicios tuvieran más asistencia. Y los que venían para ver al payaso hacer sus contorsiones, o para ver la figura que tenía el diablo hereje, se quedaban para oír la predicación. Muchos de ellos fueron llevados a los pies de Cristo. Spurgeon, que tenía sentido del humor, conservaba cuidadosamente las caricaturas, como asimismo los folletos y artículos que de su persona y obra se publicaban.
Tragedia
En junio de 1855, la congregación regresó del Exeter Hall a la capilla de New Park Street, que tenía capacidad para 400 personas más que antes. Sin embargo, el local resultaba muy pequeño. Muchos tenían que devolverse a sus casas, frustrados.
Pero Spurgeon no sólo predicaba allí. También lo hacía en otros lugares a mediados de semana. Y también fuera de Inglaterra. En 1855 predicó en distintas ciudades de Escocia. A su regreso a Inglaterra viajó por Essex, Cambridgeshire, y Suffolk, predicando en muchas poblaciones, comenzando por Waterbeach, de donde había ido a Londres dos años antes.
La estrechez de la capilla de New Park Street comenzó a hacer ver la necesidad de edificar un templo que reuniera las condiciones apropiadas. Pero la tarea se veía muy difícil. Entretanto, se pensó regresar a Exeter Hall, pero los dueños se negaron a arrendarlo por mucho tiempo a un solo predicador. Poco antes de esta fecha se había inaugurado el Music Hall (Teatro de la Música), probablemente el de mayor capacidad en Londres. Alquilar este edificio parecía una empresa gigantesca. Sin embargo, no había otra opción.
Así que, mientras se creaba un fondo para la construcción de un nuevo templo, se alquiló el Music Hall. Pero las reuniones allí tuvieron un triste comienzo. La primera noche en que Spurgeon predicó, el 19 de octubre de 1856, ocurrió un accidente que tuvo un tremendo efecto sobre el público, sobre el predicador, y sobre el futuro de la obra en Londres. Lo que no pudieron lograr las diatribas de los periódicos y de los teólogos –acallar a Spurgeon–, casi lo logra este funesto accidente.
El lugar estaba abarrotado con más de 7000 mil personas. A la mitad del sermón, algunos mal intencionados, gritaron «¡Fuego! ¡Fuego!». La multitud se excitó de una manera terrible y se lanzó a las puertas, pisoteándose unos a otros, y ocasionando la más espantosa escena de desolación y muerte. Spurgeon desde la plataforma suplicaba a la multitud que permaneciera tranquila, pero le fue imposible dominar la asamblea. 7 personas murieron y 28 quedaron heridas. Nunca su supo quiénes habían provocado esta tragedia.
Spurgeon cayó enfermo. Según algunos de sus biógrafos, fue esta la enfermedad que le llevaría a la muerte años después. Además, fue terriblemente fustigado por una parte de la prensa. «The Saturday Review» escribía el 25 de octubre: «Creemos que las actividades del señor Spurgeon no merecen en lo más mínimo la aprobación de sus correligionarios. Apenas hay un ministro no conformista de cierta categoría que esté asociado con él. No observamos, en ninguno de sus proyectos u operaciones de edificación, que los nombres de ninguno de los líderes del llamado mundo religioso figuren como fiadores... Existe la opinión general de que sus anormales procedimientos no benefician a la religión.. El alquilar lugares de esparcimiento público para la predicación del domingo es una lamentable novedad. Da la impresión de que la religión se encuentre falta de recursos. Después de todo, el señor Spurgeon no hace otra cosa sino representar el papel de Jullien dominical. Se nos habla del espíritu profano que debe haber habido en el fondo de la mente clerical cuando la Iglesia representaba Autos Sacramentales y toleraba la Fiesta de los Asnos; pero estas cosas antiguas reaparecen cuando los predicadores populares alquilan salas de conciertos, y predican la redención en salas saturadas de olor a tabaco, y donde resuenan las castas melodías del ‘Bobbing Around’ y los valses de La Traviata».
Aun muchos religiosos le combatieron; pero muchos amigos estuvieron a su lado.
La terrible tragedia obligó a los hermanos a edificar con prontitud un edificio que ofreciera seguridad. Para el efecto, la iglesia adquirió un extenso terreno, el mismo donde en siglos anteriores un gran número de cristianos habían sido quemados por su fidelidad a la Palabra de Dios.
Este mismo año se suscitó una nueva controversia en torno a Spurgeon, conocida como la «Controversia del Riachuelo», y fue motivada por un volumen de himnos que había sido publicado: Himnos para el Corazón y para la Voz, El Riachuelo. Para Spurgeon, muchos de los himnos eran simplemente «poemas de la naturaleza» y carecían de una clara verdad evangélica. Pese a que era muy joven, Spurgeon tenía ideas muy claras; y por ser joven, las expresaba con mucha franqueza.
(Continuará)
.Una revista para todo cristiano • Nº 44 • Marzo - Abril 2007
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Precoz, prolífico, polémico, elocuente. Charles Haddon Spurgeon, un hombre que hizo brillar hermosamente el evangelio en la penumbra de la Inglaterra decimonónica.
El príncipe de los predicadores (2ª Parte)
Procedente de una antigua familia cristiana inglesa, Charles H. Spurgeon mostró tempranamente inclinación por la las cosas espirituales. Convertido a los 15 años, a los 17 ya era pastor. A los 20 años se hizo cargo de una de las iglesias más antiguas y prestigiosas de Londres. Muy pronto comenzó a atraer multitudes por su predicación. Fuera de Inglaterra su nombre también se hizo conocido gracias a la publicación de sus sermones, que se leían con devoción en todo el mundo. Su popularidad creció hasta el punto de convertirse en un verdadero fenómeno religioso. Sin embargo, también hubo una fuerte hostilidad hacia su persona, a causa de su juventud, su denuedo, y sus firmes convicciones doctrinales. Las dificultades alcanzaron su punto más álgido cuando ocurrió un accidente en una de sus reuniones, que causó la muerte a 7 personas, y dejó a otras 28 heridas. Esta terrible tragedia dejó una huella muy profunda en el joven predicador. No obstante se repuso, y continuó su ministerio.
Colegio de Pastores
A fin de ayudar a los jóvenes que tenían el llamado a la predicación, Spurgeon creó en 1856, con recursos propios, el Colegio de Pastores, que comenzó con un solo alumno y un solo maestro. En poco tiempo, se construyó un edificio para el Colegio. A fines de 1872, dada la alta demanda de los estudiantes, se construyó un hogar para el Colegio. En su discurso anual de 1890, Spurgeon informaba que en los 34 años del Colegio, habían sido recibidos en él 828 postulantes, de los cuales 673 ejercían en la obra.
El Colegio de Pastores fue la obra favorita de Spurgeon. «El que convierte un alma saca agua de una fuente; pero el que prepara un ganador de almas, está cavando un pozo del cual millares pueden beber el agua de la vida eterna. Por eso creemos que nuestra obra entre 1os estudiantes es la mayor responsabilidad de todas aquellas en las cuales hemos puesto las manos...».
Desde el año 1865 se organizó la «Conferencia Anual» del Colegio de Pastores. A estos encuentros venían todos los que habían pasado por sus aulas, para tener una semana de refrigerio espiritual, en el abrazo de los compañeros, en la comunión, en el estudio a los pies del Maestro. Spurgeon siempre tenía para ellos palabras de cariño y aliento, de exhortación y consejo.
Hacia fines de 1857 se publicó su primer libro, el primero de muchos que habría de publicar: El Santo y Su Salvador, escrito principalmente «para la familia del Señor,» aunque contiene muchos pasajes destinados al lector inconverso.
Al modo de Wesley y de Whitefield, Spurgeon solía predicar al aire libre. Cierta vez predicó debajo de un gran árbol donde hacía poco había muerto un hombre partido por un rayo. De esa manera, él enfatizaba lo inesperado de la muerte. En otra ocasión, 10.000 personas le escucharon predicar junto a una gran roca y cantar con todo fervor «Roca de la Eternidad». Predicó también en establos, cobertizos, y una vez, incluso, predicó sobre una carreta.
A fines de 1858, los sentimientos de Spurgeon en contra de la esclavitud se hicieron ampliamente conocidos, pues en una reunión nocturna, Spurgeon invitó a John A. Jackson, un esclavo fugitivo originario de Carolina del Sur, USA, a que subiera al púlpito con él. Esto hizo que perdiera mucho del apoyo que recibía de los Estados Unidos, y afectó la venta de sus sermones en aquel país. Tal vez por eso, pese a las múltiples invitaciones que habría de recibir posteriormente, Spurgeon nunca accedió a visitar Estados Unidos. Más tarde recibiría también invitaciones para visitar Australia y Canadá, pero él contestaba que no tenía permiso de su Señor para abandonar su puesto.
Mientras se levantaba el Tabernáculo Metropolitano, Spurgeon, los diáconos y algunos miembros de la iglesia, acostumbraban reunirse a orar en medio de los trabajos de la construcción. Por fin, el 1° de marzo de 1861, fue terminado el Tabernáculo Metropolitano. Tenía capacidad para 6.000 personas; además había un salón para la Escuela Dominical, con capacidad para 1.000 personas; y otras dependencias.
Días de éxito y reconocimiento
El primer servicio que se celebró en el Tabernáculo Metropolitano fue de oración, dirigido por Spurgeon, el 18 del mismo mes, con una asistencia de más de mil personas. Las celebraciones de apertura tuvieron una duración de 5 semanas. Varias predicaciones sobre la gracia fueron expuestas por el propio Spurgeon y por otros predicadores invitados.
En estos momentos tenía Spurgeon 26 años de edad, y sólo hacía 6 que se encontraba en Londres. No obstante su juventud, y el tiempo relativamente corto en que se hallaba al frente de este trabajo, había efectuado una labor verdaderamente brillante. La fama de Spurgeon no cesó, ni mermó con la edificación del Tabernáculo Metropolitano. Al contrario, su renombre iba creciendo a medida que pasaban los años.
Durante el año 1861 se distribuyeron 200,000 sermones impresos en las Universidades de Oxford y Cambridge, y salió a luz una edición alemana que se expuso en la Feria del Libro de Leipzig. Muchos periódicos de Estados Unidos seguían publicando sus sermones cada semana.
El volumen de sermones del «Púlpito del Tabernáculo Metropolitano» correspondiente al año de 1864 es uno de los más importantes de toda la colección que contiene 56 volúmenes. La razón es que incluye sermones sobre «La Regeneración Bautismal», «Niños Traídos a Cristo y no a la Pila Bautismal», «El Libro de la Oración Común» (utilizado por la Iglesia de Inglaterra, anglicana), y «Pesado en las Balanzas». Spurgeon sabía que había «atizado un nido de cascabeles» y estaba plenamente convencido que la venta de sus sermones bajaría dramáticamente, pero a partir de ese momento se vendieron más.
En 1865 se inició la publicación de una revista mensual a la que puso por nombre La Espada y La Paleta de albañil. La revista incluía la publicación de sermones, de artículos y de reseñas de libros. También mantenía informados a sus lectores acerca de las demás obras del ministerio de Spurgeon.
En 1865 predicó un mensaje titulado «La Verdadera Unidad Promovida,» que tiene mucha vigencia en nuestros días. En 1866 volvió a predicar sobre este tema. Spurgeon demostró sus simpatías a favor de una verdadera unidad cristiana al visitar Escocia en la primavera de ese año, asistiendo a la Iglesia Libre de la Asamblea de Escocia y predicando en otra iglesia de San Jorge y para las Iglesias Presbiterianas Unidas de Edimburgo.
La Sociedad de Colportores y el Orfanato
En 1866 fue creada la Asociación de Colportores. Su propósito era hacer circular la mayor cantidad posible de libros sanos, de carácter cristiano. Para Spurgeon, los colportores no eran sólo vendedores de libros, sino eran verdaderos «misioneros predicadores, y pastores». Algunas cifras dan elocuente muestra de ello.
Durante los primeros dos años, hubo sólo 6 hombres en este trabajo. En 1872, había 13; en 1874 había 35; en 1875, había 45. En 1880, que era el 14o. año de su existencia, la Asociación contaba con 79 colportores y se habían vendido 396.291 libros y revistas, se habían efectuado 631.000 visitas misioneras, y celebrado 6.000 servicios de predicación. En promedio, cada año cada colportor había vendido 5.016 libros y revistas; efectuado 7.987 visitas; y celebrado 75 servicios de predicación. Siguiendo el ejemplo de los colportores, un grupo de miembros del Tabernáculo partió a la India en labor misionera.
El año siguiente comenzó a concretarse otro sueño de Spurgeon: un Orfanatorio. Como alguien dijo: «El Orfanatorio representa de la manera más hermosa uno de los rasgos más tiernos de Spurgeon. Su amor a los niños sólo fue excedido por el amor que los niños le tenían a él». Muchas ocasiones, extenuado por el exceso de trabajo, y preocupado por los muchos problemas, Spurgeon iba al Orfanatorio para encontrar descanso físico y mental. Allí, Spurgeon era como «un niño grande entre otros muchos niños pequeños».
No obstante, Spurgeon nunca tuvo el propósito deliberado de fundar un asilo de niños. Su creación fue providencial, y es preciso que nos refiramos a ella para conocer un poco más a este hombre. En el año 1866, hablando Spurgeon de una manera incidental, de algunas cosas que constituían una necesidad imperiosa, mencionó un Orfanatorio, haciendo énfasis en los millares de niños que en la misma Londres carecían de pan y de abrigo. Esta nota fue leída por una asidua lectora de Spurgeon, la Sra. J. Hillyar, que era viuda de un clérigo anglicano y que poseía muchos bienes. Después de meditarlo mucho, puso a disposición de Spurgeon una fuerte suma de dinero para la construcción de un Orfanatorio. Spurgeon declinó aceptar el ofrecimiento, aconsejándole que hiciera esa donación al Orfanatorio de G. Müller, de Bristol.
Con esa carta Spurgeon creyó que quedaría terminado este asunto. Pero casi inmediatamente recibió una segunda carta, en la que ella le decía que Dios había puesto en su corazón entregarle esa cantidad, y que de no ser él quien la administrara, el dinero no sería donado. De esa manera Spurgeon se vio obligado a emprender la fundación del Orfanatorio.
A la donación de Mrs. Hillyar se agregaron muchas otras. Los edificios del Orfanatorio de Stockwell estuvieron terminados a fines de 1869. En él ingresaron niños a centenares, de todas las clases sociales y denominaciones cristianas, convirtiéndose en uno de los asilos de huérfanos más grandes de Inglaterra. En 1880 se comenzó la construcción del Orfanatorio de niñas.
De acuerdo con la manera de pensar de Spurgeon, la única disciplina que se empleaba en el Orfanatorio de Stockwell era la del amor, la palabra cariñosa, y la afectuosa persuasión. Muchos de los niños criados allí fueron predicadores del Evangelio.
La obra se extiende
En 1867, en vista de las frecuentes enfermedades y el enorme trabajo de Spurgeon, la iglesia le nombró a su hermano James como auxiliar. Desde esta fecha, y por espacio de 24 años, estos dos hermanos estuvieron al frente de aquella gigantesca obra. Hacia finales de este mismo año se terminó un Asilo de Ancianos con doce habitaciones para ancianitas.
Si bien Spurgeon nunca visitó Estados Unidos, tuvo estrecha comunión con cristianos norteamericanos. En 1875, los evangelistas norteamericanos D. L. Moody y Sankey predicaron en el Tabernáculo Metropolitano. El 6 de Junio Spurgeon predicó en una campaña de Moody y Sankey en la ciudad de Londres.
El 15 de agosto de ese mismo año, Spurgeon predicó un sermón titulado «Prescindiendo del Sacerdote», que causó una gran controversia promovida por los periódicos controlados por la Iglesia de Inglaterra.
Durante una reunión de oración que tuvo lugar la última noche de enero de este año, Spurgeon habló en contra del uso del título «Reverendo» (aunque él todavía lo usaba para no dificultarle su tarea al cartero). Él afirmaba que nadie lo había ordenado, y nadie lo haría nunca. Su única ordenación provino de «la mano traspasada».
Su preocupación por la formación de los predicadores llevó a Spurgeon a consultar unos 4.000 libros para analizarlos y recomendar los mejores.
La noche del primer domingo de Julio de 1875, se comenzó a usar una estrategia de evangelización nueva en el Tabernáculo Metropolitano: se solicitó a toda la congregación que cediera sus asientos, para que las personas que nunca habían venido pudieran escuchar el Evangelio. Debido al buen resultado que tuvo esta experiencia, se repitió muchas veces en el futuro.
En Diciembre de 1876 Spurgeon predicó una serie de cinco sermones sobre Cristo: «Cristo el Fin de la Ley», «Cristo el Conquistador de Satanás», «Cristo el Vencedor del Mundo», «Cristo el Hacedor de Todas las Cosas Nuevas» y «Cristo el Destructor de la Muerte». Al año siguiente, publicó un libro, El Glorioso Logro de Cristo, una colección de siete sermones acerca de Cristo como vencedor de Satanás, del mundo, de la muerte, etc.
En 1878, en el mes de Julio, se publicó un excelente libro titulado: «La Biblia y el Periódico.» Spurgeon estaba convencido que debía leerse el periódico «para ver cómo mi Padre celestial gobierna el mundo.» El libro contiene una colección de reportes de periódicos sobre diversos incidentes, vistos desde una perspectiva espiritual, para beneficio de predicadores y maestros de la escuela dominical. Algunas veces Spurgeon seleccionaba algunos de esos incidentes y predicaba sermones completos acerca de ellos. Por ejemplo, durante dos domingos del mes de Septiembre, predicó dos sermones acerca del hundimiento del barco Princesa Alicia.
Las ancianas y las enfermedades
Con el paso de los años, la enfermedad del reumatismo y la gota comenzaron a atacar fuertemente a Spurgeon. Continuamente debió ausentarse del púlpito, y tomarse períodos de descanso en la ciudad de Menton, Francia, a veces por semanas o meses. Por este tiempo un periódico de los Estados Unidos acusaba a un popular predicador londinense de falta de templanza, expresando que su enfermedad de la gota requería frecuentes visitas a Francia, siendo la gota el resultado de excesivo consumo de cervezas, coñac y vino de Jerez.
Pero Spurgeon continuaba su obra. Continuamente recibía fuertes sumas de dinero, sea como regalos (en sus cumpleaños especialmente), donativos o ingresos por la venta de sus libros. Gran parte de esos dineros los canalizaba hacia las obras de ayuda. En 1879 Spurgeon donó 5.000 libras esterlinas para los asilos y el resto para otras causas que lo ameritaban, tales como el Fondo de Auxilio para los Ministros Pobres.
Spurgeon también tuvo preocupación por las ancianas pobres. El «Hogar de las Ancianas» había nacido 50 años antes de que Spurgeon viniera al pastorado de la Iglesia New Park Street; y se originó en el corazón de Juan Rippon. Sin embargo, debió su mayor incremento a Spurgeon. En 1880 encontraban abrigo en este asilo 17 ancianas, la mayor parte de las cuales eran antiguos miembros de la Iglesia del Tabernáculo.
Este asilo era un verdadero hogar para las ancianas. Spurgeon nunca creyó en la conveniencia de que las personas recluidas en una institución benéfica vivieran hacinadas en grandes salones, y menos aun siendo ancianas, las que como tal, tienen sus hábitos de vida ya formados, y sus costumbres hechas. Proveyó un gran número de habitaciones para que en ellas pudieran vivir individualmente las asiladas, y en estas habitaciones reunió todas las comodidades posibles dentro de un bien entendido espíritu de economía, a fin de que los últimos años de vida de estas ancianas fueran tranquilos y agradables. Allí vivían aquellas viejecitas independientemente, sin embargo, en familia, con el aprecio y la consideración de todos. Eran consideradas no como objeto de caridad, sino como buenas hermanas a quienes se estaba en el deber sagrado de sostener, haciéndoles llevaderos los últimos instantes de la existencia.
La popularidad de Spurgeon llegó a alturas insospechadas, tanto, que hacía severa competencia a los políticos más connotados de la época. Se cuenta que un estudiante de una escuela en los Estados Unidos, cuando se le preguntó quién era el Primer Ministro de Inglaterra, respondió: ¡El señor Spurgeon!
Precisamente el Primer Ministro de Inglaterra, Mr. Gladstone, visitó en 1882 el Tabernáculo Metropolitano. La visita del señor Gladstone fue inesperada de tal forma que no se preparó un sermón especial para la ocasión. El Primer Ministro se reunió previamente en privado con Spurgeon durante quince minutos, y posteriormente se volvió a reunir con él para felicitarlo por la excelente labor que se desarrollaba.
En 1884 fue la celebración del cumpleaños número cincuenta del predicador, celebración que tuvo lugar los días 18 y 19 de Junio. Los periódicos comentaron el evento y congratularon al predicador por ser uno de los hombres mejor conocidos de su tiempo, habiendo sido primero «una curiosidad y posteriormente una notoriedad.» El Tabernáculo estaba completamente lleno en las reuniones que tuvieron lugar esas dos noches. 7.000 personas estuvieron presentes la noche del 19 de Junio. En una respuesta característica a los buenos deseos que le expresaban, Spurgeon dijo que «él no atravesaría la calle para ir a escucharse él mismo.» En el evento predicaron hombres eminentes tales como D. L. Moody y O. P. Gifford, de los Estados Unidos y Canon Wilberforce, y los doctores Newman Hall y Joseph Parker.
Spurgeon era un firme calvinista, pero reveló su condición universal al predicar en el mes de Abril a favor de la Sociedad Misionera Wesleyana.
Se rompe la paz: La Controversia del declive
Las cosas siguieron muy bien hasta el año 1887. Este fue el año en la vida de Charles Haddon Spurgeon de acuerdo a sus biógrafos y a los historiadores de la iglesia. Debido al curso de los eventos de ese año y a la decisión tomada por Spurgeon, fue criticado, alabado y evaluado desde entonces. Fue el año de la «Controversia del declive».
Spurgeon veía desde hacía tiempo con preocupación las tendencias modernistas entre ciertos predicadores bautistas de su día. Entre los errores estaba el negar el sacrificio expiatorio de Cristo, la inspiración bíblica y la justificación por la fe. Los bautistas, en vez de poner orden en sus filas, y aclarar los puntos en disputa, tenían comunión con tales modernistas.
Según Spurgeon, ellos razonaban así: «Sí, nosotros creemos en la Divinidad de Jesús; pero no dejaríamos a un hombre afuera de nuestro compañerismo por pensar que nuestro Señor es un mero hombre. Nosotros creemos en la expiación: pero si otro hombre la rechaza, él no debe, debido a esto, ser excluido de nuestro número». Por tanto, Spurgeon consideró un deber separarse de ellos: «El separarnos a nosotros mismos de aquellos que se separan a sí mismos de la verdad de Dios no es sólo nuestra libertad, sino nuestro deber».
Spurgeon no quería entrar en disputa, tampoco ejercer presiones para que ellos cambiaran su proceder, sino simplemente quiso salir de en medio de ellos, conforme a la Palabra. «El deber obligatorio de un verdadero creyente hacia hombres que profesan ser cristianos, y sin embargo niegan la Palabra del Señor, y rechazan los fundamentos del Evangelio, es salir de entre ellos». Spurgeon presentó su renuncia a la Unión Bautista, la que fue aceptada el día 18 de Enero.
La Controversia del Declive se convirtió en tema de conversación en los Estados Unidos y Canadá durante este año. «El Bautista Nacional» de Filadelfia censuró a Spurgeon; en cambio, la Convención Bautista de la Provincia Marítima de Canadá, le apoyó.
El predicador confesó que la «tensión de la controversia casi ha quebrantado mi corazón». La controversia se reflejó en la predicación de ese año: «Aferrándose a la Fe», «La Infalibilidad de la Escritura», «Ningún Compromiso», son algunos títulos de sus predicaciones.
Últimos días
Durante los últimos días de Spurgeon recrudeció la enfermedad de la gota, a la cual se agregaron el reumatismo y, al final, la enfermedad de Bright (que ataca severamente los riñones).
A fines de 1891, los médicos y amigos le aconsejaron otro viaje a Mentone. Durante los tres meses que mediaron entre su llegada a Mentone y su muerte, semanalmente escribió a su congregación epístolas cariñosas que eran leídas públicamente. Estas cartas muestran al hombre de Dios expresando la hermosura de Cristo. El 21 de diciembre de 1891 escribió una cariñosa carta a los niños del Orfanatorio, haciéndoles presente su cariño, y dándoles saludables consejos.
Parece que la última carta que Spurgeon escribió a su Iglesia es la que aparece fechada el 15 de enero de 1892. El 17 participó en un culto familiar; y el 18 la gota le afectó la cabeza. El martes 26 era el día señalado para traer al Tabernáculo las ofrendas de acción de gracias. Ese día Spurgeon dictó a su secretario, el Sr. Harrald, el siguiente telegrama: «Yo y esposa, cien libras, sincera acción de gracias, para gastos generales del Tabernáculo. Cariños a todos los amigos». Y entonces cayó en la inconsciencia, la que continuó casi todo el tiempo restante. Antes había dicho a su secretario: «Mi obra ha terminado’. Y a su esposa: «¡Oh querida, he gozado un tiempo glorioso con mi Señor!».
Charles H. Spurgeon durmió en el Señor el 31 de enero de 1892, rodeado de su esposa, uno de sus hijos, su hermano y co-pastor, su secretario particular, y tres o cuatro amigos. Su cuerpo fue colocado, días después, en su lugar de descanso terrenal, junto al sepulcro del misionero Robert Moffatt.
A la muerte de Spurgeon, toda la prensa se ocupó de él llenando sus columnas con sus datos biográficos, con la enumeración y apreciación de su obra, y estimación de su carácter.
Durante su pastorado, un total de 14.692 personas fueron bautizadas y se unieron al Tabernáculo Metropolitano. Sus sermones continuaron publicándose durante 27 años posteriores a su muerte, de tal forma que «aun estando muerto, habla.» Actualmente, los libros y sermones de Spurgeon, así como su vida y ministerio, siguen inspirando a miles de cristianos en todo el mundo.
Perfil del hombre de Dios
Spurgeon vivió y brilló con claridad extraordinaria, en una época en que, en su propio país, descollaban magníficos predicadores. Muchos se preguntaban dónde estaba el secreto de su poder y la clave de su éxito. De hecho, no poseía las características que pueden hacer a un hombre atractivo para las masas. Su estatura era mediana; su cuerpo era fuerte, pero común, con tendencia a la obesidad; su rostro, sombreado en los últimos años por una barba poco poblada, no era ciertamente la representación de la belleza; y su personalidad toda, contemplada en el púlpito, no tenía aquella simpatía atrayente que tanto se admira en los grandes de la tribuna.
Una parte de la prensa comenzó a decir que Spurgeon debía su éxito a que era un excéntrico del púlpito. Pero nunca fue tal. Por el contrario, era más bien pausado y severo, y sus movimientos eran los de esperarse en todo orador, aun de la escuela más conservadora.
En lo que Spurgeon poseía un verdadero tesoro, rico e inagotable, era en su voz, en tiempos en que no se conocía el micrófono. Alguien ha dicho que mientras se llenaba el Tabernáculo parecía una enorme colmena. Pero tan pronto Spurgeon subía al púlpito, todos estos rumores se acallaban, y en medio de un gran silencio, vibraba con una gran intensidad su voz clara y cristalina de timbre metálico; voz halagadora pero viril; voz que se prestaba, de manera maravillosa, para los matices de sentimientos más delicados y diversos.
La voz de Spurgeon era robusta, y extensa, y siempre llegó claramente hasta el último de los oyentes. En varias ocasiones en Inglaterra, y Escocia habló al aire libre a multitudes de 14 y 15.000 personas. En cierta ocasión, mientras probaba su voz en el solitario Palacio de Cristal, un trabajador que se encontraba en un andamio muy alto, poniendo cristales a una de las ventanas, le oyó decir: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores’. Estas palabras fueron repetidas con una voz baja, suave, distinta. El hombre se sorprendió grandemente, porque no veía a nadie en el edificio; pero estas palabras llegaron a su corazón, y aceptó a Cristo.»
Una de las características espirituales que Spurgeon poseía era su fe firme e invariable; una fe que se sobreponía a las dificultades y contratiempos. Aquellas cosas fundamentales de que hablaba, acerca de Dios, de Cristo, de la vida eterna, no eran para él meras teorías, sino tremendas realidades. Dios llenaba todo su horizonte. Jesús era tan absolutamente el Señor de su corazón, que las lágrimas corrían de sus ojos a raudales cuando hablaba del Salvador. Jesucristo había fascinado su corazón.
Esta fe profunda se manifestaba en su fidelidad a la verdad. En su vida toda era guiado exclusivamente por esa lealtad a la Palabra de Dios. W. C. Wilkinson dice: «La cosa más admirable acerca de Spurgeon, era ésta: la absoluta, sencilla y completa fidelidad que mantuvo siempre, sin intermitencias, desde el juvenil comienzo hasta la madura terminación de su obra la serena e imperturbable fidelidad de mente y de corazón, de conciencia,.. de voluntad, de todo lo que había en él, y de todo lo que había de él, al mero y puro, incambiable, no acomodaticio novotestamentario Evangelio de Cristo, que es el mismo ayer y hoy, y para siempre... ¡Sea Dios bendecido por ello!».
Otra característica inapreciable en Spurgeon era su espíritu de oración. Creía absolutamente en la necesidad de la oración, y la práctica de su vida nunca estuvo en desacuerdo con ello. Cierta vez, unos visitantes procedentes de los Estados Unidos le preguntaron cuál era el secreto de su éxito. Él les respondió: «Mi gente ora por mí». Cuando alguien entraba de visita al Tabernáculo Metropolitano, él lo llevaba a la sala de oración en el sótano, donde siempre había gente intercediendo de rodillas. Entonces Spurgeon declaraba: «Aquí está la central eléctrica de esta iglesia».
Orar era tan natural para él como respirar. Wayland Hoyt, un amigo, cuenta el siguiente testimonio: «Yo estaba caminando con él (con Spurgeon) en el bosque, y cuando llegamos a cierto lugar simplemente dijo, venga arrodillémonos junto a esta cabaña y oremos, y así elevó su alma a Dios en la más reverente y amorosa oración que he oído».
También, según Theodore Cuyler, mientras caminando por el bosque tuvieron un tiempo de humorismo, Spurgeon paró de repente y dijo: «Venga Theodore, agradezcamos a Dios por la risa», y allí mismo oró.
Algunas de las admoniciones más solemnes que Spurgeon jamás dirigiera a su congregación fueron acerca del peligro de que cesaran de depender de Dios en oración. «¡Que Dios me ayude si dejáis de orar por mí! Avisadme en aquel día, y tendré que cesar de predicar. Avisadme cuando os propongáis cesar en vuestras oraciones, y clamaré: «Dios mío, dame la tumba en este día, y que yo duerma en el polvo».». Estas palabras no eran elocuencia de predicador, sino que expresaban los sentimientos más profundos de su corazón. Creía que sin el Espíritu de Dios nada podía hacerse. Cuando su congregación cesara de sentir su «dependencia entera y absoluta en la presencia de Dios», estaba seguro de que «antes de poco tiempo vendrían a ser objeto de desprecio y comentario velado, o quizás un mero leño sobre el agua».
A los predicadores enseñaba: «Si tiene que haber algún hombre debajo del cielo obligado a cumplir con el precepto «orad sin cesar», lo es sin duda alguna el ministro cristiano. Este tiene tentaciones especiales, pruebas particulares, dificultades singulares ... necesita por consiguiente mucha más gracia que los otros hombres, y como él lo sabe así, se ve obligado a clamar incesantemente, pidiendo fuerza al Fuerte, y a decir: «Levantaré mis ojos a los montes, de donde viene mi socorro ... Las oraciones que hagáis serán vuestros ayudantes más eficaces mientras vuestros sermones estén sobre el yunque todavía ... si podéis mojar vuestra pluma en vuestro corazón, recurriendo a Dios con toda sinceridad, escribiréis bien; y si arrodillados en la puerta del cielo podéis reunir vuestros materiales, no dejaréis de hablar bien ... Nada puede poneros tan gloriosamente en aptitud de predicar, como el que acabéis de bajar del monte de comunión con Dios, para hablar con los hombres. Nadie es tan a propósito para exhortar a los hombres, como el que ha estado luchando con Dios a favor de ellos».
Pero, sin duda, lo que caracteriza de manera más clara y significativa el ministerio de Spurgeon es su predicación absolutamente Cristocéntrica. Cristo era el fondo y el centro de su predicación, ya se refiriese a su divina persona, o a su bendita obra. Para él el único propósito y finalidad de la predicación era presentar a Cristo al mundo; pero no a un Cristo ético e imperfecto, sino al Cristo de los Evangelios, perfecto en su humanidad y en su divinidad; un Cristo Salvador, crucificado y muerto para nuestra redención; un Cristo que es el único remedio a nuestras enfermedades, y la sola solución a todos nuestros problemas, cualesquiera que éstos sean.
Spurgeon solía decir al respecto: »Muchos, son los aspectos bajo los cuales hemos de considerar a nuestro divino Señor, pero yo he de darle siempre la mayor prominencia a su carácter salvador, de Cristo, nuestro sacrificio, el que lleva nuestros pecados. Si hubo una época en la cual hubiera necesidad de ser claros, decididos y vehementes en este punto, es ahora... Tratar de predicar a Cristo sin la cruz, es negarlo con un beso ... Los que echan a un lado la expiación como satisfacción por el pecado, también dan golpe de muerte a la doctrina de la justificaci6n por la fe... El pensamiento moderno no es otra cosa que la tentativa de retrotraer el sistema legal de la salvación por las obras... Algunos predicadores evidentemente no creen que el Señor está con su Evangelio, porque a fin de traer y salvar a los pecadores, su evangelio es insuficiente y tienen que agregarle las invenciones de los hombres. La predicación del sencillo Evangelio ha de ser complementada, creen ellos. . .Si vuestro Evangelio no tiene el poder del Espíritu Santo en él, no lo podéis predicar con confianza».
Spurgeon amaba proclamar «la gloria de Dios en la faz de Jesucristo». Cristo era el «tema glorioso, intensamente absorbente» de su ministerio, y ese Nombre convertía sus fatigas en el púlpito en un «baño en la aguas del Paraíso». Esta fue su característica aun desde los primeros años de su ministerio. Por eso, no es de sorprender que repasando los títulos de sus sermones en 1856 y 1857 encontremos este nombre constantemente repetido: «Cristo en los Negocios de Su Padre»; «Cristo, Poder y Sabiduría de Dios»; «Cristo Levantado»; «La Condescendencia de Cristo»; «Cristo Nuestra Pascua»; «Cristo Ensalzado»; «El Ensalzamiento de Cristo»; «Cristo en el Pacto».
En uno de tales sermones, titulado «El Nombre Eterno», predicado a principios de 1855 cuando tenía veinte años, describe lo que sería del mundo si el nombre de Jesús pudiera ser eliminado del mismo. Incapaz de refrenar sus propios sentimientos, exclamó: «Sin mi Señor, no tendría el menor deseo de estar aquí; y si el Evangelio no fuera cierto, bendeciría a Dios por aniquilarme en este mismo instante, pues no desearía vivir si vosotros pudierais destruir el nombre de Jesús».
Muchos años después, la señora Spurgeon recordaba este mismo sermón, y describía del modo siguiente su final, cuando la voz de Spurgeon casi se estaba extinguiendo a causa del agotamiento físico: «Recuerdo, con extraña claridad después de tanto tiempo, la noche del domingo en que predicó aquel sermón. Era un tema en el que se gozaba extremadamente; su principal deleite era ensalzar a su glorioso Salvador, y en aquel discurso parecía estar vertiendo su mismísima alma y vida en homenaje y adoración ante su misericordioso Rey. ¡Y yo creí de veras que habría muerto allí, frente a todas aquellas gentes! Al final del sermón, hizo un poderoso esfuerzo para recuperar la voz; pero la pronunciación casi le fallaba, y sólo pudo oírse con acento entrecortado la patética peroración: «¡Perezca mi nombre, pero sea para siempre el Nombre de Cristo! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Coronadle Señor de todos! No me oiréis decir nada más. Éstas son mis últimas palabras en Exeter Hall por esta vez. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Coronadle Señor de todos!» y entonces se desplomó, casi desmayado, en la silla que había tras él».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 41 • Septiembre - Octubre 2006
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La ejemplar y controvertida historia de Nee To Sheng, más conocido como Watchman Nee.
El vigía que vino de China
Watchman Nee, cuyo nombre chino es Nee To-sheng, nació en la ciudad de Fu-chou, el 4 de noviembre de 1903. Era hijo de Nee Weng-hsiu, un hombre de carácter apacible y Lin Huo-ping, una mujer de voluntad firme. Debido a que anteriormente no habían tenido varón, su madre le prometió a Dios que, si era varón, se lo ofrecería.
Al principio, según las tradiciones familiares, fue llamado Nee Shu-tsu, que significa: «Aquel que proclama los méritos de sus antepasados». Más tarde, consciente de su nueva misión en la vida, decidió llamarse Nee Ching-fu («Uno que advierte o exhorta»), pero le pareció muy tajante. Finalmente, su madre le propuso To-Sheng, que significa «nota de batintín (o matraca) escuchada de lejos», que era usada por los centinelas. Él se sentía llamado por el Señor como un centinela, para hacer sonar su batintín a las personas en la noche oscura. Entre los creyentes de habla inglesa se le llamó Watchman Nee, que significa ‘vigía’ o ‘atalaya’.
Nee To-Sheng pertenecía a una familia de rica historia cristiana, pues su abuelo, Nee U-cheng fue el primer pastor chino en esa gran región, y un gran expositor de la Biblia. Su padre, Nee Weng-hsiu fue el cuarto de nueve hijos varones. Debido a que era un estudiante aventajado, obtuvo el puesto de oficial menor de aduanas.
Primeros años
La infancia de To-Sheng transcurrió en un hogar de severos principios. Huo-Ping llevaba las riendas de la casa con mano firme. Inculcaba en sus hijos el orden, la limpieza, y sobre todo, les instruía en la fe. La música era un gran pasatiempo para los niños, quienes aprendieron muchos himnos y cánticos cristianos.
A la edad de trece años, To-Sheng ingresó a la Enseñanza Media, en la Escuela Trinidad de Fuchou, de orientación occidental. Este colegio era la puerta para obtener empleo en la Misión o del Estado, y de allí los jóvenes ascendían a posiciones de influencia.
Nee era muy buen alumno, y bastante engreído. Incluso su estatura sobrepasaba a la de la mayoría. Por ese tiempo, el ‘mandarín’ comenzó a desplazar al chino literario clásico en los textos escolares, lo que hizo más fácil el acceso a la literatura. Nee se convirtió en un ávido lector. Comenzó a escribir artículos para los periódicos, y con el dinero obtenido compraba boletos de lotería. También le gustaba mucho el cine.
Cuando los vientos de revolución envolvieron al país, el hogar de los Nee se vio involucrado. Huo-Ping participó activamente en política y en los eventos sociales, alejándose poco a poco del Señor. Su casa pasó a ser un centro político-social, donde se reunían las mujeres a jugar a los naipes.
Llega el día de la fe
Por este tiempo ocurrió un hecho muy significativo en la casa de los Nee. Un día de enero de 1920, Huo-Ping encontró roto un costoso adorno de la casa. Después de investigar rápidamente, halló que To-Sheng era el culpable. Como éste no lo admitió, fue castigado severamente. Más tarde ella supo que él era inocente, pero no se lo hizo saber. To Sheng se llenó de dolor y resentimiento hacia su madre. Las relaciones quedaron rotas por algún tiempo.
Ese mismo mes llegó a la ciudad Yu Tsi-tu (Dora Yu), una misionera muy conocida, para dirigir dos semanas de reuniones evangelísticas en una congregación metodista. En esas reuniones Hou-Ping se reencontró con el Señor, y su hogar recibió inmediatamente el impacto de esta experiencia.
Un día, mientras ella tocaba y cantaba himnos en una reunión familiar, fue impulsada por el Señor a pedir perdón a su hijo por la injusticia cometida. Este hecho, insólito en una cultura como la china que enseña que los padres nunca se equivocan, tocó el corazón de To-Sheng, y lo sensibilizó para la fe. Antes que finalizaran las reuniones, éste también se había entregado al Señor. Tenía 17 años de edad.
Preparación para el ministerio
Recibir al Señor y consagrarse por completo, fueron para él una sola cosa. Anteriormente había considerado algo indigno ser predicador – debido al triste ejemplo de los predicadores chinos empleados de los extranjeros. Pero ahora no concebía dedicar su vida a otra cosa que no fuera servir a Dios. De modo que comenzó de inmediato a hacer los arreglos necesarios.
De todas las asignaturas del colegio, la más descuidada había sido la de Biblia, tanto que solía usar «torpedos» en los exámenes. Ahora abandonó esa práctica y confesó su falta al director del colegio – con riesgo de ser expulsado y perder el derecho a una beca –. La falta le fue perdonada.
En los meses siguientes, aprovechando los disturbios sociales que hacía muy irregular el año escolar, se fue, con el permiso de sus padres, a Shangai para estudiar en la Escuela Bíblica de la señorita Yu. Por un año se dedicó a sus estudios, donde aprendió a recibir en su corazón el mensaje de la palabra de Dios (y no sólo en el intelecto), y el secreto de confiar solamente en Dios para sus necesidades materiales. Sin embargo, él mismo, reconoce que aquello fue un fracaso: «No pasó mucho tiempo para que ella (Dora Yu), cortésmente, me desvinculase del Instituto, con la excusa de que me era inconveniente permanecer allí más tiempo. Por causa de mi «buen apetito», de mis ropas inadecuadas y de mi costumbre de levantarme tarde, la hermana Yu pensó que sería mejor mandarme a casa. Mi deseo de servir al Señor sufrió un fuerte revés. Aunque pensase que mi vida había sido transformada, en verdad aún restaban muchas otras cosas que debían ser cambiadas».
De regreso en Fuchou, retomó sus estudios regulares, pero con una nueva visión. Por sugerencia de una misionera, elaboró una lista con los nombres de 70 muchachos del Colegio y comenzó a orar sistemáticamente por cada uno de ellos, testificándoles en cada oportunidad que se le presentaba. Al principio se reían de él, pues siempre llevaba la Biblia consigo, y la leía en todo momento. Pero poco a poco se comenzaron a convertir aquellos compañeros, con excepción de uno solo. Se formó así un grupo de entusiastas evangelistas que testificaban en la escuela y por las calles, repartiendo tratados, portando carteles y acompañándose de un sonoro gong.
Por este tiempo, Nee conoció a M. S. Barber, una ex misionera anglicana que ahora trabajaba en forma independiente, y que vivía en los suburbios de Fuchou. La srta. Barber, acompañada de su compatriota, M. L. S. Ballord, compartían el evangelio entre las mujeres de la localidad, y oraban intensamente por un mover de Dios en China. M. S. Barber solía ayudar a los jóvenes que buscaban la guía del Señor; por algún tiempo hubo hasta sesenta jóvenes recibiendo ayuda de ella. Ella llegó a ser un verdadero mentor en la vida de To-Sheng, la influencia viva más grande para él, comparable sólo a la de T. Austin-Sparks, algunos años más tarde.
Un adelanto de esa influencia se verificó poco tiempo después, el día que To-Sheng y su madre bajaron a las aguas del bautismo para ser bautizados por ella. Nee solía decir que fue por medio de una hermana que él fue salvo y también fue por medio de una hermana que él fue edificado. Más aún, él recibió mucha ayuda de otras dos hermanas mayores: Ruth Lee y Peace Wang.
Avivamiento entre los jóvenes
A comienzos de 1921 llegó a Fuchou un joven de nombre Wang Tsai (conocido también como Leland Wang), que a los 23 años de edad había renunciado a su puesto en la Marina para servir de lleno al Señor. Muy pronto entró en contacto con To-Sheng y sus amigos. Como era un poco mayor que ellos, y de mayor experiencia, se convirtió en su líder. La amistad entre Wang Tsai y To Sheng llegó a ser muy estrecha, pues compartían el mismo celo evangelístico.
En el año 1922, en el hogar de Wang Tsai celebraron por primera vez la Cena del Señor, sin sacerdote ni pastor, con la asistencia de sólo tres personas: Wang Tsai, su esposa y To Sheng. Sintieron tal gozo y libertad, que comenzaron a hacerlo con frecuencia. Semanas después se unió a ellos la madre de Nee y otros hermanos.
A fines de ese mismo año comenzó un verdadero avivamiento entre los jóvenes, luego de la visita a la ciudad de la evangelista Li Yuen-ju. Cuando ella se fue, los jóvenes ministros se hicieron cargo de las predicaciones. Unos salían a invitar por las calles, y el Espíritu Santo atraía a un número cada vez mayor de personas. La ciudad de Fuchou, de 100.000 habitantes, fue grandemente conmovida por este movimiento espiritual.
A causa de la necesidad, tuvieron que arrendar una casa más grande. To-Sheng y otro hermano se fueron a vivir allí, para estar disponibles para los jóvenes a toda hora. Luego comenzaron a salir unos 60 a 80 jóvenes a otros pueblos, a predicar, aprovechando los feriados y vacaciones. Su mensaje era escuchado y respetado por los rústicos campesinos, pues ellos eran jóvenes cultos.
Las primeras lecciones espirituales
Los días sábado, Nee acudía a ver a la Srta. Barber para estudiar la Biblia y ser reprendido. Cuando no había nada en él que ameritara una reprensión, ella hacía preguntas hasta encontrar alguna falla, y entonces lo reprendía. Así, él recibió sus más importantes lecciones espirituales.
Nee era muy celoso acerca de hacer siempre lo correcto y lo justo. Él formaba parte de un grupo de siete obreros, que se reunían todos los viernes. Muchas de esas reuniones se vieron empañadas por discusiones entre Nee y Wang Tsai, quien, según Nee, insistía en imponer su voluntad sólo por ser el mayor. Los demás obreros, generalmente tomaban partido por Wang Tsai. Nee se sintió muchas veces ofendido y buscó luz en la hermana Barber. Ella, contrariamente a lo que él esperaba, le dijo que debía sujetarse al mayor, sin darle mayores explicaciones. Esta dolorosa experiencia se repitió durante 18 meses, y concluyó cuando él se rindió y aceptó ocupar el segundo lugar.
Nee lo explica así: «Yo era siempre el primer alumno tanto en mi clase como de la escuela. También quería ser el primero en el servicio al Señor. Por esa razón, cuando me torné el segundo, yo desobedecí. Dije repetidamente a Dios que aquello era demasiado para mí. Yo estaba recibiendo muy poca honra y autoridad, y todos se alineaban con mi cooperador de más edad. Mas yo adoro a Dios y le agradezco desde lo profundo de mi corazón por todo eso. Fue el mejor entrenamiento. Dios deseaba que yo aprendiese la obediencia, por eso él dispuso que yo encontrase muchas dificultades. Así, con el tiempo, fui llenado de alegría y paz en mi camino espiritual».
Otra importante lección espiritual que Nee recibió de la srta. Barber fue a enfatizar la vida antes que la obra, pues a Dios le importa más lo que somos que lo que hacemos para él. También le advirtió acerca del peligro de la popularidad, que se constituye en un instrumento de seducción para los jóvenes predicadores.
Un episodio familiar ocurrido en este tiempo dejó una profunda enseñanza en Nee. Dios le mostró que durante las vacaciones debería ir a predicar a una isla plagada de piratas. Aceptó el llamado, e hizo los preparativos. Cuando todo estaba listo, y muchos hermanos se habían comprometido, sus padres se le opusieron. ¿Qué hacer? Consultó a Dios y sintió que debía obedecer a sus padres. Aunque era el deseo de Dios que fuera a predicar a la isla, ese propósito quedaba en Sus manos para su cumplimiento. Como To-Sheng no se sintió con la libertad de dar a conocer las razones de su deserción, se ganó una generalizada repulsa de parte de los hermanos.
Más tarde, pudo interpretar esa experiencia objetivamente a la luz de la crucifixión. La revelación de la voluntad de Dios puede ser clara, pero el cumplimiento de esa voluntad para nosotros puede ser en forma indirecta. «Nuestra estima de nosotros mismos se alimenta y nutre porque decimos: ¡Yo estoy haciendo la voluntad de Dios! y nos lleva a pensar que ninguna cosa debe interferir en nuestro camino. Pero cierto día Dios permite que algo se cruce en nuestro camino para contrarrestar esa actitud. Al igual que la cruz de Cristo, atraviesa, no nuestra voluntad egoísta, sino, aunque parezca extraño, ¡nuestro celo y amor por el Señor! Esto resulta muy difícil de aceptar». De hecho, en aquel momento, no fue capaz de hacerlo.
Cuando Nee concluyó sus estudios en el Colegio Trinidad, a los 21 años de edad, tuvo la satisfacción de ser uno de los dos mejores alumnos –junto a Wang Tse–, y sobre todo, de haber ganado un gran número de convertidos, tanto en el colegio, como en la ciudad y sus alrededores. La creación de una pequeña revista mimeografiada, El Presente Testimonio, cuya primera tirada fue de 1400 ejemplares, había contribuido al crecimiento espiritual de los convertidos y los obreros jóvenes.
Una desilusión amorosa
En la misma ciudad de Fuchou vivía una familia de apellido Chang. El padre, Chang Chuenkuan era un querido amigo cristiano, que llegó a ser pastor de la Alianza Cristiana y Misionera, y pariente lejano del padre de To-Sheng. Sus hijos eran de la misma edad y las dos familias se llevaban muy bien. La pequeña Pin-huei (conocida también como Charity) andaba siempre correteando detrás de To-Sheng. En sus travesuras y entretenimientos todos los consideraban como el «hermano mayor».
Cuando los jóvenes crecieron, To-Sheng comenzó a interesarse por Pin-huei, su ex-compañera, que era bonita e inteligente. Sin embargo, sus intereses diferían mucho. Mientras Nee había hecho la firme decisión de dedicarse de lleno a la predicación del evangelio, Pin-huei se convirtió en una joven mundana. Cuando Nee le compartía el evangelio, ella se burlaba de Dios y de él.
Un día que To-Sheng leía el Salmo 73:25: «Fuera de ti nada deseo en la tierra», el Espíritu de Dios lo compungió porque él no podía decir lo mismo. «Sé que tienes un deseo consumidor en la tierra. Debes renunciar a lo que sientes por la señorita Chang. ¿Qué cualidades tiene ella para ser la esposa de un predicador?». Su respuesta fue un intento de hacer un pacto con el Señor. «Señor, haré cualquier cosa por ti. Si quieres que lleve tus buenas nuevas a las tribus que aún no han sido alcanzadas, incluso en el Tíbet, estoy dispuesto a ir; pero no puedo hacer esto que me pides».
Con este sentimiento atado a su corazón, se lanzó a predicar el evangelio con mayor ahínco. Por su parte, Pin-huei se entregó a una vida de estudio y compromisos sociales. Poco tiempo después, al comprobar que ella no se interesaba en las cosas del Señor, sino que persistía en seguir el mundo, decidió olvidarla. Fue a su habitación, se arrodilló y encomendó el asunto firme y definitivamente a Dios, y escribió su poesía «Amor sin límites». Era el 13 de febrero de 1922.
Tu amor, ancho, alto, profundo, eterno,
es en verdad inmensurable,
pues sólo así pudiste bendecir tanto
a un pecador como yo.
Mi Señor pagó un precio cruel
para comprarme y hacerme suyo.
No puedo sino llevar su cruz con gozo
y seguirle firmemente hasta el fin.
A todo yo renuncio
pues Cristo es ahora mi meta.
Vida, muerte, ¿qué pueden importarme?
¿Por qué he de lamentar lo pasado?
Satanás, el mundo, la carne
procuran apartarme.
¡Oh, Señor, fortalece a tu débil criatura,
no sea que traiga deshonra a tu nombre!
(Traducción libre).
Sin embargo, Dios no había dicho la última palabra. Pasarían todavía diez años antes de que este capítulo se cerrase.
Otras lecciones espirituales
Muchas lecciones espirituales fueron aprendidas por Nee en este tiempo. Por ejemplo, recibió un golpe a su ego al comprobar que muchas mujeres cristianas analfabetas, conocían más al Señor que él, pese a todo su conocimiento bíblico. «Yo conocía el libro que ellas apenas podían leer, mientras que ellas conocían a Aquel de quien habla el Libro».
En cuanto a su sustento, también recibió una enseñanza definitiva. Como ya había dejado el Colegio, debería pensar en cómo confiar en Dios para suplir sus necesidades materiales. Las misioneras le habían prestado libros sobre las vidas de fe de Jorge Müller y Hudson Taylor, quienes habían confiado enteramente en Dios. La misma Margaret Barber era un vivo ejemplo de ello. Así, To-Sheng decidió tomar el mismo camino.
Por este tiempo tuvo también una experiencia especialmente dolorosa: por razones que no están claras, fue excluido de la comunión con los hermanos. La decisión le fue comunicada por carta cuando él estaba lejos. Como es natural, su primera reacción fue de irritación, pero el Señor habló a su corazón. Al llegar a la ciudad, muchos hermanos le esperaban para solidarizar con él, pero él les dijo que el Señor no le permitía defenderse, que abandonaría la ciudad para no provocar una división, y que ellos deberían quedarse quietos. En esta situación él aprendió a permanecer de manera práctica a tomar la cruz y seguir al Señor.
De un testimonio dado por Nee en octubre de 1936, se puede deducir que el motivo pudo ser el diferente énfasis en hacer la obra de Dios, el de ellos, era evangelístico, y el de Nee era la edificación de las nacientes iglesias. Un autor dice que la causa fue el que Nee se oponía a la ordenación de uno de ellos por un misionero denominacional.
Sea como fuere, lo cierto es que, al poco tiempo, muchos de ellos se arrepintieron de haberlo excluido. Uno de ellos dijo: «Obramos muy neciamente, pero quizá estábamos muy influenciados por celos, pues el hermano Nee era mucho más dotado que nosotros».
Cuando Nee era ofendido por alguien, no le guardaba rencor. Al contrario, solía decir: «Los hermanos que pecan son como niños que caen en un charco con barro. Sus vestidos y cabellos se ensucian. Pero déles un baño y estarán nuevamente limpios. En el futuro, todos los hermanos y hermanas serán piedras preciosas transparentes en la Nueva Jerusalén».
Otro fuerte golpe recibió Nee en enero de 1925, cuando le fue sugerido por su amigo Wang Tsai que no asistiera a la convención de Fuchou, por cuanto las críticas a la obra se centraban en él. Este pedido sacudió su paz en Cristo y lo hundió en una profunda desilusión. Sin embargo, recibió del Señor las siguientes palabras: «Deja tus problemas conmigo. ¡Ve y predica las buenas nuevas!».
En una de esas salidas a predicar, tuvo una maravillosa experiencia en el pueblo de Mei-hua, que Nee relata en su libro «Sentaos, Andad, Estad firmes». Fue a ese pueblo con un pequeño grupo de seis jóvenes. Los vecinos allí tenían anualmente una celebración en honor de su dios Ta-wang. Ellos confiaban tanto en su dios, así que no precisaban creer en Cristo. Uno de los jóvenes cristianos desafió al dios Ta-wang, y Dios les dio una maravillosa victoria, humillando al ídolo y abriendo el camino para la fe.
Un ministro preparado
Watchman Nee no frecuentó nunca una escuela teológica o Instituto bíblico. Pero estaba consciente de que Dios quería siervos preparados, por eso se dedicó a estudiar y meditar la Palabra de Dios, y a leer extensamente tanto comentarios bíblicos como biografías de destacados siervos de Dios. Su capacidad era tal, que podía comprender, y memorizar mucho material de lectura en muy poco tiempo. Él fácilmente podía captar los temas de un libro con una rápida ojeada.
Nee encontró mucha ayuda personal en los escritos de Andrew Murray y F. B. Meyer, sobre la vida práctica de santidad y liberación del pecado. También leyó sobre Charles Finney, Evan Roberts y el avivamiento de Gales; indagó en los libros de Otto Stockmayer y Jessie Penn Lewis sobre el alma y el espíritu, y la victoria sobre el poder satánico. Siguiendo el ejemplo de Govett, Panton y Darby, Nee vio la necesidad de buscar una forma más primitiva de adoración que la ofrecida por las denominaciones, las que en ese tiempo ofrecían ya un triste espectáculo de molicie y religiosidad muerta.
Por medio de M. Barber, Nee se familiarizó con los libros de Madame Guyon, D. M. Panton, Robert Govett, G. H. Pember, William Kelly, C. H. Mackintosh, entre otros.
En el comienzo de su ministerio, él invertía un tercio de sus ingresos en sus necesidades personales, un tercio en ayudar a los demás, y el tercio restante para comprar libros. Él hizo un acuerdo con algunos libreros de libros usados de Londres de que siempre que ellos recibiesen algún libro de los autores que a él le interesaban, que se los remitiesen inmediatamente.
Él llegó a tener una colección de más de 3.000 volúmenes de los mejores libros cristianos. Cuando aún era un joven, el cuarto de Nee estaba casi lleno de libros. Había libro en el suelo, y una ruma a cada lado de la cama, dejando apenas espacio para acostarse. Muchos comentaban que él estaba enterrado en libros. Sin embargo, su principal lectura siempre fue la Biblia, que leía sistemáticamente cada día, hasta completar al menos una lectura del Nuevo Testamento al mes.
Pese a que su salud era precaria, repartía su tiempo entre sus estudios, la obra, y la edición de su pequeña Revista cristiana. La revista se publicaba en forma irregular a medida que Dios le enviaba dinero por medio de pequeñas ofrendas, y era distribuida sin cargo. Su nombre comenzó a conocerse, y ya recibía invitaciones para dar su testimonio y predicar.
Su mensaje era muy novedoso para su época, pues exponía de forma sencilla y clara que el único camino a Dios es por medio de la obra consumada de Cristo. Demasiados cristianos se esforzaban por lograr la salvación en base a sus propias obras, lo que, en principio, no se diferenciaba mucho del budismo. Predicaba también que para los creyentes no era suficiente con recibir el perdón de los pecados y la seguridad de la salvación, puesto que sólo representaba el punto de partida. Era un evangelio para los creyentes.
En los próximos años, el peregrinar espiritual de Nee lo llevó a ministrar a estudiantes de Colegios y Seminarios, a colaborar con la revista Luz Espiritual, dirigida por Li Yuen-ju, a cambiar el nombre de su propia revista Avivamiento, por el de El Cristiano, y a establecer en Shangai su base de operaciones.
Enfrentando una prueba grande
Sin embargo, lo que sacudió profundamente su vida por este tiempo fue un problema de salud. Los problemas habían comenzado en 1924 con apenas un leve dolor en el pecho. El médico que lo examinó le dijo que era una tuberculosis, por lo que sería necesario un prolongado descanso. Pasados algunos meses de cuidados especiales, la enfermedad no cedía. Un nuevo examen indicó que la enfermedad había avanzado. El pronóstico del médico fue muy desalentador: «Tiene avanzada tuberculosis en sus pulmones. Vuelva a su casa, descanse y coma alimentos nutritivos. Es todo lo que puede hacer. Puede ser que mejore.» Todas las tardes tenía fiebre y por las noches transpiraba y no lograba dormir. Para predicar debía realizar un inmenso esfuerzo, que lo dejaba exhausto.
Había tenido tantos planes, tantas esperanzas de grandes cosas. Ahora Dios le decía que no. Comenzó a examinarse. Surgió en él un deseo de ser puro ante Dios, confesando pecados, buscando así una explicación de lo que él pensaba era el disgusto de Dios.
De regreso en Fuchou por asuntos familiares, Nee tuvo una experiencia inolvidable. Por esos días andaba muy debilitado y enfermo; su aspecto era bastante deplorable para un joven como él. Se encontró en la calle con un antiguo profesor del Colegio Trinidad. Por tradición, los estudiantes chinos tienen en alta estima a sus profesores, volviendo a ellos para agradecerles cada vez que obtienen algún éxito. El profesor lo invitó a tomar té, y le enrostró su fracaso: «Teníamos un alto concepto de ti en la escuela y teníamos esperanzas de que lograrías algo importante. ¿No has adelantado ni un centímetro? ¿No has progresado? ¿No tienes carrera, nada? Nee, por un momento, se sintió muy avergonzado. Pero de pronto, según cuenta, «supe lo que era tener el Espíritu de gloria sobre mí. Podía levantar la vista y decir: Señor, te alabo que he escogido el mejor camino. Para mi profesor era un desperdicio total servir al Señor Jesús; pero esa es la meta del evangelio: entregar todo a Dios».
Pero su enfermedad no cedía, y su madre, Huo-Ping tuvo la impresión, al verle, que le quedaba muy poco tiempo. En esos días recibió nueva luz de 2 Corintios, la carta autobiográfica de Pablo, acerca del vaso de barro, que le animó y consoló en su propia debilidad.
Dentro de las fuerzas que escasamente poseía, se abocó a la tarea de terminar un libro que había comenzado poco tiempo antes, sobre el hombre de Dios, que describía en forma concienzuda el espíritu, alma y cuerpo. Luego de escribir algunos capítulos, lo había abandonado por considerarlo demasiado teórico; ahora, en vista del escaso tiempo que le quedaba, decidió intentar terminarlo. Le parecía que sería una pérdida no compartir sus experiencias espirituales al respecto antes de morir.
Gracias a la oración persistente y el apoyo de numerosos hermanos y hermanas, logró concluir en cuatro meses el primer tomo de El Hombre Espiritual. Para escribir, se sentaba en una silla de respaldo alto y apretaba su pecho contra el escritorio para aliviar el dolor. De la hermana Ruth Lee recibió ayuda para la revisión literaria del libro, y lo publicó en Shangai. Un par de años después, en junio de 1928, Nee logró terminar el resto.
Fue el primer libro que escribió y el último, pues todos sus otros libros son recopilaciones de mensajes orales. Más tarde, Nee no aceptó hacer nuevas reimpresiones de El Hombre Espiritual, porque le parecía demasiado perfecto y sistemático. Pensaba que los lectores corrían el peligro de un entendimiento intelectual de las verdades, sin sentir la necesidad del Espíritu Santo. Además, la parte sobre la lucha espiritual enfatizaba sólo el aspecto individual, pero más tarde tuvo más luz para ver que era un asunto del Cuerpo de Cristo y no del individuo.
Después de concluido el libro, Nee oró a Dios: «Ahora permite a tu siervo partir en paz». En esos días, su enfermedad empeoró a tal punto que por las noches sudaba copiosamente, y no lograba dormir. Era apenas piel y huesos. Su voz estaba ronca. Algunas hermanas se turnaban para atenderlo. Una enfermera que lo visitó dijo: «Nunca vi un enfermo con una condición tan lamentable». Un hermano telegrafió a las iglesias de diferentes lugares, avisando que ya no había esperanza, que no necesitaban orar más por él.
Mientras oraba al Señor en su lecho de enfermo, Nee recibió tres palabras del Señor: «El justo por la fe vivirá» (Rom. 1:17); «Porque por la fe estáis firmes» (2 Cor. 1:24); y «Porque por fe andamos» (2 Cor. 5:17). Nee creyó que esas palabras significaban su sanidad. Así que, luchando contra su incredulidad, y contra los susurros de Satanás, se levantó con gran dificultad, se puso su ropa que hacía casi seis meses que no usaba, y se paró, repitiendo las palabras recibidas.
Sintió que el Señor le decía que fuera a la casa de la hermana Ruth Lee. Allí, desde hacía varios días, había un grupo de hermanos y hermanas orando y ayunando por su salud. Cuando abrió la puerta y vio la escalera le pareció la más alta que había visto en su vida (pues estaba en un segundo piso). «Le dije a Dios: –cuenta Nee– «Puesto que me dijiste que ande, lo haré, aunque la consecuencia sea la muerte. Señor, no puedo andar; por favor, sosténme con tu mano». Apoyándome en el pasamanos descendí escalón por escalón, nuevamente sudando frío. A medida que descendía seguía clamando «andar por fe», y a cada escalón oraba: «¡Oh Señor, tú eres quien me haces caminar». A medida que descendía los 25 escalones, era como si estuviese, por la fe, con mis manos en las manos del Señor. Al llegar al final, me sentí fortalecido y caminé con rapidez hacia la puerta del fondo. Al llegar a la casa de la hermana Lee, golpeé la puerta como lo hizo Pedro (Hch. 12:12-17), y al entrar, siete de los ocho hermanos y hermanas pusieron sus ojos en mí, sin hacer ni decir nada, y a continuación, todos se sentaron allí quietos por casi una hora, como si Dios hubiese aparecido entre los hombres. Al mismo tiempo, yo me sentí lleno de acciones de gracias y de alabanzas al Señor. Entonces les relaté todo lo sucedido en el transcurso de mi sanidad. Llenos de alegría hasta el júbilo en el espíritu, alabamos en voz alta la maravillosa obra de Dios... Al domingo siguiente, hablé tres horas desde una plataforma».
Más tarde confesaría que durante aquellos largos días de postración, él recibió luz para ver las directrices que debería tener la obra que Dios le había llamado a realizar: obra de literatura, reuniones para «vencedores», edificación de iglesias y entrenamiento de jóvenes.
Sin embargo, aun cuando fue sanado milagrosamente de la tuberculosis, padeció de una angina de pecho por cuarenta y cinco años, de la que no fue sanado. Frecuentemente, él sufría de fuertes dolores, aun en medio de las predicaciones, que le obligaban a apoyarse en el púlpito. Dios permitió que de esa manera él viviera en continua dependencia de Dios para desarrollar su ministerio.
Crecimiento e influencias
A principios de 1928 Nee arrendó una casa en la calle Wen Teh Li, en Shangai, que fue la sede de la obra a partir de entonces. Allí tuvo lugar ese mismo año la primera Conferencia de Shangai, en un pequeño salón para 100 personas.
En mayo de 1930 tuvo la tristeza de saber que Margaret Barber había partido con el Señor. Muchas veces después, Nee habría de reconocer que de ella aprendió las más valiosas lecciones espirituales en su vida. En la Biblia que ella le legó estaba la siguiente inscripción: «Oh Dios, dame una completa revelación de ti mismo», y en otro lugar: «No quiero nada para mí misma, quiero todo para mi Señor». Ella murió tal como siempre vivió: sin un centavo en su bolsa, pero rica en Dios, «...como pobre, pero enriqueciendo a muchos».
Otros hombres de Dios, extranjeros, habrían de ser un grato aliento y edificación para Nee. Lo fue primeramente C. H. Judd, y después Thornton Stearns. Más tarde también lo sería Elizabet Fischbacher.
T. Stearns era catedrático de la Universidad de Chefú, que tenía un grupo de oración y estudio bíblico compuesto por profesores y alumnos de esa universidad. Nee fue invitado en 1931 a dirigir una serie de reuniones para ellos, con gran éxito. Muchos jóvenes se agregaron a la fe.
Comunión con los Hermanos
En noviembre de 1930, Nee y los hermanos conocieron a Carlos R. Barlow, y a través de él, a los principales exponentes del grupo de los Hermanos de Londres (de la facción «exclusivista»). Entre ellos surgió una entusiasta comunión, que derivó en un viaje de Nee a Londres y Estados Unidos.
En Inglaterra fue muy bien recibido, y no sin extrañeza, por tratarse de un joven chino que mostraba gran madurez espiritual. Nee tuvo gran admiración por su erudición bíblica, pero se impacientó al ver su arrogancia y su inclinación por los largos debates teológicos.
La comunión se vio empañada muy luego por el excesivo celo de los Hermanos, quienes se molestaron porque Nee participó en Londres de la Mesa del Señor con otros hermanos. Esto trajo consigo una larga y triste serie de conversaciones, que derivaron, posteriormente, en la ruptura de los Hermanos.
El día del gozo
En 1934 concluyó la larga espera de Nee por una esposa. Para su sorpresa, Chan Pin-huei se volvió al Señor en Wen Teh Li, después de acabar sus estudios de inglés en la Universidad de Yenching. Era una joven muy culta, hermosa, y ahora, muy humilde y temerosa de Dios. Después de largas consideraciones y mucha oración, decidió pedirla en matrimonio. La oposición no fue menor, tanto de algunos familiares de ella – por casarse con un «predicador despreciado»; como de los hermanos, que casi lo idolatraban, al juzgar que un hombre de oración como él no debería preocuparse de cosas tales como sexo y la procreación.
El 19 de octubre de ese año, tras concluir la cuarta Conferencia de Vencedores en Hangchou, se casaron, el mismo día del aniversario matrimonial de los padres de Nee. Dieron gracias a Dios rodeados de hermanos, y cantando el himno que él le escribiera a su amada diez años antes.
(Continuará)
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.Una revista para todo cristiano • Nº 42 • Noviembre - Diciembre 2006
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La ejemplar y controvertida historia de Nee To Sheng, más conocido como Watchman Nee.
El vigía que vino de China (2a Parte)
Watchman Nee nació en China, en 1903. Cristiano de tercera generación, a los 17 años de edad se consagró enteramente al servicio del Señor. Gracias a la ayuda recibida especialmente de la misionera Margaret Barber, Nee progresó rápidamente en el conocimiento del Señor Jesucristo y del propósito de Dios.
Su fe fue grandemente probada a los 24 años de edad, cuando estuvo aquejado de una enfermedad mortal, de la cual fue sanado milagrosamente.
En 1934, luego de una larga espera por Pin-huei, su novia de juventud, se casó con ella.
Tempranamente, Watchman Nee conoció el sinsabor de la maledicencia. Recién casado, una tía de su esposa dio rienda suelta a su enojo por el enlace de su sobrina con tal sujeto, publicando en un diario de amplia difusión una serie de diatribas contra Nee, durante una semana antera. Ella lo acusaba de ser un predicador de baja moral, sostenido por fondos extranjeros.
El impacto sobre el ánimo de Nee fue muy fuerte, llevándolo casi a la depresión. Sin embargo, varias experiencias alentadoras vendrían a sacarle de ese estado.
Por lo demás, la obra que se expandía reclamaba su atención. Dos fueron los medios que permitieron esta expansión. Una, la amplia difusión que tuvieron las publicaciones de Nee entre cristianos de todas las filiaciones. Su claridad y sencillez para exponer las doctrinas bíblicas fueron de gran ayuda para los recién convertidos. Lo segundo, fue el uso espontáneo del hogar de los creyentes como centros para el desarrollo de nuevas iglesias. Grupos de oración surgían en cada nueva ciudad a donde los cristianos se trasladaban. A esto se sumaba la labor de los obreros, que evangelizaban y establecían nuevas iglesias. Para 1938, Nee declaró que había 128 ‘apóstoles’ dedicados a la obra. Algunos de ellos en el extranjero: Filipinas, Singapur, Malasia e Indonesia. El mismo Nee visitó Manila en 1937.
En el año 1935 se unió a Nee Chiang Sho Dao, más conocido como Stephen Kaung. Proveniente de una familia metodista, conoció a Nee en una conferencia en una universidad en Shangai, donde Kaung estudiaba. Kaung habría de ser posteriormente uno de los más fieles colaboradores, y continuadores de la obra de Nee en Occidente, y lo es hasta el día de hoy.1
Las nuevas necesidades que surgían condujeron a Nee a dejar de lado parcialmente las enseñanzas sobre la vida interior del cristiano, para abocarse a asuntos más técnicos y prácticos de la obra y las iglesias. Es así como se publicó en 1938 el libro Reviendo la Obra, conocido hoy bajo el título La Iglesia Normal. Este libro fue objeto de mucha polémica, si bien realiza aportes incuestionables para una visión más clara del modelo apostólico de la iglesia.
Un fructífero recorrido por Europa
Este mismo año, Nee hizo un viaje a Europa, donde conoció personalmente a T. Austin-Sparks, de quien había sido un ávido lector. Con él asistió a la Conferencia de Keswick, en Inglaterra. Por ese tiempo, se había desatado en toda su crueldad la guerra chino-japonesa. Cuando le tocó hablar, Nee dirigió a la reunión en intercesión por el lejano oriente, en tales términos que dejó una huella indeleble en los que le escucharon.
A. I. Kinnear, uno de sus biógrafos, estaba presente en aquella ocasión: «Fue una oración que los presentes jamás olvidaron: ‘El Señor reina; lo afirmamos osadamente. Nuestro Señor Jesucristo está reinando, y él es Señor de todo. Nada puede tocar su autoridad. Son fuerzas espirituales que están decididas a destruir sus intereses en China y en Japón. Por lo tanto, no rogamos por China ni tampoco por Japón, sino que rogamos por los intereses de tu Hijo en esos dos países. No culpamos a ningún hombre, pues son sólo instrumentos en la mano de tu enemigo. Nosotros deseamos tu voluntad. Quiebra, oh Señor, el reino de las tinieblas, pues las persecuciones de tu iglesia te están hiriendo a ti. Amén».
Durante la Conferencia habló sobre las cualidades necesarias para un misionero, y, basado en la epístola a los Romanos, habló sobre «La obra del Señor para nuestra salvación: el Señor mismo como nuestra vida». Fue muy significativo que el fin de semana haya participado de la gran reunión de comunión bajo el lema: «Todos uno en Cristo Jesús».
A. I. Kinnear habla así de su experiencia personal con Nee: «Cuando hablaba en público, su excelente dominio del idioma inglés, junto con sus modales agradables, hacía un deleite el escucharle. Pero era el contenido de sus mensajes que nos cautivó. No desperdiciaba palabra, sino que iba al grano y señalaba algún problema de la vida cristiana que nos preocupaba desde tiempo atrás, o nos confrontaba con alguna demanda de Dios que habíamos dejado de lado».
En cuanto a mantener la comunión con el Señor, Nee solía usar el siguiente ejemplo: «Suponga que un tren esté viajando de Szchuan para Kunmim. Él debe pasar por muchos túneles. A veces está viajando en la oscuridad, a veces en la luz. La experiencia de la comunión de un cristiano con el Señor es igual. Si está en la oscuridad, él primero debe confesar su pecado. Si no hay ningún sentimiento de pecado, debe ejercitar su voluntad para continuar en la comunión».
Mientras estaba en Inglaterra, Nee recibió la triste noticia de que Pin-huei había perdido al hijo que esperaban. Pin-huei no volvió a concebir, y el matrimonio no llegó a compartir el gozo de tener hijos.
En octubre, Nee fue invitado a Dinamarca para celebrar reuniones. En Copenhague, dio una serie de mensajes sobre Romanos 5 al 8 titulados La Vida cristiana Normal. Estos, junto con otros sobre el mismo tema, formaron más tarde los libros que llevan dicho nombre y el de La Cruz en la Vida Cristiana Normal. Pasando a Odense, dio una notable charla sobre las palabras claves de Efesios: Sentaos, Andad, Estad Firmes, que luego se publicara en forma de libro.
Cuando llegó a París, de regreso de Noruega, Alemania y Suiza, encontró una carta de sus colaboradores en Shangai instándole a encarar más a fondo el problema de la aplicación práctica del Cuerpo de Cristo con su nuevo amigo y consejero Austin-Sparks. Sin embargo, Austin Sparks había elegido enfatizar más bien el Cuerpo místico de Cristo y la libertad del Espíritu para darle hoy una variedad de expresiones sobre la tierra, cada una un testimonio de la Cabeza que está en el cielo. De manera que aunque la comprensión y amistad entre ellos eran profundas, en este particular les costó ponerse de acuerdo. No tenían desacuerdo en cuanto al vino nuevo, pero la preocupación de Nee radicaba en los odres que lo contenían.
Allí en París, con la ayuda de Elizabet Fischbacher, tradujo al inglés su libro Reviendo la Obra, que se publicó en Inglaterra en mayo de 1939.
De vuelta en Shangai
De vuelta en Shangai, hubo que atender otros asuntos. Uno de ellos era la estrechez del local de la calle Wen The Li. Habían anexado dos casas a la primera, pero el espacio aún era pequeño. Más tarde se agregarían otras dos, obligando a una nueva distribución cada vez.
Alguien describió así la escena en esas reuniones: «El domingo por la mañana muchas personas se reúnen en silencio a las 9:30 para escuchar la predicación de la Palabra. Las mujeres de un lado y los hombres de otro, siendo el salón más ancho que largo. En los bancos sin respaldo todos deben sentarse lo más juntos posible para aprovechar al máximo el espacio, pues en tres lados de la parte exterior del edificio hay personas escuchando por las ventanas y ante la amplia puerta de dos hojas, o bien por altoparlantes. Otros están reunidos en el piso superior. Junto con los pobres están los cultos y los ricos: doctores junto con obreros, abogados y maestros con culis y cocineros. Entre las hermanas modestamente vestidas hay no pocas mujeres y muchachas modernas con peinados de moda y maquillaje, mangas cortas y vestidos de seda con tajos en los costados. Los niños corretean de un lado a otro, los perros entran y salen, los vendedores ambulantes pasan por la calle, se oyen los bocinazos de los coches y los altavoces suenan distorsionados. Pero cada domingo se predica fielmente la palabra de la cruz. Se les da el alimento más sólido y un desafío claro».
En sus predicaciones, Nee mantenía la atención con sus modales suaves, su razonamiento sencillo, pero exhaustivo y con sus analogías muy adecuadas. Jamás se le vio utilizar notas, pero recordaba y podía reproducir cualquier cosa que había leído. Para ilustrar algo visualmente dibujaba en el aire un cuadro imaginario, y si para ilustrar algún punto contaba una anécdota personal, casi siempre iba en contra suya. Su agudo sentido del humor producía a menudo risa en el auditorio y nadie se dormía en sus reuniones. Pero de principio a fin jamás se desviaba de su tema.
En cuanto a la orientación del Señor para la obra, Nee era muy agudo en su discernimiento y rápido en tomar decisiones. Explicando por qué era así, decía: «Si me equivoco, el Señor usará el muro y el asna para frenarme, así como lo hizo con Balaam».
Su esposa, siempre presente, callada y reservada, prefería mantenerse un tanto alejada del grupo, pero lo apoyaba en todo lo que él hacía.
En la primavera de 1940, Nee dio una serie de estudios muy prácticos sobre Abraham, Isaac y Jacob, bajo el título Los tratos de Dios en su Pueblo, que fue publicado más tarde bajo el título Transformados en su semejanza. Como efecto de su viaje a Europa, su predicación sobre la iglesia llegó a ser más espiritual o mística. «La Iglesia, Los Vencedores y el Eterno Propósito de Dios» fue el tema de sus mensajes en la Primera Conferencia, a los que siguió un curso muy completo sobre «la Iglesia, el Cuerpo y el Misterio».
Otra vez bajo la disciplina del Señor
Por este tiempo, el ministerio de Nee experimentó un vuelco importante. Las condiciones económicas en China se volvieron muy difíciles a causa de las continuas guerras. Muchos obreros que servían a tiempo completo empezaron a tener necesidad. Nee se había hecho cargo del sostenimiento de muchos de ellos, pero ahora se veía limitado para ayudarlos. Desalentado por este problema que se agudizaba con el paso de los meses, Nee tomó una decisión que fue muy resistida por algunos.
Su hermano Huai-tsu, doctor en Química, había formado un centro de investigación en su propio laboratorio. También había establecido en Shangai una droguería para la manufactura y distribución de medicamentos. Siendo Huai-tsu un buen profesor y científico pero mal hombre de negocios, la empresa no prosperaba. Ellos esperaban que Nee socorriese a su hermano, puesto que él ayudaba a tantos hermanos. Pero como no lo hacía, los padres llegaron a criticarlo por eso.
Nee vio que allí había un potencial. La empresa, por no estar directamente ligada con la guerra, podría prosperar, pues suplía una necesidad para el país. Así, tuvo la idea de formar una compañía asociada para la manufactura de drogas de primera calidad, empleando la experiencia de su hermano como químico y donando las ganancias a la obra del Señor. Así nació «Laboratorios Biológicos y Químicos de la China», con domicilio en Shangai.
Al principio Nee, como presidente del directorio, dejó las cosas en manos del gerente C. L. Yin, y sólo vigilaba las operaciones ocasionalmente, vistiendo un traje moderno de hombre de negocios para las entrevistas, y poniéndose luego su humilde vestimenta habitual para visitar a los creyentes.
Muchos pensaban que Nee había abandonado la obra. Cuando un grupo de hermanos le visitó y le interrogó al respecto, él dijo: «Sólo estoy haciendo lo que Pablo hizo en Corinto y en Éfeso. Es algo excepcional y sólo dedico una hora diaria a capacitar a los representantes de la compañía; luego hago la obra del Señor». Cuando insistían, él replicaba: «Soy como una mujer que ha quedado viuda y tiene que salir a trabajar por necesidad». Sin embargo, más tarde, él reconoció que había otras razones: una de ellas era la pesada monotonía de su diaria rutina.
Este nuevo modo de vida fue cuestionado por los cuatro ancianos de la iglesia en Shangai. Habían cambiado su concepto de él y llegaron a considerarlo un desertor. Así que, a fines de 1942 le pidieron que se abstuviera de predicar en Wen Teh Li. El impacto que esta decisión produjo en los hermanos fue severo y, como es lógico, dio lugar a muchas especulaciones. Algunos criticaban incluso los almuerzos de Nee con gente del mundo.
Dado el silencio que mantuvieron los ancianos, él sentía que todo su testimonio estaba en juego. Sin embargo, a causa del gran número de obreros que dependía de él, no sintió libertad para revocar su decisión. No procuró vindicarse a sí mismo, sino que aceptó la decisión de los ancianos como una disciplina de Dios, quien a su tiempo justificaría tal acción.
Su esposa, quien le ayudaba en el laboratorio, no podía entenderlo. Cierto día oyó a Nee respondiendo un llamado telefónico en el cual la otra persona hablaba con voz fuerte durante largo tiempo. Él se limitó a escuchar, contestando de vez en cuando: «Sí... sí... gracias... gracias». «¿Quién era el que te hablaba de esa forma?», le preguntó cuando colgó el teléfono. «Era un hermano que me decía todo el mal que yo estaba haciendo». «¿Y eres culpable de todo eso?», le preguntó ella. «No», replicó. «Entonces, ¿por qué no le diste una explicación en vez de decir ‘gracias’?», exclamó impacientemente. «Si alguien exalta a Nee To Sheng hasta el cielo», le respondió, «sigue siendo Nee To Sheng. Y si alguien lo pisotea hasta el infierno, sigue siendo Nee To Sheng».
En otra oportunidad le preguntaron por qué no trataba de dar explicaciones, evitando así ser mal interpretado. Él respondió: «Si las personas confían en nosotros, no es necesario explicar; si ellas no confían en nosotros, no sirve de nada explicar». Él no sólo no se justificaba cuando era calumniado, sino que tampoco argumentaba ni discutía cuando era reprendido cara a cara por alguien. Nee decía: «Cuanto más bajo colocamos algo, más seguro estará. Es más seguro poner una copa en el piso».
Típico de su manera de ser, se sabe que incluso envió ayuda económica secretamente a algunos de los hermanos que se oponían a su conducta. Las ganancias de su empresa se dedicaban enteramente al sostenimiento de obreros. También invirtió dinero en la adquisición de un centro de entrenamiento, con unas doce cabañas, en el Monte Kuling, cerca de Fuchou, y para la construcción de un nuevo local de reuniones en Shangai.
Cierta vez, Nee fue reprendido por un empleado durante un largo tiempo. Nee estaba sentado calmadamente en una silla, con un diario en la mano, sin mostrar ningún cambio en su expresión. Cuando los vecinos se dieron cuenta de que el empleado estaba actuando mal, intervinieron.
Nee creía que el Espíritu de Dios nos disciplina por medio de todas las cosas que nos suceden. Dios prepara cada detalle del ambiente que nos rodea, a fin de quitar de nosotros lo que somos naturalmente, y conformarnos a la imagen de Cristo. Todas las cosas de nuestra vida natural deben ser quitadas, para que nuestro ser pueda ser constituido por el Espíritu Santo con la vida divina. Nee aprendió a aceptar todo tipo de circunstancias sin murmurar, acusar, o criticar. Consideraba todo una disciplina del Espíritu Santo; creía que todas las cosas colaboraban para su bien espiritual. Quienes le conocieron le vieron siempre calmado, en paz, y dispuesto a aceptar todo tipo de situación.
En el Laboratorio pronto surgieron problemas que no había previsto, y las demandas del negocio pronto comenzaron a ocupar cada vez más de su tiempo. Había luchas comerciales y una competencia exagerada con las otras compañías. Hubo quejas de los accionistas, e incluso hubo accidentes. Sus dones para organizar y conciliar fueron utilizados al máximo en una situación delicada de por sí y agravada por la guerra.
Acuciado por las necesidades, Nee aceptó un empleo en el gobierno. A causa de su rica experiencia en el Señor, era un funcionario muy eficiente. Todos sus superiores lo admiraban. Él nunca intentó demostrar que era superior; al contrario, vivía y trabajaba en una actitud de sumisión y acataba las órdenes de sus jefes. Cuando la guerra terminó, le ofrecieron un alto cargo, sin embargo, él lo rechazó a causa de su llamamiento para hacer la obra de Dios.
Su gran habilidad llevó a la empresa a ocupar el primer lugar entre los productores e importadores de drogas en China. En los dos años y medio siguientes viajó mucho, y eventualmente también ministraba la Palabra en otros lugares. En 1945 dio una serie de charlas sobre las Siete Iglesias de Asia, identificándola con fases de la historia de la Iglesia. Sin embargo, no se sentía con libertad para partir el pan con los hermanos.
En Chunkin, le pidieron que participara de la mesa del Señor. Sin embargo, él no lo hizo; simplemente se sentó y oró en silencio. Cuando le preguntaron el motivo, él dijo: «El problema con la iglesia en Shangai aún no ha sido resuelto; por lo tanto no puedo partir el pan aquí». Alguien le preguntó cuándo reasumiría su ministerio, y él respondió: «No hay ninguna posibilidad».
En su doble rol de hombre de negocios y ministro de Dios se agilizó intelectualmente como nunca antes y gozaba de ello, pero su físico frágil comenzó a resentirse. Las demandas de su negocio eran tales que le quedaba poca fuerza para ocuparse directamente en la obra del Señor.
Cuando terminó la invasión japonesa, Nee comenzó a hacer planes para desligarse del laboratorio. En Shangai aún las puertas estaban cerradas para él. Pero no sólo él tenía problemas; la iglesia también. A causa de la guerra, tenían dificultades para reunirse en Wen Teh Li, y sólo podían hacerlo por las casas. Ahora, poco a poco, comenzaban las actividades de nuevo.
A mediados de 1946, Nee pidió a Lee Shang-chou (Witness Lee), que se trasladara de Chefú hasta Shangai para ayudar en la obra. Lee se trasladó y fue de mucha ayuda. Su carácter autoritario y sus dotes de organizador, devolvieron el orden a la iglesia dispersa. Se estableció un estricto programa de reuniones y orden por distritos. Sin embargo, a poco andar, la libertad del Espíritu se comenzó a perder. Incluso se llegó a instalar un sistema de relojes para registrar la hora de llegada de cada creyente, y «se cerró» celosamente la mesa del Señor. La disciplina y la sujeción fueron la consigna de ese tiempo. Nee estaba ausente.
En el corazón de los que tenían la responsabilidad en las iglesias, había gran preocupación por la prolongada ausencia de Nee. Ya en 1946, Lee habían preguntado a los ancianos en Shangai: «¿Actuaron en el Espíritu cuando tomaron la decisión de excluirlo? ¿Cuál fue el efecto? ¿Pueden decir que tal decisión produjo vida?». Con tristeza tuvieron que responder negativamente.
Redimiendo el tiempo
En el verano de 1947, Nee compartió una serie de mensajes que se reunieron bajo el título La Liberación del Espíritu, que tratan del quebrantamiento necesario como condición para la liberación del poder divino en el creyente. También dirigió reuniones para estudiantes universitarios, tanto en Shangai como en Fuchou, su ciudad natal.
Los últimos énfasis en las últimas enseñanzas de Nee tienen que ver con tres tópicos principales: la disciplina del Espíritu Santo, el quebrantamiento del hombre exterior (el alma), y la liberación del espíritu. Aunque el Espíritu Santo habita en nosotros, si nuestro hombre exterior no es quebrantado, nuestro espíritu jamás podrá ser liberado, sino que quedará aprisionado en nuestro interior. Por eso, el hombre exterior debe ser quebrantado a fin de que el hombre interior (el espíritu humano con el Espíritu Santo) pueda ser liberado. Este quebrantamiento se produce a través de las circunstancias de nuestra vida, ordenadas por el Espíritu Santo. Cuando se produce la liberación del espíritu, aquellos que nos escuchan son vivificados. Y en esto consiste, en definitiva, la obra de Dios.
A comienzos de 1948, en reunión con varios obreros, entre ellos Lee, Nee delineó un plan de acción para la obra que establecía a Fuchou como centro. Este plan surgió a partir de una nueva luz del libro de los Hechos, donde se vio que el énfasis de la obra es regional. Desde Fochou (y otros centros regionales) se esperaba abarcar toda la región adyacente, mediante el envío de obreros y el traslado de familias.
A través de Lee, los ancianos de Shangai invitaron a Nee a dirigir una Conferencia en Wen Teh Li, en el mes de abril. Cuando Nee llegó, encontró unos sesenta obreros y más de treinta ancianos de todas partes de China, junto a los de Shangai mismo. Nee se reunió primero con los ancianos de Wen Teh Li, y, en presencia de Dios, hizo una amplia confesión de sus propias fallas durante los últimos años. Con este acto de reconciliación fue restaurada finalmente la comunión entre ellos. Habían pasado seis años.
Sin embargo, en Shangai había muchas innovaciones. Se había establecido una forma de jerarquía entre los de mayor responsabilidad que les hacía ocupar sillas más elevadas. Por unanimidad, a Nee le reservaron la más alta.
Los hermanos habían esperado con mucha expectación su retorno. Aquellos días, ellos colmaron el recinto. Uno de sus primeros mensajes se basó en las palabras de Jesús: «Dad a Dios lo que es de Dios» (Mr. 12:17). El efecto fue tremendo. Muchos se volvieron al Señor. Antes del mes, alrededor de doscientos nuevos creyentes habían sido bautizados. El lugar de reunión, que tenía capacidad para 400 personas, reunía a más de 1500, algunos sentados en las escaleras, en los salones contiguos, o en la calle.
Ya se había difundido la noticia de que Nee había donado el laboratorio a la iglesia. Como consecuencia, en medio de una gran algarabía, muchos se consagraban a Dios trayendo ofrendas en dinero para la extensión de la obra. Otros traían donaciones en mercadería. Algunos entregaban sus empresas para el uso de la iglesia. Tal cosa no se había visto en China en el pasado. Era un retorno a Hechos 4 con sus bendiciones.
El problema que se planteó entonces fue que las iglesias tuvieron una prosperidad material sin precedentes. Controlaban gran cantidad de fondos y dirigían empresas justo en el momento cuando la palabra ‘capitalista’ comenzaba a ser un término de oprobio, y cuando la mera posesión de riquezas causaría sospechas.
El programa de capacitación para obreros se reanudó en Fuchou. A mediados de junio de 1948 más de cien jóvenes de varias ciudades se reunieron en el apartado y tranquilo monte Kuling, donde Nee entregó variadas enseñanzas por varios meses. Esos mensajes se han reunido y publicado bajo los siguientes títulos: «El obrero cristiano», «El ministerio de la Palabra de Dios», «Lecciones para nuevos creyentes» (52 lecciones), «La Autoridad Espiritual», «Los Asuntos de la Iglesia», «Escudriñad las Escrituras», «Pláticas adicionales sobre la Vida de la Iglesia».
Cuando Nee se dirigía a los obreros, era como si se abrieran las compuertas que habían estado bajo presión durante mucho tiempo. Caminaba de un lado a otro con las manos a la espalda, hablando con todo el corazón. Luego de sus charlas, daba tiempo para preguntas. Sus respuestas fueron de mucho valor, jamás evasivas, y siempre francas y directas. Su sensibilidad espiritual había alcanzado tal desarrollo, que era capaz de discernir la condición de los demás de manera cabal, y ayudarlos. Su carácter era muy dulce y suave, expresión clara de su madurez espiritual.
Cada mañana había una sesión dedicada a testimonios individuales, donde un obrero podía hablar por una media hora, después de lo cual los demás expresaban sus críticas, y finalmente Nee resumía todo para beneficio del que había testificado.
Todo el programa de capacitación era conducido bajo un sentido de urgencia –Nee hablaba entre siete y ocho horas diarias– pues el futuro político de la nación era desconocido. La revolución de Mao tomaba cada vez más fuerza.
Preparándose para el invierno
A su regreso en Shangai, Nee encontró un clima de gran agitación política y social. De la lectura de Marx y Engels, Nee previó que de establecerse el marxismo en China, las condiciones para la iglesia serían sumamente difíciles. A los jóvenes presentes, les dijo: «Cuando los mayores caigan, ustedes deben seguir adelante». Nee pensaba que, a lo más, tendrían unos cinco años para hacer la obra de Dios con libertad.
Sin embargo, a comienzos de 1949 la situación ya mostraba signos preocupantes. Nee instruyó a Lee que hiciera los arreglos para trasladarse con su familia hasta Taiwán. Otros obreros fueron enviados a Singapur y Filipinas. La esposa de Nee y otras mujeres fueron enviadas a Hong Kong. El Entrenamiento de Kuling fue cancelado abruptamente, y en Shangai se inauguró el nuevo local en la calle Nanyang, con capacidad para 4000 personas.
Cuando el Ejército de Liberación entró en Shangai en mayo de 1949, Nee estaba allí. En un primer momento no hubo restricciones para la iglesia, de modo que Nee pudo dar estudios bíblicos todas las semanas. En octubre del mismo año, fue proclamada la República Popular China con Mao Tse-tung como Presidente.
Mientras le fue posible, Nee viajó por las principales ciudades, y también Taiwán, donde alentaba a la iglesia naciente. La última vez que Nee visitó Taiwán, los hermanos, entre ellos Witness Lee y Stephen Kaung, procuraron retenerlo, pues la situación en Shangai era muy riesgosa. Nee les contestó: “Ha tomado tanto tiempo levantar la iglesia allí, ¿puedo abandonarla ahora? ¿Los apóstoles, acaso, no se quedaron en Jerusalén bajo condiciones similares?”. La última noche, le volvieron a rogar a Nee que no regresara. “Si vuelves, puede significar el fin”, le dijeron. Pero Nee había recibido un telegrama de los ancianos de Shangai informándole de sus muchos problemas y rogándole que volviera lo antes posible. Aun así, los hermanos le instaron por última vez a que no regresara. Nee exclamó: “¡No tengo cuidado de mi vida! Si la casa se está derrumbando y mis hijos están adentro, debo sostenerla aun con mi cabeza si fuera necesario”.
De regreso en Shangai, mandó llamar a Pin-huei para que se reuniera con él, y poco después habló a los obreros sobre cómo «aprovechar el tiempo porque los días son malos». Nee pensaba que era posible y necesaria cierta cooperación con el nuevo gobierno, según Romanos 12, y así exhortaba a los hermanos. Les instaba a no emigrar, a estar preparados, como buenos cristianos y chinos, para el sacrificio.
Durante 1949 la mayoría de los misioneros con visión evangélica habían procurado mantenerse en sus puestos con la esperanza de continuar con su testimonio bajo el nuevo régimen. Pero a mediados de 1950 el gobierno comenzó una serie de reuniones tendientes a establecer una iglesia oficial en China, la de la Triple Auto-reforma.
La presión política comenzó desde las zonas rurales. Las iglesias fueron cerradas, y sus dirigentes perseguidos y encarcelados.
Pero aun en este período de turbulencias, los hermanos todavía podían reunirse en Nanyang. Allí los que iban y venían fueron bendecidos por la cálida personalidad de Nee y sus valiosas exposiciones bíblicas. Un pastor chino escuchó a Nee hablar una semana entera sobre Romanos 1:1, y comentó: «Cada noche dio un sermón diferente de notable calidad; pero cuando uno los juntaba tenía una larga y bien compuesta tesis. Era sencillamente maravilloso».
En el año 1951, el gobierno comunista echó a andar una estrategia de reuniones públicas de acusación contra los misioneros y líderes cristianos. El 30 de noviembre, en el periódico oficial de la Triple Auto-Reforma, se publicó una carta de un creyente de Nankin, en que acusaba a Nee de servir al imperialismo y controlar 470 iglesias del país desde su sede central en Shangai.
Cuando un grupo de obreros le consultó a Nee qué haría para defenderse de la acusación, éste les recordó sus experiencias pasadas cuando fue disciplinado por la mano de Dios. Toda vez que eso había ocurrido, el resultado había sido muy instructivo y de mucho fruto espiritual.
Los agentes comunistas realizaron en Nanyang una reunión de acusación contra Nee. Sin embargo, ningún hermano se levantó para sustanciar la acusación. Los agentes se fueron derrotados, pero con la demanda de que Nee convenciera a los hermanos a hacerlo más adelante.
A partir de entonces, y previendo que le quedaban pocos días de libertad, Nee se abocó a la tarea de preparar material bíblico. Varios colaboradores tomaban nota de todo lo que él les enseñaba. A un grupo de jóvenes, por ejemplo, habló exclusivamente sobre las pruebas de la existencia de Dios. Hubo también una serie de estudios, de carácter práctico, sobre Cristo como la justicia, la sabiduría y la gloria de Dios para el creyente, y sobre el poder de la resurrección.
Sin embargo, no era eso lo que había ordenado el Movimiento Triple Auto-reforma. Por tanto, hubo nuevas demandas del gobierno, esta vez de que saliera de Shangai. La excusa era que habían quedado pendientes algunos asuntos del laboratorio, y que debía presentarse en Manchuria. De modo que el sentido de urgencia en aprovechar al máximo el tiempo que le quedaba se intensificó al punto de la desesperación. Juntos trabajaban todo el día y hasta altas horas de la noche, exponiendo y grabando la Palabra de Dios, hasta que para el mes de marzo, apenas dormían dos horas por noche.
Finalmente, fue imposible eludir el ultimátum del gobierno. Con suma tristeza se despidió de los hermanos y de su esposa y partió para Harbin. Los creyentes no tuvieron más noticias de él hasta que fue acusado formalmente en enero de 1956.
Detención y procesamiento
A los cincuenta años de edad fue arrestado en Manchuria por el Departamento de Seguridad Pública el 10 de enero de 1952, y en la primera investigación fue acusado de «tigre capitalista», al margen de la ley, que había cometido los cinco crímenes especificados contra la corrupción en el comercio. Le advirtieron que el laboratorio debería pagar una multa de 17.000 millones de yuan en moneda antigua (casi medio millón de dólares). Nee no aceptó esta acusación, y tampoco tenía los fondos para pagar tal multa; de modo que permaneció encarcelado, y el laboratorio fue finalmente confiscado por el Estado.
En la cárcel le fue quitada su Biblia y no se le permitió comunicación alguna con los de afuera.
Stephen Kaung cree que repetidas veces le ofrecieron la oportunidad de ser reivindicado como máximo líder cristiano si guiaba a sus muchos adeptos a identificarse con la Iglesia de la Triple Auto-Reforma 2. Al no aceptar, sus captores le sometieron a largos interrogatorios, vigilancia intensiva, e hicieron que escribiera una y otra vez su biografía hasta embotar su mente, buscando elementos para acusarlo criminalmente.
En su ausencia, muchas iglesias asociadas a él se unieron ingenuamente a la política estatal, pero muchas de ellas se apartaron en los años siguientes, al comprobar el engaño de la estrategia marxista.
El 18 de enero de 1956 comenzó en el salón de la calle Nanyang una serie de reuniones organizadas por la Cámara de Asuntos Religiosos, con el objeto de dar a conocer a los creyentes la lista de acusaciones criminales que se levantarían contra Nee y sus colaboradores, y se instaba a los creyentes a expresar sus puntos de vista. Las acusaciones eran de intriga y espionaje imperialista, de actividades contrarrevolucionarias hostiles a la política del gobierno, e irregularidades financieras y libertinaje. Todo eso estaba contenido en nada menos que 2.296 hojas. Este ejercicio pretendía incitar a los hermanos a la indignación contra Nee, para una reunión masiva de acusación que se llevaría a cabo a fin de mes.
En efecto, el 29 de enero se presentó al «Caso Nee» ante la Corte de Seguridad Pública de Shangai, y al día siguiente se llevó a cabo la reunión de acusación en el salón de Nanyang. Había presentes unas 2.500 personas. Las acusaciones fueron proclamadas públicamente en detalle y apoyadas por una exhibición de fotografías y otras ‘pruebas’ documentadas. El proceso duró un mes. En el mismo lugar donde Nee había guiado a la iglesia en oración y les había expuesto la Palabra que exalta a Jesucristo, se efectuó la larga recitación de cargos contra él.
Como observó un colega y amigo, las acusaciones contra Nee no eran religiosas, sino políticas y morales. Por todo Shangai se obligaba a pastores y evangelistas a organizar pequeños grupos de estudio para poner en conocimiento de todos los cristianos los ‘crímenes’ de Nee. El 6 de febrero, Tien Feng, el diario oficial del movimiento religioso estatal, dedicó 11 páginas a revisar el caso Nee. En números sucesivos se siguió con abundancia de injurias.
A mediados de abril se anunció que la reorientación de la iglesia en calle Nanyang ya estaba concluida. El 15 de abril entró formalmente a formar parte del Movimiento Triple Auto-Reforma.
El 21 de junio de 1956, Nee apareció ante la Suprema Corte de Shangai. La reunión duró cinco horas. Durante la audiencia se anunció que había sido ex-comunicado por su propia iglesia, fue declarado culpable de todos los cargos y sentenciado a 15 años de prisión, con reforma mediante trabajos forzados, a partir del 12 de abril de 1952.
En prisión hasta el final
Todo prisionero que cumplía una sentencia podía designar un pariente para visitarlo. Así fue cómo después de un intervalo de cinco años, se le permitió a Pin-huei ir a verle. Las entrevistas, que eran supervisadas, se efectuaban en un salón, separados por una barrera de alambre tejido, y duraban media hora. Se podía renovar el permiso cada mes. Nee también podía enviar y recibir una carta por mes, la que era estrictamente censurada.
La celda de Nee medía 2,70 x 1,35 m. El único mueble era una plataforma de madera sobre el piso que servía de cama. La puerta daba a una galería de 0,70 m., con ventanas en la pared opuesta. Debido a los insectos se hacía difícil conciliar el sueño.
El día se dividía en ocho horas de trabajo, ocho de educación y ocho de descanso. La ropa era pobre, la comida escasa, la calefacción no existía. Nee recibió la misma reforma educativa que los prisioneros políticos. Escuchaban conferencias sobre política, actualidades y técnicas de producción. Más adelante, le mantuvieron ocupado traduciendo del inglés al chino libros científicos y artículos periodísticos de interés oficial.
En noviembre de 1952 se publicó su primer libro en inglés: La Vida Cristiana Normal, impreso en Bombay, India. Es poco probable que él se haya enterado de la amplia difusión que tuvieron sus mensajes fuera de China y de la bendición que produjeron.
Un prisionero extranjero de otro pabellón cuenta que Nee procuraba cantar todas las mañanas, antes de que comenzaran los altavoces, cuatro o cinco canciones que él había compuesto a partir de las Escrituras. Otros prisioneros que recobraron la libertad en 1958 decían que oían con frecuencia a Nee cantar himnos en su celda.
El hambre que arreció sobre el país a comienzos de los ’60 también llegó a las cárceles. En 1962, cuando dos débiles ancianos fueron puestos en libertad luego de cumplir sentencias de diez años, dijeron que Nee pesaba menos de 50 kilos. Un año y medio después estaba enfermo en el hospital de la cárcel padeciendo isquemia coronaria, y lo eximieron por un tiempo del trabajo manual.
En abril de 1967 se cumplieron los 15 años de la sentencia de Nee. Pero eso no significaba necesariamente su libertad. A menudo solían extender la condena a quienes no mostraban cambios en su manera de pensar. Por eso, quienes oraban por su liberación no estaban tan optimistas. En todo este tiempo, saquearon muchas veces el hogar de Pin-huei, revisando sus pertenencias, ridiculizando y destruyendo todo lo que era cristiano. Para ella fueron años muy difíciles.
En septiembre, los ancianos de la iglesia en Hong Kong recibieron una nota, al parecer de las autoridades de China, de que tanto Nee como su esposa podían ser rescatados y salir del país si se depositaba una suma considerable de dinero en la sucursal del Banco de China. Los creyentes reunieron muy pronto la cantidad y fue depositada. Sin embargo, a principios del año siguiente, recibieron la información de que la transacción no se haría. El dinero fue devuelto a sus donantes.
¿Qué sucedió? Muchos piensan que fue el mismo Nee quien no aceptó el rescate (Heb. 11:35). Tal vez haya pensado que al mantenerse en su actitud de cooperar con el gobierno ayudaría a formar una imagen de cristianos fieles, para disminuir la animosidad contra ellos. Tal vez haya preferido seguir en las manos de Dios, para experimentar más tarde el poder de su resurrección.
En mayo de 1968 un chino, que visitaba una capital occidental, pidió asilo. Allí contó a las autoridades que había sido un guardia de la cárcel de Shangai y que, mediante el testimonio de Nee, había encontrado a Jesucristo como su Salvador.
En enero de 1970, a la edad de 66 años, y después de 18 años en la cárcel, Nee fue transferido a una «cárcel abierta» o un campo de trabajos forzados en la campiña. Allí, o bien el clima no le vino bien o el trabajo que le dieron fue demasiado para él. La enfermedad cardíaca que le aquejaba se agravó, causándole muchas molestias. No obstante, ya vislumbraba el fin de la sentencia de 20 años, y las esperanzas de Pin-huei brotaron nuevamente.
Una tarde de 1971, ella estaba arreglando algo en su hogar, a donde quizá muy pronto llegaría su marido. Su subió sobre un banquito, perdió el equilibrio y cayó, fracturándose varias costillas. Es posible que haya sufrido un leve infarto. Pocos días después murió en el hospital.
Cuando Pin-cheng, la hermana de Pin-huei visitó a Nee en el campo de trabajo, lo encontró aparentemente bien, pese a la mala noticia. Pero en una de sus misivas a su sobrino, revela su verdadero estado: estaba deshecho. ¡Habían ansiado tanto su reunión en el próximo abril! No se sabe lo que haya ocurrido en el verano de 1972. El 12 de abril, Nee cumplió 20 años de prisión, cinco más de los que se publicaran en su sentencia.
Las autoridades habían aceptado dar libertad a Nee, con la condición de que debería vivir en un poblado pequeño –en ningún caso Shangai ni Fuchou– y siempre que la comunidad firmase un documento en que lo aceptase. Un sobrino de Nee alcanzó a hacer algunos trámites al respecto.
Seis semanas después estuvo en Anhwei. ¿Le habrá resultado demasiado penoso el viaje, o sufrió más privaciones? No tenemos más detalles. No sabemos si tuvo alguna compañía cristiana en sus últimos momentos. Todo lo que sabemos es que el 1° de junio de 1972, a los 68 años de edad, pasó a la presencia del Señor.
Sólo Pin-cheng fue informada de su muerte. Cuando acudió al lugar acompañada de una sobrina, ya el cuerpo de Nee había sido cremado. Ella tomó sus cenizas, y las dio a un sobrino, el cual las enterró, junto a las de su esposa. Un funcionario del campo, les mostró un papel que había descubierto debajo de la cabecera. Tenía escritas varias líneas con palabras de letras grandes, escritas con mano temblorosa. El papel decía: «Cristo es el Hijo de Dios, que murió para la redención de los pecadores y resucitó al tercer día. Esa es la mayor verdad del universo. Muero por causa de mi fe en Cristo. Watchman Nee».
(Fin).
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.Una revista para todo cristiano • Nº 40 • Julio - Agosto 2006
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«Un grupo de personas espirituales fue levantado por el Señor en el siglo XVII. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos».
Precursor de la vida interior
Para entender a los hombres de la historia, hay que entender los tiempos en que ellos vivieron. Miguel de Molinos vivió en el siglo XVII, y como hombre de su tiempo, vivió los conflictos espirituales que abrasaron su época.
Ya apagados los ecos más entusiastas de la Reforma Protestante, en que se reivindica una verdad de las Escrituras que por mucho tiempo había estado en penumbras –la justificación por la sola fe, sin las obras–, las almas más delicadas todavía echaban de menos una vivencia espiritual más íntima.
Aunque el luteranismo se basaba nominalmente en las Escrituras, en la práctica era dogmático, rígido, y exigía conformidad intelectual. Se daba énfasis a la recta doctrina y a los sacramentos como elementos suficientes de la vida cristiana. La relación vital entre el creyente y Dios, que Lutero había enseñado, había sido sustituida en gran parte por una fe que consistía simplemente en la aceptación de un conjunto dogmático. La vida cristiana seguía siendo una cosa seca, lejana, extraña al corazón. Sin duda, existieron algunas evidencias de piedad más profunda, pero la tendencia general era la de una religiosidad externa y dogmática.
La reacción frente a esto surgió, en gran parte, en el seno de la iglesia católica. Entonces aparecen nombres de personajes y de movimientos en España, Francia e Italia, fundamentalmente, que traen un despertar. El siglo XVII está plagado de movimientos soterrados, reuniones a escondidas por las casas, sacerdotes que buscan más luz, monjas que enseñan cómo vivir la práctica de la presencia de Dios. Todo esto, al interior y en el seno de una Iglesia Católica muy severa y celadora de la fe, con muchos bandos que pugnan entre sí, y que pretende inútilmente resguardar los límites de su ortodoxia
Así surgen nombres como Madame Guyon, el obispo Fénelon, y Miguel de Molinos, considerado el mentor del movimiento llamado ‘quietismo’ 1 que tuvo muchos seguidores en Europa, tal vez más entre los evangélicos y protestantes que entre los mismos católicos. La suerte de Molinos fue diversa. Primero disfruta del reconocimiento apoteósico entre sus propios hermanos, pero luego se le cierran las puertas allí y aun se le condena, mientras se le abren en otros sitios.
La figura de Miguel de Molinos es, pues, representativa de su época, y su influjo traspasó muchas fronteras. Watchman Nee resumió así este polémico siglo: «Un grupo de personas espirituales fue levantada por el Señor en el siglo XVII dentro de la Iglesia Católica. El más espiritual entre ellos fue Miguel de Molinos».
Primeras experiencias
Miguel de Molinos nació en Muniesa, España, el 29 de junio de 1628. De familia rica y noble, completó sus estudios en la ciudad de Valencia. A partir del año 1649 desarrolla su carrera religiosa dentro de la Iglesia Católica como subdiácono, diácono y presbítero, sin aceptar nunca renta alguna de la Iglesia. En el año 1665 le corresponde asumir dos tareas que implican para él un reconocimiento: viaja a Roma para postular la causa de beatificación de Jerónimo Simón de Rojos, y para sustituir al Arzobispo de Valencia en la visita Ad Limina.2
Al parecer, Miguel de Molinos no volvió más a España, sino que se quedó en Italia. Los años siguientes, que van desde 1663 hasta 1675, en que publica su obra más famosa, son años más bien sombríos, ya que no hay noticias de su vida. Hay un solo dato que puede mencionarse: en 1671 ingresa a la congregación llamada «Escuela de Cristo», en San Lorenzo in Lucina, de la cual llegó a ser el superior. 3 Según se piensa, esta congregación fue el primer foco del ‘quietismo’.
Muy pronto su fama como representante de un cierto modo –nuevo y novedoso– de enfocar la experiencia espiritual, le abrió las puertas de las principales casas de Roma. Llegó a ser considerado un consejero espiritual muy maduro, y de trato muy afable. Era (según le describen) «hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio».
A juzgar por las obras que llegó a escribir, Miguel de Molinos debió de ser un aprovechado lector de los grandes escritores y místicos del pasado, como, entre otros, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Johannes Tauler, Jan Van Ruysbroeck, San Buenaventura y Dionisio el Areopagita. Algún detractor hace descender su enseñanza de «los bigardos, los fratri-cellos y los místicos alemanes del siglo XIV».
Éxitos momentáneos
El hecho que marca el inicio del período más azaroso en la vida de Miguel de Molinos es la publicación de su obra «Guía Espiritual». A causa de esta publicación habría de pasar los últimos 11 años de su vida encarcelado. El título completo de esta obra es bastante largo, como solía usarse en la época: «Guía Espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz interior». En estricto rigor, este libro no fue publicado por Molinos, sino por Juan de Santa María, uno de sus fieles colaboradores. Apareció primeramente en español, luego en italiano, precedido de una carta de un amigo, con un sinfín de aprobaciones por parte de teólogos, clérigos e incluso clasificadores del Tribunal de la Inquisición.
La Guía tuvo una calurosa acogida en toda Europa. En los seis años siguientes a su primera edición se publicaron 20 ediciones en diversas lenguas. En Italia se reeditó muy pronto, en Roma, Venecia y Palermo. Más tarde fue traducida al latín, y en 1874, al ruso.
Desde el punto de vista estilístico, aun sus más encarnizados críticos reconocen que ella es un «modelo de tersura y pureza de lengua». Como escritor es considerado «de primer orden, sobrio, concentrado, cualidades que brillan aun a través de las versiones». 4
Cinco años más tarde, en 1680, sale a la luz otra obra de Molinos, titulada Defensa de la Contemplación, donde existen frecuentes referencias a San Juan de la Cruz. También publicó un pequeño Tratado de la comunión cotidiana, muy recomendado entre los cristianos de la época.
Cuando recién apareció la Guía Espiritual, como se ha dicho, fue unánimemente aceptada y divulgada. Los más connotados obispos italianos la recomendaban. Entre los devotos de Roma y de Nápoles, Molinos llegó a ser considerado como un oráculo. Continuamente recibía cartas de adhesión a sus principios. Uno de los cardenales, Pietro Mateo Petruzzi, Obispo de Jesi, fue apodado el ‘Timoteo’ de Molinos. Otros importantes prelados se sentían honrados con su amistad. Muchos eclesiásticos vinieron a Roma a aprender de él su «método», y casi todas las monjas se dieron a la oración ‘de quietud’, tal como Molinos enseña en su Guía. Petruzzi publicó muchos tratados y cartas en apoyo a Molinos. La reina Cristina de Suecia, que residía en Roma, le testimonió gran simpatía. Incluso, si se ha de dar crédito a algunas referencias de la época, el mismo Papa sentía una gran admiración por Molinos, por lo que dispuso para él habitaciones en el Vaticano y pensó hacerlo cardenal.
Los protestantes, por su parte, recibieron casi con alborozo esta publicación. Gilberto Burneo comparó la obra de Molinos con la de Descartes, considerando al uno como restaurador de la filosofía, y al otro como purificador del cristianismo. Para él, el misticismo de la Guía era el mejor aliado de la Reforma, porque condenaba las mortificaciones voluntarias y las tradiciones humanas, las obras exteriores «et tout ce fatras de cérémonies». 5 La doctrina de la justificación por la sola fe, sin buenas obras, encajaba muy bien con la enseñanza de Molinos, como asimismo el énfasis que éste hacía en la comunión personal del creyente con Dios, sin la necesidad de una jerarquía eclesiástica mediadora.
Vientos de persecución
Sin embargo, finalmente los celadores de la doctrina católica, comenzaron a alarmarse de la popularidad de Molinos, y se conjuraron contra él y los quietistas. Alguien propuso que eran peligrosos porque se asemejaban a los budistas de la China. Otro afirmó que no era conveniente poner los ejercicios espirituales aconsejados por Molinos al alcance de todos. Varios acusaban a Molinos de descuidar toda la parte dogmática de la religión oficial.
La Inquisición romana tomó cartas en el asunto y mandó examinar los libros de Molinos, Petruzzi y otros. Pero ellos se defendieron bien, y su defensa alcanzó mucho eco, tanto, que con ello creció su fama. Por un tiempo pareció que el ataque sólo había servido para darles más notoriedad.
Entonces se intentó con otros argumentos. Se le atribuyó a Molinos ascendencia de moros o judíos, y se le acusó de que, influido por aquellas religiones, estaba tratando de sembrar la semilla del error. Comenzó a susurrarse que los quietistas formaban una secta pitagórica, con iniciaciones esotéricas, y que enseñaban errores de moral peligrosísimos. Según se propalaba, se les veía evitando cuidadosamente muchas devociones consagradas por la tradición y limitándose a lo interno del culto. Pero nada de esto surtía efecto contra él.
Entonces se armó una celada política desde Francia. El confesor de Luis XIV, persuadió al rey de que era preciso acabar con los quietistas, pues se decía que eran en Roma un elemento político en pro de los intereses de la casa de Austria y contra Francia. El Arzobispo de París aprobó este parecer, y el rey ordenó a su embajador en Roma, un cierto cardenal, que se les persiguiese. Este cardenal pasaba por amigo de Molinos, pero se decidió a obedecer a su rey, así que le denunció, presentando varias cartas suyas y refiriendo conversaciones que con él había tenido «mientras fue su amigo, aunque fingido y con el único propósito de descubrir sus marañas», según él mismo dijo.
Finalmente, el Papa de la época, por petición directa de Luis XIV, le hizo detener. En mayo de 1685, a los diez años de haberse publicado la Guía Espiritual, Miguel de Molinos fue apresado por esbirros del Tribunal de la Inquisición. La noticia conmocionó a la sociedad italiana, y en gran medida a la europea, especialmente en el seno del ‘pietismo’ alemán, donde Molinos era grandemente apreciado. Junto con él fueron apresados algunos nobles y otros seguidores, en total, unos setenta. Más tarde ese número subió a doscientos. Así fue cómo, después de haber gozado Molinos de la mayor reputación, ahora era considerado el peor de los herejes.
Los inquisidores visitaron varios conventos, y muchas religiosas confesaron haber dejado las prácticas devocionales habituales para dedicarse sólo a la vida interior, lo cual confirmaba las acusaciones. Se ordenó que todos los libros de Molinos y Petruzzi les fueran quitados, y que se les obligara volver a las antiguas formas de devoción.
Después de haber pasado un tiempo considerable en la cárcel, Molinos fue hecho comparecer ante al Tribunal. El juicio se realizó en la famosa capilla Santa María Sopra Minerva, el 2 de septiembre de 1687. Con una cadena alrededor de su cuerpo, y un cirio en la mano, fue sometido al escrutinio de sus acusadores.
Catorce testigos fueron alineados contra Molinos para acusarle de haber contribuido al ‘aniquilamiento interior’, de haber alentado pecados carnales, de haber enseñado el desprecio por las santas imágenes, crucifijos y ceremonias exteriores; de haber disuadido a quienes querían entrar en la ‘religión’, y de haber preparado a sus discípulos para dar respuestas mañosas a sus acusadores.
Molinos se defendió de todo ello con gran firmeza y resolución, pero a pesar de que sus argumentos deshacían totalmente las acusaciones, fue hallado culpable de herejía. La sentencia le declaraba ‘hereje dogmático’ y le condenaba a la cárcel perpetua, a llevar siempre el hábito de la penitencia, a rezar todos los días el Credo y una parte del Rosario, con meditaciones sobre los misterios, y a confesar y comulgar cuatro veces al año con el confesor que el Santo Oficio le señalase. Molinos escuchó la sentencia, inmutable, sin señal alguna de temor ni confusión. Fue recluido en el convento de los dominicos de San Pedro en Montorio, Roma.
Al entrar en su celda, se despidió serenamente del sacerdote que le conducía, diciéndole: «Adiós, Padre. Ya nos volveremos a ver en el día del Juicio, y entonces se verá de qué lado está la verdad, si del mío, o del vuestro». Durante su encierro fue varias veces torturado.
Su libro Guía Espiritual fue prohibido, junto a los de otros autores ‘quietistas’. Más tarde fueron procesados y sentenciados también el cardenal Petruzzi, y otros nobles. Se hizo una verdadera ‘limpieza’ por toda Italia, y se halló que muchas congregaciones –algunas de hasta seiscientas personas– se habían formado al alero de esta enseñanza, y otras, de la misma línea, que habían surgido antes de Molinos. En todas ellas se advertía un «descuido por el culto externo y por las ceremonias religiosas».
Poco después de la condena de Molinos, el Papa publicó la bula ‘Caelestis Pastor’, en la que se condenan 68 proposiciones, no sólo de Molinos sino también de otros quietistas. Molinos muere sin llegar a salir de su celda en Roma, el 28 de diciembre de 1696.
Valoración posterior
En los doscientos años siguientes a la primera edición de la Guía Espiritual, ésta se ha vuelto a editar muchas veces, sobre todo en ambientes no católicos. La mayor parte de las ediciones españolas durante los últimos años han buscado vindicar al perseguido y olvidado, especialmente después del Concilio Vaticano II. Desde entonces, ha habido un cambio de actitud de la ortodoxia de Roma hacia Molinos, y se le ha pretendido ‘reinterpretar’, minimizando sus supuestos errores.
Hacia fines del siglo XX, luego de intensos análisis, la crítica especializada llegó a la conclusión de que en días de Molinos los censores de la Guía nada hallaron censurable en ella, que su doctrina era aceptable y hasta recomendable. Sin embargo, a pesar de considerarla como ‘doctrina corriente’, la condenaron por contener ‘doctrinas peligrosas’, y por lo general, por estar en lengua vulgar para las personas ignorantes. Se reconoce que el elemento ‘política’ y ‘rivalidad entre órdenes religiosas’ fue también determinante en la suerte de Molinos.
Sin embargo, más allá de eso, podemos ver a la luz de la historia posterior, que la soberanía de Dios permitió ese fin para Molinos. Dios concedió a uno de sus siervos, al cual honró otorgándole tanta luz, que siguiese las pisadas de su Maestro. Los hombres le condenaron, pero la verdad de Dios ha salido incólume.
Hoy, extrañamente, la ciudad de Muniesa, que fue la cuna de Molinos, se honra de tenerlo como su hijo más ilustre.
Aporte de Molinos
El gran aporte de Molinos a la restauración del testimonio de Dios fue el de ver la necesidad de negarse a sí mismo y de morir juntamente con Cristo a los apetitos del alma. «Muramos sin cesar para nosotros mismos; conozcamos nuestra miseria», decía. Molinos sostenía que el alma debe negarse a sí misma y abandonarse completamente en Dios, para así encontrar la paz interior. «El deber del alma consiste en no hacer nada motu proprio, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle». Lo que surge del alma no sólo no colabora con Dios, sino que es un estorbo que debe ser quitado de en medio. La voluntad del hombre debe abandonarse completamente a la voluntad de Dios.
Molinos sostenía que la verdadera y perfecta aniquilación del yo se funda en dos principios: el desprecio de nosotros mismos y la alta estimación de Dios. Esta aniquilación ha de alcanzar a toda la sustancia del alma, pensando como si no pensase, sintiendo como si no sintiera, etc., hasta renacer de sus cenizas, transformada, espiritualizada.
Su enseñanza apuntaba al ejercicio de la contemplación de Dios en la ‘oración de quietud’, pero aclaraba que esto no significaba necesariamente apartarse del mundo. «Los trabajos ordinarios (estudiar, predicar, comer, beber, negociar, etc.) no apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue, dada la primera resolución de entregarse a la voluntad divina».
Molinos enseñaba que las obras exteriores no son necesarias para la santificación, y que las obras penitenciales como, por ejemplo, la mortificación voluntaria, debían arrojarse lejos como una carga pesada e inútil. «No es preciso entregarse a penitencias austeras e indiscretas, que pueden fomentar el amor propio e inspirar acritud hacia el prójimo». La ‘vía interior’ no tiene nada que ver, decía él, con confesiones, confesores, teología ni filosofía; la paz plena se alcanza deseando solamente lo que Dios desea.
El alma no debe afligirse ni dejar la oración, aunque se sienta oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los principiantes que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, lo cual es una buena señal. Este estado produce, entre otras cosas: perseverancia en la oración, disgusto por las cosas mundanas, consideración de los propios defectos, remordimiento ante las faltas más ligeras, deseos ardientes de hacer la voluntad de Dios, inclinación hacia la virtud, conocerse el alma a sí misma, etc.
Molinos fustigaba a los sabios escolásticos y a los predicadores retóricos que se predicaban a sí mismos. «La mezcla de un poco de ciencia –afirmaba– es obstáculo invencible para la eterna, profunda, pura, sencilla y verdadera sabiduría». Y agregaba: «Si los sabios mundanos quieren hacerse místicos tendrán que olvidarse totalmente de la ciencia que poseen, y que, si no lleva a Dios por guía, es el camino derecho del infierno».
Su enseñanza fue muchos años adelante del resto, y por lo tanto, fue incomprendida. Probablemente algunos conceptos vertidos por él no hayan tenido la claridad y el equilibrio para ser más ampliamente aceptados –por ejemplo, el desconocimiento de la separación entre alma y espíritu, el uso del término ‘aniquilación’ del alma, cuando probablemente quería decir con eso el ‘quebrantamiento’ del alma–, pero la primera semilla fue sembrada. La vida interior propuesta por él tuvo seguidores no sólo en su tiempo, sino especialmente en las futuras generaciones.
En la historia posterior se encuentran trazas de quietismo en los primeros pasos del metodismo y del cuaquerismo, entre otros.
Cada nueva verdad bíblica redescubierta ha traído sobre sus portaes-tandartes la incomprensión y persecución. Muchas de ellas debieron pagarse con cárcel, torturas y muerte. Pero la luz de Dios ha ido en aumento, y hoy podemos disfrutar libremente las riquezas de lo que aquellos fieles alcanzaron.
1 El nombre «quietismo» le fue dado por uno de sus detractores, el cardenal Caraccioli, arzobispo de Nápoles, en 1682).
2 Visita que de tiempo en tiempo hacen los prelados al Papa y los lugares considerados sagrados en Roma).
3 Hermandad fundada en 1653, en Madrid, que se multiplicó rápidamente por España y América).
4 Marcelino Meléndez y Pelayo, en Historia de los heterodoxos españoles.
5 «Y todo ese fárrago de ceremonias». Citado por Marcelino Menéndez y Pelayo, op. cit.
.Una revista para todo cristiano • Nº 39 • Mayo - Junio 2006
PORTADA
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La maravillosa historia del misionero a la India cuyo ejemplo de ganador de almas a través de la intercesión casi no tiene igual en la historia de la iglesia.
John Hyde, apóstol de la oración
John Hyde nació en 1865, en Illinois, Estados Unidos. Era hijo de un ministro presbiteriano. Sobre su hogar paterno alguien ha dicho: «Era una casa donde Jesús era un invitado permanente, y donde los moradores en ella respiraban una atmósfera de oración».
Su padre era un cristiano fiel, sobrio, con modales amables. Muchas veces oró con fervor pidiendo obreros a la mies; y el Señor contestó su oración con creces, pues aun dos de sus hijos fueron llamados al ministerio. Su madre poseía una dulce espiritualidad, y se dedicaba con esmero a sus seis hijos.
La habilidad escolar de John era tan notable que le pidieron que fuera maestro en su ‘alma mater’ después de la graduación. Pero esa profesión no tenía ningún atractivo para el joven y, en obediencia a lo que él sentía era el llamado de Dios, decidió asistir a un seminario en Chicago.
Tomando una gran decisión
Estando allí tuvo una experiencia dolorosa que marcó su corazón: la muerte de su hermano Edmund, quien había decidido ser misionero. Este hecho le llevó a una búsqueda interior, pues él había considerado a su hermano como un modelo para su vida.
J. F. Young, un compañero en aquel seminario, cuenta así lo que fue esta experiencia para John: «Fue durante el año siguiente a la muerte de su hermano Edmund que sus compañeros comprendieron que John no era un joven ordinario. Fue impresionado grandemente por la muerte de su hermano, y un gran conflicto tuvo lugar acerca de lo que haría de su vida. Por fin él se rindió, y en definitiva dijo: «Iré donde tú quieras que yo vaya, amado Señor. «El resultado fue un cambio en su propia vida, y nosotros empezamos a disfrutar de esta experiencia con él».
Su amigo Konkle lo describe así: «Durante el último año, cuando había un interés creciente por las misiones extranjeras en nuestra clase, Hyde vino a mi cuarto aproximadamente a las once una noche y dijo que él necesitaba todos los `argumentos’ que yo tenía para ir al campo extranjero. Nos sentamos entonces algunos momentos en silencio, y entonces yo le dije que él conocía tanto como yo el campo extranjero; que yo no creía que eran argumentos lo que él necesitaba, y que la manera de saberlo era ponerlo ante nuestro Padre y esperar hasta que Él decidiera por él. Nos sentamos en silencio un rato más largo, y, diciendo él creer que yo tenía razón, salió dándome las buenas noches. La próxima mañana cuando yo iba a la capilla, sentí una mano en mi brazo, y volviéndome vi la cara de John radiante con una nueva visión. ‘Es seguro, Konkle’, dijo él, y yo no necesité saber cómo».
Desde ese momento, el servicio extranjero fue su tema principal de conversación. Sus oraciones eran que el Señor enviase obreros a tierras donde Cristo no era conocido. Sus peticiones fervientes fueron contestadas con creces, pues, de su clase de 46 graduados, 26 se ofrecieron para el trabajo misionero extranjero.
Primeros pasos en la India
John se embarcó para India en octubre de 1892. Él deseaba rescatar a los millones que estaban pereciendo sin Cristo, pero también esperaba hacerse de un nombre, dominar los idiomas y ser un misionero de fama. Cuando fue a su camarote, encontró una carta de un amigo de su padre, a quien admiraba por la profundidad de su vida espiritual. Cuando la leyó, se sobresaltó. «No dejaré de orar por ti hasta que seas lleno del Espíritu Santo». La implicación era que él no lo estaba.
«Mi orgullo fue tocado» confesó después, «y me sentí muy enfadado. Tiré la carta a un rincón y subí a cubierta. Yo amaba al remitente, conocía la vida santa que él llevaba. Y en mi corazón hubo la convicción de que él tenía razón: yo no estaba capacitado para ser un misionero».
Regresó a su cabina. «Con desesperación, le pedí al Señor que me llenara de su Espíritu, y al momento todo se aclaró. Empecé a verme a mí mismo y mi ambición egoísta. Antes de llegar al puerto ya estaba decidido a alcanzar aquello, cualquiera fuese el costo».
Al llegar a India, John se encontró con que sólo había tres mujeres y otro misionero para un millón de no cristianos. Era tiempo para empezar a cumplir su vocación y empezar a abrir camino en una nueva tierra. Hyde se encontró con el misionero Ullman, quien servía en la India desde hacía cincuenta y cinco años. Él le enseñó sobre el poder de la sangre de Jesús, lo cual habría de ser un fundamento muy importante para Hyde.
Poco después, asistió a una reunión donde se predicó que Jesucristo puede salvar de todo pecado. Cuando uno de los oyentes, al cierre del servicio, se acercó al orador con la aguda pregunta: «¿Es esa su experiencia personal?», John se sintió muy agradecido de que no fuese él el interrogado. Reconoció que él mismo, aunque había estado predicando tal evangelio, aún desconocía ese poder.
Confrontado con la realidad espiritual, sin el bautismo del Espíritu Santo, él era un fracaso completo. Se retiró a su cuarto, orando: «Señor, o tú me das victoria sobre todos mis pecados, o me volveré a América para buscar allí algún otro trabajo. Soy incapaz de predicar el Evangelio hasta que pueda testificar de su poder en mi propia vida».
Con una fe simple, miró a Cristo para la liberación del pecado. Después dijo: «Él me liberó, y no he tenido una duda de esto desde entonces. Puedo ponerme de pie ahora sin vacilación para testificar que él me ha dado la victoria».
Dificultades y fracasos
Sin embargo, el terreno para la evangelización era muy hostil, y los resultados muy pobres. En una carta a su seminario después de su primer año, Hyde escribió: «Ayer se bautizaron ocho personas de la casta inferior en uno de los pueblos. Parece una obra de Dios en la que el hombre, como instrumento, es usado en un grado muy pequeño. Oren por nosotros. Yo aprendo a hablar el idioma muy, muy despacio: sólo puedo hablar un poco en público o en conversación».
En efecto, el idioma fue para él una gran dificultad. Llegando a la India, le fue asignado el estudio del idioma vernáculo. Al principio trabajó duro, pero después lo descuidó por el estudio de la Biblia. Fue amonestado por el comité, pero él contestó: «Lo primero es lo primero». Él arguyó que había venido a India para enseñar la Biblia, y necesitaba conocerla antes de enseñarla. Dios, por Su Espíritu maravilloso, le abrió las Escrituras sin abandonar el estudio del idioma. «Se volvió un orador correcto y fácil en Urdu, Punjabi, e inglés; pero lejos y principalmente, él aprendió el idioma del Cielo, y de tal manera lo aprendió a hablar que tuvo a los públicos de centenares de indios fascinados mientras él abría para ellos las verdades de la palabra de Dios.»
En el comienzo John Hyde no era un misionero notable. Era lento para hablar. Cuando se le hacía una pregunta o un comentario, parecía no oír, o si oía, permanecía un largo tiempo pensando en la respuesta. Su oído era ligeramente defectuoso, y temía que esto le impidiera aprender el idioma. Su disposición era mansa y callada; él parecía carecer del entusiasmo y celo que un misionero joven debía tener. Sin embargo, a través de sus hermosos ojos azules brillaba el alma de un profeta.
En 1895, trabajó con otro misionero y surgió un pequeño avivamiento. Esto causó una gran persecución en el pueblo, hasta el punto que los nuevos convertidos fueron golpeados y repudiados. Esto condujo a John a la oración y la intercesión.
En 1896 no hubo ni una sola conversión. Esto le dejó grandemente perturbado, así que fue a la oración para «buscar la razón». El Espíritu de Dios empezó a revelarle que «la vida de la iglesia estaba muy por debajo de las normas de la Biblia».
Dios equipa sabiamente al instrumento que piensa usar, trayendo las más inesperadas y aun indeseables providencias sobre su vida. En 1898, Hyde quedó inmovilizado durante siete meses. Contrajo la fiebre tifoidea, seguida por dos abscesos en su espalda. Esto le produjo tal depresión nerviosa que hizo necesario el reposo absoluto. Durante este tiempo, fue conducido a una profunda vida de oración. Con el mundo excluido fuera de la puerta, luchó a menudo con Dios hasta la medianoche. O antes del amanecer, estaba de rodillas suplicando por un derramamiento de gracia divina en los pueblos de la India. En una carta a su universidad, escribió: «He sido llevado a orar por otros este invierno como nunca antes. En la universidad o en las fiestas en casa, yo guardaba tales horas para mí, ¿y no puedo hacer yo tanto para Dios y por las almas?».
Se apropió de la oración de Jabes, en 1 Crónicas 4:10. «¡Oh, si me dieras bendición, y ensancharas mi territorio, y si tu mano estuviera conmigo, y me libraras de mal, para que no me dañe! Y le otorgó Dios lo que pidió», hasta sentir que Dios también le había oído a él y le había otorgado lo que pedía.
Sin embargo, mientras más tiempo pasaba en oración, sus compañeros misioneros menos lo entendían. Incluso pensaban que él era un fanático y extremista, y aun le consideraban loco. De estos tiempos de intercesión, surgió el apodo que hoy la historia registra: «el Orante John Hyde».
En 1900-1901 escribe a casa proféticamente sobre lo que el Señor le había mostrado en oración acerca del nuevo siglo. Que el nuevo siglo sería un tiempo de poder pentecostal y una porción doble del Espíritu Santo sería derramada. Que una gran convicción vendría y muchos nacerían de nuevo. Él vio una cristiandad apostólica plena restaurada a la iglesia. Hyde creyó que un gran avivamiento ocurriría después de una comprensión del bautismo del Espíritu Santo. Él predicó a menudo un mensaje: «Recibirás poder después».
Las Convenciones de Oración
Después de diez años de servicio en el campo misionero, por razones de salud, volvió a América. Allí recalcó en los corazones una y otra vez la necesidad de ser llenos del Espíritu, para que la causa de las misiones avanzara. Citando Pentecostés como prueba, él declaraba que la oración unida por parte de los cristianos produciría un tremendo crecimiento de la Iglesia en casa y en el extranjero.
En su retorno a la India, el avivamiento vino a la escuela de niñas de Sialkot, en el Punjab, la oficina principal de la Misión presbiteriana donde laboraba John. El Espíritu de Dios también se movió en el seminario cercano. Algunos de los estudiantes, encendidos con amor divino, visitaron la escuela para niños, donde, curiosamente, no les permitieron dar testimonio de lo que Dios había hecho por ellos. Los jóvenes volvieron al seminario, donde se unieron en oración por una visitación del Espíritu Santo en esa rama de la obra. «Oh, Señor», oraron, «concédenos que el lugar donde nos prohibieron que habláramos esta noche se vuelva el centro de grandes bendiciones que fluirán a todas las partes de India».
La dirección de la escuela de niños pronto fue puesta en otras manos, y se anunció una convención en Sialkot para abril de 1904. El propósito era unirse en oración para un movimiento del Espíritu de Dios a lo largo de la India.
Dios puso una gran carga de oración en los corazones de John N. Hyde, R. McCheyne Paterson y George Turner por esta convención. Vieron la necesidad de que la vida espiritual de los obreros, pastores, maestros, y evangelistas, tanto extranjeros como nativos, fuera profundizada. El Espíritu Santo era poco conocido en estos ministerios y muy pocos estaban siendo salvados de entre los millones de inconversos.
Un gran aliento para ellos fue saber del avivamiento que había empezado en Gales. Esto acrecentó su oración y fe. Este evento «abrió senda» para el avivamiento y para llevar adelante la convención.
Hyde y Paterson esperaron y se retiraron un mes entero antes de la fecha de la apertura. Durante treinta días y treinta noches estos hombres piadosos esperaron ante Dios en oración. Turner se les unió después de nueve días, para que durante veintiún días y veintiuna noches estos tres hombres alabaran y oraran a Dios por un poderoso derramamiento de su poder.
Canon Haslam, en una conferencia ocurrida veintiocho años después, dio su impresión personal de aquellos servicios y del cambio notable que se generó allí. «Poco después del comienzo de la convención, el Sr. Hyde pasó por una experiencia que le transformó en un hombre con poder de Dios y un gran misionero. La vida de la Iglesia, en conjunto, estaba espiritualmente en un nivel muy bajo. Algo drástico se necesitaba. A Hyde se le reveló que la Iglesia no tenía poder debido al pecado; y que ese pecado es quitado sólo cuando hay real arrepentimiento y confesión».
La noche que comenzó todo quedó marcado en la memoria de uno de los participantes: «Cuando la hora de la reunión llegó, se sentaron los hombres en las esteras en la tienda, pero el Sr. Hyde, el conductor, no había llegado. Empezamos a cantar, y cantamos varios himnos antes de que él entrara, bastante tarde.
«Recuerdo cómo él se sentó en la estera frente a nosotros, y silencioso durante un tiempo considerable después que el cantar se detuvo. Entonces se levantó, y nos dijo muy quieta-mente: ‘Hermanos, yo no dormí nada anoche, y no he comido nada hoy. He estado teniendo una gran controversia con Dios. Siento que él me ha hecho venir aquí para testificarles involucrando algunas cosas que él ha hecho por mí, y he estado arguyendo con él que yo no debo hacer esto. Sólo hace un poco rato he tenido paz acerca de la materia y he estado de acuerdo en obedecerle, y ahora he venido a decirles sólo algunas cosas que él ha hecho por mí’.
«Después de hacer esta breve declaración, nos contó en forma muy quieta y sencilla algunos de los conflictos desesperados que él había tenido con el pecado, y cómo Dios le había dado victoria. Yo pienso que no habló más de quince o veinte minutos; luego se sentó e inclinó su cabeza durante unos minutos, y entonces dijo: ‘Tengamos un tiempo de oración’. Recuerdo cómo la pequeña compañía se postró en las esteras sobre sus rostros a la manera oriental, y entonces por un largo tiempo, no sé cuánto, uno tras otro, los hombres se fueron poniendo en pie para orar, y hubo tal confesión de pecados como muchos de nosotros nunca habíamos oído antes, y un clamor a Dios por misericordia y ayuda.
«Era muy tarde esa noche cuando la pequeña asamblea se disgregó, y algunos de nosotros supimos después de varias vidas que fueron transformadas totalmente a través de la influencia de esa reunión».
Evidentemente ese singular mensaje abrió las puertas de los corazones de las personas para el inicio del gran avivamiento en las iglesias de la India.
De ahí en adelante, año tras año, la Unión de Oración ayunó y oró, y en cada convención una urgencia creciente por la evangelización e intercesión llenó a cada asistente. John Hyde surgió como el líder de la oración, y todos estaban asombrados por la profundidad de su visión espiritual, y el ímpetu de su carga por India.
Al año siguiente, la Convención de Sialkot fue precedida otra vez por mucha oración. John Hyde era el predicador principal, y pasaba casi todo el tiempo en su cuarto en constante oración.
Una vez le pidieron a Hyde que hiciera cierta cosa, y él fue para hacerlo, pero volvió al cuarto de oración llorando y confesando que había obedecido con reticencia: «Oren por mí, hermanos, para que yo haga esto con alegría». Después de eso, salió y obedeció triunfalmente. Entró nuevamente en el salón con gran alegría, repitiendo tres palabras en urdu: «Ai Asmani Bak»: «Oh, Padre celestial». Lo que siguió es difícil de describir. Fue como si un inmenso océano hubiese inundado aquella asamblea. Los corazones se postraban delante de la presencia divina como los árboles de la floresta delante de un gran temporal. Era el océano del amor de Dios que se derramaba a causa de la obediencia. Hubo corazones quebrantados; confesiones de pecados con lágrimas que luego se transformaban en alegría.
Desde ese tiempo, aquella misión en Sialkot se mantuvo en un nivel espiritual más alto del que había tenido alguna vez. «Buenos» misioneros llegaron a ser conocidos como «poderosos» misioneros. El efecto se sintió a lo largo de toda la India.
También por esa época, John Hyde tuvo dos revelaciones muy preciosas: una de Cristo glorificado como Cordero en su trono – sufriendo infinito dolor por su Cuerpo en la tierra. Como la Cabeza divina, él es el centro nervioso de todo el cuerpo. Él de hecho está viviendo hoy una vida de intercesión por nosotros. La oración a favor de otros es como si fuese la propia respiración de la vida de nuestro Señor en el cielo. Esto se estaba haciendo más y más real en la vida de John Hyde.
La otra fue acerca del atalaya en Isaías 62:6-7. Les preguntaba a menudo a los ministros: «¿Está el Espíritu primero en sus púlpitos?». Él estaba refiriéndose a Juan 15: «Pero cuando el Consolador, a quien yo enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él testificará de mí: Y ustedes también serán testigos, porque han estado conmigo desde el principio». Había en él tal espíritu de intercesión que otros también empezaron a gemir en agonía por los perdidos.
Un ejemplo de oración intercesora
En uno de los veranos siguientes, Hyde fue a casa de un amigo en las montañas. El propósito era entrar en una verdadera intercesión con su Maestro. Su amigo escribió al respecto: «Era evidente para todos que él estaba quebrantado por el peso de la profunda angustia de su alma. Faltó a muchas comidas, y cuando yo iba a su cuarto, lo encontraba postrado con una gran agonía, o caminando de arriba abajo como si un fuego interior estuviese ardiendo en sus huesos... John no ayunaba en el sentido normal de la palabra, pero frecuentemente, cuando yo le rogaba que viniese a comer, él me miraba, sonreía y decía: «No tengo hambre». Había un hambre mayor consumiendo su propia alma, y solamente la oración podía saciarla. Delante del hambre espiritual, el hambre natural desaparecía».
Paso a paso él estaba siendo llevado hacia una vida de oración, vigilancia y agonía a favor de otros. Un pensamiento predominaba siempre en su mente: que nuestro Señor todavía agoniza a favor de las almas. Con toda la profundidad del amor por su Señor, había vislumbres de sus alturas – momentos del cielo en la tierra– cuando su alma quedaba inundada con cánticos de alabanza y él entraba en el gozo de su Señor.
En 1908, John Hyde se atrevió a orar por lo que, para muchos, era una demanda imposible: que durante el próximo año en la India él salvara un alma cada día. Trescientas sesenta y cinco personas se convirtieron, bautizaron, y públicamente confesaron a Jesús como su Salvador. Lo imposible sucedió.
Antes de la próxima convención por la cual John Hyde había orado, más de 400 personas habían entrado en el reino de Dios, y cuando la Unión de Oración se volvió a reunir, él duplicó su meta a dos almas por día. Ese año se registraron ochocientas conversiones, y todavía Hyde mostraba una pasión inextinguible por las almas perdidas.
Alguien comentó sobre los resultados de aquella obra: «No había nada superficial en la vida de esos convertidos. Casi todos se volvieron cristianos activos».
John Hyde fue conducido por Dios a confesar los pecados de otros y ponerse en el lugar de ellos, tal como hacían los profetas de la antigüedad (Ver Esdras 9; Daniel 9). «Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo» (Gál. 6:2), dice el apóstol. Según esa ley, debemos entregar nuestra vida por los hermanos. Era lo que Hyde hacía.
Al respecto, él aprendió una lección muy solemne – el pecado de señalar los defectos en los demás, aunque sea al orar por ellos. Él estaba cargado cierta vez con un peso de oración a favor de un siervo de Dios hindú. Se retiró a su cuarto de oración, y meditando en la frialdad de aquel siervo y de la muerte consecuente que había en su congregación, comenzó a orar: «Oh Padre, tú sabes cuán frío...». Pero fue como si un dedo fuese puesto en sus labios, de modo que no podía hablar lo que pretendía, y una voz le dijo al oído: «Quien lo toca, toca la niña de mi ojo». Hyde clamó con angustia: «Perdóname, Padre, pues he sido un acusador de mis hermanos delante de ti». Él reconoció que a la vista de Dios debería contemplar todo lo que es amable. Sin embargo, él quería contemplar también todo lo que es verdadero. Le fue revelado que lo «verdadero» de este versículo se limita a aquello que es, al mismo tiempo, amable y verdadero, que el pecado de los hijos de Dios es efímero; el pecado no es la verdadera naturaleza de los hijos de Dios, pues debemos ver que están en Cristo – perfeccionados, así como estarán cuando él haya completado la buena obra que comenzó en ellos.
Entonces John pidió al Padre que le mostrase todo lo que era digno de alabanza en la vida de aquel hermano. Él recordó entonces muchas cosas por las cuales podía agradecer a Dios de corazón, ¡y así cambió su tiempo en alabanza! Este fue el camino para la victoria.¿El resultado? Luego después supo que aquel siervo de Dios recibió en la misma época un gran avivamiento y estaba predicando con fuego.
Una vida de oración
En la convención de 1910, la última a la que Hyde asistió, los presentes fueron testigos de la dramáticas súplicas de Hyde en oración: «¡Oh, Dios, dame almas, o me muero!».
Antes de que la reunión acabara, John Hyde reveló que estaba duplicando su meta de nuevo para el próximo año: Cuatro almas cada día, y nada menos. Durante los próximos doce meses el ministerio de John Hyde lo llevó a lo largo de India. Ahora él era conocido como «el Orante Hyde,» y su intercesión inició los avivamientos en Calcuta, Bombay, y otras ciudades grandes. Si en un día cualquiera no se convertían cuatro personas, Hyde decía que por la noche habría tal peso en su corazón que él no podía comer o dormir hasta haber obtenido la victoria. Oraba por las personas «hasta que...». Le gustaba orar postrado en el suelo. Después que había orado, aplaudía con sus manos, danzaba, gritaba y estaba lleno de gozo. El número de nuevos convertidos crecía continuamente.
Un amigo escribe respecto de él en una de esas reuniones: «Él permaneció con nosotros casi quince días, y durante todo ese tiempo estaba con fiebre. Aun así, ministró en las reuniones normalmente, ¡y cómo Dios nos habló a través de él, a pesar de que físicamente no estaba en condiciones de hacer nada!
«En aquella época yo estuve enfermo por varios días. El dolor en el pecho me mantuvo despierto varias noches. Fue entonces que noté lo que el Sr. Hyde estaba haciendo en su cuarto, frente al mío. Yo podía ver la claridad de la luz eléctrica cuando él salía de la cama y la encendía. Lo observé hacer eso a las doce horas, a las dos, a las cuatro y después a las cinco. Desde aquella hora la luz permanecía encendida hasta el amanecer.
«Nunca me olvidaré de las lecciones que aprendí en aquella época. ¿Yo había orado alguna vez por el privilegio de esperar en Dios en las horas de la noche? ¡No! Esto me llevó a pedir este privilegio para mí mismo. El dolor que me impedía dormir noche tras noche fue transformado en alegría y alabanza por causa de este nuevo ministerio que de repente había descubierto, de mantener la vigilia de la noche junto con los otros que tienen la función de despertar al Señor.
El mismo amigo relata cómo John Hyde empeoró físicamente, y finalmente fue persuadido a ver un médico. El diagnóstico del médico fue que el corazón de Hyde estaba en pésima condición. «Nunca encontré un caso tan terrible como este. Fue movido desde su posición normal en el lado izquierdo hacia el derecho». Cuando el médico le preguntó: «¿Qué ha hecho usted consigo mismo?», John Hyde no dijo nada. Solamente sonrió. Pero aquellos que le conocían sabían cuál era la causa: su vida de incesante oración, noche y día, orando excesivamente con muchas lágrimas por sus convertidos, por los colegas en la obra, por los amigos, y por las iglesias en India. Su oración para que él fuese enteramente quemado en vez de oxidarse, estaba siendo respondida.
Una amplia visión final
A principios de 1911, volvió a América muy enfermo, donde supo que, además, también tenía un tumor cerebral. Una operación trajo alivio sólo temporal y, poco después de dejar su India querida, «Orante» Hyde dijo adiós a este mundo, con la siguiente expresión en sus labios: «Grito la victoria de Jesucristo». Tenía sólo 47 años. Nunca se casó.
Antes de morir, él compartió lo que Dios le había mostrado: «En el día de oración, Dios me dio una nueva experiencia. Me parecía estar lejos de nuestro conflicto aquí en el Punjab y vi la gran batalla de Dios en toda la India, y luego más allá, en China, Japón, y África. Vi cómo habíamos estado pensando en el círculo estrecho de nuestros propios países y en nuestras propias denominaciones, y cómo Dios estaba ahora rápidamente reuniendo fuerza y fuerza, línea y línea, y todo estaba empezando a ser un gran forcejeo. Aquello, para mí, significaba el gran triunfo de Cristo. Nosotros debemos ser extremadamente cuidadosos en ser absolutamente obedientes a Él, quien ve todo el campo de batalla todo el tiempo. Sólo él puede poner a cada hombre en el lugar donde su vida puede rendir al máximo».
Su secreto espiritual
«Orante» Hyde había aprendido el más valioso secreto para mantener la vida espiritual. Algunos de sus compañeros más íntimos revelan, para nuestro beneficio, la razón de su piedad profunda.
Pengwern Jones recordó un sermón de Hyde que dejó una fuerte impresión en su vida. «El Espíritu lo usó para darnos una visión completamente nueva de la Cruz. Ése fue uno de los mensajes más inspiradores que alguna vez oí. Él empezó diciendo que desde cualquier punto de vista que miremos a Cristo en la cruz, vemos heridas, vemos señales de sufrimiento. Desde arriba, vemos las marcas de la corona de espinas; desde atrás de la cruz, vemos los surcos causados por los azotes, etc. Nos habló de la Cruz con tal iluminación que nos olvidamos de Hyde y de todo lo demás. El ‘muriendo, mas viviendo en Cristo’ estaba delante de nosotros. Entonces, paso a paso, nos guió para ver a Cristo crucificado en la provisión para cada necesidad nuestra y, cuando él señalaba la aptitud de Cristo para cada emergencia, sentí que tenía suficiente para la eternidad.
«Pero la cima de todo fue la forma en que enfatizó la verdad de que Cristo en la cruz gritó triunfalmente ‘Consumado es’, cuando todo a su alrededor indicaba que su vida había acabado. Para sus discípulos, él no había cumplido sus propósitos; a sus enemigos les parecía que por fin lo habían vencido. Aparentemente, el conflicto había terminado, y su vida se había acabado. Entonces resonó el grito de victoria: ‘Consumado es’. ¡Un grito de triunfo en la hora más oscura!
«Entonces Hyde nos mostró que, unidos a Cristo, también podemos gritar triunfalmente, aun cuando todo parezca perdido. Pensamos que nuestra obra parece haber fracasado y el enemigo haber ganado la delantera; somos culpados por todos nuestros amigos y somos compadecidos por nuestros compañeros, pero aun entonces podemos tomar nuestra posición con Cristo en la cruz y gritar: ‘¡Victoria, victoria, victoria!’.
«Desde ese día, nunca he tenido desesperación por mi trabajo. Siempre que me siento desalentado, oigo la voz de Hyde gritando: ¡Victoria!, e inmediatamente llevo mis pensamientos al Calvario, y oigo a mi Salvador en su hora agonizante clamando con gozo: ‘Consumado es’. Hyde dijo: ‘Ésta es una victoria real, para gritar en triunfo aunque alrededor todo sea oscuridad’».
«Esta dependencia de Cristo y su Espíritu era el secreto del éxito de John Hyde en todo», agregó R. McCheyne. «¡Éste es el secreto de cada santo de Dios! ‘Mi poder se perfecciona en la debilidad’, es Su Palabra. Así cuando yo soy débil, soy fuerte, fuerte con poder divino. ¡Cuanto más crecemos en gracia, más dependientes nos volvemos! Nunca olvidemos este hecho glorioso, y entonces seremos capaces de agradecer a Dios por nuestros recuerdos malos, por nuestros cuerpos débiles, por todo; y en ese sacrificio de alabanza estará Su deleite y también el nuestro».
A través de John Hyde, Dios reveló vislumbres del divino corazón de Cristo, partido por nuestros pecados. No necesitamos tener nosotros nuestro corazón partido, sino tener el corazón partido de Dios. No somos participantes de nuestros sufrimientos, sino de los sufrimientos de Cristo. No es con nuestras lágrimas que debemos clamar noche y día, sino que todo viene de Cristo. La comunión con sus sufrimientos es un don gratuito para ser recibido simplemente por fe.
McCheyne agrega al respecto: «¿Cuál fue el secreto de la vida de oración de John Hyde? ¿Quién es la fuente de toda vida? Jesús glorificado. ¿Cómo recibo esta vida de él? Así como recibí su justicia en el comienzo. Reconozco que no tengo ninguna justicia en mí mismo –solamente trapos de inmundicia– y en fe me apropio de su justicia.
«Ahora sigue un doble resultado. En cuanto a nuestro Padre en los cielos, él ve la justicia de Cristo y no mi injusticia. Un segundo resultado viene en cuanto a nosotros mismos: la justicia de Cristo no sólo nos reviste exteriormente, sino que entra en nuestro propio ser por su Espíritu, recibido por fe, y desarrolla la santificación en nosotros.
«¿Por qué no puede ser lo mismo con nuestra vida de oración? Acordémonos de la palabra «por». «Cristo murió por nosotros», y «viviendo siempre para interceder por nosotros», esto es, en nuestro lugar. Así declaro que mis oraciones son siempre insuficientes (ni me atrevo a llamarla una vida de oración), y suplico basado en su intercesión incesante. Eso afecta a nuestro Padre, pues él ve la vida de oración de Cristo en nosotros y responde de acuerdo con ella. De manera que la respuesta es «mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos».
«Otro gran resultado se sigue: nosotros somos afectados. La vida de oración de Cristo entra en nosotros y él ora en nosotros. Esto es la oración en el Espíritu Santo. Esta es la vida más abundante que nuestro Señor nos da. ¡Oh, qué paz, que alivio! No hay más necesidad de esforzarnos para producir una vida de oración, fallando constantemente. Jesús entra en la barca y la labor termina, y luego estamos en el lugar que era nuestro destino. Ahora, necesitamos quedar quietos delante de él para oír su voz y permitir que él ore en nosotros – sí, más que esto, permitir que él derrame en nuestra alma su vida transbordante de intercesión, que significa literalmente «encontrarse cara a cara con Dios – verdadera unión y comunión».
John acostumbraba a decir: «Cuando nos mantenemos cerca de Jesús, es él quien atrae las almas a sí mismo a través de nosotros, pero es necesario que él sea levantado en nuestra vida: esto es, tenemos que ser crucificados con él. De alguna forma, es el yo que se levanta entre nosotros y él, y por eso el yo precisa ser tratado como él fue. El yo necesita ser crucificado. Solamente entonces Cristo será levantado en nuestra vida, y él no puede dejar de atraer las almas a sí mismo. Todo eso es resultado de la unión y comunión íntimas, o sea, comunión con él en sus sufrimientos».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 38 • Marzo - Abril 2006
PORTADA
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Semblanza de Adoniram Judson, el precursor del evangelio en Birmania.
Por la senda del dolor
Adoniram Judson nació en un hogar cristiano, en 1778, en Massachussets, Estados Unidos. Su padre era pastor congregacional. De niño fue muy precoz; cuando tenía apenas 3 años se plantó frente a su padre y le leyó un capítulo entero de la Biblia. A los diez años, ya sabía griego y latín. Su padre lo mandó a los mejores colegios de Nueva Inglaterra, y finalmente a la Universidad de Brown, de donde egresó como el mejor alumno de su promoción.
Días de incredulidad y fe
Allí en la universidad trabó amistad con Jacob Eames, un ateo. Influido por él Adoniram llegó a negar la existencia de Dios. La fe llegó a ser para él un asunto del pasado. Sin embargo, ocultó esto a sus padres hasta su cumpleaños 20, cuando rompió sus corazones con el anuncio de que no tenía fe y que pensaba irse a Nueva York y aprender a escribir para el teatro.
Pero aquella no resultó ser la vida de sus sueños. Se asoció con algunos jugadores vagabundos y, como él dijo después, vivió «una vida temeraria, errabunda, encontrando alojamiento donde podía, y burlando al propietario si hallaba la ocasión». Ese disgusto con lo que él encontró allí fue el principio de varias notables providencias.
Él fue a visitar a su tío Efraín en Sheffield, pero encontró allí, en cambio a «un joven piadoso» que lo desconcertó con la firmeza de sus convicciones cristianas sin ser «austero y dictatorial». Fue extraño que él encontrara allí a este joven en lugar de su tío.
Una noche se hospedó en la posada de un pueblito donde nunca había estado antes. La única habitación disponible estaba al lado de la de un joven que estaba muy enfermo, a punto de morir. Esa noche Adoniram no pudo dormir, escuchando los lamentos y quejas del enfermo. A la mañana siguiente, al preguntar por la salud del joven, le informaron que había muerto al amanecer. Su nombre era Jacob Eames.
El corazón de Adoniram dio un vuelco. La primera cosa que se le vino a la mente fue: «Él no creía en Dios; él no era salvo; él está en el infierno». Sin darse cuenta cómo, se encontró viajando de regreso a su casa. Desde entonces todas sus dudas acerca de Dios y de la Biblia se desvanecieron. No pasó mucho tiempo después que él mismo se volvió a Dios, dedicándole su vida entera.
Consagración a la obra misionera
Por esa época cayeron a sus manos libros de misioneros que sirvieron a Dios en la India. Sintió una voz interior que le inquietaba respecto de ese país. Él se mantuvo durante un tiempo esperando la confirmación, hasta que un día ésta vino mientras caminaba en un bosque: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio». Fue tan claro como si alguien le hubiera hablado. Ese día de febrero de 1810, Adoniram consagró su vida a la salvación del Oriente.
Judson y otros cuatro amigos se reunieron bajo un montón de heno para orar, y allí solemnemente dedicaron su vida a Dios para llevar el evangelio «hasta lo último de la tierra». No había ninguna junta de misiones que los enviara. Sin embargo, Dios bendijo la dedicación de los jóvenes, tocando el corazón de los creyentes para que proveyeran el dinero para tal empresa.
A Judson se le ofreció en ese mismo tiempo un puesto en el cuerpo docente de la Universidad de Brown, invitación que él rechazó. Luego, sus padres le instaron a que aceptase hacerse pastor asociado con el Dr. Griffin en la iglesia de la calle Park, que era en ese entonces «la iglesia más grande de Boston». Pero él también lo rechazó.
Y cuando su madre y hermana, con muchas lágrimas, le recordaban los peligros de una tierra pagana, contrastándolos con las comodidades del campo doméstico, volvió a verificarse la antigua escena del libro de los Hechos. «¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?, porque yo no sólo estoy presto a ser atado; más aún: a morir en la India por el nombre del Señor Jesús» (Hechos 21:12-13).
«Ataría a mi hija a una casilla postal antes que dejar que se case con ese misionero», decía toda la ciudad acerca de Adoniram cuando él estaba buscando una esposa. Nunca antes una mujer norteamericana había ido a la India como misionera. Adoniram puso sus ojos en una joven llamada Ann Hasseltine, hija de un diácono.
De muy joven, Ann era sumamente vanidosa, tanto, que las personas que la conocían, temían que un castigo repentino de Dios cayese sobre ella. A la edad de dieciséis años tuvo su primera experiencia con Cristo. Cierto domingo, mientras se preparaba para el culto, quedó profundamente impresionada por estas palabras: «Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta». Su vida fue repentinamente transformada. Desde entonces, todo el ardor que había demostrado en la vida mundana, ahora lo sentía en la obra de Cristo. Por algunos años antes de aceptar el llamado para ser misionera, trabajó como profesora y se esforzaba por ganar a sus alumnos para Cristo.
Seis meses antes de salir para India, Judson escribió una carta al padre de ella, pidiéndole su hija. En parte de la carta decía: «Deseo preguntarle si usted puede consentirme partir con su hija la próxima primavera, para no verla nunca más en este mundo; si usted aprueba su ida y su sometimiento a las penalidades y sufrimientos de la vida misionera; si usted puede consentir en su exposición a los peligros del océano, a la influencia fatal del clima del sur de India; a todo tipo de necesidad y dolor; a la degradación, a los insultos, a la persecución, y quizás a una muerte violenta. ¿Puede consentir usted en todo esto, por causa de Aquel que abandonó su morada celestial, y murió por ella y por usted; por causa de las perdidas almas inmortales; por causa de Sion, y la gloria de Dios? ¿Puede usted consentir en todo esto, en la esperanza de encontrarse pronto a su hija en la gloria, con la corona de justicia, gozosa con las aclamaciones de alabanza que tributarán a su Salvador los paganos salvados –por su intermedio– del infortunio y la eterna desesperación?».
Increíblemente, el padre dijo que ella debía decidir por sí misma. Ella escribió a su amiga Lydia Kimball: «Me siento deseosa y expectante, si nada en la Providencia lo impide, pasar mis días en este mundo en las tierras de los paganos. Sí, Lydia, tengo la determinación de dejar todas mis comodidades y goces aquí, sacrificar mi afecto a los parientes y amigos, e ir donde Dios, en su Providencia, tenga un lugar para establecerme». Ado-niram y Ann se casaron.
Se embarcaron con rumbo a la India en 1812. Su travesía duró cuatro meses. Llegaron a Calcuta en el verano de 1812, llenos de entusiasmo, para predicar el evangelio. Pero recibieron órdenes perentorias del gobierno británico de que dejaran el país inmediatamente y volvieran a América.
Triste de corazón, la pequeña compañía volvió a la Isla de Francia, admirada de que le fuese tan violentamente cerrada la puerta que le había parecido tan grande y eficaz. Pero con una determinación invencible, volvieron a la India, llegando a Madras en junio del año siguiente. De nuevo fracasó su propósito y de nuevo les fue ordenado que se fuesen del país. Ellos decidieron irse a Rangún, Birmania. William Carey, el gran misionero que a la sazón vivía en la India, les advirtió que no fuesen allí, pues era un país cerrado, con un despotismo anárquico, rebelión constante e intolerancia religiosa. Además, estaba el triste récord de que todos los misioneros anteriores habían muerto. Sin embargo, nada de eso hizo cambiar de opinión a Adoniram Judson.
Mientras Adoniram y Ann finalmente se establecían en su hogar en el campo misionero de Birmania, ellos se dieron cuenta que debían de aprender el idioma. En todo lugar en el cual estuvieran, en mercados, en la calle, ellos podían escuchar una lengua extraña. Con sólo escuchar uno podía desanimarse, pero los Judson determinaron que iban a aprender el idioma. Su misión era ganarles a ellos para Cristo – ¿cómo podrían hacerlo si ellos no podrían ni siquiera llevarles el mensaje de salvación? No había diccionarios, ni libros que pudiesen ayudar.
Adoniram se propuso entonces aprender el idioma y la única forma que conoció era balbuceando y señalando, como cuando un niño recién empieza a hablar. Adoniram encontró a un hombre a quien le pagaba para que les enseñase el idioma – es decir, sentarse y hablar con ellos todo el día. Finalmente decidieron preparar su propio diccionario y gramática.
Sufrimientos en la cárcel
Mientras el país comenzaba a alborotarse a causa del gobierno, los Judson comenzaron a temer por sus vidas y su misión, la cual estaba empezando a crecer. La armada británica le había declarado la guerra a Birmania y una guerra iba a empezar. Un día, mientras Judson trabajaba en la traducción de la Biblia al birmano, dos policías llegaron a la casa. Ellos habían visto a Adoniram entrar a un banco británico por la mañana y asumieron que él era un espía inglés. Mientras el abría la puerta, uno de los hombres dijo: «Moung Judson, usted es llamado por el Rey». Esto significaba sólo una cosa – Arresto.
En la compañía de soldados había un hombre con la cara llena de manchas, lo cual significaba que él era un verdugo. El verdugo cogió el brazo de Adoniram y a la fuerza lo puso en el suelo. Ann gritó, agarrando el brazo del hombre. «¡Pare! Le daré dinero». Pero ellos se llevaron a Adoniram y lo pusieron en la cárcel. El 8 de junio de 1824, Adoniram fue puesto en la cárcel en Ava, acusado por un crimen que nunca cometió.
El piso estaba lleno de animales podridos, suciedad humana, y saliva de mil o más prisioneros. No habían ventanas – ¡la temperatura estaba sobre los 37º Celsius todos los días! Al ver a los otros prisioneros que eran arrastrados afuera para morir a manos del verdugo, Judson solía decir: «Cada día muero». Las cinco cadenas de hierro pesaban tanto, que llevó las marcas de los grilletes en su cuerpo hasta la muerte.
Él estaba muy preocupado por su preciosa esposa. ¿Qué habían hecho con ella? Él le oró para que de alguna manera la cuidara de algún tipo de daño. A veces Dios nos pone en un lugar donde lo único que podemos hacer es confiar en él. Esto es todo lo que Adoniram podría hacer ahora; su esperanza tenía que estar ahora en el Señor.
Adoniram no tenían ninguna razón para preocuparse por su esposa. El Señor la estaba cuidando, pues Ann había sido puesta bajo vigilancia militar las 24 horas del día.
Un día, Ann le trajo como regalo una almohada. Adoniram sonrió y tocó la almohada: «Ann, querida, ¿no pudiste haber encontrado algo más suave?». Ella sonrió pícaramente, y le hizo un gesto para que guardara silencio. Luego empezaron a hablar de otras cosas. Cuando Adoniram inspeccionó después la almohada, encontró muchas hojas con su traducción de la Biblia al birmano, a la cual había estado dedicando poco antes de ser arrestado.
No importaba qué hiciera o dónde estuviera en su celda, Judson no se separaba de su almohada. Pero muchas veces se le obligaba a salir para trabajar afuera. En una de esas oportunidades, el guardián que estaba de turno, lanzó afuera la almohada sucia y andrajosa. En el momento en que la arrojó fuera de los terrenos de la cárcel, pasó por allí un ex alumno de Judson, un joven llamado Moung Ing, quien, al ver la almohada, la reconoció. Rápidamente la recogió y la llevó a su casa.
Más tarde, cuando Judson regresó a su celda, descubrió que la almohada había desaparecido. Al cabo de muchos meses, el 4 de noviembre de 1825, Judson fue puesto en libertad. Las autoridades del gobierno birmano le permitieron volver a su hogar y continuar sus labores como misionero. Sin embargo, la alegría de la noticia era opacada por la tristeza de haber perdido el trabajo de tanto tiempo.
Entonces alguien vino a visitar a Judson. Era su ex alumno, Moung Ing, y bajo el brazo traía la almohada por tanto tiempo perdida. Judson tomó la almohada, abrió una de sus costuras, y la sacudió. De allí salieron páginas y páginas de la Biblia que él había traducido al idioma birmano mientras estaba en la cárcel. «Dios pareció indicarme que la almohada era el escondite más seguro para guardar mi trabajo –dijo Judson– . Y lo ha sido. Dios lo ha guardado y me lo ha devuelto».
Pérdidas irreparables
Poco después, Adoniram tuvo que viajar y dejar a su esposa por tres meses. En su viaje él recibió un telegrama, que decía: «Mi querido Señor: Tengo el desagrado de darle estas malas noticias, pero su esposa, la señora Judson, ¡no está más!». Regresó inmediatamente a su devastada casa. Esta vez no fue Ann quien salió a recibirle con un beso, sino una mujer birmana, muy triste, que sostenía en sus brazos a su pequeña hija María. La niña lloriqueaba, sin reconocer a su padre. Más tarde, él visitó la tumba de su esposa, ubicada bajo un árbol que él llamó «Árbol de la esperanza». Seis meses después de la muerte de Ann, María también murió, al igual que los dos hijos anteriores. Por esos mismos días se enteró de que su padre había muerto ocho meses antes.
Los efectos psicológicos de esas pérdidas fueron devastadores. La duda acerca de sí mismo llenó a su mente, y se preguntó si había llegado a hacerse misionero por ambición y fama, no por humildad y amor abnegado. Empezó a leer los místicos católicos, Madame Guyon, Fénelon, Tomás de Kempis, etc., y buscó la soledad. Dejó de lado su trabajo de traducción del Antiguo Testamento, el amor de su vida, y se retrajo cada vez más de las personas y de «todo aquello que pudiera incrementar su orgullo o pudiese promover su placer».
Se negó a comer fuera de la misión. Destruyó todas sus cartas de recomendación. Renunció al título honorario de Doctor en Teología que le había dado la Universidad de Brown en 1823. Entregó toda su riqueza privada (aproximadamente $ 6.000) a una organización cristiana. Solicitó que su sueldo fuese reducido a una cuarta parte y se comprometió a dar más a las misiones. En octubre de 1828 construyó una choza en la selva a cierta distancia de la casa de la misión Moulmein y se instaló allí el 24 de octubre de 1828, en el segundo aniversario de la muerte de Ann, para vivir en total aislamiento.
Él escribió en una carta al hogar de los parientes de Ann: «Mis lágrimas fluyen al mismo tiempo sobre la desamparada tumba de mi amada y sobre el aborrecible sepulcro de mi propio corazón». Tenía una tumba excavada al lado de la choza y se sentaba junto a ella contemplando las fases de la disolución del cuerpo. Él pidió que todas sus cartas en Nueva Inglaterra fueran destruidas. Se retiró durante cuarenta días solo, en la selva infestada de tigres, y escribió en una carta que sentía una absoluta desolación espiritual. «Dios es para mí el Gran Desconocido. Yo creo en él, pero no lo encuentro».
Su hermano, Elnathan, murió el 8 de mayo de 1829 a la edad de 35 años. Irónicamente, este fue el punto de retorno a la recuperación de Judson, porque él tenía razón para creer que su hermano, a quien había dejado en la incredulidad 17 años antes, había muerto en la fe. En el transcurso de 1830 Adoniram se fue recuperando de su oscuridad.
Sin duda, lo que sostuvo a Ado-niram Judson en todo este tiempo de oscuridad fue la sólida confianza en soberanía y bondad de Dios. Que todas las cosas que vienen de su mano obran para nuestro bien – aunque sean incomprensiblemente dolorosas en el momento presente. Esta confianza en la bondad y providencia de Dios le había sido enseñada por su padre – que es lo que creyó y vivió. Y también por lo que la Palabra de Dios –la cual él amaba profundamente– le había enseñado.
Cierta vez un maestro budista dijo que él no podía creer que Cristo sufrió la muerte de la cruz porque ningún rey permitiría tal indignidad a su hijo. Judson respondió: «Es evidente que usted no es un discípulo de Cristo. Un verdadero discípulo no inquiere si un hecho está de acuerdo a su propio razonamiento, sino si está en el Libro; su orgullo ha dado paso al testimonio divino. Mire, el orgullo suyo todavía no ha sido quebrantado. Renuncie a él y dé lugar a la palabra de Dios».
Días de fructificación
Seis años después de su arribo a Birmania, bautizaron a su primer convertido, Maung Nau. La siembra fue larga y dura. La siega aún más, durante años. Pero en 1831 había un nuevo espíritu en la tierra. Judson escribió: «La búsqueda de Dios se está extendiendo por todas partes, a lo largo y ancho del territorio. Hemos distribuido casi 10.000 tratados, dándolos sólo a aquellos que preguntan. Muchos han venido a pedir consejo. Algunos han viajado dos o tres meses, de las fronteras de Siam y China, para decirnos: ‘Señor, hemos oído que hay un infierno eterno, y tenemos miedo de él. Dénos un escrito que nos diga cómo escapar de él’. Otros, de las fronteras de Kathay: ‘Señor, nosotros hemos visto un tratado que habla sobre un Dios eterno. ¿Es quien regala tales escritos? En ese caso, le rogamos nos dé uno, porque queremos saber la verdad antes de que muramos’. Otros, del interior del país, donde el nombre de Jesucristo es un poco conocido: ‘¿Es usted el hombre de Jesucristo? Dénos un escrito que nos hable sobre Jesucristo’».
Durante los seis largos años que siguieron a la muerte de Ann, trabajó solo, hasta que finalmente se casó con Sarah, la viuda de otro misionero. La nueva esposa, que gozaba los frutos de los incesantes esfuerzos que había realizado en Birmania, se mostró tan solícita y cariñosa como Ann.
Judson perseveró durante veinte años para completar la mayor contribución que se podía hacer a Birmania: la traducción de la Biblia entera a la propia lengua del pueblo. En poco tiempo, esa Biblia fue distribuida en toda Birmania. Hoy, muchos años después, todavía se usa esa misma traducción. Y los birmanos la llaman con mucha propiedad la «Biblia Almohada».
De vuelta en su tierra
Después de trabajar con tesón en el campo extranjero durante treinta y dos años, y para salvar la vida de Sarah, se embarcó con ella y tres de los hijos de regreso a América, su tierra natal. No obstante, en vez de mejorar de la enfermedad que sufría, ella murió durante el viaje. Fue sepultada en Santa Helena.
Así llegó Judson a su tierra: solo y enlutado. Quien durante tantos años había estado ausente de su tierra, se sentía ahora desconcertado por el recibimiento que le daban en las ciudades de su país. Se sorprendió al comprobar que todas las casas se abrían para recibirlo. Grandes multitudes venían para oírlo predicar.
Sin embargo, después de haber pasado treinta y dos años en Birmania, se sentía como extranjero en su propia tierra, y no quería levantarse para hablar en público en su lengua materna. Además, sufría de los pulmones y era necesario que otro repitiese al auditorio lo que él apenas podía decir balbuceando.
Judson sólo tenía una pasión: volver y dar su vida por Birmania. Su estancia en los Estados Unidos fue breve. Duró el tiempo suficiente para dejar a sus hijos establecidos y encontrar un barco de retorno. Todo lo que quedaba de la vida que él había conocido en Nueva Inglaterra era su hermana. Ella había mantenido su cuarto exactamente como había sido 33 años antes y haría lo mismo hasta el día en que ella murió.
Para asombro de todos, Judson se enamoró por tercera vez, esta vez de Emily Chubbuck, con quien se casó el 2 de junio de 1846. Ella tenía 29 años; él 57. Ella era una escritora famosa y había dejado su fama y su carrera para ir con Judson a Birmania. Llegaron en noviembre de 1846. Y Dios les dio cuatro de los años más felices que cada uno de ellos había conocido.
Los últimos destellos del otoño
En su primer aniversario, 2 de junio de 1847, ella escribió: «Ha sido lejos el año más feliz de mi vida; y, lo que aún es a mis ojos más importante, mi marido dice que ha sido el más feliz de su vida. Yo nunca he visto otro hombre que pudiese hablar tan bien, día tras día, sobre cualquier tema, religioso, literario, científico, político, y – sobre bebés».
Ellos tenían un hijo, pero entonces los viejos males atacaron a Adoniram por última vez. La única esperanza era enviar al enfermo en un viaje. El 3 de abril de 1850 lo llevaron al Aristide Marie que zarpaba hacia la Isla de Francia, con un amigo, Thomas Ranney, para cuidarlo. En su miseria él era despertado de vez en cuando por un dolor tan terrible que acababa vomitando. Una de sus últimas frases fue: «¡Cuán pocos hay que mueren tan duramente!».
Pasadas las 4 de la tarde del viernes 12 de abril de 1850, Adoniram Judson murió en el mar, lejos de toda su familia y de la iglesia birmana. Fue sepultado en el mar. «La tripulación se reunió en silencio. No hubo ninguna oración. El capitán dio la orden. El ataúd resbaló a través de un tablón hasta las aguas, a sólo unos cientos de millas al oeste de las montañas de Birmania. El Aristide Marie prosiguió su ruta hacia la Isla de Francia».
Diez días más tarde, Emily dio a luz a su segundo hijo, que murió al nacer. Ella supo cuatro meses después que su marido estaba muerto. Volvió a Nueva Inglaterra y murió de tuberculosis tres años más tarde, a la edad de 37 años.
La plenitud del hombre en Cristo
Adoniram Judson acostumbraba pasar mucho tiempo orando de madrugada y de noche. Él disfrutaba mucho de la comunión con Dios mientras caminaba de un lado a otro. Sus hijos, al oír sus pasos firmes y resueltos dentro del cuarto, sabían que su padre estaba elevando sus plegarias al trono de la gracia. Su consejo era: «Planifica tus asuntos, si te es posible, de manera que puedas pasar de dos a tres horas, todos los días, no solamente adorando a Dios, sino orando en secreto».
Emily cuenta que, durante su última enfermedad, ella le leyó la noticia de cierto periódico, referente a la conversión de algunos judíos en Palestina, justamente donde Judson había querido ir a trabajar antes de ir a Birmania. Esos judíos, después de leer la historia de los sufrimientos de Judson en la prisión de Ava, se sintieron inspirados a pedir también un misionero, y así fue como se inició una gran obra entre ellos.
Al oír esto, los ojos de Judson se llenaron de lágrimas. Con el semblante solemne y la gloria de los cielos estampada en su rostro, tomó la mano de su esposa, y le dijo: «Querida, esto me espanta. No lo comprendo. Me refiero a la noticia que leíste. Nunca oré sinceramente por algo y que no lo recibiese, pues aunque tarde, siempre lo recibí, de alguna manera, tal vez en la forma menos esperada, pero siempre llegó a mí. Sin embargo, respecto a este asunto ¡yo tenía tan poca fe! Que Dios me perdone, y si en su gracia me quiere usar como su instrumento, que limpie toda la incredulidad de mi corazón».
Durante los últimos días de su vida habló muchas veces del amor de Cristo. Con los ojos iluminados y las lágrimas corriéndole por el rostro, exclamaba: «¡Oh, el amor de Cristo! ¡El maravilloso amor de Cristo, la bendita obra del amor de Cristo!». En cierta ocasión él dijo: «Tuve tales visiones del amor condescendiente de Cristo y de las glorias de los cielos, como pocas veces, creo, son concedidas a los hombres. ¡Oh, el amor de Cristo! Es el misterio de la inspiración de la vida y la fuente de la felicidad en los cielos. ¡Oh, el amor de Jesús! ¡No lo podemos comprender ahora, pero qué magnífica experiencia será para toda la eternidad!».
En 1850, el año de su muerte, había sesenta y tres iglesias y más de siete mil bautizados.
Un biógrafo comenta respecto de Adoniram Judson: «Él tenía 24 años cuando llegó a Birmania, y trabajó allí durante 38 años hasta su muerte a los 61, con un solo viaje a casa de Nueva Inglaterra después de 33 años. El precio que él pagó fue inmenso. Él fue una semilla que cayó a tierra y murió. Él «aborreció su vida en este mundo» y fue una «semilla que cayó a tierra y murió». En sus sufrimientos, «llenó lo que estaba faltando de las aflicciones de Cristo» en la inalcanzable Birmania. Por consiguiente, su vida llevó mucho fruto y él vive para disfrutarlo hoy y siempre. Él podría, sin ninguna duda, decir: «Valió la pena».
En la ciudad de Malden, Massachussets, hay un recordatorio que dice:
In Memoriam
Rev. Adoniram Judson
Nació el 9 de Agosto de 1788.
Murió el 12 de abril de 1850.
Lugar de nacimiento: Malden.
Lugar de sepultura: El océano.
Su obra: Los salvos de Birmania
y la Biblia birmana.
Sus memorias: Están en lo alto.
.Una revista para todo cristiano • Nº 37 • Enero - Febrero 2006
PORTADA
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Semblanza del Hermano Lorenzo, un hombre que caminó con Dios.
Viviendo día a día con Dios
El Hermano Lorenzo nació con el nombre de Nicolás Herman, alrededor de 1610, en Heri-menil, Lorraine (Francia). La fecha se desconoce, pues el registro de nacimiento fue destruido en un incendio en su parroquia durante la Guerra de los Treinta Años.
Desgraciadamente, hay pocos datos de su juventud. Él aprendió principios cristianos de sus padres Dominic y Louise, con quienes constituía una familia modesta. Aunque Nicolás tenía sobrada inteligencia, aparentemente no le pudieron otorgar oportunidad de estudiar. No se sabe si Nicolás tuvo hermanos o hermanas, cómo pasó su niñez, acerca de su instrucción escolar, o su primer trabajo.
Conversión y primeras experiencias de vida
Sin embargo, es claro que a la edad de 18 años tuvo su primera experiencia espiritual, la conversión. Durante ese invierno, mientras veía a un árbol perder sus hojas, consideraba que dentro de poco tiempo las hojas se renovarían, y más tarde vendrían las flores y finalmente aparecería el fruto. A través de esta sencilla observación cotidiana, Nicolás recibió una impactante visión de la providencia y del poder de Dios que nunca pudo olvidar. Esta visión despertó en él un profundo amor a Dios y un deseo cada vez mayor de apartarse del mundo. Desde entonces se dedicó mucho a la lectura y a la vida espiritual.
Sin embargo, Nicolás no ingresó en este tiempo, como pudiera pensarse, a la vida religiosa, sino al servicio militar, durante el agitado período de la terrible Guerra de los Treinta Años. Allí fue apresado por tropas germanas, y, sospechoso de ser un espía, fue amenazado de muerte. Sin embargo, él pudo probar su inocencia. Más tarde se reunió con las tropas de Lorraine, pero fue herido durante el sitio de Rambervillers, en 1635, desde donde regresó a la casa de sus padres. La herida recibida en la guerra le afectó el nervio ciático, debido a lo cual quedó cojo por el resto de su vida, sufriendo dolores crónicos.
No es posible saber si fue durante su vida como soldado, o con posterioridad a ella, que participó de pecados que más tarde le harían lamentar, y recordar con dolor, como «desórdenes de su juventud» o «pecados de su vida pasada». Lo cierto es que, llevado por el deseo de enmendar su vida, y entregar de una vez a Dios lo que le había ofrecido cuando tuvo aquella primera experiencia espiritual, decidió hacerse ermitaño.
Junto a otros que tenían la misma intención, se apartó para vivir en soledad. Sin embargo, a poco andar pudo darse cuenta que no estaba preparado para esa clase de vida, y la abandonó. Se dedicó entonces a servir como criado y lacayo de algunos aristócratas en París. En ese servicio se describió a sí mismo como muy torpe, tanto, que quebraba todo a su alrededor.
Reparador de sandalias
A los 26 años de edad se dio cuenta que no podía vivir lejos del servicio a Dios, así que tomó una seria decisión: ingresó a la recién formada comunidad de los Carmelitas en la calle Vaugirard en París, como un hermano laico. Corría junio de 1640. A mediados de ese mismo año, fue recibido oficialmente, y adoptó el nombre de Lorenzo, probablemente inspirado en un religioso de su ciudad a quien había admirado mucho. Como novicio vivió severas pruebas y también grandes decepciones. Según confesión propia, muchas veces quedó en evidencia su torpeza natural, por lo cual temía ser despedido.
Pasados los dos años de noviciado hizo su profesión de votos, en agosto de 1642, a los 28 años de edad. Louis de Sainte-Thérése, su superior, resumió la vocación de este hermano laico con la expresión «oración y trabajo manual».
El primer trabajo que le asignaron después de su profesión fue el de cocinero de la Comunidad, que estaba compuesta por más de cien miembros. Sin embargo, la cocina se hizo muy difícil para alguien físicamente discapacitado, así que tras 15 años de labor, le asignaron un trabajo en que pudiera estar sentado. Fue designado como reparador, y luego fabricante de sandalias. Pero a menudo regresaba a la cocina para ayudar. Al hermano Lorenzo le fueron encomendadas también otras tareas como, por ejemplo, comprar el vino. Para ello debía desplazarse largas distancias, a veces por río; labor que le era muy difícil, porque, como él mismo dice, «cojo de una pierna, sólo podía moverme del bote rodando sobre los barriles». En esos viajes conoció a mucha gente, que quedaba impresionada por su piedad. Muchos de ellos acudían después a él en busca de consejo espiritual.
Poco a poco la influencia del «reparador de sandalias» creció, y no sólo entre los que solía ayudar y aconsejar, sino que mucha gente instruida y religiosos venían a él desde distintos sitios. Uno de sus biógrafos, que le conoció personalmente, dice que llegó a ser venerado por «todo París». Aunque esto pueda resultar una exageración, lo cierto es que todos quienes le conocían apreciaban mucho conversar con él, pues siempre se respiraba en su compañía la presencia de Dios. Él les enseñaba en forma sencilla cómo caminar con Cristo.
Cierta vez, interrogado por alguien de la misma Comunidad (a quien estaba obligado a responder), acerca de cómo había logrado ese habitual sentido de Dios, el hermano Lorenzo le dijo que desde su llegada a ese lugar, él había considerado a Dios como el objetivo y el fin de todos sus pensamientos y deseos.
Perfil espiritual
Fénelon le visitó poco antes de su muerte y conversó largamente con él. El recuerdo de esa conversación era muy vívida para Fénelon diez años más tarde, cuando escribe: «Las palabras de los santos son a menudo muy diferentes del discurso de aquellos que trataron de describirlos. El hermano Lorenzo era tosco por naturaleza, pero delicado en gracia. Esta mezcla era atrayente y revelaba a Dios presente en él. Yo lo vi, y aunque él estaba muy enfermo, permanecía muy contento».
El hermano Lorenzo siempre tenía algo que decir a los que querían aprender; no escondía nada a los que consideraba «pequeños y sencillos». Uno de sus biógrafos nos deja un retrato de sus virtudes sociales. «La virtud del Hermano Lorenzo nunca lo hizo ser áspero. Él era abierto, digno de confianza, te hacía sentir que podías decirle cualquier cosa, y que habías encontrado un amigo. Por su parte, una vez que él sabía con quien estaba tratando, hablaba libremente y mostraba gran bondad. Lo que él decía era simple, siempre apropiado, lleno de buen sentido. Una vez que pasabas su dureza exterior tú descubrías una sabiduría inusual, una libertad más allá del alcance de un hermano laico cualquiera, un discernimiento que se extendía mucho más allá de lo que podías haber esperado».
Tenía «el mejor corazón del mundo. Su delicado semblante, aire humano y afable, su simple y modesta manera de ser le ganaba la estima y buena voluntad de todos los que lo veían. Mientras más de cerca lo veías, más descubrías en él una profundidad de integridad y piedad que difícilmente podía encontrarse en otra persona. Él no fue uno de aquellos inflexibles que consideran la santidad incompatible con las formas comunes. Él se asociaba con cualquiera y nunca se daba ínfulas, actuando amablemente con sus hermanos y amigos sin querer llamar la atención».
Lorenzo tenía algún grado de instrucción intelectual. A veces hablaba de los libros que había leído o examinado. Se relacionó con sus compañeros y con visitantes letrados. Lorenzo fue nutrido por el espíritu de Teresa de Ávila cuyo «Camino de la Perfección» era leído cada año por los religiosos. La declaración de Teresa de que «el Señor camina entre ollas y cacerolas» debe haber agradado al hermano cocinero. Juzgando por sus escritos, también debió haber encontrado mucho gozo al leer a Juan de la Cruz, el autor del «Cántico espiritual».
Aunque Lorenzo ciertamente hablaba, permanecía la mayor parte del tiempo en silencio. Los hermanos laicos vivían en las sombras, en el profundo silencio de la comunidad Carmelita. Jurídicamente ocupaban el último lugar de la casa, ya que incluso los novicios estaban por sobre ellos. En la mañana servían a las mesas de los mayores, y el resto de sus días estaban llenos de obligaciones. Por eso, no siempre tenían tiempo de dedicarse a sus prácticas devotas. Pero Lorenzo, como podemos leer en sus conversaciones y cartas, estaba acostumbrado a vivir constantemente en la presencia de Dios, orando sin cesar, en toda circunstancia.
Por más de 50 años, Lorenzo, quien vivió la profundidad de una contemplación que era la fuente de la sabiduría para sus consejos, deleitó e inspiró a los miembros de la comunidad de la calle Vaugirard.
Sin embargo, con el tiempo sus sufrimientos físicos aumentaron. La gota ciática que le hacía cojear lo atormentó por casi 25 años, y degeneró en una úlcera de la pierna, causándole un inmenso dolor. Estuvo muy enfermo tres veces durante los últimos años de su vida. Cuando se recuperó la primera vez, le dijo al médico: «Doctor, sus medicinas me han hecho muy bien. ¡Pero han retrasado mi alegría!». Esperaba ansiosamente el glorioso encuentro. Tres semanas antes de morir escribió «Adiós, espero ver a Dios pronto». Y seis días antes de partir: «Espero por la misericordiosa gracia de Dios, verle en pocos días».
Lúcido hasta sus últimos momentos, el Hermano Lorenzo murió el 12 de Febrero de 1691, a la edad de 77 años. Su plácida muerte fue muy parecida a su vida en la Comunidad, donde cada día y cada hora era un nuevo comienzo y un fresco compromiso de amar a Dios con todo su corazón.
Su legado
En tiempos complicados semejantes a los que vivimos, el Hermano Lorenzo, descubrió, y más tarde siguió, una forma pura y simple de caminar continuamente en la presencia de Dios. Durante casi cuarenta años, vivió y caminó con Dios a su lado.
El Hermano Lorenzo fue un hombre gentil y de espíritu alegre, que evitaba llamar la atención y que no era amigo de los púlpitos. Sólo algunas de sus cartas escritas de su puño y letra fueron conservadas después de su muerte. Quienes las leyeron quisieron conocer las otras. Para atender esos pedidos ellas fueron coleccionadas. Joseph de Beaufort aconsejó al arzobispo de París a publicar las cartas en un pequeño panfleto. El año siguiente, en una segunda publicación titulada «La Práctica de la Presencia de Dios», De Beaufort incluyó, como material introductorio, el contenido de cuatro conversaciones que tuvo con el Hermano Lorenzo.
En su pequeño libro de Cartas y Conversaciones, el Hermano Lorenzo explica de una forma simple y hermosa cómo caminar continuamente con Dios, no con la mente sino con el corazón. Su legado fue mostrar un camino directo para vivir en la presencia de Dios, tan práctico hoy como hace 300 años. El hermano Lorenzo pertenece a un selecto grupo de hermanos y hermanas cuyo legado espiritual no puede medirse por su efecto visible. Con seguridad, él nunca imaginó que su humilde y escondida trayectoria espiritual sería de ayuda para tantos hermanos y hermanas en el futuro. Hombres y mujeres de la talla de Watchman Nee, A. W. Tozer, Jessie Penn-Lewis, y el así llamado «movimiento de Keswick» han sido ayudados e inspirados al leer su breve biografía espiritual. Pues en ella nos muestra cómo caminar con Dios de una manera íntima, constante y real a través de todas las vicisitudes de una vida humana común y corriente. En ello está la esencia de su perdurable riqueza espiritual.
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Cartas
.Una revista para todo cristiano • Nº 36 • Noviembre - Diciembre 2005
PORTADA
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Semblanza de George Matheson, el predicador ciego, iluminado por la luz de Dios.
El arco iris tras la lluvia
George Matheson no fue, lo que se pudiera decir, una gran lumbrera en el universo cristiano. Su figura no resalta particularmente entre las muchas que hay en la historia de la Iglesia. Su vida no tiene esos promontorios heroicos que tienen otras vidas, y que impresionan a muchos.
Su vida fue más que un trueno, un silbo apacible. Más que una tempestad, fue una llovizna diáfana. No destacó ni como un gran predicador (aunque predicó algunos mensajes notables), ni un gran escritor (aunque escribió algunas cosas destacables). Su vida estuvo más bien marcada por el sufrimiento callado, por la cruz llevada en silencio. Es conocido generalmente como el «predicador ciego», y también como el autor de dos himnos muy conocidos.
Pero ¿qué hay detrás del hombre que arrastraba una discapacidad tan cruel? Cuando nos asomamos a su vida encontramos una fuente verdadera de gozo y paz, de aquiescencia y conformidad con la voluntad de Dios. Fue un hombre que aprendió a decirle «Sí» a Dios, con una sonrisa en los labios.
George Matheson nació en Glasgow (Escocia) en 1842; era uno de los ocho hijos de un comerciante del mismo nombre. Primero fue educado en una escuela pequeña en Carlton Place. Entonces, después de trasladarse a St. Vincent Crescent, fue a la Academia de Glasgow, y posteriormente a la Universidad de Glasgow. Se graduó como BA en 1861 con distinción en Filosofía, y MA en 1862.
Días de dolor
El primer nubarrón en el horizonte para Matheson fue una temprana ceguera, por inflamación en la retina, que comenzó a manifestarse desde su primer año de vida. Usaba unos lentes muy gruesos, y se sentaba muy cerca de la ventana en la escuela. Por largo tiempo, conservó alguna capacidad de visión, pero muy tenue. En sus estudios, siempre dependió de otros, especialmente de sus hermanas, las cuales asumieron la discapacidad de su hermano como un desafío personal. Ellas mismas se dieron a la tarea de estudiar las materias para ayudarlo. Más tarde, aprenderían latín, griego y hebreo a fin de hacerlo mejor.
Una vez graduado en la Universidad de Glasgow decidió proseguir sus estudios en la Universidad de Edimburgo. Más tarde, estudió teología. Como estudiante de teología fue muy aventajado. Llevado por su afán de investigación, escribió un valioso tratado titulado «El Crecimiento del Espíritu de la Cristiandad». Su libro era brillante, pero tenía algunos errores importantes. Cuando algunos críticos señalaron los errores y lo acusaron de ser un estudiante inexacto, él quedó acongojado. Uno de sus amigos escribió: «Cuando él vio que para los propósitos de estudio su ceguera era un impedimento, se retiró del campo (de la investigación) – no sin dolor, pero definitivamente».
Este fue un segundo aguijón doloroso en la vida de Matheson. No sólo estaba la ceguera, como un recordatorio permanente de su desgracia, sino que ahora, esa ceguera le impedía avanzar en sus estudios como hubiese querido.
Sin que él pudiera comprenderlo en ese momento, Dios estaba dirigiendo su vida por otro camino, más allá de la investigación académica. El mundo cristiano perdió un teólogo, pero ganó un pastor, predicador y poeta, de gran inspiración.
Por este tiempo, Matheson tuvo otro gran dolor. Un día su médico le dijo: «Lo mejor que puede hacer es visitar a sus amigos lo más rápidamente, porque en breve la oscuridad vendrá sobre usted, y nunca más podrá verlos». Esa fue la manera que el médico utilizó para decirle que en breve quedaría totalmente ciego. En este tiempo, Matheson se hallaba de novio con una hermosa joven. Él le contó a ella la calamidad que le sobrevendría, dándole la oportunidad de deshacer el noviazgo. Ella lo hizo, pues «no estaba dispuesta a cargar toda la vida con un marido ciego». Pero esta tristeza llevó a Matheson a profundizar aún más su devoción a Dios.
Días de fructificación
Al principio, fue ayudante en la iglesia de Sandyford, donde sorprendió a todos porque a pesar de su ceguera podía cumplir cualquier deber que se le asignara. Su primer cargo fue en el pueblo de Inmellan, en 1868. Ganó rápidamente fama como predicador y hacía como si leyera los mensajes, de manera que muchos no se percataban de su discapacidad. Muchos venían año a año a Innellan para las fiestas de fin de año, porque les gustaba oír a «Matheson de Innellan», y su nombre llegó a ser muy conocido en Escocia. Tanto así, que en 1879 la Universidad de Edimburgo le confirió el título honorario de Doctor en Divinidad.
Durante todo este tiempo fue muy ayudado por su hermana mayor, con quien vivía y quien escribía al dictado sus ensayos y sus sermones primeros. Él tenía una memoria maravillosa. Su hermana ordenaba la casa y le ayudaba con la parroquia. Escribió centenares de artículos y muchos libros con la ayuda de una secretaria y más tarde por Braille y máquina de escribir.
En 1882, Matheson vivió una experiencia muy profunda, que marcaría su vida. Por fin, años de sufrimiento habrían de dar a luz una bella flor que no se marchitaría. O, en lenguaje bíblico, el grano de trigo que había caído para morir, comenzaría a dar fruto. En junio de ese año compuso la letra del famoso himno «Amor, que no me dejarás».
George mismo cuenta cómo fue aquello: «Fue compuesto en la casa parroquial de Innellan, Escocia, en la tarde del 6 de junio, 1882, cuando tenía 40 años de edad. Yo estaba solo en casa en ese momento. Era la noche de la boda de mi hermana, y el resto de la familia se quedaría por una noche en Glasgow. Algo me pasó que sólo fue conocido por mí, y que me causó el más severo sufrimiento mental. El himno fue el fruto de ese sufrimiento. Fue la porción de trabajo más rápido que hice en mi vida. Yo tuve la impresión de oírlo dictado a mí por alguna voz interior en lugar de salir de mí. Estoy seguro que la obra entera se completó en cinco minutos, y también seguro que nunca recibió de mi mano algún retoque o corrección. Yo no tengo ningún don natural del ritmo. Todos los otros versos que yo he escrito alguna vez han sido artículos manufacturados; este vino como un manantial de lo alto».
No sabemos qué fue lo que causó ese severo sufrimiento mental en Matheson. Muchos han dicho que fueron los recuerdos del rechazo de su novia de juventud. Otros lo atribuyen al matrimonio de su hermana, quien había cuidado de él los últimos 20 años, y cuya ausencia se le tornaba insoportable. Aún otros dicen que ese sufrimiento provenía de su preocupación por las incursiones que el darwinismo estaba haciendo en la iglesia. Sea lo que fuere, Dios utilizó ese gran dolor para dar a luz una obra inmortal.
He aquí el himno, en una traducción literal del original en inglés:
Oh amor que no me dejará ir,
mi alma fatigada descanso en ti;
te devuelvo la vida que a ti debo.
Que en las profundidades de tu océano
más rica, más llena, pueda fluir.
Oh Luz que ha seguido
todos mis caminos,
yo rindo mi antorcha fluctuante a ti;
mi corazón restaura su rayo prestado,
que en tu luz brillante un día
pueda ser más luminoso, más hermoso. Oh gozo que me busca a través del dolor,
yo no puedo cerrar mi corazón a ti;
rastreo el arco iris a través de la lluvia,
y siento que la promesa no es vana,
que el mañana sin lágrimas será.
Oh Cruz que levantó mi cabeza,
yo no me atrevo pedir huir de ti;
me postro en el polvo,
la gloria de la vida está muerta,
y de la tierra florece roja allí
la vida que jamás tendrá fin.
Las palabras de este poema, como en la mayoría de los poemas de Matheson, no son fáciles de entender en una primera lectura, pero se hacen más claras después de meditarlas. El texto usa metáforas para un Dios que no dejará a su hijo desamparado: primero el Amor, luego el Gozo, luego la Cruz.
Examinando su vida pasada, Matheson escribió una vez que la suya era «una vida obstruida, una vida circunscrita… pero una vida de encendida esperanza, una vida que ha golpeado persistentemente contra la marea de las circunstancias, pero que aun en el momento del trabajo abandonado no ha dicho «Buenas noches» sino «Buenos días».
¿Cómo podía mantener él la esperanza viva en medio de las tales circunstancias y pruebas? Este himno nos da una pista. «Yo rastreo el arco iris a través de la lluvia, y siento que la promesa no es vana, que el mañana sin lágrimas será». ¡La imagen del arco iris es un cuadro del compromiso del Señor!
La melodía para el poema de Matheson, fue compuesta también de manera muy rápida. Su compositor, Alberto Lister Peace, dijo que «la tinta de la primera nota aún no estaba seca cuando yo había terminado la melodía». Le pidieron que proporcionara una melodía para las palabras de Matheson. Él estaba sentado en la playa en la isla de Arran leyendo las palabras, cuando la melodía entró en su mente. Matheson siempre dijo que el himno se debía principalmente al Dr. Peace.
En 1885, fue convocado para predicar en Crathie, por sugerencia de la Reina. Ella quedó tan impresionada por el sermón que solicitó una copia impresa. Era «La Paciencia de Job». La lección del antiguo patriarca no era un conocimiento mental, sino de vida.
En 1886, fue llamado a la iglesia de St. Bernard, Edimburgo, la cual se abarrotaba de gente cada domingo.
En 1890 Matheson escribió el otro de sus famosos himnos: «Cautívame, Señor».
Cautívame, Señor,
y entonces seré libre.
Oblígame a rendir mi espada,
y seré un vencedor.
Me hundo en los temores de la vida
cuando quedo solo;
aprisióname en tus brazos,
y mi mano será fuerte.
Mi corazón es débil y pobre
hasta que encuentra a su amo;
no tiene fuente de acción segura,
varía con el viento.
No puede moverse libre
hasta que tú forjes sus cadenas;
esclavízalo con tu amor inigualable,
y reinará inmortal. Mi poder es débil y medroso
hasta que yo aprenda a servir;
carece de fuego necesario para brillar,
y de brisa para atreverse.
No puede empujar el mundo
hasta que él mismo sea empujado;
su bandera sólo puede desplegarse
cuando tú soplas desde el cielo.
Mi voluntad no es mía
hasta que tú la hagas tuya;
si alcanzara el trono de un rey,
debería su corona resignar.
En medio de la lucha,
ella sólo está firme
cuando en tu pecho se ha recostado,
y encuentra en ti su vida.
Las frases iniciales de este himno pueden confundir a algunos lectores: «Cautívame, Señor, y entonces seré libre; oblígame a rendir mi espada, y seré un vencedor» (Traducción literal). Uno puede preguntarse: ¿Cómo es posible ser esclavo y ser y libre, ganador y perdedor, al mismo tiempo?
Don Hustad comenta: «Hay muchas paradojas en la Biblia. «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:10). «Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá» (Mat. 16:25). «Él que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande» (Lucas 9:48). Jesús dijo en Juan 12:24: «De cierto, de cierto, os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto».
«He aquí uno de los fenómenos de la naturaleza; un grano de trigo debe desintegrarse y descomponerse en la tierra para reproducirse. ¡Debe morir para continuar viviendo! Sin duda George Matheson, el escritor del himno, aprendió esta lección a través de su propia experiencia personal».
Vince Gerhardy dice, por su parte: «George Matheson pensaba en su discapacidad como su aguijón en la carne, como su cruz personal. Durante varios años, él oró para que su vista fuese restaurada. Como la mayoría de nosotros, supongo, creía que la felicidad personal sólo vendría a él cuando el impedimento hubiese sido quitado. Pero entonces, un día, Dios le envió una nueva visión: ¡El uso creativo de su impedimento podía realmente volverse su medio personal de lograr felicidad!»
«Así que, Matheson llegó a escribir: «Mi Dios, yo nunca te he agradecido por mi espina. Te he agradecido por mis rosas, pero ni una vez por mi espina. He estado esperando por un mundo donde conseguir una compensación para mi cruz, pero nunca he pensado en la propia cruz como una gloria presente. Enséñame la gloria de mi cruz. Enséñame el valor de mi espina».
Días de paz
George Matheson había encontrado el tipo de felicidad de Dios – el tipo de felicidad que no sólo es una esperanza futura, sino también una realidad aquí y ahora. Llegó a tener tal paz de espíritu, que fue conocido por su optimismo, y por su espíritu grácil e inspirador.
En los últimos años de su vida, Matheson recibió numerosos homenajes, y realizó muchos trabajos literarios. Sus escritos, de corte devocional, revelan una profunda sensibilidad, y una visión muy lúcida de Cristo, su Señor.4 Sin embargo, él es recordado especialmente por sus dos bellos himnos.
Matheson murió súbitamente de apoplejía el 28 de agosto de 1906, mientras descansaba en North Berwick, y fue sepultado en el cementerio de Glasgow.
***
Las alas para mañana
George Matheson
Usted y yo no podemos vivir ni un instante en el presente; si no avanzamos, vamos a retroceder. Nuestras alternativas son esperanzas o recuerdos. Canaán o Egipto, la tierra de la promesa, o la tierra en retrospectiva. El lugar intermediario es siempre un desierto – un desierto estéril. El pensamiento no puede habitar allí, ni nunca procura habitarlo. Él debe tener las alas para mañana o las alas para ayer; él debe «volar» si desea descansar.
¡Sean mías, entonces, las alas para mañana, oh mi Dios! Si primero yo consiguiere las alas para mañana, entonces podré también volver. El recuerdo no puede traer esperanza, pero la esperanza puede adornar el recuerdo – aun los mismos recuerdos oscuros.
Egipto, visto desde las montañas de Canaán, puede parecer muy lindo; sus fatigas pueden ser glorificadas, sus dolores justificados. Si tú me estás preparando para un cielo de amor sacrificial, estas luchas, estos dolores, ya están justificados. Si mi Canaán fuese un mero lugar de placer, cada lágrima derramada en Egipto sería un desperdicio de tiempo. Pero cuando, como Caleb, veo a través de las barras de cristal de Tu ciudad y veo que la cruz es la corona de ella, yo entiendo todo.
Yo comprendo por qué tus rosas han sido rojas, no blancas. Yo entiendo por qué las gotas de sangre salpicaron el jardín de la vida. Yo comprendo por qué mi voluntad ha sido tan frecuentemente frustrada, por qué mis planes fueron malogrados tantas veces, por qué mi camino ha sido tan interrumpido.
Es porque Tu tierra de Canaán es una tierra de sacrificio y yo me estoy preparando para este sacrificio. Es porque la rosa de Tu cielo es la flor de la pasión del Calvario. Es porque el centro de Tu trono contiene un Cordero que fue inmolado. Es porque los mensajeros de Tu voluntad son espíritus ministradores. Es porque Tu vida de resurrección mantiene las marcas de los clavos. Es porque los más humildes son los mayores en el reino de Tu gloria. La esclavitud de Egipto será un recuerdo de oro cuando yo acepte la visión de Tu tierra de Canaán.
Cabalgando sobre la tormenta
«...Se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús... Herodes y Poncio Pilato... para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera» (Hechos 4:27-28).
La frase termina de manera opuesta a lo que diría el sentido común. Nosotros esperaríamos leer así: «Contra tu santo Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilato para torcer el curso de tu divina voluntad». En lugar de eso, leemos: «Contra tu santo Hijo Jesús se unieron Herodes y Pilatos para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera». La idea es que el esfuerzo de ellos para oponerse a la voluntad de Dios demostró ser un golpe de alianza con ella. Las medidas que tomaron para arruinar la nave se volvieron la forma de asegurar que ésta se mantuviese a flote.
Ellos se confabularon en un consejo de guerra contra Cristo; pero, sin tener conciencia de ello, firmaron un tratado para la promoción de la gloria de Cristo. Pensaban que estaban haciendo un testamento en favor de los enemigos de Cristo; y estaban realmente dejando toda su riqueza al Hombre de Nazaret. Ellos decretaron que él debía morir; ese decreto fue su contribución de hojas de palma.
Mi hermano, Dios nunca frustra las circunstancias adversas; ése no es su método. Me impresionan a menudo estas palabras: «Él cabalga en las alas del viento». Son muy sugerentes. Nuestro Dios no abate las tormentas que se levantan en contra suya; él monta sobre ellas, él obra a través de ellas.
A menudo nos sorprende que se permita abrir tantos caminos espinosos para los buenos: cómo José, el muchacho soñador, es puesto en un calabozo; cómo ese hermoso niño Moisés es lanzado en el Nilo. Usted habría esperado que la Providencia detuviera la apertura de esos fosos destinados para destrucción. Bueno, él podría haber hecho así; él podría haber dicho a la tormenta: «¡Detente!». Pero había una forma más excelente: montar sobre ella.
La ley natural
«Jehová trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta» (Éxodo 10:13).
Se inclina uno a preguntar: ¿Por qué traer el viento del este? Dios estaba a punto de enviar una providencia especial para la liberación de su pueblo de Egipto. Estaba a punto de azotar a los egipcios con una plaga de langostas. Las langostas iban a ser su especial providencia, la evidencia de su poder supremo. ¿Por qué entonces, no trae las langostas en seguida? ¿Por qué provoca la intervención de un viento oriental? ¿No parecería más majestuoso si simplemente hubiera sido escrito: «Dios mandó una plaga de langostas creada con el propósito de liberar a su pueblo»? En lugar de eso, su acción toma la forma de la ley natural: «El Señor trajo un viento oriental... y al venir la mañana, el viento oriental trajo la langosta».
¿Por qué envía su mensaje en un carro común cuando podía volar en alas celestiales? ¿No son algo desilusionantes las palabras «al venir la mañana»? ¿Por qué debía el acto de Dios ser tan largo obrando la cura? ¿No es el pasaje entero un estímulo para que los hombres digan: «Oh, todo eso se debió a causas naturales»? Sí, y para agregar, «todas las causas naturales son causas divinas».
Entonces, ¿por qué ha sido escrito este pasaje? Es para mostrarnos que cuando vemos un beneficio divino que pasa por un viento oriental, o cualquier otro viento, no debemos pensar que procede menos directamente de Dios.
Es para enseñarnos que, cuando nosotros pedimos la ayuda de Dios, hemos de esperar que la respuesta sea enviada a través de cauces naturales, a través de cauces humanos. Para decirnos que, cuando los cielos reales están callados, no hemos de decir que no hay voz de nuestro Padre.
Hemos de buscar la respuesta a nuestras oraciones, no en una apertura del cielo, no en las alas de un ángel, no en un trance místico, sino en los accidentes aparentes de cada día, en el encuentro con un amigo, en el cruce de una calle, en el oír un sermón, en la lectura de un libro, en escuchar una canción, en la contemplación de una bella escena.
Debemos vivir en la expectativa solemne que, cualquier día de nuestras vidas, las cosas que nos rodean pueden ser los mensajeros de Dios.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 35 • Septiembre - Octubre 2005
PORTADA
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Vida y servicio de Juan Bunyan, el célebre autor de «El Peregrino».
El canto desde la cárcel de Bedford
Juan Bunyan nació en Elstow, Inglaterra, el 30 de noviembre de 1628, sin embargo su vida entera estuvo asociada a la ciudad de Bedford, ubicada a unos 80 kilómetros al noroeste de Londres. Bunyan aprendió el oficio de su padre, que era hojalatero. Recibió la educación común de los pobres: leer y escribir. No tuvo educación formal más alta de ningún tipo.
El largo camino hacia la fe
De niño, Bunyan fue muy sensible a las cosas espirituales. Sufría permanentes pesadillas, en que se veía siendo torturado en el infierno, por lo cual solía pasar días encerrado en el abatimiento y la melancolía.
Pero las pruebas más notables de su vida empiezan a los 15 años de edad, cuando mueren su madre y su hermana de 13 años, con un mes de diferencia. Para mayor aflicción, su padre volvió a casarse apenas un mes después. Cuando Bunyan cumplió 16 años, fue arrancado de su hogar para el ejército, donde estuvo dos años.
En ese tiempo, Bunyan no era creyente; su vida era bastante licenciosa. «Pocos me igualaban –dice– sobre todo considerando mis tiernos años, en maldecir, jurar y blasfemar el nombre santo de Dios … Era el cabecilla de mis jóvenes amigos en el camino del vicio y la impiedad». Pensar en Dios le era un asunto muy desagradable, así como oír hablar de libros cristianos.
Sin embargo, él habría de reconocer más tarde que Dios le había buscado todo ese tiempo, y que muchas veces le había enviado, lo que él denominaba, «juicios templados con misericordia». Una vez cayó en una zanja y por poco muere ahogado. Otra vez se hundió en un bote en el río Bedford. Poco después, yendo por el campo con sus amigos, encontró una víbora que se arrastraba por el camino, y le dio con un palo en la cabeza. Cuando la víbora quedó atontada, realizó un acto temerario: la forzó a abrir el hocico con un palo y le sacó el aguijón con los dedos. Cuando era soldado, alguien tomó su puesto en la guardia, para morir al poco rato con una bala en la cabeza.
Muy pronto ocurrió otro hecho providencial en su vida. A la edad de 20 años se casó con una mujer muy especial. No se conoce el nombre de ella, pero sí se sabe que provenía de una familia pobre y muy piadosa. El matrimonio Bunyan tuvo cuatro hijos, María, Isabel, Juan y Tomás. María, la mayor, nació ciega. El único bien material que ella aportó al matrimonio fueron dos libros que le había dejado su padre al morir: «El Camino al cielo para el Hombre sencillo» y «La Práctica de la Piedad».
Bunyan decía: «En estos libros yo leía a veces con ella, donde encontré algunas cosas que me agradaban; pero aún yo no tenía fe». Pero la obra de Dios había empezado en su vida, pues el ejemplo de su esposa y la lectura de esos libros le produjeron deseos de reformarse.
Se lanzó entonces con todas su fuerzas a un ejercicio religioso voluntario y perseverante con el fin de reformarse a sí mismo. Sin embargo, no había nacido de nuevo. La vida religiosa se transformaría muy pronto en una carga pesada y asfixiante. Entonces comenzó a buscar respuestas en la Biblia; pero en vez de hallarlas, le sobrevenían muchas dudas, grandes conflictos espirituales.
Había períodos de gran duda sobre las Escrituras y sobre su propia alma. «En mi espíritu, se derramaba un diluvio de blasfemias contra Dios, Cristo, y las Escrituras, para mi confusión y asombro. ¿Cómo entender, por ejemplo, que los turcos tenían tan buenas escrituras para demostrar que Mahoma era su Salvador, tal como nosotros las tenemos para demostrar a nuestro Jesús? La dureza de mi corazón era tan extrema, que aunque me dieran mil libras por una lágrima, yo no podría verter una sola».
Luego, cuando él pensaba que ya estaba establecido en el evangelio, vino un tiempo de oscuridad aplastante, seguida de una tentación terrible: «Yo sentía mi corazón consintiendo a la tentación de abandonar a Cristo. Oh, la diligencia de Satanás, la desesperanza del corazón del hombre. Temí que mi terrible pecado pudiera ser imperdonable. Nadie conoce mis terrores de esos días. Me era duro trabajo orar a Dios, porque la desesperación estaba devorándome».
Entonces vino lo que parecía ser el momento decisivo. «Un día, mientras paseaba por el campo, esta frase cayó en mi alma: «Tu justicia está en el cielo». Y entonces, vi con los ojos de mi alma a Jesucristo a la diestra de Dios; allí estaba mi justicia. Aun más, también vi que no era la buena intención de mi corazón lo que haría mejorar mi justicia, ni aún mi mala intención lo que empeoraría mi justicia, pues mi justicia era Jesucristo mismo, el mismo ayer, hoy, y para siempre. Ahora mis cadenas cayeron. Fui libertado de mis aflicciones; mis tentaciones también huyeron; así que desde ese tiempo esas Escrituras de Dios sobre el pecado imperdonable dejaron de atormentarme; ahora fui también a casa regocijándome por la gracia y el amor de Dios».
Comienzo de su ministerio
Bunyan comienza a reunirse en la iglesia no conformista de Bedford, donde recibió mucha ayuda del pastor, Mr. Gifford. Otra influencia importante fue el Comentario sobre Gálatas de Martín Lutero. «Tuve mucho placer de que este libro viniera a parar a mis manos, tan antiguo, y cuando lo leí sólo un poquito, hallé que mi propia condición estaba tratada con tanto detalle que parecía que el libro había sido escrito para mí … Con la excepción de la Biblia, prefiero este libro sobre todos los otros que he visto en mi vida».
En 1655, cuando la situación de su alma estaba consolidada, le pidieron a Bunyan que exhortara a la iglesia, y súbitamente se mostró un gran predicador. No fue autorizado como pastor de la iglesia de Bedford hasta 17 años después, pero creció su popularidad como poderoso predicador. De todas partes acudían centenares a oír su palabra. Charles Doe, un fabricante de peines en Londres, diría años más tarde: «El Sr. Bunyan predicó el Nuevo Testamento de tal forma que me hizo asombrarme y llorar de alegría».
A Bunyan le tocó vivir en una época de profundos conflictos políticos entre el Parlamento y la Monarquía, conflictos que incidieron en la vida religiosa de Inglaterra. Como consecuencia de ello, hubo varios períodos de persecución religiosa para aquellos que no pertenecían a la iglesia oficial –como era su caso– seguidos de otros de libertad transitoria.
En los días de tolerancia religiosa, se cuenta que un día se reunieron unas 1.200 personas para oírle, a las 7 de la mañana en un día laboral. Una vez, en la prisión, una congregación entera de 60 personas fue arrestada y traída por la noche. Un testigo nos dice: «Oí al Sr. Bunyan predicar y orar con un poderoso espíritu de fe en la ayuda divina que me hizo estar de pie y maravillarme». El mayor teólogo puritano y contemporáneo de Bunyan, John Owen, cuando el Rey Carlos le preguntó por qué él, un gran erudito, fue a oír predicar a un inculto hojalatero, dijo: «Yo cambiaría de buena gana mi conocimiento por ese poder para conmover los corazones de los hombres».
En 1658, a diez años de su matrimonio, cuando Bunyan tenía 30 años, murió su esposa, dejándolo con cuatro niños menores de diez años. Un año después, se casó con Elizabeth, una mujer notable. A un año de su boda, Bunyan fue arrestado y puesto en prisión; tenía 32 años de edad. Ella estaba embarazada de su primogénito y abortó en la crisis. Entonces Elizabeth se dedicó a cuidar a los niños abnegadamente, sola durante 12 años, y dio a Bunyan dos niños más, Sara y José.
Una esposa valerosa
Ella merece mención aparte por el valor con que enfrentó a las autoridades en 1661, un año después del encarcelamiento de su esposo. Ella ya había ido a Londres con una petición. Esta vez, se encontró con una dura pregunta:
–¿Dejará él de predicar?
–Señor, él no dejará de predicar en tanto pueda hacerlo.
–¿Cuál es la necesidad de hablar?
–Hay necesidad, señor, porque yo tengo cuatro hijos pequeños que mantener, de los cuales uno es ciego, y no tenemos de qué vivir sino de la caridad de la gente buena.
Uno de los jueces, compadecido, le preguntó cómo ella tenía cuatro hijos siendo tan joven.
–Señor, yo soy su madrastra, me he casado sólo hace dos años. De hecho, yo estaba encinta cuando mi marido fue aprehendido primero; pero siendo joven y no acostumbrada a tales cosas, a causa de las noticias, entré en labor de parto durante ocho días, y entonces él fue libertado; pero mi hijo murió».
Los otros jueces se endurecieron y dijeron:
–¡No es más que un calderero!
–Sí, y porque él es un calderero y un hombre pobre, es despreciado y no se le hace justicia.
Un juez se enfureció y dijo que Bunyan predicaría y haría lo que quisiera.
–¡Él no predica nada más que la Palabra de Dios!– dijo ella.
Otro, en un arrebato, gritó:
–¡Él va por todas partes haciendo daño!
–No, señor, no es así; Dios lo ha tomado y ha hecho mucho bien a través de él.
El hombre furioso replicó:
–¡Su doctrina es la doctrina del diablo!
–¡Señor, cuando aparezca el Juez justo, sabrá que su doctrina no es la doctrina del diablo!
Un biógrafo de Bunyan comenta: «Elizabeth Bunyan era simplemente una campesina inglesa; sin embargo, no hubiese hablado con más dignidad si hubiese sido una reina».
Así, durante 12 años Bunyan escogió la prisión. Él pudo tener su libertad cuando quisiera, pero él y Elizabeth estaban hechos del mismo material. Cuando se le exigió retractarse y no predicar, no aceptó violar su fe ni sus principios. No obstante, a veces se atormentaba pensando que no había tomado la decisión correcta en resguardo de su familia. «La separación de mi esposa y mis hijos, especialmente de mi hija ciega, a menudo fue para mí como arrancarme la carne de mis huesos». Pero él permaneció allí. Y allí Juan Bunyan entonó un canto que todavía se escucha, «El Peregrino», su obra más conocida; y no sólo eso, pues el testimonio de su estada allí, de su fidelidad en medio del sufrimiento, han sido una dulce melodía para miles de cristianos en los siglos posteriores.
Pastorado en Bedford
En 1672 él fue libertado gracias a la Declaración de Indulgencia Religiosa. Inmediatamente fue designado pastor de la iglesia en Bedford, donde había estado sirviendo desde el principio, incluso desde la prisión, a través de escritos y visitas periódicas. Se compró un granero, que fue habilitado para las reuniones. Nunca dejó su pequeña parroquia por otras oportunidades mayores en Londres. Se estima que había unos 120 no-conformistas en Bedford en 1676, con otros que no dudaban en venir a oírlo desde los pueblos circundantes.
Hubo un nuevo encarcelamiento en 1675-76. Se cree que en este tiempo fue escrito «El Progreso del Peregrino». Pero aunque él no estuvo de nuevo en prisión durante su ministerio, la tensión de aquellos días era muy grande.
Diez años después de su último encarcelamiento, en mitad de los 1680’s, la persecución se desató de nuevo. Las reuniones fueron prohibidas; los hermanos, apresados. «Con frecuencia, los disidentes cambiaban el lugar de reunión y ponían centinelas; dejaron de cantar himnos en sus servicios, y para mayor seguridad rendían culto al final de la noche. Los ministros eran llevados al púlpito a través de trampas en el suelo o en el techo, o a través de puertas improvisadas en las paredes». Bunyan esperaba ser apresado de nuevo y cedió la propiedad de todos sus bienes a su esposa Elizabeth para que ella no fuera afectada por sus multas o encarcelamiento.
Pero Dios lo salvó. Hasta agosto de 1688, viajó los 80 kilómetros hasta Londres para predicar. Pero después de un viaje a un distrito periférico, volvió a Londres a caballo, bajo un terrible temporal. Cayó enfermo de una fiebre violenta, y el 31 de agosto de 1688, a la edad de 60 años, siguió a su Peregrino desde la ciudad de Destrucción, a través del río, a la Nueva Jerusalén. Su último sermón lo predicó el 19 de agosto en Londres sobre Juan 1:13. Sus palabras finales en el púlpito fueron: «Vivid como hijos de Dios, de modo que podáis mirar al rostro de vuestro Padre con reposo cada día».
Su esposa e hijos probablemente no supieron de la crisis hasta que fue demasiado tarde; así que es posible que él muriese sin el consuelo de su familia, tal como había sucedido en gran parte de su vida. El inventario de sus pertenencias después de su muerte dio un total de 42 libras y 19 chelines. Esto es más de lo que dejaría un hojalatero común, pero sugiere que la mayoría de las ganancias de «El Progreso del Peregrino» habrían ido a los impresores de las ediciones ‘piratas’. Bunyan nació pobre y nunca anheló enriquecerse en esta vida. Fue sepultado en Londres.
Su legado
La vida hermosamente rendida de Juan Bunyan nos deja un precioso legado, que puede desglosarse en tres grandes áreas: su actitud frente a los padecimientos, su amor a la Palabra de Dios y sus escritos.
Su actitud frente a los padecimientos
John Piper, al comentar este aspecto de la vida de Bunyan, dice: «Lo que más me conmueve de Bunyan es su sufrimiento y cómo respondió a él». Y agrega: «Yo leo a Juan Bunyan con un creciente sentido de que el sufrimiento es un elemento normal, útil, esencial y ordenado por Dios en la vida y el ministerio cristiano … Ha habido siempre, también en nuestros días, personas que intentan resolver el problema del sufrimiento negando la soberanía de Dios, la providencia todo gobernante de Dios sobre Satanás, sobre la naturaleza y sobre los corazones y los hechos del hombre. Pero es notable ver cómo aquellos que defienden la soberanía de Dios en relación al padecimiento han sido los que más han sufrido y han encontrado en ella el mayor consuelo y ayuda».
«Bunyan estaba entre ellos. En 1684 él escribió una exposición para su pueblo sufriente basada en 1 Pedro 4:19: «Los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien». El libro se llamaba «Consejos Oportunos: Advertencia a los que sufren». Él toma la frase «según la voluntad de Dios», y despliega allí la soberanía de Dios para el consuelo de su pueblo.
«No es lo que los enemigos quieren, ni a lo que ellos están resueltos, sino lo que Dios quiere, y lo que Dios determina; eso se hará. Ningún enemigo puede traer aflicción a un hombre si la voluntad de Dios es diferente; así también, ningún hombre puede escapar de sus manos cuando Dios lo entrega para Su gloria; así como Jesús mostró a Pedro con qué muerte él glorificaría a Dios. Nosotros sufriremos o no sufriremos, según a él le plazca».
«Dios ha determinado quién sufrirá (Apoc. 6:11, el número completo de los mártires). Dios ha determinado cuándo ellos sufrirán (Hechos 18:9-10, el tiempo de aflicción aún no había llegado para Pablo; así también con Jesús en Juan 7:30). Ha decretado dónde este, aquel u otro hombre bueno sufrirá («no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» Lucas 13:33; 9:30). Dios ha ordenado qué tipo de padecimientos sufrirá este o aquel santo (Hechos 9:16, «cuán grandes cosas él deberá sufrir»; Juan 21:19 «con qué muerte había de glorificar a Dios»). Nuestras aflicciones, así como la naturaleza de ellas, están todas escritas en el libro de Dios; y sin embargo, esa escritura aparece con caracteres desconocidos para nosotros, aunque Dios la entiende muy bien (Mar. 9:13; Hech. 13:29). Él ha establecido quién de ellos morirá de hambre, quién por la espada, quién irá a cautividad, o quién será comido por las bestias (Jeremías 15:2, 3)».
¿Cuál es el objetivo de Bunyan en esta exposición de la soberanía de Dios acerca del sufrimiento? «En pocas palabras, he escrito esto para mostraros que los sufrimientos son ordenados y dispuestos por él, para que, cuando entréis en dificultades por este nombre, no os desestabilicéis ni os desorientéis, sino permaneced serenos y firmes, y decid: ‘Sea hecha la voluntad del Señor’ (Hech. 21:14)».
Él advierte también contra los sentimientos de venganza. «Aprended a compadeceros y lamentar la condición del enemigo. Nunca tengáis inquina por sus ventajas presentes. ‘No te entremetas con los malignos, ni tengas envidia de los impíos» (Prov. 24:19). No os preocupéis, aunque ellos estropeen vuestro lugar de reposo. Es Dios que les ha permitido hacerlo, para probar vuestra fe y paciencia. No les deseéis mal con lo que ellos han obtenido de vosotros. Bendecid a Dios pues vuestra porción cayó en el otro lado. Cuán amoroso, por consiguiente, es el trato de Dios con nosotros, cuando él escoge afligirnos aunque por poco tiempo, porque con bondad eterna tiene misericordia de nosotros (Is. 54:7-8)».
La clave para sufrir pacientemente es ver en todas las cosas la mano de un Dios misericordioso, bueno y soberano. Hay más de Dios para ser asido en los tiempos de angustia que en cualquier otro tiempo. Hay algo de Dios que puede ser visto en un día tal, y no en otras condiciones.
Bunyan pide a su pueblo que se humille bajo la mano poderosa de Dios y confíen que todo será para su bien. «Os ruego, no desmayéis, ni os airéis con Dios, o con los hombres, si la cruz se os hace pesada. No con Dios, porque él nada hace sin una causa, ni con los hombres, porque ellos son siervos de Dios para vuestro provecho» (Salmo 17:14; Jer. 24:5); por tanto, tomad con gratitud lo que os viene de Dios por medio de ellos».
Su amor a la Palabra de Dios
¿Cuál es la clave para vivir en Dios? La respuesta de Bunyan es: asirse de Cristo a través de la Palabra de Dios, la Biblia. La prisión probó ser para él un lugar bendito de comunión con Dios, porque su dolor le abrió la Palabra y la más profunda comunión con Cristo que él jamás había conocido antes.
«Nunca tuve en toda mi vida tan amplia entrada en la Palabra de Dios como ahora en prisión. Aquellos temas que yo nunca había visto antes fueron escritos en este lugar y empezaron a brillar para mí. Jesucristo mismo nunca fue más real y notorio que ahora. Aquí yo lo he visto y lo he sentido de hecho. En este lugar, he tenido dulces visiones del perdón de mis pecados y de mi estar con Jesús en el otro mundo. Estoy persuadido de que, mientras esté en este mundo, nunca podría expresar lo que he visto aquí».
Sobre todo, él tomó las promesas de Dios como la llave para abrir la puerta del cielo. «Os digo, amigos, hay promesas del Señor que me ayudaron a asirme de Cristo, que yo no obtendría fuera de la Biblia por mucho oro y plata de que dispusiese».
Una de las más grandes escenas en «El Progreso del Peregrino» es cuando Cristiano, en el calabozo del Castillo de la Duda, recuerda que tiene una llave para la puerta. Es muy significativo no sólo lo que la llave es, sino donde está: «¡Qué tonto y necio soy en quedarme en mi calabozo maloliente, cuando tan bien pudiera estar paseándome en libertad! Tengo en mi pecho una llave, llamada Promesa, que estoy persuadido podrá abrir todas y cada una de las cerraduras del castillo de la Duda». «¿De veras?, le dice Esperanza, éstas son buenas noticias, hermano; sácala de tu pecho y probaremos». Cristiano sacó su llave, la aplicó a la puerta del calabozo, y a la media vuelta la cerradura cedió, y la puerta se abrió de par en par y con la mayor facilidad, y Cristiano y Esperanza salieron».
Tres veces Bunyan dice que la llave estaba en el «bolsillo del pecho» de Cristiano o simplemente «su pecho». Tomo esto para significar que Cristiano la había escondido en su corazón por la memorización, y que era ahora accesible en prisión precisamente por esta razón. Es así como las promesas sostuvieron y fortalecieron a Bunyan. Él estaba lleno de la Escritura. Todo lo que escribió está saturado de la Biblia. Escudriñaba su Biblia la mayor parte del tiempo. Por eso él puede decir de sus escritos: «No tengo cosas pescadas en las aguas de otros hombres; mi Biblia y la Concordancia son la única bibliografía en mis escritos».
Spurgeon anota: «Su ser entero estaba saturado con la Escritura; sus escritos continuamente nos hacen sentir y decir: ¡Este hombre es una Biblia viviente! Pínchenlo en cualquier parte y encontrarán que incluso su sangre es ‘biblina’, la verdadera esencia de la Biblia fluye de él. Él no puede hablar sin citar un texto, pues su alma está llena de la Palabra de Dios».
Bunyan reverenciaba la Palabra de Dios y temblaba ante la posibilidad de deshonrarla. «Permíteme morir con los filisteos (Jue. 16:30) antes que tratar corruptamente con la palabra bendita de Dios». Esta, finalmente, es la razón por la cual Bunyan tiene tanta vigencia hoy, en lugar de desaparecer en la niebla de la historia. Él continúa ministrando porque él reverenciaba la Palabra de Dios y se sumergió en ella.
Sus escritos
Los libros habían estimulado su propia búsqueda espiritual y lo habían guiado en ella. Los libros serían su principal legado a la iglesia y al mundo.
Por supuesto, él es famoso por «El Progreso del Peregrino». Junto a la Biblia, es el libro más difundido en el mundo, traducido a más de 200 idiomas. Tuvo éxito inmediatamente con tres ediciones en su primer año de publicación (1678). Fue despreciado al principio por la élite intelectual, pero como señaló Lord Macaulay: «Este es quizás el único libro sobre el cual, después de cien años, la minoría educada ha sobrepasado a la opinión de la gente vulgar».
Pero la mayoría de las personas no sabe que Bunyan fue un escritor prolífico antes y después de «El Progreso del Peregrino». El catálogo de sus escritos registra 58 libros. Es notable su variedad temática: controversia (como los «Cuáqueros y la justificación y el bautismo»), poemas, literatura infantil, y alegoría (como «La Guerra Santa» y «La Vida y Muerte de Mr. Badman»). Pero la gran mayoría son exposiciones doctrinales prácticas de la Escritura, basadas en sermones, para fortalecer, advertir y ayudar a los cristianos peregrinos en el exitoso camino al cielo.
Fue un escritor de principio a fin. Ya había escrito cuatro obras antes de ir a prisión, a la edad de 32 años, y el año en que murió se publicaron cinco libros suyos. Esto es extraordinario para un hombre sin educación formal. No sabía griego ni hebreo y no tenía grado teológico alguno. Por esto le menospreciaban aun en sus propios días, de tal manera que su pastor, John Burton, salió en su defensa, escribiendo un prólogo para su primer libro en 1656, cuando él tenía 28 años: «Este hombre ha sido escogido no de lo terrenal sino de la universidad celestial, la Iglesia de Cristo. Él, a través de la gracia, ha tomado estos tres grados celestiales: la unión con Cristo, la unción del Espíritu, y las experiencias de las tentaciones de Satanás, que hacen más diestro a un hombre para esa obra poderosa de predicar el Evangelio que todos los grados y el aprendizaje universitario que pueda detentar».
Los sufrimientos de Bunyan dejaron su marca en toda su obra escrita. George Whitefield dijo de «El Progreso del Peregrino»: «Huele a prisión. Fue escrito cuando el autor estaba confinado en la cárcel de Bedford. Y los ministros nunca escriben o predican tan bien como cuando están bajo la cruz: el Espíritu y la Gloria de Cristo descansan entonces en ellos».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 34 • Julio - Agosto 2005
PORTADA
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Una semblanza de Francisco de Asís, el joven rico que por amor a Cristo se hizo pobre.
El pobrecillo de Asís
Francisco nació a fines del siglo XI, año 1083, con el nombre de Juan Bernardone, en la pequeña ciudad italiana de Asís.
En su tiempo, la iglesia institucionalizada había escalado hasta la cima del poder y riquezas mundanas nunca antes vista, descuidando gravemente su misión espiritual. Había mucha corrupción y abusos en casi todos los ambientes cristianos. Entre tanto, la gran mayoría de la gente vivía en la ignorancia y la pobreza, soportando los abusos de quienes detentaban el poder político y el poder religioso.
En este desolador contexto surgieron reacciones en busca de una vida cristiana más pura y consagrada. Una de ellas fue encabezada por Pedro de Valdo y los «Pobres de Lyon», quienes vendían sus bienes para vivir de una manera humilde, predicaban el evangelio a los pobres y difundían la Biblia en lengua vernácula. Muy pronto, sin embargo, la iglesia secularizada se los prohibió y fueron perseguidos como herejes. Esto los convirtió en un pueblo separado que, a pesar de su fiel testimonio por Jesucristo, tenían pocas posibilidades de llegar a la gran masa de hombres y mujeres sometidos a ese sistema.
Es en este punto donde cobra importancia la figura de Francisco de Asís
Pobre para Cristo
Francisco, cuyo nombre es en realidad un apodo que significa «pequeño francés», fue hijo de un rico comerciante de la ciudad de Asís. Durante su juventud vivió de manera mundana y disipada, despilfarrando a manos llenas el dinero de su padre. Con ansias de conquistar la gloria caballeresca, se enlistó en el ejército de su ciudad para luchar contra la ciudad rival de Perusa. Sin embargo, su ejército fue derrotado y Francisco acabó encarcelado en Perusa por varios meses. Allí comenzaron a desmoronarse sus sueños de gloria y grandeza. Aunque, una vez libertado, volvió a su antigua vida, un cambio imperceptible comenzaba a operarse en él, pues la gracia de Dios ya lo estaba atrayendo. Fue así como, dos años más tarde, mientras se dirigía otra vez al campo de batalla, repentinamente una voz en sueños le mandó detenerse y volver a su casa. Así lo hizo, y aquella noche, mientras oraba, Francisco se encontró con el Señor y éste cambió su vida para siempre.
Como consecuencia de ese encuentro, todos sus antiguos hábitos y deseos desaparecieron y fueron reemplazados por un ardiente anhelo de conocer e identificarse más y más con Cristo. Y fue este el motivo que gobernó su vida hasta el fin. Todo lo demás, estuvo siempre subordinado a este llamado supremo. Pues, aunque siempre se mantuvo fiel a la iglesia establecida, su jerarquía y sus sacramentos, la vida de Cristo en él logró desbordar y eclipsar todas esas influencias para llevarlo por un camino totalmente diferente. Todo lo demás se volverá externo y transitorio. «Solo Dios salva, y no necesita de la ayuda de ningún hombre para hacerlo; y si necesitara de alguien, sería de siervos pequeñitos e ignorantes», podría decir más adelante.
A partir de su conversión, los hechos se suceden rápidamente. Comienza a visitar a los mendigos y luego a los leprosos. A estos últimos se les llamaba «raza maldita», y les estaba prohibido entrar en las ciudades y beber de los ríos o fuentes por temor al contagio. A Francisco le causaban un horror indescriptible y los evitaba por cualquier medio. No obstante, creía haber escuchado la voz del Señor en oración, diciéndole: «Si quieres conocer mi voluntad, deberás amar todo lo que has despreciado y despreciar todo lo que has amado».
Cierto día, mientras iba en su caballo, divisó un leproso que venía hacia él por el camino. Instintivamente dio la media vuelta y escapó. Pero, en ese instante, recordó la voz del Señor y decidió volver. Bajó del caballo tambaleándose y acercándose al leproso lo abrazó y luego besó sus dos manos llagadas y putrefactas por la lepra. Luego se alejó, y al momento, sintió que el Señor lo envolvía con su presencia de una manera nueva y superior. Desde ese día consideró ese incidente como la prueba de fuego de su conversión. Nunca más temió a los leprosos y a partir de entonces procuró con ahínco limpiar sus heridas y llagas. Al final de su vida pudo confesar: «El Señor me llevó entre los leprosos», recordando que fue gracia del Señor la que lo capacitó para servirlos.
Poco tiempo después, comenzó a distribuir los bienes de su padre entre los pobres de la ciudad. Este último, furioso, lo encerró bajo llave en su casa, decidido a hacer de él un hombre de negocios. Pero su madre, una mujer sensible, lo liberó. No obstante, su padre lo arrastró hasta la puerta de la parroquia de Asís, para que el obispo juzgara su causa. Allí Francisco, en un acto de singular dramatismo, se despojó de sus costosas ropas y, entregándoselas a su padre, declaró ante todo el pueblo: «Amé y fui amado por este hombre a quien siempre llamé padre. Pero Aquel que me soñó y amó desde la eternidad, puso un muro a mi carrera de comerciante y me dijo «ven conmigo». Y yo he decidido irme con él. Ahora tengo otro Padre. Desnudo vine al mundo y desnudo retornaré a los brazos de mi Padre».
Este acto marcó su rompimiento definitivo y radical con la sociedad y sus intereses mundanos. Nunca más volvió a tener posesión alguna, a excepción de una túnica hecha de saco y un cordón para atarla. Tampoco volvió a tocar el dinero. Había abrazado la pobreza, no como un fin en sí mismo, sino como una manera de despojamiento y desprendimiento a fin de poseer a Cristo sin limitaciones.
Su pobreza radical era una forma de completo desasimiento, no sólo del cuerpo sino también del alma, a fin de poseer a Dios plenamente. Y a partir de allí, surgió en él un extraño y nuevo amor por la creación de Dios, los árboles, las montañas, las aves, los insectos y las flores. Pues, descubrió que quien no tiene nada, en realidad lo tiene todo. Mas no como su dueño, sino como beneficiario del infinito amor de Dios, que se revela en toda su creación. «Cuando el corazón –decía– está vacío de Dios, el hombre atraviesa la creación como mudo, sordo, ciego y muerto; inclusive la Palabra de Dios está vacía de Dios. Cuando el corazón se llena de Dios, el mundo entero se puebla de Dios... El Señor sonríe en las flores, murmura en la brisa, pregunta en el viento, responde en la tempestad, canta en los ríos..., todas la criaturas hablan de Dios cuando el corazón está lleno de Dios».
El hermano pobre y desasido de todo –pensaba Francisco– puede ser hermano de todo lo creado, como una criatura más entre todas las criaturas de Dios. Pero además, puede, henchido por el amor de Dios, amar a todos los hombres, sin distinción de clase, riqueza ni color, especialmente aquellos que no son amables, ni atractivos ni deseables. Aquí hallamos la explicación más profunda de la pobreza asumida voluntariamente por Francisco.
Los Hermanos Menores
Francisco fue siempre un hombre de acción más que de palabra. Por ello, su testimonio de Cristo debe buscarse antes en sus actos que en sus enseñanzas o predicaciones. Hablando estrictamente, no fue un hijo de la iglesia organizada. No estudió en un seminario, no fue parte del clero, ni tampoco formó parte de ninguna de las órdenes religiosas ya existentes. Su conocimiento religioso, bastante tosco y popular, no pasaba del de cualquier laico promedio. A pesar de ello, emprendió al principio un camino solitario en el que no buscó ni consultó más que al Señor y su Palabra.
Y fue en ese camino que el Señor le reveló su voluntad por medio de las palabras del evangelio en Mateo 10:5-14: «Id... predicad diciendo: El reino de los cielos se ha acercado... no os proveáis de oro, plata, ni cobre en vuestros cintos...etc». Fue como si un relámpago estallara ante sus ojos. Era la voz del Señor hablándole a él directamente. Desde ese momento en adelante debía dedicar su vida a vivir y predicar el evangelio hasta el fin de sus días. Y él lo interpretó literalmente: sin dinero, sin posesiones, sin reglas humanas, dependiendo exclusivamente de Dios y su misericordia; y dando primero ejemplo del evangelio con su propia vida.
A partir de entonces, poco a poco, en tanto Francisco predicaba a las gentes encendido por el amor de Cristo, un numeroso grupo de compañeros se fue sumando a su aventura. El primero de ellos fue Bernardo de Quintavalle, el hombre más rico y poderoso de Asís. Una tarde convidó a Francisco a cenar a su casa y durante la noche, fingiendo que dormía, lo espió mientras Francisco pasaba la noche orando al Señor. Quedó tan conmovido, que al día siguiente decidió repartir todo lo que tenía entre los pobres y seguir las huellas de Francisco. Esto causó una gran conmoción en la ciudad de Asís. Los nobles y poderosos comenzaron a recelar de la influencia de Francisco, mientras otros tantos jóvenes y jovencitas dejaban todo para seguir su ejemplo, repartiendo sus posesiones entre los pobres para ir en pos de Cristo.
Al principio, la naciente fraternidad tenía por única guía y regla de acción los principios que Francisco tomaba del Evangelio. Vivían sin posesiones en pequeñas chozas de barro, cuidándose mutuamente, trabajando con sus manos para obtener sustento (aunque nunca dinero) y a veces pidiendo limosna. Siempre marchaban de dos en dos por los caminos, predicando y saludando a todos con: «El Señor te dé la paz». La mayoría los miraba extrañados, no pocos se burlaban y algunos los golpeaban y trataban como locos o ladrones. Pero ellos siempre intentaban responder con una sonrisa mientras daban gracias al Señor por los golpes y las burlas. Iban de ciudad en ciudad y de plaza en plaza animando a todos a arrepentirse de sus pecados y volverse al amor del Señor. Estos fueron los mejores años de Francisco y la fraternidad, cuando eran libres para seguir al Señor sin normas ni controles eclesiásticos. Sin embargo, muy pronto todo habría de cambiar.
A medida que fueron siendo más y más conocidos, la fraternidad fue creciendo, y Francisco sintió que era tiempo de solicitar un permiso de la autoridad para continuar con la fraternidad y su misión. Sus biógrafos atestiguan que, en verdad, no pensaba que la autoridad debía refrendar el evangelio que el Señor mismo le había encomendado, sino que más bien, como todo cristiano medieval, pensaba que debía hacerlo por respeto y sumisión. Pocos años antes Pedro de Valdo había expresado el mismo deseo, pero había sido rechazado.
Contrariamente a lo que había sucedido con Valdo, Francisco obtuvo el permiso. La autoridad, tras largas deliberaciones, aceptó la «regla» propuesta, que no era más que una compilación de versículos del Evangelio. La experiencia con Valdo había demostrado que oponerse a esta clase de movimientos era peor. Desde entonces, se buscó convertir el movimiento ‘franciscano’ en un disciplinado ejército sometido a los intereses de la iglesia institucionalizada. Con el tiempo, este hecho llegaría a ser la gran tragedia en la vida de Francisco.
El Camino de la Cruz
Francisco nunca fue un teólogo ni un hombre especulativo. Desconfiaba del conocimiento y la sabiduría puramente intelectual, pues para él conducía al orgullo y la superioridad. Por lo mismo, y honestamente, nunca se preguntó acerca de la validez escritural de la iglesia de su tiempo. Él simplemente deseaba vivir el Evangelio de la forma más humilde, pobre y amable posible, sin despreciar ni herir a nadie. Además, pensaba que había sido llamado a predicar con el ejemplo y no con la palabra. Aunque leía y citaba constantemente la Biblia, siempre se consideró ignorante e incompetente en cuanto a enseñar sobre ella. No obstante, a pesar de todo lo anterior, en su intento de vivir radicalmente a Cristo según lo revelan los evangelios, se halló inevitablemente enfrentado con los intereses y estratagemas del sistema eclesiástico dominante. En este punto, desgarrado entre su anhelo de total fidelidad a Cristo y, por otra parte, su respeto hacia una jerarquía eclesiástica que impedía su completa realización, comenzó la noche oscura para él.
A medida que la fraternidad fue creciendo, muchos hombres preparados en las doctrinas y estatutos de la iglesia profesante entraron en ella. La mayoría fue atraída por un interés y simpatía reales hacia Francisco y los primeros hermanos. Pero su espíritu era muy distinto. Y en ellos, la jerarquía encontró el medio de tomar las riendas del movimiento, nombrándolos rápidamente como rectores del mismo. Estos ‘letrados’ consideraban a Francisco demasiado simple, tosco e inculto para dirigir un movimiento tan grande. Querían atenuar lo que consideraban un ideal demasiado riguroso y organizar la orden de acuerdo a las reglas monásticas preexis-tentes. Deseaban fundar conventos y seguir el camino ya conocido.
La autoridad había nombrado a Hugolino como delegado protector de la orden. Este, influido por los ministros, intentó convencer a Francisco tenazmente para que adoptara alguna regla monástica. Pero Francisco se mantuvo inconmovible. Los hermanos no necesitaban más regla que el Evangelio de Cristo. De hecho, los primeros franciscanos eran cualquier cosa menos monjes. Tenían total libertad para vivir como el Señor los dirigiera: algunos como jornaleros, otros como ermitaños, otros como peregrinos y aún otros, como predicadores itinerantes. No existía ninguna organización más que la necesaria para salvar las situaciones según se presentaban. Eran, ante todo, una familia unida por lazos espirituales.
Así se expresaba entre ellos lo que Francisco había recibido de parte del Señor. Pero ahora se les exigía otra cosa: organización y uniformidad. Para aquéllos era una cuestión de practicidad y realismo; para Francisco, en cambio, estaba en juego la viabilidad misma del Evangelio de Cristo. Él se lo había jugado todo por esa forma de vida que los ministros despreciaban como carente de sentido común. Fue una batalla terrible en la que el alma de Francisco fue arrastrada hacia un abismo de agonía, duda y desesperación. Fueron años largos y oscuros, durante los cuales la fraternidad le fue arrebatada progresivamente, mediante cientos de argucias y engaños.
De hecho, ellos tenían miedo de enfrentar a Francisco, así que le pidieron a Hugolino que interviniera. Un día, éste tomó a Francisco aparte y comenzó nuevamente a hablarle. En respuesta, Francisco tomó a Hugolino de la mano y entró así a la asamblea general de hermanos. Y dijo: «Hermanos míos. El camino en que me metí es el de la humildad y de la sencillez. Si les parece nuevo mi programa, sepan que el Señor mismo me lo reveló y que de ninguna manera seguiré otro. No vengan a hablarme de reglas... ni de ninguna otra forma de vida, fuera de aquella que el Señor misericordio-samente me mostró. Y el Señor me dijo que él quería que yo fuera un nuevo loco en el mundo... En cuanto a ustedes (dirigiéndose a ellos), que Dios los confunda con su sabiduría y su ciencia».
En medio de ese torbellino, Francisco decidió ausentarse e ir a predicar a los musulmanes. En realidad estaba desalentado y no deseaba batallar más, ni apropiarse de nada para sí. Los letrados, aprovecharon el momento, y muy pronto metieron a todo el movimiento en regla. Los primeros hermanos se opusieron, pero fueron perseguidos y encarcelados. Sin embargo, otros partieron a buscar a Francisco. Finalmente lo encontraron y lo trajeron de vuelta. Cuando éste llegó, y comprobó todos los cambios introducidos durante su ausencia, se enfureció: En el lugar mismo donde él había iniciado la fraternidad, los clérigos habían erigido un convento.
Molesto, se subió entonces al techo y comenzó a tirar las tejas. Sin embargo, los letrados no se dieron por vencidos. Ni tampoco Hugolino. Finalmente, Francisco, enfermo y agotado, decidió renunciar por completo a la dirección de la fraternidad, nombrando en su reemplazo a un hermano de su confianza. Reunió a los hermanos y les habló, en tono sombrío y triste: «Hermanos, en adelante estoy muerto para ustedes. He aquí al hermano Pedro Catani a quien todos, ustedes y yo, obedeceremos». Había perdido la batalla por la fraternidad.
De este modo, sin embargo, Francisco había optado por el camino de la cruz y de la completa desapropiación. «Sólo Dios basta», se repetía a sí mismo. Pero, desde ese momento en adelante, Francisco y el movimiento que él había fundado, que hasta hoy lleva su nombre, seguirían caminos cada vez más divergentes. Entre tanto, se retiró con algunos de sus compañeros más antiguos y fieles, y procuró continuar con la misión que el Señor le había mostrado.
Se hallaba cada día más enfermo y una patología contraída en oriente lo estaba dejando paulatinamente ciego. No obstante, volvió a recorrer los caminos y aldeas predicando el evangelio. La gente venía de todas partes a escuchar sus mensajes. En especial los más pobres y desamparados. Y Francisco lloraba cada vez que les hablaba del amor de Cristo y de la Cruz.
En la última etapa de su vida buscó una identificación cada vez más profunda con Cristo crucificado. Estaba tan enfermo, que a veces los dolores superaban su capacidad de resistencia. Los hermanos, desesperados, trataban de ayudarlo y animarlo, pero él les respondía: «No hace falta, conozco a Cristo pobre y crucificado y eso me basta».
Fue durante esa época que ocurrió el extraño episodio de los estigmas. Los cronistas aseguran que recibió las marcas de Cristo mientras oraba solo en una montaña. Sin embargo, Francisco nunca habló de ello con nadie, y jamás permitió que nadie viera aquellas marcas mientras estuvo vivo. Sin embargo, tras su muerte, el director de la orden aseguró haber comprobado su existencia. De todos modos, el episodio de los estigmas, si es que ocurrió, y cualquiera que sea su significado, pertenece a la esfera subjetiva y privada de su fe personal en el Señor, y, por lo mismo, no se le puede conferir ningún significado adicional.
Ahora bien, tras este episodio, sus dolores se incrementaron paulatinamente. En aquel tiempo la medicina era muy rudimentaria y los médicos poco podían hacer para ayudarle. Al final perdió la vista por completo. No obstante, él permanecía espiritualmente alegre y en paz. Nunca se quejaba. De este tiempo final data su famoso «Cántico de las Criaturas», que compuso tras una noche de indescriptible dolor. Mas, cuando el dolor llegó a su clímax, desapareció por completo, y Francisco fue invadido por una paz sobrenatural que lo mantuvo arrobado en Cristo hasta el amanecer. Entonces pidió que escribieran el cántico que el Señor le había dado esa noche. Éste dice, en su penúltima estrofa, agregada un poco después: «Loado seas Señor, por los que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados los que sufren en paz, pues por ti, Señor, coronados serán».
Cuando llegó la hora de su muerte, estaban con él todos los compañeros del principio. Se despidió de todos, uno por uno, y luego les rogó que lo pusieran desnudo sobre la tierra para esperar allí a la «hermana muerte corporal, que nos cierra las puertas de esta vida, y nos abre las puertas de la Vida». Hizo un recorrido por toda su vida desde su conversión y dio gracias a Dios por cada episodio. Poco después comenzó a recitar el Salmo, «Con mi voz clamé al Señor...» y quedamente se durmió en el Señor. Tenía sólo 45 años.
Legado de Francisco de Asís
En todo tiempo, aun aquellos de mayor apostasía y oscuridad Dios se ha reservado siempre un testimonio. Durante la Edad Media, mientras la cristiandad crecía en organización y poder mundanos, muchos creyentes reaccionaron contra ese estado de muerte y ruina espiritual, saliendo de la iglesia organizada, y escogiendo así el sangriento camino de los mártires. Otros queridos santos, sin embargo, permanecieron dentro de ella, y desde allí alumbraron esa oscuridad, no sin pagar también un enorme precio de sufrimiento y dolor.
Francisco de Asís ocupa un lugar destacado entre todos ellos. Pocos creyentes, antes y después de él, han alcanzado un carácter tan transformado y santificado por la vida de Cristo. Precisamente, por ello, a través de él, y sus seguidores, esa vida pudo desbordarse para tocar y alumbrar a cientos de miles que vivían en la pobreza y la desolación, tanto material como espiritual. La gracia de Dios pasó por encima de todas las barreras y limitaciones de aquella edad oscura y brilló a través del pequeño e insignificante «pobre de Asís», en lo que por sí mismo constituye un juicio hacia una cristiandad apóstata. De este modo Europa no se perdió para Cristo. Y allí, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
En una época de violencia y persecución, él y los suyos eligieron el camino de la paz, la paciencia y el amor de Dios, y de una vida vivida radicalmente según el Evangelio y sus enseñanzas. Y aunque hoy con dificultad podríamos refrendar como escriturales algunas de sus creencias; con todo, su genuina fe y conducta, arraigadas radicalmente en el evangelio de Cristo, y, a partir de allí, su voluntaria elección de la pobreza, son todavía un conmovedor llamado hacia una vida cristiana de despojamien-to y renuncia por amor a Cristo. Más aún en nuestros días, de tantas comodidades y amor desenfrenado al dinero entre muchos de los creyentes.
En sus últimos años, Francisco recordaba con alegría que cuando la jerarquía de la iglesia lo había convocado a enrolarse en su cruzada contra los albigenses, él había rehusado, porqué a los «herejes» se les debía persuadir únicamente con el ejemplo y el amor, pues «la verdad se defiende por sí misma». Demostrando así que el supuesto «espíritu de los tiempos» no puede justificar aquellas crueles persecuciones.
Por esta y otras razones, la iglesia se vio obligada a reescribir la historia de Francisco. Tras su muerte, sus seguidores más íntimos fueron perseguidos y acallados, hasta convertirse, con el tiempo, en un pueblo marginado, conocido como «Los Espirituales» o «Fraticellis», muchos de los cuales fueron martirizados. Entre tanto, la jerarquía mandó quemar todas las biografías escritas por sus primeros seguidores, y encargó al superior de la orden, que escribiera una biografía oficial, conocida como «La Leyenda Mayor» (1263). En ella se eliminaron todos los elementos conflictivos de la vida de Francisco (la primera regla y las intrigas y manipulaciones en contra de la orden) y se le presentó, curiosamente, como un monje fundador de conventos. Esa fue la imagen que persistió de él, hasta que, a principios del siglo veinte, algunos investigadores dieron con algunas de las biografías anteriores que no pudieron ser destruidas. Entonces su verdadera historia y figura reapareció.
Quizá el mejor comentario sobre su vida la haya hecho él mismo: «Aquel altísimo Señor, cuya sustancia es amor y misericordia, tiene mil ojos con los que penetra las concavidades del alma humana... Pues bien, esos altísimos ojos han mirado a la redondez de la tierra y no han encontrado criatura más incapaz, inútil, ignorante y ridícula que yo. Por eso justamente me escogió a mí, para que se patentizara ante la faz del mundo que el único magnífico es el Señor... Para confundir... Para que se sepa, para que quede evidente y estridente a la vista del mundo entero que no salvan la sabiduría, la preparación y los carismas personales, y que el único que salva, redime y resucita es Dios mismo. Para que se sepa que no hay otro Todopoderoso; no hay otro Dios sino el Señor».
R.A.B.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 33 • Mayo - Junio 2005
PORTADA
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La breve y fructífera vida de David Brainerd.
Sacrificio de olor fragante
David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam, Connecticut, Estados Unidos. Murió de tuberculosis a la edad de 29 años, el 9 de octubre de 1747. Ezequías, el padre de Brainerd, era un legislador de Connecticut y murió cuando David tenía nueve años. Él había sido un puritano riguroso. La madre de Brainerd, una mujer también piadosa, murió cuando él tenía 14 años.
Había una rara tendencia a la debilidad y a la depresión en la familia. No sólo los padres murieron tempranamente; también los hijos. Nehemías murió a los 32, Israel a los 23, Jerusha a los 34, y él mismo a los 29. Así, al sufrir la pérdida de ambos padres, como un niño sensible, heredó una cierta tendencia a la depresión.
En su corta vida padeció a menudo negros abatimientos. Él mismo dice al principio de su diario: «Yo era en mi juventud inclinado más bien a la melancolía». Cuando su madre murió, se fue a vivir con su hermana casada, Jerusha. Él describió su fe durante estos años como muy celosa y seria, pero no teniendo verdadera gracia. Cuando cumplió 19, heredó una granja y trabajó en ella durante un año. Pero su corazón no estaba allí. Él anhelaba ‘una educación liberal’.
Intenta prepararse para el ministerio
Así que empezó a prepararse para entrar a la Universidad de Yale. En el verano de 1738, tenía veinte años, y se había ofrecido a Dios para entrar en el ministerio. Pero aún no era convertido. Leyó la Biblia dos veces en ese tiempo, y empezó a percibir que toda su religión era legalista y totalmente basada en sus propios esfuerzos. Dentro de su alma, contendía con Dios; se rebelaba contra el pecado original, contra la estrictez de la ley divina y contra la soberanía de Dios. Reñía con el hecho de que no había nada que él pudiera hacer en sus propias fuerzas para consagrarse a Dios. «Todas mis buenas apariencias no eran sino justicia propia, no estaban basadas en un deseo por la gloria de Dios; en mis oraciones, no había amor o consideración hacia él».
Pero entonces sucedió el milagro de su nuevo nacimiento. Tenía 21 años de edad. Dos meses después, entró en Yale a prepararse para el ministerio. En principio fue duro. Había relajo en las clases superiores, poca espiritualidad, estudios difíciles, y él contrajo sarampión, así que tuvo que volver a casa por varias semanas durante su primer año. Al año siguiente, le enviaron a casa porque estaba tan enfermo que escupía sangre. Por ese tiempo escribía: «Por la tarde mi dolor aumentó terriblemente, y tuve que permanecer en cama. A veces casi perdía la razón por lo extremado del dolor».
Cuando regresó a Yale en 1740, el clima espiritual había sufrido un cambio radical. George Whitefield había estado allí, y ahora muchos estudiantes eran muy serios en su fe. Pero surgieron tensiones entre los estudiantes entusiastas y la fría Facultad. En 1741, la visita de unos predicadores de avivamiento sopló aún más las llamas del descontento.
Jonathan Edwards fue invitado a predicar a comienzos de 1741, con la esperanza de que él aplacaría un poco los ánimos y apoyaría a la Facultad. Algunas autoridades incluso habían sido tildadas de ‘inconversas’. Edwards defraudó a las autoridades de la Facultad al declarar que el despertar era genuino. Brainerd estuvo entre la multitud que oyó a Edwards.
Esa misma mañana, las autoridades habían anunciado que cualquier estudiante que, directa o indirectamente, tildase al Rector u otra autoridad, de hipócrita, carnal o inconverso, debía en primera instancia hacer confesión pública de su ofensa, y en caso de reincidencia, ser expulsado.
En 1742 Brainerd estaba académicamente en la cima, cuando alguien le oyó por casualidad decir de uno de los tutores que tenía «menos gracia que una silla», y que él se maravillaba cómo el Rector no caía muerto al castigar a los estudiantes por su celo cristiano. Inmediatamente fue expulsado. Esto le afectó profundamente. En los años siguientes, intentó una y otra vez volver; muchos vinieron en su ayuda, pero todo fue en vano. Dios tenía otro plan para él. En lugar de unos años reposados en el pastorado o el salón de lectura, Dios quiso llevarlo al desierto, para que sufriese por Su causa y produjese un impacto incalculable en la historia de las misiones.
Antes de esto, Brainerd nunca había pensado ser un misionero a los indios. Pero ahora tuvo que replantear su vida entera. Una ley estadual, recientemente promulgada, señalaba que ningún ministro podía establecerse en Connecticut si no era graduado de Harvard, Yale o una Universidad europea. Así que él se sentía despojado de su llamamiento.
Una palabra ociosa, hablada de prisa, y la vida de Brainerd pareció caer en pedazos ante sus ojos. Pero Dios sabía lo que era mejor, y Brainerd llegó a aceptarlo. De hecho, sin la influencia de Brainerd tal vez el movimiento misionero moderno no hubiera tenido lugar; y esto no hubiera ocurrido si él hubiese obtenido en Yale su acreditación de ministro.
En el verano de 1742, un grupo de ministros simpatizantes del Gran Avivamiento aprobó su examen y autorizó a Brainerd para ir como misionero a los indios.
Más tarde, cuando ya estaba claro del verdadero llamamiento de Dios, habría de rechazar varias invitaciones para hacerse pastor, y seguir una vida mucho más fácil y estable. La carga y el llamamiento eran superiores: «Yo no podía tener libertad para pensar en ninguna otra circunstancia o asunto en la vida: Todo mi deseo era la conversión de los paganos, y toda mi esperanza estaba en Dios, y él no me permitía agradarme o confortarme con la esperanza de ver a mis amigos, de volver a mis queridos conocidos, o disfrutar los consuelos mundanos».
Su labor como misionero
Como misionero, su primera asignación fueron los indios Housatonic en Kaunaumeek, en Massachussets. Llegó en abril de 1743 y predicó durante un año, usando un intérprete e intentando aprender el idioma.
Brainerd describe así su primera estadía en ese lugar en 1743: «Vivo con muy pocas comodidades: mi dieta consiste en maíz hervido y comida rápida. Duermo en un colchón de paja, mi labor es sumamente difícil; y tengo poca experiencia de éxito para confortarme ... En esta debilidad corporal, no soy poco afligido por la necesidad de comida apropiada. No tengo pan, ni puedo conseguirlo. Es forzoso viajar diez o quince millas para conseguir pan; y a veces se pone mohoso y se agría antes de que lo coma, si consigo una cantidad considerable ... Pero por la bondad divina tengo alguna comida india de la que hago pequeños pasteles. Aún me siento contento con mis circunstancias, y dulcemente resignado a Dios».
Frecuentemente se perdía en los bosques. Su cabalgadura le era robada, o envenenada, o se le accidentaba. El humo del fogón hacía a menudo el cuarto intolerable a sus pulmones y tenía que salir al frío para recuperar su respiración, y entonces no podía dormir en toda la noche. Pero la lucha con penalidades externas, tan grande como era, no era su peor forcejeo. Él tenía una resignación asombrosa y aun parece que descansaba en muchas de estas circunstancias.
Él supo donde ellas encajaban en su acercamiento Bíblico a la vida: «Tales fatigas y penalidades sirven para desarraigarme más de la tierra; y, confío, me harán el cielo mucho más dulce. Al principio, cuando me exponía al frío o la lluvia, me consolaba con los pensamientos de disfrutar una casa cómoda, un fuego caluroso, y otros consuelos exteriores; pero ahora éstos tienen menos lugar en mi corazón (a través de la gracia de Dios) y miro más al consuelo de Dios. En este mundo espero tribulación; y ya no me parece extraño; me consuela pensar que podría ser peor; cuántas pruebas mayores han soportado otros hijos de Dios, y cuánto más se reserva todavía quizás para mí. Bendito sea Dios, él es mi consuelo en mis pruebas más agudas; pues ellas son asistidas frecuentemente con gran alegría».
Uno de los mayores dolores en ese tiempo era la soledad. Él cuenta cómo tenía que soportar la charla profana de los extraños: «¡Cuánto anhelaba que algún amado cristiano conociera mi dolor! La mayoría de las charlas que oigo son de escoceses o de indios. No tengo un compañero cristiano con quien desahogar mi corazón y compartir mis dolores espirituales, a quien pedir consejo conversando sobre las cosas celestiales, y con quien orar».
La cruz debía operar todavía fuertemente en el alma de Brainerd, y la prueba de fuego llegó el 14 de septiembre de 1743. Su Diario lo registra así: «Hoy hubiera obtenido mi título (hoy es el día de la graduación), pero Dios ha tenido a bien impedírmelo. Aunque temía que me abrumara de perplejidad e incertidumbre al ver a mis compañeros graduarse, Dios me ha ayudado a decir con calma y resignación: «Sea hecha la voluntad del Señor» Ciertamente, mediante la gracia de Dios, casi puedo decir que no había tenido tanta paz espiritual por mucho tiempo».
Poco después inició una escuela para niños indios y tradujo algunos de los Salmos. Luego fue reasignado a los indios a lo largo del río Delaware. En mayo de 1744 se estableció al noreste de Belén, Pennsylvania. Predicó durante un año en Delaware, y en 1745 hizo su primera gira de predicación a los indios de Crossweeksung, Nueva Jersey.
En este lugar, Dios manifestó un poder asombroso y trajo un despertar y bendición a los indios. Allí llegó el dulce amanecer después de una larga y oscura noche. Las escenas descritas por Brainerd en su Diario dan cuenta de una genuina obra del Espíritu Santo entre esos paganos: «Por la mañana platiqué con los indios en la casa en que estábamos alojados. Muchos de ellos estaban muy conmovidos y se les veía en gran manera emocionados, de modo que una pocas palabras daban lugar a que las lágrimas corrieran libremente, y producían muchos sollozos».
Al día siguiente escribe: «Prediqué sobre Isaías 53:3-10. Hubo una notable influencia que siguió a la exposición de la Palabra, y una gran emoción en la asamblea ... muchos estaban conmovidos; algunos ni podían estar sentados, sino que estaban echados en el suelo, como si se les hubiera atravesado el corazón, clamando incesantemente misericordia. ¡Era muy emocionante ver a los pobres indios, que unos días antes estaban vitoreando y gritando en sus fiestas idólatras y sus embriagueces, clamando ahora a Dios con una importunidad tal para ser acogidos por su querido Hijo!».
Al cabo de un año, había 130 personas en esa creciente asamblea de creyentes. Brainerd escribía el 19 de junio de 1746: «Hoy se completa un año desde la primera vez que prediqué a estos indios de Nueva Jersey. ¡Qué cosas tan asombrosas ha hecho Dios en este período de tiempo para esta pobre gente! ¡Qué cambio tan sorprendente aparece en su carácter y su conducta!».
¿Cuál era la clave del éxito de Brainerd con los indios? El amor. Si el amor es conocido por el sacrificio, entonces Brainerd amó. Pero si también es conocido por la compasión entonces Brainerd se esforzó en amar aún más. A veces él se fundió en amor. «Siento compasión por las almas, y lamento no tener aún más. Siento mucho más bondad, mansedumbre, ternura y amor hacia toda la humanidad, que nunca ...». «Sentí mucha dulzura y ternura en la oración, mi alma entera parecía amar a mis peores enemigos, y me fue permitido orar por aquéllos que son extraños y enemigos a Dios con un gran suavidad y fervor ...». «Sentí el calor que viene de Dios después de mi oración, sobre todo en la mañana, mientras iba cabalgando. Por la tarde, pude ayudar llorando a Dios por esos pobres indios; y después que me acosté, mi corazón continuó yendo a Dios por ellos. ¡Oh, bendito sea Dios que puedo orar!».
Pero otras veces se sentía vacío de afecto o compasión por ellos. Él se culpa por predicar a las almas inmortales con tan poco ardor y con tan poco deseo por su salvación. Él amaba, pero anhelaba amar aún más.
Enfermedad y sufrimientos
Toda la comunidad cristiana se trasladó de Crossweeksung a Cran-berry en mayo de 1746, para tener su propia tierra y pueblo. Brainerd permaneció con ellos hasta que estuvo demasiado enfermo para ministrar. En agosto de ese año escribía: «Habiendo tenido sudor frío toda la noche, tosí mucha materia sangrienta esta mañana, y estuve en gran desorden de cuerpo, y no poca melancolía». Y en septiembre: «Ejercitado con una tos violenta y una fiebre considerable, no tenía apetito de ningún tipo de comida; y frecuentemente devolvía lo comido, aun sobre mi propia cama, por causa de los dolores en mi pecho y espalda. Era capaz, sin embargo, de cabalgar por el pueblo unas dos millas, todos los días, y cuidar de aquéllos que estaban construyendo una pequeña vivienda para mí entre los indios».
A menudo su agonía le hacía odiar su propia maldad interior. «Siento en mi alma que el infierno de corrupción todavía permanece en mí». A veces, este sentido de indignidad era tan intenso que se sentía expulsado de la presencia de Dios. Él llamaba a menudo su depresión un tipo de muerte. Hay por lo menos 22 lugares en el Diario donde él anhelaba la muerte como una libertad de su miseria.
A los sufrimientos físicos se añadía su propensión natural a la melancolía y la depresión. Lo que más lo afectaba era que su dolor mental impedía su ministerio y su devoción. A veces él quedaba simplemente inmovilizado por los dolores y ya no podía trabajar. «Pocas veces he estado tan confundido sintiendo mi propia esterilidad e ineptitud en mi trabajo, que ahora. ¡Oh, qué muerto, desalentado, yermo, improductivo me veo ahora! Mi espíritu está abatido, y mi fuerza corporal tan agotada, que no puedo hacer nada en absoluto». Es asombroso cómo a menudo Brainerd siguió adelante con las necesidades prácticas de su trabajo a pesar de estas olas de desaliento.
En noviembre de 1746 Brainerd dejó Cranberry para pasar cuatro meses tratando de recuperarse en Elizabethtown. En marzo de 1747, Brainerd hizo una última visita a sus amigos indios y entonces viajó a casa de Jonathan Edwards en Northampton, Massachussets. Estando allí, en el mes de mayo de 1747, los doctores le dijeron que su mal era incurable y que no viviría mucho tiempo. En los últimos dos meses de su vida el sufrimiento era increíble.
«Fue el más grande dolor que haya soportado jamás, teniendo un tipo raro de hipo que me estrangulaba y me hacía vomitar». Edwards comenta que en la semana anterior a su muerte «me decía que era imposible concebir el dolor que sentía en su pecho. Manifestaba mucha preocupación para no deshonrar a Dios manifestando impaciencia bajo su extrema agonía; su dolor era tal que decía que el pensamiento de soportarlo un minuto más era casi insoportable. Y la noche antes de que él muriera dijo a quienes le acompañaban que morirse era cosa muy distinta a lo que las personas imaginaban».
Lo que impacta al lector de estos diarios no es sólo la severidad de los sufrimientos de Brainerd, sino sobre todo cuán implacable y constante era la enfermedad. Casi siempre estaba allí.
Brainerd estuvo solo gran parte de su ministerio. Sólo las últimas 19 semanas de su vida parecen haber estado endulzadas por la compañía de la delicada hija de Edwards, Jerusha, de 17 años, quien fue su fiel enfermera. Muchos especulan que hubo un profundo amor entre ellos, e, incluso un compromiso matrimonial. Pero lo cierto es que durante su ministerio él estuvo muy solo, y solamente podía derramar su alma delante de Dios. Pero Dios lo sostuvo y lo guardó en su camino.
Brainerd murió el 9 de octubre de 1747. Fue una corta vida, pero cuán fructífera: sólo veintinueve años; ocho de ellos como creyente, y sólo cuatro como misionero.
Ahora, ¿por qué la vida de Brainerd ha tenido tal impacto? Una razón obvia es que Jonathan Edwards tomó su Diario y lo publicó como ‘La vida de Brainerd’ en 1749. Pero, ¿por qué este libro nunca ha dejado de imprimirse? ¿Por qué John Wesley dijo: «Todo predicador debe leer cuidadosamente ‘La vida de Brainerd’»? ¿Por qué William Carey y Edwards consideraron ‘La Vida de Brainerd’ como un texto sagrado? Gideon Hawley, otro misionero, habló por muchos cuando escribió sobre sus esfuerzos como misionero en 1753: «Necesito grandemente algo más que humano para sostenerme. Leo mi Biblia y ‘La vida de Brainerd’, los únicos libros que traje conmigo, y de ellos obtengo mi apoyo».
¿Por qué ha tenido esta vida semejante impacto? La respuesta es que la vida de Brainerd es un testimonio real, poderoso de la verdad de que Dios puede y usa hombres débiles, enfermos, desalentados, abatidos, solitarios; santos que se esfuerzan, que claman a él día y noche, para lograr cosas asombrosas para su gloria.
La clave de su ministerio
Una de las razones por la cual la vida de Brainerd tiene tan poderosos efectos es que, a pesar de todos sus conflictos y cruel enfermedad, él nunca dejó su fe o su servicio. Le consumía la pasión por terminar su carrera y honrar a su Maestro, extender el reino y avanzar en la santidad personal.
Brainerd llamaba a su pasión por más santidad y más utilidad una clase de ‘grato dolor’. «Cuando realmente disfruto a Dios, siento más insaciable mi anhelo de él, y más inextinguible mi sed de santidad... ¡Oh, más santidad! ¡Oh, más de Dios en mi alma! ¡Oh, este grato dolor! Hace mi alma apurarse en pos de Dios... Oh, que yo no me rezague en mi carrera celestial!».
Él hizo suya la advertencia apostólica: «...aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos» (Efesios 5:16) Asumió el consejo: «No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos» (Gál. 6:9) Él se esforzó por ser, como Pablo dice, «...creciendo en la obra del Señor» (1 Cor. 15:58). «¡Oh, yo anhelaba llenar todos los momentos restantes para Dios! Sin embargo, mi cuerpo estaba tan débil y cansado; y yo quería estar toda la noche haciendo algo para Dios. A Dios el dador de estos refrigerios, sea gloria por siempre ...». «Mi alma fue refrescada y confortada, y yo no pude sino bendecir a Dios que me había habilitado en buena medida para ser fiel en el día pasado. ¡Oh, cuán dulce es ser gastado y usado por Dios!».
Entre los medios que Brainerd usó para buscar mayor santidad y utilidad, la oración y el ayuno fueron fundamentales. Leemos de él que pasaba días enteros en oración, u orando frecuentemente, a veces buscando una familia o un amigo para orar con ellos. Oraba para su propia santificación, oraba por la conversión y pureza de sus indios; oraba por el avance del reino de Cristo alrededor del mundo y sobre todo en América.
Una vez, visitando una casa de amigos, oró largamente con ellos: «Continué luchando con Dios en oración por mi querida manada pequeña; y sobre todo por los indios; así como por mis amados amigos en un lugar y otro; hasta que fue tiempo de ir a la cama, por no incomodar a la familia, ¡pero qué desagrado encontraba en consumir tiempo en el sueño!».
Y junto con la oración, Brainerd seguía la santidad y la utilidad de su servicio con el ayuno. Una y otra vez en su Diario cuenta de días ocupados ayunando. Ayunaba por guía cuando estaba perplejo sobre los próximos pasos de su ministerio. O simplemente ayunaba con la profunda esperanza de avanzar en su propia profundidad espiritual y utilidad para llevar vida a los indios. Cuando agonizaba en la casa de Edwards exhortaba a los ministros jóvenes que le visitaban a comprometerse en días frecuentes de oración y ayuno, por lo útil que esto era.
Asimismo, Brainerd ocupaba tiempo en el estudio y entremezclaba estas tres cosas. «Gasté gran parte del día escribiendo; pero entrelazaba la oración con mis estudios ...». «He ocupado este día en la oración, la lectura y en escribir; y disfruté alguna ayuda, sobre todo corrigiendo algunas ideas en cierto asunto». Siempre estaba escribiendo y pensando sobre temas espirituales.
La vida de Brainerd es una larga tensión agónica para redimir el tiempo, no cansarse en hacer el bien y crecer en la obra del Señor. Y lo que hace su vida tan poderosa es que él avanzó en esta pasión bajo los inmensos esfuerzos y penalidades que tuvo.
El legado de Brainerd
El legado de Brainerd lo recibió primera y directamente Jonathan Edwards, el gran pastor y teólogo de Northampton: «(Reconozco) con gratitud la graciosa dispensación de la Providencia para mí y mi familia permitiendo que él viniese a mi casa en su última enfermedad, y muriese aquí: para que nosotros tuviéramos oportunidad de conocerle y compartir con él, para mostrarle ternura en tales circunstancias, y para ver su conducta, oír sus discursos finales, recibir sus consejos, y para tener el beneficio de sus oraciones antes de morir».
Edwards dijo esto aun cuando debe haber sabido que el hecho de tener a Brainerd en su casa con esa enfermedad terrible costó la vida a su hija. Jerusha había cuidado a Brainerd durante las últimas semanas de su vida, y meses después que él murió, ella murió del mismo mal.
Como resultado del inmenso impacto de la ‘La vida de Brainerd’, escrita por Edwards, muchos misioneros famosos que testifican haber sido sostenidos e inspirados por la vida de Brainerd. Cuando Guillermo Carey leyó la historia de su vida consagró su vida al servicio de Cristo en las tinieblas de la India. Roberto McCheyne leyó su diario de vida y pasó su vida sirviendo entre los judíos. Enrique Martyn leyó su biografía y se entregó por completo para consumirse en un período de seis años y medio en el servicio de su Maestro en Persia. Andrew Murray solía decir del Diario de Brainerd: «¡Cómo estos ejemplos reprochan la falta de oración y la tibieza de la mayoría de las vidas cristianas!». Y recomendaba su lectura diciendo que sólo tres de sus páginas bastaban para influenciar positivamente a cualquier siervo de Dios.
¡Una vida tan joven, y tan hermosamente sacrificada en honor del Maestro!
Lo que David Brainerd escribió a su hermano, Israel, es para todos los cristianos de cualquier época un desafío: «Digo, ahora que estoy muriendo, que ni por todo lo que hay en el mundo habría yo vivido mi vida de otra manera».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 32 • Marzo - Abril 2005
PORTADA
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La historia de Samuel Rutherford.
El prisionero de Aberdeen
¿Quién fue Samuel Rutherford? ¿Qué importancia puede tener conocer a un personaje tan distante en la historia y en nuestra idiosincrasia? ¿Por qué se dice de él que fue un prisionero? Responder a estas preguntas significa contar una historia conmovedora que trasciende el tiempo y el espacio.
Su vida antes del exilio
Rutherford nació hacia el año 1600 cerca de Nisbet, Escocia. No se sabe mucho de su origen. Uno de sus biógrafos menciona que provenía de padres respetables, y otro, que vino de padres humildes pero honestos. Es probable que su progenitor se dedicara a actividades agrícolas y que tuviese un rango respetable en la sociedad, pues pudo dar a su hijo una educación superior.
En 1627 obtuvo un «Master of Arts» de la Universidad de Edimburgo, donde fue nombrado Profesor de Humanidades. Poco después fue ordenado pastor de la iglesia en Anwoth, una parroquia rural. Como tenía un verdadero corazón de pastor, trabajaba incesantemente por su rebaño. Se dice que Rutherford estaba «siempre orando, siempre predicando, siempre visitando enfermos, siempre enseñando, siempre escribiendo y estudiando». ¡Por supuesto, esto es posible cuando usted se levanta a las 3:00 cada mañana!
Sin embargo, sus primeros años en Anwoth, estuvieron llenos de pruebas y tristezas. A los cinco años de matrimonio, su esposa enfermó y murió un año más tarde. Dos hijos también murieron en este período. No obstante, Dios usó este tiempo de sufrimiento, que preparó a Rutherford para alentar a los afligidos.
La predicación de Rutherford era incomparable. Aunque no era buen orador, sus mensajes causaban gran impacto. Un comerciante inglés dijo de él: «Yo vine a Irvine, y oí a un bien dotado anciano de larga barba (Dickson), que me mostró el estado de mi corazón. Luego fui a St. Andrews, donde oí a un hombre dulce de majestuosa mirada (Blair), que me mostró la majestad de Dios. Después de él oí a un pequeño hombre justo (Rutherford), y él me mostró el encanto de Cristo».
En 1636 Rutherford publicó «Exercitationes Apologeticæ pro Divina Gratia» («Apología de la Gracia Divina»), un libro en defensa de las doctrinas de la gracia contra el arminianismo. Esto lo puso en conflicto con las autoridades de la Iglesia que eran dominadas por el Episcopado inglés. Fue llamado ante la Alta Corte, privado de su oficio ministerial y desterrado a la ciudad de Aberdeen.
Este exilio fue una penosa condena para el querido pastor. Era insufrible para él estar separado de su congregación. Sin embargo, aunque era severa e injusta la sentencia, no lo descorazonó. En una de sus cartas, escrita cuando se dirigía a Aberdeen, dice: «Voy al palacio de mi rey a Aberdeen; ni lengua, ni pluma, ni ingenio, pueden expresar mi gozo». Luego, al llegar a su destino, escribió: «No obstante ser esta ciudad mi prisión, con todo, Cristo hizo de ella mi palacio, un jardín de deleites, un campo y huerto de delicias».
Su vida después del exilio
En 1638, los forcejeos entre el Parlamento y el Rey en Inglaterra, y el Presbiterianismo vs. el Episcopado en Escocia culminaron en eventos importantes para Rutherford. En la confusión de los tiempos, él se aventuró fuera de Aberdeen y volvió a su querido Anwoth, tras 17 meses de confinamiento. Pero no fue por mucho tiempo. La Iglesia de Escocia tuvo una Asamblea General ese año, restaurando totalmente el Presbiterianismo al país. Además, designaron a Rutherford Profesor de Teología de St. Andrews, aunque él exigió que se le permitiera predicar por lo menos una vez a la semana.
La Asamblea de Westminster empezó sus famosas reuniones en 1643, y Rutherford fue uno de los cinco comisionados escoceses invitados a asistir a los procedimientos. Aunque a los escoceses no les fue permitido votar, ellos tuvieron una influencia que excedía lejos su número. Se piensa que Rutherford tuvo una gran influencia en el Catecismo Breve.
Durante este período en Inglaterra, Rutherford escribió su obra «Lex Rex» o «La Ley, el Rey». En este libro abogó por el gobierno limitado, y por las limitaciones sobre la idea general del derecho divino de los reyes.
Cuando la monarquía fue restaurada en 1660, era claro que el autor de «Lex Rex» tendría problemas. Cuando vino la convocatoria en 1661, fue acusado de traición, y se demandó su comparecencia ante el tribunal, pero Rutherford se negó a ir. El Señor le dio otra salida, pues lo llamó a su presencia. Desde su lecho de muerte, contestó a sus acusadores: «Yo debo atender mi primer citatorio; antes de que vuestro día llegue, yo estaré donde pocos reyes y grandes gentes van».
Rutherford murió el 20 de marzo de 1661, a los 61 años de edad. Sus últimas palabras fueron: «Gloria, gloria, mora en la tierra de Emanuel». En 1842 se levantó a su memoria un monumento en piedra, llamado «el monumento de Rutherford», en la granja de Boreland, en la parroquia de Anwoth, a un par de kilómetros de donde él predicaba.
Las cartas desde Aberdeen
Ahora bien, ¿qué de esta vida es lo que llega con más fuerza hasta nosotros 350 años después? No son sus logros académicos, ni su valor en la defensa de la recta doctrina. Lo que nos atrae es aquella brecha que se abrió en su corazón durante su encierro en Aberdeen, que dejó escapar tan grato olor de Cristo. Durante los 17 meses de su encierro, Rutherford tuvo sus labios sellados; no obstante, su corazón desbordó de buenas palabras.
En efecto, una caudalosa corriente de vida fluyó maravillosamente desde su palacio-prisión, a través de cerca de 219 cartas. Más tarde se agregaron otras 143 que fueron seleccionadas por su secretaria después de su muerte. En 1664 fueron publicadas bajo el pintoresco título: «Josué redivivo, o Cartas del Sr. Rutherford, divididas en dos partes». Sus cartas son consideradas hoy como un clásico cristiano, comparable a «El Peregrino», de Juan Bunyan. Desde aquella fecha, durante tres siglos, han sido publicadas en más de 30 ediciones diferentes, algunas de las cuales fueron reeditadas muchas veces.
Rutherford escribió otros libros. Uno de sus escritos teológicos le granjeó el ofrecimiento de la Cátedra de Teología en la Universidad de Utrecht. Pero tanto ésta como otras varias de sus obras han sido casi olvidadas; sin embargo el Señor permitió que Rutherford continuase viviendo hoy en un libro que él ni siquiera se propuso escribir: sus Cartas.
Un erudito cristiano ha dicho que la mayor parte de los libros de Rutherford tienen su recuerdo «solamente en el cementerio de la historia», y agrega: «Del ruido del mercado pasamos a la soledad reclusa e iluminada por las estrellas de aquellas cartas, las cuales la tradición cristiana, desde Baxter hasta Spurgeon, a una voz han proclamado como seráficas y divinas». Richard Baxter, «el principal de los eruditos protestantes ingleses», afirmó respecto de las Cartas de Rutherford: «Con excepción de la Biblia, el mundo nunca ha visto un libro como ese».
Para poder sentir realmente el peso de este comentario, es necesario recordar que Baxter concordaba con la teología arminiana, que fue precisamente el blanco de las críticas de Rutherford, y la causa de su confinamiento en Aberdeen. Richard Cecil, prominente cristiano del siglo XVIII, hizo el siguiente comentario sobre Rutherford: «Él es uno de mis clásicos favoritos; es realmente auténtico».
No podemos dejar de preguntar: ¿Cómo la correspondencia particular de este siervo del Señor fue conservada a través de los años? ¿Por qué motivo su formidable erudición jamás le proporcionó lo que sus cartas realizaron? La respuesta es simple: el Señor quiso preservarlas y no permitió que ellas desaparecieran.
La razón de fondo tiene algo que ver con el modo como nuestro Señor acostumbra tratar con sus siervos. Parece que fue del agrado del Señor usarlas para establecer una gran ilustración de esta verdad de oro: «Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros la vida» (2 Co.4:11-12).
La obra del Señor nunca fue hecha a medias. Si él permite que la muerte opere en otros, ¡ella va siempre acompañada por la «vida en nosotros»! Él planeó la prisión de Pablo en Roma, así como estas hermosas «Epístolas de la Prisión» para nosotros. Él dio a Juan la isla de Patmos, y, al mismo tiempo, nos dio la revelación de Jesucristo a través del último y grandioso libro de la Biblia. Él hizo que George Matheson, otro gran predicador escocés, quedase ciego; sin embargo, nosotros somos enriquecidos por sus bellos himnos. Oigamos las palabras de Matheson: «El calabozo de José es el camino para el trono de José. Tú no puedes alzar la carga de hierro de tu hermano si el hierro no ha penetrado en ti».
De la misma forma, si nuestro Señor no libró a Rutherford de la «muerte» y lo envió a Aberdeen, ¿puede alguien imaginar que el Señor rehusaría la «vida», no dándola a nosotros? A causa de la prisión de Rutherford, es verdad que su predicación de Cristo a ciertas congregaciones fue silenciada por algún tiempo, pero fue sólo para dar lugar a un ministerio de Cristo que viene siendo desde entonces una bendición y aliento para las generaciones del pueblo de Dios. El propio Rutherford, en una carta a su compañero de sufrimiento, Robert Blair, lo expresó certeramente: «El sufrimiento es el otro lado de nuestro ministerio, claramente el más difícil».
Extractos de una gran obra
Por razones de espacio, a continuación publicaremos sólo algunos extractos de sus cartas. Invitamos a nuestros lectores a aproximarse a tan único y espiritual clásico cristiano, a través de una lectura lenta, meditativa y con mucha oración, para ser tocados y atraídos por el mismo Amado que se reveló a aquel pobre prisionero de Cristo. Para que, además, lleguen a estar en condiciones de decir con Rutherford: «¡Oh, si viésemos la belleza de Jesús y presintiésemos la fragancia de su amor, correríamos a través del fuego y del agua para estar con él!».
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.Una revista para todo cristiano • Nº 31 • Enero - Febrero 2005
PORTADA
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G. Campbell Morgan demostró que Dios puede levantar a un gran maestro de la Biblia de un hombre sin un entrenamiento teológico formal.
El hombre de la Palabra
El inicio del siglo XIX produjo una gran riqueza de maestros de la Biblia que significó un nuevo giro en la recuperación del testimonio del Señor en la tierra. Entre ellos debe mencionarse a John Nelson Darby, William Kelly, George Muller, D. L. Moody, Hudson Taylor, Andrew Murray, y A. B. Simpson.
Luego, en el siglo XX, se agregaron otros tan notables como aquéllos: D. M. Panton, Jessie Penn Lewis, G. H. Lang, Evan Roberts, A. W. Tozer, Cyrus Scofield, T. Austin Sparks y Watchman Nee, que trajeron la obra del Señor a un nivel más alto. Es en este contexto que George Campbell Morgan tiene su lugar en la historia de la iglesia.
Semblanza
George Campbell Morgan nació el 9 de diciembre de 1863, en una granja de Tetbury, Gloucestershire, Inglaterra. Fue hijo de un piadoso ministro bautista de tradición puritana. Su casa trasuntaba verdadera piedad.
Morgan fue un niño enfermizo, incapaz de asistir a la escuela, por lo que tuvo que ser enseñado en casa. El resultado fue una sólida inclinación por el estudio que llevó durante toda su vida. Recluido en casa por largos períodos, solía entretenerse predicando a las muñecas de sus hermanas.
Cuando Morgan tenía 10 años de edad, el evangelista norteamericano D. L. Moody fue por primera vez a Inglaterra, y el efecto de su ministerio, más la dedicación de sus padres, dejó tal impresión en la vida del joven Morgan, que a los 13 años predicó su primer sermón. Dos años después, él ya predicaba regularmente en capillas rurales los domingos y festivos.
Sin embargo, a los 19 años, su mente se entrampó en las teorías del materialismo. Estudió filosofía, y mientras más leía, más preocupado se tornaba. Dejó su Biblia cerrada durante dos años en lo que él llamó el «eclipse» de su fe. Cuando llegó a los 21 años, estaba lleno de dudas. Entonces guardó con llave sus libros filosóficos en un armario, se compró una nueva Biblia y la leyó de principio a fin. Recordando esos años caóticos, Morgan escribió después: «La única esperanza para mí fue la Biblia... Dejé de leer libros sobre la Biblia y empecé a leer la Biblia misma. Allí vi la luz y fui devuelto al camino». Durante los siete años siguientes, él leyó sólo la Biblia, en total, más de 50 veces.
Entre 1883 y 1886, él enseñó en una escuela judía en Birmingham, de cuyo director, un rabino, aprendió a valorar la herencia de Israel.
Morgan trabajó con D. L. Moody y Sankey en su recorrido evangelístico por Gran Bretaña en 1883. En 1886, a los 23 años, dejó su profesión de maestro, y se consagró a tiempo completo al ministerio de la Palabra. Pronto su reputación como predicador y expositor de la Biblia abarcó Inglaterra y se extendió a los Estados Unidos. Fue ordenado como ministro congrega-cional en 1890, habiendo sido rechazado dos años antes por el Ejército de Salvación y por los metodistas wesleyanos, en su sermón de prueba. ¡Esta parece ser la suerte de muchos hombres de Dios, ser reprobados por los hombres, para ser vindicados después por Dios mismo!
En 1896, D. L. Moody lo invitó a dar una conferencia a los estudiantes del Instituto Bíblico Moody, en Estados Unidos. Ésta fue la primera de sus 54 travesías por el Atlántico para ministrar la Palabra. Tras la muerte de Moody en 1899, Morgan asumió el cargo de director de la Conferencia Bíblica de Northfield, que aquél había dirigido por muchos años. Los miles de convertidos por el ministerio de Moody necesitaban un maestro de la Biblia para fortalecer y profundizar su fe. Campbell Morgan llegó a ser ese maestro.
El método de Morgan era orar, a menudo brevemente, y luego estudiar la Escritura misma –tomándola en su pleno contexto– antes de iniciar los comentarios. Él nunca usó la pluma para hacer ninguna anotación sobre alguno de los libros de la Biblia antes de leerlo por lo menos 50 veces. Esto daba a su trabajo una extraordinaria frescura e inspiración. Él rara vez citaba a otros maestros de la Biblia, ni dependía de la luz que otros recibieron. Sus exposiciones bíblicas aun hoy resultan tan motivadoras e inspi-radoras, que uno no puede sino maravillarse de la luz que Morgan recibió de la Palabra.
En 1904, Campbell Morgan asumió la dirección de la congregación de la famosa Capilla de Westminster, conocida como «el bastión del no-conformismo» en Londres. La congregación estaba de capa caída por ese tiempo, y añoraba los viejos y dorados tiempos de Samuel Martin, quien la había pastoreado entre los años 1842 y 1878. El profundo conocimiento bíblico, y la presencia imponente de Campbell Morgan, además de su correctísima dicción, le hicieron muy pronto conocido. La Capilla de Westminster revivió. Pronto instituyó una escuela bíblica nocturna los viernes, que más tarde llegó a ser la Escuela de Teología de la Capilla de Westminster.
Poco después, Morgan estableció la Conferencia Bíblica Mundesley, una versión inglesa de la Northfield de Moody, que reunía anualmente a eminentes ministros y obreros cristianos de varias corrientes denominacionales y países. Mundesley llegó a ser una parte vital de la Capilla de West-minster.
Tras un largo pastorado, se retiró en 1916, debido a una debilitadora enfermedad, convirtiéndose luego en un predicador itinerante. En 1919 y 1932 realizó amplias giras evangelísticas y de predicación en Estados Unidos. Muchos miles de personas le oyeron predicar en casi cada estado y en Canadá. Durante un año (1927-1928) sirvió en la facultad del Instituto Bíblico de Los Angeles, y durante un año (1930-1931) fue un expositor de la Biblia en la Universidad de Gordon de Teología y Misiones en Boston. Entre 1929 y 1932 fue pastor de la Iglesia del Tabernáculo Presbiteriano en Filadelfia, Pennsylvania.
El atractivo de Morgan era asombroso. A menudo cuando él hablaba, las muchedumbres eran tan grandes que era necesario el control policial.
F. B. Meyer cuenta que cierta vez él compartió el púlpito con Campbell Morgan en la Conferencia de Northfield, y que la gente llegaba en tropel a escuchar las brillantes exposiciones de éste sobre las Escrituras. Meyer confesaría después que al principio tuvo envidia, pero luego encontró un maravilloso remedio: «La única manera por la cual yo pude conquistar mis emociones fue orando por Morgan cada día».
Más tarde, en 1933, Morgan habría de reasumir el pastorado de Westminster hasta el año 1943. Su vida terrenal de testimonio y servicio concluyó en mayo de 1945.
Un rico legado para la Iglesia
Campbell Morgan fue, durante toda su vida, fiel a su vocación: «Sólo hay una cosa que quiero hacer y no puedo evitarlo: predicar», solía decir. Expositivo en sus sermones, siempre se ciñó al texto bíblico y a él apeló en primera y última instancia.
Fue, además, un prolífico pero profundo de libros, folletos, tratados y artículos. Entre sus libros publicados en inglés se destacan: «Las Parábolas del Reino», los once volúmenes del «Púlpito de Westminster», «La Biblia analizada», en diez volúmenes, y «Una Exposición Completa de la Biblia».
En español se han publicado: «Principios básicos de la vida cristiana», «Profetas menores», «El discipulado cristiano», «Las enseñanzas de Cristo», «El Espíritu de Dios», «Evangelismo»; «El ministerio de la predicación», «Pedro y la Iglesia», «La perfecta voluntad de Dios», «El plan de Dios para las edades», «Principios básicos de la vida cristiana», «Los triunfos de la fe», y «El último mensaje de Dios al hombre», por la editorial CLIE, de España; y «Las cartas de nuestro Señor», «Jesús responde a Job», «El corazón de Dios: Oseas», «Grandes capítulos de la Biblia» (dos volúmenes), «¡Me han defraudado!: Malaquías», «Las Crisis de Cristo» (dos volúmenes), por la Editorial Hebrón, de Argentina.
Aunque no pueda atribuirse a G. Campbell Morgan la apertura de grandes verdades bíblicas, como hicieron otros grandes siervos de Dios, él expuso la Biblia con luz fresca y con una expresión muy peculiar.
Gracias a su inspiradora y vigorosa predicación, Morgan atrajo a miles a amar la Biblia a través de sus mensajes, y sus libros de reflexiones bíblicas son populares entre los buscadores del Señor aún en nuestros días. Los escritos de Campbell Morgan tienen una profunda visión, son únicos e incomparables en expresividad. El Señor Jesús le dio una revelación especial para traer al pueblo de Dios a la comunión con Él, siendo nutrido e iluminado a través de un conocimiento espiritual de la Biblia.
¡Que Dios levante, en el tiempo que resta, muchos Morgan, para que la Iglesia sea purificada «en el lavamiento del agua por la Palabra» (Efesios 5:26)!
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.Una revista para todo cristiano • Nº 30 • Noviembre - Diciembre 2004
PORTADA
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Una semblanza de Charles Henry Mackintosh (C. H. M.) – el conocido maestro de las Sagradas Escrituras.
Un escriba docto en el reino de los cielos
Sobre Charles Henry Mackintosh –conocido mundialmente por sus iniciales C. H. M.– no se conoce mucho. De hecho, no lo suficiente como para redactar una biografía. Pero ¿por qué intentaremos reunir algunos de los escasos datos acerca de su vida? Por una razón muy simple: él fue uno de los más grandes maestros de la Palabra en la historia de la Iglesia.
Aunque su vida estuvo rodeada por todo un enrarecido ambiente de grandes controversias y pasiones por asuntos de doctrina, se puede percibir en ella una genuina pasión por Cristo, y un inclaudicable amor por la Palabra escrita. Sus escritos rezuman tanta luz y claridad que han servido para alumbrar muchos corazones en las generaciones que han sucedido.
Nacimiento y primeras experiencias
Charles Henry Mackintosh nació en octubre de 1820, en Glenmalure Barracks, condado de Wicklow, Irlanda. Su padre fue capitán del regimiento de Highlanders, y su madre fue hija de Lady Weldon, cuya familia se había establecido en Irlanda desde hacía mucho tiempo. Cuando tenía 18 años, el joven Mackintosh fue despertado espiritualmente a través de la lectura de cartas que le escribía su devota hermana después de su conversión. Obtuvo la paz con Dios a través de la cuidadosa lectura del artículo de J. N. Darby Las operaciones del Espíritu, aprendiendo de él que «lo que nos da la paz con Dios es la obra de Cristo por nosotros, y no la obra de Cristo en nosotros».
A los 19 años de edad dejó la iglesia Anglicana para unirse a los Hermanos, en Dublín, donde J. G. Bellet ministraba con gran acierto. Por este tiempo, leía mucho la Palabra y se dedicó con fervor a varios estudios. Cuando tenía 24 años, abrió una escuela privada en Westport, y se entregó con entusiasmo a su labor docente. Sin embargo, pese a su profesión, siempre consideró a Cristo como el centro de su vida, y el servicio para Cristo constituía su principal preocupación.
Nace un periódico cristiano
Por el año 1853, tras 9 años de labor docente, renunció a su tarea docente por temor a que ella suplantara su servicio para Cristo como interés principal, al cual entonces, con el sostén del Señor, consagró su vida y se dedicó por entero al ministerio de la Palabra, tanto escrito como público.
Poco tiempo después de ingresar al ministerio, se sintió guiado a iniciar un periódico de edificación cristiana, del que continuó siendo redactor y editor por 21 años: Things New and Old (Cosas Nuevas y Viejas, en referencia a Mateo 13:52), en el que aparecieron publicados la mayoría de sus escritos. Con su acostumbrada claridad y energía, declaró en parte de su presentación: «Somos responsables de hacer que la luz alumbre por todos los medios posibles; de hacer circular la verdad de Dios por todos los medios, ya a través de las palabras de la boca, ya por medio de papel y tinta; ya en público, ya en privado, «a la mañana y a la tarde»; «a tiempo y fuera de tiempo»; debemos «sembrar junto a todas las aguas». En una palabra, ya sea que consideremos la importancia de la verdad divina, el valor de las almas inmortales o el terrible progreso del error y del mal, somos imperativamente llamados a estar de pie y a actuar, en el nombre del Señor, bajo la guía de su Palabra y por la gracia de su Espíritu».
Aunque era un hombre de carácter, siempre vivía en una atmósfera de profunda devoción, manifestando un ferviente amor no sólo por los hermanos, sino también por las almas perdidas. Un espíritu afable y cortés le caracterizaba, lo que hacía que evitara los conflictos y controversias, en tanto le fuera posible.
Sin embargo, no siempre se vio libre de ellos. En una carta a J. A. Trench, expresa de la siguiente manera la absurda lógica de las disputas doctrinales: «El alboroto que se ha hecho sobre la doctrina es para mí muy humillante. La verdad, que ha sido corriente entre nosotros durante cincuenta años, se ha transformado hoy en una materia de disputa. Me recuerda a dos hombres que discuten sobre la forma de un globo –uno está dentro, y el otro fuera. El primero sostiene que es cóncavo, y el otro resueltamente afirma que es convexo: ellos no ven que, para sacar una conclusión legítima, deben cesar sus disputas, y considerar ambos lados».
Sus obras cumbres
En cuanto a su ministerio, no hay registro de su ministerio oral, pero, sin duda, son sus Notas sobre el Penta-teuco la obra que marcó más profundamente su servicio. Todavía gozan de gran popularidad no sólo en sus varias ediciones en inglés, sino en muchos otros idiomas a los cuales han sido traducidas y siguen traduciéndose. Se ha dicho que si bien J. N. Darby fue el autor más prolífico de los «hermanos», las obras de C. H. M. son las que mayor número de veces han salido de la imprenta.
Sus escritos han sido de gran influencia en el mundo entero. Miles de cartas de agradecimiento llegaban de todo el mundo por tanta ayuda recibida en la comprensión de las Escrituras a través de su ministerio escrito, y especialmente en la comprensión de los tipos de los cinco libros de Moisés. Del mundo evangélico, Dwight L. Moody y C. H. Spurgeon reconocieron muy especialmente la ayuda recibida por los libros de Mackintosh, los que siempre recomendaban muy encarecidamente. De sus notas al Pentateuco, Spurgeon dijo que eran «preciosas y edificantes, grandemente sugestivas, aunque con las peculiaridades de su grupo».
Las «Notas sobre el Pentateuco» en inglés, aparecieron publicadas en seis volúmenes, comenzando con el Génesis, de 334 páginas, y concluyendo con dos volúmenes sobre el Deuteronomio de más de 800 páginas. El prefacio a cada volumen de las «Notas» fue escrito por su amigo y colaborador Andrew Miller, de quien se dice que fue el que le animó a escribir sus «Notas» y quien financió en su mayor parte su publicación. Miller dijo respecto de estas «Notas», que «presentan de una forma sorpren-dentemente completa, clara y frecuente la absoluta ruina del hombre en pecado y el perfecto remedio de Dios en Cristo». Efectivamente, Mackintosh escribía en un estilo notablemente claro, muy distinto de J. N. Darby, el cual le dijo en cierta oportunidad: «Usted escribe para ser entendido, yo solamente pienso sobre el papel».
Otra serie muy conocida de C. H. Mackintosh, y que fue también numerosas veces reeditada, son los Miscellaneous Writings (Escritos misceláneos), cuya primera edición apareció en 1898 en seis volúmenes que sobrepasan las 2500 páginas, los cuales consisten en una selección de artículos que escribió para el periódico «Things New and Old» (hoy en día se publican en un solo volumen de 908 páginas de doble columna). Desde entonces, la demanda por esta colección de escritos no ha cesado y han sido reimpresos una y otra vez hasta hoy.
En los «Miscellaneous Writings» encontramos unos excelentes comentarios de Mackintosh sobre la evangelización. En el volumen cuatro leemos de su artículo «La gran comisión», sobre Lucas 24:44-49, lo siguiente:
«Nuestro divino Maestro llama a los pecadores a arrepentirse y creer al Evangelio. Algunos nos quieren hacer creer que es un error llamar a personas «muertas en delitos y pecados» a hacer algo. ‘¿Cómo’ –arguyen– ‘pueden aquellos que están muertos, arrepentirse? Ellos son incapaces de cualquier movimiento espiritual: deben recibir primero el poder, antes de arrepentirse y creer.’
«¿Qué contestamos a esto?: Simplemente que nuestro Señor sabe más que todos los teólogos del mundo qué es lo que debe ser predicado. Él sabe todo acerca de la condición del hombre: su culpa, su miseria, su muerte espiritual, su falta total de esperanza, su total incapacidad de producir siquiera un solo pensamiento recto, de pronunciar una sola palabra justa, de hacer siquiera un acto de justicia. Sin embargo, Él llama a los hombres a arrepentirse. Y esto nos basta. No debemos ocuparnos en tratar de reconciliar aparentes discrepancias. Puede parecernos difícil reconciliar la completa incapacidad del hombre con su responsabilidad delante de Dios; pero Dios es su propio intérprete, y él hará que estas cosas resulten claras. Nuestro feliz privilegio, y nuestro deber irrenunciable, es creer lo que él dice, y hacer lo que él dispone. He aquí la verdadera sabiduría, la que da como resultado una sólida paz… Nuestro Señor predicó el arrepentimiento, y él mandó a sus apóstoles a predicarlo; y ellos lo hicieron de manera perseverante».
En la paz de Dios
Los últimos cuatro años de su vida residió en Cheltenham. Cuando, debido a la debilidad de su cuerpo ya no tenía más capacidad para ministrar en público, Mackintosh continuó escribiendo.
El 3 de abril de 1896, apenas siete meses antes de que el Señor se lo llevara, escribió desde Cheltenham: «Aunque ya no tengo más fuerzas para mantenerme erguido frente a mi escritorio, siento que debo enviarle unas afectuosas líneas para notificarle sobre la recepción de su amable carta del día 21 de este mes. Estoy inválido desde hace un año, confinado a estas dos habitaciones. Sigo pobre y bajo los cuidados del médico, padeciendo bronquitis, fatiga, asfixia y gran debilidad en todo mi cuerpo. Pero todo es divinamente justo. El Señor de toda gracia ha estado conmigo y me ha permitido comprender, de una manera muy notoria, la preciosidad y el poder de todo lo que he estado hablando y escribiendo por alrededor de 53 años. ¡Bendito sea su Nombre! Sé que sabrá disculpar este tan pobre fragmento, pues ya no tengo la capacidad de escribir demasiado…»
Su primer tratado, escrito en 1843, había versado sobre «la paz con Dios». Su último artículo, escrito en 1896, pocos meses antes de su partida a la presencia del Señor, se tituló: «La paz de Dios». ¡Qué hermoso significado de madurez espiritual! Hace recordar al apóstol Juan escribiendo primero su evangelio sobre «el amor de Dios», y al final sus epístolas sobre «el Dios de amor». El docto escriba de los Hermanos –pero más que eso, de la Iglesia– estaba preparado para partir.
Durmió en paz en el Señor el 2 de noviembre de 1896. Cuatro días después, una gran compañía de hermanos de muchos lugares se reunió para su entierro en el cementerio de Cheltenham. Fue sepultado al lado de su amada esposa, en la llamada ‘parcela de los Hermanos de Plymouth’, donde yacen los restos de muchos hermanos de ambas corrientes, exclusiva y abierta.
El Dr. Walter T. P. Wolston, de Edimburgo, habló durante el entierro, acerca de Abraham, Génesis 25:8-10, y de Hebreos 8:10. Luego, al dispersarse, los hermanos cantaron el bello himno de Darby:
Luminosos y benditos lugares,
donde el pecado ya no tiene entrada;
que ven un espíritu anhelante
quitado de la tierra,
donde nosotros aún peregrinamos.
.Una revista para todo cristiano • Nº 28 • Julio - Agosto 2004
PORTADA
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James Hudson Taylor fue uno de los misioneros más ampliamente usados en la historia de China. Durante sus 51 años de servicio allí, su «Misión al Interior de China» congregó a unos 125.000 creyentes.
Un regalo de Dios para China
James Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832 en un hogar cristiano. Su padre era farmacéutico en Barnsley, Yorkshire (Inglaterra), y un predicador que en su juventud tuvo una fuerte carga por China. Cuando Hudson tenía sólo cuatro años de edad, asombró a todos con esta frase: «Cuando yo sea un hombre, quiero ser misionero en China». La fe del padre y las oraciones de la madre significaron mucho. Antes de que él naciera, ellos habían orado consagrándolo a Dios precisamente para ese fin.
Sin embargo, pronto el joven Taylor se volvió un muchacho escéptico y mundano. Él decidió disfrutar su vida. A los 15 años entró en un banco local y trabajó como empleado menor donde, puesto que era un adolescente bien dotado y alegre, llegó a ser muy popular. Los amigos mundanos le ayudaron a ser burlón y grosero. En 1848 dejó el banco para trabajar en la tienda de su padre.
Conversión y llamamiento
Su conversión es una historia asombrosa. Una tarde de junio de 1849, cuando tenía 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde Hudson se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él. «Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales».
Sin embargo, a poco andar, Hudson empezó a sentirse descontento con su estado espiritual. Su «primer amor» y su celo por las almas se había enfriado. En una tarde de ocio de diciembre de 1849 se retiró para estar solo. Ese día derramó su corazón delante del Señor y le entregó su vida entera. «Una impresión muy honda de que yo ya había dejado de ser dueño de mí mismo se apoderó de mí, y desde esa fecha para acá no se ha borrado jamás». Poco tiempo después, sintió que Dios le llamaba para servir en China.
Desde entonces su vida tomó un nuevo rumbo, pues comenzó a prepararse diligentemente para lo que sería su gran misión. Adaptó su vida lo más posible a lo que pensaba que podría ser la vida en China. Hizo más ejercicios al aire libre; cambió su cama mullida por un colchón duro, y se privó de los delicados manjares de la mesa. Distribuyó con diligencia tratados en los barrios pobres, y celebró reuniones en los hogares.
Comenzó a levantarse a las cinco de la mañana para estudiar el idioma chino. Como no tenía recursos para comprar una gramática y un diccionario –muy caros en ese tiempo– estudió el idioma con la ayuda de un ejemplar del Evangelio de Lucas en mandarín. También empezó el estudio del griego, hebreo, y latín.
En mayo de 1850 comenzó a trabajar como ayudante del Dr. Robert Hardy, con quien siguió aprendiendo el arte de la medicina, que había comenzado con su padre. Sabía de la escasez de médicos en China, así que se esmeró por aprender. En noviembre del año siguiente, tomó otra decisión importante: para gastar menos en sí mismo y poder dar más a otros, arrendó un cuarto en un modesto suburbio de Drainside, en las afueras del pueblo. Aquí empezó un régimen riguroso de economía y abnegación, oficiando parte de su tiempo como médico autonombrado, en calles tristes y miserables. Se dio cuenta que con un tercio de su sueldo podía vivir sobriamente. «Tuve la experiencia de que cuanto menos gastaba para mí y más daba a otros, mayor era el gozo y la bendición que recibía mi alma».
La fe es probada
Sin embargo, por este tiempo Hudson Taylor tuvo una dolorosa experiencia. Desde hacía dos años conocía a una joven maestra de música, de rostro dulce y melodiosa voz. Él había alentado la esperanza de un idílico y feliz matrimonio con ella. Pero ahora ella se alejaba. Viendo que nada podía disuadir a su amigo de sus propósitos misioneros, ella le dijo que no estaba dispuesta a ir a China. Hudson Taylor quedó completamente quebrado y humillado. Por unos días sintió que vacilaba en su propósito, pero el amor de Dios lo sostuvo. Años más tarde diría: «Nunca he hecho sacrificio alguno». No habían faltado los sacrificios, es verdad, pero él llegó a convencerse de que el renunciar a algo para Dios era inevitablemente recibir mucho más. «Un gozo indecible todo el día y todos los días, fue mi feliz experiencia. Dios, mi Dios, era una Persona luminosa y real. Lo único que me correspondía a mí era prestarle mi servicio gozoso».
Entre tanto, la carga por la evangelización de China se hacía cada vez más fuerte en su corazón. A su madre le escribía: «La tarea misionera es la más noble a que podamos dedicarnos. Ciertamente no podemos ser insensibles a los lazos humanos, pero ¿no debemos regocijarnos cuando hay algo a lo que podemos renunciar por el Salvador? ¡Oh, mamá, no te puedo decir cómo anhelo ser misionero... Piensa, madre mía, en los doce millones de almas en China que cada año pasan a la eternidad sin Aquel que murió por mí!... ¿Crees que debo ir cuando haya ahorrado suficiente para el viaje? Me parece que no puedo seguir viviendo si no se hace algo por China».
Pero había algunas consideraciones –aparte del dinero para el viaje– que aún lo detenían. Él sabía que en China no tendría ningún apoyo humano, sino sólo Dios. No dudaba que Dios no fallaría, pero ¿y si su fe fallaba? Sentía que debía aprender, antes de salir de Inglaterra, «a mover a los hombres, por medio de Dios, sólo por la oración». Así que decidió ejercitar su fe, y estar así preparado para lo que vendría. Muy pronto encontró la manera de hacerlo.
Su patrón le había pedido que le recordara cuándo era el tiempo en que debía pagarle su sueldo trimestral, pero él se propuso no recordárselo, sino orar para que Dios lo hiciera. De esa manera vería la mano de Dios moverse en respuesta a su oración. Pero al llegar la fecha, el patrón lo olvidó. Como aún le quedaba una pequeña moneda, y no tenía mayor necesidad, siguió orando sin decirle nada a su patrón. Ese domingo un hombre muy pobre fue a buscarlo porque su esposa agonizaba. Allí comprobó que esa familia con cinco niños tristes, y la madre con un bebé de tres días en sus brazos, se moría de hambre.
En su corazón él deseaba haber tenido su moneda convertida en sencillo para darle algo, sin quedar en blanco. Para el día siguiente, él mismo no tenía qué comer. Mientras intentaba alentar a la familia, su corazón le reprochaba su hipocresía e incredulidad. Les hablaba de un Padre amoroso que cuidaría de ellos, pero no creía que ese mismo Padre pudiera cuidar de él, si es que entregaba todo su dinero. Su oración le pareció falsa y vacía. Cuando ya se retiraba, el hombre le rogó: «Ya ve usted la situación en que estamos, señor. Si puede ayudarnos, ¡por amor de Dios hágalo!» Entonces Hudson sintió que el Señor le recordaba las palabras: «Al que te pida, dale». Así que, obedeciendo con temor, metió la mano en el bolsillo y le dio su única moneda. «Recuerdo bien que esa noche, al regresar a mi cuarto, el corazón lo sentía tan liviano como el bolsillo. Las calles desiertas y oscuras retumbaban con un himno de alabanza que no pude contener.»
A la mañana siguiente, mientras desayunaba lo último que le quedaba, le llegó una carta. Venía sin remitente y sin mensaje. En ella sólo venía un par de guantes de cabritilla. Y en uno de ellos había una moneda ¡de cuatro veces el valor de la que había regalado! Esa moneda lo salvó de la emergencia, y le enseñó una lección que nunca olvidaría. Sin embargo, el doctor seguía sin recordar su compromiso, así que siguió orando. Pasaron quince días, pero nada.
Desde luego, no era la falta de dinero lo que más lo mortificaba, pues podía obtenerlo con sólo pedirlo. El asunto era: ¿Estaba en condiciones de ir a China o su falta de fe le sería un estorbo? Y ahora surgía un nuevo elemento de preocupación. El sábado por la noche debía pagar el arriendo de su pieza, y no tenía dinero. Además, la dueña de la pieza era una mujer muy necesitada. El sábado en la tarde, poco antes de terminar la jornada semanal, el doctor le preguntó: «Taylor, ¿es ya el tiempo de pagarle su sueldo?». Él le contestó, con emoción y gratitud al Señor, que hacía algunos días ya había vencido el plazo. El médico le dijo: «Ah, qué lastima que no me lo recordara. Esta misma tarde mandé todo el dinero al banco. Si no, le hubiera pagado en seguida.»
Muy turbado, esa tarde Hudson tuvo que buscar refugio en el Señor para recuperar la paz. Esa noche, se quedó solo en la oficina, preparando la palabra que debería compartir al día siguiente. Esperaba que el llegar esa noche a su cuarto, ya la señora estuviese acostada, así no tendría que darle explicaciones. Tal vez el lunes el Señor le supliera para cumplir su compromiso.
Era poco más de las diez de la noche, y estaba por apagar la luz e irse, cuando llegó el médico. Le pidió el libro de cuentas, y le dijo que, extrañamente, un paciente de los más ricos había venido a pagarle. El doctor anotó el pago en el libro y estaba por salir, cuando se volvió y, entregando a Hudson algunos de los billetes que acababa de recibir, le dijo: «Ahora que se me ocurre, Taylor, llévese algunos de estos billetes. No tengo sencillo, pero le daré el saldo la próxima semana».
Esa noche, antes de irse, Hudson Taylor se retiró a la pequeña oficina para alabar al Señor con el corazón rebosante. Por fin, supo que estaba en condiciones para ir a China.
El sueño comienza a cumplirse
En otoño de 1852, se trasladó a Londres, donde se matriculó como estudiante de medicina en uno de los grandes hospitales. Aunque la Sociedad para la Evangelización de China (CES por sus iniciales en inglés) le ayudó sufragándole parte de sus gastos, él continuó dependiendo en todo lo demás directamente del Señor. Cuando solamente tenía 21 años de edad, y aún no había acabado sus estudios, se le abrió inesperadamente la puerta, por lo que tuvo que embarcarse para Shanghai a la brevedad.
Desde China habían llegado informes de que el líder revolucionario de los Taiping solicitaba misioneros para la propagación del evangelio, que él mismo había abrazado tiempo atrás. Así que la CES decidió enviar a Hudson Taylor, esperando enviar a otro misionero un poco más adelante. Taylor se embarcó en Liverpool en septiembre de 1853, en el buque de carga Dumfries, llevando en su equipaje mucha de literatura en idioma chino para distribuir. Nunca olvidaría el grito desgarrador de su madre al verlo partir. Allí en la nave, era el único pasajero. Fue un viaje tempestuoso; en dos ocasiones estuvieron a punto de naufragar. La navegación se calmó cerca de Nueva Guinea. El capitán se desesperó cuando una corriente los llevaba rápidamente hacia los arrecifes de la costa, donde los caníbales les esperaban con fogatas encendidas. Taylor y otros se retiraron a orar y el Señor envió una fuerte brisa que los puso a salvo. Arribaron a Shanghai en marzo de 1854, tras seis largos meses de navegación. ¡El viaje normalmente tomaba cuarenta días!
Hudson Taylor no estaba preparado para la guerra civil que encontró a su arribo. La revolución había comenzado a degenerarse rápidamente. Muchos de los líderes rebeldes habían abrazado el cristianismo sólo por motivos políticos. «No conocían mucho del espíritu cristiano y no manifestaban ninguno». El destino de Taylor era Nanking, en el norte, pero sólo pudo establecerse en Shanghai, donde fue acogido por el doctor Lockhart. A su alrededor había miseria, violencia y muerte. Sus ojos se inflamaron, sufrió dolores de cabeza y pasaba mucho frío. En su gracia, Dios permitía que desde el principio estuviera rodeado de muchas dificultades, para así prepararlo en las tareas que habría de enfrentar más adelante.
Pese a estas dificultades, en los dos primeros años que estuvo Hudson Taylor en China, realizó diez viajes misioneros desde Shanghai, en pequeñas embarcaciones que servían a la vez de albergue. Con la llegada del misionero Parker pudo realizar una labor más amplia, distribuyendo 1800 Nuevos Testamentos y más de 2.000 tratados y folletos. Poco después, sin embargo, los Parker se trasladaron a Ningpo y él se quedó solo.
En parte para explorar lugares de futura residencia y también para evitar los senderos de los nacionalistas, Hudson Taylor realizó un viaje por el Yangtze en barco. Visitó 58 pueblos, de los cuales sólo siete habían visto a un misionero alguna vez. Predicó, removió tumores y distribuyó libros. A veces, las personas huían de él, o le lanzaban barro y piedras. Su aspecto occidental, cómico y carente de dignidad para los chinos, distraía continuamente a las audiencias. Esto le llevó a tomar una decisión radical, que habría de hacerle acepto a los chinos, pero casi abominable a los ingleses: Se vistió a la usanza china, con la cabeza rasurada por el frente y con el cabello de la parte posterior tomado en una larga trenza. Desde ese día, pudo realizar la obra con mayor eficacia.
En octubre de 1855 dejó Shanghai para ir a Tsungming, una gran isla en la desembocadura del Yangtze, con más de un millón de habitantes y ningún misionero. Allí fue muy bien recibido por la gente, en parte por sus labores médicas. Sintió que ése sería un buen lugar para establecerse y volvió a Shanghai para reabastecerse de medicamentos, recolectar cartas y proveerse con ropa de invierno. Sin embargo, las autoridades le ordenaron abandonar Tsungming, pues los doctores locales se quejaron porque estaban perdiendo su negocio a causa del doctor extranjero. Además, según los acuerdos binacionales, los extranjeros sólo podían morar en los puertos, y no en el interior del país. Estas seis semanas en la isla fueron su primera experiencia en el «interior».
En este tiempo, Hudson Taylor habría de hallar un motivo de mucho gozo y compañerismo cristiano. Conoció a William Burns, un evangelista escocés, con quien congenió en seguida, pese a la disparidad de sus edades. Burns era un hombre muy eficaz en la Palabra y de mucha oración. Durante siete meses trabajaron juntos con mucho provecho. Pronto, Burns se dio cuenta que su compañero lograba un mayor acercamiento a la gente, así que él también decidió rasurarse y vestirse como ellos.
En febrero de 1856, ambos fueron llamados a Swatow, 1.500 kilómetros al sur. Tras 4 meses de servicio allí, y pese a las muchas dificultades, Dios bendijo su trabajo, así que pensaron establecerse en ese lugar. Burns pidió a Taylor que fuese a Shanghai a buscar su equipo médico, que les era de gran necesidad. Cuando éste llegó encontró que casi todos sus suministros médicos habían sido destruidos accidentalmente en un incendio. Entonces vino la penosa noticia de que Burns había sido arrestado por las autoridades chinas y enviado hasta Cantón, y que a él se le prohibía regresar a Swatow. «Esos meses felices fueron de inexpresable gozo y consuelo para mí. Nunca tuve un padre espiritual como el Sr. Burns. Nunca había conocido una comunión tan segura y tan feliz. Su amor por la Palabra era una dicha, y su vida santa y reverente, y su constante comunión con Dios hicieron que su compañerismo satisficiera las ansias más profundas de mi ser».
Poco después, Swatow estuvo en el ojo del huracán, a causa de la guerra anglo-china, por lo que Hudson Taylor pudo comprobar que todas las circunstancias son ordenadas por Dios para favorecer a los que le aman.
Taylor decidió quedarse en Ning-po, donde el doctor Parker había establecido un hospital y un dispensario farmacéutico. Por ese tiempo, Hudson Taylor había quedado casi en la indigencia. Le habían robado su catre de campaña, ropa, dos relojes, instrumentos quirúrgicos, su concer-tina, la fotografía de su hermana Amelia y una Biblia que le había dado su madre. Además, la CES estaba en bancarrota. Había tenido que conseguir dinero para pagar a sus misioneros, así que Hudson se vio impelido a renunciar, por motivos de conciencia. «Para mí era muy clara la enseñanza de la Palabra de Dios «No debáis a nada nada»... Lo que era incorrecto para un solo cristiano, ¿no lo era también para una asociación de cristianos?... Yo no podía concebir que Dios era pobre, que le faltaban recursos, o que estaba renuente a suplir la necesidad de cualquier obra que fuera suya. A mí me parecía que, si faltaban los fondos para una determinada obra, entonces hasta allí, en esa situación, o en ese tiempo, no podría ser la obra de Dios». El paso de fe de renunciar al sueldo de la Sociedad, lo llenó de gratitud y gozo. Desde entonces, confiaría solamente en Dios para su sustento.
Noviazgo y matrimonio
En Ningpo, una nueva familia, los Jones, había llegado y la comunidad misionera era ferviente en espíritu. Una vez a la semana ellos cenaban en la escuela dirigida por la Srta. Mary Ann Aldersey, una dama inglesa de 60 años, reputada por ser la primera mujer misionera en China. Ella tenía dos jóvenes ayudantes, Burella y María, hijas de Samuel Dyer, uno de los primeros misioneros en China.
El día de Navidad de 1856, el grupo misionero tuvo una celebración donde comenzó una amistad entre Hudson y María. Esta joven era muy agraciada y simpática, además de una ferviente cristiana. Muy pronto compartieron los mismos anhelos y aspiraciones de santidad, de servicio y acercamiento a Dios, y aun la indumentaria oriental que llevaba Taylor. Taylor tuvo que cumplir una importante misión en Shanghai, pero le escribió a María pidiéndole formalizar un compromiso. Obligada por la Srta. Aldersey –que menospreciaba al joven– María se negó.
Ante esto, ambos se abocaron a la obra del Señor, y oraron. Más tarde, al comprobar que el sentimiento mutuo persistía, decidieron pedir la autorización al tutor de ella, que vivía en Londres. Tras cuatro largos meses de espera, llegó la respuesta favorable. El tutor se había enterado en Londres de que Hudson Taylor era un misionero muy promisorio. Todos los que le conocían daban buen testimonio de él. Así, con todo a favor, decidieron comprometerse públicamente en noviembre de 1857. En enero de 1859, poco después de que María cumpliera los 21 años, se casaron y se establecieron en Ningpo. «Dios ha sido tan bueno con nosotros. En realidad, ha contestado nuestras oraciones y ha tomado nuestro lugar en contra de los fuertes. ¡Oh, que podamos andar más cerca de él y servirle con mayor fidelidad!».
El trabajo en el grupo continuó. John Jones fue el pastor, María dirigió la escuela de niños mientras el pequeño grupo de Taylor en Ningpo continuó la obra misionera en la gran ciudad inconversa. Por este tiempo se convirtió un chino, presidente de una sociedad idólatra, que gastaba mucho tiempo y dinero en el servicio de sus dioses. Luego de escuchar la Palabra por primera vez dijo: «Por mucho tiempo he estado en busca de la verdad, sin encontrarla. He viajado por todas partes, y no he podido hallarla. No he podido encontrar descanso en el confucianismo, el budismo ni en el taoísmo. Pero ahora sí he encontrado reposo para mi alma en lo que hemos oído esta noche. De ahora en adelante soy creyente en Jesús». En seguida fue un fiel testigo de Cristo entre sus antiguos compañeros.
Un día le preguntó a Taylor: «¿Cuánto tiempo han tenido las Buenas Nuevas en su país?». «Algunos centenares de años», le respondió Hudson algo vacilante. «¿Cómo dice? ¿Centenares de años? Mi padre buscaba la verdad y murió sin conocerla. ¡Ah! ¿Por qué no vino antes?». Ese fue un momento doloroso para Hudson Taylor, que jamás pudo borrar de su conciencia, y que profundizó en él su ansia de llevar a Cristo a aquellos que aún podían recibirlo.
El tratado de Tientsin, en 1860, dio nuevas libertades a los misioneros. Por fin se había abierto la puerta de entrada a las provincias del interior. Por ese tiempo, el doctor Parker tuvo que dejar sus labores en el hospital y en dispensario que dirigía, y Hudson Taylor se vio constreñido a tomar también esa responsabilidad. Los nuevos creyentes chinos se ofrecieron para colaborar y, contra todo lo humanamente esperado, la atención mejoró, los recursos no faltaron, y aun se comenzó a respirar en el ambiente la vida de Cristo. En los nueve meses siguientes hubo 16 pacientes bautizados, y otros 30 se incorporaban a la iglesia.
Un paréntesis necesario
Sin embargo, la salud de Taylor se quebrantó gravemente, tanto, que un descanso parecía ser su única esperanza de vivir. Así que dejaron Shanghai, llegando a Inglaterra en noviembre, 1860, siete años después de que él había partido para China. Vivieron en Bayswater, donde nació su primer hijo varón, Herbert, en abril de 1861 (Grace había nacido el año anterior). Comprendiendo que no podría volver tan pronto, Hudson emprendió varias tareas. Primero, la revisión del Nuevo Testamento de Ningpo, por petición de la Sociedad Bíblica. Luego, la reanudación de sus estudios de medicina. La atención, a la distancia, de la obra en Ningpo, y la realización de reuniones con juntas misioneras denominacionales, instándoles a asumir la evangelización del interior de China. Esta última tarea era la que más le urgía; sin embargo, aunque por todas partes lo escuchaban con simpatía, pronto quedó de manifiesto que ninguna de ellas estaba dispuesta a asumir la responsabilidad por tan grande empresa.
Por petición del redactor de una revista denominacional, Hudson comenzó a escribir una serie de artículos para despertar el interés en la Misión en Ningpo, el que más tarde se transformó en un libro. Con el mapa de China en una pared de su pieza, Hudson oraba y soñaba con una evangelización a fondo por todas las provincias de ese gran país. La oración llegó a ser la única forma en que pudo aliviar la carga de su alma.
Poco a poco, empezó a brillar una luz en su espíritu. Ya que todas las puertas se cerraban, tal vez Dios quería usarlo a él para contestar sus propias oraciones. ¿Qué pasaría si él buscara sus propios obreros, y fuera con ellos? Pero su fe también parecía flaquear ante tamaña empresa. Por el estudio de la Palabra aprendió que lo que se necesitaba no era un llamamiento emocional para conseguir apoyo, sino la oración fervorosa a Dios para que él enviara obreros. El plan apostólico no era conseguir primero los medios, sino ir y hacer la obra, confiando en Dios.
Sin embargo, sentía que su fe aún no llegaba a ese punto. Pronto la convicción de su propia culpabilidad se agudizó más y más, hasta llegar a enfermar. Pero he aquí que Hudson Taylor tuvo una experiencia que habría de cambiar la historia.
Un día, un amigo le invitó a Brighton para pasar unos días junto al mar. El domingo fue a la reunión de la iglesia, pero el ver a la hermandad que, despreocupada, se gozaba en las bendiciones del Señor, no lo pudo soportar. Le pareció oír al Señor hablarle de las «otras ovejas» allá en China, por cuyas almas nadie se interesaba. Sabía que el camino era pedir los obreros al Señor. Pero una vez que Dios los enviase, ¿estaba él en condiciones de guiarlos y hacerse cargo de ellos? Salió apresuradamente para la playa, y se puso a caminar por la arena.
Allí Dios venció su incredulidad y él se entregó enteramente a Dios para ese ministerio. «Le dije que toda responsabilidad en cuanto a los resultados y consecuencias tendría que descansar en Él; que como siervo suyo a mí me correspondía solamente obedecerle y seguirle; a Él le tocaba dirigir, cuidar y cuidarme a mí y a aquellos que vendrían a colaborar conmigo. ¿Debo decir que en seguida la paz inundó mi corazón?»
Allí mismo le pidió a Dios 24 obreros, dos para cada una de las provincias que no tenían misionero, y dos para Mongolia. Escribió la petición en el margen de la Biblia que llevaba y regresó a casa, lleno de paz.
Muy pronto Dios habría de comenzar a ordenar el escenario para contestar esta petición.
(Continuará)
.Una revista para todo cristiano • Nº 29 • Septiembre - Octubre 2004
PORTADA
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James Hudson Taylor fue uno de los misioneros más ampliamente usados en la historia de China. Durante sus 51 años de servicio allí, su «Misión al Interior de China» llevó 849 misioneros al servicio y entrenó a unos 700 obreros chinos. He aquí la 2ª parte, y final, de su vida.
Un regalo de Dios para China (2ª Parte)
Resumen de la Primera Parte
Hudson Taylor nació el 21 de mayo de 1832, en Inglaterra. A los 17 años de edad entregó su vida al Señor y sintió el llamado a servir como misionero en China. Tras una esforzada y solitaria preparación, viajó a ese país, donde sirvió en la Sociedad para la Evangelización de China. Allí realiza numerosos viajes evangelísticos, se casa con María Dyer, y asume la dirección de un Hospital. Sin embargo, tras siete años de servicio, y debido a su excesivo trabajo, su salud se deteriora, así que tiene que viajar de vuelta a Inglaterra. En su país se ocupa en la revisión del Nuevo Testamento Ningpo, de completar sus estudios de medicina, y de instar a las juntas misioneras denominacionales a asumir la evangelización del interior de China. Sin embargo, ninguna estaba en condiciones de acometer tan grande tarea.
Debido a esto, Hudson Taylor se sumió en una profunda crisis emocional. Mientras trataba de recuperarse en Brighton, junto al mar, finalmente decide ponerse en las manos del Señor para asumir él mismo el desafío, para lo cual le solicita 24 obreros, dos para cada provincia china y para Mongolia. Hudson Taylor tenía 33 años.
Nace la Misión al Interior de China
Muy pronto la casa de los Taylor en Inglaterra comenzó a llenarse de candidatos. La publicación del libro «La necesidad espiritual y las demandas de China» ayudó a despertar el interés por la obra de Dios en ese país. Sin embargo, las peculiaridades de la nueva Misión (denominada «Misión al Interior de China») alejaba a muchos, porque ella no solicitaba dinero, ni aseguraba un sueldo a sus misioneros. Pese a esto fue tal la respuesta, que hubo que avisar que cesaran las donaciones, porque las necesidades estaban cubiertas.
El 26 de mayo de 1866 Hudson Taylor salió con el primer grupo de 16 colaboradores rumbo a China. Este primer viaje no estuvo exento de peripecias, pues estuvieron a punto de naufragar en más de una oportunidad. Pero, gracias a Dios, llegaron sanos y salvos, y se establecieron en Hang-chow. Al año siguiente la familia Taylor vivió una profunda tristeza por la partida de su hija Gracie, de ocho años; sin embargo, la obra se extendía rápidamente por el Gran Canal hacia el interior.
Hudson Taylor enfrentó por ese tiempo otras pruebas muy fuertes. Una fue el motín de Yangchow, en que estuvo a punto de perder la vida, y otro, el descrédito que sufrió a manos de algunos miembros de su propio equipo, quienes regresaron a Inglaterra y lograron desanimar a algunos colaboradores. Debido a esto hubieron de enfrentar algunas estrecheces económicas, pero fue entonces que se manifestó la fidelidad de un conocido hombre de Dios: George Müller. Su nombre se había hecho conocido, pues sostenía por la sola fe y la oración, sin aportes fijos ni solicitar fondos, un orfanato de unos dos mil niños y niñas. Müller no sólo tenía carga por los huérfanos de Inglaterra, sino también por la evangelización en China, y así lo hizo notar en muchas ocasiones. Con sus oraciones, sus cartas y sus aportes, muchas veces infundió ánimo a los misioneros a la distancia. Las contribuciones de Müller durante los años siguientes alcanzaron la no despreciable suma de casi diez mil dólares anuales, ¡pese a que necesitaba mirar al Cielo diariamente por el sustento de sus propios huerfanitos!
La gran experiencia espiritual
En septiembre de 1869 Hudson Taylor entró en una experiencia espiritual que marcó su vida, y de la cual habría de compartir a muchos durante sus años siguientes. Él la llamó de la «vida canjeada». Poco antes había estado muy desanimado, por la falta de comunión con su Señor, y por la escasez de frutos, y no sabía cómo podría mejorar. Pero la llegada de una carta de su amigo Juan McCarthy en que le contaba su propia experiencia, gatilló en él la solución tan anhelada. ¿En qué consistió? En ver, a partir de Juan capítulo 15, cómo permanecer en Cristo, y recibir de él la fuerza necesaria para una vida victoriosa. Después de esto, Hudson Taylor fue otro hombre. ¡Aquella fue una experiencia que sería capaz de resistir todos los embates del tiempo! (Ver artículo «El secreto espiritual de Hudson Taylor», pág. 74).
Pruebas y expansión
Pronto se acercaban, sin embargo, algunas experiencias familiares aún más dolorosas que las ya vividas. En medio de una época muy agitada en la vida de China –la matanza de Tientsin– el matrimonio Taylor tuvo que separarse del resto de sus hijos para enviarlos a Inglaterra para su educación. Y poco después, en julio de 1870, muere un hijo recién nacido y, a los pocos días, María Dyer, quien contaba apenas con treinta y tres años. En estas circunstancias, Hudson Taylor tuvo que echar mano más que nunca el consuelo procedente de sus experiencias espirituales.
«¡Cuánta falta me hacía mi querida esposa y las voces de los niños tan lejos allá en Inglaterra! Fue entonces que comprendí por qué el Señor me había dado ese pasaje de las Escrituras con tanta claridad: ‘Cualquiera que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás’. Veinte veces al día, tal vez, al sentir los amagos de esa sed, yo clamaba a él: ‘¡Señor, tú prometiste!’ Me prometiste que jamás tendría sed otra vez’ Y ya fuera de noche o de día, ¡Jesús llegaba prestamente a satisfacer mi corazón dolorido! Tanto fue así que a veces me preguntaba si mi amada estaría gozando más de la presencia del Señor allá, que yo en mi cuarto, solitario y triste». Al año siguiente, Taylor tuvo severos dolores del hígado y del pulmón, y muchas veces tuvo dificultades para respirar. Sin embargo, junto a cada dolor físico había el profundo consuelo de una vivencia más íntima con Cristo.
La renuncia del matrimonio Berger, que dirigía la Misión en Inglaterra, obligó a Taylor a viajar a ese país en 1872. Allí, en los próximos quince meses, organizó un Consejo de apoyo a la Misión, mientras oraban intensamente en reuniones realizadas en su casa. F. W. Baller, un joven creyente que llegó a ser después un íntimo colaborador, escribió lo siguiente cuando le vio por primera vez en una de esas reuniones: «El Sr. Taylor inició la reunión anunciando un himno, y sentándose al armonio, dirigió el canto. Su aspecto no era muy imponente. Era pequeño de estatura y hablaba en voz baja. Como todo joven, quizá yo asociaba la importancia con la bulla y buscaba mejor presencia de un líder. Pero cuando dijo «oremos», y procedió a dirigir la oración, cambié de opinión. Nunca había oído a nadie orar así. Había una sencillez, una ternura, una audacia, un poder que me subyugó y me dejó mudo. Me di cuenta que Dios le había admitido en el círculo íntimo de comunión con él».
Cierto día, parado frente al mapa de China, Taylor se volvió hacia unos amigos que le acompañaban y dijo: «¿Tienen fe ustedes en pedir conmigo a Dios dieciocho jóvenes que vayan de dos en dos a las nueve provincias que aún quedan por evangelizar?». La respuesta fue afirmativa; así que allí mismo, tomados de las manos delante del mapa, se pactaron con toda seriedad para orar diariamente por los obreros que se necesitaban.
Poco después, de regreso en China, Taylor pudo comprobar con tristeza que la obra trastabillaba. En vez de hacer planes para su adelanto, apenas pudo atender lo necesario para robustecer lo que había. En esa circunstancia, su nueva esposa, Jenne Faulding, prestaba una gran ayuda. Al cabo de unos nueve meses pudo visitar cada centro y cada punto de predicación de la Misión. La obra cobró nueva fuerza.
Nuevos sueños
Un día lo siguió un anciano hasta donde él alojaba y le dijo: «Me llamo Dzing, y tengo una pregunta que me atormenta: ¿Qué voy a hacer con mis pecados? Nuestro maestro nos enseña que no hay un estado futuro, pero encuentro difícil creerlo… ¡Ah Señor! De noche me tiro en la cama a pensar. De día me siento solitario a pensar. Pienso, y pienso, y pienso más, pero no sé qué hacer con mis pecados. Tengo setenta y dos años. No espero terminar otra década. ¿Puede usted decirme qué debo hacer con mis pecados?». Esta conversación, más el ver las multitudes en las grandes ciudades sin testimonio de Dios, produjo en Hudson Taylor una nueva urgencia por más obreros. En una de sus Biblias escribió: «Le pedí a Dios cincuenta o cien evangelistas nacionales y otros tantos misioneros como sean necesarios para abrir los campos en los cuatro Fus y cuarenta y ocho ciudades Hsien que están aún desocupados en la provincia de Chekiang. Pedí en el nombre de Jesús». Era el 27 de enero de 1874.
Poco después le fue entregada a Taylor una carta que traía una donación de 800 libras «para la obra en provincias nuevas». ¡La carta había sido enviada aún antes de que Taylor escribiera su petición en la Biblia!
Sin embargo, un llamado urgente desde Inglaterra por parte de la Srta. Blatchley –que estaba a cargo de los niños– lo obligó a viajar de inmediato. Luego supo que ella había muerto. Allí en Inglaterra le sobrevino una grave enfermedad a la columna, a causa de una caída que había tenido poco antes de salir de China. Como consecuencia, estuvo paralizado de sus piernas, totalmente postrado.
Allí, solo, en su lecho de dolor –su esposa estaba lejos atendiendo otras necesidades–, con la carga de la inmensa obra sobre su corazón y con poca esperanza de volver a caminar, surgió, sin embargo, el mayor crecimiento para la Misión al Interior de China. En 1875 publicó un folleto titulado: «Llamamiento a la oración a favor de más de 150 millones de chinos», en el cual solicitaba la cooperación de dieciocho misioneros jóvenes que abrieran el camino. En poco tiempo se completó el número solicitado, y él mismo, desde su lecho, comenzó a enseñarles el idioma chino. ¿Cómo explicaba Taylor las extrañas circunstancias en que se dio esta expansión? «Si yo hubiera estado bien (de salud) y pudiera haberme movido de un lugar a otro, algunos hubieran pensado que era la urgencia del llamamiento que yo hacía y no la obra de Dios lo que había enviado a los dieciocho a China».
Las formas cómo el Señor proveía para las necesidades para la Misión eran variadas y asombrosas. Cierta vez viajaba con un noble amigo ruso que le había escuchado hablar. «Permítame darle una cosa pequeña para su obra en China», le dijo, extendiéndole un billete grande. Taylor, pensando que tal vez se había equivocado, le dijo: «¿No pensaba darme usted cinco libras? Permítame devolverle este billete, pues es de cincuenta». «No puedo recibirlo», le contestó el conde no menos sorprendido. «Eran cinco libras lo que pensaba darle, pero seguramente Dios quería que le diera cincuenta, de manera que no puedo tomarlo otra vez.» Al llegar a casa, Taylor halló que todos estaban orando. Era fecha de enviar otra remesa para China, y aún faltaban más de 49 libras. ¡Ahí entendió Taylor por qué el conde le había dado 50 libras y no 5!
Durante los próximos años, los pioneros de la Misión viajaron miles de kilómetros por todas las provincias del interior. Sin embargo, lo mucho que ellos hacían era, en verdad, tan poco comparado con los millones de chinos que diariamente morían sin Cristo. Taylor se percató de que la única manera de alcanzar a toda China era incorporando al servicio a los mismos chinos. «Yo miro a los misioneros (extranjeros) como el andamio alrededor de un edificio en construcción; cuanto más ligero pueda prescindirse de él, tanto mejor».
El desbordamiento
En 1882 Taylor oró al Señor por setenta misioneros, los cuales Dios fielmente proveyó en los tres años siguientes, con su respectivo sustento. El reclutamiento de los Setenta trajo una gran conmoción en toda Inglaterra, notificando a todo el pueblo cristiano de la gran obra que Dios estaba realizando en China. Otros conocidos siervos de Dios, como Andrew Bonar y Charles Spurgeon, se sumaron al apoyo a la Misión.
Cuatro años más tarde, Taylor da otro paso de fe, y pide al Señor cien misioneros. Ninguna Misión existente había soñado jamás en enviar nuevos obreros en tan gran escala. En ese tiempo, la Misión tenía sólo 190 miembros y pedirle a Dios un aumento de más del cincuenta por ciento ¡era algo impensable! Sin embargo, durante 1887, milagrosamente, seiscientos candidatos venidos de Inglaterra, Escocia e Irlanda, se inscribieron para enrolarse. Así, el trabajo de la Misión se esparció por todo el interior del país según era el deseo original de Taylor. ¡Al final del siglo XIX, la mitad de todos los misioneros del país estaban ligados a la Misión!
En octubre de 1888, Taylor visita Estados Unidos, donde fue recibido afectuosamente en Northfield por D. L. Moody, desde donde emprendió el regreso a China, pero no solo: le acompañaban 14 jóvenes misioneros más, procedentes de Estados Unidos y Canadá.
Durante los próximos años, Taylor vio extenderse su ministerio a todo el mundo. Compartió su tiempo visitando América, Europa y Oceanía, reclutando misioneros para China. Fueron los años del desbordamiento espiritual, que ahora se extendía por todos los confines de la tierra.
Un carácter transformado
El carácter de Taylor había alcanzado una gran semejanza con su Maestro. He aquí el testimonio de un ministro anglicano que le hospedó: «Era él una lección objetiva de serenidad. Sacaba del banco del cielo cada centavo de sus ingresos diarios – ‘Mi paz os doy’. Todo aquello que no agitara al Salvador ni perturbara su espíritu, tampoco le agitaría a él. La serenidad del Señor Jesús en relación a cualquier asunto, y en el momento más crítico, era su ideal y su posesión práctica. No conocía nada de prisas ni de apuros, de nervios trémulos ni agitación de espíritu. Conocía esa paz que sobrepuja todo entendimiento, y sabía que no podía existir sin ella… Yo conocía las ‘doctrinas de Keswick, y las había enseñado a otros, pero en este hombre se veía la realidad, la personificación de la ‘doctrina Keswick’, tal como yo nunca esperaba verlo».
La lectura de la Biblia era para él un deleite y un ejercicio permanente. Un día, cuando ya había pasado los setenta años, se paró, Biblia en mano, en su hogar en Lausanne, y le dijo a uno de sus hijos: «Acabo de terminar de leer la Biblia entera por cuarentava vez en cuarenta años». Y no sólo la leía, sino que la vivía.
En abril de 1905, a la edad de 73 años, Taylor hizo su último viaje a China. Su esposa Jennie había fallecido, y él había pasado el invierno en Suecia. Su hijo Howard, que era médico, acompañado de su esposa, decidieron acompañar a Taylor en este viaje. Al llegar a Shangai, él visitó el cementerio de Yangchtow, donde estaba sepultada su esposa María y cuatro de sus hijos.
Mientras recorrían las ciudades chinas, Howard pudo comprobar el gran amor que todos le dispensaban a su padre, y también conocer cuál era el secreto de su prodigiosa vida espiritual. Para Taylor, el secreto estaba en mantener la comunión con Dios diaria y momentáneamente. Y esto se podía lograr únicamente por medio de la oración secreta y el alimentarse de la Palabra. Pero ¿cómo obtener el tiempo necesario para estos dos ejercicios espirituales? «A menudo, cuando tanto los viajeros como los portadores chinos habían de pasar la noche en un solo cuarto (en las humildes posadas chinas), se tendían unas cortinas para proveer un rincón aislado para nuestro padre, y otro para nosotros.
Y luego, cuando el sueño había hecho presa de la mayoría, se oía el chasquido de un fósforo y una tenue luz de vela nos avisaba que Hudson Taylor, por más cansado que estuviera, estaba entregado al estudio de su Biblia en dos volúmenes que siempre llevaba. De las dos a las cuatro de la madrugada era el rato generalmente dedicado a la oración – el tiempo cuando podía estar seguro de que no habría interrupción en su comunión con Dios. Esa lucecita de vela ha sido más significativa para nosotros que todo lo que hemos leído u oído acerca de la oración secreta; esto significaba una realidad – no la prédica, sino la práctica».
Después de haber recorrido todas las misiones establecidas por él, Hudson Taylor se retiró a descansar una tarde de junio de 1905, y de este sueño despertó en las mansiones celestiales.
***
.Una revista para todo cristiano • Nº 27 • Mayo - Junio 2004
PORTADA
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Semblanza de George Müller, el conocido hombre de oración alemán, que hizo una portentosa obra para Dios entre los huérfanos en Inglaterra.
Padre de huérfanos
Abigail era la hija más pequeña de una pareja de padres que temían a Dios. Su primera oración infantil fue dicha en las rodillas de George Müller, el gran hombre de fe del siglo XIX. Un día, la pequeña, que tenía sólo 3 años de edad, le dijo: «Me gustaría que Dios respondiese mis oraciones de la misma forma que responde las suyas». «Él responderá», fue la respuesta inmediata de Müller. Tomando a la pequeña en su regazo él repitió la promesa de Dios: «Todo cuanto pidieres en oración, creed que lo recibisteis, y lo recibiréis». «Ahora, Abbie, ¿qué es lo que deseas pedir a Dios?». «Yo quiero lana», dijo ella. Entonces él, juntando las manos en actitud de oración, dijo: «Ahora, repite lo que yo voy a decir: «Por favor, Dios, manda lana para Abbie» – «Por favor, Dios, manda lana para Abbie», repitió la niña, y saltando, corrió para jugar, perfectamente satisfecha. De repente ella volvió, y, subiendo a sus rodillas, dijo: «Por favor, Dios, manda en colores variados».
Al día siguiente ella se llenó de gozo y alegría al recibir una caja que vino por el correo, con una gran cantidad de ovillos de lana de colores variados. Su profesora, que estaba fuera realizando una visita, encontró los ovillos de lana y pensó que a su alumna podrían gustarles.
Primeros años
George Müller fue uno de los mayores hombres de oración de toda la historia. Andrew Murray escribió sobre él: «Del mismo modo que Dios colocó al apóstol Pablo como un ejemplo en su vida de oración para los cristianos de todos los tiempos, así también puso a George Müller, en tiempos más recientes, como una prueba para Su iglesia, de que él continúa respondiendo siempre la oración, en forma literal y maravillosa».
Nació en Alemania en el año 1805, y su juventud estuvo marcada por la maldad y el despilfarro. De niño tuvo una fuerte inclinación por el engaño y el robo, razón por la cual llegó a estar encarcelado durante veinticinco días.
En noviembre de 1825 conoció al Señor en una sencilla reunión en una casa, a la cual, sorprendentemente, se hizo invitar por un amigo cristiano. Desde entonces comienza a manifestarse un profundo vuelco en su manera de ser y de vivir, aunque no sin severas pruebas y fracasos. Su padre quería hacerle pastor luterano, pero él quería hacerse misionero. Cinco veces se ofreció para enrolarse, pero cada vez hubo obstáculos en el camino, permitidos por el Señor. Finalmente solicitó su admisión en la «Sociedad Londinense para la Evangelización de los Judíos». Fue aceptado, y se trasladó a Londres en marzo de 1829, aunque nunca llegó a ejercer allí.
Por ese tiempo había comenzado un despertar entre muchos creyentes, quienes a la luz del Nuevo Testamento habían decidido separarse de los sistemas denominacionales y reunirse en sencillez solamente como hijos de Dios. Este fue el principio de lo que se conoció más tarde como el movimiento de los «Hermanos de Plymouth». En Inglaterra, George Müller conoció a A. N. Groves y Henry Craik, que tuvieron una gran influencia en su vida.
Su «segunda conversión»
En julio de 1829, cuatro años después de su conversión, mientras estaba en el pueblo de Teignmouth reponiéndose de una enfermedad, George Müller tuvo una experiencia espiritual que nunca olvidaría. Allí escuchó a alguien predicar. He aquí su testimonio: «Aunque no me hubiese agradado del todo lo que habló, pude ver una gravedad y solemnidad en él, diferente de los demás. A través de este hermano, el Señor me concedió una gran gracia, por la cual tengo motivos para engrandecerle por toda la eternidad. Dios comenzó a mostrarme que sólo la Palabra de Dios debe ser nuestra regla de juicio en las cosas espirituales; que ella sólo puede ser explicada por el Espíritu Santo, y que en nuestros días, igual que en los primeros tiempos, él es el Maestro de su pueblo. Yo no comprendía experimentalmente el oficio del Espíritu Santo hasta esa época. No había visto que el Espíritu Santo, solo, nos puede enseñar respecto de nuestro estado natural, mostrarnos nuestra necesidad del Salvador, habilitarnos a creer en Cristo, explicarnos las Escrituras, ayudarnos a predicar, etc.»
«Entender este punto en particular fue, en principio, lo que tuvo un gran efecto sobre mí, pues el Señor me habilitó para ponerlo en práctica, dejando de lado comentarios, y casi todos los otros libros, y simplemente leer la Palabra de Dios y estudiarla. El resultado de eso, fue que la primera noche en que me encerré en mi cuarto para entregarme a la oración y a la meditación de las Escrituras, aprendí en pocas horas más de lo que había aprendido durante los últimos meses. Pero la mayor diferencia fue que recibí fuerza verdadera en mi alma, al hacerlo de aquella manera».1
«A más de eso, agradó al Señor conducirme a observar un patrón de devoción más alto que el que había tenido anteriormente. Me condujo, en parte, a ver lo que es mi gloria en este mundo, también a ser pobre y despreciable con Cristo. Regresé a Londres mucho mejor de mi cuerpo. En cuanto a mi alma, el cambio fue tan grande, que fue como una segunda conversión».
Al año siguiente, George Müller decidió establecerse en Teignmouth, donde fue invitado a hacerse cargo de una pequeña congregación. Habiendo visto la necesidad de depender enteramente de Dios para su mantenimiento, renunció al pequeño sueldo que recibía. Ese mismo año contrae matrimonio con Mary Groves, hermana de A. N. Groves. Juntos se aventuran a una vida de fe, vendiendo las propiedades que tenían, para depender enteramente de Dios.
La obra en Bristol
Dos años más tarde, Henry Craik recibió una invitación para ir a Bristol a celebrar reuniones, y éste invitó a George Müller para que le ayudara. La predicación fue tan bien recibida, que los hermanos les invitaron para que se fueran a vivir a Bristol. Así el Señor conducía las cosas para lo que habría de ser el mayor servicio en la vida de Müller. La obra allí en Bristol experimentó un extraordinario crecimiento. En un ambiente de fe sencilla y celo fervoroso, ajeno a las tradiciones humanas y a la mundanalidad, estos dos ministros se ejercitaron en la fe para un servicio posterior de más amplias dimensiones.
En 1834 fundaron la Institución de Conocimientos Escriturales con el fin de fundar escuelas, distribuir las Escrituras y apoyar los esfuerzos misioneros.
Pero la obra magna fue la que Müller realizó entre los huérfanos. Influido por la biografía de A. H. Francke, de Alemania, y corroborado por su propia experiencia de haber vivido dos meses en la Casa de Huérfanos de Halle, le vino al corazón el procurar hacer algo por los niños hambrientos y harapientos de Bristol. Una experiencia muy triste vivida en una de las escuelas de la institución, y la dirección que le daba la Palabra del Salmo 81: 10, «...abre tu boca que yo la llenaré», apuraron la realización de ese anhelo.
Así fue como en diciembre de 1835, luego de someter el proyecto a un grupo de hermanos, se concretó la idea, arrendándose una casa para atender a un grupo de niñas. Al año siguiente se arrendó una segunda casa para niños pequeños, y una tercera para niños más grandes. Los primeros colaboradores en esta obra ofrecieron incluso sus muebles personales y su servicio gratuito.
George Müller pensaba que si él, siendo un hombre pobre, y sin pedir nada a nadie sino a Dios, podía conseguir los medios suficientes para abrir y mantener una casa de huérfanos, habría un testimonio concreto de que Dios contesta las oraciones de su pueblo. Debido a la demanda de cupos, pronto se hizo evidente que sería necesario tener casas propias, construidas expresamente para tal propósito.
Como respuesta a la oración, desde el 10 de diciembre de1845, se empezaron a suceder los donativos. Así fue como pronto se compraron los terrenos –a un precio muy rebajado– y se comenzó la construcción. El 18 de junio de 1849, los trescientos niños que a esa fecha eran atendidos, se fueron a su nueva casa, ubicada en el distrito de Ashley Down. Ocho años después, en noviembre de 1857, se inauguró la segunda casa, para la recepción de cuatrocientos huérfanos más. Pero eso no fue todo. En marzo de 1862 se abrió la tercera, con capacidad para cuatrocientos cincuenta niños. En noviembre de 1868 se inauguró la cuarta, y en enero de 1870, la quinta. En total, los cinco edificios tenían una capacidad para más de 2.000 niños y niñas. No se trataba de construcciones livianas, levantadas como de emergencia, sino de piedra, muy sólidas, que fueron capaces de sortear el paso de los años.
Veinticinco años pasaron entre la construcción de la primera y la última casa, lo cual demuestra que no fue obra de un solo impulso generoso, ni de precipitación, sino de paciente espera en Dios, venciendo los obstáculos y allanando las dificultades por medio de la oración.
Un botón de muestra
La fe de George Müller y de sus colaboradores tuvo muchas ocasiones de ser probada en el orfanato. ¡Cómo no, si vivían por fe día tras día! Entre las variadas experiencias vividas, hay algunas que no pueden dejar de mencionarse.
Cierta vez no había nada para ofrecer a los niños al desayuno. Los niños se sentaron en torno a las mesas como de costumbre. Allí estaban los platos y los jarros, pero no había nada en ellos. Entonces Müller dijo: «Daremos gracias a Dios por lo que vamos a recibir». No bien habían terminado de orar, cuando sonó un aldabazo en la puerta. Un lechero mayorista había tenido un accidente, rompiéndose una de las ruedas de su vagón, frente a la puerta del orfanato, por lo cual había entendido que debía entregar la leche a los niños. Mientras descargaban la leche, llegaron unos carritos de la panadería más selecta de Bristol, con un mensaje que decía que toda la hornada de pan de la noche anterior, por cierto descuido, no tenía la hermosa presentación de costumbre, así que la donaban a los niños. Así fue cómo, con muy poco retraso, los niños recibieron aquel día su desayuno ¡y en abundancia!
Algunas veces le preguntaban a Müller: «¿Por qué no toman el pan a crédito? Ya que el orfanato es obra del Señor, ¿no pueden ustedes confiar en él que provea los medios necesarios para pagar la cuenta al fin del trimestre?». Parecía una buena pregunta, pero Müller tenía una mejor respuesta para ella: «Dios no sólo suplirá lo necesario, sino que lo hará en el tiempo preciso: ¿Por qué confiar en Dios para el fin del trimestre y no confiar en él AHORA? Además, apoyarse en un crédito no significa en ninguna manera el fortalecimiento de la fe; y todavía más, la palabra dice: «No debáis a nadie nada». Aceptar crédito para los alimentos sería negar el objeto fundamental de las casas de huérfanos, que es mostrar delante de todo el mundo y delante de la iglesia entera, que aun en estos días malos, el Dios vivo está pronto para ayudar, consolar y socorrer en respuesta a las oraciones de los que en él confían. No necesitamos apartarnos de él para seguir a nuestros semejantes o recurrir a los métodos del mundo».
Un retrato doméstico
Para ser mejor conocido, George Müller necesitaba ser visto en su vida doméstica simple y diaria. A. T. Pierson, en su libro «George Müller de Bristol» relata así: «Fue mi privilegio encontrarlo frecuentemente en el departamento Nº 3, que era el suyo, en el orfanato. Su cuarto era de tamaño medio, bien ordenado, pero modestamente amueblado, con mesa y sillas, sofá, escritorio, etc. Su Biblia casi siempre estaba abierta como un libro del cual él hacía continuamente uso.
Su aspecto era alto y delgado, siempre vestido con buen gusto, y muy erguido, sus pasos eran firmes y fuertes. Su semblante, en reposo, podría haber sido considerado como severo, si no fuese por la sonrisa que tan habitualmente iluminaba sus ojos y se movía en sus facciones, y que dejó sus impresiones en las líneas de su rostro. Su estilo era de simple cortesía y dignidad espontánea: nadie en su presencia se sentiría como insignificante, y había sobre él un cierto aire de autoridad y majestad indescriptible que hacía recordar la de un príncipe y, sin embargo, mezclado con todo esto, había una simplicidad muy similar a la de un niño, que incluso hacía que ellos se sintieran cómodos con él. En su hablar nunca perdió el acento extranjero, y siempre hablaba con articulación lenta y medida, como si una doble guardia estuviese colocada en la puerta de sus labios. Con él, ese miembro indomable, la lengua, era domesticada por el Espíritu Santo y él tenía aquella marca que Santiago llama de un «varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo».
Aquellos que lo conocieron sólo un poco y lo vieron sólo en sus momentos serios, podrían haberlo considerado destituido de esa cualidad peculiarmente humana, el humor. Su hábito era la sobriedad, pero él gustaba de un chiste que fuese libre de toda mancha de impureza y que no poseyera alguna ofensa a otros. Para aquellos que conocía mejor y amaba, él mostró su verdadero yo, en sus arranques jocosos – como cuando en Ilfracombe, escalando con su esposa y unos amigos los cerros que daban vista al mar, él caminó un poco adelante y se sentó a descansar, y entonces, cuando ellos recién se habían sentado, se levantó y calmadamente dijo: «Muy bien, ya tuvimos un buen descanso, prosigamos».
Ninguna cosa era estimada por él como insignificante e indigna de ser presentada al Señor. Su amigo más antiguo, Robert C. Chapman, de Barnstaple, contó al escritor el siguiente y sencillo incidente: En sus primeros años de su amor a Cristo, visitando a un amigo y viendo que arreglaba su pluma (de escribir), le dijo: Hermano H..., ¿usted ora a Dios cuando arregla su pluma? La respuesta fue: Sería bueno si yo lo hiciese, pero no puedo decir que lo hago». El hermano Müller respondió: «Yo siempre oro, y así arreglo mi pluma mucho mejor».
El servicio a Dios era para él una pasión. En el mes de mayo de 1897, él fue persuadido de tomarse en Huntly un pequeño descanso de su constante servicio diario en el orfanato. En la tarde que llegó dijo: «¿Qué oportunidad hay aquí para trabajar para el Señor?» Cuando se le dijo que él acababa de salir del trabajo continuo y que aquel era un tiempo para descansar, respondió que, estando ahora libre de sus labores habituales, él sentía que debería estar ocupado de alguna otra forma en servir al Señor, para glorificar a aquel quien era su objetivo en la vida. Entonces se organizaron reuniones y él predicó tanto en Huntly como en Teignmouth.
Un viejo sueño cumplido
Cuando George Müller tenía 70 años de edad, el Señor le concedió el deseo que había albergado en su juventud de ser misionero, y con creces. El 26 de marzo de 1875 emprendió la primera de varias giras por el mundo. El orfanato lo había dejado en buenas manos, las de su yerno James Wright y su hija Lydia. En total realizó doce extensas giras entre sus 70 y sus 87 años de edad, comenzando por Inglaterra, siguiendo por Europa, América, Asia Menor (incluyendo Palestina), Rusia, Australia y el lejano Oriente. Se calcula que durante esos diecisiete años dirigió la palabra a más de tres millones de personas, habiendo hablado entre cinco mil y seis mil veces. Recorrió 42 países, cubriendo más de 320.000 kilómetros y ejerciendo una influencia imposible de estimar. 2
En sus viajes misioneros, George Müller mostró una gran firmeza en cuanto a las verdades que había aprendido en sus estudios de las Escrituras, pero también una actitud de generosidad para todos los que se mostraban sinceros creyentes en el Señor Jesús. No se resignaba a aceptar las divisiones hechas por los hombres, ni tampoco quería ocupar un terreno sectario. De acuerdo con los principios apostólicos, reconocía como «hermanos» a todos los salvados por la fe en Jesucristo, no aceptando nombres denominacionales. Él pensaba que la unidad de la iglesia se obtiene por el reconocimiento del nombre del Señor como suficiente. «Cristianos», «santos», «hermanos», «discípulos», son nombres aplicables por igual a todos los que han experimentado el poder regenerador del Espíritu Santo. Así pues, en sus relaciones con los demás cristianos era firme en sus convicciones acerca de la verdad, pero amoroso para con los que no habían recibido la misma luz que él.
Arthur T. Pierson recuerda una conversación que tuvo con George Müller aprovechando una de las giras de éste por Estados Unidos. Por aquel tiempo, A. T. Pierson sustentaba el punto de vista de que el evangelio debe primero promover la salvación de toda la raza humana y solamente entonces el Señor volverá para reinar. Esto lo expuso a Müller, y lo hizo con habilidad. Éste lo oyó en silencio, en su postura acostumbrada, con los ojos vueltos hacia el piso y las manos entre las rodillas. Al final del argumento él dijo: «Querido hermano, oí todo lo que usted acaba de decir sobre el asunto. Hay solamente un error: no tiene base en la Palabra de Dios». Entonces abrió la Biblia y durante dos horas mostró lo que la Palabra de Dios enseña, y continuó el asunto por diez días. Fue un acontecimiento definitivo en el ministerio de A. T. Pierson.
G. H. Lang, en su autobiografía, recuerda haber oído a George Müller en una Conferencia de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Habló una hora y quince minutos. Esto fue lo que escribió después: «Aunque tenía 92 años, él permaneció firme y erguido e hizo un resumen, con voz muy clara, de sus 70 años de servicio a Dios. Sin usar notas, presentó hechos y datos exactos sobre la obra de asistencia a los orfanatos, distribución de folletos y Biblias, así como de sus viajes por el mundo. El número de huérfanos atendidos, de libros distribuidos, de países visitados, de dinero recibido, hasta el menor centavo en cada cuenta – todo fue relatado; y la gran exposición fue coronada con las memorables palabras: «Dios todavía está vivo, y hoy, como hace millares de años atrás, él oye las oraciones de sus hijos, y ayuda a quienes confían en él».
La notable preservación de su salud y fuerza en la vejez, la atribuía Müller, bajo la providencia de Dios, a tres cosas: (1) El hábito de mantener una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres. (2) El amor que sentía por las Sagradas Escrituras y el poder recuperativo que ejercían en todo su ser. (3) El contentamiento de espíritu que tenía en el Señor y en su obra (encontrándose así aliviado de toda ansiedad y afán, con su consiguiente desgaste físico y nervioso), en todos sus trabajos y responsabilidades.
Una obra portentosa
Quien leyese el informe financiero anual del trabajo de George Müller, descubriría que había un donador anónimo, que se identificaba como «un siervo del Señor Jesús que procura depositar tesoros en el cielo por el amor constreñidor de Cristo». El donador no era otro que el propio Müller. El total de sus ingresos personales ascendió a 93.000 libras esterlinas, de las cuales ofrendó para la obra 81.490 libras, 18 chelines y 8 peniques (unos cuatrocientos mil dólares) ¡Más del 87 % del total! Él afirmó: «Mi objetivo nunca fue cuánto yo iría a conseguir, sino cuánto yo iría a dar». En el momento de su partida tenía apenas 169 libras, 9 chelines y 6 peniques (Unos 850 dólares). De esta pequeña cantidad, cerca de 100 libras (500 dólares) era el avalúo de sus libros y muebles, y había solamente 60 libras en dinero (300 dólares), que estaban esperando para ser donados.
El orfanato, de 5.200 m2, levantado por George Müller es un gran monumento a la fe sencilla en la Palabra de Dios. Cuando Dios puso en su corazón el deseo de construirlos, él poseía apenas 2 chelines (medio dólar). Sin permitir que nadie supliese sus necesidades, excepto Dios, fueron enviadas a él cerca de un millón cuatrocientas mil libras esterlinas (unos siete millones de dólares), para la construcción y mantenimiento de aquellas casas. Durante todos los años, desde la llegada del primer huérfano, el Señor envió el alimento a su debido tiempo. Gracias a eso, ellos jamás quedaron sin siquiera una comida por falta de provisión.
A más de esto, a la fecha de su muerte, unas 122.000 personas habían sido enseñadas en las escuelas sostenidas por los recursos financieros que el Señor le había confiado; y cerca de 282.000 Biblias y 1.500.000 Nuevos Testamentos habían sido distribuidos. Pero todavía más: 112 millones de libros cristianos, panfletos y folletos habían circulado; misioneros de todas partes del mundo habían sido auxiliados; y nada menos de 10.000 huérfanos habían recibido cuidados, gracias a la misma provisión. ¿Cómo George Müller hizo eso? Sin ningún apoyo mundial, sin solicitar ayuda a nadie; sin contraer deudas; sin comisiones, suscripciones o membresías, sino solamente por la fe en el Señor.
George Müller afirmó que él creía que el Señor le había dado más de 30.000 almas en respuesta a la oración. Y esto, no sólo entre los huérfanos, sino también muchos otros por los cuales él había orado fielmente todos los días, en la fe que ellos podrían ser salvos. En uno de esos casos, él oró por dos amigos durante más de 62 años, tres meses cinco días y dos horas. Cuando le preguntaron si esperaba que aquellos dos amigos fuesen salvos, él respondió: «Definitivamente, ¿usted piensa que Dios dejaría de lado una oración de más de 60 años hecha por uno de sus pequeños, sin importarle? Poco tiempo después de la muerte de Müller, aquellos dos amigos fueron salvos.
El miércoles 10 de marzo de 1898, a los 93 años de edad, George Müller partió para estar con el Señor.
Perfil de un carácter notable
Según Arthur T. Pierson, tres cualidades o características resaltan de manera bastante notable en George Müller: la verdad, la fe y el amor.
«La verdad es un centro sobre el cual se refleja la franqueza, la sinceridad, la transparencia y la simplicidad propias de un niño. La verdad es la piedra angular por excelencia, pues sin ella nada más es verdadero, genuino y real.»
«Desde la hora de su conversión, su autenticidad fue en aumento. De hecho, había en él una escrupulosa exactitud que, a veces, parecía innecesaria. Más de alguien sonreía de la precisión matemática con la cual él relataba los hechos (en su Diario), dando los años, días y horas desde que fue traído al conocimiento de Dios, o desde que comenzó a orar por algún asunto concedido, y las libras, chelines, peniques, medio-peniques, e incluso cuartos de penique que formaban la suma total gastada para un determinado propósito. Vemos la misma exactitud escrupulosa en la repetición de las afirmaciones, sean de principios o de ocurrencias, que encontramos en su Diario, y en las cuales frecuentemente no hay ni siquiera la inexactitud de una palabra. Sin embargo, todo esto tiene un significado. Inspira absoluta confianza en el registro de los negocios del Señor.»
«La fe era la segunda de las características centrales de George Müller, y era únicamente el producto de la gracia. Él hallaba en la Palabra del Señor, en su bendito libro, una nueva palabra de promesa para cada nueva crisis de prueba o de necesidad; él colocaba su dedo sobre el texto y entonces miraba a Dios y decía: «Tú dijiste. Yo creo». Persuadido de la verdad infalible de Dios, él descansaba en Su palabra con fe resuelta y, consecuentemente, él quedaba en paz».
«Si George Müller tenía alguna gran misión, esa no era fundar una institución de fama mundial, de forma alguna, aunque fuera útil en distribuir Biblias, libros o folletos, o en dar un hogar y alimentar a millares de huérfanos, o en fundar escuelas cristianas y auxiliar obreros misioneros. Su principal misión era enseñar a los hombres que es seguro creer en la Palabra de Dios, descansar implícitamente sobre lo que sea que Él haya dicho y obedecer explícitamente lo que sea que Él haya mandado: esa oración ofrecida en fe, confiando en Su promesa y en la intercesión de Su querido Hijo, nunca es ofrecida en vano; y que la vida vivida por la fe es un andar con Dios, al lado afuera de las propias puertas del cielo.»
«El amor, la tercera de esa trinidad de gracias, era el otro gran secreto y lección de esta vida. ¿Y qué es el amor? No meramente un afecto complaciente por aquello que es amable, lo que es, frecuentemente, un medio-egoísmo deleitándose en la asociación y en la comunión de aquellos que nos aman. Amor es el principio de altruismo: el amor «no busca lo suyo propio»; es la preferencia de la satisfacción y del provecho del otro, por encima de lo nuestro, y, por eso, es ejercitado en dirección a lo ingrato y desagradable, para que él pueda elevarlos a un nivel más alto. Tal amor es benevolencia, en vez de complacencia, y asimismo él es «de Dios», pues él ama al ingrato y al malo.»
«Tal es la autonegación del amor. George Müller escogió la pobreza voluntaria para que otros pudiesen ser ricos, y la pérdida voluntaria para que otros pudiesen ganar. Su vida fue un largo esfuerzo por bendecir a otros, para ser el canal de llevar la verdad, el amor y la gracia de Dios a ellos.»
«A menos que el sacrificio voluntario de amor sea tomado en cuenta, la vida de George Müller todavía permanecerá en el enigma. Lealtad a la verdad, obediencia a la fe, sacrificio de amor forman la llave triple que abre para nosotros las cámaras cerradas de aquella vida.
Alguien le preguntó cuál era el secreto de su obra. Él dijo: «Hubo un día en que yo morí, morí completamente»; y, tal como él dijo, él se curvó más y más bajo hasta que casi tocó el piso – «morí para George Müller, sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad – morí para el mundo, su aprobación o censura – morí para la aprobación o censura incluso de mis hermanos y amigos – y desde entonces he intentado solamente mostrarme aprobado delante de Dios».
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1 Ver, en «Aguas Vivas» Nº 25, pp.58-60, un fragmento de su autobiografía donde desarrolla más ampliamente esta experiencia con la Palabra de Dios.
2 Un precioso episodio de fe vivido en uno de sus viajes misioneros puede leerse en «Aguas Vivas» Nº 9, p.29.
.Una revista para todo cristiano • Nº 26 • Marzo - Abril 2004
PORTADA
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La preciosa ofrenda de la vida de Juan Huss por causa del testimonio de Dios.
El graznido del ganso de Bohemia
Uno de los precursores de la gran reforma del siglo XVI fue un joven profesor checo llamado Juan Huss. Su vida y su muerte fueron una poderosa antorcha que alumbró en las tinieblas, y que anunció la luz más brillante que habría de manifestarse un siglo más tarde.
Juan Huss nació el año 1370. Era originario de Hussenitz, aldea del sur de Bohemia, de la cual tomó su nombre. Se le conoció primero como Juan de Hussenitz, y más tarde simplemente como Juan Huss.
Hijo de un campesino pobre que murió tempranamente, fue criado con mucho esfuerzo por su madre. Su piedad y fervor religioso se manifestaron en él desde su infancia, pues participó como monaguillo y cantó en el coro de la iglesia. Las lecturas piadosas le apasionaban. Cierta noche que leía la vida de san Lorenzo cerca de la chimenea, acercó su mano al fuego para probar hasta dónde sería capaz de soportar los tormentos que Lorenzo había sufrido. ¡Como si anunciase tempranamente la forma en que había de glorificar a Dios!
Fue también un joven brillante. Pese a la adversidad que le rodeaba, logró llegar a la Universidad de Praga, en la capital del país. Una vez allí, no sólo fue buen alumno, sino también un buen profesor. Pero más que eso: al poco tiempo fue elegido decano de la Facultad de Filosofía, y luego rector de la Universidad, cuando tenía sólo 31 años de edad. Huss tenía una personalidad muy atractiva, mezcla de inteligencia, seriedad y osadía, que se destacaba entre sus colegas.
Por este tiempo fue nombrado predicador de la capilla “Belén”, un hecho que tiene ribetes muy interesantes. Esta capilla había sido construida por dos laicos, con el expreso deseo de que en ella se predicase la Palabra de Dios al pueblo en lengua común. Cuando estuvo construida, ellos pensaron que nadie mejor que Huss debía predicar en ella.
La luz llega en un libro
Poco después ocurrió un hecho que sería decisivo para el resto de su vida: llegaron a sus manos unos libros de Juan Wicliffe, un predicador inglés muy popular en ese tiempo. En un principio, los libros le desconcertaron, pero luego los apreció hasta convertirse en su admirador. Juan Wicliffe reivindicaba con vehemencia la autoridad de las Sagradas Escrituras, al tiempo que denunciaba la corrupción que había en los ambientes religiosos. Su predicación poderosa y sus libros llenos de luz habían llenado de gozo al pueblo, pero habían suscitado también mucho revuelo.
Cuando la luz de la verdad resplandeció en el corazón de Juan Huss, comenzó a predicar en esa misma dirección. Inevitablemente, se granjeó la odiosidad de los religiosos. Aunque el pueblo le escuchaba de buena gana.
Así como Wicliffe había remecido Inglaterra, Juan Huss habría de remecer a Bohemia.
Cuando la autoridad religiosa vio que la luz reformista comenzaba a tomar fuerza, emitió un decreto para intentar suprimir el esparcimiento de los escritos de Wicliffe, sabiendo que esa era la causa de aquel estropicio. Sin embargo, esto surtió un efecto totalmente inesperado porque toda la Universidad se unió a Huss para propagarlos.
Más tarde se le prohibió predicar. Eso no bastó, sin embargo, para callarle, debido al apoyo popular, y al hecho de que la capilla Belén era de propiedad privada. Pronto otros habrían de imitarle, recorriendo los pueblos y aldeas predicando al aire libre.
Poco después fue excomulgado por negarse a ir a Roma. Esto trajo algunas reacciones muy comprensibles para la época: El rey le quitó su apoyo y le desterró de Praga. La misma ciudad, por prestarle apoyo, fue anatemizada.
Ante esto, algunos seguidores le abandonaron, pero otros le siguieron hasta su destierro en su ciudad natal. Muchos acudían a oírle por curiosidad, tal era la popularidad que había alcanzado el “hereje”. Las muchedumbres se maravillaban de que un hombre tan modesto, tan serio y piadoso fuese considerado como un demonio.
Desde su destierro escribía a sus amados feligreses de “Belén” hermosas cartas llenas de ternura y espiritualidad: “Sabed, queridos míos, que si me he separado de vosotros ha sido para seguir el precepto de nuestro Señor Jesucristo, para no dar a los malos ocasión de incurrir en una condenación eterna y para liberar a los buenos de aflicciones ... Pero yo no os he abandonado para renegar de la verdad divina, por la cual, con la asistencia de Dios, deseo morir”. En esos días dio a luz numerosos libros que ayudaron a esparcir la verdad.
El concilio de Constanza
Sin embargo, se acercaba el día en que no sólo habría de predicar con sus palabras, sino con su vida toda.
En noviembre del año 1414, la iglesia de Roma convocó a un Concilio en la ciudad de Constanza, Alemania. Huss fue llamado a comparecer ante él. Contando con el aval del rey y del emperador, sus amigos le dejaron partir. El viaje fue apoteósico. Las cortesías e incluso la reverencia con que Huss se encontró por el camino eran inimaginables. Por las calles que pasaba, e incluso por las carreteras, se apiñaba la gente para expresarle su afecto.
Llegó a Constanza en medio de grandes aclamaciones – casi se puede decir que tuvo una entrada triunfal. Al igual que aquella otorgada a su Maestro algunos siglos anteriores, ésta también habría de ser la antesala de un día muy oscuro para él. No dejaba de asombrarle el trato que se le dispensaba. «Pensaba yo que era un proscrito. Ahora veo que mis peores enemigos están en Bohemia.» La ciudad de Constanza estaba conmovida.
La iglesia de Roma atravesaba en esos días por uno de sus peores momentos, así que las deliberaciones del Concilio le obligaron a una larga espera. Entre tanto, fue llamado a declarar ante el Papa, que estaba también en la ciudad. Allí, en el palacio papal se le tomó preso, al negarle toda validez al salvoconducto del emperador, aduciéndose que Huss, siendo un “hereje”, no tenía derechos.
Hasta ese día había estado alojado en una casa particular, donde había disfrutado de una relativa tranquilidad. Podía dedicarse con reposo a la lectura y la oración, pero todo eso terminó porque ahora fue encerrado en el calabozo de un convento, cerca del cual pasaba una cloaca pestilente. A los pocos días cayó aquejado de una feroz fiebre. Un amigo noble –Juan de Chlum– intentó ayudarle ante el emperador, pero las órdenes de éste no fueron acatadas. La autoridad religiosa tenía más poder que la autoridad secular.
Sin embargo, detrás de toda esta terrible escena puede verse una Mano maestra que conducía todas las cosas, para dar a la posteridad un ejemplo que imitar, para consolar los corazones oprimidos y para abrir nuevos caminos de libertad. Un hombre era conducido por el camino de la cruz –aunque no con mucha luz todavía– y éste se dejaba llevar dócilmente, tomado de la mano de su Maestro.
Al igual que su Señor, Huss tuvo también un traidor. Uno de sus antiguos amigos encabezó la confabulación de quienes procuraban cazarle y exponerle ante los miembros del concilio.
Durante el encierro experimentó toda clase de privaciones que le trajeron mucho dolor, pero que también suavizaron su carácter impetuoso. En esos días escribía a uno de sus amigos: “Es ahora cuando aprendo a repetir los acentos de los salmos, a orar, a contemplar los sufrimientos de Cristo. En medio de las tribulaciones comprendemos mejor la Palabra de Dios.” Entre tanto, los delegados del concilio intentaban afanosamente quebrantar su voluntad, obteniendo una retractación antes de que éste compareciera a declarar. Ellos temían que Huss hiciera uso de la palabra, tanto como las tinieblas temen a la luz.
Luz en la cárcel
Durante su larga permanencia en la cárcel –pues luego fue trasladado, para mayor seguridad, al castillo de Gotleben– la indignación que en otro tiempo solía subir a su corazón cuando era víctima de alguna injusticia, se había trocado en dulzura y humildad. Esta humildad y resignación le ganaron las simpatías hasta de sus mismos carceleros, quienes acudían a pedirle instrucción y consejo. A petición de ellos escribió algunos tratados, como: “Los diez mandamientos”, “La oración dominical”, “El matrimonio”, “Los tres enemigos del hombre” y “Del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo”. En las portadas de los tratados puso los nombres de los carceleros a cuya petición los había escrito.
Las cartas escritas por Huss en sus últimos días en la prisión son una de las páginas más heroicas y espirituales de la literatura cristiana. En ella invita a sus amigos a permanecer firmes en sus convicciones y a no buscar vengar su muerte, que ya veía como inminente.
Si le asaltaba algún temor en vista del suplicio con que le amenazaban, tomaba su Biblia y hallaba consuelo en las promesas de Dios. El ejemplo de aquellos que habían sido fieles hasta la muerte le infundía aliento.
Escribía en una de sus cartas: “Hallo consuelo en estas palabras del Salvador: “Bienaventurados sois cuando os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros”.
Testimonio ante los hombres
A los nueve meses de estar prisionero, la vida divina que bullía en su interior estaba ya madura para su gloriosa manifestación. Así pues, le llevaron ante el concilio. Trajeron algunos de sus libros y le dijeron si los reconocía como suyos. Luego de examinarlos, dijo:
– Míos son, y si alguno de vosotros me hace ver en ellos alguna proposición errónea, la rectificaré con la mejor voluntad.
Empezó la lectura y acusación. Huss quiso responder, pero apenas había dicho una palabra, se levantaron de todas partes clamores tan confusos que fue imposible hacerse oír. Cuando se apaciguó el tumulto, Huss hizo una cita del evangelio, pero le interrumpieron de nuevo. Unos le acusaban, otros se burlaban. Él guardó silencio.
– Ved –decían– cómo calla; claro es que ha enseñado estas herejías.
A lo que él respondió:
– Esperaba aquí otro recibimiento; creí que sería escuchado. No puedo dominar tanto ruido, pero si me escucharan, hablaría.
Ese primer día no fue posible seguir la sesión, así que se solicitó que al día siguiente estuviera presente el emperador.
Al día siguiente, ante el emperador, dijo:
– Excelentísimo Príncipe: No he venido aquí con la intención de sostener nada tercamente. Si me enseñan cualquier cosa demostrándome ser mejor y más santa que lo que yo he enseñado, estoy pronto a retractarme.
Pero como nadie estuvo dispuesto a emprender semejante demostración, se dio por terminada la sesión.
En la tercera sesión le presentaron 26 artículos que declararon contrarios al dogma de la Iglesia. Huss reconoció como auténticamente suyos 21 de ellos, y dio algunas explicaciones que no satisficieron al concilio. El emperador lo amenazó con la hoguera, pero Huss contestó que él se atenía a la sentencia de Jesucristo, el Juez Todopoderoso, quien no le juzgaría por falsos testimonios.
El emperador era uno de los más interesados en obtener la retractación de Huss, a causa del salvoconducto que le había otorgado, pero todo fue en vano. Ni súplicas, ni seducciones, ni amenazas pudieron conmover al valiente testigo de Cristo. El Señor, en su misericordia, hizo que a través de él la luz brillase en ese lugar, pero ellos no pudieron verla.
El día final
El 6 de julio de 1415 fue llevado por última vez al concilio, y como no aceptase retractarse, le humillaron, desnudándole de sus vestidos sacerdotales. Luego le rasparon con una navaja las yemas de los dedos, y en lugar de la tonsura le pusieron en la cabeza una corona piramidal de papel en la que habían pintado unos diablos espantosos con la inscripción: “El heresiarca”.
Molestos, los prelados le dijeron en latín: “Entregamos tu alma al diablo”. Sin embargo, Huss entregó su alma a Dios, agregando:
– Yo llevo con alegría esta corona de oprobio por amor del que por mí la llevó de espinas.
Marchó al suplicio seguido de los príncipes, escoltado por ochocientos hombres armados y rodeado de una muchedumbre.
Al pasar delante del palacio episcopal, vio una gran hoguera en la que se quemaban sus libros. Huss sólo sonrió.
El ganso es sacrificado
Al llegar al lugar, Huss se arrodilló y repitió algunos salmos. El sacerdote destinado a confesarlo le dijo que abjurara de sus errores, a lo que Huss respondió:
– No me siento culpable de ningún pecado mortal y, pronto a comparecer ante Dios, no compraré la absolución sacerdotal con un perjurio.
Quiso hablar al pueblo en alemán, pero no se le permitió.
Mientras oraba con los ojos alzados al cielo pidiendo el perdón de sus enemigos, se le cayó la corona de papel, pero los soldados la recogieron y se la volvieron a poner, diciendo que debía ser quemado con los diablos a quienes había servido.
Clavaron en tierra una gran estaca a la cual le amarraron con una cadena, y como por casualidad estaba con la cara vuelta al oriente, algunos exigieron que, por ser hereje, le volviesen hacia el occidente. Lo cual hicieron. Al verse así amarrado dijo, sonriente:
– Mi Señor Jesús fue atado con una cadena más dura que ésta por mi causa, ¿por qué debería avergonzarme de ésta tan oxidada?
El elector palatino le invitó por última vez a retractarse, pero él respondió:
– Tomo a Dios por testigo de que nunca he enseñado herejía. Mis discursos y mis escritos han sido hechos con el único fin de arrancar las almas de la tiranía del pecado. Por esto sellaré alegremente hoy con mi sangre la verdad que he enseñado, escrito y publicado y que está confirmada en la Ley divina y por los santos padres.
Luego le dijo al verdugo:
– Vas a asar un ganso (“huss” significa ganso en lengua bohemia), pero dentro de un siglo te encontrarás con un cisne que no podrás ni asar ni hervir”. Estas palabras fueron una profecía que se cumplió en Martín Lutero, quien apareció al cabo de unos cien años, y en cuyo escudo de armas figuraba un cisne.
Al encenderse la hoguera, Huss exclamó:
– Jesús, Hijo del Dios viviente, ten misericordia de mí.
Cuando el fuego ya ardía, una mujer, en un arrebato de fanatismo, se acercó a echar un brazado de leña. Ante lo cual, Huss se limitó a decir, con compasión:
– ¡Santa sencillez!
Luego se puso a cantar un himno con voz tan fuerte y tan alegre, que se oía a través del crepitar de la leña y del fragor de la multitud. Era el graznido del ganso, un canto muy dulce que ha llegado hasta hoy.
El calendario indicaba el 6 de julio de 1415. Juan Huss tenía apenas 45 años.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 25 • Enero - Febrero 2004
PORTADA
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Robert Chapman es un ejemplo de cómo el amor de Cristo puede encarnarse en un hombre.
Un verdadero hermano
Cuando Robert Cleaver Chapman nació, en 1803, su padre, Thomas, era un rico comerciante que residía en Elsinor, Dinamarca. Allí creció, en una enorme familia rodeada de riqueza y lujo. Pocos, entre aquellos que lucharon con Robert Chapman en sus últimos años, suponían que este hombre humilde, que frecuentemente necesitaba depender del Señor para su próxima comida, podría venir de una infancia opulenta.
Cuando aún era niño, la familia regresó a Inglaterra, donde su padre le buscó una buena escuela inglesa, en Yorkshire. Allí reveló, particularmente, un amor por la literatura y el don para escribir.
A principios de 1818, Robert dejó Yorkshire, trasladándose a Londres, a fin de estudiar Derecho.
Pasaron cinco años de estudio e intenso trabajo práctico con largas horas en el despacho, que eran seguidas por horas de perseverante lectura en su cuarto. Su aplicación persistente –un hábito que nunca lo dejó a través de su larga vida– marcó sus estudios, y, al final, en 1823, él fue admitido como Procurador de la Corte de Causas Civiles y Procurador de la Corte del Tribunal Superior de Justicia. Todos le auguraban un futuro brillante.
En esa época, él tenía ideas definidas sobre religión. Había leído la Biblia cuidadosamente y se convenció de que ella era la Palabra inspirada de Dios. Con todo, la real naturaleza del evangelio no había resplandecido aún sobre su alma. Su aspiración era guardar la ley y hallar salvación a través de las buenas obras.
Pero llegó el día en que le invadió la desesperanza de obtener la aprobación de Dios por ese medio. Aquellos no fueron años felices, a pesar de la popularidad de que disfrutaba. No tenía paz alguna, ninguna satisfacción en la senda de la justicia propia. Sin embargo, él no estaba dispuesto a considerar cuidadosamente el evangelio. “Yo abracé mis cadenas”, decía él. “No oía, ni podía oír la voz de Jesús”.
Pero vino la convicción de pecado. Él vio que pese a su respetabilidad exterior, había por dentro un corazón corrupto. “Mi copa”, decía él, “era amarga con mi culpa y con el fruto de mis actos; estaba hastiado del mundo, odiándolo con aborrecimiento de espíritu, aunque fuese incapaz de lanzarlo fuera”.
Conversión y primeras experiencias
Estando en esa condición, cierta vez fue invitado para oír al predicador James Harrington Evans. Ese día Chapman vio desmoronarse hasta el polvo su bello edificio de buenas obras. Entonces vio y abrazó la provisión de Dios. Años después, escribiendo sobre su conversión, y con palabras casi poéticas, dice: “En el tiempo más propicio, Tú me hablaste, diciendo: ‘Este es el reposo; dad reposo al cansado; y este es el refrigerio’ (Isaías 28:12). Y cuán dulces eran tus palabras: ‘Ten buen ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados’ (Mateo 9:2). ¡Cuán preciosa es la visión del Cordero de Dios! Y cuán glorioso es el manto de justicia, ocultando de los ojos santos de mi Juez todo mi pecado y corrupción”.
Regresó a casa con una nueva alegría y con una profunda seguridad en su corazón. De allí en adelante, abandonó todo intento de agradar a Dios por los esfuerzos de la carne, entendiendo que “por la ley ninguno se justifica para con Dios” (Gálatas 3:11). En su despacho, no se avergonzaba de hablar de su Salvador y decidió que, tan pronto como fuese posible, testificaría públicamente del poder salvador de Cristo. Y así, poco tiempo después, se colocó en el púlpito con Evans y abiertamente confesó a Cristo.
En muy poco tiempo Chapman le pidió a Evans ser bautizado. “¿No quiere usted esperar un poco y considerar el asunto?”, dijo el prudente pastor. “¡Me apresuré y no me retardé en guardar tus mandamientos!” (Salmos 119:60), exclamó el joven. Esa respuesta impresionó de tal manera a Evans que le llevó inmediatamente al bautismo.
Era evidente para Chapman que no podría continuar con el modo de vida y las amistades del mundo. Abandonó de inmediato toda mundana-lidad, y se negó a “manipular” sus convicciones del Evangelio para retener la buena voluntad de los ricos y connotados pecadores. Dejó de ser invitado a muchas de las casas importantes donde su ex–religión de obras había sido considerada inofensiva y aceptable. Su testimonio sobre su conversión y sobre la sangre de Cristo causaba resentimientos aun entre su propia familia. En sus “Meditaciones”, dice: “El vituperio de la cruz no cesó; tan pronto le conocí y lo confesé, llegué a ser un extraño para los hijos de Agar, que procrean sólo para la esclavitud, del cual yo era hijo por naturaleza. Tu amor me arrancó del camino mundano, no importa si perverso o sincero; me torné en una ofensa para aquellos que abandoné, aun los de mi propia carne y sangre. ¿Y por qué ellos se airaban? Porque, al tomar mi cruz, me volví un testimonio contra ellos, gloriándome sólo en Ti, y considerando que todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición”.
Fue un período difícil. En varias direcciones encontró una decidida y amarga oposición. Sin embargo, en vez de entregarse a argumentos carnales y perder la paciencia, él dejaba a sus oponentes con las Escrituras y el Espíritu de Dios y se volvía al Señor para recibir fuerza y alegría.
La influencia de James Evans sobre Chapman fue muy grande. Chapman estaba impresionado por el profundo amor que Evans demostraba hacia los débiles y desviados dentro del rebaño de Dios. No había aspereza alguna o condenación precipitada en la disciplina aplicada en su congregación. Una fuerte amistad floreció entre el joven abogado y el experimentado predicador. Posteriormente, Chapman confesó que, en aquellos primeros días, él tenía muchas luchas con su viejo orgullo. Los que le oían hablar sobre eso en sus últimos años, quedaban atónitos, pues el orgullo era algo que parecía no existir en su naturaleza. ¡Cuán completa es la victoria que Cristo da!
Pasaron tres años, y Chapman alcanzó mucho éxito en su profesión. Su tiempo libre lo ocupaba en el trabajo en los barrios más humildes. Ese deseo ardiente por el bienestar espiritual y material de los pobres lo acompañó el resto de su vida. Siempre consideró como la marca de la verdadera obra de Cristo, que “a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:5).
Llamado al ministerio
Chapman tomaba conciencia de un llamamiento divino para la obra a tiempo completo. Con todo, sus amigos tenían dudas a ese respecto. Ellos le decían francamente qué él era pobre como predicador y en aquella época tenían toda la razón. Sin embargo, estaban convencidos de su santidad de vida y de su devoción al evangelismo personal.
Meses de espera en Dios lo convencieron de que debería abdicar de su riqueza personal y renunciar a todo para dedicar todo su tiempo a la obra de Dios. Chapman recibió una invitación de los miembros de la Capilla Bautista Ortodoxa Ebenezer, en Barnstaple, para ser su pastor. Creyendo que eso era del Señor, dejó Londres para residir en Barnstaple. Muchos de sus conocidos en Londres anticiparon un fracaso. Su respuesta fue: “Hay muchos que predican a Cristo, pero no muchos que vivan a Cristo; mi gran aspiración será vivir a Cristo”.
Si bien Chapman no se constituyó en una figura notable en el púlpito al inicio de su ministerio en Barnstaple, ciertamente causó impacto en los corazones de la gente, por su incansable visitación y trabajo individual. Día a día, él recorría de arriba abajo las estrechas calles de la ciudad, y siempre que se ofrecía una oportunidad, estaba en la capilla, dirigiendo un culto o conversando con los presentes sobre las cosas de Dios.
Cuando Chapman entraba y salía de esas casas, su corazón sangraba por aquellos miserables y abatidos que arrastraban una fatigosa existencia en las sombrías calles de Derby. Día a día, él testificaba a los borrachos, ya que la bebida era el gran mal del lugar. Un considerable número de jóvenes fue sumado a la iglesia en los primeros años de su ministerio.
Con paciencia y amor
Cuando fue a Ebenezer puso una condición: “Cuando fui invitado a dejar Londres para ministrar en la capilla Ebenezer, consentí en hacerlo con una condición: que yo tuviese libertad para enseñar todo lo que hallase expuesto en las Escrituras”. Esa condición dejó abiertas las puertas para los notables cambios que seguirían. Él encontró registrada en las Escrituras la orden: “Recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios” (Romanos 15:7). Predicando el amor entre los hijos de Dios, Chapman vio gradualmente ampliarse la mente de Su pueblo, y crecer sus corazones en dirección a la verdad. Sin embargo, él no forzaría cuestión alguna; quería ver a la iglesia con una sola mente. Sus compañeros creyentes escudriñaban con él las Escrituras, esperando en el Señor.
Cierta vez, después de una larga y seria conversación con Robert Chapman, George Müller escribió que había “entendido la mente del Señor sobre el asunto de cómo debemos recibir a todos los que Cristo ha recibido”.
Chapman nunca forzaba su punto de vista bíblico sobre los hermanos en Ebenezer. Cierta vez, dijo: “Yo no podía forzar las conciencias de mis hermanos, y continué mi ministerio, instruyéndolos pacientemente a través de la Palabra. Juzgué que sería más agradable a Dios trabajar para traer a todos a una sola mente”. ¡Qué ejemplo de paciencia pastoral! Con certeza, esta es la voz de un hombre de amor; verdaderamente un hermano.
Más que un predicador, un mensaje encarnado
Después de vivir un tiempo en Barnstaple, Chapman se trasladó a una casa en New Buildings. Su idea era vivir entre los pobres y llegar directo al corazón del barrio de Derby, donde las casas eran muy pequeñas y sencillas. Él habitó en la casa número 6 y determinó desde el principio que su casa sería un lugar donde cualquiera de los hijos de Dios pudiese tener libertad de quedarse. Él no percibía remuneración alguna, y sentía que si las personas viviesen juntas por una semana en una casa donde hasta el menor ítem era recibido por fe, eso las ayudaría en sus propias vidas.
Cuando llegaba un invitado, Chapman le mostraba cuál sería su cuarto, le informaba acerca de los hábitos de la casa, y pedía que los zapatos fuesen dejados al lado afuera de la puerta, para que Chapman mismo los limpiase. En este asunto él encontraba mucha resistencia, pues sus huéspedes veían que, a pesar de la simplicidad de su casa, él era un hombre fino y de buenas maneras. Cuando lo oían ministrando la Palabra, con una autoridad llena de gracia, sentíanse extremadamente constreñidos de no dejarlo hacer tarea tan servil. Mas él no cedía en su deseo.
En cierta ocasión, un caballero negóse en principio a dejarlo tomar sus botas. “Insisto”, fue la respuesta firme, “en los primeros tiempos, era práctica lavar los pies de los santos. Ahora que esa no es ya la costumbre, yo hago los más cercano, y limpio sus botas”.
Hasta el mediodía, dentro o fuera de la casa, la mayor parte de su tiempo la dedicaba a la oración, lectura de la Biblia, y meditación. Una estimación exacta sería de siete horas de definida comunión con Dios antes del mediodía. Chapman enfrentaba una gran cantidad de trabajo, pero sin ningún exceso de agitación y alboroto. Su vida fue como el curso firme de un poderoso río.
A veces, al término del día, se terminaban las provisiones, y no había dinero para las compras. Chapman no consideraba esto como una emergencia: era simplemente el modo como Dios estaba operando aquel día. “Necesitamos orar sobre esto”, decía. Y así, el desayuno de la mañana siguiente era provisto únicamente a través de la oración. La vida de fe era vivida de manera tan natural y sin ostentación, que los huéspedes en la casa número 6 no advertían nada fuera de lo normal. Chapman no quería dar la impresión de que una dependencia tal del Señor fuese una cosa extraordinaria, y mucho menos quería llamar la atención para sí mismo, ni aun en la suposición de que haciendo así Dios sería glorificado.
Los sábados, él daba a su mente un completo descanso antes de las tareas del día del Señor. Las caminatas y la mueblería eran sus principales recreaciones, y el sábado era el día para trabajar la madera. En el fondo de su pequeña casa, él preparó un cuartito donde había una bancada y un buen conjunto de herramientas, donde sobresalía un torno para madera. Ese era su encanto. En él eran torneados innumerables usleros. Él los regalaba a sus invitados o los vendía para añadir fondos al trabajo misionero.
Esa recreación era acompañada por ejercicios espirituales. Él siempre ayunaba los sábados y mientras trabajaba derramaba su alma en comunión con el Señor. Ese hábito de combinar lo espiritual y lo práctico era característico en él. Oraba mientras caminaba o mientras realizaba los quehaceres domésticos. En realidad, rehusaba hacer distinción entre los deberes espirituales y los materiales; estaba siempre consciente de la orden divina: “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23).
Chapman mostraba gran liberalidad con los necesitados. Cierta vez, un amigo le regaló un vestón nuevo, pues vio que su vieja chaqueta estaba muy gastada para que él la usase. Pasaron semanas, y él nunca apareció con la ropa nueva. El dador, naturalmente, investigó, y descubrió que Chapman lo había dado a un hombre que no tenía ninguno. Lo que intrigaba a Chapman, con todo, era el hecho de que los creyentes pudiesen hallar algo de extraordinario en tal conducta, ya que el propio Juan Bautista había enseñado: “El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene” (Lucas 3:11).
A medida que pasaban los años, él llegó a ser una figura muy conocida en muchas partes de las Islas Británicas; sin embargo eso se debía simplemente a que innumerables personas juzgaban poderoso su ministerio. Después de su muerte, A. T. Pierson escribió: “Había gigantes en la tierra en aquellos días. Chapman fue un gigante espiritual. Ni un centímetro de esa estatura se debió a los métodos carnales de los expertos en publicidad”.
Superando las diferencias
Chapman era frecuentemente invitado a visitar asambleas donde habían surgido problemas. Su consejo sólido, bíblico, era oído con reverencia. Se transformó en uno de los más respetados consejeros del siglo XIX. Aquí reposaba su don especial, y en este particular él fue eminentemente exitoso. Dios le concedió un trato firme, amoroso, inspirado por el Espíritu, que lo capacitaba para manejar situaciones delicadas y personas difíciles, para la gloria de Dios y para bendición de toda la iglesia.
En 1869 se dijo que una falsa doctrina era sustentada en su congregación. La denuncia fue examinada, concluyéndose que ni el mismo hermano acusado aceptaba la herejía. Aun así, fue penoso para Chapman saber que historias como esta circulaban por todas partes. Sin embargo, él no apoyó ninguna represalia carnal contra los que calumniaban a la asamblea. “Podemos decir”, escribió en esa época, “que ha crecido nuestro espíritu de amor y de intercesión con respecto a nuestros hermanos que rehúsan comunicarse con nosotros. Cualquiera que sea el grupo (¡ay de nosotros por usar este término!) al que ellos pertenezcan, ellos son de la carne y los huesos de Cristo”.
Para tratar con la situación, se convocaron reuniones especiales de oración. Él sentía que si todo el pueblo de Dios fuese conducido a conocerse a sí mismo, y a juzgarse a sí mismo, cesaría el espíritu de contienda.
Para tratar con un error, sea con respecto a doctrina o a práctica, un anciano necesita estar vigilante, para no hablar o actuar en la carne. Amor y paciencia son la respuesta del Espíritu a cada situación así. La falta de esos elementos ha causado la mayoría de las divisiones que existen hoy entre los Hijos de Dios. Chapman no sentía satisfacción alguna cuando una dificultad tenía que ser resuelta excluyendo a un hermano de la comunión. Él sabía que tal conducta era a veces esencial, mas esto nunca le dio satisfacción, y él nunca se olvidaba de aquel hermano, sino que perseveraba en oración a través de años, si permanecía sin arrepentirse.
Un hombre que estaba en tal situación, declaró que nunca más tendría ningún trato con Chapman ni conversaría con él. Pero un día se produjo una situación embarazosa. Ambos venían caminando en dirección al otro en la misma vereda. ¿Qué podrían hacer? Cuando se encontraron, Chapman, sabiendo todo lo que el otro había dicho sobre él, colocó sus brazos sobre su hombro, diciendo: “Querido hermano, Dios te ama, Cristo te ama, y yo te amo”. Este acto simple, tierno, quebrantó al hombre y lo llevó al arrepentimiento. Luego, él estuvo nuevamente partiendo el pan con Chapman. Tal conducta amorosa era su fuerza, y lo marcó como un verdadero hermano. El amor de Cristo aparecía en su silencioso ministerio de reconciliación.
Chapman se afligía con las conductas ásperas y precipitadas que eran algunas veces conducidas en el nombre de Cristo. Para con todos aquellos que escuchasen, él tenía palabras aconsejando prudencia. Su temor constante era que, al buscar preservar la verdad, los hombres actuasen en la carne, en oposición a las Escrituras.
Evangelizando en España e Irlanda
Desde el principio, Chapman estuvo ardientemente interesado en la obra misionera, y en forma especial por España. En 1838 visitó ese país, viajando principalmente a pie, arriesgando su vida, para llevar el mensaje de Cristo a los campesinos. En aquel tiempo, siendo aún un joven de 35 años, se arrodilló con un compañero, en la cumbre de El Castillo, y derramó su corazón en súplicas, para que la luz del evangelio pudiese penetrar en las tinieblas de España.
Mucho tiempo después, a los 68 años de edad, se presentó la ocasión de ir de nuevo, y permaneció allí ocho meses. Pudo viajar por el país predicando el evangelio y gozando de la comunión con los hermanos que pudo encontrar. Siempre recordaba a España en sus oraciones, y la obra de Dios hoy en aquella tierra debe mucho a sus trabajos e intercesiones.
Este mismo propósito le llevó a Irlanda. En 1848 realizó una gira que lo llevó alrededor de la mayor parte de la costa irlandesa y duró dos o tres meses. Debe haber recorrido solo más de novecientos kilómetros en ese país. La mayor parte del trayecto la hizo a pie. Nada le agradaba más que caminar con algún eventual conocido nuevo, hablando de las cosas de Dios. En verdad, descubrió que esta era la forma de evangelismo más fructífera, pues en una conversación franca en el camino, las personas perdían su miedo al predicador.
Un hermano, en Cork, compartió mucho con Chapman, y descubrieron que sus puntos de vista eran diferentes, pero no hubo ninguna palabra áspera. “Nos regocijamos en nuestra unidad, en la medida en que la discernimos”, escribió Chapman, “y juzgamos como causa de auto-humillación el hecho de que no pudiéramos concordar plenamente, mas no un motivo para discordia y separación. Dios uniría pronto a sus hijos si ellos volviesen siempre sus rostros, como un querubín, hacia el propiciatorio”. Esas frases son típicas de la actitud de Chapman en relación a las controversias, enfatizando la palabra “hermano”, y capturando el real significado de esta palabra. Fuese en Inglaterra o Irlanda, Chapman practicaba el amor y la paciencia, que lo señalaban como un verdadero hermano.
La Universidad del amor
New Buildings, un callejón sin salida en el barrio pobre de Derby, llegó a ser lugar de bendición para millares de peregrinos. Una carta que había sido enviada del exterior, y que había sido dirigida simplemente a: “R. C. Chapman, Universidad del Amor, Inglaterra”, le fue puntualmente entregada por el correo.
Cierta vez alguien le insinuó que él había recuperado ciertas verdades que la iglesia había perdido de vista. Su respuesta fue: “No conozco ninguna verdad recuperada. No sustento cosa alguna que no sostuvieran otros antes de mí”. Las instrucciones de Chapman eran más a través de sus hechos que de sus palabras. Una y otra vez, sus actos enseñaban a los hombres lo que realmente significaba ser un hermano en el Señor.
Uno de los visitantes de New Buildings, H. V. Macartney, describió la impresión que tuvo al oír por primera vez a Chapman: “Un abismo llamaba a otro abismo a medida que él se entusiasmaba con el tema. Y cuando su Biblia se cerró, me sentí como un bebé en el conocimiento de Dios, comparado con un gigante como éste. Al volver a casa, quedé perplejo al ver que era él, en lugar mío, quien tomaba el lugar de un bebé, mientras caminábamos juntos. Él quería saber todo lo que yo conocía de Dios, y creo que siempre es así con él, como si sus visitantes tuviesen un mayor conocimiento y amasen a Dios más que él”.
En los días subsiguientes, Macartney aprendió muchas de las lecciones que la “Universidad del Amor” enseñaba de manera tan competente. Vio que el amor y la paciencia impregnaban toda la atmósfera. Vio con cuánta verdad la palabra “hermano” expresaba las actitudes de Chapman para con sus compañeros creyentes.
Del diario de Macartney extraemos los siguientes fragmentos: “El señor Chapman se retira a las nueve y se levanta a las cuatro de la mañana. De las cuatro a las doce, está ocupado principalmente con Dios. Luego, después de tener su atención puesta en las cosas mejores, sentía en su corazón que el mundo tenía gran necesidad de intercesión, y que esa intercesión era de forma particular su vocación, por tanto sus primeras y mejores horas son dedicadas a la oración. Sin embargo, la devoción no interfiere de forma alguna en las energías de vida. Él predica para ochocientas almas todos los domingos, se preocupa del servicio pastoral, cuida de las más mínimas necesidades físicas y espirituales de un torrente de visitantes, algunos de los cuales se quedan durante una hora, otros durante un mes. Es el motor principal de una gran obra evangelística y bíblica en Inglaterra y España. Mantiene correspondencia con hombres como George Müller, con personas que lo consultan y con obreros en varias partes del mundo. A mi pedido, él me llamó a las cinco de la mañana. Yo estaba despierto, esperando sus pasos. Colocó su venerable cabeza en mi puerta exactamente a la hora, encendió una vela, y me dio, para mi porción matinal, el texto: “El camino de Dios es perfecto” (2 Samuel 22:31).
Grandes cambios ocurrieron en Barnstaple desde el día en que él anduvo por la calle principal buscando alojamiento. Sin duda sus setenta años de ministerio mejoraron la condición espiritual del lugar. En España e Irlanda también hubo muchos frutos de su trabajo y oración. Obreros y personas en esas tierras pensaban con gratitud en este gran hombre que probó ser su hermano, puesto que muchas asambleas e incontables personas por todo el mundo –algunos de los cuales nunca habían visto su rostro–, alababan a Dios por alguien cuya sabiduría y consejo amoroso los había guiado en tiempos de dificultad.
Él escribió por lo menos ciento sesenta y cinco himnos y otros poemas, incluyendo algunos sonetos. Sus “Meditaciones” son también muy bellas, y pertenecen al inicio de su vida cristiana. Más tarde se negó terminantemente a publicarlas, y a pesar de que respetamos la humildad que lo llevó a tomar tal decisión, parece que la iglesia fuese más pobre por esto.
En 1902, en el mes de junio, faltando pocos meses para completar cien años, enfermó, y el día 12, antes de las nueve de la noche, él estaba con su Señor. Durante los días de enfermedad, él estaba lleno de paz. Cuando se le preguntó, una mañana, cómo estaba, respondió: “Dios ha tratado conmigo muy tiernamente, muy amorosamente”. En otra ocasión, dijo: “Ahora puedo reposar sosegadamente, por la fe”. Su palabra más frecuente era: “Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2).
Sus últimas palabras fueron: “La paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento...” Sí, la paz marcó toda su experiencia cristiana, paz paciente, serena. Desde el día en que por primera vez encontró paz con Dios, a través de nuestro Señor Jesucristo, él vivió en el gozo de la paz divina.
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Extraído de «Brother indeed : The life of Robert Chapman», de Frank Holmes.
Adaptado de Á Maturidade.
.Una revista para todo cristiano • Nº 24 • Noviembre - Diciembre 2003
PORTADA
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A. B. Simpson, uno de los más dotados siervos de Dios del siglo XIX, ejemplar en su pasión por Cristo y en su celo misionero.
Apóstol de los desheredados
Alberto Benjamín Simpson nació el 15 de diciembre de 1843, en Bayview, Canadá, como el cuarto hijo de una piadosa familia. Su padre era carpintero.
Como toda familia cristiana de la época, sus padres soñaban con que el hijo primogénito llegara a ser un ministro del evangelio. Los demás hijos ocupaban un lugar secundario en la elección de una vocación para sus vidas. Sin embargo, Alberto Benjamín no se conformó con la fuerza de esa tradición.
Infancia y juventud
De niño fue muy tímido pero imaginativo. El ejemplo de sus piadosos padres alentó en él muy pronto una fe profunda. En sus primeros recuerdos de infancia aparecía siempre su madre postrada llorando delante del Señor, a causa de algunas dificultades financieras. Alguna vez su padre eximió a su pequeño hijo de una merecida azotaina al hallarlo enfrascado en la lectura de la Biblia.
Alberto Benjamín nunca dejó de alabar al Señor por la gracia demostrada hacia él siendo todavía un niño. Varias veces fue salvado milagrosamente de la muerte. En cierta ocasión, mientras subía por los andamios de un edificio en construcción pisó una tabla suelta y cayó al vacío. Felizmente, en la caída pudo tomarse de la punta de una tabla que sobresalía del piso inferior. Cuando ya estaba completamente extenuado, un obrero que iba pasando lo salvó. Otra vez mientras cabalgaba, el caballo lo tiró al suelo y le cayó encima. Cuando recuperó la conciencia, el caballo estaba tocándole el rostro con su hocico. Otra vez, fue salvado de morir ahogado en el momento en que se hundía por tercera vez y ya había perdido el conocimiento.
Estas salvadas providenciales le motivaron a buscar con más sinceridad a Dios. Pero llegó el día cuando, conforme a la costumbre de la época, su hermano mayor fue enviado a prepararse para el ministerio. Entonces Alberto Benjamín, de 14 años, rogó a su padre que no le dejase en el campo, sino que le permitiese estudiar también, y que él mismo podía hacerse cargo de sus estudios. Su padre, conmovido, aceptó.
Fuera del hogar tempranamente, Alberto Benjamín hubo de enfrentar severas luchas, y una enfermedad que le dejó postrado por mucho tiempo. Aún no había tenido un encuentro personal con el Señor Jesucristo, así que retornó al hogar con un fracaso escolar y con una gran necesidad espiritual.
En esa época la excesiva formalidad de la iglesia en que se había criado le había negado la posibilidad de entregar su corazón al Señor. Pero esa necesidad fue suplida mediante un libro que le condujo a los pies de Cristo. En ese mismo instante vino a su corazón la seguridad de su salvación.
Una vez recuperada la salud, y con su nueva y preciosa realidad en Cristo, Alberto Benjamín volvió a los estudios. En el colegio, todos daban buen testimonio de él, pues poseía un carácter bondadoso y una clara inteligencia.
A los 18 años de edad, llevado por su amor al Señor, suscribió un pacto con Dios, el cual llenaba varias páginas. En parte decía así:
“Yo creo en Jesucristo como mi Salvador personal. Acepto la salvación plena ofrecida por él, que es mi Profeta, Sacerdote y Rey. Reconozco que Cristo ha sido hecho mi redención y mi completa salvación, mi sabiduría, mi justicia y mi santificación. Él ha sojuzgado mi corazón rebelde por Su gran amor. Por lo tanto, yo tomo el amor de Cristo para usarlo para Su gloria únicamente. Si alguna vez se opusiera un solo pensamiento mío de rebelión contra ti, véncelo y tráelo a sujeción. Cualquier cosa que pudiera oponerse a tu divina voluntad en mí, oh Dios, quítala en el nombre de Jesús. Yo me entrego a ti como “vivo de entre los muertos” para volver a vivir solamente para ti. Tómame y úsame enteramente para tu gloria, en el nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, te lo pido”.
“Ratifica ahora mismo en el cielo, oh Padre mío, este pacto que acabo de hacer contigo. Escribe en los cielos, en tu libro de memoria, que yo he llegado a ser tuyo, solamente tuyo, por toda la eternidad. Acuérdate de mí en la hora de la tentación, y que nunca me aparte de este pacto sagrado. Soy de ahora en adelante un soldado de la cruz de Jesucristo y un seguidor del Cordero de Dios, y mi lema será desde ahora en adelante: “¡Tengo un solo Rey: mi Jesús!”. Sábado 19 de enero de 1861.
Ministro presbiteriano
Gracias a dos becas ganadas por su perseverancia, pudo continuar sus estudios en la Universidad, y ordenarse como ministro presbiteriano en septiembre de 1865, a los 21 años de edad. Al día siguiente de su ordenación, se casó con Margarita Henry.
Su primer pastorado lo ejerció en la ciudad de Hamilton, Canadá, por ocho años. En ese tiempo viajó y dictó conferencias, de modo que a los 30 años de edad, Simpson ya era reconocido en todo Canadá y Estados Unidos como un predicador poco común.
Al asumir su segundo pastorado en Louisville, Estados Unidos, predicó un mensaje basado en Mateo 17:8: “Y alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo”. En parte de él dijo: “El lema y la nota característica de mi ministerio aquí en esta ciudad de Louisville será solamente Jesucristo”.
Muy pronto Simpson halló la oportunidad de expresar el fuego que ardía en su corazón. Su influencia se extendió hasta abarcar a todos los pastores de la ciudad, con los cuales organizó encuentros evangelísticos de gran impacto. Con esto, el celo misionero de Simpson comenzó a ampliarse, aunque no siempre encontró eco en los fieles de su congregación. Su visión abarcaba a los muchos hombres y mujeres que se perdían en las calles sin jamás entrar a un templo. Simpson veía a la iglesia adormecida, recluida entre cuatro paredes, sin sentir el dolor de Cristo por los perdidos. Muy pronto habría de encontrar concreción esta gloriosa visión.
Experiencias espirituales
Durante los primeros años del ministerio de Simpson, dos experiencias con el Señor le sirvieron de constante estímulo: su conversión a Jesucristo, y su llamado al ministerio. Sin embargo, estas experiencias no fueron las únicas. A menudo solía encerrarse en su estudio para buscar con ansias el rostro del Señor. Anhelaba hacer morir el yo, y vivir totalmente para Cristo.
Cierta vez, cuando era un joven ministro, estuvo un mes entero buscando una bendición especial para su vida. Durante ese mes dejó de hacer muchas cosas y se dedicó casi exclusivamente a orar. Al final del período recibió bendición, pero no la paz que su alma buscaba. Más tarde repitió estos períodos de consagración, pero no quedaba satisfecho. Después de haber estado 10 años en Louisville, y de haber alcanzado grandes éxitos en su pastorado, aún sentía que había un vacío importante en su vida. Oscilaba entre las montañas de las victorias y el valle de las inquietudes espirituales. “Deseaba obtener algo no alcanzado todavía con todas las experiencias que había tenido”.
Una noche después de intensa oración tuvo esa experiencia extraordinaria que buscaba. “Recuerdo bien la noche cuando recibí el bautismo del Espíritu Santo. Cuando experimenté la venida de la plenitud de Cristo a mi alma; cuando vino para fijar su morada permanente en mí”.
“Fue una noche memorable en mi vida. La soledad del Cordero de Dios, yendo hacia el monte del sacrificio era mi porción aquella noche. El camino nunca resulta fácil, ni atrayente, ni invita al transeúnte a entrar en él, si no está dispuesto a seguir al Cristo del Calvario. No obstante, es el camino de la victoria, como lo fue para Cristo mismo. Es el camino de la vida a través de la muerte”.
“Sabía que podía estar equivocado en muchas cosas y ser imperfecto en todas; y no sabiendo si iba a morir literalmente o no, antes del nuevo amanecer, seguía buscando. Estaba luchando cual Jacob de antaño con el ángel de Dios hasta el rayar del alba, cuando vino la luz. Entonces, rendido a los pies de Cristo, hice allí una entrega final y total de mi vida”.
Esta verdad le fue revelada de tal forma, que nunca predicó la perfección del creyente en Cristo, sino el Cristo perfecto viviendo en el corazón del creyente santificado. Decía que la santidad divina no es una mejora de uno mismo, ni la perfección adquirida, sino una entrada al corazón de la vida y pureza de Cristo, y el obrar de su santa voluntad continuamente.
Simpson creía que la regeneración hecha por el Espíritu Santo en el corazón humano es muy distinta de la morada del Espíritu Santo en él. La primera puede compararse con la edificación de una casa; en cambio, la segunda es la venida del Dueño para vivir en ella, tomando posesión absoluta. También puede compararse la primera como la llegada a la Tierra Prometida, en cambio, la segunda como la toma de posesión de ella.
La experiencia de Simpson no solamente le sirvió como punto de partida para un ministerio sobre “la vida más abundante”, sino que cambió todo punto de vista de la vida cristiana, y afectó profundamente toda su enseñanza espiritual posterior. Nunca hablaba, ni predicaba, ni enseñaba sin reflejar algo de aquella gloriosa experiencia que llegó a ser su misma vida.
Por este tiempo nació un himno que caracterizó la vida de Simpson hasta el fin. He aquí algunas de sus estrofas:
¡Jesucristo, y nada más!
Antes yo buscaba “la bendición”,
ahora yo tengo a Jesús;
antes suspiraba por la emoción,
ahora yo quiero más luz;
antes Su don yo pedía,
ahora tengo al Dador;
antes buscaba la sanidad,
ahora es mío el Doctor.
Antes me esforzaba con pena,
ahora me es grato confiar;
antes creía a medias,
ahora sé que él puede salvar;
antes a él me aferraba,
ahora de mí se ase él;
antes yo andaba a la deriva,
ahora tengo áncora fiel.
Antes yo creía en mis obras,
ahora dejo a Cristo obrar;
antes trataba de usarlo,
ahora él me puede usar;
antes “el poder” yo buscaba,
ahora tengo al “Fuerte Señor”;
antes para mí mismo obraba,
mas ahora es el trabajo de amor.
Descubrimiento de una nueva verdad
Desde ese día A.B. Simpson dedicó gran parte de su ministerio a compartir sobre la vida cristiana más profunda. Sin embargo, una experiencia vivida en la ciudad de Chicago habría de reorientar su ministerio.
Estando allí cierta noche tuvo un sueño que le afectó profundamente. En el sueño veía multitudes de gentes angustiadas, a la espera de recibir el mensaje de salvación. Al despertar sintió la urgencia de ofrecerse al Señor para la obra a que sentía que le llamaba.
Durante meses intentó hallar una puerta abierta para ir al extranjero como misionero, pero, por diversas razones no la encontró. Sin embargo, se le ofreció la oportunidad de pastorear en la ciudad de Nueva York. Aceptó la invitación, creyendo así poder estar en un lugar céntrico donde podría tener contacto “con el mundo de afuera”.
Sin embargo, antes de ver cumplidos sus sueños misioneros, Simpson experimentó todavía una nueva riqueza de la vida plena en Cristo: la sanidad divina. Durante más de veinte años había sido víctima de muchas enfermedades y debilidades físicas. Muchas veces tuvo que privarse de leer, y de realizar sus labores pastorales por su extrema debilidad. Durante años fue esclavo de los remedios. A veces, el solo ascenso de una pendiente le provocaba una verdadera agonía. Un médico llegó a decirle cierta vez que le quedaban pocos meses de vida.
Un día, mientras participaba como oyente ocasional en un Campamento cristiano, escuchó un himno cuyo coro decía: “Mi Jesús es el Señor de señores / nadie puede obrar como él”. Esas palabras le produjeron un inmenso impacto, que le llevaron a escudriñar en las Escrituras lo concerniente a la sanidad divina. Al poco tiempo quedó convencido de que esa era también una parte del glorioso evangelio de Cristo para un mundo pecador y sufriente. Un día, Simpson hizo un nuevo pacto con Dios, “tomando al Señor Jesucristo –dice– para ser mi vida física, para todas las necesidades de mi cuerpo hasta que termine la jornada que él tiene para mí en el mundo”.
Desde ese día Simpson decidió no sólo tomar para sí esta gloriosa verdad –como hicieron también otros muchos siervos de Dios como Andrew Murray, T.Austin-Sparks, Watchman Nee, para quienes fue un socorro permanente de Dios– sino también compartirla con todo el cuerpo de Cristo.
Respecto de esto, Simpson enseñaba: “Hay tres etapas en la revelación de Jesucristo para la sanidad divina: La primera se refiere al momento cuando nosotros llegamos a ver la base bíblica doctrinal que ella tiene; la segunda, cuando vemos la verdad en la sangre de Cristo, en su obra expiatoria, redentora y la recibimos como tal para nosotros mismos; la tercera, cuando vemos lo que hay en la vida resucitada de Jesucristo, tomándolo a Él en una unión vital y viviente, con todo nuestro ser, como la vida de nuestra vida y salud para nuestro cuerpo mortal.”
Simpson experimentó una gran oposición, tanto dentro de él –al luchar contra su propia incredulidad– como fuera de él, en los diversos ambientes cristianos donde predicaba. Sin embargo, nunca cayó en el fanatismo; nunca aceptó hacer de la sanidad divina su estandarte. Él solía decir: “Yo tengo cuatro ruedas en mi carruaje. No puedo descuidar las otras tres para predicar todo el tiempo sobre una sola de ellas”, haciendo referencia a las cuatro verdades evangélicas que constituían la base de su ministerio: “Jesucristo nuestro Salvador, Santificador, Sanador y Rey venidero”.
Un hombre de oración
Simpson fue un hombre de oración. Sobre el escritorio de su oficina tenía puestos dos breves recordatorios: “Orad sin cesar” y “¡Hacedlo ahora!”. Muchos que le conocieron daban testimonio del impacto que las oraciones de Simpson les habían producido. El mapa del mundo llegó a ser para él el manual diario de oración.
Vivía tal vida de oración que toda conversación giraba espontáneamente alrededor del tema de Cristo, con cualquier persona y en cualquier lugar. Muchas veces el Espíritu le llevó a interceder por situaciones y personas que, según después se sabía, habían estado en dificultades en ese preciso momento. Simpson creía firmemente que “la oración cambia las cosas”. Y de verdad, muchas cosas cambiaron por su oración.
Se abre un nuevo camino
La visión misionera de Simpson no pudo ser disipada por las muchas satisfacciones que experimentaba como pastor de aquella connotada congregación presbiteriana de Nueva York.
Una noche mientras oraba, la visión de los perdidos sin Cristo le hizo postrarse en una dramática oración bajo el poder del Espíritu Santo. Entonces cogió el globo terráqueo y apretándolo contra su pecho, exclamó llorando: “¡Oh Dios, úsame para la salvación de los hombres y mujeres del mundo entero, que mueren en las tinieblas espirituales sin ningún rayo de luz”.
No pudo conformarse ya con cumplir sus labores de pastor y conferencista solicitado. Llevado por este celo misionero, comenzó a salir a las calles para predicar el evangelio. Y allí comenzaron a recibir a Jesucristo hombres y mujeres de la más variada condición. Luego, los invitaba al templo, para recibir el amor de la familia cristiana.
Muy pronto fueron decenas y aun cientos los nuevos convertidos que iban llegando; muchos de ellos de humilde condición. Y, muy pronto también, ellos comenzaron a incomodar a los acomodados hermanos. Así fue como se produjo una situación insostenible, y Simpson hubo de renunciar a su pastorado para dedicarse a las muchedumbres olvidadas de las calles, como era su visión. Eso ocurrió en noviembre de 1881. Tenía a la sazón 38 años, y una familia con seis hijos.
De un día para otro, dejó de ser el pastor de una gran iglesia para ser un predicador callejero. Sus amigos íntimos en el ministerio le pronosticaron un fracaso rotundo. Uno de los diáconos, al despedirle le dijo: “No le diremos adiós, Simpson: pronto usted ha de volver con nosotros.” Sin embargo, él nunca volvió. Dios tenía para él otro camino que recorrer, y otras fronteras que cruzar.
La concreción de un sueño
Solamente siete personas estuvieron en la primera reunión que celebró en noviembre de 1881, en un cuarto arriba de un viejo teatro, en una tarde fría y gris de Nueva York. Uno de esos siete era un borracho regenerado, que llegó a ser, según el decir de Simpson, “el santo más dulce que jamás existiera”. Así comenzó a realizar varias reuniones semanales, una de las cuales siempre se realizaba en plena calle.
A causa de la estrechez del local, debieron arrendar un teatro, y más tarde implementó una carpa, que solía instalar en el corazón mismo de la ciudad. Incluso el famoso Madison Square Garden fue arrendado por Simpson para hacer alguna de sus grandes campañas de evangelismo.
Dos años después de aquellos débiles comienzos, Simpson organizó la Unión Misionera, cuyo objetivo era la evangelización del mundo, la cual llegó a ser cuatro años después, en 1887, la Alianza Cristiana y Misionera, con representación en todo el mundo.
El propósito principal de esta iniciativa misionera era: “Levantar a Cristo en toda su plenitud, o exaltar a Cristo hasta lo sumo, quien es el mismo ayer, hoy y por todos los siglos”. En su organización, Simpson planteó así su énfasis misionero: “Esta Sociedad ha sido formada como una fuerza humilde y unida de cristianos consagrados para enviar el evangelio, en toda su sencillez y plenitud, a través de los instrumentos más espirituales y consagrados, y por los métodos más económicos, prácticos y eficaces, a los campos más abiertos, más necesitados y más descuidados del mundo pagano”.
Al año siguiente de constituida la Unión Misionera, en 1884, enviaron los cinco primeros misioneros al Congo, en África. Cinco años después, ya había embajadas misioneras en 12 países distintos, con cuarenta centros y 180 misioneros. En la actualidad, esta obra abarca más de cincuenta países, y cuenta con más de 1.200 misioneros.
Un ministerio multifacético
El ministerio de A.B. Simpson fue muy rico y variado. Él era un hombre especialmente dotado como predicador. T.Austin-Sparks, acostumbraba decir que de todos los predicadores norteamericanos que él conoció de joven, A.B. Simpson era el más espiritual y el que hablaba con más poder. Sus muchos sermones se han publicado en siete tomos, con títulos como “Los negocios del Rey”, “La revelación del Cristo resucitado”, “La vida cristiana más amplia”, etc.
Como maestro de las Escrituras alcanzó gran notoriedad. Hasta hoy, sus comentarios sobre los diversos libros de la Biblia son considerados como llenos de luz y claridad, así, por ejemplo, la serie “Cristo en la Biblia”. Sus numerosos libros abarcaban otros diversos temas, como “El evangelio cuádruple”, “El descubrimiento personal de la sanidad”, “La vida de oración”, “Destellos que anuncian a Aquel que viene”, “El poder de lo Alto” (sobre el Espíritu Santo).
Como poeta y compositor de himnos, A.B. Simpson alcanza también grandes alturas. Muchos himnos y poemas muy conocidos hoy salieron de su pluma inspirada. Watchman Nee, en su estudio sobre los Himnos, cita uno de los himnos de Simpson como ejemplo de lo que debe ser una buena composición cristiana.
En total, A.B. Simpson escribió por lo menos 70 libros además de artículos, poesías e himnos. Publicó también diversas revistas para reforzar la obra misionera.
Una partida feliz
A.B. Simpson partió de esta vida el 29 de octubre de 1919. El día anterior había sido de absoluta normalidad, para sus 76 años. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio, había uno con un himno inédito, que decía en parte:
“Alguien me está llamando;
me toma de la mano,
y me señala cumbres
bañadas en áurea luz.
Mi corazón responde:
remonto como en alas;
me siento muy seguro:
¡Mi Guía es Jesús!”
Sobre su lápida hicieron poner una lectura que refleja muy bien lo que fue este gran hombre de Dios: “No yo, sino Cristo” y “Sólo Jesús”.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 23 • Septiembre - Octubre 2003
PORTADA
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Inclinada de niña a la piedad, al llegar a la juventud Madame Guyon se transformó en una ‘mariposa’ de sociedad, en la vana y libertina París de la época de Luis XIV, que pensaba poco en Dios y en el mundo venidero. Sin embargo, su vanidad y orgullo fueron completamente aplastados, y ella se tornó entonces en un “instrumento para honra, santificado, útil al Señor”.
El camino hacia la verdadera belleza
Jeanne Marie Bouvier de la Mothe nació en Montargis, Francia, unos 40 Km. al norte de París, el 18 de abril de 1648, un siglo después de iniciarse la Reforma. Sus padres pertenecían a la aristocracia francesa; eran muy respetados, y tenían inclinaciones religiosas como las de todos sus ancestros. Su padre ostentaba el título de Seigneur, o Señor, de la Mothe Vergonville.
Niñez y juventud
Durante la primera infancia, Jeanne fue víctima de una enfermedad que hizo a sus padres temer por su vida. Mas ella se recuperó, y a los dos años y medio de edad fue colocada en el Seminario de las Ursulinas, en su propia ciudad, a fin de ser educada por las monjas. Después de algún tiempo, regresó al hogar, mas su madre descuidaba su educación, dejándola casi siempre al cuidado de las criadas. Gran parte de su infancia, la niña estuvo yendo y viniendo entre su casa y el convento, y pasando de una escuela a otra. Cambió su lugar de residencia nueve veces en diez años.
En 1651, la Duquesa de Mont-bason llegó a Montargis, a fin de residir con las monjas benedictinas establecidas allí, y pidió al padre de Jeanne que permitiese que ésta, de cuatro años de edad, le hiciese compañía. Durante su estadía allí, la niña vino a comprender su necesidad de un Salvador por medio de un sueño que tuvo respecto de la miseria futura de los pecadores impenitentes; y entregó entonces definitivamente su vida y su corazón a Dios.
A los diez años de edad, Jeanne fue colocada en un convento para proseguir su educación. Cierto día encontró una Biblia, y como le gustaba mucho leer, ella se absorbió en su lectura. “Pasaba días enteros leyendo la Biblia”, cuenta, “sin prestar atención a ningún otro libro o a nada más, desde la mañana a la noche. Y como tenía buena memoria, memoricé completas las secciones históricas”. Este estudio de las Escrituras, sin duda, puso los fundamentos de su maravillosa vida de devoción y piedad. Por este tiempo se hizo sentir sobre su vida la importante influencia de una de sus hermanastras, quien suplió en parte la falta de preocupación de su madre.
Jeanne creció, y sus rasgos comenzaron a mostrar aquella belleza que más tarde la distinguió. La madre, contenta con su apariencia, se esmeraba en vestirla bien. El mundo la conquistó, y Cristo quedó casi olvidado. Tales cambios ocurrieron con frecuencia en sus primeras experiencias. Un día tenía buenos pensamientos y resoluciones, y al día siguiente todo quedaba atrás, y la vanidad y la mundanalidad llenaban su vida.
Un joven piadoso, un primo llamado De Tossi, yendo como misionero a Cochinchina, al pasar por Montargis, visitó a la familia. Su visita fue breve, pero impresionó profundamente a Jeanne, aunque entonces no estaba en casa ni vio a su primo. Cuando le contaron sobre su consagración y santidad, el corazón de ella se afligió tanto, que lloró el resto del día y la noche. Quedó conmovida con la idea de la diferencia entre su propia vida mundana y la vida piadosa de su primo. Toda su alma despertó entonces para tomar conciencia de su verdadera condición espiritual. Intentó renunciar a su mundanalidad, procuró adoptar una disposición mental religiosa y obtener perdón de todos a quienes pudiese haber perjudicado de cualquier forma. Visitó a los pobres, les llevó alimento y ropa, les enseñó el catecismo, y pasaba mucho tiempo leyendo y orando. Leyó libros devocionales como “La vida de Madame de Chantal” y las obras de Tomás de Kempis y Francisco de Sales. Procuraba imitar la piedad de ellos; sin embargo, todavía no hallaba la paz y el descanso del alma por medio de la fe en Cristo.
Tras un año de búsqueda sincera de Dios, se apasionó profundamente por un joven, un pariente próximo, aunque tenía apenas catorce años. Su mente estaba tan ocupada pensando en él que descuidó sus oraciones y comenzó a buscar en el amor terrenal el disfrute que buscara antes en Dios. A pesar de mantener aún una apariencia de piedad, en lo íntimo ésta le era indiferente. Comenzó a leer novelas románticas, y a pasar mucho tiempo delante del espejo, así que se volvió excesivamente vana. El mundo la tenía mucho en cuenta, pero su corazón no era recto delante de Dios.
En el año 1663, la familia La Mothe se trasladó a París, un paso que no les benefició espiritualmente. París era una ciudad alegre, sedienta de placeres, especialmente durante el reinado de Luis XIV, y la vanidad de Mademoiselle La Mothe creció insoportablemente. Tanto ella como sus padres se tornaron extremadamente mundanos, bajo la influencia de la sociedad a la que habían ingresado. El mundo le parecía ahora el único objeto digno de ser conquistado y poseído. Su belleza, dotes intelectuales y conversación brillante hicieron de ella una favorita en la sociedad. Su futuro marido, M. Jacques Guyon, hombre de gran riqueza, y muchos otros, pedirían su mano en casamiento.
El orgullo es tocado
Aunque no se sentía muy atraída a Monsieur Guyon, su padre acordó el casamiento, y ella accedió a su deseo. La boda tuvo lugar en 1664. Jeanne tenía casi 16 años, mientras su marido tenía ya 38. Luego descubrió que la casa a la cual fue llevada se volvería para ella una “casa de luto”. La suegra, mujer poco refinada, la gobernaba con mano de hierro, y aun la hostilizaba. El marido tenía buenas cualidades y la apreciaba mucho, pero diversas enfermedades físicas y sufrimientos a que estaba sujeto, además de la gran diferencia de edad entre él y su joven esposa, y el genio de la suegra, hicieron difícil su vida de recién casada. Su gran inteligencia y sensibilidad agudizaron aún más sus sufrimientos. Sus esperanzas terrenales fueron destruidas.
Más tarde, sin embargo, ella reconoció que todo había sido dispuesto misericordiosamente a fin de llamarla de aquella vida de orgullo y superficialidad. Dios permitiría que ella atravesase el fuego del horno de la aflicción, para que las impurezas fuesen removidas, y ella pudiese presentarse como un vaso de oro puro. “Era tal la fuerza de mi orgullo natural”, cuenta ella, “que nada aparte de una dispensación de sufrimiento podría haber quebrantado mi espíritu y hacerme volver a Dios”.
A pesar de haber comido el pan de la tristeza y mezclado con lágrimas su bebida, todo eso hizo que su alma se dirigiese a Dios y ella empezó a buscarlo, pidiendo su consuelo en sus tribulaciones. Poco después de un año de casada, tuvo un hijo, y sintió la necesidad de aproximarse a Dios, tanto por causa de él como por la suya propia.
Una calamidad tras otra sobrevinieron a Madame Guyon. Poco después de nacer su hijo, el marido perdió gran parte de su enorme fortuna, y esto amargó mucho a su avarienta suegra, quien solía responsabilizarla de todas sus desgracias. En el segundo año de matrimonio cayó enferma, y parecía a las puertas de la muerte; sin embargo, su enfermedad fue un medio de hacerla pensar más en las cosas espirituales. Su querida hermanastra murió, y después su madre. Con amargura aprendió que sólo podía encontrar descanso en Dios, y ahora lo buscó con sinceridad, y lo encontró, y nunca más se apartó de él.
A través de las obras de Kempis, de Sales, y la vida de Mme. Chantal, y de conversaciones con una piadosa dama inglesa, Madame Guyon aprendería mucho con respecto a las cosas espirituales. Después de una ausencia de cuatro años, su primo regresó de Cochinchina y su visita la ayudó espiritualmente.
El gozo de la salvación
Un humilde monje franciscano se sintió guiado por Dios para ir a verla, y él también le fue de gran ayuda. Fue este franciscano el primero que la llevó a ver claramente la necesidad de buscar a Cristo por la fe y no mediante obras externas, como lo había estado haciendo hasta entonces. Instruida por él, llegó a comprender que la verdadera fe era un asunto del corazón y del alma, y no una simple rutina de deberes y observancias ceremoniales como supusiera. “En aquel momento me sentí profundamente herida por el amor de Dios –una herida tan indescriptible que deseé jamás fuera curada. Tales palabras trajeron a mi corazón aquello que venía buscando por tantos años; o sea, me hicieron descubrir lo que allí se hallaba, y que de nada me servía por falta de conocimiento... Mi corazón había cambiado; Dios se hallaba allí; desde aquel momento Él me había dado una experiencia de su presencia en mi alma, no simplemente como un objeto percibido en el intelecto por la aplicación de la mente, sino como algo realmente poseído de la manera más dulce posible. Pude sentir esas palabras de Cantares: ‘Tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman’; pues percibí en mi alma una unción que, como un bálsamo saludable, sanó en un instante todas mis heridas.”
Madame Guyon tenía veinte años cuando recibió esta prueba definitiva de salvación por la fe en Cristo. Fue el 22 de julio de 1668. Después de esta experiencia, dijo: “Nada era más fácil ahora para mí que orar. Las horas pasaban fugazmente, en tanto yo nada podía hacer sino orar. La vehemencia de mi amor no me daba descanso.”
Algún tiempo después, ella podía decir: “Amo a Dios mucho más de lo que el amante más apasionado entre los hombres ama al objeto de su afecto terrenal”. “Este amor de Dios”, dice, “ocupaba mi corazón con tanta constancia y fuerza, que era muy difícil para mí pensar en otra cosa. Nada más me parecía digno de atención”. Agregó después: “Me despedí para siempre de las reuniones que frecuentaba, de los teatros y diversiones, de los bailes, de las caminatas sin propósito y de las fiestas de placer. Las diversiones y placeres tan considerados y estimados por el mundo, me parecían ahora tediosos e insípidos, de forma tal que me preguntaba cómo un día pude haberlos apreciado”.
Madame Guyon tuvo un segundo hijo en 1667, o sea, un año antes de pasar por la notable experiencia ya citada. Su tiempo estaba ahora ocupado en el cuidado de los hijos y la atención a los pobres y necesitados. Ella hacía que muchas jovencitas, hermosas pero pobres, aprendiesen un oficio, a fin de sentirse menos tentadas a llevar una vida de pecado. Hizo también mucho en beneficio de aquellas que ya habían caído en pecado. Con sus recursos, frecuentemente ayudaba a comerciantes y artesanos pobres a iniciar sus propios negocios. Y no cesaba de orar. En sus palabras: “Mi deseo de comunión con Dios era tan fuerte e insaciable que me levantaba a las cuatro de la mañana para orar”. La oración era el mayor deleite de su vida.
Las personas del mundo quedaban sorprendidas al ver a alguien tan joven, tan bella, tan intelectual, enteramente entregada a Dios. La sociedad amante del placer se sentía condenada por su vida, y procuraba perseguirla y ridiculizarla. Ni aun sus propios parientes la comprendían muy bien, y su suegra hacía todo para tornar su vida más difícil que nunca, logrando hasta cierto punto apartarla de su marido y su hijo mayor. Sin embargo, estas pruebas no la perturbaban tanto como lo hacían antes, pues ahora ella las consideraba como siendo permitidas por el Señor para mantenerla en humildad. Una tercera criatura, una hija, nació en 1669. Esta pequeña fue un gran consuelo para ella, aunque estaba destinada a dejarla en breve.
El camino de la consagración
Durante cerca de dos años, las experiencias religiosas de Madame Guyon continuaron profundizándose, pero luego se vio una vez más atraída hasta cierto punto por el mundo. En una visita a París, descuidó sus oraciones y se enredó con la sociedad mundana que había frecuentado antes. Al comprender esto, se apresuró a volver a casa, y su angustia por lo sucedido, al enfrentar su debilidad, era “como un fuego consumidor”. Durante un viaje por muchos lugares de Francia con su marido, en 1670, también tuvo muchas tentaciones para volver a la antigua vida de placer mundano. Su tristeza fue tan grande que incluso sentía que se alegraría si el Señor por su providencia la llevase de este mundo de tentación y pecado. Sus principales tentaciones eran las ropas y las conversaciones mundanas. Mas la reprobación de su conciencia era como un fuego quemando en su interior, y se sentía llena de amargura al reconocer su debilidad. Durante tres meses perdió su anterior comunión con Dios. Como resultado, su alma se volvió a una interrogante acerca de la vida santa. Deseaba que alguien le enseñase cómo vivir con mayor espiritualidad, cómo andar más cerca de Dios, y cómo ser “más que vencedora” en relación al mundo, a la carne y al diablo. Aunque esa era la época de Nicole y Arnaud, de Pascal y Racine, cristianos de percepción espiritual eran escasos entonces en Francia.
Cierto día en que atravesaba uno de los puentes sobre el río Sena, en París, acompañada por un criado, un hombre pobre con hábito religioso apareció de pronto a su lado y empezó a hablarle. “Ese hombre”, dice ella, “me habló de manera maravillosa sobre Dios y las cosas divinas”. Él parecía saber todo sobre la vida de ella, sus virtudes, sus faltas. “Él me dio a entender”, cuenta ella, “que Dios requiere no sólo un corazón del cual se pueda decir que fue perdonado, sino aquel que pueda ser designado propiamente como santo, que no era suficiente con evitar el infierno, sino que él también requería de mí la pureza más profunda y la perfección más absoluta”.
Al sentir su debilidad y necesidad de una experiencia espiritual más profunda, y habiendo recibido un mensaje tan directo de la providencia de Dios, Madame Guyon resolvió en aquel día entregarse de nuevo al Señor. Habiendo aprendido por experiencia que no era posible servir a Dios y al mundo al mismo tiempo, decidió: “A partir de este día, de esta hora, si es posible, perteneceré enteramente al Señor. El mundo no tendrá nada de mí”. Dos años más tarde, preparó y suscribió su histórico Tratado de la Consagración; mas la verdadera consagración parece haber sido completada aquel día.
Golpes purificadores
Ella se rindió sin reservas a la voluntad del Señor, y casi inmediatamente su consagración fue probada por una serie de golpes demoledores que servirían para purificar las impurezas de su naturaleza. Sus ídolos fueron destruidos uno tras otro, hasta que todas sus esperanzas, alegrías y ambiciones se concentraron en el Señor, y él comenzó entonces a usarla poderosamente en la edificación de su reino.
Su belleza, la mayor causa de su orgullo y conformidad con el mundo, fue el primer ídolo en ser derribado. El 4 de octubre de 1670, cuando tenía poco más de 22 años, el golpe cayó sobre ella como un relámpago del cielo. Jeanne cayó víctima de la viruela, en su forma más violenta, y su belleza desapareció casi por completo.
“Pero la devastación exterior fue equilibrada por la paz interior”, dice ella. “Mi alma se mantuvo en un estado de contentamiento mayor del que puede ser expresado.” Todos juzgaban que quedaría inconsolable. Mas lo que dijo fue: “Cuando estaba en cama, sufriendo la privación total de lo que había sido una trampa para mi orgullo, experimenté un gozo indescriptible. Alabé a Dios en profundo silencio”. También afirmó: “Cuando me recuperé lo suficiente para sentarme en la cama, pedí que me trajesen un espejo, y satisfice mi curiosidad mirándome en él. Ya no era más lo que había sido. Vi entonces que mi Padre celestial no había sido infiel en su obra, sino había ordenado el sacrificio en toda su plenitud”.
El ídolo siguiente, entre los que más amaba, fue su hijo menor, a quien era muy allegada. “Este golpe”, dice, “hirió mi corazón. Me sentí derrotada. Sin embargo, Dios me fortaleció en mi debilidad. Yo amaba tiernamente a mi hijo; mas, aunque estuviese perturbada con su muerte, vi la mano del Señor tan claramente que no pude llorar. Lo ofrecí a Dios, y exclamé con las palabras de Job: “El Señor dio, el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito”.
En 1672, su muy amado padre murió, y ese mismo año falleció también su hijita de tres años. Siguió luego la muerte de Genevieve Grainger, su amiga y consejera, y no tuvo ya ningún apoyo carnal a quien apegarse en sus pruebas y dificultades espirituales. En 1676, su marido, que se reconciliara con ella, fue de la misma manera alejado por la muerte. Como Job, ella perdió todo lo que más amaba en el mundo; mas comprobaba que el Señor permitía esas cosas para quebrantar su voluntad y su orgulloso corazón. Percibió nítidamente la mano del Señor en todas esas circunstancias, y exclamó: “¡Oh admirable conducta de mi Dios! No puede haber guía, ni apoyo, para quien tú llevas a las regiones de las tinieblas y de la muerte. No puede haber consejero, ni sustento para el hombre a quien tú has señalado para completa destrucción de su vida natural”. Por “destrucción de la vida natural”, ella quería significar el aniquilamiento de la carnalidad y del egoísmo.
Experiencias más profundas
A pesar de haber sido grandes las tribulaciones mencionadas, Madame Guyon había de pasar aún por una de sus pruebas mayores y más prolongadas. En 1674 entró en lo que más tarde llamó el “estado de privación o desolación”, que duró siete años. Durante todo ese período permaneció sin alegría espiritual, paz, o emociones de cualquier tipo, y tuvo que andar sólo por fe. Aunque continuó con sus devociones y obras de caridad, no sentía el placer y la satisfacción que sintiera antes. Parecía como si Dios no estuviese con ella, y cometió el error de imaginar que realmente eso había ocurrido. Había de aprender ahora a andar por la fe en lugar de hacerlo por sus sentimientos.
Nos sentimos llenos de alegría y paz verdadera cuando creemos (Rom. 15:13). Pero cuando contemplamos nuestros sentimientos y apartamos nuestros ojos del Señor, toda esa alegría y paz nos abandona. Madame Guyon parece haber cometido ese gran error, y durante siete años se mantuvo a la espera de sentimientos y emociones antes de aprender a vivir por sobre ellos y por la simple fe en Dios. Descubrió entonces que la vida de fe es mucho más elevada, santa y dichosa que aquella dominada por los sentimientos y emociones. Había estado pensando más en éstas que en el Señor, más en el don que en el Dador; pero finalmente su vida se alzó victoriosa por sobre las circunstancias y los sentimientos.
Casi siete años después de haber perdido su alegría y emoción, comenzó a tener correspondencia con el padre La Combe, a quien ella guiara a la salvación por la fe años antes. Él fue ahora el instrumento para llevarla hasta la luz límpida y a los rayos del sol de la experiencia cristiana, mostrándole que Dios no la había olvidado como imaginaba, sino que él estaba crucificando el “yo” en la vida de ella. La luz comenzó a surgir en su interior, y la oscuridad gradualmente se fue.
Ella marcó el día 22 de julio de 1680 como el día en que el padre La Combe debería orar especialmente a su favor, en caso de que su carta llegase a tiempo a sus manos. Aunque la distancia era grande, la carta llegó providencialmente a tiempo, y tanto él como Madame Guyon pasaron aquel día en ayuno y oración. Fue un día que quedó grabado en su memoria. Dios oyó y respondió sus oraciones. Las nubes oscuras se desvanecieron de su alma, y torrentes de gloria tomaron su lugar. El Espíritu Santo le abrió los ojos, a fin de reconocer que sus aflicciones eran en verdad las misericordias de Dios ocultas. Eran como túneles tenebrosos que sirven de atajo, a través de montañas de dificultades, hacia los valles de bendiciones que surgieron más adelante. Eran los carros de Dios que la llevaban a lo alto, en dirección al cielo. El vaso había sido purificado y adecuado para su habitación, y el Espíritu de Dios, el Consolador celestial, venía ahora a morar en su corazón. Toda su alma se llenó entonces de su gloria, y todas las cosas parecían plenas de alegría.
En sus “Torrentes espirituales”, describiendo la experiencia que había disfrutado, ella anota: “Sentía una paz profunda que parecía invadir mi alma entera, resultante del hecho de que todos mis deseos eran satisfechos en Dios. Nada temía; esto es, al analizar sus últimos resultados y relaciones, porque mi fe muy sólida ponía a Dios al frente de todas las perplejidades y sucesos.”
En otro punto dice: “Una característica de este grado más elevado de experiencia era una sensación de pureza interior. Mi mente se sentía tan unida a Dios, tan ligada a la naturaleza divina, que nada parecía tener poder para mancillarla y disminuir su pureza. Experimentaba la verdad de la declaración bíblica: Todas las cosas son puras para los puros”. Y, de nuevo, afirma: “A partir de aquella época, percibí que gozaba de libertad. Mi mente pasó a experimentar notable facilidad para hacer y sufrir todo lo que se presentase a la orden de la providencia de Dios. La orden de Dios se volvió su ley”.
Fructificación y plenitud
La vida de Madame Guyon pasó a caracterizarse entonces por gran sencillez y poder. Después de haber encontrado el camino de la salvación por la fe, ella fue el canal que condujo a muchas personas en Francia a la experiencia de la conversión o regeneración. Y ahora, desde que había pasado por una experiencia personal más profunda, rica y plena, comenzó a llevar a muchos otros a la experiencia de la santificación por la fe, o a una experiencia de “victoria sobre la vida del ‘yo’, o muerte del ego”, como acostumbraba llamarla.
Su alma ardía con la unción y el poder del Espíritu Santo, y donde iba era asediada por multitudes de almas hambrientas, sedientas, que venían a ella a fin de obtener el alimento espiritual que sus pastores no podían darles. Reavivamientos de la fe se iniciaban en casi todo lugar que visitaba, y en toda Francia cristianos sinceros comenzaban a buscar la experiencia más profunda que ella enseñaba.
El padre La Combe comenzó a difundir la doctrina con gran unción y poder. Luego, el gran Fénelon fue llevado a una experiencia más completa mediante las oraciones de Mme. Guyon, y él también comenzó a respaldar sus enseñanzas a través de Francia. Así, ellas penetraron en los círculos religiosos poderosos en la corte –entre los Beauvilliers, los Chevreuses, los Montemarts –quienes estaban bajo su dirección espiritual.
Fueron tantas las personas que pasaron a renunciar a su mundanalidad y pecaminosidad, y a consagrarse enteramente a Dios, que los sacerdotes y maestros mundanos comenzaron a sentirse condenados, y se dispusieron a perseguir a Madame Guyon y al padre La Combe, Fénelon y todos los demás que seguían la doctrina del “amor puro” o “muerte completa para la vida del yo”.
El padre La Combe fue arrojado a prisión y tan cruelmente torturado que su razón fue afectada. El corrupto y disoluto rey Luis XIV finalmente arrestó a Madame Guyon en el convento de Santa María. Mas ella había aprendido a sufrir, y soportó con paciencia las persecuciones, creciendo cada vez más espiritualmente. Sus horas en prisión las empleaba en la oración, en la adoración, y escribiendo, aunque estuviese enferma por la falta de aire y otras inconveniencias en su pequeña celda.
Después de ocho meses, sus amigos consiguieron libertarla. Los enemigos habían intentado envenenarla cuando se hallaba en prisión, y ella sufrió por siete años los efectos del veneno. Sin embargo, sus obras eran ya vendidas y leídas en Francia y en muchas otras partes de Europa. A través de ellas, multitudes fueron llevadas a Cristo y a una experiencia espiritual más profunda.
En 1695 fue nuevamente encarcelada por orden del rey, siendo ahora llevada al castillo de Vincennes. Al año siguiente, fue transferida a una prisión en Vaugiard. En 1698 la llevaron a una mazmorra en la Bastilla, la histórica y odiada prisión de París. Allí permaneció siete años, mas era tan grande su fe en Dios, que la celda le parecía un palacio. Después fue desterrada a un pueblo de la diócesis de Blois, donde pasó unos quince años en silencio y aislamiento con su hijo. Así pasó el resto de su vida al servicio del Maestro, muriendo en perfecta paz, y sin siquiera una sombra en cuanto a la plenitud de sus esperanzas y alegría, en el año 1717, a los 69 años de edad.
Madame Guyon dejó cerca de sesenta volúmenes escritos por ella. Muchos de sus más bellos poemas y algunos de sus libros más valiosos fueron escritos durante sus años de prisión. Algunos himnos son muy conocidos, y sus escritos fueron una poderosa influencia para el bien en este mundo de pecado y sufrimiento. Su experiencia cristiana tal vez sea mejor descrita en las siguientes palabras salidas de su pluma:
“Nada me queda, ni lugar ni tiempo;
mi país es cualquiera;
me siento tranquila y libre de cuidados,
en cualquier lugar, pues allí Dios está”.
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Seleccionado de “Deeper Experiences of Famous Christians”.
.Una revista para todo cristiano • Nº 22 • Julio - Agosto 2003
PORTADA
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Andrew Murray, el notable predicador y escritor sudafricano, autor de más de 250 libros, es uno de los grandes maestros dados por Dios a la Iglesia. Su vasta obra es una continua fuente de inspiración para cristianos de diversas generaciones.
Una pluma inspirada
Andrew Murray nació en Sudáfrica el 9 de mayo de 1828, en el seno de una familia escocesa. Su padre era un pastor vinculado a la Iglesia Presbiteriana de Escocia y a la Iglesia Reformada Holandesa, lo cual fue decisivo en la formación del fervoroso espíritu holandés de Murray.
Fue enviado por su padre a Escocia a los diez años de edad, para recibir una completa formación académica. En ese tiempo, un gran avivamiento espiritual estaba sacudiendo ese país. El hombre que Dios usó para llevarlo a cabo fue el joven ministro William C. Burns, quien llegó a tener una gran influencia sobre Andrew, ya que con él compartía largas veladas en casa del tío John Murray.
Seis años más tarde, Andrew viajó a Holanda para completar sus estudios. Estando en Utrecht experimentó el nuevo nacimiento, a los 16 años de edad.
Tras diez años de ausencia, Andrew retornó a Sudáfrica como pastor y evangelista. Su disposición juvenil y juguetona era tan sobresaliente, que cautivó el corazón de sus hermanos pequeños, los cuales solían decir: “Nuestro hermano Andrew ¿es realmente un pastor? ¡Parece exactamente como uno de nosotros!”.
Cuando Murray tenía 28 años de edad contrajo matrimonio con Emma Rutherford, la hija menor de un pastor inglés de la Ciudad de El Cabo. Tuvieron 10 hijos. La ayuda de Emma fue vital en su ministerio, especialmente en su labor como escritor.
En 1860 vino un gran avivamiento sobre Sudáfrica, tal como un par de años antes había venido sobre Estados Unidos y Europa. Murray fue testigo de este avivamiento mientras pastoreaba en Worcester. En un comienzo, temiendo que se tratara de una simple oleada de emoción, Murray trató de detener su fuerza entre los jóvenes de su congregación, pero hubo de rendirse ante los sólidos frutos que comenzó a ver en la vida de muchos cristianos.
Sin duda, esta fue una experiencia que influyó por el resto de su vida y que lo sumergió en las profundidades del caminar en el Espíritu que había anhelado y por el cual tanto había orado. Desde entonces la predicación de Murray adquirió una calidad intangible tan sobrenatural que de verdad puede decirse que ministraba “en el poder del Espíritu”.
Sin embargo, Murray era poseído permanentemente por un sentimiento de insatisfacción respecto de su propio ministerio. Al mirar el estado espiritual de sus ovejas se echaba sobre sí la responsabilidad de su falta de edificación. A veces hasta llegaba a desanimarse. De ahí surgió la visión de enseñar acerca de cómo permanecer en Cristo para una vida espiritual más profunda. “Hay que conducir a los hijos de Dios al secreto de tener la posibilidad de una comunión ininterrumpida con Jesús de una manera personal” – decía.
En 1877, viajó por primera vez a los Estados Unidos y participó de muchas conferencias de santidad allí y en Europa. Su teología era conservadora, y se oponía francamente al liberalismo.
En la escuela del dolor
Andrew Murray aprendió sus más preciosas lecciones espirituales por medio de la “escuela del dolor”, principalmente después de que en 1879 lo aquejara una seria enfermedad a la garganta que lo dejó sin voz por casi dos años. Después de buscar al Señor en oración incesante, fue sanado en el Hogar “Bethshan”, en Londres, fundado por W.E. Boardman, autor del libro “El Señor tu Sanador”. Su sanidad fue tan completa que nunca más tuvo ningún problema con su garganta. A pesar del gran esfuerzo a que la sometía permanentemente, su voz mantuvo tal fuerza y musicalidad que asombraba a todos. Como resultado de esa experiencia, Murray vino a creer que los dones milagrosos del Espíritu Santo no se limitaban a la iglesia primitiva.
Su hija menor, Annie, quien fuera por largos años su secretaria privada, testificó así después de la enfermedad de su padre: “Fue después del ‘tiempo de silencio’ que Dios se acercó tanto a mi padre y que él vio más claramente el significado de una vida de completa entrega y de fe sencilla. Entonces empezó a mostrar en todas sus relaciones esa permanente ternura, esa serena benevolencia y esa consideración sin egoísmo hacia los demás. Todo esto fue lo que caracterizó su vida cada vez más y más. Poco a poco también se fue desarrollando en él esa maravillosa, sobria y bella humildad que nunca hubiera podido fingir, sino que solamente podía ser la obra del Espíritu que moraba en él, y que podían sentir inmediatamente todos los que llegaron a tener contacto con él”.
Otras experiencias dolorosas para Andrés Murray fueron dos accidentes que tuvo mientras viajaba en carro cuando realizaba sendas giras evangelísticas Como producto de la primera se fracturó un brazo, y en la segunda recibió una seria lesión en una pierna y en su columna vertebral. Las secuelas de estos accidentes fueron duraderas, pues desde entonces Murray cojeó al caminar. Para él, éste fue su Peniel, porque a partir de estas experiencias Murray se convirtió en un príncipe que persuadía a Dios en una forma mayor a través de la oración. Fue conducido hacia una vida de oración aún más profunda y aprendió lo que era realmente el poder de la intercesión. “Sus extraordinarios libros sobre la oración –escribió Annie– fueron todos escritos después de ese último accidente, y la influencia que han tenido no puede ser medida por hombre alguno. Dios se glorificó a sí mismo en su servidor, y a pesar de su cojera, vivió hasta completar una buena vejez.”
Keswick
En 1895, Andrew Murray fue invitado a la Convención de Keswick, en Inglaterra. Esta Convención, que se realizaba todos los años, era conocida en todo el mundo cristiano por promover una mayor intensidad espiritual. La enseñanza de Keswick enfatizaba la necesidad de que cada hijo de Dios fuera lleno y guiado permanentemente por el Espíritu Santo, lo cual lo capacitaría para vivir aquí en la tierra una vida agradable a Dios. También enfatizaba la limpieza completa de los pecados mediante la sangre preciosa de Jesús y la necesidad de una entrega más completa al Señor. Murray sintió desde el principio mucha afinidad con esta enseñanza, pues la había estado predicando desde antes de conocer el movimiento de Keswick. En aquella oportunidad, los mensajes de Murray estuvieron llenos de poder, a pesar de que su aspecto físico era débil. “Uno siente la presencia de Cristo todas las veces que uno está con él”, era el comentario corriente.
Al describir el efecto que Murray ejerció sobre los que le escucharon en Keswick, Evan H. Hopkins, el timonel de esa Convención, dijo: “Sus mensajes tocaron la cuerda sensible en muchas personas, con un poder poco común … parecía como si nadie fuera capaz de escapar, como si nadie pudiera escoger otra cosa que no fuera dejar que Cristo mismo, en el poder de Su Espíritu vivo, fuera el Único en vivir en nosotros, aunque el costo fuera que nos tocara morir por causa de él … Al tratar el Sr. Murray esto, profundizando cada vez a medida que transcurrían los días, algunos de nosotros recordamos los primeros días de Keswick, cuando un temor reverente hacia Dios descendió sobre toda la asamblea, en una forma tal que el autor no ha vuelto a ver otra cosa igual …”.
Durante los últimos 28 años de su vida, Murray fue considerado el padre del Movimiento Keswick en Sudáfrica. Los resultados de las conferencias anuales en Sudáfrica fueron perdurables en las iglesias de la región. Muchos de los obreros que sobresalieron en las distintas iglesias y misiones, recibieron su inspiración y entrenamiento espiritual en estas reuniones.
Una de las características más sobresalientes de estas reuniones fue el gran número de personas que participaron en la experiencia específica de alcanzar la victoria y poder sobre el pecado.
El mensaje de Murray siempre era sencillo: “Venga a Jesús; permanezca en él; trabaje a través de él”. Repetidamente él hacía énfasis en la palabrita central “en”. “Las dos partes de la promesa: ‘Permaneced en mí y yo en vosotros’ encuentran su unión en esta palabrita tan significativa. No hay palabra más profunda en todas las Escrituras” – declaraba él.
Una noble vejez
A medida que Murray envejecía, su presencia causaba una fuerte impresión en todos quienes le conocían: “Como el árbol que produce más frutos se dobla cada vez más y casi se parte bajo el mismo peso, así entre más santo se volvía y entre más famoso se hacía, más humilde parecía y más se iluminaba su rostro con la gloria que estaba dentro de él.”
Cierta vez su hija le preguntó: “¿Qué haces ahí tan tranquilo, tomando el sol, padre?”. “Estoy pidiéndole a Dios que me muestre la necesidad de la iglesia y que me dé un mensaje para suplir esa necesidad” – contestó él.
Un amigo escribió: “Lo vi cinco meses antes de su muerte, y su venerable rostro brillaba como las montañas de los Alpes, que brillan con brillo del ocaso: tan radiante, tan benigno, con una pureza que salía de su interior”.
en su último cumpleaños se le preguntó si se sentía desilusionado porque Dios había permitido que su cojera y su sordera le impidieran llevar una vida más activa. “Es una decisión bondadosa de mi Padre –contestó tranquilamente–. Dios me ha excluido de la vida de actividad incesante en que yo me encontraba en los años anteriores, y me ha encerrado en una mayor quietud, en la que puedo dedicarle más tiempo a la meditación y a la oración. En la soledad y en el silencio, el Señor me da mensajes preciosos que trato de transmitir a los demás a través de mis escritos.”
Su exhortación a los que le acompañaron en su último cumpleaños –el número 88– fue: “Hijos de Dios, dejen que su Padre los conduzca. No piensen en lo que ustedes pueden hacer, sino en lo que Dios puede hacer en ustedes y a través de ustedes.”
Un generoso legado
Por creer en lo que Dios puede hacer por medio de la literatura, Andrew Murray escribió más de 250 libros e innumerables artículos. Su obra tocó y toca a la Iglesia en el mundo entero por medio de profundos escritos, entre los que destacan “El Espíritu de Cristo”, “El más Santo de todos”, “Con Cristo en la Escuela de la Oración”, “permaneced en Cristo”, “Criando sus Hijos para Cristo” y “Humildad”. Sus libros son considerados clásicos de la literatura cristiana. Sin embargo, pese a escribir tantos libros, nunca quiso escribir su autobiografía.
Murió el 18 de enero de 1917, tal como lo había anunciado: en su cama y rodeado de sus hijos. Su esposa había muerto doce años antes.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 22 • Julio - Agosto 2003
PORTADA
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Testimonio personal de Andrew Murray
Dado en la Convención de Keswick, en 1895
Encontramos las siguientes palabras en el Salmo 78:34: “Si los hacía morir, entonces buscaban a Dios”. Cuando me pidieron que diera mi testimonio, yo dije que tenía dudas en cuanto a su conveniencia. Todos sabemos cuán útil es el testimonio de un hombre que pueda decir: “Allí estaba yo; me arrodillé y Dios me ayudó y así entré a una vida mejor”. Sin embargo, yo no puedo decir tal cosa, aunque sé cuánta bendición me han traído con frecuencia tales testimonios para el fortalecimiento de mi propia fe. Quienes deseaban que yo hablase, me dieron esta respuesta: “Tal vez existan muchos en Keswick para quienes un testimonio acerca de una vida de grandes luchas y dificultades sea útil.” Yo respondí: “Si fuere así, déjenme contar, para la gloria de Dios, cómo él me ha conducido.”
Algunos de ustedes habrán oído cómo he hecho énfasis en las dos etapas de la vida cristiana, y del paso de una a la otra. Los primeros diez años de mi vida espiritual los pasé abiertamente en la etapa inferior. Yo era un ministro muy celoso, serio y feliz como ningún otro, en lo tocante al amor por el trabajo. Sin embargo, mi corazón ardía con una insatisfacción e inquietud inexpresables. ¿Por qué? Yo nunca había aprendido, a pesar de mi teología, que la obediencia era posible. Mi justificación por la fe era tan clara como la luz del día. Yo sabía la hora en que recibí de Dios la alegría del perdón.
Recuerdo que en mi pequeño cuarto en Bloemfontein, yo acostumbraba a sentarme y pensar: “¿Cuál es el problema? Aquí estoy yo, consciente de que Dios me justificó en la sangre de Cristo, pero no tengo poder para el servicio”. Mis pensamientos, mis palabras, mis acciones, mi infidelidad – todo me preocupaba. Aunque a mi alrededor todos pensaban que yo era uno de los hombres más consagrados, mi vida estaba llena de la más profunda insatisfacción. Yo luchaba y oraba lo mejor que podía.
Cierto día estaba conversando con un misionero. No creo que él mismo supiese mucho sobre el poder de la santificación – él lo habría admitido. Cuando estábamos conversando, al notar mi sinceridad, él dijo: “Hermano, recuerde que cuando Dios pone un deseo en el corazón, él lo cumple”. Eso me ayudó; pensé en esas palabras más de cien veces. Quiero decirles lo mismo a ustedes que están arrastrándose y luchando en el pantano del desamparo y la duda. El deseo que Dios ponga en sus corazones, él lo cumplirá.
Dios le mostrará su lugar
Yo fui grandemente ayudado en esa época leyendo un libro titulado “Parábolas de la naturaleza”. Una de esas parábolas muestra que después de la creación de la tierra, un cierto día se encontraron un grupo de grillos. Uno de ellos comenzó a decir: “Oh, me siento tan feliz. Durante algún tiempo estuve saltando en busca de un lugar donde morar, pero no encontraba nada que me sirviese. Finalmente me metí dentro de la corteza de un viejo árbol y concluí que ése era el lugar ideal para mí.” Otro dijo: “Yo estuve allá un tiempo, pero no me gustó (era un grillo de campo). Finalmente, me subí a una alta mata de hierba y cuando estaba agarrado a ella y balanceándome al viento, sentí que aquél era el lugar para mí”. Entonces un tercer grillo declaró: “Bien, yo probé con la corteza del viejo árbol y también con la mata de hierba, pero siento que Dios no hizo un lugar para mí y me siento infeliz.”
Entonces la anciana mamá-grillo habló: “Mi hijo: no hable así. Su Creador nunca hizo a alguien sin preparar un lugar para él. Espere y usted lo hallará a su debido tiempo.” Algún tiempo después los mismos grillos se encontraron de nuevo y comenzaron a conversar. La anciana madre dijo: “Ahora hijo mío, ¿qué cuenta usted?”. El grillo respondió: “Lo que la señora dijo aquella vez era verdad. ¿Se acuerdan ustedes de aquellas personas extrañas que estaban aquí? Construyeron una casa e hicieron su hogar, y ¿saben qué? cuando me introduje allí, cerca del fuego, me sentí calentito y descubrí que ese era el lugar que Dios había hecho para mí”.
Esa pequeña parábola me ayudó muchísimo. Si alguien está diciendo que Dios no tiene un lugar para él, confíe en el Señor y espere; Él le ayudará y le mostrará su lugar. Usted sabe cómo Dios guió a Israel durante los cuarenta años en el desierto; así también fue mi tiempo por el desierto. Yo estaba sirviendo al Señor de todo corazón; sin embargo, frecuentemente todo oscurecía y mi corazón clamaba: “Estoy pecando contra el Dios que me ama tanto”.
Así el Señor me guió hasta completar once o doce años en Bloem-fontein. Después me llevó a otra congregación, en Worcester, más o menos en la época en que el Espíritu Santo de Dios estaba siendo derramado en América, Escocia e Irlanda. En 1860, cuando yo completaba seis meses en esa congregación, Dios derramó su Espíritu en respuesta a mi predicación, especialmente cuando yo viajaba de un lado a otro del país, y recibí una bendición indescriptible. La primera edición holandesa de mi libro “Permaneced en Cristo” fue escrita en aquella época. Sería bueno mencionar que un ministro o autor cristiano puede frecuentemente ser llevado a decir más de lo que ha experimentado.
En ese entonces yo no había experimentado todo lo que escribí. No puedo decir que lo he experimentado todo perfectamente, ni siquiera ahora mismo. Pero si fuéremos sinceros al buscar, confiando en Dios en todas las circunstancias y recibiendo siempre la verdad, Él hará que ella permanezca en nuestros corazones. Pero permítanme advertirles a no hallar mucha satisfacción en sus propios pensamientos o en los pensamientos de otros. Los más profundos y más hermosos pensamientos no pueden alimentar el alma, a menos que usted vaya a Dios y deje que Él le conceda realidad y fe.
Buscando y recibiendo
Dios me ayudó, y durante siete u ocho años seguí adelante, siempre investigando y buscando, pero también siempre recibiendo. Lo que queremos es confiar más en Dios. Él me ayudó a confiar en él, en las tinieblas y en la luz. Después, en 1870, vino el gran Movimiento de Santidad. Las cartas que aparecieron en la revista “El Despertar Espiritual” me tocaron profundamente, y estuve en comunión íntima con lo que sucedió en Oxford y Brighton, y todo eso me ayudó.
Si he de hablar sobre mi consagración, tal vez pudiese contar sobre una noche en mi escritorio en Ciudad de El Cabo. Sin embargo, no puedo decir que eso fuera mi liberación, porque yo todavía estaba luchando. Yo diría que lo que nosotros necesitamos es la obediencia completa. No seamos como Saúl, que después de haber sido ungido, falló en el caso de Agag, en aceptar el juicio máximo de Dios contra el pecado.
Más tarde, mi mente se concentró mucho en el bautismo del Espíritu Santo, y me entregué a Dios tan completamente como pude, para recibir este bautismo del Espíritu. Pero todavía me sentía un fracasado; que Dios me perdone por eso. De alguna forma, era como si yo no pudiese conseguir lo que quería. A través de todos estos tropiezos, Dios me condujo, sin ninguna experiencia especial que pueda mencionar. Pero ahora, cuando miro hacia atrás, creo que Él me estaba dando más y más de su bendito Espíritu, si lo hubiese yo sabido mejor.
Últimas enseñanzas
Tal vez mi ayuda a ustedes sea mayor si yo no hablase de alguna experiencia en especial, sino de lo que Dios me ha dado ahora en contraste con los diez primeros años de mi vida cristiana.
En primer lugar, he aprendido a presentarme delante de Dios cada día, como un vaso listo para ser llenado de su Espíritu Santo. Él me ha llenado de la bendita seguridad de que, como eterno Dios, ha asegurado su propia obra en mí. Si existe una lección que estoy aprendiendo día a día es ésta: que Dios es quien obra todo en todos. ¡Oh, si yo pudiese ayudar a cada hermano o hermana a comprender eso! Voy a decirles dónde ustedes probablemente están fallando: Todavía no creen de todo corazón que Él está desarrollando su salvación en ustedes. Ustedes pueden dar fe de que si un pintor comienza una pintura, él debe saber cómo va cada tonalidad y cada toque en el lienzo. Asimismo, ustedes dan fe que si un carpintero fabrica una mesa o un banco, él sabe cómo hacer su trabajo. Pero ustedes no creen que el Dios eterno esté formando la imagen de su Hijo en ustedes, como cualquier hermana aquí haría una labor de fantasía o adorno siguiendo el modelo en cada detalle.
Piense en esto: “¿No podrá Dios obrar en mí el objeto de su amor?”. Esta labor debe ser perfecta, cada punto necesita estar en su lugar. Así que, recuerde: ningún minuto de su vida debe pasar sin Dios. No creemos en eso; más bien queremos que Dios aparezca de vez en cuando – por ejemplo, por la mañana; y después pasamos dos o tres horas por nuestra cuenta, y entonces Él puede aparecer de nuevo. ¡No! Dios debe ser, en cada momento, aquel que trabaja en su alma.
Una vez estaba predicando, y vino una señora a hablar conmigo. Era una mujer muy religiosa, y yo le pregunté: “¿Cómo le va?”. Su respuesta fue: “Ay, como siempre, a veces luz, a veces tinieblas”. “Mi querida hermana, ¿dónde encontramos eso en la Biblia?”. Ella dijo: “Tenemos el día y la noche en la naturaleza, y así exactamente ocurre con nuestras almas”. “¡No, no! En la Biblia nosotros leemos: ‘Tu sol no se pondrá jamás’. Déjeme creer que soy hijo de Dios, y que el Padre, en Cristo, a través del Espíritu Santo, puso su amor en mí y puedo habitar en su presencia, no sólo esporádicamente, sino permanentemente. El velo fue rasgado; el lugar Santísimo fue abierto. Por la gracia de mi Dios, debo hacer de ese lugar mi habitación, y allí mi Dios me va a enseñar lo que yo nunca podría haber aprendido mientras estuve al lado de afuera. Mi hogar es siempre el amor constante del Padre que está en los cielos.
Sólo el comienzo
Ustedes me preguntarán: “¿Usted está satisfecho? ¿Consiguió todo lo que quería?”. ¡Dios no permita tal cosa! Con el sentimiento más profundo de mi alma puedo decir que estoy satisfecho con Jesús ahora, pero existe también la conciencia de cuánto más plena puede ser la revelación de la excelente grandeza de Su gracia. Nunca dudemos en decir: “Esto es sólo el comienzo”. cuando somos llevados para adentro del lugar Santísimo, estamos apenas comenzando a ocupar nuestra posición correcta con el Padre.
Que Dios nos muestre nuestra propia insignificancia y nos transforme a la imagen de su Hijo, ayudándonos para salir y ser una bendición para nuestros semejantes. Confiemos en Él y alabémoslo, aun estando conscientes de nuestra completa indignidad, conociendo nuestro fracaso y nuestra tendencia pecaminosa. De todas maneras, creamos que nuestro Dios se complace en habitar en nosotros y esperemos incesantemente Su gracia aún más abundante.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 21 • Mayo - Junio 2003
PORTADA
La crisis espiritual de Johannes Tauler
Johannes Tauler nació en Strassburg, Alemania, cerca del año 1290. Discípulo de Johannes Eckart, fue uno de los más prominentes representantes del misticismo medieval alemán, y uno de los mayores predicadores de su tiempo. Hizo mucho para preparar el camino para Lutero y la Reforma.
Su don de la predicación era tan grande que “toda la ciudad pendía de sus labios”. Usaba de un lenguaje sencillo, y traía gran consuelo al corazón de sus oyentes con el mensaje del evangelio, en días muy difíciles. Predicaba la necesidad de arrepentimiento, el sacerdocio universal de los creyentes, mostrando que Jesús mora en el corazón de todos los creyentes.
Cierto día, Tauler quedó muy sorprendido cuando un humilde suizo, perteneciente a la Sociedad de los “Amigos de Dios”, llamado Nicolás de Basle, atravesó las montañas, entró en su lugar de culto, y le dijo:
–¡El Dr. Tauler necesita morir! Antes de que pueda hacer su mayor trabajo para Dios, para el mundo y para la ciudad, el señor necesita morir para sí mismo, para sus dones, su popularidad y hasta incluso su bondad, y cuando hubiere aprendido el total significado de la cruz, tendrá un nuevo poder ante Dios y los hombres.
Al principio él se sintió ofendido con esta intromisión, pero por fin dejó su púlpito por algún tiempo, y se recogió para meditar, orar y hacer un examen de su corazón. A medida que la visión de volvió más clara, él vino a reconocer cuánto de su ministerio había sido inspirado por el arraigado deseo de impresionar, no simplemente por amor a Cristo, sino procurando mantener y aumentar su propio prestigio.
Finalmente, acabó por dejar la “gloria de la vida mortal” al pie de la cruz, y resolvió tener un solo objetivo, sólo uno, Jesucristo y éste crucificado. A partir de aquel momento su predicación comenzó a ayudar a las personas como nunca lo hiciera antes.
Cuando vinieron los reformadores, en siglos posteriores, reconocieron en Tauler un predecesor suyo, como Wiclife y Juan Huss. La obra de Lutero le debe mucho a este piadoso místico alemán, y él mismo solía recomendar la lectura de sus sermones a los jóvenes.
Johannes Tauler murió en 1361.
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.Una revista para todo cristiano • Nº 21 • Mayo - Junio 2003
PORTADA
He aquí la historia de Evan Henry Hopkins, quien fuera por casi cuarenta años el mentor y guía de la famosa Conferencia de Keswick, en la segunda mitad del siglo XIX, una de las más fructíferas en la historia de la Iglesia.
Era un sermón encarnado
Evan Hopkins nació en Inglaterra en 1837. Siendo muy joven se graduó en una Universidad como Ingeniero de Minas. A los 26 años, ayudado por un guardacostas, Evan Hopkins fue salvo. Curiosamente, para el guardacostas, Evan fue su primer convertido, pues él mismo se había convertido ¡el día anterior!
Sintiendo un gran deseo de conocer más la Palabra de Dios, Hopkins entró a la “Escuela de Teología” del “King’s College”, en Londres. Al concluir sus estudios, fue ordenado pastor de la “Iglesia de Inglaterra”.
Por la excelente preparación que recibió, tanto en la Universidad como en la “Escuela de Teología”, Evan Hopkins era un hombre muy educado y culto.
Procuraba trabajar diligentemente y el Señor pudo usarlo mucho. Ayudó a innumerables hermanos. Por diez años, Evan Hopkins realmente se dedicó al servicio de su Maestro. Pero, después de todos esos años de tanto trabajo, él no se sentía satisfecho. Por esos diez años él estaba con hambre y deseaba algo que lo pudiese satisfacer. Evan Hopkins sentía que no podía exponer tal situación a los otros hermanos, pues todos le miraban con cierta confianza. Él, que procuraba animar a los hermanos a seguir al Señor, se sentía insatisfecho y con hambre.
Un encuentro especial con su Señor
Cierto día, en mayo de 1873, cuando tenía 36 años, Evan Hopkins fue invitado a participar de una pequeña reunión. Estaba ocurriendo en aquella época un gran mover del Espíritu en Europa. El Señor estaba usando grandemente al hermano Robert Pearsall Smith, un cuáquero americano, y muchos hermanos eran llevados a ver al Señor de una nueva forma, en pequeñas reuniones, conocidas como “reuniones de consagración”. Al llegar al local donde se realizaría la reunión, Evan Hopkins quedó sorprendido al ver que, junto con él, había dieciséis invitados muy conocidos y famosos. Él pensaba que era el único predicador que, a pesar de haber sido usado por el Señor para ayudar a otros hermanos, se sentía sin poder, hambriento e insatisfecho interiormente.
Smith predicaba que la santificación, lo mismo que la justificación, se recibía por medio de la fe. Evan Hopkins nunca pudo olvidar aquel día. Él lo llamó “aquel día de mayo”. En aquella reunión él se encontró con su Booz. En aquellos diez años anteriores él estuvo, diligentemente, recogiendo en el campo, ayudando a otros a recoger, pero aquel día sus ojos fueron abiertos y él oyó acerca del hecho de “Permaneced en mí”.
Su esposa testificó más tarde diciendo: “Yo me acuerdo bien de su regreso a casa, profundamente tocado por lo que vio y experimentó. Él me dijo que se sentía como alguien que hubiera visto una tierra amplia y linda, donde fluye leche y miel. Esta tierra debía ser poseída. Era de él. A medida que la describía, percibí que había recibido una bendición desbordante, mucho más de lo que yo conocía.”
Más tarde, a través de un versículo, el Señor le dio una luz, le abrió los ojos, y por el resto de su vida él no se separó más de ese versículo. Está en 2ª Corintios 9:8: “Y poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”. A través de esta palabra “toda” que aparece repetidamente en este versículo, sus ojos fueron abiertos. Él comenzó, entonces, a ver toda la suficiencia de Cristo. Por eso dice que vio la tierra que fluye leche y miel, que debe ser poseída y que era de él.
Ahora él tenía la luz. Por toda la historia de la Iglesia esta antorcha de luz ha pasado de mano en mano. Y el Señor lo capacitó también para pasar esta luz a otros, para que ellos, a su vez, también la pasen más adelante, para que sepamos que debemos permanecer en Cristo. Evan Hopkins pudo ayudar grandemente a otros hermanos. Él recibió la antorcha de luz del Señor y la pasó a otros hermanos.
Durante algunos años, el Señor usó maravillosamente aquellas pequeñas “reuniones de consagración”. Ahora, pues, el Señor comenzó a hacer algo más.
El Señor hace algo en una escala mayor
En 1874, en el verano, hubo una conferencia de una semana en Broadlands. Estaban allí cerca de 100 hermanos reunidos, procedentes de diferentes localidades y circunstancias, pero que, habiendo sido atraídos por el Señor, quisieron reunirse durante esos días. Entre ellos había algunos teólogos que habían ido con una mente muy crítica; pero, por haber sido, de alguna forma, atraídos por el Señor, ellos acudieron. Estos hermanos resolvieron hacer esta conferencia porque ya se habían encontrado algunas veces, en diversos lugares, en las “reuniones de consagración”, y tuvieron un gran deseo de poder reunirse en una conferencia para compartir sus experiencias. Aunque había muchas diferencias entre ellos, el punto común que había era muy fuerte y vital, era Cristo mismo. Cristo era su centro de atracción.
La experiencia fue tan buena que resolvieron tener otra conferencia en el mes siguiente. Así fue cómo en agosto de 1874, en Oxford, tuvieron su segunda conferencia, pero esta vez no de una semana, sino de 10 días. El Señor realizó una gran obra allí. Evan Hopkins fue uno de los conferencistas, y el Señor lo usó para entregar un mensaje que estaba en Su corazón. El río de vida fluía del trono de la gracia.
Los hermanos allí presentes fueron profundamente tocados por el Señor, y llevados a ver aquella misma luz que Evan Hopkins había visto. Había allí muchos líderes famosos. Uno de ellos fue especialmente ayudado cuando Evan Hopkins habló sobre la historia del hombre noble cuyo hijo estaban enfermo: “En el camino de ida hacia Jesús aquel hombre tenía fe, la fe que busca. Pero en el camino de vuelta hacia su casa, él tenía la fe que descansa”. Aquel hermano se sintió en la misma situación de aquel hombre noble. Su fe en el Señor era una fe que buscaba. Pero a través de aquella palabra, él simplemente descansó en la Palabra de Jesús.
Dentro de dos meses hubo otras dos conferencias donde también el Señor obró grandemente. Y en el año siguiente, una vez más el Señor reunió a su pueblo. Desde el 29 de mayo al 7 de junio, siete mil hermanos se reunieron. Veintitrés naciones estuvieron allí representadas. Y nuevamente el Señor visitó a su pueblo con su Palabra.
La próxima conferencia fue en julio, en una bella ciudad inglesa llamada Keswick. Y a partir de esa época, cada año, en el mes de julio, el Señor reunía allí a su pueblo y lo suplía con su Palabra. Durante 39 años, Evan Hopkins siempre estuvo presente en las conferencias en Keswick. No sólo como conferencista, sino también como gran líder, casi como un piloto que se quedaba en la parte posterior cuando otros hermanos estaban al frente. Él estaba siempre escondido, pero el Señor realmente lo usó, y de una forma muy especial.
El gran tema de Keswick era, según Frances Ridley Havergal: “La santidad por medio de la fe en Jesús, no por esfuerzo propio”. Watchman Nee cierta vez dijo que el púlpito de Keswick era, en aquella época, el más elevado púlpito del mundo. Allí, durante esos 39 años, el Señor suplió abundantemente a su pueblo con su Palabra.
Foulleton dice, respecto de Hopkins: “La santidad que él predicaba era más que una teoría, era su propia vida. Otros eran apenas conferencistas, él era un líder. Evan Hopkins era el poder detrás del trono. Él no sólo era el teólogo de Keswick, sino que era también el guardián del púlpito. Por un lado, estaba atento para descubrir nuevas voces que pudiesen dar testimonio de la verdad. Por otro, procuraba impedir la aceptación de cualquier persona para predicar que no tuviese la experiencia personal de las cosas que predicaba.”
Alex Smellie, uno de sus biógrafos, escribió: “Él era un sermón encarnado. El brillo de la Patria mejor –donde invertía sus días y noches– temblaba en su alma y se articulaba en sus palabras; era un brillo no solamente audible, sino visible”. Él era llamado por las personas como “el amado Evan Hopkins”. F.B. Meyer dice respecto de él: “nuestro hermano siempre nos da evidencias de claridad en sus declaraciones, de precisión en las Escrituras, y nos da la ilustración adecuada, que es la marca que caracteriza su ministerio.” Por ejemplo, cierta vez él ilustró una verdad de la siguiente forma. “Tome una barra de fierro. Ella puede decir: soy negra, fría y dura. Pero colóqueme en el fuego y yo diré que soy roja, caliente y maleable. Apenas la barra esté en el fuego y el fuego esté en la barra.” Esto ejemplifica nuestra unión con Cristo. Como esta barra, así somos nosotros –negros, fríos y duros– pero colocados en el fuego, y el fuego en nosotros, entonces somos completamente transformados.
Dificultades
Evan Hopkins también pasó por muchas dificultades. Entre ellas, la acusación de que en Keswick ellos predicaban herejías. Después de algunos años de conferencias en Keswick, las personas comenzaron a usar los términos “la enseñanza de Keswick” y “el movimiento de Keswick”. Evan Hopkins era considerado el teólogo de Keswick y fue acusado de estar predicando “la perfección sin pecado”, por el hecho de haber predicado no sólo la justificación por la fe, sino también la santificación por la fe.
En 1884, Evan Hopkins, a los 47 años, escribió un libro muy importante, para que las personas conociesen cuál era la teología aplicada en Keswick. Más tarde este libro se convirtió en un clásico. Se titula “La ley de la libertad en la vida espiritual”. Por ese libro podemos ver cómo el Señor confió un ministerio a Evan Hopkins que definitivamente ayudó a muchos. A fin de aclarar todos los malentendidos, Hopkins envió una copia a un hermano muy conocido en la época, para que él mismo hiciese un comentario y lo publicase en un determinado periódico. Este hermano leyó el libro y halló que era muy importante. Pensó que debería ser publicado y puesto en manos de los hermanos. Pero sintió que él no era una persona debidamente calificada para hacer un buen comentario, así que fue al diario y sugirió que ellos enviasen el libro a H.C.G. Moule, obispo de Durham, un famoso erudito de Cambridge.
Evan Hopkins y el Obispo Moule
H.C.G. Moule era un intelectual y leyó aquel libro analizando cuidadosamente cada detalle. Él ya había oído algo sobre la Conferencia de Keswick y, finalmente, escribió cuatro artículos comentando el libro. Eran cuatro artículos que contenían palabras contra aquel libro. Y como él era muy erudito, y muy preciso, todos lo oyeron.
Evan Hopkins había escrito el libro para aclarar cuál era, verdaderamente, la llamada “enseñanza de Keswick”, y ahora tenía cuatro artículos publicados hablando contra el libro, escritos por el obispo Moule.
Pero la vida de Evan Hopkins era el verdadero comentario de aquello que él enseñaba. Él realmente descansaba en el Señor. Él paró de hacer todo y descansó en el Señor. Y cuando él paró, el Señor comenzó a moverse.
Apenas dos meses después de haberse publicado el cuarto artículo, algo sucedió al obispo Moule. Más tarde él testificó sobre aquel día que nunca pudo olvidar. Fue un día que produjo un vuelco en su vida.
Él resolvió tomar unas vacaciones en casa de unos parientes que vivían en Keswick. Estos eran muy ricos, poseían una gran hacienda. Y era justamente en los graneros de su hacienda que muchos creyentes se reunían para la gran Conferencia de Keswick. Él fue invitado para ir a las reuniones, pero no quiso aceptar. Él sabía que era famoso y que todos le reconocerían.
Las personas veían su exterior: su erudición, su piedad, su fama, pero solamente él sabía que en su interior algo estaba fallando. Él reconocía que era muy brillante en la mente pero no en el corazón. Sólo él sabía que, después de escribir aquellas críticas sobre aquel libro, no se sentía feliz.
Pero el Señor, en su gran amor, le preparó esa ocasión maravillosa. En el principio, él se rehusó a asistir, pero más tarde él tuvo que aceptar. Entonces fue, con una mente muy crítica, y pensando no volver más. En realidad, él quedó bastante decepcionado con la reunión y decidió no ir otra vez. Pero el Espíritu Santo estaba operando en él, y acabó yendo de nuevo. Aquella noche dos hermanos hablaron. Uno de ellos era un comerciante que habló sobre el libro de Hageo, sobre “comer y no quedar satisfecho”. Más tarde el obispo H. Moule testificó que aquella palabra fue como un martillo golpeándole. Esa palabra penetró en él, y él sintió una verdadera agonía interior. Aquel hermano explicó el pasaje bíblico diciendo que de muchas maneras el “yo” religioso se entromete en las obras de Dios. El dedo de Dios apuntó esto en la vida de aquel Su siervo y él clamó en su interior: “¿Qué debo hacer para ser libertado de mí mismo?”. Entonces Dios le dio un segundo mensaje. Y éste fue dado por Evan Hopkins. La respuesta a la pregunta fue: “No haga nada”. Para el obispo H. Moule fue una gran sorpresa. Pero Evan E. Hopkins, sin saber que había ese clamor en el corazón de aquel hombre de Dios, continuó: “No haga nada. Entréguese al Señor como un esclavo. Por otro lado, confíe en Él para una poderosa victoria en su interior”.
Esta palabra realmente trajo una transformación en la vida del obispo Moule. Antes de dejar aquel local de reunión él hizo dos cosas delante del Señor. Primero, él se entregó al Señor como un esclavo. Más tarde, en su ministerio, él siempre hablaba de la historia de aquel esclavo. Él estaba contando su propia experiencia. Y entonces él confió en el Señor, con una nueva dirección, para que operase en él transformándolo a su imagen, lo cual solamente Cristo puede hacer.
No había más luchas en su interior, no había más fingimiento. Él confió en el Señor y dejó que Él operase. Él nunca pudo olvidar esta experiencia. Una enorme transformación se operó en este erudito.
Al volver a Cambridge, él escribió un libro que también llegó a ser un clásico cristiano: “Pensamientos sobre la santidad cristiana”. Y escribió el quinto artículo sobre aquel libro de Evan Hopkins. Él dijo: “Yo conocí al autor. Sé que él no está predicando la perfección sin pecado”. Y testificó cómo el mensaje de aquel querido hermano había transformado su vida.
Desde aquel momento en adelante Evan Hopkins y el obispo Moule se hicieron amigos. Y el obispo Moule se tornó también uno de los hermanos que se levantaron en el púlpito de Keswick para exponer la palabra.
Evan Hopkins no luchó, mas el Señor salió en su defensa. Y entonces el Señor pudo usar grandemente al obispo Moule.
Un pintor de buen humor
Evan Hopkins pintaba muy bien. Él gustaba de pintar con acuarela y sus pinturas preferidas eran rostros y conejos. Él pintaba muchos conejillos, con diversas poses, con diferentes ropas y con corbatas.
Tenía un gran sentido del humor. Cierta vez estaba hospedado en casa de unos hermanos, donde había una joven que dudaba en consagrarse al Señor. Ella hallaba que una persona espiritual era alguien que no podía sonreír, que tenía que usar ropas de colores oscuros, y que no podía ser atractiva. Pero al conocer a Evan Hopkins, ella quedó profundamente impresionada. Cierta vez que él no estaba en casa, ella tomó, del bolsillo de su chaleco, uno de los guantes que estaba roto, y lo cosió, regresándolo luego al bolsillo del chaleco. Él se fue, pero a los pocos días después esta joven recibió una carta. En esta carta Evan Hopkins había pintado dos guantes, uno al lado del otro. El primero tenía una rotura y el otro estaba cosido. Debajo del primer guante él escribió: “Como yo estaba”. Y debajo del segundo guante: “Como yo estoy. ¡Muchas gracias!”. El Señor usó esto para tocar a aquella joven y hacerle entender Su amor.
Permaneced en mí
Evan Hopkins tuvo tres hijos. Cuando eran todavía niños, ocasionalmente, había malentendidos entre ellos. Un día él llamó a su hijo mayor, Evan, entonces de seis años, a su sala de estudio. Le quería enseñar la importante verdad: “en Cristo”. Él deseaba que su hijo entendiese lo que significa “permanecer en Cristo”. Entonces colocó en sus manos una tarjeta y un lápiz. Hizo un círculo, colocó el lápiz en el centro y dijo al niño: “¿Ves este lápiz? Yo quiero que te mantengas en Cristo así como este lápiz está dentro del círculo. Dentro del círculo tú vas a encontrar todo para ser feliz, amable y obediente. Pero hay muchas pequeñas puertas alrededor del círculo y cuando tú sales por alguna de ellas tú te vuelves desordenado. No hay mal genio que pueda manifestarse si tú te mantienes del lado de adentro. Pero si tú sales por alguna puerta, tú te tornas desordenado”. Y entonces él mencionó al pequeño algunas de aquellas puertas.
Un cierto día, sus hijos pelearon nuevamente. Él oyó al mayor que estaba llorando. Entonces, fue donde él estaba y le preguntó qué había sucedido. La respuesta entre lágrimas fue: “Papi, yo salí del círculo”.
El niño estaba muy afligido, con miedo de no poder volver al círculo. Entonces Evan Hopkins le preguntó: “Evan, ¿por cuál puerta saliste?”. Él le respondió en seguida: “Por aquella puerta”. Su padre le explicó: “Si tú saliste por esa puerta, tú debes volver por esa misma”. Y los dos se arrodillaron con aquella tarjeta en frente, él confesó su pecado, y cuando se levantaron, su rostro estaba radiante. Sabía que había entrado en el círculo nuevamente, y que podía disfrutar de la presencia de Cristo.
Poseer la tierra
Como esos hermanos, nosotros debemos entrar en la experiencia de Rut. Si queremos saber lo que es la unión con Cristo, tenemos que permanecer en Cristo. La tierra que mana leche y miel delante de nosotros debe ser poseída. Es nuestra. Nosotros no sólo estamos en Cristo, sino que Cristo también está en nosotros. Ahora podemos decir: “Esto es nuestro”. Esta tierra no pertenece sólo a Booz. Por causa de nuestra unión con Él, podemos decir: “Es nuestra”. Ella fluye leche y miel y debe ser poseída.
“Permaneced en mí, y yo permaneceré en vosotros” (Juan 15:4)
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Tomado con permiso de “À Maturidade” (Adaptado).
.Una revista para todo cristiano • Nº 20 • Marzo - Abril 2003
PORTADA
Uno de los más grandes misioneros de todas las épocas, quien hizo más por el avance de la causa de las misiones durante el siglo XVIII fue el noble alemán, el conde Nicolaus Ludwig von Zinzendorf. Pero no sólo eso, él fue también un coherente defensor de la unidad de todos los cristianos.
El joven rico que dijo "Sí"
Nicolaus Ludwig von Zinzendorf nació en 1700 en una familia rica y noble. Desde 1662 todos los hombres del clan Zinzen-dorf portaban el título de “conde”, por lo cual Nicolaus es conocido también como el Conde Zinzendorf. La muerte de su padre y el nuevo matrimonio de su madre hizo que quedara al cuidado de su abuela y de su tía, las cuales lo criaron.
Un niño piadoso
El joven conde creció en una atmósfera impregnada por la oración, la lectura bíblica y los cánticos. Con sinceridad infantil, él escribía cartas de amor para Jesús y las lanzaba desde la ventana de la torre del castillo, con la certeza de que el Señor las recibiría y las leería. Cuando los soldados suecos invadieron Sajonia, ellos entraron en el castillo e irrumpieron en el cuarto donde el conde de 6 años se encontraba en sus acostumbradas devociones. ¡Ellos quedaron paralizados de temor y reverencia cuando oyeron al pequeño orar!
Este incidente fue profético de la forma cómo el conde habría de mover a otros con la profundidad de sus experiencias espirituales.
La herencia de Zinzendorf, espiritualmente hablando, fue aquella chispa de luteranismo influenciada por el ‘pietismo’; sin embargo, la historia lo conocería como un ‘moravo’, aunque a él no le agradaba ninguno de esos nombres, porque amaba la unidad de todos los cristianos. Los pietistas buscaban conocer a Cristo de una forma personal y reavivar la iglesia por medio de pequeñas reuniones de estudio bíblico y oración. Para ellos, andar con el Salvador significaba estar separado del mundo, en obediencia a Cristo, a su Palabra y amarlo de corazón.
De niño, le impresionaron fuertemente los sufrimientos de Cristo. Él frecuentemente meditaba en las palabras de un himno de Gerhardt: “La cabeza tan llena de heridas / tan llena de dolor y de desprecio / en medio de otros insultos dolorosos / escarnecido fue con una corona de espinas”. Sin embargo, esta inclinación piadosa era férreamente contrastada por su educación secular. No le era permitido al joven “Lutz” –como le llamaban– que “olvidase que él era un conde”. Él era entrenado y enseñado para el futuro servicio en la corte.
Un joven aventajado
A la edad de diez años fue enviado a estudiar a Halle, donde recibió la inspiradora enseñanza del pietista luterano August H. Francke. Allí Zinzendorf se reunió con otros jóvenes devotos, y de su asociación surgió la «Orden del Grano de Mostaza», una hermandad cristiana dedicada a amar a «toda la familia humana» y a la propagación del evangelio. Usaban como emblema un pequeño distintivo, con las palabras “Ecce Homo” (“He aquí el hombre”), y el lema: “Sus llagas son nuestra salud”. Cada miembro de la orden usaba un anillo dorado con la inscripción: “Ningún hombre vive para sí”. Con frecuencia, durante las comidas en casa de Francke compartían edificantes narraciones de regiones distantes, testimonios de predicadores y de prisioneros por la fe. Todo esto aumentó su celo por la causa del Señor de una manera poderosa.
De Halle, Zinzendorf fue a Wittenberg a estudiar Derecho como preparación para la carrera de estadística, única vocación aceptable para un noble. Allí, Zinzendorf demostró ser un alumno aventajado. A los 15 años podía leer a los clásicos y el Nuevo Testamento en griego; y poseía fluidez en el latín y el francés. Mostró, además, un claro talento poético. Sin embargo, él no estaba contento con lo que le deparaba el futuro. Anhelaba entrar al ministerio cristiano, pero el rompimiento de la tradición familiar parecía imposible. La cuestión lo abrumó hasta 1719, cuando un incidente cambió el curso de su vida.
¿Qué haces tú por mí?
Ocurrió durante una gira por Europa después de terminar sus estudios. En una galería de arte, vio una pintura (el “Ecce Homo” de Domenico Feti) que mostraba a Cristo sufriendo el dolor producido por la corona de espinas, y una inscripción que decía: «Yo hice todo esto por ti, ¿qué haces tú por mí?». Desde ese instante, Zinzendorf supo que nunca podría ser feliz viviendo al estilo de la nobleza. A pesar del precio que tendría que pagar, buscaría una vida de servicio al Salvador que había sufrido tanto por salvarlo.
Cuando regresó a casa, al término de su viaje que lo llevó a renovar su consagración, hizo una visita a su tía, la Condesa de Castell y su hija, Teodora. Durante su estada cayó enfermo con fiebre, viéndose obligado a permanecer con ellas más tiempo de lo presupuestado. A los pocos días descubrió que estaba enamorado de su joven prima. Ella, todavía un poco fría, le regaló su retrato. El Conde aceptó el regalo con alegría, como una promesa inicial de amor. Poco días después, en un encuentro fortuito con su amigo el Conde Reuss, se percató de que su amigo deseaba casarse con Teodora. Cada uno expresó su deseo de desistir en favor del otro y, no estando en condiciones de resolver el asunto, los dos jóvenes estuvieron de acuerdo en ver lo que la propia Teodora diría.
Zinzendorf contaría más tarde cuáles eran sus verdaderos sentimientos en ese momento: “Aunque me costase mi propia vida el tener que renunciar a ella, si esto era más aceptable a mi Salvador, yo debía sacrificar lo que me era más querido en el mundo”. Los dos amigos llegaron a Castell, y Zinzendorf se dio cuenta de que Teodora amaba a su amigo. Los esponsales fueron sellados inmediatamente en una ceremonia cristiana. El joven conde compuso una cantata para la ocasión, que fue presentada ante toda la casa Castell. Al término del festivo espectáculo, el joven compositor ofreció a favor de la pareja una oración tan tierna que todos fueron movidos a las lágrimas.
Después de estudiar en el Nuevo y el Antiguo Testamento lo que el Señor habla sobre el matrimonio, y seguido de mucha oración y consultas con sus amigos, el conde decidió casarse “escogiendo sólo un cónyuge que compartiera sus ideales”. Encontró esa persona en la condesa Erdmuth von Reuss, con quien se casó en septiembre de 1722. Con ella formó un hogar aún más dedicado y piadoso que el suyo propio. La mira del conde era servir a Cristo, y su esposa lo apoyaría en ese objetivo. Erdmuth llegó a ser la “Madre adoptiva de los Hermanos”.
Nace Herrnhut
Ese mismo año, Zinzendorf se inició en el oficio de Consejero real en Dresden. En las tardes de domingo, dirigía estudios bíblicos, y oraba para que la villa en que vivía se transformara en una real comunidad cristiana, sin saber cómo Dios respondería a este deseo.
La oportunidad de participar en un servicio cristiano de importancia se le presentó cuando un grupo de moravos buscó protección en su propiedad en Berthelsdorf, que después se llamó Herrnhut (“el cuidado del Señor”). La invitación de Zinzendorf a estos refugiados a establecerse en sus propiedades, a pesar de la oposición de otros miembros de su familia, fue un punto decisivo en el desarrollo del movimiento moravo. Herrnhut creció rápidamente al tenerse noticias de la generosidad del Conde. Los refugiados siguieron llegando, y pronto la propiedad se convirtió en una creciente comunidad.
Además de los moravos, comenzaron a llegar luteranos, calvinistas, hermanos bohemios, ‘schwenkfelders’ y desertores diversos de iglesias establecidas. Al crecer la población, también aumentaron los problemas. Los diferentes fundamentos doctrinales de los residentes crearon discordias y, en más de una ocasión, se puso en peligro la propia existencia de Herrnhut. Zinzendorf fue muy paciente y pacificador. Escuchaba a todos lo que tuvieran que decir, intentando comprender su punto de vista, hasta el máximo que podía sin contradecir la verdad. Evitó todo lo que significara una naturaleza violenta. Cuando Zinzendorf se hallaba en Herrnhut todo parecía estar bien, pero apenas salía de sus contornos, los problemas resurgían.
Un pacto de unidad
Un día, el 12 de mayo de 1727, decidido a hacer algo que marcara una solución definitiva, Zinzendorf convocó a todos los hermanos y les habló durante tres horas acerca de la impiedad de la división. Ese día, los hermanos hicieron un pacto con él en la presencia de Dios. Los hermanos, uno tras otro, estuvieron de acuerdo y se comprometieron a pertenecer solamente al Salvador. Se avergonzaron de sus desacuerdos religiosos y unánimemente estuvieron dispuestos a enterrar para siempre sus diferencias. Ellos renunciaron a amarse a sí mismos, a su propia voluntad, a su desobediencia y pensamientos libres. Desearon ser pobres en espíritu y ser enseñados por el Espíritu Santo en todas las cosas.
Acto seguido el Conde estableció algunas responsabilidades personales y entregó algunas reglas para orientar la relación mutua. Así fue cómo, cinco años después de la llegada de los primeros refugiados, todo el ambiente cambió. Comenzó un período de renovación espiritual que llegó a su clímax en un servicio de comunión el 13 de agosto de ese año con un gran avivamiento que, según los participantes, señaló la venida del Espíritu Santo a Herrnhut. Esta gran noche de avivamiento produjo un nuevo entusiasmo por las misiones, que fueron la principal característica de este movimiento.
Las pequeñas diferencias doctrinales ya no constituyeron causa de discusión. Al contrario, había un fuerte espíritu de unidad y una elevada dependencia de Dios. Se realizaban tres reuniones al día, la primera de ellas a las 4 de la mañana, para orar, adorar y leer la Biblia. Por ese tiempo se comenzó una vigilia de oración que continuó veinticuatro horas al día, 7 días a la semana, sin interrupción, durante más de cien años.
Un visitante ilustre
El predicador inglés Juan Wesley conoció a los moravos en una travesía en barco por el Atlántico. Él era un joven piadoso, pero aún no conocía su salvación. En medio de una tempestad en el mar, mientras todos los pasajeros estaban espantados, un grupo de moravos permanecían perfectamente tranquilos. Concluida la tormenta Wesley se acercó y le preguntó a uno de ellos: “Vuestras mujeres y vuestros niños, ¿no tenían miedo?”. “No, señor, nuestras mujeres y nuestros niños no temen la muerte”, fue la simple respuesta. Wesley comprendió que aún no tenía una fe tan grande como la de ellos.
Más tarde, Wesley viajó a Alemania para conocerlos más de cerca. Allí tuvo oportunidad de admirar la pureza de sus costumbres. “Estaban siempre ocupados –dice–, siempre gozosos y de buen humor en sus tratos unos con otros: no se dejaban dominar nunca por la cólera; evitaban todo motivo de querella, toda clase de acritud y las malas palabras; dondequiera que se encontrasen, andaban siempre de una manera digna de la vocación cristiana.”
En Marienborn, cerca de Francfurt se encontró con Zinzendorf, a quien deseaba conocer. Sus conversaciones con él le fueron sumamente útiles y placenteras. “He encontrado lo que buscaba –escribió después–: pruebas vivas del poder de la fe, individuos librados del pecado interior y exterior por el amor de Dios derramado en sus corazones, y libres de dudas y temores por el testimonio interior del Espíritu Santo.”
En Herrnhut quedó maravillado por lo que vio: “Me encuentro en el seno de una iglesia cuya ciudadanía está en el cielo; que posee el Espíritu que estaba en Cristo y que anda como él anduvo.” Quedó impresionado con la solemne sencillez de sus cultos, que contrastaban con el ceremonial de la iglesia anglicana de aquellos días. “La gran sencillez y solemnidad de aquella escena me remontaron 17 siglos atrás a una de aquellas asambleas presididas por Pablo o por Pedro” – escribió Wesley. “Bien hubiera querido pasar aquí toda mi vida, pero el Maestro me llamaba a otras parte de su viña, y tuve que abandonar este lugar dichoso. ¡Ah!, ¿cuándo este cristianismo cubrirá la tierra, como las “aguas cubren el mar”?
El auge de las misiones
La participación directa de Zinzendorf en las misiones en el extranjero no ocurrió sino hasta unos años después del gran avivamiento espiritual en Herrnhut. En 1731, mientras asistía a la corona-ción del rey danés Christian VI, le presentaron a dos personas de Groenlandia y a un esclavo negro de las Indias Occidentales. Quedó tan impresio-nado con su solicitud de misioneros que invitó al esclavo a visitar Herrnhut, y él mismo volvió a casa con un sentido de urgencia por empezar inmediatamente la obra misionera. Antes de un año se enviaron los primeros dos misioneros moravos a las Islas Vírgenes, y en las dos décadas siguientes enviaron más misioneros que los enviados en conjunto por todos los protestantes durante los dos siglos anteriores.
Aunque a Zinzendorf se le conoce principalmente como iniciador y motivador de misiones, también participó personalmente en ellas. En 1738, unos años después que los primeros misioneros habían ido al Caribe, Zinzendorf acompañó a tres nuevos misioneros que habían recibido la comisión de unirse a sus colegas allí. A su llegada, vieron con tristeza que sus colegas estaban en la cárcel; pero Zinzendorf, sin pérdida de tiempo, usó su prestigio y autoridad de noble para obtener su libertad. Durante su visita celebró servicios religiosos diarios para los caribeños, y dispuso la organización y las asignaciones territoriales de los misioneros. Cuando vio que la obra misionera estaba firme, regresó a Europa. Después de dos años, zarpó de nuevo, esta vez hacia las colonias norteamericanas. Allí trabajó, hombro a hombro con los hermanos que laboraban entre los indígenas.
Aunque Zinzendorf había renunciado a su vida de noble, no le era fácil asumir el rango de misionero. Por naturaleza, no le gustaba la vida de campo ni sobrellevaba fácilmente las molestias de la obra cotidiana. Pero el que lo hiciera con toda pasión demostraba su victoria sobre sí mismo, y el profundo amor por su Señor, a quien procuraba seguir en todo.
Como administrador de la misión, Zinzendorf pasó treinta y tres años supervisando misioneros en todo el mundo. Sus métodos eran sencillos y prácticos. Todos sus misioneros eran laicos preparados, no en Teología sino en evangelismo personal. Como laicos que se sostenían a sí mismos, se esperaba que ellos trabajaran lado a lado con sus posibles conversos, dando testimonio de su fe por la palabra hablada y por el ejemplo vivo. Se debían mostrar como iguales, no como superiores a ellos. Su mensaje era el amor de Cristo, sin considerar las verdades doctrinales hasta después de la conversión; y aun entonces, la comunión devota con el Señor tenía más importancia que la enseñanza teológica.
Por el año 1742, más de 70 misioneros moravos, de una comunidad de no más de 600 habitantes, habían respondido al llamado para ir a Groelandia, Surinam, África del Sur, Algeria, América del Norte, y otras tierras, llevando el evangelio.
Dificultades y pruebas
Cuando más ardía el fuego misionero en Herrnhut, Zinzendorf sufría más oposiciones. En 1736 fue expulsado de Sajonia. Salió, entonces, con su familia y algunos hermanos, y fueron hasta las inmediaciones de Frankfurt, donde se estableció en un antiguo castillo llamado Ronneburg. Una década después, una nueva colonización se estableció allí, Herrnhaag, que superaba a Herrnhut en tamaño.
Pero en Ronneburg la condesa sintió que la estadía allí había sido turbulenta desde el inicio. Cierta vez que Zinzendorf estaba fuera, en uno de sus perpetuos viajes, su hijo de 3 años de edad, Christian Ludwig, enfermó. No habiendo allí ninguna ayuda médica, falleció. Zinzendorf y Erdmuth tuvieron 12 hijos, de los cuales sólo 4 alcanzaron la madurez.
Durante su exilio, y por cuestión de necesidad, Zinzendorf formó un “comité ejecutivo” itinerante, el cual se hizo conocido como la “Congregación Peregrina”. Este comité sirvió para dirigir la obra de la iglesia de misión foránea y el ministerio para sociedades de la diáspora. La Congregación Peregrina seguía el régimen de Herrnhut en relación a las oraciones y la disciplina, pero era movible. Los años de exilio encontraron al grupo en Wetteravia, Inglaterra, Holanda, Berlín y Suiza. De Hernnhaag, sólo en 1747, 200 hermanos saldrían como misioneros.
En 1755, su hijo Christian Renatus, de 24 años de edad, murió en Londres y el año siguiente la condesa Erdmuth falleció en Herrnhut. El remordimiento y el sentimiento de culpa acometieron al conde después de la muerte de su esposa, por haberle dado cada vez menos atención en las dos últimas décadas.
Un año después de la muerte de la condesa, él se casó con Anna Nitschmann y renunció a su posición en el Estado como cabeza de su noble familia. Abdicó a favor de su sobrino Ludwig, pues estaba cada vez menos inclinado a las honras del mundo.
Al año 1760 se registraban 28 años de misiones maravillosas. Cerca de 226 misioneros habían sido enviados. Como un gran visionario y un peregrino incansable, Zinzendorf vivió sus últimos años en Herrnuht.
Legado de Zinzendorf
Zinzendorf tenía una relación muy cercana con el Señor. Él vivió día tras día en una comunión viva con Cristo, como con un amigo cercano. Investigó en las Escrituras todos los pasajes que hablan de la comunión amistosa y amable de Dios con el hombre, para exhortar a los hermanos a mantener una relación confidencial con su Salvador. “Nada debe ser tan valorado como la conciencia de que él siempre está cerca, que pueden decirle todo”. Los hermanos debían considerarle y escucharle sobre todas las cosas, porque él es el amigo más querido y más fiel. Él debía ser su primer pensamiento cuando se despertaran por la mañana, y debían pasar el día entero en su presencia; traer todas las quejas ante él, esperar toda la ayuda de él, concluir sus trabajos con él y retirarse en su presencia para descansar.
Zinzendorf vivió en la expectativa constante de la venida del Señor. Él dijo: “La esperanza de que el Salvador pronto vendrá, y nos recibirá en su descanso, es un pensamiento noble, dichoso, sensible y cautivador.”
Zinzendorf tuvo una fuerte convicción de la unidad de todos los cristianos. Vio que la unidad es un asunto de la vida divina compartida por todos los creyentes. Alentó la comunión con todos los cristianos, incluso con aquellos que tienen una posición no bíblica por ignorancia. Consecuentemente, Zinzendorf prefería el término “hermanos” para llamarse unos a otros, por ser simple y bíblico, en tanto que rechazaba los epítetos de ‘bohemio’ o ‘moravo’, porque promovían el sectarismo.
Zinzendorf decía que la Iglesia es la congregación de Dios en el Espíritu en el mundo entero, que constituye el cuerpo espiritual cuya Cabeza es Cristo. Comprendió que la iglesia en general había sido degradada al hacerla parte del mundo y unirla con la estructura política. Sin embargo, sabía que algunos creyentes genuinos todavía podrían ser encontrados dentro de las denominaciones. Para explicar esta situación confusa, Zinzendorf sostuvo la enseñanza de la ‘ecclesiola’, la “iglesia dentro de la iglesia”, compuesta por fieles que seguían al Señor. Él veía a los hermanos moravos juntándose como una ‘ecclesiola’; sin embargo, él nunca abandonó el luteranismo.
Los hermanos de Herrnuht practicaban una intensa vida de iglesia, hecho que era facilitado por la diaria convivencia. Tenían diversos tipos de reuniones para atender las diferentes necesidades de la comunidad: de oración, para la palabra, para la alabanza, de niños, para visitantes, de hermanos, de hermanas, etc. Se preocupaban de los enfermos, de las viudas y de los huérfanos. En su vida de iglesia, ellos experimentaron la vida del cielo sobre la tierra.
Mil veces le oí
Respecto de Zinzendorf, se ha escrito: “Hasta el día de su muerte, Cristo su Salvador fue para él el todo en todos. Él vivió sólo para su gloria y mantuvo con él una comunión ininterrumpida de fe y amor. Posesiones terrenas, honras y fama eran para él como nada en comparación con Cristo”. Él decía de su Señor: “Yo tengo sólo una pasión; y ésta es Él, solamente Él”. “Mil veces yo lo oí hablar en mi corazón y le vi con los ojos de la fe”.“De todas las cualidades de Cristo la mayor es su nobleza; y de todas las ideas dignas en el mundo, la más noble es la idea de que el Creador debería morir por sus hijos. Si el Señor fuese abandonado por el mundo entero, yo todavía me apegaría a él y le amaría.”
Herder, el poeta alemán, escribió de él: “Fue un conquistador en el mundo espiritual”. John Albertini, el elocuente predicador, describe la nota clave en la vida de Zinzendorf: “Fue el amor a Cristo que ardió en el corazón del niño, el mismo amor que ardió en el joven, el mismo amor que lo hizo vibrar en la adultez, el mismo amor que inspiró cada una de sus obras.”
Un día antes de su muerte, Zinzendorf estaba muy debilitado. Apenas en un susurro, le dijo al obispo Nitschmann, que estaba al lado de su lecho: “¿Usted suponía en el inicio que el Salvador iría a hacer tanto, como ahora nosotros vemos realmente entre los hijos de Dios de otras denominaciones, y entre los incrédulos? Yo sólo le pedí algunas de las primicias de nuestros días, mas ahora hay millares de ellas. Nitschman, ¡qué formidable caravana de nuestra iglesia ya está en dirección al Cordero!”
Zinzendorf ha sido identificado por algunos como alguien genuinamente cristocéntrico; por otros como un líder espiritual que dio forma al curso del cristianismo en el siglo XVIII, y todavía por otros como el gobernante joven y rico que se encontró con Jesús y le dijo fervorosamente “Sí”.
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Fuentes: Revista “À Maturidade”, www.countzinzendorf.org
www.kerigma.com, Juan Wesley, su vida y obra (Mateo Lelièvre).
.Una revista para todo cristiano • Nº 19 • Enero - Febrero 2003
PORTADA
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Pocas vidas cristianas han sido más fructíferas que la de Theodore Austin-Sparks. Y esto, no porque fuera una clase especial de cristiano, especialmente dotado personal o humanamente, sino por su pasión –tal vez, obsesión– por Cristo, de quien fue un fiel heraldo y testigo por más de sesenta años.
Pregonero de Cristo
Al leer los escritos de T.Austin-Sparks, hay una cosa que se hace clara, y es la poca atención que se da a sí mismo o a su vida. En lugar de esto, toda la atención es dada a Cristo. Nuestra atención es desviada continuamente del mensajero hacia Él, que es el Mensaje. No obstante, para aquellos a quienes les interesa la vida del mensajero y el trabajo de Dios en él, he aquí un breve resumen.
Theodore Austin-Sparks nació en Londres en 1889, y fue educado en Escocia. Su madre amaba al Señor, y dio a su hijo un gran ejemplo de piedad.
Su vida cristiana comenzó en 1906, cuando él tenía 17 años. Caminaba abatido por una calle de Glasgow un domingo por la tarde, cuando se detuvo a escuchar a algunos jóvenes cristianos que testificaban al aire libre. Aquella noche él confió su vida al Salvador, y el domingo siguiente se encontró él mismo dando unas palabras de testimonio con los jóvenes en esa reunión al aire libre. Fue el comienzo de una vida de predicación del Evangelio que duró sesenta y cinco años.
En ese tiempo, el pueblo evangélico estaba todavía bajo la fuerte influencia del avivamiento que hubo en Gales en 1904-1905, que ahora se manifestaba en una búsqueda de una experiencia más profunda con el Señor Jesucristo. Fue en este contexto espiritual que el joven T. Austin-Sparks dio sus primeros pasos como cristiano. Él siempre leía mucho, en su deseo de tener algún entendimiento espiritual, y por sobre todo, estudiaba su Biblia, siempre buscando ardientemente los tesoros nuevos y viejos que en ella pueden ser hallados.
En aquellos días, uno de los mayores predicadores de Inglaterra, G. Campbell Morgan, deseando ayudar a un grupo de jóvenes en el estudio de la Palabra, comenzó a tener reuniones con ellos todos los viernes. Por 52 semanas, Campbell Morgan se reunió con ellos y los preparó para el servicio cristiano. Entre sus alumnos más aventajados estaba T. Austin-Sparks. Por esa razón, él pasó a ser muy requerido como expositor en conferencias. Su enseñanza bíblica era bien original en la época, especialmente en relación a los esbozos de los libros de la Biblia, o a los esbozos de la Biblia como un todo.
El cielo abierto
Entre 1912 y 1926 fue pastor de tres iglesias evangélicas en Londres. Por largo tiempo, buscó la comunión con otros pastores, como George Patterson y George Taylor, con quienes oraba todos los martes al mediodía. Cierta vez, mientras ministraba en una iglesia bautista, él vio venir una tremenda transformación sobre toda la congregación. Uno tras otro, los conocidos fueron siendo salvados. Pero Austin-Sparks, pese a ser un joven bastante conocido y tener mucho futuro, sentía una tremenda pobreza en su vida. Él sentía que estaba predicando cosas que, en realidad, no eran su experiencia. Él no tenía dudas de que había nacido de nuevo, de que Dios lo había salvado, de que había sido justificado, de que el Espíritu Santo era realmente el Espíritu de Dios, de que Cristo era el Ungido, pero él sentía que estaba predicando cosas que él mismo no experimentaba. Sentía que profetizaba mucho pero que poseía muy poco. Por naturaleza, él era alguien que se entregaba completamente a lo que creía, nunca se contentaba con una posición intermedia. Gradualmente una tremenda tensión comenzó a crecer dentro de él. Comenzó a sentirse un fracaso.
Entonces, cierto día, él le dijo a su esposa: “Voy a mi estudio. No quiero que nadie me interrumpa. No importa lo que suceda, yo no saldré del cuarto hasta que tenga decidido qué camino voy a tomar”. Él sentía inmensamente la necesidad de que el Señor lo encontrase de una forma nueva, o no podría continuar su ministerio. Había llegado al final de sí mismo. Encerrado en aquel cuarto pasó la mayor parte del día, quieto delante del Señor.
En un momento, comenzó a leer la epístola a los Romanos, pero nada sucedía. Él la conocía muy bien, pues la había enseñado muchas veces. Nada de nuevo le mostraba ahora, hasta que llegó al capítulo 6. Él mismo diría después: “Fue como si el cielo se hubiese abierto, y la luz brilló en mi corazón”. Por primera vez él comprendió que había sido crucificado con Cristo y que el Espíritu Santo estaba en él y sobre él para reproducir la naturaleza de Cristo. Eso revolucionó completamente su vida. Cuando salió de aquel cuarto, él era un hombre transformado. Ahora realmente comenzó a predicar a Cristo, a magnificar al Señor Jesús.
Luego comenzó a enseñar lo que llamaba “el camino de la cruz”, dando gran énfasis a la necesidad de la operación subjetiva de la cruz en la vida del creyente. Él predicaba un evangelio de una plena salvación a través de la sola fe en el sacrificio de Cristo, y enfatizaba que el hombre que conoce la purificación por la sangre de Jesús debe también permitir que la misma cruz opere en las profundidades de su alma para libertarlo de sí mismo, y llevarlo a un caminar más espiritual con Dios. Él mismo había pasado por una crisis y aceptó el veredicto de la cruz sobre su vieja naturaleza, percibiendo que esa crisis fue el comienzo para disfrutar completamente la nueva vida de Cristo, experiencia tan grandiosa, que él la describía como un “cielo abierto”.
Rechazamiento
Sparks recibió gran ayuda espiritual de la Sra. Jessie Penn-Lewis, a quien el Señor le diera un claro entendimiento sobre la necesidad de la operación interior de la cruz en la vida del creyente. Gracias a ella, Sparks se libró también de un prejuicio anterior que tenía contra cualquier cosa que estuviera relacionada con una “vida más profunda”. Sparks se tornó un predicador y maestro muy querido y popular en medio del llamado “movimiento Vencedor”.
Sparks veía que no hay otro camino para experimentar plenamente la voluntad de Dios, a no ser a través de la unión con Cristo en Su muerte. Siempre volviendo a la enseñanza de Romanos 6, era convencido de que tal unión es el medio seguro para conocer el poder de la resurrección de Cristo.
Sin embargo, la experiencia que Sparks tenía, en vez de abrirle las puertas para todos los púlpitos, le cerró la mayoría de ellas. Los líderes le temían, pues hallaban que algo extraño le había sucedido, algo peligroso, algo errado. Y así comenzaron a oponérsele.
Hubo un momento en que él se quedó en la calle, sin casa donde morar con su esposa e hijos. Pero el Señor luego le proveyó una morada en la calle Honor Oak. Una señora que servía al Señor como misionera en la India y había sido grandemente ayudada a través de su ministerio, oyó decir de una gran escuela en la calle Honor Oak que estaba a la venta. Entonces compró la propiedad y la dio a la iglesia. El local de esa escuela vino a ser un local de comunión cristiana, sede de la “Christian Fellowship Center” (Centro de Comunión Cristiana), y de las Conferencias “Honor Oak”. Allí se realizaban estas conferencias tres o cuatro veces al año, a las cuales venían personas de todas partes.
“Honor Oak”
Desde allí, y por un período de cuarenta y cinco años, Austin-Sparks ejerció una amplia y profunda influencia entre los cristianos de todas las confesiones y de diversos países. Muchos llegaban a la calle “Honor Oak” para escucharlo, y para invitarlo, a su vez, a dictar conferencias en muchos lugares.
Austin-Sparks se mantuvo en estrecho contacto con otros obreros cristianos como Bakht Singh, de la India y Watchman Nee, de China. Con este último tuvo una verdadera amistad, que se vio reforzada durante el año de estadía de éste en Londres, en 1938. Algún tiempo antes, Nee había leído algunos escritos suyos y había sido grandemente ayudado por ellos. Algunos creen que Nee consideraba a Sparks como su mentor espiritual. Sparks, a la sazón de 49 años, se sentía muy a gusto con ese joven creyente chino –de sólo 35– tan aventajado en el conocimiento de las Escrituras.
Poco después, sin embargo, comenzó la 2ª Guerra Mundial y aquellas conferencias cesaron, pues el mundo todo estaba en turbulencia. Aun así, al terminar la Guerra hubo un período maravilloso en la historia de aquella obra y ministerio. De 1946 hasta 1950 hubo conferencias llenas de la presencia del Señor.
Sufrimientos
Por diversas razones, muchos sufrimientos vinieron a la vida de T. Austin-Sparks. A pesar de aparentar estar muy bien, el hermano Spaks sufría mucho por causa de su precaria condición de salud, con dolorosas úlceras gástricas, causadas tal vez por el hecho de ser tan reservado e introvertido. Frecuentemente él se postraba por el dolor y quedaba incapacitado de continuar la obra. Con todo, una y otra vez él se levantaba, algunas veces muy debilitado por la enfermedad, y el Señor lo usaba poderosamente. Algunas de las mejores conferencias fueron exactamente en épocas en que él pasaba por muchos dolores. Por eso, generalmente él hablaba sentado. El medio que Dios usó para darle alivio fue a través de una cirugía en el estómago, lo que le trajo gran mejoría física, y más de veinte años de una vida activa por el Señor en muchos lugares.
Por varias razones, muchos otros sufrimientos vinieron a su vida. Él creía que, si por un lado la cruz envuelve sufrimiento, por otro lado, ella es también el secreto de la gracia abundante. Por ella el creyente es llevado a un disfrute más amplio de la vida de resurrección, y también a una verdadera integración en la comunión de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. Él reconocía la gran ayuda que significaba para él la oración de los hermanos, y ellos, a su vez, reconocían el impacto espiritual que tales sufrimientos producían en ellos.
La oposición que enfrentaba Sparks era increíble. Libros y panfletos se escribían contra él; predicadores predicaban contra él, lo que le daba fama de ser un falso maestro, lleno de ardides. Este aislamiento total en que lo colocaban era, de todas maneras, la prueba más dura que él soportaba. Todos los años él asistía a la Convención de Keswick. Allí, tras la plataforma estaba escrito: “Todos somos uno en Cristo”; sin embargo, solía ser ignorado por aquellos que alguna vez habían servido a su lado. No le dirigían ni una sola palabra, y le volvían la espalda. Eso era para él mucho más difícil de ser soportado que todos los otros problemas.
Algunas dificultades con el local de comunión “Honor Oak” hicieron que las conferencias allí cesaran. Él mismo, no obstante, continuó con los hermanos, guardando intactos los lazos de la comunión, mostrando un interés lleno de amor para con la nueva generación, siempre compartiendo con ellos sobre adoración y oración. De hecho, la oración caracterizaba su vida aún más que la predicación.
Sin ‘copyright’
Uno de los principales instrumentos de su ministerio, fue la revista bimestral “A Witness and A Testimony” (Un testigo y un testimonio) –“este pequeño periódico” como le llamaba él –, en que publicó muchas de sus enseñanzas, junto con las de otros obreros, como los ya citados, y F.B. Meyer, A.W. Tozer, Andrew Murray, De Vern Fromke, Jessie Penn-Lewis, G.H. Lang y Stephen Kaung, para citar los más conocidos. Muchos de los artículos de esta revista jamás se han vuelto a publicar. El clamor que presentan sus mensajes una y otra vez es que los creyentes crezcan en el conocimiento pleno de Cristo, conocerlo a Él como el único, el todo en todo, la Cabeza de todo. Desde el principio de la publicación de “A Witness and A Testimony” él rechazó adscribirse a algún movimiento, organización o misión, o a un cuerpo aislado de cristianos, porque consideraba que su ministerio estaba dirigido a “todos los santos”. Él nunca pudo pensar en cristianos aislados, ni en asambleas de grupos aislados, sino que intentó mantener siempre ante él el propósito divino de la redención, que es la incorporación de todos los creyentes como miembros vivos de un cuerpo.
T. Austin-Sparks escribió alrededor de un centenar de libros, y compartió muchos mensajes que aún se hallan grabados en cintas, pero, por deseo expreso suyo, nada de ese material tiene ‘copyright’ o derechos de autor, porque consideraba que lo que le había sido dado por el Espíritu de Dios debía ser compartido libremente con todo el Cuerpo de Cristo.
Algunos énfasis de su ministerio
Sparks siempre utilizaba algunas frases que, en la época, prácticamente no eran oídas en otro lugar. Una de ellas era que “la iglesia es el cuerpo de Cristo”, otra era que “precisamos tener una vida de cuerpo”, que “los miembros de Cristo son miembros los unos de los otros”. Cierta vez él dijo: “Podemos tomar la iglesia, que es el Cuerpo de nuestro Señor Jesús, unida a la Cabeza que está a la diestra de Dios, y reducirla a algo terreno, hacer de ella una organización humana”. Todas estas frases eran consideradas muy extrañas. En el mundo cristiano de entonces se hablaba sobre conversión, sobre estudio bíblico, sobre oración, sobre testimonio, sobre misiones, sobre vida victoriosa, pero nada se oía sobre la Iglesia, sobre el Cuerpo de Cristo, sobre el ser miembros los unos de los otros. Él era una voz profética solitaria. Por eso fue aislado, rechazado y calumniado.
Uno de los énfasis de su ministerio fue “la universalidad y la centralidad de la cruz”. Para él, todo comenzaba con la cruz, venía a través de la cruz, y nada era seguro aparte de la cruz. Él acostumbraba decir que ningún hijo de Dios está seguro, hasta que le entregue su vida a Él. Que ningún hijo de Dios realmente le sirve, hasta que le entregue su vida a Él. Ninguna comunión entre el pueblo de Dios es segura, hasta que ellos hayan entregado sus vidas a Él. Todo vuelto hacia el altar.
Otro énfasis era “la preeminencia del Señor Jesús”. Para él el Señor Jesús era el inicio y el fin de todo. El Alfa y la Omega, el Primero y el Último. Él veía que todo está en Cristo, toda la nueva creación, el nuevo hombre, todo. Tal vez uno de sus primeros libros – “La centralidad y supremacía del Señor Jesucristo” – sea lo que mejor caracterice toda su vida y ministerio. “¿Dónde está el Señor?” – decía siempre. “¿Dónde está el Señor en la vida de esa persona?”, “¿dónde está el Señor en el servicio de esa persona?”, “¿dónde está el Señor en el ministerio de esa persona?”. Él acostumbraba decir: “Si nosotros quisiéramos que venga luz del trono de Dios, sólo hay que hacer una cosa: Darle al Señor Jesús el lugar que el Padre le dio. Esa es la forma de ser preservados de errores, de compromisos, de desvíos, y de ser librados de comenzar en el Espíritu y terminar en la carne.”
Austin-Sparks veía la iglesia como “la casa espiritual de Dios”, como la novia de Cristo, como el Cuerpo del Señor Jesús. Su entendimiento sobre la iglesia era muy claro. Él creía en la casa espiritual de Dios de la cual somos piedras vivas, edificados juntos, y que debemos crecer como templo dedicado al Señor, para habitación de Dios en el Espíritu. “Esto – decía – es el corazón de la historia, el corazón de la redención.” Él también acostumbraba decir: “Hay algo mayor que la salvación”, por lo cual muchos se airaban contra él, y decían que hablar de ese modo no era bíblico. Pero Sparks siempre respondía: “La salvación no es el fin, sino el medio para el fin. El fin que el Señor tiene es su habitación, es su casa espiritual, su habitación en el Espíritu, y la salvación es el medio para colocarnos en esa casa espiritual de Dios”.
Todavía otro énfasis de su ministerio era la “batalla por la vida”. Él acostumbraba decir que “si hay alguna vida espiritual en usted, todo el infierno se va a levantar para extinguirla. Si hay vida espiritual en su ministerio, todo el infierno se va a levantar para acabar con él. Si hay vida espiritual en la comunión de los cristianos, todo el infierno se va a levantar contra ella. Tenemos que aprender cómo pelear la buena batalla de la fe y echar mano de la vida eterna. Tenemos que aprender cómo mantenernos en vida.”
Una y otra vez él decía que todo lo que es relacionado con Dios es vida. Vida, más vida, vida abundante. No muerte, sino vida. Hasta la misma muerte de cruz es para traernos la vida, y cuanto más conocemos la muerte de Cristo, más debemos conocer la vida de Cristo. Por tanto, esa es una batalla por la vida.
Un último énfasis era la “intercesión”. Él acostumbraba decir que “el llamamiento real de la iglesia es para interceder. Intercesión es mucho más que oración. Cualquiera puede orar, pero usted necesita tener una madurez mínima para poder ver, para poder pasar por dolores de parto, para que haya nacimiento. Intercesión no requiere sus labios, sino requiere todo su ser. No requiere diez minutos de su día, ni una hora, sino requiere de usted veinticuatro horas cada día. Es la oración incesante.” Su vida fue una constante batalla de oración, en que cogía literalmente a los enemigos invisibles de la voluntad de Dios para traerlos cautivos, oración que alternaba con aquella clase especial de oración en que se ofrece a Dios la alabanza y la adoración debida a su Nombre.
Magnificaba al Señor
Austin-Sparks fue un gran hombre, y los grandes hombres también tienen fallas. Él poseía debilidades, mas la impresión que quedaba en quienes le conocían no eran esas debilidades, sino el hecho de que él siempre magnificaba al Señor Jesús, no sólo con sus palabras, sino con su vida. Su propia presencia traía algo del Señor Jesús. Siempre que él llegaba o hablaba, se recibía la convicción de cuán grandioso es el Señor Jesús. Él siempre magnificaba al Señor Jesús. Eso fue algo que el Señor hizo en él de tal forma que su presencia y su ministerio glorificaban al Señor.
Otra impresión que él dejó fue de alguien que siempre estaba prosiguiendo. Nunca parecía que él estaba estacionado sino siempre prosiguiendo. Eso era sentido por su presencia y por su ministerio. Él acostumbraba decir: “¡No paremos! ¡Vamos adelante, prosigamos! El Señor todavía tiene más luz y más verdad para hacer brotar de Su Palabra. Prosiga, prosiga a todo aquello para lo que el Señor le conquistó”.
Otra impresión que él dejó es de que él siempre parecía ministrar bajo la unción. Ese era un secreto que este hermano poseía. Él sabía cómo permanecer bajo la unción, para no dar comida muerta, para no dar lo que él pensaba, sino para dar siempre aquello que Dios le había dado. Aun otra impresión que quedó de su vida es una gran determinación en cumplir aquello que Dios le había dado para hacer. En muchas situaciones que acontecían para hacerlo desanimar y detenerse, él sentía que no podía dejar a Satanás vencer – era una batalla por la vida.
Al final de su vida, T. Austin-Sparks estaba solo. Había muy pocas personas con él. Campbell Morgan, Jessie Penn-Lewis, F.B. Meyer y A.B. Simpson tuvieron gran influencia en su vida. Muchas veces y de muchas formas F.B. Meyer trajo a Sparks a una relación más profunda con el Señor. Meyer acostumbraba a decir que Sparks era una voz solitaria profética en un desierto espiritual, llamando al pueblo de Dios de vuelta a la realidad, a lo que es genuino, al propio Señor Jesús.
En abril de 1971, el hermano Sparks partió a descansar, a la espera de la resurrección.
La medida de un ministerio
Si la medida del ministerio de un hombre se mide en relación a cuánto él exaltó a Cristo, entonces Austin-Sparks no admite comparación. Ciertamente, sus escritos hablan poco del Cristo de Galilea, pero él ha mostrado hermosamente al Señor resucitado y entronizado. Incluso más, al mostrar al insuperable Cristo dentro de nosotros. La línea de oro que une todos sus escritos es la exaltación de su Señor. Alguien ha dado el siguiente testimonio: “Él nos ha dado más visión espiritual de Cristo que quizá cualquier otro hombre en los últimos 1700 años”.
Después de la muerte de Austin-Sparks en 1971, un hermano escribió: “Quizá uno de sus primeros libros puede darnos un mejor indicio de su vida entera y de su ministerio: “La centralidad y supremacía del Señor Jesucristo”. Aquí fue donde empezó y fue aquí donde él terminó, porque fue notorio en sus últimos años que él perdió el interés en todas las cosas y concentró su atención en la persona de Cristo. Este era el objetivo de su vida y de todas sus predicaciones y enseñanzas”.
En su servicio fúnebre hubo centenares que dijeron sinceramente que el hermano Sparks les había ayudado a conocer a Cristo de una manera más plena y satisfactoria. Si alguien puede hacer que los hombres comprendan algo más del valor y maravilla de Cristo para que le amen más y le sirvan mejor, entonces el tal no habrá vivido en vano.
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Fuentes:“À Maturidade”, www.austin-sparks.net,
“O Testemunho do Senhor e a Necessidade do Mundo”.
.Una revista para todo cristiano • Nº 18 • Noviembre - Diciembre 2002
PORTADA
Una misionera casi abandonada en una aldea solitaria, sin sostenimiento ni ministerio aparente, es usada maravillosamente por Dios para instruir a una generación de jóvenes obreros en China.
La fragancia de su perfume
Margaret E. Barber es un nombre bastante desconocido, no sólo en el mundo, sino también entre los cristianos.
Fue misionera, pero bien diferente de David Livingstone o Hudson Taylor, que realizaron grandes cosas por el Señor. El área de su obra estuvo restringida a sólo una pequeña aldea de la China. Ella escribió, mas no fue como Carlos Wesley o Isaac Watts, cuyos himnos aparecen en casi todos los himnarios. Ella amaba al Señor, pero aunque había alcanzado gran madurez espiritual, no fue como Madame Guyon, Andrés Murray o F.B. Meyer, que dejaron muchas publicaciones edificantes para las generaciones futuras. Se asemejaba a una pasajera solitaria, que entró a este mundo silenciosamente en 1869 en Peasenhall, Suffolk (Inglaterra), y que sesenta y un años más tarde partió también silenciosamente. En su vida, ella respondió al llamado del Señor dos veces, para dejar su familia, su tierra natal y viajar a China, un país bastante desconocido y atrasado en aquella época. Entregó silenciosamente el mejor período de su vida al Señor, y le fue fiel hasta la muerte.
No fue en vano
Cuando Miss Barber fue sepultada, un hermano citó la historia de María de Betania (Juan 12:1-8) diciendo que ella también había hecho todo cuanto pudo. Más tarde, el hermano Watchman Nee, que no estaba presente en el funeral, y que fue grandemente influenciado por ella en su vida espiritual, hizo la siguiente observación: “Ella realmente se desperdició para el Señor”.
Algunos hermanos jóvenes de China, que fueron muy ayudados por ella, se preocupaban por su actitud y se admiraban porque no salía a dirigir reuniones y a trabajar activamente en otros lugares. Por el contrario, vivía en aquella pequeña aldea donde nada acontecía. Aquello parecía realmente un derroche.
Hasta el mismo hermano Nee, que más tarde se ‘desperdició’ por aproximadamente veinte años en una prisión, en aquella época la visitaba y casi le gritaba: “Nadie conoce tanto al Señor como usted, y su conocimiento de la Biblia es también profundo y vivo. ¿Usted no ve las necesidades a su alrededor? ¿Por qué no hace algo? Usted parece que vive aquí sentada sin hacer nada; está gastando su tiempo, su energía, su dinero, todo en vano”. Hoy, muchos años después, podemos entender su actitud. Dios estaba plantando una semilla de vida en la China, una semilla solitaria, humilde y oculta. El Señor hizo que brotase y fructificase abundantemente. Pero lo más maravilloso es que Dios hizo que diese fruto más tarde, cuando ella no podía saberlo.
Una luz fuerte
Quienes están familiarizados con el libro “La vida cristiana normal”, de Watchman Nee, descubren que él frecuentemente se refiere a una hermana ya mayor que ejerció la influencia más grande en su vida. Se trata precisamente de la hermana Margaret E. Barber. Cuando supo que el Señor se la había llevado, él dijo: “Ella era una persona muy profunda en el Señor; su comunión con el Señor y su fidelidad a él, a mi modo de ver, son muy difíciles de hallar en el mundo”. Más tarde, en sus mensajes, en la comunión y en las conversaciones privadas, la mencionaba a menudo. La describía como “una cristiana brillante; cualquier persona que entraba en su cuarto, ya sentía la presencia de Dios.” En 1933, cuando el hermano Nee visitó Inglaterra y Estados Unidos, encontró muchos cristianos famosos. Con todo, después dijo: “Es difícil encontrar una persona como la hermana Margaret. Probablemente sólo un hermano pueda ser comparado con ella”. En 1936, cuando conversaba con un colega sobre el servicio y la obra de Dios, suspiró y dijo: “Si la hermana Margaret todavía estuviese aquí, nuestra situación sería muy diferente”.
Cuando el hermano Nee comenzó a trabajar para el Señor, resolvió que de cualquier manera tenía que obedecer la voluntad de Dios. Él pensaba que estaba obedeciendo la voluntad de Dios; sin embargo, todas las veces que se encontraba con la hermana Margaret y conversaba un poco, o leía un poco la Biblia con ella, descubría que estaba lejos del blanco. Cuando Miss Barber estaba viviendo en Pai Yan Tan, ella siempre hablaba con el Señor, pero el Señor no hablaba sólo a través de las palabras de ella, sino también a través de su persona. El hermano Nee dio una vez el siguiente testimonio: “Yo había oído muchas veces a personas hablar sobre la santidad, por eso resolví saber un poco más sobre esa doctrina. Tomé un Nuevo Testamento y encontré unos 200 versículos sobre el asunto. Los anoté y los clasifiqué, sin llegar todavía a saber lo que es la santidad. Me sentía vacío. Mas un día encontré una hermana mayor que era una persona santa. Desde aquel día mis ojos se abrieron y vi lo que era la santidad. Aquella luz era realmente fuerte. La luz aquella me hizo sufrir, y no pude dejar de ver lo que era la santidad.”
"Nada para mí"
En 1922, la hermana Margaret tenía más o menos 53 años, y el hermano Nee era muy joven, convertido hacía apenas dos años. Él tenía en su corazón muchos planes propios que esperaba que Dios aprobase. Pensaba cuán maravilloso sería si uno a uno se llegaran a realizar. Cuando él llevaba esos asuntos a la hermana Margaret, intentaba convencerla de que debían ser realizados. Pero después él daba testimonio: “Antes de abrir yo la boca para explicar mis planes, ella hablaba un poco y todo parecía demasiado para mí. La luz que de ella irradiaba me hacía sentir avergonzado. Descubrí que mi manera de hacer las cosas estaba llena de elementos naturales del hombre, y era muy carnal. Cuando la luz llegaba, algo sucedía y yo era llevado a una posición en que tenía que decir a Dios: “Señor, mi vida está concentrada en actividades carnales, mas aquí está una persona que no vive así. Ella sólo tiene un motivo y un deseo: vivir para Ti”. Miss Barber anotó estas palabras en una página: “Yo no quiero nada para mí misma; quiero todo para mi Señor”. Realmente toda la vida de Miss Barber estuvo de acuerdo con su oración.
Penurias e injusticias
La hermana Margaret fue enviada a China en 1899, y durante siete años enseñó en un colegio anglicano para niñas, al mismo tiempo que trabajaba para el Señor. Pero los colegas de trabajo se pusieron envidiosos de ella y la acusaron falsamente ante los líderes de la misión. Durante esta experiencia ella aprendió la lección de vivir silenciosamente bajo la sombra de la cruz. Prefirió sufrir la ofensa y no se defendió, hasta que el responsable de la misión la llamó de vuelta a Inglaterra y le dijo: “Yo te ordeno que no escondas nada”. Sólo entonces contó toda la verdad.
Ella reconoció haber sido muy ayudada espiritualmente por D.M. Panton, un hermano famoso por su conocimiento de profecía, quien influyó mucho sobre ella, al punto de llevarla a anhelar la venida del Señor. En aquella ocasión ella esperó tres años en Inglaterra, hasta que el Señor le abriese un nuevo camino para retornar a China. Pasó por grandes dificultades económicas. Ella dice que hasta para conseguir un pedazo de jabón necesitaba ejercitar su fe en el Señor.
Como a la edad de 42 años regresó a China, esta vez sin una misión que la sustentara. Aprendió, como Abraham, a esperar que Dios se responsabilizase de ella. Por causa del Señor, se fue al interior de la China. Casi llegó a desesperar por causa de las presiones, mas el Señor estuvo a su lado fortaleciéndola.
Cierta vez, en la mayor dificultad financiera, Miss Barber tenía su bolsa vacía y necesitaba pagar muchas cuentas. Entonces alguien le ofreció cierta cantidad para ayudarla, pero cuando le entregó la ofrenda, le aconsejó que no fuera fanática. Aunque realmente necesitaba mucho el dinero en aquel momento de angustia, lo rechazó. Se sentía responsable en ser fiel a Dios, y Dios tuvo que responsabilizarse de ella. Al día siguiente, sucedió una cosa maravillosa. El hermano Panton le envió desde Inglaterra una ofrenda urgente por telegrama. Miss Barber se comunicó con él, preguntándole por qué había enviado esa cantidad por telegrama. El respondió que no sabía, pero que durante la oración sintió que precisaba enviar aquella cantidad y que debía ser por telegrama.
Lecciones para jóvenes obreros
Realmente Miss Barber fue una persona de oración, que sabía mirar al Señor no sólo por sus necesidades cotidianas, sino que oraba también para que Dios abriese las puertas para su obra. El Señor le envió una compañera de trabajo y oración, veinte años más joven que ella, M.L.S. Ballord. Humanamente hablando, eran dos mujeres débiles que no tenían el fuerte sustento de una Misión. ¿Qué podían hacer por el Señor? Gracias a Dios, desde el punto de vista espiritual no eran de ningún modo débiles. Aunque en aquella época parecía muy difícil y remoto ganar la vasta China para Cristo, las dos misioneras sabían que para lograr esa meta era preciso que Dios levantase muchos hermanos jóvenes. Así que comenzaron a orar específicamente por eso durante 10 años, y el Señor realmente envió un gran avivamiento a un lugar cercano a donde ellas vivían y levantó a algunos hermanos jóvenes que amaban a Dios. Uno de ellos fue Watchman Nee.
Durante un año y medio, posiblemente en 1922, casi todos los sábados, el hermano Nee, junto con otros jóvenes, visitaban a Miss Barber para ser guiados por ella. Pero algunos fueron desistiendo porque ejercía la disciplina con tal seriedad, que no pudieron soportar su reprensión. El hermano Nee decía: “Ella reprende fuertemente y sin razón. Pero después de ser reprendido por ella, uno queda más aliviado.” Todas las veces que él iba a verla se preparaba para recibir una reprensión.
Hubo una época en que siete jóvenes se encontraban todos los viernes. En la reunión, el hermano Nee y otro joven responsable discutían ardientemente. El otro era cinco años mayor que Nee. Cada uno de ellos pensaba que su idea era mejor y criticaba el punto de vista del otro. A veces el hermano Nee se enojaba y no confesaba su error. Entonces iba a ver a la hermana Margaret al día siguiente y le contaba lo sucedido, esperando que ella resolviese el problema corrigiendo al hermano. Ella, sin embargo, inesperadamente reprendía al propio Nee, basándose en que la Biblia dice que el hermano más joven debe respetar al mayor. Al oír esto, el hermano Nee se defendía, diciendo: “No puedo hacer eso. El cristiano debe hacer todas las cosas con una razón”. Entonces Miss Barber le decía que la cuestión no era la razón, sino lo que la Biblia enseña. “Los más jóvenes deben obedecer a los mayores”. A veces, después de una acalorada discusión, el hermano Nee no conseguía dormir y lloraba toda la noche. El sábado acudía donde Miss Barber para contarle el motivo de su tristeza, esperando que ella fuera a actuar con justicia. Pero, después de oírla, él volvía a la casa y lloraba nuevamente. Estaba triste y enojado por no haber nacido antes, pues así no tendría que haber obedecido a aquél hermano, y el hermano tendría que obedecerle a él.
Cierta vez durante una discusión, el hermano Nee concluyó que tenía mucha razón y procuró convencer a Miss Barber de que su compañero estaba errado. Esta vez él pensaba que iba a vencer. Pero después de oírlo, Miss Barber respondió: “Si el otro hermano está errado o en lo cierto, es otro asunto. ¿Usted halla que se parece a una persona que está cargando la cruz, acusando a su hermano delante de mí? ¿Usted se parece a un cordero haciendo así?”. El hermano Nee dijo después: “Estas pocas palabras me avergonzaban mucho y nunca me olvidé de ellas”. Él pensaba que durante ese año y medio recibió la lección más preciosa de su vida. Así es cómo Miss Barber orientaba a los jóvenes.
"Debe aceptar ser quebrantado"
Más tarde, cuando el hermano Nee decidió trabajar para el Señor, visitó a la hermana Barber. Ella le preguntó: “Usted quiere trabajar para el Señor, pero ¿qué es lo que el Señor quiere que usted haga?”. Él respondió: “Yo quiero trabajar para él”. Pero la hermana Barber le dijo: “Y si Dios no quiere que usted trabaje, ¿qué va a hacer?”. Él respondió: “Yo sé que el Señor quiere que yo trabaje para él.” Entonces Miss Barber leyó Mateo 15, sobre la multiplicación de los panes. Después le preguntó: “¿Qué piensa usted sobre esto?”. Él respondió: “En aquella ocasión cinco panes y dos peces fueron colocados en las manos del Señor, pero después de la bendición, aquella comida satisfizo a más de cuatro mil personas”. Entonces Miss Barber le dijo: “Todos los panes en las manos del Señor fueron partidos y distribuidos, y aquellos que no fueran partidos, no podían suplir vida a los otros. Hermano, acuérdese que frecuentemente somos como un pan, hablando así con el Señor: ‘Señor, yo me entrego a ti’. Pero tenemos un deseo escondido en el fondo de nuestro corazón, y como que estuviésemos diciendo: ‘Oh, Señor, entregar y entregar; ofrecimiento, ofrecimiento; pero no me quebrantes’. Siempre esperamos que el pan sea colocado al lado, intocable, sin ser movido, y esto es muy agradable a la vista. Pero todos los panes en las manos del Señor están destinados a ser partidos. Y si usted no quiere ser quebrantado, entonces no se coloque en las manos del Señor.”
Un día ella estaba orando con el hermano Nee en una montaña, y después de leer Ezequiel 44, dijo: “Hermanito, hace veinte años atrás yo leí este capítulo; después feché la Biblia, me arrodillé orando a Dios y dije: “Señor, no me dejes servir a la casa, sino a Ti”. La razón que la llevó a orar de esta forma es porque había una clase de levitas, conforme Ezequiel 44, que activamente servían en el templo, pero no servían al Señor.
Este tipo de consejos de Miss Barber, dado a muchos hermanos, era más eficaz que millares de conferencias y mensajes.
Dejó que Dios trabajase en ella
No podemos dejar de preguntar: ¿Por qué Dios usó a esta hermana? ¿Cuál era el secreto de su ministerio? ¿Por qué tantas personas recibieron ayuda de ella? Evidentemente, su ministerio estaba basado en su vida espiritual. Probablemente los siguientes lemas del hermano Nee pueden ofrecernos una explicación mejor: “Lo que Dios enfatiza es lo que somos, más que lo que hacemos”. “La verdadera obra es la que emana de la vida”. “El servicio que tiene valor es siempre la manifestación de la vida de Cristo”. “Consagrarse a Dios no es trabajar para Dios, sino ser trabajado por Dios”. “Aquellos que no permiten que Dios trabaje en ellos, nunca pueden trabajar para Dios.”
La razón de por qué ella podía trabajar para el Señor fue porque dejó que Dios trabajase en ella, e hiciese en ella su obra formativa. Su corazón era como el de María Magdalena, totalmente vuelto hacia el Señor. Algunos meses después de haberse ido a estar con el Señor, alguien envió un paquete que pertenecía a Miss Barber, para el hermano Nee. Dentro había una hoja con estas palabras: “Oh Dios, yo te doy gracias porque existe un mandamiento que dice así: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mat.22:37).
De vez en cuando ella se enfrentaba con situaciones difíciles, y el precio requerido exigía todo lo que poseía, hasta su propia vida. Entonces levantaba su rostro bañado en lágrimas y decía al Señor: “Señor, para que yo pueda satisfacer todo tu corazón, quiero que mi propio corazón sea quebrantado”. Una vez el hermano Nee le preguntó: “¿Cuál es su experiencia en obedecer la voluntad de Dios?” Ella respondió: “Todas las veces que Dios demora en mostrar su voluntad, inmediatamente concluyo que dentro de mí todavía tengo un corazón que no desea obedecer su voluntad. Todavía tengo un deseo incorrecto dentro de mí. Esto puede ser comprobado a través de muchas experiencias”. Ella preguntaba muchas veces al hermano Nee: “¿Usted ama la voluntad de Dios?”. No preguntaba si él obedecía la voluntad de Dios.
Cierta vez ella argumentó con Dios respecto de cierto asunto. Sabía lo que Dios quería, y en su corazón ella también quería lo mismo, pero era muy difícil. Entonces el hermano Nee la oyó orar así: “Señor, yo confieso que no me gusta, pero por favor, no te rindas a mí. Espera un poco y ciertamente yo me rendiré a ti”. No quería que Dios se rindiese a ella, disminuyendo su exigencia. Nada era importante para ella, a no ser alegrar a su Maestro.
Muy acertadamente, dijo: “El secreto para entender la voluntad de Dios es: 95% querer obedecer a Dios y 5% entender”. Este acto revela que ella entendía profundamente la voluntad de Dios.
La casa se ha llenado de su perfume
Realmente Miss Barber se desperdició para el Señor, como el precioso ungüento mencionado en Juan 12:3. ¿Cuál fue el resultado? “...Y la casa se llenó del olor del perfume”. Que usted también pueda sentir la fragancia de ese perfume y ser atraído por el mismo Señor, a quien ella buscó y amó con todo su corazón, con toda su alma y con todo su entendimiento.
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C.C., en “À Maturidade”, Nº 1, Brasil, 1977.
Traducción y síntesis: “Aguas Vivas”. (Usado con permiso).
.Una revista para todo cristiano • Nº 17 • Septiembre - Octubre 2002
PORTADA
Proezas de la fe
Una aventura de fe tras la Cortina de Hierro, con consecuencias espirituales emocionantes, pero también con riesgos imprevisibles. Una misión en que la vida pende de un hilo, para creyentes con nervios de acero – o con una fe más grande de lo común.
El Wolkswagen azul
Su llegada a Bulgaria fue mucho más agradable de lo que esperaba. Después de un viaje tan largo y accidentado, esperaba lo peor. Sin embargo, el inspector de la aduana le dio una cálida bienvenida, las carreteras eran buenas, y la gente alzaba sus manos afectuosamente al paso de su automóvil. Incluso, más adelante, cuando tomó un camino equivocado y se atoró en un lodazal, los parroquianos de una taberna cercana le dieron rápido socorro: sacaron el auto a empellones en un dos por tres y ¡hasta lo invitaron a celebrar con una cerveza!
Por supuesto, se sintió un poco incómodo con la invitación, pero tuvo que aceptar, de lo contrario habría desairado a sus salvadores.
Una extraña visita
Casi sin proponérselo, “el hermano Andrés” –como gustaba que lo llamaran– se había visto involucrado en este trabajo.
Proveniente de una piadosa familia cristiana holandesa, había vivido de niño los rigores de la 2ª Guerra Mundial, y después, siendo un joven, había tomado parte en la última guerra colonial de su país en Indonesia. De vuelta de la guerra, derrotado, con sentencia de invalidez por haber sido herido de bala en un pie, fastidiado de todo, y sin hallar sentido a su vida, encontró al Señor y se aferró con todo a él.
Al poco tiempo decidió preparase para el ministerio, en Escocia. En sus dos años de preparación en una institución no convencional, había tenido oportunidad de conocer a Dios como el Dios que sustenta con fidelidad a sus hijos.
Cuando ya terminaba sus estudios, encontró una revista de divulgación marxista en que se invitaba a un Festival juvenil que se realizaría en Varsovia (Polonia) en el mes de julio de 1955. Sin saber exactamente por qué, Andrés decidió participar. Escribió a Varsovia y a los pocos días le llegó su identificación para el evento. Durante tres semanas pudo conocer la opresiva y triste realidad de las iglesias en ese país y hasta repartir tratados por las calles. En esos días se le abrió un horizonte de servicio espiritual que habría de consolidarse en los años siguientes.
Un feliz encuentro
Ahora corría el año 1959 y él tenía 31 años de edad. Hungría era el cuarto país tras la Cortina de Hierro que visitaba en su Volkswagen azul, con el propósito de introducir clandestinamente Biblias y repartirlas a las iglesias subterráneas. Había tenido algunas dificultades en Yugoslavia recientemente, lo que le había obligado a dar un gigantesco rodeo de 2400 kms. por Italia y Grecia para llegar a Bulgaria.
En su última noche en Yugoslavia había conocido a un cristiano que tenía un amigo de confianza –Petroff– en Bulgaria. Le insistió que lo visitara al llegar a Sofía, la capital. Ahora ya estaba en Sofía, pero ¿cómo encontraría la calle donde vivía Petroff sin despertar sospechas? El hermano yugoslavo le aconsejó que se moviera con cautela.
En el hotel pidió un plano de la ciudad, pero se lo negaron. Después de insistir y dar una buena razón para consultarlo, le permitieron ver uno hecho a mano, que sólo tenía el nombre de las calles principales. Pero ... ¡un momento! ¿No estaba ahí la calle que buscaba? Efectivamente, la única calle secundaria que tenía puesto el nombre ¡era precisamente la que buscaba!
Andrés tuvo la certeza en ese momento, como otras muchas veces en sus viajes anteriores, que todo había sido preparado desde muchísimo tiempo antes.
Al día siguiente se acercó caminando al lugar, y vio venir desde el otro extremo de la calle a un hombre que se detuvo en el mismo número. Era una gran casa de departamentos. Ambos entraron casi juntos y caminaron uno detrás del otro por el pasillo. En ese momento, Andrés miró al hombre de reojo y percibió que ése era el hombre que buscaba. El otro había entendido lo mismo. Sin decirse palabra, subieron las escaleras y llegaron a la habitación. El hombre sacó su llave, abrió la puerta, y entraron.
— Yo soy Andrés, de Holanda – dijo uno.
— Yo soy Petroff – dijo el otro.
El saludo fue emotivo. Luego estuvieron los tres –con la esposa de Petroff– arrodillados dando gracias a Dios por haberlos reunido sin demora ni riesgos.
Charlaron algún rato. Andrés les dijo que estaba enterado de que en Bulgaria los cristianos necesitaban desesperadamente Biblias, ¿sería cierto?
Dos lágrimas
Por toda respuesta Petroff lo llevó a su escritorio, donde estaba copiando a máquina algunos libros de la Biblia. Hacía tres semanas que se había conseguido una Biblia por un bajo precio –sólo el equivalente a su pensión de un mes– pero le faltaba Génesis, Éxodo y Apocalipsis. Seguramente alguien había liado unos cigarrillos con sus finas hojas. Petroff esperaba terminar su trabajo de copiado en un mes más.
Luego, se la regalaría a una iglesia de campo que no tenía Biblia.
— ¿Ninguna Biblia en toda la iglesia? – saltó Andrés.
Petroff le contó que esa iglesia no era la única, sino que abundaban en toda Bulgaria, y también en Rusia.
Andrés salió y fue a su automóvil. Se aseguró que no hubiera nadie en las inmediaciones y sacó una caja con Biblias. Volvió al departamento con su cargamento, y, ante la sorpresa de sus anfitriones, puso una Biblia en las manos de Petroff y otra en las de su esposa. Cuando Petroff vio de qué se trataba, y supo que lo que había en la caja eran más Biblias, y que en el auto había varias cajas más, cerró los ojos, emocionado.
Dos lágrimas suyas cayeron sobre el precioso libro que tenía en sus manos.
Una fe pura
De inmediato Andrés y Petroff se pusieron en marcha para distribuir Biblias por toda Bulgaria en las iglesias donde había mayor necesidad. Petroff le contó a Andrés que la excusa que daba el gobierno para suprimir las Biblias era que estaban escritas en una ortografía muy antigua, lo cual retrasaría el progreso.
En esos días Andrés conoció a cristianos que le quedarían grabados en el corazón. Como el anciano Abraham y su esposa, por ejemplo, ambos de dulce mirada de niño, que irradiaban una profunda paz. Alguna vez ellos tuvieron tierras, y una hermosa casa, pero ahora habitaban una carpa hecha de cueros en la montaña, sosteniéndose con una mínima pensión estatal, comiendo frutas silvestres. Ello, porque Abraham había sido acusado de realizar labores “subversivas”. En realidad, lo que sucedía era que acostumbraba compartirle de su fe a los oficiales comunistas, y a los soldados, dondequiera los encontraba. A veces ellos se convertían; otras, él era encarcelado.
Una noche Andrés tuvo la oportunidad de participar de una reunión clandestina (sin luz, sin cantos) en un hogar. Como esa, viviría otras muchas jornadas después. Allí pudo comprobar la pureza de la fe, y el gozo –casi reverente– de los hermanos al recibir una única Biblia de regalo.
Al salir de Hungría luego de terminar su misión, “el hermano Andrés” pensaba que el gozo y gratitud de esos santos y fieles cristianos era paga suficiente para seguir arriesgando la vida en cada viaje a los países tras la Cortina de Hierro.
***
(Adaptado de “El contrabandista de Dios”, por el hermano Andrés, Edit. Vida, 1971.)
.Una revista para todo cristiano • Nº 14 • Marzo - Abril 2002
PORTADA
Todos los que hicieron posible el sueño de Guillermo Carey fueron jóvenes pastores casi desconocidos, de iglesias pequeñas y casi rurales. Ellos se comprometieron delante de Dios “para sostener la cuerda mientras uno de ellos bajaba a lo profundo del pozo” en la evangelización de paganos distantes al otro extremo del mundo. Y Carey bajó.
El zapatero de Serampore
— Joven, joven, siéntese. Usted es un entusiasta. Cuando Dios quiera convertir a los paganos lo hará sin consultar con usted o conmigo.
El interpelado, Guillermo Carey, a la sazón un joven ministro de 27 años, guardó silencio, desconcertado. Hacía poco que le habían recibido en el seno del ministerio, y quien había hablado era precisamente el más anciano y respetado de los ministros allí reunidos.
Desde hacía tiempo Carey había sentido una carga por la evangelización de los paganos y ahora se había atrevido a compartirla, reflexionando sobre “si el mandato dado a los apóstoles de enseñar a todas las naciones no era obligatorio en todos los ministros sucesivos hasta el fin del mundo.”
La interrupción del venerable ministro no era de extrañar. En la época, el pensamiento de la cristiandad excluía ese tipo de preocupaciones. Sin embargo, la carga del joven ministro no era pequeña ni reciente.
Un zapatero atípico
De niño Carey fue un amante de la naturaleza, y lector asiduo de los libros de viajes. Esos libros alimentaron sus sueños. Luego de convertido, comenzó a trasladar esos sueños al ámbito de la fe, acicateando en él la urgencia por la salvación de esos pueblos, sumidos en la idolatría y la barbarie.
Ya adulto, Carey entró en el ministerio; pero como la iglesia era pequeña, y los fieles, pobres, hubo de ayudarse con su oficio de maestro de escuela y zapatero.
Sus manos trabajaban el cuero, pero su boca musitaba oraciones por pueblos extraños, cuyos nombres muy pocos conocían, mientras soñaba –con la ayuda de un planisferio pegado a la pared frente a su mesa de trabajo, y de un globo terráqueo construido con cueros de diversos colores– navegando por mares lejanos y entrando en países y culturas exóticas con la palabra de Cristo.
Como predicador, recorría todo el distrito. Una vez se encontró con un amigo, que le reconvino por descuidar su negocio de zapatero:
— ¡Descuidar mi negocio! – contestó Carey – Mi negocio, señor, es el de extender el reino de Cristo. Sólo hago y compongo zapatos para ayudarme a pagar los gastos.
Carey era también un políglota autodidacta. Dedicaba todo el tiempo posible a estudiar las lenguas bíblicas –hebreo y griego—, pero le parecía insuficiente.
Una vez su patrón en el oficio de zapatero, que supo de los esfuerzos de Carey en tal sentido, le dijo:
— Veamos, señor Carey, ¿cuánto gana Ud. a la semana haciendo zapatos?
— Como nueve o diez chelines, señor.
Entonces él le dijo, con ojos llenos de placer:
— Bien, tengo un secreto para Ud. No quiero que eche a perder más de mi cuero, pero haga el mayor progreso posible con su latín, hebreo y griego, y yo le daré de mi bolsa propia cada semana diez chelines.
Así Carey se vio relevado de su oficio de zapatero, al menos por un tiempo, para dedicarse de lleno al estudio.
El sueño de un geógrafo
En cierta ocasión, en una reunión informal de pastores, alguien mencionó un pequeño islote cerca de la India oriental, pero ninguno pudo dar la información que se necesitaba. Finalmente, fue Carey quien informó acerca de su situación, longitud, anchura, y la naturaleza de su pueblo, admirando a los demás, los que, con la mirada, parecían decirle: “¿Y cómo sabes tú?”
A veces sus alumnos en la escuelita, le oían exclamar, cuando mencionaba pueblos e islas lejanas en sus clases de geografía:
— ¡Y esos son paganos, paganos!
Carey buscaba permanentemente compartir su sentir con los otros ministros, pero los más de ellos lo veían como extraño e impracticable. Sin embargo, él insistía. Más de alguno le oyó decir que si unos cuantos amigos le enviaran, y le mantuvieran por un año después de desembarcarse, iría adonde quiera que Dios le abriera la puerta.
Cierta vez se encontró con un piadoso diácono, a quien contagió con el fuego que ardía en su corazón. Éste le dijo:
— Usted debe escribir un tratado para informar y despertar la Iglesia de Cristo.
— He probado hacerlo – le contestó Carey – pero he quedado completamente descontento. Además, no podría imprimir el mensaje que se necesita, aun cuando lo escribiera.
— Si no puede hacerlo como desea, hágalo como pueda, y yo le daré diez libras esterlinas para ayudar a imprimirlo.
Alentado por esta promesa, Carey se abocó a la tarea. Poco después leyó su tratado a un grupo de pastores.
Al año siguiente, predicó su sermón basado en Isaías 54:2-3. Fue un reto a la iglesia indolente para que se levantara y extendiera sus tiendas. El mensaje terminaba con dos frases cortas pero filudas como puñales: “Espera grandes cosas de Dios. Procura grandes cosas para Dios.”
Aunque el mensaje parecía haber traspasado los corazones de los ministros presentes, al día siguiente, cuando se reunieron de nuevo para deliberar, prevalecieron los sentimientos de vacilación. Entonces Carey tuvo un gesto de desesperación y audacia que se clavó en el corazón del más influyente ministro que allí estaba – Andrés Fuller. Volviéndose hacia él, y agarrando su brazo, exclamó:
— ¿No va a hacerse nada esta vez tampoco, señor?
El corazón de ese ministro se despertó y se produjo un vuelco. Así, antes de terminar la reunión esa mañana, cinco ministros – Juan Ryland, Juan Sutcliff, Andrés Fuller, Guillermo Carey y Samuel Pearce – habían tomado la firme resolución de preparar un plan para formar una Sociedad misionera.
A la luz de los grandes hechos de fe, este comienzo fue tímido. Todos los protagonistas eran jóvenes (sus edades fluctuaban entre los 26 y los 40 años); eran pastores casi desconocidos, y sus iglesias eran pequeñas y casi rurales, pero su ejemplo y sus frutos habrían de afectar al mundo entero.
Rumbo a la India
Carey pensaba que su labor misionera debía comenzar en Tahiti, pero un extraño suceso alteró sus planes. Un misionero en la India –Juan Thomas– trabó contacto con él y le compartió su carga por la obra allí. Carey y los demás pastores entendieron que hacia allá los guiaba el Señor.
Al despedirse de sus amigos, Carey los comprometió a respaldarlo. Usando una figura que Fuller había propuesto, les dijo:
— Yo desciendo al pozo, pero ustedes han de sostener la cuerda.
Carey zarpó –después de vencer algunas reticencias de su esposa— con toda su familia, el 13 de junio de 1793. Tenía 32 años.
Difíciles comienzos
Llegaron a la India, tras cinco largos y difíciles meses de navegación.
Los primeros meses allí fueron de gran estrechez, y de duro aprendizaje. La pérdida de su hijo de cinco años, fue dolorosísima, especialmente para Dorotea, su esposa. Ella misma enfermó una y otra vez, hasta que en 1795 se enfermó gravemente de disentería, afectando seriamente su equilibrio emocional.
En los próximos años, Carey aprendió las dos principales lenguas que necesitaba para su trabajo de traductor, el sánscrito y el indostano, que le abrirían las puertas a los demás dialectos y a toda la cultura hindú.
A fines de 1799, Carey recibió ayuda desde Inglaterra – algunos colaboradores, especialmente a Ward y Marshman, con quienes habría de conformar un equipo de mucha afinidad y eficiencia.
Algunos contratiempos en el trabajo les obligaron a mudarse a Serampore, en enero de 1800, lugar que habría de ser la sede definitiva de su obra.
La obra en Serampore
Serampore era un puerto abierto a todas las banderas, un lugar estratégico para la obra, pero de triste historia misionera, pues los moravos habían fracasado allí, y abandonado su misión en 1792, tras 17 años de estériles esfuerzos. Muy pronto Carey y su compañía hicieron los ajustes y habilitaron un terreno.
El 5 de marzo de 1801 salió de la imprenta el Nuevo Testamento bengalés, tras siete años y medio de arduo trabajo.
Pero el sueño de Carey era más grande, porque se propuso traducir las Escrituras a todas las lenguas principales de la India. Así que tanto él como Marshman y Ward se dieron a la incesante tarea de aprenderlas.
Uno de sus mayores aciertos fue traducir la Biblia al sánscrito, porque era la lengua más prestigiosa y culta. Otros colaboradores se sumaron a la tarea. Expertos de toda la India fueron contratados como ‘pundits’. Carey describía así el ambiente en Serampore por ese tiempo: “Se escribía, se hablaba, o se leía en latín, griego, hebreo, arábigo, siriaco, sánscrito, bengalés, indostano, oriya, gujarati, telugu, marathi, armenio, portugués, chino y birmanés.”
A todos los visitantes ingleses que llegaban a Serampore les impresionaba la capacidad de trabajo de Carey, quien, con la ayuda de numerosos ‘pundits’ revisaba hasta 22 versiones de las Escrituras simultáneamente.
Una prueba
El 11 de marzo de 1812 fue una fecha escrita con lágrimas en la historia de la misión en Seram-pore. Un incendio arrasó con el edificio de la imprenta consumiendo todo a su paso. Las pérdidas fueron cuantiosas. Sin embargo, ellos nunca esperaron lo que vendría. Literalmente toda la cristiandad se volcó con donativos “rivalizando cada uno a todos los demás para reparar la pérdida”. “Este incendio ha dado a la empresa una celebridad que ninguna otra cosa podría haberle dado; una celebridad que nos hace temblar” – escribía Fuller a Carey poco después.
Una obra que excede al vaso
Carey murió el 9 de junio de 1834. Su gran obra es difícil de evaluar. No sólo tradujo la Biblia completa, o, al menos, las porciones más preciosas de ella, a 34 idiomas, para un verdadero imperio de pueblos mixtos, sino que hizo importantes aportes al estudio de la flora y la literatura hindú. Todo eso, en un tiempo en que no había los increíbles adelantos técnicos que hoy tenemos.
En suma, un trabajo tan monumental, que no hubiera sido posible de realizar por un modesto zapatero autodidacta, de no contar con la fuerza y la gracia superabundante de Dios. Carey estaba consciente de esto; por eso la grandeza del erudito nunca avasalló la humildad del siervo.
En cierta ocasión, al subir al púlpito, vio colgados un par de zapatos viejos que alguien había dejado allí para provocarle, recordándole su oficio de zapatero. (En la India ese oficio era uno de los más despreciados). Pero Carey dijo, sencillamente:
— El Dios que puede hacer para un pobre zapatero y por medio de él lo mucho que ha hecho para mí y por mí, puede bendecir y usar a cualquiera. El más humilde puede confiar en él.
***
.Una revista para todo cristiano • Nº 12 • Noviembre - Diciembre 2001
PORTADA
Una joven musulmana paquistaní, de noble cuna, es escogida por Dios como testigo de su poder y su amor. Su testimonio demuestra que la salvación de Dios en Jesucristo es tan amplia que también puede alcanzar más allá de las fronteras culturales y religiosas, al corazón mismo del Islam.
La hija del Sha
— Termina con esta maldición de la familia – dijo con fiereza Safdar Shah mientras le tendía la pistola a su hermano Alim Shah.
Éste tomó con resolución la pistola de doble tambor y en forma lenta le fue levantando hasta apuntar al rostro de su hermana Gulshan, sentada frente a ellos. Con una frialdad desconocida en él, dijo mirándola fijamente:
— ¿Por qué quieres morir? Todo lo que tienes que hacer es decir que no aceptas más a Jesucristo como el Hijo de Dios y que dejarás de ir a la iglesia. Entonces se te perdonará la vida, porque no quiero dispararte.
Desde niña, Gulshan había aprendido a respetar a sus hermanos, como toda musulmana; sin embargo, ahora sentía que por causa de Jesucristo, no podía obedecerles.
— ¿Pueden ustedes garantizarme que si no me disparan no moriré? – les dijo con voz firme —. Está escrito en el Corán que una vez que una persona nace, debe morir. Así que, adelante, disparen. No me importa morir en el nombre de Cristo. En mi Biblia está escrito: “El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.” (Juan 11:25).
Alim Shah dudó; la pistola osciló en el aire y bajó.
Safdar Shah interrumpió el silencio, para decirle a su hermano:
— Tú no quieres matar a esta cristiana y ser culpable por ello. Ella ya es una maldición para nosotros. Échala.
Acto seguido, la empujaron fuera de la casa.
Una flor marchita
Gulshan Fátima era la hija menor de una familia musulmana Sayed, es decir, descendiente del profeta Mahoma. Era la menor entre cinco hermanos: dos varones y tres mujeres. Su padre era Aba-Jan, y como descendiente de Mahoma, era también un Sha. Aba-Jan era también un Pir, es decir, un líder religioso, y además, propietario de una gran fortuna en Pakistán.
El nombre “Gulshan” significaba en la lengua vernácula urdu “el lugar de las flores, jardín”, pero Gulshan distaba mucho de serlo, porque cuando tenía apenas seis meses quedó paralítica a raíz de la fiebre tifoidea. Desde entonces, su lado izquierdo colgaba sin vida. Poco después había muerto su madre. Sin embargo, por esto mismo, y por ser la menor, era la favorita de su padre.
Después de gastar grandes sumas de dinero en Pakistán buscando cura para su hija, Aba-Jan decidió llevarla a Inglaterra, a un reconocido médico. Corría el año 1966; Gulshan tenía 14 años.
El veredicto del médico fue lapidario:
— No hay medicina para esto; solamente la oración.
Decepcionado, Aba-Jan decidió probar la última opción que le quedaba: viajar a la Meca y esperar allí un milagro de Alá. Era el mes de la Hajj, es decir, de la peregrinación anual, en que los musulmanes del mundo se daban cita en su principal centro de adoración.
Aba-Jan, Gulshan y sus dos criadas, volaron hasta la ciudad de Jeddah, donde iniciaron un recorrido por los lugares sagrados de La Meca, Medina, Jerusalén y Karbala (Irak), en una peregrinación que duró un mes, en busca de sanidad, pero nada.
Aba-Jan, que era un piadoso musulmán, se limitó a decir:
— Dios te está probando y me está probando. No desesperemos. Puede ser que llegues a ser sanada en alguna otra etapa de tu vida.
El primer encuentro con Jesús
Dos años y ocho meses después Aba-Jan murió. Antes de partir, encargó a Gulshan a sus hermanos, y animó a su hija menor diciéndole que un día Dios la sanaría. Tras la muerte de su padre, la casa quedó vacía para Gulshan, pese a la gran cantidad de criados que le asistían. Todos sus hermanos se habían casado. Entonces, Gulshan decidió pedir a Dios que la llevara con su padre.
Una noche, como a las tres de la mañana, mientras barajaba pensamientos de suicidio, comenzó a decirle a Dios, con una espontaneidad inusitada:
— Quiero morir. No quiero vivir más. Esto es lo último.
Extrañamente, de alguna manera sintió que Dios la estaba oyendo, así que continuó:
— ¿Qué pecado terrible he cometido, que me has hecho vivir así? Apenas nací te llevaste a mi madre, luego me hiciste paralítica y ahora te llevas a mi padre. Dime, ¿por qué me has castigado tan duramente?
De pronto, en medio del silencio, escuchó una voz suave y amorosa:
— No te dejaré morir. Haré que vivas.
— ¿De qué servirá que yo viva? – preguntó – Soy inválida. Cuando mi padre estaba vivo podía compartir todo con él. Ahora cada minuto de mi vida es como cien años. Tú te llevaste a mi padre y me dejaste sin esperanza, sin nada por lo cual vivir.
La voz vino de nuevo, vibrante y suave:
— ¿Quién le dio ojos al ciego, y quién hizo sano al enfermo, y quién curó a los leprosos y quién resucitó al muerto? Yo soy Jesús, el hijo de María. Lee acerca de mí en el Corán, en el Sura Maryam.
Esa noche, buscó y leyó en el Corán el pasaje señalado: “Entonces los ángeles dijeron: “¡Oh María! En realidad, Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombres es el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este mundo y en el otro, y hasta por aquellos que están inmediatos a Dios. El hablará a los hombres, tanto a los que están en la cuna como en la edad madura. Y será del número de los justos ...” Y más adelante: “Con el permiso de Alá daré vista a los ciegos, sanaré al leproso, y resucitaré los muertos a la vida.”
Pese a que no entendía mucho lo que estaba sucediendo, una esperanza había brotado en su corazón. Desde entonces, Gulshan comenzó a orar así:
— Oh, Jesús, hijo de María, en el santo Corán dice que tú resucitaste a los muertos y curaste a los leprosos y que hiciste milagros. Entonces, sáname a mí también.
El milagro
Un día, pasados tres años de estar orando así, se sintió muy decepcionada. Pensó: “He hecho esto por tanto tiempo y todavía estoy paralítica”. Luego dijo:
— Mira que estás vivo en el cielo y el santo Corán dice que sanaste a las personas. Tú puedes sanarme, y sin embargo sigo estando paralítica. Jesús, si puedes hacerlo, sáname; de lo contrario, dímelo.
Entonces ocurrió algo totalmente inesperado. La habitación se llenó de una luz que sobrepasaba a la luz del día. Gulshan sintió mucho miedo. Pese a eso, alzó la vista y reconoció unas figuras con ropas largas de pie en medio de la luz, algunos metros más allá de su cama. Había 12 figuras en fila y la figura central, la número trece, era más grande y brillante que las otras.
— Oh Dios – clamó — ¿quiénes son esas personas y cómo han entrado aquí estando las ventanas y las puertas cerradas?
— Levántate – le dijo de pronto una voz – Este es el camino que has estado buscando. Yo soy Jesús, el hijo de María, a quien has estado orando y ahora estoy de pie delante de ti. Levántate y ven a mí.
Gulshan comenzó a llorar:
— Oh Jesús, estoy paralítica. No puedo levantarme.
— Levántate y ven – le dijo él – Yo soy Jesucristo.
Gulshan dudó, y él lo dijo por segunda vez. Luego, por causa de que ella dudaba, él le habló por tercera vez.
Entonces Gulshan, tras 19 años de estar tirada en cama, paralítica, sintió que una nueva fuerza fluía de sus piernas inútiles, y caminó algunos pasos, para luego caer a los pies de él.
Jesús puso su mano sobre su cabeza y le dijo:
— Yo soy Jesucristo. Soy Emanuel. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Estoy vivo, y vengo pronto. Mira, desde hoy eres mi testigo. Lo que ahora viste con tus ojos debes llevarlo a mi pueblo. Mi pueblo es tu pueblo y debes permanecer fiel en llevárselo a mi pueblo. Ahora debes mantener inmaculadas esta túnica y tu cuerpo. Dondequiera que vayas estaré contigo y a partir de hoy orarás así ...
Y le citó el Padre nuestro. Luego le hizo repetir la oración. Al decir “Padre” Gulshan sintió que Dios cautivaba su corazón.
— Lee en el Corán – agregó –; yo estoy vivo y vengo otra vez.
Gulshan miró su pierna y su brazo izquierdos y vio que tenían carne; sin embargo, su mano no estaba perfecta. Entonces preguntó:
— ¿Por qué no la sanaste del todo?
La respuesta vino en tono cariñoso:
— Quiero que seas mi testigo.
Surgen las dificultades
Desde ese momento, Gulshan alcanzó la notoriedad propia de un milagro andante. Sus criados, su familia y sus vecinos acudieron a verla caminar. Ella a todos daba testimonio de que Jesús, el hijo de María, la había sanado.
Una semana más tarde, la familia hizo una fiesta para celebrar tan gran acontecimiento, pero allí surgieron los primeros problemas. Después de escuchar sus reiterados testimonios, Safdar Sha, su hermano mayor, le dijo:
— Te respetaríamos más si dijeras que Mahoma te sanó. Ese Jesucristo no es muy importante para nosotros.
— Pero es que no puedo decir que me sanó Mahoma – replicó Gulshan – Fue Jesucristo y él me dijo que lo contara.
— Jesucristo tiene su gente en Inglaterra, Estados Unidos y Canadá. Esos son países cristianos. No vas a ir allí a decirles acerca de cómo Jesucristo te sanó, y sería prudente que no divulgaras ese tipo de cosas a aquí – concluyó el hermano, con firmeza.
Gulshan le preguntó al Señor qué hacer. Su tía, entretanto, le dijo que todo lo que debía hacer era dar limosnas y olvidarse de Jesucristo.
El Señor le dijo:
— Si te atemorizas por tu familia, no estaré contigo. Debes permanecer fiel a mí para poder ir a mi gente. Mi pueblo es tu pueblo. Debes llevarle mi mensaje a ellos.
Diez días después de su sanidad, la familia volvió al ataque, incluso amenazándola de muerte.
Gulshan oró al respecto, y la respuesta vino dos noches después. En una visión vio al Señor Jesucristo que le decía:
— Ven a mí.
Extendió su mano y la levantó hasta una planicie verde y fresca, llena de figuras de personas. Todas tenían coronas en la cabeza y estaban vestidas de una brillantez que hería sus ojos. Escuchó palabras que eran como una hermosa música. Las personas decían: “Santo” y “Aleluya”. “El es el Cordero inmolado. Él vive.” – decían, mientras miraban a Jesucristo.
De la multitud sobresalía el rostro de un hombre que estaba sentado. El Señor le dijo:
— Ve dieciséis kilómetros al norte y este hombre te dará una Biblia.
Sufriendo el vituperio
El hombre era el señor Major, quien con cierta desconfianza le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento en urdu y uno de Los mártires de Cartago. Conseguir el Nuevo Testamento y leerlo fue una y sola cosa. Allí pudo comer y beber hasta saciarse. Su entendimiento fue iluminado y pudo confirmar que era Jesús quien se le había manifestado.
La palabra sobre el bautismo le habló específicamente, aunque también entendió lo que eso significaría. El señor Major le advirtió que podría perderlo todo. Pero Gulshan sabía que no tenía alternativa. Así que hizo los preparativos, y ordenó su casa.
El 15 de marzo de 1972, a los 20 años de edad, Gulshan Fátima, hija de una noble familia Sayed, dejó su casa paterna, su palacete, sus criados, su dinero, todo, para nunca más volver.
Un mes después se bautizó, y su segundo nombre “Fátima” fue trocado por “Esther”. Una nueva vida había comenzado para ella.
¿Cuántas cosas habría de padecer por causa del Nombre? Gulshan Esther no lo sabía entonces, pero su fe y su decisión eran irreversibles.
Desde aquel día comenzó su peregrinar. Muchos sufrimientos habría de pasar en los próximos años; sin embargo, todos los afrontó con gozo. A su paso fue dejando una estela de bendición y de vida.
Desde entonces su testimonio ha bendecido a millares de personas, tanto en su país como fuera de él.
¡Dios verdaderamente se había glorificado en una desdichada muchacha musulmana paquistaní!
Adaptado de “El velo rasgado”, por Gulshan Esther y Thelma Sangster - Edit. Vida, 1991.
.Una revista para todo cristiano • Nº 10 • Julio - Agosto 2001
PORTADA
Una historia asombrosa, tierna, emocionante. Un humilde muchacho africano elevado a un sitial de leyenda por la elección y la gracia de Dios. Un creyente sencillo que asombró a los sabios y les hizo inclinarse ante la gloria que irradiaba. El príncipe Kaboo, de la tribu Kru, de Costal de Marfil, más conocido como Samuel Morris, murió hace 108 años, pero su ejemplo sigue bendiciendo a muchos.
Proezas de la Fe
El príncipe Kaboo
—Mi Padre me ha dicho que usted me llevará a Nueva York a ver a Esteban Merritt – dijo el joven negro al capitán, mientras éste desembarcaba desde un bote con varios tripulantes de su barco.
El capitán pareció no escucharle. Su interés era negociar con los nativos, para luego emprender la navegación otra vez. Sin embargo, al oír (porque había oído) esa extraña afirmación, se fijó en el muchacho, y vio que iba desharrapado y descalzo. ¿Quién era él para hablar así? Además, estaban en Liberia, Africa Occidental, a miles de millas de Estados Unidos.
—¿Quién es tu padre y dónde está? – le preguntó.
—Mi Padre está en el cielo – le contestó el muchacho.
El capitán era un hombre rudo. Así que dejó escapar unas cuantas blasfemias, y luego masculló:
—Mi buque no lleva pasajeros. Debes estar loco – y se fue.
El muchacho no se desanimó. Estuvo haciendo guardia dos días, mientras el capitán iba y venía en sus negocios. Dormía en la arena, y oraba gran parte de la noche.
Al tercer día, cuando pisaron tierra otra vez, el muchacho corrió hacia ellos:
—Mi Padre me ha dicho anoche que esta vez ustedes me llevarán.
El capitán lo miró asombrado. Dos tripulantes le habían abandonado la noche anterior, de manera que le faltaba gente.
Reconoció que el muchacho era de la tribu Kru y supuso que era un marinero con experiencia, como lo eran sus paisanos.
—¿Cuánto quieres ganar? – le preguntó.
—Sólo lléveme hasta Nueva York a ver a Esteban Merritt – respondió el muchacho.
El capitán, entonces, dio la orden y fue embarcado. Corría el año 1889.
El desdichado rehén
¿Quién era el joven y por qué quería ver a Esteban Merritt, de Nueva York?
La respuesta a esta doble pregunta es muy extraña. Su nombre era Kaboo, tenía diecisiete años, y esperaba que Esteban Merrit le enseñara todo lo que sabía sobre el Espíritu Santo.
Kaboo, en realidad, no era liberiano, sino que pertenecía a una tribu descendiente de los Kru que habitaba al oeste de Costa de Marfil. Su padre era jefe de la tribu. En aquellas regiones, a fines del siglo XIX, era costumbre que un jefe derrotado en la guerra debía entregar a su hijo mayor como rehén para asegurar el pago al vencedor. Si éste se retrasaba, el hijo frecuentemente era sometido a torturas. Esta fue la suerte de Kaboo.
A los 15 años de edad, ya había sido tomado como rehén en tres ocasiones. Para la primera vez era sólo un bebito; en la segunda, estuvo varios años sometido a sufrimientos inena-rrables. Para la tercera, Kaboo tenía 15 años. Su padre reunió todos los bienes que pudo en su asolada tribu para satisfacer las demandas del jefe vencedor, pero fueron insuficientes. Así que Kaboo comenzó a ser torturado cruelmente. Las heridas no tenían tiempo de curarse antes del próximo tormento. La piel de su espalda colgaba a jirones. Pronto estuvo tan agotado que ya no podía mantenerse en pie.
Entonces prepararon dos vigas en forma de cruz, adonde lo arrastraban para continuar el castigo.
Sin embargo, de seguir así las cosas, la muerte que le esperaba sería aun más atroz. Cavarían una fosa y lo enterrarían vivo hasta el cuello. Luego, lo untarían con melaza para atraer a las hormigas carnívoras. En pocos minutos quedarían los puros huesos.
Ante esa perspectiva, Kaboo sólo deseaba morir.
Una extraña luz
Sin embargo, su suerte habría de ser muy diferente a partir de entonces. Una gran luz, como un rayo, irrumpió sobre él. Una voz audible que parecía venir de lo alto le ordenó levantarse y huir. Los que le rodeaban oyeron la voz y vieron la luz pero no entendieron de qué se trataba.
En un abrir y cerrar de ojos, Kaboo recobró sus fuerzas y, saltando, huyó hacia la selva con la velocidad de un ciervo. ¿A dónde ir? No podía huir hacia su tribu, porque atraería sobre ella la peor de las venganzas.
Algo sobrenatural volvió a ocurrir. La misma extraña luz que le había salvado le comenzó a guiar por los intrincados vericuetos de la selva. Kaboo se limitó a seguirla. Durante el día se ocultaba en el hueco de los árboles, y durante la noche continuaba su marcha. La noche era para él lo suficientemente clara como para juntar frutas y raíces y alimentarse. Cruzó lagos y ríos. A su alrededor, toda la fauna salvaje enmudeció, y dejó el paso libre al muchacho que huía.
Después de días llegó a una plantación en las afueras de Monrovia (Liberia). Grande fue su sorpresa cuando supo que había llegado a otro país. La primera persona que vio fue un hombre de su propia tribu, quien le contó que ese no era un lugar de esclavizadores, sino de liberadores de esclavos. ¡Dios le había guiado al único lugar donde estaría a salvo!
Allí encontró empleo y fue invitado a una reunión cristiana. Al oír la historia de la conversión de Saulo, pudo ver que Dios le había salvado de la misma forma. Una misionera lo condujo al Señor y le enseñó los rudimentos de la fe. También le enseñó a leer y escribir en inglés.
Muy luego, Kaboo fue cautivado por el Señor y sintió deseos de prepararse para ir a dar testimonio a su tribu. Sin embargo, sentía que tal vez nunca estaría en condiciones. Para él fue un gran descubrimiento el saber que el Espíritu había sido enviado para capacitar al cristiano. Comenzó a buscarle con gran insistencia, a tal punto que sus compañeros se cansaban de oírlo orar por las noches.
Un día tuvo la experiencia de la llenura del Espíritu. El no sabía nada de la doctrina sobre el Espíritu Santo, pero ese día fue lleno de Él.
Poco después fue bautizado en las aguas y su nombre fue cambiado por el de Samuel Morris.
Samuel estaba tan cautivado por su relación con Dios, que pronto llegó a ser conocido como el nativo más consagrado y fervoroso de esa región de Liberia.
Un día, con la ayuda de un misionero, descubrió Juan 14. Al saber que el Espíritu Santo obra aquí en la tierra, que es una Persona Viviente, no tuvo palabras para expresar su asombro y felicidad. Supo que Él fue quien lo liberó y lo condujo hasta allí. Desde ese día, Samuel hizo largos viajes para conversar con los misioneros acerca del Espíritu Santo. Les hacía tantas preguntas difíciles que, por fin, una misionera se vio obligada a confesar:
—Samuel, ya te he dicho todo lo que sé acerca del Espíritu Santo.
Samuel insistió:
—¿Y quién le dijo a usted todo lo que sabe acerca del Espíritu Santo?
Ella respondió que todo su conocimiento acerca de este tema lo debía a Esteban Merritt.
—¿Dónde está Esteban Merritt?
—En Nueva York.
—Pues iré a verlo – fue la respuesta de Samuel.
Peripecias a bordo
Cuando subió a bordo, Samuel se encontró con un muchacho tirado en la cubierta. Era el camarero del capitán. Se hallaba tan malherido que ni siquiera podía incorporarse. Samuel se arrodilló junto a él y oró. El muchacho se levantó de inmediato, totalmente restablecido.
Poco más tarde, cuando el capitán quiso deshacerse de Samuel, al comprobar que no sabía trabajar, el camarero intercedió por él.
—Por favor, capitán, llévelo. ¡Mire lo que hizo por mí!
La vida a bordo era cruel. Casi cada palabra era acompañada por una blasfemia, un puntapié o un bofetón. La tripulación se hallaba compuesta por hombres de distinta procedencia. Samuel era el único negro a bordo, y todos le rechazaban. Los golpes y los insultos llovían sobre su cabeza.
Al tercer día se desató una tormenta. A Samuel lo amarraron a uno de los mástiles para que ayudara a recoger las velas. Allí enfermó gravemente, debido al feroz azote de las olas. Entonces Samuel oró:
— Padre, tú sabes que he prometido a este hombre trabajar todos los días hasta llegar a América. Yo no puedo trabajar si estoy enfermo. Por favor, quita esta enfermedad.
Luego se levantó y retomó sus tareas. Nunca más estuvo enfermo en el barco.
Al día siguiente, el camarero lo relevó de su trabajo, así que Samuel se dirigió a la cabina del capitán. Éste, que estaba ebrio, golpeó a Samuel hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Al recuperar el conocimiento, Samuel se levantó y siguió con sus tareas, tan animadamente, como si nada hubiera pasado. Le preguntó al capitán si conocía a Jesús. Luego, se arrodilló y oró con tanta sinceridad y fervor por él, que éste inclinó la cabeza, conmovido.
Un día, azuzados los hombres por el alcohol, comenzó una pelea sobre cubierta. Era una disputa sin sentido por prejuicios raciales. Un malayo muy corpulento, que pocos días antes había amenazado con matar al “negro”, se sintió insultado, tomó un machete y se abalanzó sobre los demás, con ansias de matar. De pronto, Samuel se interpuso en su camino y comenzó a decirle, con su modo calmo:
—No mates, no mates.
El hombre levantó el arma contra él y le miró con ojos centelleantes. Samuel, a su vez, le miró a los ojos, sin hacer movimiento alguno para defenderse. El malayo se detuvo y, lentamente, bajó su arma y se volvió a su litera.
Cuando el capitán supo esto pensó que Samuel tenía un poder misterioso. Bajó al camarote con Samuel y éste oró por él y por toda la tripulación. Por primera vez el capitán se unió a la oración. En aquel momento el capitán entregó su vida al Señor. Fue el primero de muchos convertidos a Cristo allí en el buque.
A partir de entonces, Samuel se ganó por completo el corazón del capitán, quien ya no pagó más a su gente con ron. Las peleas se acabaron. Ahora el capitán llamaba a sus hombres al puente de popa para orar. Samuel dirigía esas oraciones y cantaba los himnos que había aprendido en Liberia. En sus momentos libres pasaron horas escuchándole cantar. Así, ellos comenzaban a sentir la obra de la gracia de Dios en sus corazones.
Poco después del incidente, el malayo cayó gravemente enfermo. Samuel oró por él y recibió inmediata sanidad. Esto produjo una nueva impresión en el corazón de esos duros hombres de mar. Desde entonces todos comenzaron a orar y cantar con Samuel Morris.
Todos a bordo se convirtieron en sus amigos. Más de la mitad de ellos habían recibido al Señor. Las discriminaciones raciales habían sido olvidadas. Un embajador de Dios había navegado con ellos por un tiempo y les había enseñado con su ejemplo que hay un Dios personal, que contesta la oración y que no hace acepción de razas o color.
Una breve estadía
Tras cinco meses a bordo, el barco llegó a Nueva York. La tripulación hizo una colecta de ropa para cambiar las ajadas prendas de Samuel. Al darle la mano por última vez, muchos de esos hombres endurecidos lloraron como niños.
Nueva York estaba allí. Esteban Merrit sería ubicado milagrosamente, y en los próximos dos años, Samuel habría de ser conocido por muchos. Todos quedaban sobrecogidos por la presencia del Espíritu Santo que irradiaba de él. Samuel no predicaba, pero cuando oraba, todos eran tocados. Muchos caían de rodillas pidiendo perdón a Dios por sus pecados, o bien alabándole por su salvación.
Aunque murió tempranamente, a los 21 años de edad, su influencia perduró en el corazón de quienes le conocieron. Antes de morir, él dijo:
—La luz que mi Padre del cielo envió para salvarme en Africa tuvo un propósito. Fui salvado con un propósito. Ahora ya lo he cumplido. Mi obra aquí en la tierra se ha terminado.
Hasta el día de hoy, la Universidad de Taylor, en Estados Unidos, donde fue atendido, exhibe un monumento con una inscripción que dice:
SAMUEL MORRIS, 1872-1893
PRÍNCIPE KABOO
NATIVO DEL AFRICA OCCIDENTAL
MISTICO CRISTIANO
APOSTOL DE LA FE SENCILLA
EXPONENTE CABAL DE UNA VIDA
LLENA DEL ESPÍRITU SANTO
Fuentes: Samuel Morris, por Lindley Baldwin, y La investidura del poder, por O.J. Smith.