¡Apártate de mí!

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24 Enero 2001
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AGUAS VIVAS
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Mensajes a la iglesia

¡Apártate de mí!

A veces el Señor permite experiencias en que nos damos cuenta de quiénes somos realmente, ocasiones en que tenemos un encuentro, por un lado, con la gloria del Señor y, por otro, con nuestra propia miseria.


Gonzalo Sepúlveda H.

Lectura: Lucas capítulo 5: 1-11.

Meditemos en la escena que aquí se nos muestra. Hay una multitud de personas agolpándose para oír la palabra de Dios, el Señor sube a una de las barcas y enseña a la gente. No se dice qué es lo que enseña, sólo que habló la palabra de Dios. Luego da una orden, que es totalmente contraria a lo natural y lógico del momento. Le dice a Simón: “Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar”.

Una extraña orden

El Señor Jesús, en lo natural, era “hijo de un carpintero”; seguramente desde niño fue aprendiendo aquel oficio, pero la pesca no era su especialidad. En cambio estos hombres, Juan, Jacobo y Pedro, eran pescadores de experiencia. Pero ese día ellos habían fracasado. No habían pescado nada en toda la noche.

Por eso, ante este mandato del Señor, Simón no responde con un “sí” lleno de fe. No parte con una obediencia inmediata. Es probable que haya pensado: “¿Cómo se le pueden ocurrir estas cosas al Maestro? Yo soy un experto pescador, y yo sé que hoy no habrá pesca”. Sin embargo, a pesar de los argumentos que pudo haber tenido, finalmente obedece, declarando: “En tu palabra echaré la red”. Note usted que Pedro se refiere al Señor como “Maestro”, sólo como “Maestro”.

Bueno, el milagro se produjo. Y era tal la cantidad de peces que las redes casi se rompían, y se llenaron las dos barcas. Indiscutiblemente, allí ocurrió un milagro. Estaba absolutamente fuera de todas las posibilidades naturales de aquel momento. Pero desde ahí la escena tiene un completo cambio de giro. Noten que en todo el resto del relato, no se habla más de las redes ni de las barcas. El milagro pasa a segundo plano. Y entonces ocurre algo en el corazón de los protagonistas: se dice que todos se llenaron de temor. En seguida Simón viene a postrarse de rodillas ante el Señor. Esto es interesante. Simón deja la barca y la pesca, viene a Jesús y se arrodilla ante Él.

Una extraña petición

Había allí sobradas razones para celebrar. Pero en vez de alegrarse por la ganancia que acarrearía aquella pesca tan espectacular, se produce algo en el corazón de este hombre. De rodillas ante el Señor pronuncia unas palabras que sorprenden: “Apártate de mí Señor, porque soy hombre pecador”.

Este es un lenguaje extraño, porque si en realidad deseaba tal alejamiento, ¿por qué no se apartó simplemente del Señor? Aquí hay una contradicción; las palabras no concuerdan con la actitud. Las palabras dicen “Señor apártate de mí, no soy digno de ti. Si tú hiciste este milagro, entonces tú no eres tan sólo un maestro que enseñas cosas lindas acerca del reino de Dios. Tú eres Señor de los peces del mar; has mostrado tu señorío sobre ellos. Tú señoreas sobre la naturaleza. Tú tienes poder para hacer lo imposible. Tú eres una persona especial, y más encima yo entro en contradicciones contigo. Tú me estabas diciendo una cosa y yo ¿quién soy para argumentar contigo?”.

Después de ver este milagro, se contempló a sí mismo bajo una nueva luz y se sintió miserable. “¿Quien soy yo para contradecirle? Si él tiene una voluntad, ¿quién soy yo para tener otra voluntad? Si él tiene un deseo ¿por qué yo insisto en lo mío? ¡Cuán indigno soy yo de ti, Señor! ¡Apártate de mí, Señor; tú eres santo y yo soy un pecador!”

Un corazón dividido

Recordemos que esta no es la primera vez que Pedro se encontraba con el Señor. Su hermano Andrés había “hallado al Mesías” (Juan 1:41-42) y se había encargado de conducirlo a él. Después de aquel primer encuentro con Jesús, Pedro continuó en lo suyo, ocupado en su oficio. Su corazón todavía estaba dividido. En esto se parece a muchos de nosotros, que habiendo conocido al Señor, todavía tenemos el corazón en otro lado. El Señor aún no es lo suficientemente atractivo como para darlo todo por él. Es cierto que lo queremos, lo amamos, lo valoramos, pero aun está lo del Señor allá y lo nuestro acá.

Así estuvo Pedro, como en una balanza: “Sí, es verdad, es el Mesías –lo dijo mi hermano Andrés–, él me miró y me dijo que yo sería cambiado de Simón a Cefas (¿transformado en una piedra?). O sea, él tiene propósitos conmigo, pero... ¿y mi trabajo y todo lo que yo soy, todo mi mundo?”. Así es el corazón ambivalente del hombre. Así queda de manifiesto su realidad. No era uno que estaba siguiendo fielmente al Señor. Su corazón estaba dividido, pero el Señor permitía esta situación.

Fíjese que el Señor no lo exhorta con violencia. No le dice: “¡Pedro, eres un tibio!”, o “¡Debes dejarlo todo por mí!”. Simplemente le muestra quién es él, se le revela en forma indirecta. No trata de quitarle lo que tiene, más bien ¡le muestra algo mejor! Se le muestra él mismo para que tenga alguna idea acerca de frente a quién está.

Pedro le dijo: “Apártate de mí”. Pero si realmente hubiera querido eso, no habría venido a sus pies. En realidad su corazón está diciendo otra cosa: “No merezco estar contigo, Señor, ¡pero quiero estar! No soy digno de Ti, pero si me lo permites, yo quiero estar contigo. Señor, yo no te merezco, soy un hombre pecador comparado contigo, ¡qué distancia tan grande hay entre tú y yo, Señor! Tú eres tan alto, eres tan especial. Estoy empezando a conocerte, pero eres mucho más de lo que yo me hubiera podido imaginar!”. Entonces, considerándose a sí mismo, sus faltas, su miseria moral, su indignidad, sus tinieblas, en fin, todo lo suyo, ve el contraste inmenso, el abismo que lo separaba del Señor; y entonces exclama: “No soy digno de ti. Pero en vez de huir de ti, ¡vengo a ti!”

La necesidad del quebranto

Qué precioso es todo esto, hermanos. Creo que si algún creyente no ha pasado por una experiencia de quebranto como ésta, tarde o temprano le ocurrirá. Y si le ha pasado una vez, lo más probable es que le pasará una y otra vez a lo largo de su carrera. Cada vez que su carne se comience a levantar, que el “yo” se comience a engrandecer, será una bendición que por un medio u otro el Señor nos conduzca a sus pies para mostrarnos que sin él nada somos, y que si en algo él nos ocupa, es por su infinita misericordia.

Así suele ser de contradictoria la vida del creyente. A veces el Señor permite ocasiones en que nos damos cuenta de quiénes somos realmente, ocasiones en que tenemos un encuentro, por un lado, con la gloria del Señor y, por otro, con nuestra propia miseria. Incluso Pablo, de quien tenemos un alto concepto, en un momento de su vida cristiana llegó a exclamar: “Miserable de mí” (Rom. 7:24).

Hermanos, si nosotros nunca hemos tenido un quebranto que nos permita ver lo que realmente somos: hijos de Adán, hombres que arrastramos un cuerpo carnal, que tenemos una mente que nos traiciona, que tenemos tanta actividad mundana, con afanes, carreras, deseos, ambiciones, tensiones y sueños que no siempre concuerdan con la voluntad del Señor, entonces llegará el día en que tendremos un encuentro con nuestra propia necedad e indignidad. Entonces pensaremos: “¿Habrá que seguir o habrá que quedarse?”. Algunos no se hacen problemas: simplemente dan media vuelta y se van; pero no fue así con Pedro. Él no estuvo entre aquellos que volvieron las espaldas al Señor. Él dijo: “¿A quién iremos, Señor?, tú tienes palabras de vida eterna; y aunque me dé cuenta de que hay miseria en mí y que soy indigno de ti, a pesar de todo, tú tienes palabras de vida, yo me quedo contigo.”

Esta conmoción de Pedro podría interpretarse de tantas maneras. Por ejemplo, es como si él dijese: “Yo no voy a ser capaz de perseverar; lo más probable es que yo te vaya a fallar; tal vez te equivocaste de hombre; yo no voy a ser capaz de serte fiel”. No se recomendó a sí mismo. ¡Qué temeroso e intranquilo estaba en aquel momento!

La actitud del Señor

Miremos al Señor ahora. Pedro está postrado de rodillas ante él. ¿Podemos imaginar ahora cómo lo miraba el Señor? Con toda certeza, no lo miró con desprecio, sino que lo miró con amor, con misericordia. Lo mira, y lo ama. No lo mira en base a lo que es en sí mismo, sino en base a lo que Él puede hacer con un hombre que viene ante él con el corazón quebrantado.

¿Qué tiene el Señor ante sí? Un hombre con el corazón quebrantado. Él ve a un apóstol en potencia, a un siervo suyo. Está viendo a un pescador de hombres, una piedra viva de su casa, una columna que sostendrá su testimonio con poder de Dios ante los hombres más encumbrados. Este Pedro de rodillas ante Jesús no es visto como un fracaso. Fracasado ante sí mismo, está claro, pero ante Dios está en las mejores condiciones para que pueda trabajar el Espíritu del Señor en su corazón. Parece fácil imaginar los pensamientos del Señor en ese momento: “Pedro no sabe lo que voy a hacer con él, pero yo confío en lo que haré. No sabe cuántas cosas tendrá que vivir conmigo. Aún no conoce mi vida, ni mi poder. Ya conocerá mi resurrección y cuánto yo puedo hacer con él.”

Todo este pensamiento se resume en una sola frase: “No temas”. Un temor espantoso se había apoderado de todos los que presenciaron el milagro. Tan inquietos y admirados estaban que se olvidaron del milagro. Toda la atención se vuelve ahora al autor del milagro, y Lucas escribe: “Pero Jesús le dijo: no temas”. Aquí aparece la tranquilidad del Señor, su reposo ante una escena dramática para el resto de los hombres, pero que para él es tan natural. “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”. Es la palabra serena de Aquel que tiene todo bajo control.

Rendición

Hasta ese momento Pedro había sido un seguidor a medias. Fue a Cristo porque otro lo llevó. Seguramente le pareció atractivo el Señor, simpatizó con él, no le negó su barca para que predicase a la multitud. Posiblemente hasta se alegró con la palabra del “Maestro”. Hasta ese momento le seguía externamente, por sus enseñanzas, o porque había sanado a su suegra, pero desde éste momento comenzó a seguirlo interiormente.

Que así sea con todos nosotros, hermanos. Que no lo sigamos sólo por los milagros. ¡Gloria al Señor por sus milagros! ¡Deseamos que abunden! Pero aun así, todavía estaríamos en el plano de las cosas externas. El Señor nos bendice, él nos sana, nos provee todo cuanto tenemos. Gracias por la comida, el vestuario, la casa, el auto y por todas sus bendiciones. Gracias por todos sus dones materiales; pero qué pobres seríamos si tan sólo le siguiéramos por estas cosas. ¡Que indigno sería! Nuestro bendito Señor es digno de todo honor, es digno de ocupar el primer lugar en nuestras vidas y de que nos rindamos a él de todo corazón sólo por lo que él es.

Si usted no ha tenido una crisis similar a esta de Pedro, sin duda llegará a tenerla. El Señor usará cualquier circunstancia, o utilizará a un hermano para mostrarle su verdadera condición. En ese momento él nos muestra que no somos buenos en nosotros mismos, que sin el Señor somos los más viles, miserables y despreciables pecadores, hasta que lleguemos a exclamar: “En mí mismo nada soy”.

¡Ay de aquellos que se ofrecen, diciendo: “yo quiero”, “yo me ofrezco”, “yo puedo ocupar ese puesto en la iglesia, es más, yo debo estar ahí”. ¡Ay de aquellos que tienen un altísimo concepto de sí mismos! ¡Son tan dignos en sí mismos! ¡Cómo sufren cuando no se les considera! ¡Líbranos, Señor!

Él es el Señor y nosotros sólo somos sus siervos, sus servidores. Si él en su misericordia nos toma en cuenta para su servicio, que así sea para su gloria. Si él quiere tomar esto vil para utilizarlo, que lo haga. Gloria a Dios porque lo tomó, porque hoy somos sus hijos y sus siervos.

Nuestra indignidad no fue un tropiezo

Nuestra indignidad no fue un tropiezo para él. Aun así, él nos dijo: “Yo tengo un propósito contigo”. El nos mira considerando el potencial que hay, es decir en las posibilidades tremendas que hay y que aún no se han desarrollado. En cada creyente hay un gran potencial porque ¡tiene nada menos que la vida de Cristo adentro! ¡Qué cosas puede llegar a hacer el Señor contigo y conmigo!

Esa vida poderosa que Dios implantó en nuestros corazones seguirá trabajando, y seguirá haciendo la separación entre lo que es del Señor y lo que es nuestro, haciéndonos conscientes de nuestra indignidad personal para que nunca nos envanezcamos, por un lado, y por otro, para que estemos muy conscientes también de la vida de resurrección que nos lleva de gloria en gloria en su misma imagen.

Muchas veces caeremos de rodillas ante él, quebrantados, conscientes de una debilidad e indignidad terribles: “Señor parece que hasta aquí no más llego; sujétame que ya fracaso”. A Pedro mismo le esperaban grandes fracasos en su caminar y en su servicio, pero el Señor jamás se inquietó por ello. Cuando le negó, Jesús lo supo de antemano y luego de la resurrección lo mandó a llamar en forma especial. La incapacidad del hombre no fue un obstáculo para las capacidades de Dios. Las debilidades del hombre no fueron un tropiezo para el poder de Aquel que pudo tomar un vaso de barro –débil, frágil– y convertirlo en piedra viva, preciosa para él.

Que esta palabra sirva, por una parte, de exhortación para nosotros, y por otra parte de gran aliento para cuantos, ante la conciencia de su debilidad e indignidad, se han visto tentados a retroceder en su comunión y servicio al Señor. Alabemos al Señor porque él nos tomó en cuenta a pesar de nosotros mismos, para tenernos en su casa y en su reino. ¡Gloria sea a su santo nombre!

Nuestros fracasos y debilidades no fueron un tropiezo para Quien se propuso formar el carácter precioso de su santo Hijo en cada uno de nosotros. Inclinémonos ante el mismo Señor que estuvo allí en la playa del mar de Galilea. Hoy está en el trono, a la diestra de Dios Padre. Su amor y su benevolencia no han cambiado. Es el mismo Cristo, glorioso, amoroso, restaurador. Pronto llegará el día en que estaremos en su mismísima presencia contemplando su gloria eterna. ¡Bendito sea su santo nombre!

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