Una amiga me ha mandado por correo electrónico esta historia de Gibraltar que adjunto. Por la roca se está paseando actualmente la hija con cara de caballo de la reina Isabel II de Inglaterra. No tiene vergüenza la pérfida Albión.
Gibraltar.
Breve historia militar y diplomática de la Roca
Gibraltar español: reconquista y perdida. Batalla militar para su rescate
La vieja Julia Calpe, después de su conquista por los árabes, en el año 711, al producirse la
invasión de la Península, se transformó en Gebel-al-Tarik por un castillo que éste (el caudillo árabe
Tarik) construyó en el lugar. De Gebel-al-Tarik deriva el nombre cristiano de Gibraltar, y Gibraltar
permaneció en manos enemigas durante 751 años. La liberación de 1333 por Alonso de Guzmán no fue
duradera. Perdida nuevamente la roca, se recupera en 1462 por Alonso de Arcos, al servicio del Duque
de Medina Sidonia, bajo cuyo señorío queda la plaza, hasta que en 1502 es incorporado a la corona.
Gibraltar se convierte en fortaleza y santuario. Barbarroja la saquea en 1540, a pesar de las obras
defensivas realizadas por mandato de Carlos, el emperador. En 1607, el almirante holandés Jacob
Heemskerk fuerza la entrada en el puerto y destruye nuestra flota.
En el extremo sur, y sobre una vieja mezquita, se alzaba -no lejos del lugar que hoy ocupa el fue
construido por los ingleses- el santuario de Nuestra Señora de Europa, bella y dulce advocación del
más profundo significado. No había fragata, galera o navío -se nos dice- que al pasar el Estrecho no
disparase salvas en honor de la Señora.
Ardía allí, en el Santuario de Punta Europa, la lámpara de plata que regalaron los almirantes
españoles, y los candelabros que el Conde de Santa Gadea y don Pedro de Toledo habían ofrecido en
representación de nuestros Ejércitos; las lámparas de los capitanes italianos Andrea Doria y Fabrizio
Colonna, llevadas al lugar como agradecimiento de victorias difíciles, pero logradas.
Todo aquello quedó destrozado. Los historiadores narran que el Santuario fue objeto de una refinada
destrucción; la imagen de la Virgen, brutalmente profanada y el Niño degollado.
Ello ocurría a principios de agosto de 1704. El antiguo deseo de Cronwell, el Lord protector de
Inglaterra, formulado en 1656, apoderarse de Gibraltar y hacer a España, desde la Roca, una guerra de
corsarios, se iba a convertir para nosotros, ahora, en desventurada realidad.
La ocasión propicia era, nada menos, que la Guerra de Sucesión al trono de España, que provocó la
muerte sin descendencia de Carlos II, el Hechizado. A Inglaterra, sin embargo, en el fondo, no le
interesaba la sucesión en sí, lo que le interesaba era parar en seco la hegemonía creciente de
Francia, que iba a incrementarse si la corona de España era ceñida por uno de los Borbones. Si
Inglaterra se opone a Felipe V y presta su ayuda militar al pretendiente austríaco, es sólo y en
tanto que aspire a mantener el equilibrio europeo, y a ir afianzando su propia voluntad de dominio,
que tiene ya proyectos imperiales para un próximo futuro.
Carlos III, el pretendiente austríaco, carecía de flota, y la flota inglesa se puso a su servicio,
ayudada, claro es, por barcos holandeses. Gibraltar fue un acontecimiento que no estaba del todo
previsto. Gibraltar fue la consecuencia de un fracaso repetido en Barcelona y en Cádiz. No podía la
Armada regresar con esa sensación de estúpida ineficacia, y fue entonces cuando se decidió la toma de
Gibraltar.
La escuadra se hallaba a las órdenes del almirante inglés George Rooke, y el ejército todo al del
generalísimo austríaco, el Landgrave Jorge, Príncipe de Hesse Darmstadt. El mando español
correspondía a don Francisco de Castillo, marqués de Villadarias, el soldado victorioso de Cádiz, y
la fortaleza estaba servida por 80 soldados, algunos cientos de milicianos, con escasa o ninguna
instrucción militar, y 120 cañones, bastantes de ellos, por desgracia, inservibles, a las ordenes del
sargento mayor don Diego de Salinas.
La fuerza enemiga instó a la rendición, hacienda llegar a los defensores la carta del Archiduque de
Austria, Carlos III de España, fechada en Lisboa el 5 de mayo de 1704. En esa carta se promete a
cuantos quieran quedarse en la ciudad los mismos privilegios que tenían en tiempo de Carlos II,
permaneciendo intactos la religión y los tribunales. La guarnición de Gibraltar contestó que seguía a
Felipe V. Reiterada y desobedecida de nuevo la orden de rendición de la plaza, a las cinco de la
mañana del 3 de agosto comenzó el bombardeo naval. Duró cinco horas, y 900 cañones hicieron 3.600
disparos. las mujeres y los niños se refugiaron en el Santuario de Nuestra Señora de Europa. El día 4
se negoció la capitulación, y la plaza fue ocupada en nombre de Carlos III, Rey de España (el
archiduque Carlos).
Después vino lo peor. Rooke tomó la bandera inglesa, arrancó de cuajo la que antes había izado el
Landgrave y colocó la suya, haciéndola tremolar tres veces y tomando posesión de la ciudad en nombre
de Ana, Reina de Inglaterra. Luego comenzó la destrucción del santuario por los anglicanos, enemigos
del catolicismo, la violación de las mujeres y el éxodo de los nuestros, que en masa se trasladaron a
la ermita de San Roque, fundando en su contorno una ciudad en la que reside la muy noble y más leal
ciudad de Gibraltar, donde se conservan y guardan -en una espera que ya se torna impaciente- la llave
de la fortaleza y el pendón bordado en Tordesillas por doña Juana la Loca. ¡Prefirieron abandonar la
ciudad en que habían nacido a someterse a una dominación extranjera!
Era necesario lavar la afrenta. Desde aquel mismo día surge la voluntad de rescate. Estamos en
noviembre de 1704. Dirige las operaciones el mismo marqués de Villadarias. La operación es como de
cine. Hay quinientos españoles voluntarios. Su nombre: "Huestes sagradas". Han jurado la toma de
Gibraltar o la muerte. Va a conducirles, de noche, entre las sombras, en silencio, Simón Susarta, un
cabrero que conoce como nadie las troches, las hendiduras de las piedras, el peldaño angosto donde
apenas los animales aciertan a mantenerse. Van reptando, pegados a la roca, conteniendo la
respiración, evitando una caída, un ruido, un desmoronamiento que pueda alertar al enemigo. Había que
verlos; el corazón enardecido, los ojos brillantes. Sobre la empinada, el mar al fondo, las nubes
ocultando la luna y el silbo del aire en el ventisquero. Los monos les mirarían asustados. Entre los
dientes, cuchillos con puntas afiladas. Pistolones al cinto. Cuerdas y escalas de mano para
sostenerse, para auparse, para subir por aquella inmensa, resbaladiza e inhóspita cucaña. El primer
grupo está arriba, a 426 metros de altura. Un momento de aguante. El puesto de guardia británico está
ahí. Se ven los enemigos. ¡Ahora ! Es el privilegio de la sorpresa y de la habilidad y de la audacia.
El golpe de mano ha tenido éxito. Hay que pernoctar. Una cueva, la de San Miguel, en la cumbre, les
sirve de guarida. Cuando se inicia el ataque, desde; la cima, tres mil españoles atacarán por el
valle. Será algo sorprendente. El cielo y la tierra escupiendo fuego, quemando y purificando la
humillación. En el momento fijado, los de arriba se descuelgan. Van iluminados por el amor a la
patria, por un afán de justicia, por una plena seguridad en el triunfo. Los ingleses miran con terror
al monte, cuajado de españoles, que subieron hasta allí por obra de un milagro inexplicable y que
bajan con sus gritos de guerra infundiendo pavor. Pero fue inútil el esfuerzo y el sacrificio. Los
españoles del valle no llegaron a iniciar la operación combinada. Se lo impide una escuadra inglesa
que acaba de llegar, y los nuestros, para ahorro de la fatiga en el ascenso, iban con un puñado de
municiones. Luchan cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, diente a diente, piel a piel. Nos hacen
doscientos prisioneros. Pueden escapar unos pocos, muy pocos. La mayoría han caído en el campo del
honor, o han sido despeñados, precipitados al mar desde las rocas abruptas.
La paz de Utrecht -13 de julio de 1713- termina con aquello. En 1727 España rompe con Inglaterra, y
Gibraltar sufre un breve sitio de cinco meses, que acaba con el Tratado de Sevilla.
Cincuenta años de paz en torno al Peñón. Ha comenzado la guerra de la independencia norteamericana.
Reina en España el Borbón Carlos III y España y Francia ayudan a los que habían de ser los Estados
Unidos en su lucha contra Inglaterra. El sitio de Gibraltar dura tres años, siete mesas y doce días.
El duque de Crillon, que ha reconquistado Menorca para España, dirige las operaciones militares. Se
había tenido en cuenta la indicación del marqués de Pozobueno: "Con una buena armada de navíos, con
buenos oficiales y correspondiente tripulación, se vería en breves años reducida la soberbia
inglesa". Se han tomado en esta oportunidad todas las precauciones. Cortada la comunicación por
tierra (tropas de Alvarez de Sotomayor), el Peñón no tiene más salida que el mar, y en el mar se
hallan las escuadras francesa y española al mando de Barceló, y con ellas unas baterías flotantes,
refrigeradas, insumergibles e incombustibles, el último grito del arte militar, debido al ingeniero
D'Arión. Todo está dispuesto para el ataque. Incluso hay príncipes extranjeros que han acudido
llevados de la curiosidad, entre los espectadores. Nuevamente todo fracasa. las baterías se hunden,
se incendian, estallan y llevan por doquier el desastre y el desánimo. Mueren miles de los nuestros.
Las aguas enrojecen y hay que levantar el sitio. Mientras, del otro lado del Peñón, en la tierra
firme, fue malherido, por una granada, uno de los más grandes poetas y prosistas del siglos XVIII, el
autor de Cartas Marruecas, de los eruditos a la violeta y de Canción a un patriota retirado a su
aldea, don José Cadalso y Vázquez.
Siempre las letras y las armas unidas, como en Cervantes, autor del Quijote y manco glorioso de
Lepanto; como en Garcilaso de la Vega, el de los sonetos, églogas, elegías y canciones, herido de
muerte ante la fortaleza de Frejus.
Inglaterra nunca ayudó a España; se sirvió de España para ayudarse a sí misma. Así ocurrió cuando la
guerra contra Napoleón. A los españoles que se replegaban a Gibraltar les abre sus puertas, pero nos
obligan a destruir las fortificaciones por si acaso eran ocupadas por los franceses. Fuimos nosotros
mismos -ingenuos españoles, siempre embaucados, engañados por el enemigo avieso de la sonrisa por
fuera y el látigo por dentro- los que derruimos nuestras defensas, las que habíamos construido con
nuestro dinero, con nuestro trabajo y con nuestro sudor.
Cuando regresa Fernando VII y ese peligro ya no existe, intentamos reconstruir lo nuestro. ¡Ah! ya no
nos era posible hacer en nuestra casa lo que queríamos. Éramos una nación mediatizada,
colonizada-como en parte lo somos también ahora cuando nos imponen películas, anuncios y programas de
televisión, donde ya ni siquiera reconocemos nuestro idioma y nuestras costumbres. "Si empiezan
ustedes a reconstruir, dice el comandante inglés, dispararé un cañonazo; si continúan, dispararé
otro, y si no cesan, lanzaré una andanada."
La historia, la pequeña historia posterior, es bien triste. Por decisión unilateral de Inglaterra,
aparece, en territorio que nos es arrebatado, el neutral Groz~n~1 de 1826; el puerto de Gibraltar se
extiende a las aguas españolas que bañan la parte Oeste del istmo; en 1899, el embajador inglés exige
que garanticemos la no fortificación o el desmantelamiento de las fortificaciones de Sierra Carbonera
y de las colinas dominantes; en 1901, Inglaterra, también por su propia y exclusiva voluntad,
construye una verja de hierro.
Durante la última guerra mundial, todo incitaba a España para adueñarse del Peñón. Unas potencies
europeas, coaligadas y triunfantes; un movimiento de exaltación nacionalista en el país, ofendido por
la ayuda prestada por las naciones liberales a los marxistas; un antiguo y ahora renovado sentimiento
de reivindicación y de integración de la patria. A ello podíamos añadir las promesas claras y
contundentes de los vencedores del primer momento y la necesidad estratégica de arrancar el Peñón de
manos enemigas, para evitar, de un lado, que la llave del Mediterráneo continuara interrumpiendo el
tráfico militar y mercantil, y de otro, que el Peñón fuera refugio, primero, y base, después, de una
armada poderosa de desembarco en cualquier lugar de África o de Europa, dominada por el Eje o
inmediata a sus posiciones fundamentales.
La operación "Félix" estuvo seria y totalmente preparada. España dijo que no. España había aprendido
aquello de Ganivet: "el rescate de Gibraltar debe ser una obra esencial y exclusivamente española; no
puede buscar el amparo de éste o aquel grupo político de Europa, porque este servicio costaría
demasiado caro y haría patente nuestra debilidad".
Y que conste, que gracias a la benevolencia y neutralidad española fue posible el desembarco en el
Norte de África, como han reconocido militares y dirigentes políticos aliados; y que conste, que
España había recibido promesas, como aquélla, luego desmentida por los hechos, firmada por
Roossevelt, que empezaba así: "Mi querido general Franco"; o como aquella otra del Foreing Office:
"el gobierno inglés está dispuesto a considerar más adelante el problema de Gibraltar"; y que conste,
que España pudo ser invadida por el ejército poderoso que estaba en los Pirineos; y que si fuera
cierto, como escribió en 1901 el inglés Thomas Gibson, que "el gran peligro para Gibraltar no es
España, sino otras potencies que actúan ostensiblemente sin contar con España y hasta desafiándola si
a sus intereses conviniera, porque en tal caso, los españoles no podrán hacer respetar su
neutralidad", más cierto es que lo que no pudo hacer ningún país de la Europa continental, ocupada
por Hitler, ni siquiera la pacífica y fría Suecia, que voluntariamente accedió al paso de las tropas
alemanas, lo hizo España a base de serenidad, de habilidad, de nervios de acero y de patriotismo sin
reserva y sin tacha.
La batalla diplomática por Gibraltar
Cuando a Inglaterra dejó de convenirle, la guerra de sucesión al trono de España tuvo su término.
Ello sucedió cuando el archiduque Carlos, por la muerte prematura de su hermano, se convirtió en
Carlos de Alemania. Inglaterra, en 1711, reconoció a Felipe V, y el 13 de julio de 1713 se firmaba el
Tratado de Utrecht, a cuyas negociaciones no fueron admitidos los representantes españoles. Todo se
hizo a nuestras espaldas. Luis XIV asumió allí y de forma bien peregrina y lacerante los intereses de
España, y cuando nuestros diplomáticos quisieron intervenir, todo estaba resuelto.
El artículo X del Tratado dice así, en cuanto ahora nos interesa: "El Rey católico, por sí y por sus
herederos, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y entera propiedad de la
ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas, que le pertenecen ...
y ... se ha de entender que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna
territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra."
Es decir, que no hubo más, como dicen Castiella y Areilza, recogiendo el estudio de Raúl Genet, que
una atribución inmobiliaria referente a construcciones superficiales, pero jamás del suelo que la
sustenta; hubo cesión del ius utendi et fruendi, de un usufructo temporal, pero nunca cesión de la
soberanía.
Sin duda por ello y por las anómalas circunstancias de la ocupación inglesa, la batalla diplomática,
paralela a la militar, comenzó en seguida con el propósito retiradamente frustrado de recuperar el
Peñón.
Ordenados, cronológica y sistemáticamente, los episodios de esta labor diplomática tenacísima, pueden
sintetizarse así:
Felipe V, desde 1721 a 1728, mantiene como embajador en Londres a don Jacinto de Pozobueno y Belver
marqués de Pozobueno. Sus instrucciones son muy concretas: recuperación de Gibraltar, negociando la
entrega a cambio de los privilegios comerciales que necesitaba Inglaterra, a saber: confirmación del
privilegio del asiento, que le facultaba para importar esclavos a América, y navío anual de permiso,
que le autorizaba un comercio limitado, pero bastante, para facilitar y en cierto modo camuflar bajo
apariencias legales, su inmenso contrabando. Era mejor así para Inglaterra y para su famosa compañía
del Mar del Sur, que el recurso permanente, peligroso e inseguro del filibusterismo; aunque la
piratería organizada tuviera bases de protección en Jamaica, conquistada hacía años por Cronwell, y
otras islas más pequeñas del archipiélago antillano.
Standhope, el que luego habría de llamarse Lord Harrington, embajador de Inglaterra en Madrid,
ayudaba desde aquí al torpedeo de las negociaciones. Cuando se firma el Tratado de Madrid, de 1721
(13 de junio), ya hablamos entregado lo que pedían los ingleses. Nosotros, a cambio de la no
recuperación de Gibraltar, nos contentamos con una carta -y ya hemos sabido lo que valen las cartas
de los sajones- de Jorge I, en la cual se decía: "No vacilo en asegurar a V. M. que estoy pronto a
complacer en lo relativo a la restitución de Gibraltar." La promesa concretaba que la devolución se
haría dentro del año 1721.
Al romperse las hostilidades entre España e Inglaterra, en 1727, el marqués de Pozobueno regresa a
Madrid, y Standhope abandona España y vuelve a Londres. La promesa austríaca de ayudarnos a la guerra
tampoco se cumple y en 1728 firmamos, en El Pardo, el Acta de Confirmación y declaración de
preliminares, por la que devolvemos a Inglaterra, incluso con una indemnización por daños, la nave
Príncipe Federico, manifestando tan sólo el representante de la Gran Bretaña que su país trataría del
asunto del Peñón en un Congreso internacional que se celebraría en Soissons. El Congreso tuvo lugar,
efectivamente, en junio del propio año 1728. A él acudieron, por España, el marqués de Santa Cruz y
don Joaquín Ignacio de Barrenechea, pidiendo a los ingleses el cumplimiento de la promesa de 1721.
Pero de lo dicho, como siempre, nada. Standhope y Walpole, dijeron, simplemente, que no.
La paz quedó al fin asegurada por el Tratado de Sevilla, de 1729. Vientos no favorables soplaban
entonces para Inglaterra. Standhope vuelve a España, y en una Convención secreta a la que hay
alusiones claras en la documentación de nuestro archivo de Simancas, como dice la doctora Gómez
Molleda, se asegura a España la devolución de Gibraltar en un plazo de seis años. Claro es que, a
cambio, como era de esperar, confirmamos y restablecimos los privilegios comerciales de los ingleses
en América, dándoles una patente de corso para continuar su enriquecimiento y su contrabando.
Pasaron los seis años y muchos más. Don Melchor de Macanaz, en 1747, marcha al Congreso de Aquisgrán,
en Aix Chapelle. A pesar de las instrucciones recibidas, son tantas las presiones que actúan sobre
Madrid que como nos cuenta José Carlos de Lana, Fernando VI ordena a su representante que abandone el
Congreso y marche "para la ciudad libre que de su voluntad fuere, no en los dominios de España, y con
un viático para alimentos de ocho mil ducados anuales".
Han seguido después, con machacona insistencia, las frustradas negociaciones o propuestas de rescate.
En 1756, simultáneamente con Francia y con Inglaterra, a cambio de la neutralidad española.
En 1783, al firmarse la paz de Versalles, luego de concluir la guerra de independencia americana,
negándose a España Gibraltar, aunque recuperamos Menorca y La Florida.
En 1786, Floridablanca, al negociarse los límites de Honduras, tratando de canjear el peñón por
Caracas y Puerto Rico.
En 1795-96, intentando Godoy, de una parte, sublevar la plaza y, de otra, entregar a Francia La
Luisiana, si Francia nos ayudaba al rescate de Gibraltar.
En 1870, por Prim.
En 1914-18, por Dato, que ofrece nuestra neutralidad a cambio de la Roca y de Tánger.
En 1925-29, por don Miguel Primo de Rivera, que desea un cambio de Gibraltar por Ceuta.
¡Qué rosario de ruegos y de imprecaciones no escuchadas o, a lo sumo, acogidos con sorna y con
desprecio !
¡Basta! Areilza y Castiella lo dijeron: "pedimos limpia y terminantemente la restitución de lo robado
en 1704, sin pactos, componendas ni compensaciones".
El problema en el momento actual
Desde que estas palabras se escribieron han pasado muchas cosas, muchísimas cosas por el mundo, y
estas cosas han influido en el planteamiento de los problemas, matizándolos, colocándolos sobre una
plataforma distinta o arrojando sobre ellos una luz nueva y diferente que los perfila de un modo
distinto.
Hoy está claro que Gibraltar ha perdido, para Inglaterra, dos valores fundamentales. Comercial y
militarmente, Gibraltar significa muy poco. En efecto, si Gibraltar era una de las posiciones básicas
de Inglaterra en su camino hacia Oriente, jalonado por Malta, Chipre, Alejandría y Port Said, es
lógico que, desaparecido el Imperio y convertidos en países independientes la India, el Pakistán y
Egipto, nación en cuyas manos y bajo cuya soberanía plena se halla el canal de Suez, Gibraltar ya no
es el vigía de la ruta comercial inglesa.
De otro lado, y a pesar de que la roca está horadada y perforada por obras de defensa, y de que como
aseguraba The Sunday Expres, de Londres, correspondiente al 15 de diciembre de 1963, en un túnel de
22 millas se almacenan toda clase de armamento pesado e incluso aviones dispuestos para emplear la
bomba H, es evidente que dada el progreso balístico, la artillería moderna puede alcanzar al Peñón
desde la Sierra Carbonera y desde las plazas españolas del Norte de África y que dada la capacidad
incrementada de bombardeo por parte de la aviación, Gibraltar puede ser inutilizado con rapidez. Aun
suponiendo que no pusiera el pie la infantería, su misión como base aeronaval y como plaza fuerte
quedaría inutilizada por completo. Más aún, desde la guerra de 1914 a 1918, está demostrado que en
las mejores circunstancias para Inglaterra, el estrecho, como llave del Mediterráneo, funciona sólo
con respecto a la superficie, pero nunca o con tremendas dificultades para la navegación submarina.
Por si aún fuera poco, el Peñón es una roca de caliza jurásica y pizarra silúrica que se haría
pedazos al estallar las bombas explosivas.
Si tal es el nuevo planteamiento del tema de Gibraltar, desde el punto de vista mercantil y desde el
punto de vista estratégico, facetas coda vez más nítidas presenta al contemplarlo no ya como
usurpación del territorio nacional, como una ofensa permanente a nuestro pueblo y como una afrenta a
la soberanía española, sino, además, como un cáncer para la economía del país, como un centro de
corrupción, fraude fiscal y de narcotráfico.
Poco importan nuestro plan de desarrollo, nuestros polos de crecimiento y nuestra reforma fiscal, si
en el extremo Sur del país, una especie de succión, protegida de un lado y tolerada de otro, absorbe
una parte de nuestra riqueza, canalizándola hacia los bolsillos y las cuentas corrientes, no de los
modestos y humildes contrabandistas, que salen y entran en la plaza por tierra o por mar, llevando
pequeñas cantidades de mercancías, sino de los grandes logreros que utilizan a esa manada de hombres,
y que desde Gibraltar, y al amparo de una bandera extraña, han instalado uno de los más pingües y de
los más grandes negocios ilícitos que nunca jamás haya conocido la Historia.
Desde este ángulo económico, Gibraltar, en manos no españolas, puerto franco donde todo se vende y
almacena, es una fístula que detrae y desangra al Tesoro, que destruye el comercio honrado, que
dificulta el desarrollo industrial. La guerra al contrabando, a través del Peñón, debía ser una
consigna nacional, difundida y alentada con espíritu patriótico, servida por un cuerpo especial de
represión numeroso, eficaz en la vigilancia y rápido en la persecución, expeditivo y enérgico en las
sanciones y aún , por qué no, estimulado de alguna manera con cargo a los propios alijos y a las
sanciones a los bancos intermediarios.
Ahora bien, si como afirmaba, quizá con alguna razón, Mr. Geoffrey Adam, del Foreing Office: "si los
españoles se resienten por prácticas ilegales de comercio que puedan perjudicar a sus intereses, es
asunto de ellos el impedirlo", sigamos su consejo. Más aún, si se sanciona a quienes dentro del
territorio nacional no cumplen con las leyes fiscales, ¿no será un incentivo para evadirse de tales
sanciones y vivir en la más alegre impunidad, una política transigente para el contrabando que
realizan quienes han montado su ilícito negocio al amparo del pabellón que cubre la vergüenza de
Gibraltar?
Con ello, todavía, el problema de Gibraltar no se perfila del todo en la nueva situación. A ello
puede añadirse otro dato, y éste de suma importancia. La cuestión de Gibraltar se ha
internacionalizado. Y se ha internacionalizado porque, de conformidad con lo dispuesto en la
Resolución 1.514, punto 6.°, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas: "Todo intento
conducente a la desintegración total o parcial de la Unidad Nacional o de la integridad territorial
de un país es incompatible con los objetivos y principios de la Carta de las Naciones Unidas."
Como decía un editorial de A B C, "la bandera británica izada en el extremo meridional de la
Península, ya no es tanto una provocación a nuestra soberanía, cuanto un atentado a los principios de
la Carta y al espíritu descolonizador que tan impetuosamente anima a la comunidad internacional".
Alberto Martín Artajo, al que alguien llamó con acierto el canciller de la resistencia, es decir, el
canciller del tiempo duro y difícil, en 1952, apuntaba ya, en este orden de ideas y tratando de hacer
viable la discusión amistosa con Inglaterra: "Hemos distinguido sabiamente entre la soberanía del
territorio y el uso de sus instalaciones marítimas. Lo que nos interesa a los españoles es la
reintegración de la Plaza a la soberanía nacional, que ondee sobre ella la bandera bicolor y que sea
regida por su legítimo Ayuntamiento. Lo demás, es decir, las instalaciones marítimas, son bienes cuya
explotación acaso conjunta o bien arrendada por un tiempo puede ser negociado con Inglaterra."
En 1957, ya en la O. N. U., Martín Artajo decía en su discurso ante la Asamblea General: "La punta
Sur de la Península ofrece ejemplo de una de esas anacrónicas supervivencias a la que nuestro país
presto dolorida atención. El gobierno español, celoso tanto de su derecho imprescriptible como de la
paz y el equilibrio universales, confía en el sentido jurídico de la otra parte, que ha de facilitar
la solución por vía bilateral de este permanente conflicto, sin verse obligada a acudir ante las
Naciones Unidas para buscar en ellas el apoyo moral y jurídico que le ofrecen las disposiciones de la
Carta."
Desgraciadamente, esta instancia a las Naciones Unidas se ha producido ya, y ello como consecuencia
del planteamiento ex officio del problema ante la famosa Comisión de los 24, que se ocupa de los
asuntos referentes a territorios no autónomos.
Fernando María Castiella, en su discurso ante la XVIII Asamblea General, de 24 de septiembre de 1963,
decía: "Tenemos un problema colonial limitado, pero grave... (un) cáncer que perturba la economía de
nuestra región Sur y se nutre exclusivamente a su costa."
Por su parte, Jaime de Piniés, en su informe ante la mencionada Comisión, afirmaba que la misma
incluyó en su agenda de trabajo el tema de Gibraltar, no porque España lo reivindicara, sino porque
la Roca es un territorio colonial, reconocido expresamente por Inglaterra, que ha venido enviando a
la Secretaría General de las Naciones Unidas la documentación pertinente que se exige a los Estados
miembros cuando de tal clase de territorios se trata.
Piniés, en su brillante informe, ponía de relieve cómo Gibraltar no puede vivir sin su Campo,
compuesto por los municipios de La Línea, Tarifa, Algeciras, los Barrios y San Roque, de los cuales
se lleva hasta el agua que los 26.000 habitantes del Peñón necesitan y ni que decir tiene, su
población obrera. En Gibraltar no hay prácticamente industria, ni pesca, ni agricultura, no hay más
que la nómina de la Administración militar inglesa, el tráfico ilegal de divisas y el negocio ilícito
a través de las ciudades vecinas. En Gibraltar la vida es imposible; la claustrofobia asfixia a los
que allí moran y necesitan biológicamente salir a la zona circundante para desentumecer las piernas.
Creo que la postura española podría sintetizarse así: Devolución de Gibraltar a la soberanía
española; declaración de puerto franco y arrendamiento a Inglaterra por un plazo a convenir de las
instalaciones navales.
Para un diálogo en cuestión tan espinosa no puede pedirse mejor postura de arranque. Pero, ¿cuál ha
sido la actitud de los otros, de la otra nación interesada en el problema ?
Yo os lo diré: con alguna excepción, silencio o sorna. Con alguna excepción, como la de Cobden que
clamaba: "Inglaterra tomó posesión del peñón sin hallarse efectivamente en guerra con España, y lo
retiene actualmente contra todos los principios de la moral." Pero con éstas y otras, muy pocos,
excepciones, el silencio o la negativa.
Para el pueblo inglés, ha escrito Thomas Gibson, fuera de las islas británicas no existe territorio
alguno en todo el planeta que tenga más importancia ni sea tan valioso como Gibraltar (pues)
representa a la vez que la gloria del pasado, su fuerza del presente y la seguridad del porvenir.
Su pérdida, dice Ablot (en Introduction to the documents relating to the international status of
Gibraltar, Nueva York, 1934), representaría un golpe tal para la moral y el prestigio de la nación
que pocos o ningún gobierno podrían resistirlo.
En idéntico sentido, pero ahora con tono oficial, las propuestas españolas han merecido estas
sencillas y categóricas contestaciones: En 1959 (17 de abril) ante una interpelación hecha en el
Parlamento, sobre Gibraltar, replica el Subsecretario de Colonias, Julián Amery: "No se trata de que
consideremos ninguna modificación en el Estatuto de Gibraltar"; en 1961, en el curso de otro debate,
el diputado laborista Wyat se expresó así: "Creo que el general Franco tiene pleno derecho a
Gibraltar, pero tengo confianza en nuestra fuerza para oponernos a su pretensión".
Con más desparpajo lo había dicho ya Sir Alexandre Godley: "De España no tiene Gibraltar nada que
temer."
Ya lo sabéis, españoles. Mientras, Inglaterra no ha dejado de moverse en el interior de Gibraltar,
modificando ligeramente su status jurídico-administrativo. Sin dejar nunca de ser Crown Colony, se la
dotó de Ayuntamiento en 1921, y en 1950, ascendiéndola un grado en la rigurosa Jerarquía colonial, y
equiparando el Peñón a Tanganika, se estableció un Comité Ejecutivo y otro legislativo. Más
recientemente, y con ocasión del debate en las Naciones Unidas, se ha solicitado por los ingleses un
plebiscito, olvidando que el tema del Peñón no puede sustraerse a su Campo, que los que pernoctan en
Gibraltar, salvo las fuerzas armadas, son ingleses de pasaporte y de última categoría a los ojos de
la propia Inglaterra, y que de admitirse la petición se incitaría, para ganar las votaciones, a
expulsar a los naturales -como se hizo con los linajes del Gibraltar auténtico, refugiados en San
Roque- para poblar la zona con extraños. ¡Bonito manera de cosechar votos e inhumar la vida !
* * *
Pero, ¿qué hacer ante el silencio, la sorna o la negativa? Castiella, que en 1941 escribía: "quizá no
haya a estas alturas solución pacífica viable para el problema de Gibraltar", vislumbra esa posible
solución pacífica cuando ya investido canciller ha proclamado ante la O. N. U. que para resolver la
cuestión "solamente nos hemos cerrado un camino: el de la violencia", sin duda, porque como ya había
dicho el Jefe del Estado, "Gibraltar no vale una guerra".
Ahora bien, si Gibraltar, ciertamente, no vale una guerra, es decir, la violencia armada para
recuperar lo que es nuestro, lo que nos pertenece y nos fue arrebatado, no hay razón alguna que nos
impida tolerar la situación de coloniaje en que viva, en cierto modo, la zona del Campo de Gibraltar
y la nación entera.
Si en aras de la buena voluntad -decía Piniés en su informe- el gobierno español ha tratado de poner
sordina a la justa irritación de nuestro pueblo, la verdad es que este acogotamiento de la
indignación nacional no ha conducido ni ha servido para nada, como no sea que se intente aguar
nuestra rebeldía y nuestro patriotismo.
Se recuerda aquella manifestación universitaria de proporciones gigantescas en Madrid, Recoletos y
Castellana arriba, pidiendo y exigiendo la devolución de Gibraltar, y recuerdo también a la policía
armada disolviendo a los manifestantes ante la embajada inglesa. Aquello no ha vuelto a producirse.
Había demasiado temor y demasiados intereses en juego. Pero os aseguro que la juventud universitaria
española, que estaba dispuesta y que había sido predispuesta, sufrió una decepción muy amarga; y es
que hay sentimientos sagrados con los cuales no se puede jugar con infantil alegría.
La situación, ha dicho Piniés -fijaros que utilizo textos oficiales- no puede continuar. El Sindicato
de trabajadores españoles de Gibraltar, la posibilidad de instalar un puerto franco en Algeciras, la
acción de nuestra juventud necesitada como nunca de horizontes e ideales, la restitución del famoso
día de Gibraltar, que celebraron nuestras Organizaciones Juveniles, la represión del contrabando a
que antes hicimos referencia ¿no serían armas que sin llegar a la guerra y que respaldando la acción
diplomática de nuestro gobierno, obligarían al usurpador a devolver lo que hace tiempo nos debe?
Esta es nuestra política, nuestra gran política, a la que tendríamos que supeditar muchas cosas
accidentales y superfluas .
Nuestra Reina católica, ante el Notario don Gaspar de Gricio y los siete testigos que entonces exigía
la Ley para otorgar testamento abierto o nuncupativo y que, simbólicamente, como dice mi ilustre
compañero Francisco Gómez Mercado, representaban al pueblo español de todos los tiempos, expresó su
voluntad decidida y solemne: "mando a ... mi hija ... e al ... Príncipe ... e a los Reyes que después
de ella sucederán en estos mis reinos, que siempre tengan en la Corona e Patrimonio real dellos, a la
.....................................
ciudad de Gibraltar, con todo lo que le pertenece y no lo den ni enajenen, ni consientan dar ni
enajenar, ni cosa alguna della".
Si el hecho de que poseyera esa Plaza un grande de España -agrega Gómez Mercado- era ya un menoscabo
de la nacionalidad, ¿cómo consentir que se halle en poder de un pueblo extraño?
Tal ha sido la línea del pensamiento tradicional y revolucionario.
Tal es nuestra historia, nuestra pequeña y a la vez grande historia de Gibraltar. Os la he contado
apasionadamente porque este tipo de histories sólo pueden contarse así. La única historia fría,
aseguraban Areilza y Castiella, no hace mucho, al ocuparse del Peñón, es la historia natural; y aquí
hablamos no de historia natural, sino de la historia de España.
Yo os he hablado en español, sintiendo hasta la médula los versos de Rubén:
"Yo siempre fui por obra y por cabeza español de conciencia, obra y deseo y yo, nada concibo, ni nada
veo, sino español por mi naturaleza. Con la España que acaba y con la que empieza canto y auguro,
profetizo y creo."
Por otro lado, creo que es llegada la hora de romper la sordina y de que pongamos en práctica y en
acción aquello de nuestro ilustre polígrafo don Francisco de Quevedo:
"No he de callar por más que con el dedo ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o
amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca
se ha de decir lo que se siente?
Son casi 300 años de espera. La paciencia ha sido larga. Ha llegado el momento de la decisión.
Castiella decía en la 0. N. U.: "Solamente nos hemos cerrado a nosotros mismos un camino: el de la
violencia. Pero nadie entienda por ello que ni en la reivindicación de Gibraltar ni en ninguna otra
cuestión que como ésta afecte a los intereses nacionales, vamos a tener debilidad."
La aclaración era obligada y urgente. Ya el marqués de Pozobueno, el encargado por Felipe V de
gestionar en Londres la devolución de la plaza, advertía: "No les usemos un trato tan obligante y
halagüeño como hasta ahora, pares siempre lo interpretarían como un obsequio y sumisión", (por ello)
sin deponer la afabilidad de buenos amigos, la acompañaremos siempre con un estilo y con los modos de
lo que puede llamarse gravedad española."
Si Gibraltar, la roca, el peñón, sigue siendo, como decía Manuel Aznar, honor y deber de los
españoles España, en frase de Fernando María Castiella, silenciosa, compacta, firma, erguida, espera
liquidar esta vieja cuenta que tiene pendiente con el Reino Unido.
Nunca se les deparará a dos hombres la posibilidad de poner en ejercicio, desde los altos puestos que
hoy ocupan, embajador de España en las Naciones Unidas, y ministro español de Asuntos Exteriores, lo
que predicaron y exigieron como simples españoles.
Pero no es solamente España la que confina con Gibraltar, es decir, con una vergüenza, es todo el
mundo hispánico el que tiene en sus entrañas quistes semejantes; como si para hacer más patente la
unidad, la solidaridad, la identidad de nuestros pueblos, lleváramos en nuestra carne los mismos
infamantes estigmas: la isla de Guam y el Norte de Borneo, en Filipinas; Belice, en Honduras; las
Guayanas., en Venezuela y Brasil; las islas Malvinas, llamadas Falkland por los ingleses, en la
República Argentina; un trozo de la Antártida, en Chile, y en la propia Argentina; Guantánamo, en
Cuba, y la zona del Canal, en la nación panameña.
He aquí uno de los argumentos básicos para urgir la unidad de acción de las naciones hispánicas. Nada
conseguiremos en este orden -ni por supuesto en ninguno- mientras permanezcamos divididos,
atomizados, comidos por querellas intestinas, a merced de los otros más inteligentes o más sagaces
que nos uncen al yugo de su voluntad, de su interés o de su ideología. Para ocupar el puesto que en
el mundo nos corresponde, lo primero es afirmarnos en nosotros mismos, reconocernos en nuestra
historia, dar fe de nuestra conciencia nacional y trazarnos un quehacer para el futuro, un plan de
acuerdo con nuestra propia idiosincrasia, con nuestra vocación y nuestro estilo.
Como dijo Ganivet, que Gibraltar es un hecho de fuerza para Inglaterra, mientras España sea débil,
porque sólo sobre los países débiles se puede ejercer impunemente la alta piratería política.
España quiere salir de una época de postración y de debilidad. Queremos la unidad de las tierras de
España que no estará hecha en tanto subsista la amputación de Gibraltar; queramos una España libre,
que no existirá completa mientras un trozo de España esté subyugado por una nación extranjera.
Gibraltar.
Breve historia militar y diplomática de la Roca
Gibraltar español: reconquista y perdida. Batalla militar para su rescate
La vieja Julia Calpe, después de su conquista por los árabes, en el año 711, al producirse la
invasión de la Península, se transformó en Gebel-al-Tarik por un castillo que éste (el caudillo árabe
Tarik) construyó en el lugar. De Gebel-al-Tarik deriva el nombre cristiano de Gibraltar, y Gibraltar
permaneció en manos enemigas durante 751 años. La liberación de 1333 por Alonso de Guzmán no fue
duradera. Perdida nuevamente la roca, se recupera en 1462 por Alonso de Arcos, al servicio del Duque
de Medina Sidonia, bajo cuyo señorío queda la plaza, hasta que en 1502 es incorporado a la corona.
Gibraltar se convierte en fortaleza y santuario. Barbarroja la saquea en 1540, a pesar de las obras
defensivas realizadas por mandato de Carlos, el emperador. En 1607, el almirante holandés Jacob
Heemskerk fuerza la entrada en el puerto y destruye nuestra flota.
En el extremo sur, y sobre una vieja mezquita, se alzaba -no lejos del lugar que hoy ocupa el fue
construido por los ingleses- el santuario de Nuestra Señora de Europa, bella y dulce advocación del
más profundo significado. No había fragata, galera o navío -se nos dice- que al pasar el Estrecho no
disparase salvas en honor de la Señora.
Ardía allí, en el Santuario de Punta Europa, la lámpara de plata que regalaron los almirantes
españoles, y los candelabros que el Conde de Santa Gadea y don Pedro de Toledo habían ofrecido en
representación de nuestros Ejércitos; las lámparas de los capitanes italianos Andrea Doria y Fabrizio
Colonna, llevadas al lugar como agradecimiento de victorias difíciles, pero logradas.
Todo aquello quedó destrozado. Los historiadores narran que el Santuario fue objeto de una refinada
destrucción; la imagen de la Virgen, brutalmente profanada y el Niño degollado.
Ello ocurría a principios de agosto de 1704. El antiguo deseo de Cronwell, el Lord protector de
Inglaterra, formulado en 1656, apoderarse de Gibraltar y hacer a España, desde la Roca, una guerra de
corsarios, se iba a convertir para nosotros, ahora, en desventurada realidad.
La ocasión propicia era, nada menos, que la Guerra de Sucesión al trono de España, que provocó la
muerte sin descendencia de Carlos II, el Hechizado. A Inglaterra, sin embargo, en el fondo, no le
interesaba la sucesión en sí, lo que le interesaba era parar en seco la hegemonía creciente de
Francia, que iba a incrementarse si la corona de España era ceñida por uno de los Borbones. Si
Inglaterra se opone a Felipe V y presta su ayuda militar al pretendiente austríaco, es sólo y en
tanto que aspire a mantener el equilibrio europeo, y a ir afianzando su propia voluntad de dominio,
que tiene ya proyectos imperiales para un próximo futuro.
Carlos III, el pretendiente austríaco, carecía de flota, y la flota inglesa se puso a su servicio,
ayudada, claro es, por barcos holandeses. Gibraltar fue un acontecimiento que no estaba del todo
previsto. Gibraltar fue la consecuencia de un fracaso repetido en Barcelona y en Cádiz. No podía la
Armada regresar con esa sensación de estúpida ineficacia, y fue entonces cuando se decidió la toma de
Gibraltar.
La escuadra se hallaba a las órdenes del almirante inglés George Rooke, y el ejército todo al del
generalísimo austríaco, el Landgrave Jorge, Príncipe de Hesse Darmstadt. El mando español
correspondía a don Francisco de Castillo, marqués de Villadarias, el soldado victorioso de Cádiz, y
la fortaleza estaba servida por 80 soldados, algunos cientos de milicianos, con escasa o ninguna
instrucción militar, y 120 cañones, bastantes de ellos, por desgracia, inservibles, a las ordenes del
sargento mayor don Diego de Salinas.
La fuerza enemiga instó a la rendición, hacienda llegar a los defensores la carta del Archiduque de
Austria, Carlos III de España, fechada en Lisboa el 5 de mayo de 1704. En esa carta se promete a
cuantos quieran quedarse en la ciudad los mismos privilegios que tenían en tiempo de Carlos II,
permaneciendo intactos la religión y los tribunales. La guarnición de Gibraltar contestó que seguía a
Felipe V. Reiterada y desobedecida de nuevo la orden de rendición de la plaza, a las cinco de la
mañana del 3 de agosto comenzó el bombardeo naval. Duró cinco horas, y 900 cañones hicieron 3.600
disparos. las mujeres y los niños se refugiaron en el Santuario de Nuestra Señora de Europa. El día 4
se negoció la capitulación, y la plaza fue ocupada en nombre de Carlos III, Rey de España (el
archiduque Carlos).
Después vino lo peor. Rooke tomó la bandera inglesa, arrancó de cuajo la que antes había izado el
Landgrave y colocó la suya, haciéndola tremolar tres veces y tomando posesión de la ciudad en nombre
de Ana, Reina de Inglaterra. Luego comenzó la destrucción del santuario por los anglicanos, enemigos
del catolicismo, la violación de las mujeres y el éxodo de los nuestros, que en masa se trasladaron a
la ermita de San Roque, fundando en su contorno una ciudad en la que reside la muy noble y más leal
ciudad de Gibraltar, donde se conservan y guardan -en una espera que ya se torna impaciente- la llave
de la fortaleza y el pendón bordado en Tordesillas por doña Juana la Loca. ¡Prefirieron abandonar la
ciudad en que habían nacido a someterse a una dominación extranjera!
Era necesario lavar la afrenta. Desde aquel mismo día surge la voluntad de rescate. Estamos en
noviembre de 1704. Dirige las operaciones el mismo marqués de Villadarias. La operación es como de
cine. Hay quinientos españoles voluntarios. Su nombre: "Huestes sagradas". Han jurado la toma de
Gibraltar o la muerte. Va a conducirles, de noche, entre las sombras, en silencio, Simón Susarta, un
cabrero que conoce como nadie las troches, las hendiduras de las piedras, el peldaño angosto donde
apenas los animales aciertan a mantenerse. Van reptando, pegados a la roca, conteniendo la
respiración, evitando una caída, un ruido, un desmoronamiento que pueda alertar al enemigo. Había que
verlos; el corazón enardecido, los ojos brillantes. Sobre la empinada, el mar al fondo, las nubes
ocultando la luna y el silbo del aire en el ventisquero. Los monos les mirarían asustados. Entre los
dientes, cuchillos con puntas afiladas. Pistolones al cinto. Cuerdas y escalas de mano para
sostenerse, para auparse, para subir por aquella inmensa, resbaladiza e inhóspita cucaña. El primer
grupo está arriba, a 426 metros de altura. Un momento de aguante. El puesto de guardia británico está
ahí. Se ven los enemigos. ¡Ahora ! Es el privilegio de la sorpresa y de la habilidad y de la audacia.
El golpe de mano ha tenido éxito. Hay que pernoctar. Una cueva, la de San Miguel, en la cumbre, les
sirve de guarida. Cuando se inicia el ataque, desde; la cima, tres mil españoles atacarán por el
valle. Será algo sorprendente. El cielo y la tierra escupiendo fuego, quemando y purificando la
humillación. En el momento fijado, los de arriba se descuelgan. Van iluminados por el amor a la
patria, por un afán de justicia, por una plena seguridad en el triunfo. Los ingleses miran con terror
al monte, cuajado de españoles, que subieron hasta allí por obra de un milagro inexplicable y que
bajan con sus gritos de guerra infundiendo pavor. Pero fue inútil el esfuerzo y el sacrificio. Los
españoles del valle no llegaron a iniciar la operación combinada. Se lo impide una escuadra inglesa
que acaba de llegar, y los nuestros, para ahorro de la fatiga en el ascenso, iban con un puñado de
municiones. Luchan cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, diente a diente, piel a piel. Nos hacen
doscientos prisioneros. Pueden escapar unos pocos, muy pocos. La mayoría han caído en el campo del
honor, o han sido despeñados, precipitados al mar desde las rocas abruptas.
La paz de Utrecht -13 de julio de 1713- termina con aquello. En 1727 España rompe con Inglaterra, y
Gibraltar sufre un breve sitio de cinco meses, que acaba con el Tratado de Sevilla.
Cincuenta años de paz en torno al Peñón. Ha comenzado la guerra de la independencia norteamericana.
Reina en España el Borbón Carlos III y España y Francia ayudan a los que habían de ser los Estados
Unidos en su lucha contra Inglaterra. El sitio de Gibraltar dura tres años, siete mesas y doce días.
El duque de Crillon, que ha reconquistado Menorca para España, dirige las operaciones militares. Se
había tenido en cuenta la indicación del marqués de Pozobueno: "Con una buena armada de navíos, con
buenos oficiales y correspondiente tripulación, se vería en breves años reducida la soberbia
inglesa". Se han tomado en esta oportunidad todas las precauciones. Cortada la comunicación por
tierra (tropas de Alvarez de Sotomayor), el Peñón no tiene más salida que el mar, y en el mar se
hallan las escuadras francesa y española al mando de Barceló, y con ellas unas baterías flotantes,
refrigeradas, insumergibles e incombustibles, el último grito del arte militar, debido al ingeniero
D'Arión. Todo está dispuesto para el ataque. Incluso hay príncipes extranjeros que han acudido
llevados de la curiosidad, entre los espectadores. Nuevamente todo fracasa. las baterías se hunden,
se incendian, estallan y llevan por doquier el desastre y el desánimo. Mueren miles de los nuestros.
Las aguas enrojecen y hay que levantar el sitio. Mientras, del otro lado del Peñón, en la tierra
firme, fue malherido, por una granada, uno de los más grandes poetas y prosistas del siglos XVIII, el
autor de Cartas Marruecas, de los eruditos a la violeta y de Canción a un patriota retirado a su
aldea, don José Cadalso y Vázquez.
Siempre las letras y las armas unidas, como en Cervantes, autor del Quijote y manco glorioso de
Lepanto; como en Garcilaso de la Vega, el de los sonetos, églogas, elegías y canciones, herido de
muerte ante la fortaleza de Frejus.
Inglaterra nunca ayudó a España; se sirvió de España para ayudarse a sí misma. Así ocurrió cuando la
guerra contra Napoleón. A los españoles que se replegaban a Gibraltar les abre sus puertas, pero nos
obligan a destruir las fortificaciones por si acaso eran ocupadas por los franceses. Fuimos nosotros
mismos -ingenuos españoles, siempre embaucados, engañados por el enemigo avieso de la sonrisa por
fuera y el látigo por dentro- los que derruimos nuestras defensas, las que habíamos construido con
nuestro dinero, con nuestro trabajo y con nuestro sudor.
Cuando regresa Fernando VII y ese peligro ya no existe, intentamos reconstruir lo nuestro. ¡Ah! ya no
nos era posible hacer en nuestra casa lo que queríamos. Éramos una nación mediatizada,
colonizada-como en parte lo somos también ahora cuando nos imponen películas, anuncios y programas de
televisión, donde ya ni siquiera reconocemos nuestro idioma y nuestras costumbres. "Si empiezan
ustedes a reconstruir, dice el comandante inglés, dispararé un cañonazo; si continúan, dispararé
otro, y si no cesan, lanzaré una andanada."
La historia, la pequeña historia posterior, es bien triste. Por decisión unilateral de Inglaterra,
aparece, en territorio que nos es arrebatado, el neutral Groz~n~1 de 1826; el puerto de Gibraltar se
extiende a las aguas españolas que bañan la parte Oeste del istmo; en 1899, el embajador inglés exige
que garanticemos la no fortificación o el desmantelamiento de las fortificaciones de Sierra Carbonera
y de las colinas dominantes; en 1901, Inglaterra, también por su propia y exclusiva voluntad,
construye una verja de hierro.
Durante la última guerra mundial, todo incitaba a España para adueñarse del Peñón. Unas potencies
europeas, coaligadas y triunfantes; un movimiento de exaltación nacionalista en el país, ofendido por
la ayuda prestada por las naciones liberales a los marxistas; un antiguo y ahora renovado sentimiento
de reivindicación y de integración de la patria. A ello podíamos añadir las promesas claras y
contundentes de los vencedores del primer momento y la necesidad estratégica de arrancar el Peñón de
manos enemigas, para evitar, de un lado, que la llave del Mediterráneo continuara interrumpiendo el
tráfico militar y mercantil, y de otro, que el Peñón fuera refugio, primero, y base, después, de una
armada poderosa de desembarco en cualquier lugar de África o de Europa, dominada por el Eje o
inmediata a sus posiciones fundamentales.
La operación "Félix" estuvo seria y totalmente preparada. España dijo que no. España había aprendido
aquello de Ganivet: "el rescate de Gibraltar debe ser una obra esencial y exclusivamente española; no
puede buscar el amparo de éste o aquel grupo político de Europa, porque este servicio costaría
demasiado caro y haría patente nuestra debilidad".
Y que conste, que gracias a la benevolencia y neutralidad española fue posible el desembarco en el
Norte de África, como han reconocido militares y dirigentes políticos aliados; y que conste, que
España había recibido promesas, como aquélla, luego desmentida por los hechos, firmada por
Roossevelt, que empezaba así: "Mi querido general Franco"; o como aquella otra del Foreing Office:
"el gobierno inglés está dispuesto a considerar más adelante el problema de Gibraltar"; y que conste,
que España pudo ser invadida por el ejército poderoso que estaba en los Pirineos; y que si fuera
cierto, como escribió en 1901 el inglés Thomas Gibson, que "el gran peligro para Gibraltar no es
España, sino otras potencies que actúan ostensiblemente sin contar con España y hasta desafiándola si
a sus intereses conviniera, porque en tal caso, los españoles no podrán hacer respetar su
neutralidad", más cierto es que lo que no pudo hacer ningún país de la Europa continental, ocupada
por Hitler, ni siquiera la pacífica y fría Suecia, que voluntariamente accedió al paso de las tropas
alemanas, lo hizo España a base de serenidad, de habilidad, de nervios de acero y de patriotismo sin
reserva y sin tacha.
La batalla diplomática por Gibraltar
Cuando a Inglaterra dejó de convenirle, la guerra de sucesión al trono de España tuvo su término.
Ello sucedió cuando el archiduque Carlos, por la muerte prematura de su hermano, se convirtió en
Carlos de Alemania. Inglaterra, en 1711, reconoció a Felipe V, y el 13 de julio de 1713 se firmaba el
Tratado de Utrecht, a cuyas negociaciones no fueron admitidos los representantes españoles. Todo se
hizo a nuestras espaldas. Luis XIV asumió allí y de forma bien peregrina y lacerante los intereses de
España, y cuando nuestros diplomáticos quisieron intervenir, todo estaba resuelto.
El artículo X del Tratado dice así, en cuanto ahora nos interesa: "El Rey católico, por sí y por sus
herederos, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y entera propiedad de la
ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensa y fortalezas, que le pertenecen ...
y ... se ha de entender que la dicha propiedad se cede a la Gran Bretaña sin jurisdicción alguna
territorial y sin comunicación alguna abierta con el país circunvecino por parte de tierra."
Es decir, que no hubo más, como dicen Castiella y Areilza, recogiendo el estudio de Raúl Genet, que
una atribución inmobiliaria referente a construcciones superficiales, pero jamás del suelo que la
sustenta; hubo cesión del ius utendi et fruendi, de un usufructo temporal, pero nunca cesión de la
soberanía.
Sin duda por ello y por las anómalas circunstancias de la ocupación inglesa, la batalla diplomática,
paralela a la militar, comenzó en seguida con el propósito retiradamente frustrado de recuperar el
Peñón.
Ordenados, cronológica y sistemáticamente, los episodios de esta labor diplomática tenacísima, pueden
sintetizarse así:
Felipe V, desde 1721 a 1728, mantiene como embajador en Londres a don Jacinto de Pozobueno y Belver
marqués de Pozobueno. Sus instrucciones son muy concretas: recuperación de Gibraltar, negociando la
entrega a cambio de los privilegios comerciales que necesitaba Inglaterra, a saber: confirmación del
privilegio del asiento, que le facultaba para importar esclavos a América, y navío anual de permiso,
que le autorizaba un comercio limitado, pero bastante, para facilitar y en cierto modo camuflar bajo
apariencias legales, su inmenso contrabando. Era mejor así para Inglaterra y para su famosa compañía
del Mar del Sur, que el recurso permanente, peligroso e inseguro del filibusterismo; aunque la
piratería organizada tuviera bases de protección en Jamaica, conquistada hacía años por Cronwell, y
otras islas más pequeñas del archipiélago antillano.
Standhope, el que luego habría de llamarse Lord Harrington, embajador de Inglaterra en Madrid,
ayudaba desde aquí al torpedeo de las negociaciones. Cuando se firma el Tratado de Madrid, de 1721
(13 de junio), ya hablamos entregado lo que pedían los ingleses. Nosotros, a cambio de la no
recuperación de Gibraltar, nos contentamos con una carta -y ya hemos sabido lo que valen las cartas
de los sajones- de Jorge I, en la cual se decía: "No vacilo en asegurar a V. M. que estoy pronto a
complacer en lo relativo a la restitución de Gibraltar." La promesa concretaba que la devolución se
haría dentro del año 1721.
Al romperse las hostilidades entre España e Inglaterra, en 1727, el marqués de Pozobueno regresa a
Madrid, y Standhope abandona España y vuelve a Londres. La promesa austríaca de ayudarnos a la guerra
tampoco se cumple y en 1728 firmamos, en El Pardo, el Acta de Confirmación y declaración de
preliminares, por la que devolvemos a Inglaterra, incluso con una indemnización por daños, la nave
Príncipe Federico, manifestando tan sólo el representante de la Gran Bretaña que su país trataría del
asunto del Peñón en un Congreso internacional que se celebraría en Soissons. El Congreso tuvo lugar,
efectivamente, en junio del propio año 1728. A él acudieron, por España, el marqués de Santa Cruz y
don Joaquín Ignacio de Barrenechea, pidiendo a los ingleses el cumplimiento de la promesa de 1721.
Pero de lo dicho, como siempre, nada. Standhope y Walpole, dijeron, simplemente, que no.
La paz quedó al fin asegurada por el Tratado de Sevilla, de 1729. Vientos no favorables soplaban
entonces para Inglaterra. Standhope vuelve a España, y en una Convención secreta a la que hay
alusiones claras en la documentación de nuestro archivo de Simancas, como dice la doctora Gómez
Molleda, se asegura a España la devolución de Gibraltar en un plazo de seis años. Claro es que, a
cambio, como era de esperar, confirmamos y restablecimos los privilegios comerciales de los ingleses
en América, dándoles una patente de corso para continuar su enriquecimiento y su contrabando.
Pasaron los seis años y muchos más. Don Melchor de Macanaz, en 1747, marcha al Congreso de Aquisgrán,
en Aix Chapelle. A pesar de las instrucciones recibidas, son tantas las presiones que actúan sobre
Madrid que como nos cuenta José Carlos de Lana, Fernando VI ordena a su representante que abandone el
Congreso y marche "para la ciudad libre que de su voluntad fuere, no en los dominios de España, y con
un viático para alimentos de ocho mil ducados anuales".
Han seguido después, con machacona insistencia, las frustradas negociaciones o propuestas de rescate.
En 1756, simultáneamente con Francia y con Inglaterra, a cambio de la neutralidad española.
En 1783, al firmarse la paz de Versalles, luego de concluir la guerra de independencia americana,
negándose a España Gibraltar, aunque recuperamos Menorca y La Florida.
En 1786, Floridablanca, al negociarse los límites de Honduras, tratando de canjear el peñón por
Caracas y Puerto Rico.
En 1795-96, intentando Godoy, de una parte, sublevar la plaza y, de otra, entregar a Francia La
Luisiana, si Francia nos ayudaba al rescate de Gibraltar.
En 1870, por Prim.
En 1914-18, por Dato, que ofrece nuestra neutralidad a cambio de la Roca y de Tánger.
En 1925-29, por don Miguel Primo de Rivera, que desea un cambio de Gibraltar por Ceuta.
¡Qué rosario de ruegos y de imprecaciones no escuchadas o, a lo sumo, acogidos con sorna y con
desprecio !
¡Basta! Areilza y Castiella lo dijeron: "pedimos limpia y terminantemente la restitución de lo robado
en 1704, sin pactos, componendas ni compensaciones".
El problema en el momento actual
Desde que estas palabras se escribieron han pasado muchas cosas, muchísimas cosas por el mundo, y
estas cosas han influido en el planteamiento de los problemas, matizándolos, colocándolos sobre una
plataforma distinta o arrojando sobre ellos una luz nueva y diferente que los perfila de un modo
distinto.
Hoy está claro que Gibraltar ha perdido, para Inglaterra, dos valores fundamentales. Comercial y
militarmente, Gibraltar significa muy poco. En efecto, si Gibraltar era una de las posiciones básicas
de Inglaterra en su camino hacia Oriente, jalonado por Malta, Chipre, Alejandría y Port Said, es
lógico que, desaparecido el Imperio y convertidos en países independientes la India, el Pakistán y
Egipto, nación en cuyas manos y bajo cuya soberanía plena se halla el canal de Suez, Gibraltar ya no
es el vigía de la ruta comercial inglesa.
De otro lado, y a pesar de que la roca está horadada y perforada por obras de defensa, y de que como
aseguraba The Sunday Expres, de Londres, correspondiente al 15 de diciembre de 1963, en un túnel de
22 millas se almacenan toda clase de armamento pesado e incluso aviones dispuestos para emplear la
bomba H, es evidente que dada el progreso balístico, la artillería moderna puede alcanzar al Peñón
desde la Sierra Carbonera y desde las plazas españolas del Norte de África y que dada la capacidad
incrementada de bombardeo por parte de la aviación, Gibraltar puede ser inutilizado con rapidez. Aun
suponiendo que no pusiera el pie la infantería, su misión como base aeronaval y como plaza fuerte
quedaría inutilizada por completo. Más aún, desde la guerra de 1914 a 1918, está demostrado que en
las mejores circunstancias para Inglaterra, el estrecho, como llave del Mediterráneo, funciona sólo
con respecto a la superficie, pero nunca o con tremendas dificultades para la navegación submarina.
Por si aún fuera poco, el Peñón es una roca de caliza jurásica y pizarra silúrica que se haría
pedazos al estallar las bombas explosivas.
Si tal es el nuevo planteamiento del tema de Gibraltar, desde el punto de vista mercantil y desde el
punto de vista estratégico, facetas coda vez más nítidas presenta al contemplarlo no ya como
usurpación del territorio nacional, como una ofensa permanente a nuestro pueblo y como una afrenta a
la soberanía española, sino, además, como un cáncer para la economía del país, como un centro de
corrupción, fraude fiscal y de narcotráfico.
Poco importan nuestro plan de desarrollo, nuestros polos de crecimiento y nuestra reforma fiscal, si
en el extremo Sur del país, una especie de succión, protegida de un lado y tolerada de otro, absorbe
una parte de nuestra riqueza, canalizándola hacia los bolsillos y las cuentas corrientes, no de los
modestos y humildes contrabandistas, que salen y entran en la plaza por tierra o por mar, llevando
pequeñas cantidades de mercancías, sino de los grandes logreros que utilizan a esa manada de hombres,
y que desde Gibraltar, y al amparo de una bandera extraña, han instalado uno de los más pingües y de
los más grandes negocios ilícitos que nunca jamás haya conocido la Historia.
Desde este ángulo económico, Gibraltar, en manos no españolas, puerto franco donde todo se vende y
almacena, es una fístula que detrae y desangra al Tesoro, que destruye el comercio honrado, que
dificulta el desarrollo industrial. La guerra al contrabando, a través del Peñón, debía ser una
consigna nacional, difundida y alentada con espíritu patriótico, servida por un cuerpo especial de
represión numeroso, eficaz en la vigilancia y rápido en la persecución, expeditivo y enérgico en las
sanciones y aún , por qué no, estimulado de alguna manera con cargo a los propios alijos y a las
sanciones a los bancos intermediarios.
Ahora bien, si como afirmaba, quizá con alguna razón, Mr. Geoffrey Adam, del Foreing Office: "si los
españoles se resienten por prácticas ilegales de comercio que puedan perjudicar a sus intereses, es
asunto de ellos el impedirlo", sigamos su consejo. Más aún, si se sanciona a quienes dentro del
territorio nacional no cumplen con las leyes fiscales, ¿no será un incentivo para evadirse de tales
sanciones y vivir en la más alegre impunidad, una política transigente para el contrabando que
realizan quienes han montado su ilícito negocio al amparo del pabellón que cubre la vergüenza de
Gibraltar?
Con ello, todavía, el problema de Gibraltar no se perfila del todo en la nueva situación. A ello
puede añadirse otro dato, y éste de suma importancia. La cuestión de Gibraltar se ha
internacionalizado. Y se ha internacionalizado porque, de conformidad con lo dispuesto en la
Resolución 1.514, punto 6.°, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas: "Todo intento
conducente a la desintegración total o parcial de la Unidad Nacional o de la integridad territorial
de un país es incompatible con los objetivos y principios de la Carta de las Naciones Unidas."
Como decía un editorial de A B C, "la bandera británica izada en el extremo meridional de la
Península, ya no es tanto una provocación a nuestra soberanía, cuanto un atentado a los principios de
la Carta y al espíritu descolonizador que tan impetuosamente anima a la comunidad internacional".
Alberto Martín Artajo, al que alguien llamó con acierto el canciller de la resistencia, es decir, el
canciller del tiempo duro y difícil, en 1952, apuntaba ya, en este orden de ideas y tratando de hacer
viable la discusión amistosa con Inglaterra: "Hemos distinguido sabiamente entre la soberanía del
territorio y el uso de sus instalaciones marítimas. Lo que nos interesa a los españoles es la
reintegración de la Plaza a la soberanía nacional, que ondee sobre ella la bandera bicolor y que sea
regida por su legítimo Ayuntamiento. Lo demás, es decir, las instalaciones marítimas, son bienes cuya
explotación acaso conjunta o bien arrendada por un tiempo puede ser negociado con Inglaterra."
En 1957, ya en la O. N. U., Martín Artajo decía en su discurso ante la Asamblea General: "La punta
Sur de la Península ofrece ejemplo de una de esas anacrónicas supervivencias a la que nuestro país
presto dolorida atención. El gobierno español, celoso tanto de su derecho imprescriptible como de la
paz y el equilibrio universales, confía en el sentido jurídico de la otra parte, que ha de facilitar
la solución por vía bilateral de este permanente conflicto, sin verse obligada a acudir ante las
Naciones Unidas para buscar en ellas el apoyo moral y jurídico que le ofrecen las disposiciones de la
Carta."
Desgraciadamente, esta instancia a las Naciones Unidas se ha producido ya, y ello como consecuencia
del planteamiento ex officio del problema ante la famosa Comisión de los 24, que se ocupa de los
asuntos referentes a territorios no autónomos.
Fernando María Castiella, en su discurso ante la XVIII Asamblea General, de 24 de septiembre de 1963,
decía: "Tenemos un problema colonial limitado, pero grave... (un) cáncer que perturba la economía de
nuestra región Sur y se nutre exclusivamente a su costa."
Por su parte, Jaime de Piniés, en su informe ante la mencionada Comisión, afirmaba que la misma
incluyó en su agenda de trabajo el tema de Gibraltar, no porque España lo reivindicara, sino porque
la Roca es un territorio colonial, reconocido expresamente por Inglaterra, que ha venido enviando a
la Secretaría General de las Naciones Unidas la documentación pertinente que se exige a los Estados
miembros cuando de tal clase de territorios se trata.
Piniés, en su brillante informe, ponía de relieve cómo Gibraltar no puede vivir sin su Campo,
compuesto por los municipios de La Línea, Tarifa, Algeciras, los Barrios y San Roque, de los cuales
se lleva hasta el agua que los 26.000 habitantes del Peñón necesitan y ni que decir tiene, su
población obrera. En Gibraltar no hay prácticamente industria, ni pesca, ni agricultura, no hay más
que la nómina de la Administración militar inglesa, el tráfico ilegal de divisas y el negocio ilícito
a través de las ciudades vecinas. En Gibraltar la vida es imposible; la claustrofobia asfixia a los
que allí moran y necesitan biológicamente salir a la zona circundante para desentumecer las piernas.
Creo que la postura española podría sintetizarse así: Devolución de Gibraltar a la soberanía
española; declaración de puerto franco y arrendamiento a Inglaterra por un plazo a convenir de las
instalaciones navales.
Para un diálogo en cuestión tan espinosa no puede pedirse mejor postura de arranque. Pero, ¿cuál ha
sido la actitud de los otros, de la otra nación interesada en el problema ?
Yo os lo diré: con alguna excepción, silencio o sorna. Con alguna excepción, como la de Cobden que
clamaba: "Inglaterra tomó posesión del peñón sin hallarse efectivamente en guerra con España, y lo
retiene actualmente contra todos los principios de la moral." Pero con éstas y otras, muy pocos,
excepciones, el silencio o la negativa.
Para el pueblo inglés, ha escrito Thomas Gibson, fuera de las islas británicas no existe territorio
alguno en todo el planeta que tenga más importancia ni sea tan valioso como Gibraltar (pues)
representa a la vez que la gloria del pasado, su fuerza del presente y la seguridad del porvenir.
Su pérdida, dice Ablot (en Introduction to the documents relating to the international status of
Gibraltar, Nueva York, 1934), representaría un golpe tal para la moral y el prestigio de la nación
que pocos o ningún gobierno podrían resistirlo.
En idéntico sentido, pero ahora con tono oficial, las propuestas españolas han merecido estas
sencillas y categóricas contestaciones: En 1959 (17 de abril) ante una interpelación hecha en el
Parlamento, sobre Gibraltar, replica el Subsecretario de Colonias, Julián Amery: "No se trata de que
consideremos ninguna modificación en el Estatuto de Gibraltar"; en 1961, en el curso de otro debate,
el diputado laborista Wyat se expresó así: "Creo que el general Franco tiene pleno derecho a
Gibraltar, pero tengo confianza en nuestra fuerza para oponernos a su pretensión".
Con más desparpajo lo había dicho ya Sir Alexandre Godley: "De España no tiene Gibraltar nada que
temer."
Ya lo sabéis, españoles. Mientras, Inglaterra no ha dejado de moverse en el interior de Gibraltar,
modificando ligeramente su status jurídico-administrativo. Sin dejar nunca de ser Crown Colony, se la
dotó de Ayuntamiento en 1921, y en 1950, ascendiéndola un grado en la rigurosa Jerarquía colonial, y
equiparando el Peñón a Tanganika, se estableció un Comité Ejecutivo y otro legislativo. Más
recientemente, y con ocasión del debate en las Naciones Unidas, se ha solicitado por los ingleses un
plebiscito, olvidando que el tema del Peñón no puede sustraerse a su Campo, que los que pernoctan en
Gibraltar, salvo las fuerzas armadas, son ingleses de pasaporte y de última categoría a los ojos de
la propia Inglaterra, y que de admitirse la petición se incitaría, para ganar las votaciones, a
expulsar a los naturales -como se hizo con los linajes del Gibraltar auténtico, refugiados en San
Roque- para poblar la zona con extraños. ¡Bonito manera de cosechar votos e inhumar la vida !
* * *
Pero, ¿qué hacer ante el silencio, la sorna o la negativa? Castiella, que en 1941 escribía: "quizá no
haya a estas alturas solución pacífica viable para el problema de Gibraltar", vislumbra esa posible
solución pacífica cuando ya investido canciller ha proclamado ante la O. N. U. que para resolver la
cuestión "solamente nos hemos cerrado un camino: el de la violencia", sin duda, porque como ya había
dicho el Jefe del Estado, "Gibraltar no vale una guerra".
Ahora bien, si Gibraltar, ciertamente, no vale una guerra, es decir, la violencia armada para
recuperar lo que es nuestro, lo que nos pertenece y nos fue arrebatado, no hay razón alguna que nos
impida tolerar la situación de coloniaje en que viva, en cierto modo, la zona del Campo de Gibraltar
y la nación entera.
Si en aras de la buena voluntad -decía Piniés en su informe- el gobierno español ha tratado de poner
sordina a la justa irritación de nuestro pueblo, la verdad es que este acogotamiento de la
indignación nacional no ha conducido ni ha servido para nada, como no sea que se intente aguar
nuestra rebeldía y nuestro patriotismo.
Se recuerda aquella manifestación universitaria de proporciones gigantescas en Madrid, Recoletos y
Castellana arriba, pidiendo y exigiendo la devolución de Gibraltar, y recuerdo también a la policía
armada disolviendo a los manifestantes ante la embajada inglesa. Aquello no ha vuelto a producirse.
Había demasiado temor y demasiados intereses en juego. Pero os aseguro que la juventud universitaria
española, que estaba dispuesta y que había sido predispuesta, sufrió una decepción muy amarga; y es
que hay sentimientos sagrados con los cuales no se puede jugar con infantil alegría.
La situación, ha dicho Piniés -fijaros que utilizo textos oficiales- no puede continuar. El Sindicato
de trabajadores españoles de Gibraltar, la posibilidad de instalar un puerto franco en Algeciras, la
acción de nuestra juventud necesitada como nunca de horizontes e ideales, la restitución del famoso
día de Gibraltar, que celebraron nuestras Organizaciones Juveniles, la represión del contrabando a
que antes hicimos referencia ¿no serían armas que sin llegar a la guerra y que respaldando la acción
diplomática de nuestro gobierno, obligarían al usurpador a devolver lo que hace tiempo nos debe?
Esta es nuestra política, nuestra gran política, a la que tendríamos que supeditar muchas cosas
accidentales y superfluas .
Nuestra Reina católica, ante el Notario don Gaspar de Gricio y los siete testigos que entonces exigía
la Ley para otorgar testamento abierto o nuncupativo y que, simbólicamente, como dice mi ilustre
compañero Francisco Gómez Mercado, representaban al pueblo español de todos los tiempos, expresó su
voluntad decidida y solemne: "mando a ... mi hija ... e al ... Príncipe ... e a los Reyes que después
de ella sucederán en estos mis reinos, que siempre tengan en la Corona e Patrimonio real dellos, a la
.....................................
ciudad de Gibraltar, con todo lo que le pertenece y no lo den ni enajenen, ni consientan dar ni
enajenar, ni cosa alguna della".
Si el hecho de que poseyera esa Plaza un grande de España -agrega Gómez Mercado- era ya un menoscabo
de la nacionalidad, ¿cómo consentir que se halle en poder de un pueblo extraño?
Tal ha sido la línea del pensamiento tradicional y revolucionario.
Tal es nuestra historia, nuestra pequeña y a la vez grande historia de Gibraltar. Os la he contado
apasionadamente porque este tipo de histories sólo pueden contarse así. La única historia fría,
aseguraban Areilza y Castiella, no hace mucho, al ocuparse del Peñón, es la historia natural; y aquí
hablamos no de historia natural, sino de la historia de España.
Yo os he hablado en español, sintiendo hasta la médula los versos de Rubén:
"Yo siempre fui por obra y por cabeza español de conciencia, obra y deseo y yo, nada concibo, ni nada
veo, sino español por mi naturaleza. Con la España que acaba y con la que empieza canto y auguro,
profetizo y creo."
Por otro lado, creo que es llegada la hora de romper la sordina y de que pongamos en práctica y en
acción aquello de nuestro ilustre polígrafo don Francisco de Quevedo:
"No he de callar por más que con el dedo ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o
amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca
se ha de decir lo que se siente?
Son casi 300 años de espera. La paciencia ha sido larga. Ha llegado el momento de la decisión.
Castiella decía en la 0. N. U.: "Solamente nos hemos cerrado a nosotros mismos un camino: el de la
violencia. Pero nadie entienda por ello que ni en la reivindicación de Gibraltar ni en ninguna otra
cuestión que como ésta afecte a los intereses nacionales, vamos a tener debilidad."
La aclaración era obligada y urgente. Ya el marqués de Pozobueno, el encargado por Felipe V de
gestionar en Londres la devolución de la plaza, advertía: "No les usemos un trato tan obligante y
halagüeño como hasta ahora, pares siempre lo interpretarían como un obsequio y sumisión", (por ello)
sin deponer la afabilidad de buenos amigos, la acompañaremos siempre con un estilo y con los modos de
lo que puede llamarse gravedad española."
Si Gibraltar, la roca, el peñón, sigue siendo, como decía Manuel Aznar, honor y deber de los
españoles España, en frase de Fernando María Castiella, silenciosa, compacta, firma, erguida, espera
liquidar esta vieja cuenta que tiene pendiente con el Reino Unido.
Nunca se les deparará a dos hombres la posibilidad de poner en ejercicio, desde los altos puestos que
hoy ocupan, embajador de España en las Naciones Unidas, y ministro español de Asuntos Exteriores, lo
que predicaron y exigieron como simples españoles.
Pero no es solamente España la que confina con Gibraltar, es decir, con una vergüenza, es todo el
mundo hispánico el que tiene en sus entrañas quistes semejantes; como si para hacer más patente la
unidad, la solidaridad, la identidad de nuestros pueblos, lleváramos en nuestra carne los mismos
infamantes estigmas: la isla de Guam y el Norte de Borneo, en Filipinas; Belice, en Honduras; las
Guayanas., en Venezuela y Brasil; las islas Malvinas, llamadas Falkland por los ingleses, en la
República Argentina; un trozo de la Antártida, en Chile, y en la propia Argentina; Guantánamo, en
Cuba, y la zona del Canal, en la nación panameña.
He aquí uno de los argumentos básicos para urgir la unidad de acción de las naciones hispánicas. Nada
conseguiremos en este orden -ni por supuesto en ninguno- mientras permanezcamos divididos,
atomizados, comidos por querellas intestinas, a merced de los otros más inteligentes o más sagaces
que nos uncen al yugo de su voluntad, de su interés o de su ideología. Para ocupar el puesto que en
el mundo nos corresponde, lo primero es afirmarnos en nosotros mismos, reconocernos en nuestra
historia, dar fe de nuestra conciencia nacional y trazarnos un quehacer para el futuro, un plan de
acuerdo con nuestra propia idiosincrasia, con nuestra vocación y nuestro estilo.
Como dijo Ganivet, que Gibraltar es un hecho de fuerza para Inglaterra, mientras España sea débil,
porque sólo sobre los países débiles se puede ejercer impunemente la alta piratería política.
España quiere salir de una época de postración y de debilidad. Queremos la unidad de las tierras de
España que no estará hecha en tanto subsista la amputación de Gibraltar; queramos una España libre,
que no existirá completa mientras un trozo de España esté subyugado por una nación extranjera.