El prestigioso diccionario Harper’s Bible Dictionary hace constar que “la doctrina formal de la Trinidad, según la definieron los grandes consejos eclesiásticos de los siglos cuarto y quinto, no se encuentra en ninguna parte del [Nuevo Testamento]”.
De modo que cualquier crítica de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no comparte el actual punto de vista cristiano en cuanto a Dios, Jesús y el Espíritu Santo, no es un comentario que tiene que ver con nuestra dedicación a Cristo, sino que más bien es un reconocimiento (exacto, diría yo), de que nuestra opinión de la Trinidad no es compatible con la historia cristiana posterior al Nuevo Testamento, sino que vuelve a la doctrina que Jesús mismo enseñó. Ahora bien, tal vez sea de provecho hacer un comentario sobre esa historia posterior al Nuevo Testamento.
En el año 325 d. de C., el emperador romano Constantino convocó el Concilio de Nicea para tratar —entre otras cosas— el asunto que se hacía cada vez mayor sobre la supuesta “trinidad en la unidad” de Dios. Lo que resultó de los argumentos contenciosos de clérigos, filósofos y dignatarios eclesiásticos se llegó a conocer (después de otros 125 años y tres grandes consejos más)4 como el Credo de Nicea, con redacciones posteriores como el Credo de Atanasio. Estas diversas evoluciones y versiones de credos —y otras que se han creado a lo largo de los siglos— declaraban que Padre, Hijo y Espíritu Santo eran abstractos, absolutos, trascendentes, inmanentes, consustanciales, coeternos, incomprensibles, sin cuerpo, partes ni pasiones, que moran fuera del tiempo y el espacio. En esos credos, los tres miembros son personas distintas, pero constituyen un solo ser, lo que suele considerarse como el “misterio de la trinidad”. Son tres personas distintas, sin embargo, no son tres Dioses, sino uno. Las tres personas son incomprensibles, es decir, es un Dios que es incomprensible.
Estamos de acuerdo con nuestros críticos en por lo menos ese punto: de que ese concepto de la divinidad es en verdad incomprensible. Con la confusa definición de Dios que se le impone a la iglesia, con razón un monje del siglo cuarto exclamó: “¡Ay de mí! Me han quitado a mi Dios… y no sé a quién adorar o a quién dirigirme”. ¿Cómo habremos de confiar, amar y adorar, e incluso tratar de emular a un Ser que es incomprensible e impenetrable? ¿Cómo habremos de entender la oración de Jesús a Su Padre Celestial de que “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”?.
Nuestra intención no es degradar las creencias de ninguna persona ni la doctrina de ninguna religión. Extendemos a todos el mismo respeto por su doctrina que pedimos para la nuestra. (Ése también es un artículo de nuestra fe.) Pero si una persona dice que no somos cristianos porque no tenemos un concepto del cuarto o quinto siglo con respecto a la Trinidad, ¿entonces qué sería de aquellos primeros santos cristianos, muchos de los cuales fueron testigos oculares del Cristo viviente, que tampoco tenían ese punto de vista?7
Declaramos que las Escrituras no dejan ninguna duda de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son personas distintas, tres seres divinos, teniendo como claros ejemplos de ello la gran Oración Intercesora del Salvador que se acaba de mencionar, Su bautismo de manos de Juan, la experiencia en el Monte de la Transfiguración, y el martirio de Esteban, siendo éstos sólo cuatro ejemplos.
Con estas fuentes del Nuevo Testamento y otras8 que resuenan en nuestros oídos, tal vez sería innecesario preguntar qué quiso decir Jesús cuando dijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre”. En otra ocasión dijo: “…he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. De los que se oponían a Él, dijo: “…han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre”11. Está también la respetuosa sumisión a Su Padre, por lo que Jesús dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios”12. “…el Padre mayor es que yo”
¿A quién suplicaba Jesús con tanto fervor todos esos años, incluso en los ruegos de agonía tales como “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa”, y “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”? El reconocer la evidencia de las Escrituras de que los miembros perfectamente unidos de la Trinidad sean, sin embargo, seres separados y distintos, no quiere decir que seamos culpables de adorar a muchos dioses; más bien, es parte de la gran revelación que Jesús vino a traer en cuanto a la naturaleza de los seres divinos. Quizás el apóstol Pablo lo expresó mejor: “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”
De modo que cualquier crítica de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no comparte el actual punto de vista cristiano en cuanto a Dios, Jesús y el Espíritu Santo, no es un comentario que tiene que ver con nuestra dedicación a Cristo, sino que más bien es un reconocimiento (exacto, diría yo), de que nuestra opinión de la Trinidad no es compatible con la historia cristiana posterior al Nuevo Testamento, sino que vuelve a la doctrina que Jesús mismo enseñó. Ahora bien, tal vez sea de provecho hacer un comentario sobre esa historia posterior al Nuevo Testamento.
En el año 325 d. de C., el emperador romano Constantino convocó el Concilio de Nicea para tratar —entre otras cosas— el asunto que se hacía cada vez mayor sobre la supuesta “trinidad en la unidad” de Dios. Lo que resultó de los argumentos contenciosos de clérigos, filósofos y dignatarios eclesiásticos se llegó a conocer (después de otros 125 años y tres grandes consejos más)4 como el Credo de Nicea, con redacciones posteriores como el Credo de Atanasio. Estas diversas evoluciones y versiones de credos —y otras que se han creado a lo largo de los siglos— declaraban que Padre, Hijo y Espíritu Santo eran abstractos, absolutos, trascendentes, inmanentes, consustanciales, coeternos, incomprensibles, sin cuerpo, partes ni pasiones, que moran fuera del tiempo y el espacio. En esos credos, los tres miembros son personas distintas, pero constituyen un solo ser, lo que suele considerarse como el “misterio de la trinidad”. Son tres personas distintas, sin embargo, no son tres Dioses, sino uno. Las tres personas son incomprensibles, es decir, es un Dios que es incomprensible.
Estamos de acuerdo con nuestros críticos en por lo menos ese punto: de que ese concepto de la divinidad es en verdad incomprensible. Con la confusa definición de Dios que se le impone a la iglesia, con razón un monje del siglo cuarto exclamó: “¡Ay de mí! Me han quitado a mi Dios… y no sé a quién adorar o a quién dirigirme”. ¿Cómo habremos de confiar, amar y adorar, e incluso tratar de emular a un Ser que es incomprensible e impenetrable? ¿Cómo habremos de entender la oración de Jesús a Su Padre Celestial de que “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”?.
Nuestra intención no es degradar las creencias de ninguna persona ni la doctrina de ninguna religión. Extendemos a todos el mismo respeto por su doctrina que pedimos para la nuestra. (Ése también es un artículo de nuestra fe.) Pero si una persona dice que no somos cristianos porque no tenemos un concepto del cuarto o quinto siglo con respecto a la Trinidad, ¿entonces qué sería de aquellos primeros santos cristianos, muchos de los cuales fueron testigos oculares del Cristo viviente, que tampoco tenían ese punto de vista?7
Declaramos que las Escrituras no dejan ninguna duda de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son personas distintas, tres seres divinos, teniendo como claros ejemplos de ello la gran Oración Intercesora del Salvador que se acaba de mencionar, Su bautismo de manos de Juan, la experiencia en el Monte de la Transfiguración, y el martirio de Esteban, siendo éstos sólo cuatro ejemplos.
Con estas fuentes del Nuevo Testamento y otras8 que resuenan en nuestros oídos, tal vez sería innecesario preguntar qué quiso decir Jesús cuando dijo: “No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre”. En otra ocasión dijo: “…he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. De los que se oponían a Él, dijo: “…han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre”11. Está también la respetuosa sumisión a Su Padre, por lo que Jesús dijo: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios”12. “…el Padre mayor es que yo”
¿A quién suplicaba Jesús con tanto fervor todos esos años, incluso en los ruegos de agonía tales como “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa”, y “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”? El reconocer la evidencia de las Escrituras de que los miembros perfectamente unidos de la Trinidad sean, sin embargo, seres separados y distintos, no quiere decir que seamos culpables de adorar a muchos dioses; más bien, es parte de la gran revelación que Jesús vino a traer en cuanto a la naturaleza de los seres divinos. Quizás el apóstol Pablo lo expresó mejor: “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”