Todos los días de nuestra existencia, por recogida que esta sea, nos vemos forzados a elegir entre una acción buena y otra censurable. Y a veces esta tiene aspecto tan seductor, tan plausible, tan placentero, que el rechazarla exige un consciente esfuerzo de voluntad. La tentación es universal y tan antigua como el Jardín de Edén. Nuestra felicidad o nuestra desdicha dependen de nuestra habilidad para vencerla en vez de dejarnos sojuzgar por ella.
La primera condición para resolver un problema es comprender su naturaleza. Y eso, precisamente, lo que muchas personas pasan por alto cuando de la tentación se trata. Apenas si tienen una vaga idea de cómo opera el espíritu y de ahí que nunca lleguen a adquirir aquel conocimiento de si mismo que es la clave del autodominio. Este conocimiento de nosotros mismos debe llevar implícito el reconocimiento de que somos egocéntricos por naturaleza en un primer estado desde que nacemos, y de que nunca nos veremos libres de esa tendencia. Aun cuando nuestro yo consciente permanece tan pugnaz y amoral como siempre. A veces lo que llamamos tentación no es más que obra de ciertos impulsos procedentes de esa oscura porción de nuestra personalidad, en choque con la conciencia del individuo.
Todo el mundo siente impulsos torcidos. Lo importante es reconocerlos como tales y hacer cargo de que uno no es el único que los experimenta. Entonces será posible comprenderlos y dominarlos. Un proverbio chino dice: “No puedes impedir que los pájaros revoloteen sobre tus cabeza; pero si puedes impedir que aniden en tu pelo”.
No se debería ahogar la voz de la conciencia, esta, antes que un grito, es un susurro; pero el castigo por desoírla puede ser mucho mas duro de lo que se imagina. Ya que uno crea que la conciencia sea de origen divino, ya que es solo un tenue eco de la autoridad paterna o quizás de un buen amigo, es, de todas suertes, el dispositivo de nuestra personalidad que mueve la mas destructora de todas las emociones: el remordimiento. Ese sentimiento es tan doloroso y perturbador, que incapacita virtualmente a quien lo padece. Y aun cuando el conciente logre rechazarlo, aun entonces sus paralizadores efectos pueden hacerse sentir en el inconciente. La mala salud, la perdida de energía, los vagos temores, la falta de confianza en si mismo, hasta la propensión al suicidio, bien puede y es lo que en las Escrituras se comprende “el estipendio y paga del pecado”. La mayoría de las personas no pueden ceder a la tentación sin castigo; pues aunque sus trasgresiones pasen inadvertidos, algo de su ser interior cuidara de que ellos se castiguen así mismos.
Para todo creyente una oración en demanda de auxilio es uno de los medios más eficaces de hacer aflorar la sabiduría y la fuerza que existen en el rico filón del inconciente.
No creo, sin embargo, que baste para ello recitar o repetir mecánicamente una plegaria. Para ser eficaz, la oración a de ir acompañada de humildad, del abandono de ciertos deseos, del reconocimiento de la propia impotencia. La entrega absoluta de si propio es la clave del fenómeno. Si este sentimiento invade el conciente con su respectiva respuesta y penetra hondo en el inconciente, se producirá una serenidad y una claridad de pensamiento que hacen no solo posible, sino casi inevitable, el llegar a una recta resolución.
Las tentaciones obran sobre los individuos con diversos grados de intensidad. Un ligero pero sincero autoanálisis puede ahorrarnos no pocos sin sabores. ¿Somos en extremo ambiciosos? Pues nos será mas difícil que a otros abstenernos de tomar por atajos tortuosos (o aun perjudicar al prójimo) para alcanzar el éxito. ¿Nos desvivimos por llegar a ser más importante de lo que juzgamos ser? Tendremos que ponernos en guardia cierta tendencia a jactarnos de tener relaciones influyentes, hablar sin tasa ni duelo de si mismo, a ver un desierto donde no lo hay, a medirlo o juzgarlo todo refriéndolo a si mismo. ¿Nos creemos perfeccionista? Pues tendremos que resistir la tentación de exigir demasiado de todo el mundo, empezando por uno mismo. ¿Nos encontramos profundamente disgustados de la vida? Pues sentiremos la pérfida invitación a escapar de la realidad en alguna forma, acaso mediante el alcohol o neurosis alguna.
Todos tenemos algún punto flaco, algún rincón vulnerable, donde parece acecharnos la tentación. En realidad, la tentación no esta al acecho: son los defectos mismos de nuestro carácter lo que nos impelen a buscarla. Y siendo así, deberíamos tener mucho cuidado con los sofismas del mundo. He aquí el gran narcótico de que la gente se vale para anestesiar su conciencia y justificar el caer en tentación. Un desfalcador se dice a asimismo que lo que hace no es sino tomar el dinero ‘prestado’ y que de fijo lo repondrá y lo repuso. Un hombre infiel se jura a si mismo que si su novia o su esposa lo ignora no habrá de causarle daño alguno. En las mil tentaciones cotidianas que nos asaltan, desde la quebrantar los reglamentos del tránsito hasta de la de sisear en la cuenta de gastos que presentamos al superior, el sofista suele hacerse esta irreflexión: bah! Todo el mundo lo hace, ¿Por qué no he de hacerlo yo?
La completa honestidad para consigo mismo no es nada fácil. Pero si, al encararse con algún problema moral, recuerda uno que la tentación de justificar nuestros extravíos es la más insidiosa de todas, estará ya a dos dedos de obrar con rectitud. Con frecuencia las tentaciones fuertes tienden a apagar la luz de la razón. La inteligencia puede operar debidamente solo cuando se halla apartada del influjo de las emociones fuertes. Así pues, la mejor defensa esta en alejarse de la causa de la tentación (o apartarla de nosotros) antes de que se nuble nuestro buen juicio.
Por ser la tentación algo tan personal; por ser, tan a menudo, efecto de impulsos o motivos o motivos reprensibles, muchas personas suelen guardarse sus problemas celosamente para si; pero si se esta luchando con una disyuntiva ética, es preferible no luchar solo. Es mejor contar con nuestros padres o un buen amigo de mente despejada y probada reserva. El dialogo suele aclarar una situación mas eficazmente que un solitario cavilar.
Al exigir continencia y autodominio, tanto en los demás como en si mismo, hay que mostrarse razonable. Hasta los santos han pasado grandes trabajos para vivir incólume. “No hago el bien que debiera”, dijo Pablo, presa a la vez de humildad y de exasperación; “y si el mal que no quiero hacer”. Si un hombre de la férrea voluntad de Pablo se sentía así combatido, ¿es extraño que nosotros, mínimos mortales, hallemos a veces tan ardua la empresa? La fracción primitiva, egoísta, de nuestro ser se rebelara siempre contra toda ley, sacudirá el yugo de toda sujeción, resistirá toda autoridad.
La lucha parece no tener fin. Pero si uno reconoce la tentación como tal; si analiza sus propios puntos flacos; si no trata de justificar sus faltas con razonamientos especiosos, ira progresando, y si se aferra a sanos principios, aun cuando no siempre puede asirse a ellos su conducta, ira saliendo adelante. Se perderán todavía unos cuantos combates, pero es casi seguro que al fin y a la postre se ganara la batalla final. El cual regresaremos a la prresencia de Dios. Asi sea.
saludos y bendiciones,
espiritu

La primera condición para resolver un problema es comprender su naturaleza. Y eso, precisamente, lo que muchas personas pasan por alto cuando de la tentación se trata. Apenas si tienen una vaga idea de cómo opera el espíritu y de ahí que nunca lleguen a adquirir aquel conocimiento de si mismo que es la clave del autodominio. Este conocimiento de nosotros mismos debe llevar implícito el reconocimiento de que somos egocéntricos por naturaleza en un primer estado desde que nacemos, y de que nunca nos veremos libres de esa tendencia. Aun cuando nuestro yo consciente permanece tan pugnaz y amoral como siempre. A veces lo que llamamos tentación no es más que obra de ciertos impulsos procedentes de esa oscura porción de nuestra personalidad, en choque con la conciencia del individuo.
Todo el mundo siente impulsos torcidos. Lo importante es reconocerlos como tales y hacer cargo de que uno no es el único que los experimenta. Entonces será posible comprenderlos y dominarlos. Un proverbio chino dice: “No puedes impedir que los pájaros revoloteen sobre tus cabeza; pero si puedes impedir que aniden en tu pelo”.
No se debería ahogar la voz de la conciencia, esta, antes que un grito, es un susurro; pero el castigo por desoírla puede ser mucho mas duro de lo que se imagina. Ya que uno crea que la conciencia sea de origen divino, ya que es solo un tenue eco de la autoridad paterna o quizás de un buen amigo, es, de todas suertes, el dispositivo de nuestra personalidad que mueve la mas destructora de todas las emociones: el remordimiento. Ese sentimiento es tan doloroso y perturbador, que incapacita virtualmente a quien lo padece. Y aun cuando el conciente logre rechazarlo, aun entonces sus paralizadores efectos pueden hacerse sentir en el inconciente. La mala salud, la perdida de energía, los vagos temores, la falta de confianza en si mismo, hasta la propensión al suicidio, bien puede y es lo que en las Escrituras se comprende “el estipendio y paga del pecado”. La mayoría de las personas no pueden ceder a la tentación sin castigo; pues aunque sus trasgresiones pasen inadvertidos, algo de su ser interior cuidara de que ellos se castiguen así mismos.
Para todo creyente una oración en demanda de auxilio es uno de los medios más eficaces de hacer aflorar la sabiduría y la fuerza que existen en el rico filón del inconciente.
No creo, sin embargo, que baste para ello recitar o repetir mecánicamente una plegaria. Para ser eficaz, la oración a de ir acompañada de humildad, del abandono de ciertos deseos, del reconocimiento de la propia impotencia. La entrega absoluta de si propio es la clave del fenómeno. Si este sentimiento invade el conciente con su respectiva respuesta y penetra hondo en el inconciente, se producirá una serenidad y una claridad de pensamiento que hacen no solo posible, sino casi inevitable, el llegar a una recta resolución.
Las tentaciones obran sobre los individuos con diversos grados de intensidad. Un ligero pero sincero autoanálisis puede ahorrarnos no pocos sin sabores. ¿Somos en extremo ambiciosos? Pues nos será mas difícil que a otros abstenernos de tomar por atajos tortuosos (o aun perjudicar al prójimo) para alcanzar el éxito. ¿Nos desvivimos por llegar a ser más importante de lo que juzgamos ser? Tendremos que ponernos en guardia cierta tendencia a jactarnos de tener relaciones influyentes, hablar sin tasa ni duelo de si mismo, a ver un desierto donde no lo hay, a medirlo o juzgarlo todo refriéndolo a si mismo. ¿Nos creemos perfeccionista? Pues tendremos que resistir la tentación de exigir demasiado de todo el mundo, empezando por uno mismo. ¿Nos encontramos profundamente disgustados de la vida? Pues sentiremos la pérfida invitación a escapar de la realidad en alguna forma, acaso mediante el alcohol o neurosis alguna.
Todos tenemos algún punto flaco, algún rincón vulnerable, donde parece acecharnos la tentación. En realidad, la tentación no esta al acecho: son los defectos mismos de nuestro carácter lo que nos impelen a buscarla. Y siendo así, deberíamos tener mucho cuidado con los sofismas del mundo. He aquí el gran narcótico de que la gente se vale para anestesiar su conciencia y justificar el caer en tentación. Un desfalcador se dice a asimismo que lo que hace no es sino tomar el dinero ‘prestado’ y que de fijo lo repondrá y lo repuso. Un hombre infiel se jura a si mismo que si su novia o su esposa lo ignora no habrá de causarle daño alguno. En las mil tentaciones cotidianas que nos asaltan, desde la quebrantar los reglamentos del tránsito hasta de la de sisear en la cuenta de gastos que presentamos al superior, el sofista suele hacerse esta irreflexión: bah! Todo el mundo lo hace, ¿Por qué no he de hacerlo yo?
La completa honestidad para consigo mismo no es nada fácil. Pero si, al encararse con algún problema moral, recuerda uno que la tentación de justificar nuestros extravíos es la más insidiosa de todas, estará ya a dos dedos de obrar con rectitud. Con frecuencia las tentaciones fuertes tienden a apagar la luz de la razón. La inteligencia puede operar debidamente solo cuando se halla apartada del influjo de las emociones fuertes. Así pues, la mejor defensa esta en alejarse de la causa de la tentación (o apartarla de nosotros) antes de que se nuble nuestro buen juicio.
Por ser la tentación algo tan personal; por ser, tan a menudo, efecto de impulsos o motivos o motivos reprensibles, muchas personas suelen guardarse sus problemas celosamente para si; pero si se esta luchando con una disyuntiva ética, es preferible no luchar solo. Es mejor contar con nuestros padres o un buen amigo de mente despejada y probada reserva. El dialogo suele aclarar una situación mas eficazmente que un solitario cavilar.
Al exigir continencia y autodominio, tanto en los demás como en si mismo, hay que mostrarse razonable. Hasta los santos han pasado grandes trabajos para vivir incólume. “No hago el bien que debiera”, dijo Pablo, presa a la vez de humildad y de exasperación; “y si el mal que no quiero hacer”. Si un hombre de la férrea voluntad de Pablo se sentía así combatido, ¿es extraño que nosotros, mínimos mortales, hallemos a veces tan ardua la empresa? La fracción primitiva, egoísta, de nuestro ser se rebelara siempre contra toda ley, sacudirá el yugo de toda sujeción, resistirá toda autoridad.
La lucha parece no tener fin. Pero si uno reconoce la tentación como tal; si analiza sus propios puntos flacos; si no trata de justificar sus faltas con razonamientos especiosos, ira progresando, y si se aferra a sanos principios, aun cuando no siempre puede asirse a ellos su conducta, ira saliendo adelante. Se perderán todavía unos cuantos combates, pero es casi seguro que al fin y a la postre se ganara la batalla final. El cual regresaremos a la prresencia de Dios. Asi sea.
saludos y bendiciones,
espiritu