La Matanza de San Bartolomé
[I]"Francia estaba a un pelo de hacerse realmente protestante; pero la noche de San Bartolomé de 1572 Francia asesinó al protestantismo" [/I](Tomás Carlyle).
“A despecho de la persecución, los adherentes a la nueva fe aumentaban de un modo maravilloso. Muchos de los sacerdotes y monjes se habían convertido a las doctrinas evangélicas. Las enseñaban secreta o abiertamente; y podían exhibir en forma efectiva las corrupciones de la iglesia porque las conocían desde adentro. A través de los arrets de los parlamentos vemos que continuamente se censuraba a los maestros de escuelas por disuadir a sus alumnos de ir a misa, y por corromper a los jóvenes al instruirlos en “las falsas y perniciosas doctrinas de Ginebra". Muchos colegios eran considerados como focos reformistas: Angers, Bourges, Fontenay, La Rochela, Loudun, Niort, Nimes y Poitiers. El mismo teatro llegó a ser agente de reforma cuando la corrupción de la iglesia y la moral del clero eran atacadas en obras populares. Los refugiados en Estrasburgo, Ginebra y Lausana no ahorraban esfuerzos por esparcir las doctrinas evangélicas a sus compatriotas. Ardorosos jóvenes, preparados en el exterior, no vacilaban en arriesgar sus vidas al introducirse en Francia y recorrerla a lo ancho y a lo largo en son de calma propaganda evangélica. Se reunían con los convertidos y con interesados en suburbios solitarios, sótanos de las casas, caminos, junto a los ríos. Los archivos de la policía eclesiástica nos permiten seguir la expansión de la Reforma por los caminos y las vías fluviales de Francia. Para eludir la vigilancia, los misioneros solían cambiar de nombre. Algunos, con un coraje que superaba al de sus colegas, no vacilaban en visitar las ciudades y predicar casi públicamente al pueblo. No menos efectiva era la propaganda efectuada por los colportores. Por lo general se trataba de jóvenes adiestrados en Ginebra o Estrasburgo. Llevaban los libros en un paquete a sus espaldas y los pregonaban describiendo su contenido y pronunciando breves sermones.
Así se extendía la fe evangélica, y, antes de la muerte de Francisco I, con la única excepción de Bretaña, no había región de Francia donde no hubiera protestantes secretos, y en muchos distritos eran legión” (Tomas Lindsay. La reforma y su desarrollo social)
Pero con todo esto, la intolerancia de los romanistas en Francia hacía que la persecución y abuso continuara cada vez más.
El 25 de Julio de 1561 se realizó el Sínodo de Poissy, Francia. Este Sínodo fue convocado por el Rey para establecer algún acercamiento entre Hugonotes (Reformados-Calvinistas) y católicos romanos. A dicho coloquio asistió una numerosa delegación protestante, ya que estaba particularmente interesada en terminar con la intolerancia religiosa y las hostilidades de la Iglesia Católica Romana.
Después de varios meses de acaloradas discusiones entre católicos y hugonotes (reformados), se llegó a la conclusión que era imposible un acercamiento entre ambos partidos religiosos.
De este Coloquio de Poissy surgió el edicto del 17 enero 1562. En este edicto se dispuso “que los protestantes debieran entregar todas las iglesias y edificios eclesiásticos que habían tomado, y se les prohibió reunirse para el culto público, dentro o fuera de edificios, en el interior de los muros de cualquier ciudad.
Por otro lado, tendrían el derecho de reunirse para el culto público en cualquier lugar fuera de las ciudades amuralladas, y no se prohibían las reuniones privadas en el interior de ellas. Así, por primera vez se acordaba reconocimiento legal a los protestantes de Francia, con derecho a adorar según su conciencia… "Si la libertad que se nos promete en el edicto perdura", escribía Calvino, "el papado caerá por sí solo." Después de un año, los hugonotes de Francia se veían libres de persecución y en posesión de una relativa libertad de adoración pública.
El edicto del 17 enero 1562 había exasperado a los romanistas sin satisfacer al grueso de los protestantes. El número siempre creciente de congregaciones reformadas y su no muy estricta observancia de las limitaciones del edicto, dieron origen a disturbios en muchas partes del país. Todo parecía tender hacia la guerra civil. La chispa que inició el incendio fue la masacre de Vassy”. (Tomás M. Lindsay)
La masacre de Vassy tuvo lugar el 11 de Marzo de 1562, era domingo y unos soldados comandados por el duque de Guisa fueron a detener un culto reformado que se estaba llevando a cabo en un granero. Los protestantes no quisieron abrir a los soldados y estos forzaron las puertas. El granero fue invadido, los protestantes fusilados, y antes de que el duque ordenara el cese del fuego, de los 600 ó 700 adoradores, 63 habían sido muertos y más de 100 heridos.
“Las nuevas de la matanza se esparcieron rápidamente; exasperaban a los hugonotes mientras los romanistas la saludaban como una victoria.
El ejemplo de la masacre de Vassy fue seguido en muchos lugares en que los romanistas estaban en mayoría. En París, Sens, Ruan y otras localidades, hubo ataques contra los protestantes y no pocos de éstos fueron muertos. En Tolosa los protestantes se encerraron en el Capitolio y fueron sitiados por los romanistas. Finalmente se rindieron confiando en la promesa de que se les dejaría salir de la ciudad. La promesa fue violada, y tres mil hombres, mujeres y niños fueron muertos a sangre fría. Esta matanza, tan traidoramente ejecutada, fue celebrada por los católicos romanos…
Estas masacres provocaron represalias. Los hugonotes irrumpieron en iglesias romanistas, derribaron las imágenes y destruyeron altares y reliquias” (Tomás M. Lindsay)
Con la masacre de vassy se desataron “las guerras de religión”, donde por cerca de diez años hugonotes (protestantes) y romanistas desarrollaron los más crueles enfrentamientos bélicos.
Después de estas infructuosas guerras se convino a un armisticio. El 8 de agosto de 1570 se decretó el edicto de Saint Germain que establecía para los hugonotes libertad de conciencia, libertad de adorar públicamente, y se les concedió, a título de garantía, cuatro ciudades poderosamente fortificadas: La Rochela, Montauban, Cognac y La Charité.
Pero las intrigas y traiciones de los católicos romanos no se detuvieron. Dos años más tarde, un 24 DE AGOSTO DE 1572 se realizó una de las campañas de exterminio religioso más atroces que ha visto la humanidad.
Una semana antes de la masacre, el 18 de agosto de 1572, había sido celebrado el matrimonio entre Margarita, la hermana del Rey de Francia, Carlos IX, y el Príncipe calvinista Enrique de Navarra, un hugonote sincero.
Para celebrar este matrimonio llegaron a Paris líderes hugonotes de toda Francia, nobles, científicos, oficiales, médicos, intelectuales, burgueses etc. Todos ellos comandados por Coligny, Almirante de Francia, estadista por excelencia y líder de los hugonotes.
La madre del Rey de Francia, Catalina de Médicis, ardiente romanista e implemento complaciente del Papa, había planificado asesinar a Coligny la noche del 22 de Agosto. Su plan fracasó, el Almirante Coligny sólo quedó herido.
Pero dos días después, el 24 de Agosto, Catalina de Médicis dio una orden final de exterminio y esa nefasta noche pudieron asesinar no solamente a Coligny, sino que pasaron a cuchillo a miles de hugonotes.
El historiador reformado, John Fox, nos relata algunos escalofriantes episodios:
“Los soldados fueron dispuestos para que al darse cierta señal se lanzaran en el acto a efectuar la matanza por diversas partes de la ciudad. Cuando hubieron dado muerte al almirante, lo echaron por una ventana a la calle, donde le cortaron la cabeza, que fue enviada al Papa. Los salvajes papistas, todavía enfurecidos contra él, le cortaron los brazos y sus miembros privados, y, después de haberlo arrastrado tres días por las calles, lo colgaron por los pies fuera de la ciudad. Después de él mataron a muchas personas grandes y honorables que eran protestantes, como el Conde de la Rochfoucault, Telinius, yerno del almirante, Antonio, Clarimontus, el marqués de Ravely, Lewes Bussius, Bandineus, Pluvialius, Burneius, etc., y, lanzándose contra el común del pueblo, continuaron durante muchos días esta matanza; durante los primeros días mataron a diez mil de todo rango y condición. Los cuerpos fueron echados a los ríos, y la sangre corría como arroyos por las calles, y el río parecía ser de sangre. Tan furiosa era aquella ira infernal que dieron muerte a todos los papistas que eran considerados como no muy adictos a su diabólica religión. Desde París, la destrucción se extendió a todos los rincones del reino.
En Orleans fueron muertos mil hombres, mujeres y niños; y seis mil en Rouen. En Meldith doscientos fueron encarcelados, y más tarde sacados uno por uno y cruelmente asesinados. En Lyon se dio muerte a ochocientos. Aquí, niños colgados del cuello de sus padres, y padres abrazando afectuosos a sus hijos, fueron alimento de las espadas y de las sanguinarias mentes de aquellos que se llaman a sí mismos la Iglesia Católica. Aquí trescientos fueron asesinados en la casa del obispo, y los impíos monjes no querían consentir que fueran enterrados. En Augustobona, al enterarse la gente de la matanza en París, cerraron las puertas para que ningún protestante pudiera escapar, y buscando diligentemente a cada miembro de la Iglesia reformada, los encarcelaron y dieron muerte de la más bárbara manera. Estas mismas crueldades tuvieron lugar en Avaricum, Troys, Toulouse, Rouen y en muchos otros lugares, yendo de ciudad en ciudad, villas y pueblos, por todo el reino.
Como corroboración de esta horrorosa carnicería, citamos la siguiente apropiada e interesante narración, escrita por un católico-romano sensible y erudito:
“Las nupcias del joven rey de Navarra (nos dice este autor) con la hermana del rey de Francia fueron solemnizadas con gran pompa; y todas las expresiones de afecto, todas las protestas de amistad y todos los juramentos sagrados entre los hombres fueron profusamente prodigados por Catalina, la reina madre, y por el rey; durante todo esto, el resto de la corte no pensó en nada más que en festejos, teatro, y bailes de máscaras. Al final, a las doce de la medianoche, la víspera de San Bartolomé, se dio la señal. De inmediato, las casas de los protestantes fueron forzadas a una. El almirante Coligny, alarmado por la conmoción, saltó de la cama, cuando un grupo de asesinos se precipitó en su dormitorio. Iban encabezados por un tal Besme, que había sido criado en el seno de la familia de los Guisas. Este miserable traspasó con su espada el pecho del almirante, y también le dio un corte en la cara. Besme era alemán, y siendo después tomado por los protestantes, los de La Rochela lo hubieran querido meter en la ciudad para colgarlo y despedazarlo; pero fue muerto por un tal Bretanville. Enrique, el joven duque de Guisa, que después constituyó la liga católica, y que fue asesinado en Blois, se estuvo de pie a la puerta hasta que concluyó la horrenda carnicería, y gritó: «¡Besme! ¿Ya está?» Después de esto, aquellos rufianes arrojaron el cuerpo por la ventana, y Goligny espiró a los pies del de Guisa”
El conde de Teligny también cayó víctima. Se había casado, hacía unos diez meses, con la hija de Coligny. Su rostro era tan hermoso que los rufianes, cuando se adelantaron para matarlo, se sintieron llenos de compasión; pero otros, más bárbaros, se precipitaron adelante y lo asesinaron.
Mientras tanto, todos los amigos de Coligny fueron asesinados por todo París; hombres, mujeres y niños eran asesinados de manera indistinta y todas las calles estaban llenas de cuerpos agonizantes. Algunos sacerdotes, sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a no perdonar ni a parientes ni a amigos.
Tavannes, mariscal de Francia, un soldado ignorante y supersticioso, que unía la furia de la religión a la ira de partido, se lanzó a caballo por las calles de París gritando a sus hombres: « ¡Que corra la sangre! ¡Que corra la sangre! Sangrar es tan sano en agosto como en mayo». En las memorias de la vida de este entusiasta, escritas por su hijo, se nos dice que el padre, en su lecho de muerte, y al hacer una confesión general de sus acciones, el sacerdote le dijo, sorprendido: « ¡Cómo! ¿Y ninguna mención de la matanza de San Bartolomé?», a lo que Tavannes contestó: «Esto lo considero una acción meritoria, que lavará todos mis pecados». ¡Qué horrendos sentimientos puede inspirar un falso espíritu de la religión!
El palacio del rey fue uno de los principales escenarios de la matanza. El rey de Navarra tenía su alojamiento en el Louvre, y todos sus criados eran protestantes. Muchos de estos fueron muertos en la cama junto con sus mujeres; otros, huyendo desnudos, fueron perseguidos por los soldados por las varias estancias de palacio, incluso hasta la antecámara del rey. La joven esposa de Enrique de Navarra, despertada por la terrible conmoción, temiendo por su marido y por su propia vida, arrebatada de horror, y medio muerta, saltó de su cama para echarse a los pies de su hermano el rey. Pero apenas si había abierto la puerta de su cámara cuando algunos de sus criados protestantes se precipitaron dentro buscando refugio. Los soldados siguieron de inmediato, persiguiéndolos delante de la princesa y matando a uno que se lanzó debajo de su cama. Otros dos, heridos con alabardas, cayeron a los pies de la reina, que quedó cubierta de sangre.
El conde de la Rochefoucault, un joven noble, en gran favor del rey por su aire atractivo, su cortesía y una cierta dicha peculiar en el giro de su conversación, había pasado la velada hasta las once con el monarca, en una placentera familiaridad, y había estado dando rienda suelta, con el mayor humor, a las salidas de su imaginación. El monarca sintió un cierto remordimiento, y tocado por una especie de compasión, le invitó, dos o tres veces, a que no fuera a casa, sino que se quedara en el Louvre. El conde le dijo que debía volver con su mujer, y entonces el rey ya no le apremió más, sino que se dijo: « ¡Que vaya! Veo que Dios ha decretado su muerte! » Dos horas después era asesinado.
Muy pocos de los protestantes escaparon de la furia de sus fanáticos perseguidores. Entre ellos estaba el joven La Force (después el famoso maríscal de La Force), un niño de unos diez años de edad, cuya liberación fue sumamente notable. Su padre, su hermano mayor y él mismo fueron apresados por los soldados del Duque de Anjou. Estos asesinos se lanzaron sobre los tres, golpeándolos a capricho, con lo que cayeron uno sobre otro. El más pequeño no recibió un solo golpe, sino que, aparentando que estaba muerto, escapó al siguiente día; su vida, preservada de esta manera maravillosa, duró ochenta y cinco años.
Muchas de las pobres víctimas huyeron hacia la ribera, y algunos nadaron para pasar el Sena y dirigirse a los suburbios de St. Germaine. El rey los vio desde su ventana, que dominaba el río, y se dedicó a disparar contra ellos con una carabina que le cargaba para esto uno de sus pajes. Mientras tanto la reina madre, imperturbable y serena en medio de la matanza, mirando desde un balcón animaba a los asesinos y se reía ante los gemidos de los agonizantes. Esta bárbara reina estaba animada de una agitada ambición, y perpetuamente cambiaba de partido a fin de saciarla.
Poco tiempo después de estos horrendos sucesos, la corte francesa trató de paliarlos mediante formas legales. Pretendieron justificar la matanza mediante una calumnia, acusando al almirante de conspiración, lo que nadie creyó. El parlamento recibió órdenes de actuar contra la memoria de Coligny, y su cadáver fue colgado con cadenas en unas horcas de Montfaucon. El mismo rey fue a contemplar aquel insólito espectáculo. Entonces uno de sus cortesanos fue a aconsejarle que se retirara, haciéndole notar el hedor del cadáver, a lo que el rey replicó: «Un enemigo muerto huele bien». Las masacres del día de San Bartolomé están pintadas en el salón real del Vaticano en Roma, con la siguiente inscripción: Pontifex, Coligny necem probat, esto es: «El Papa aprueba la muerte de Coligny».
El joven rey de Navarra fue eximido por cuestión política y no por piedad de la reina madre, manteniéndolo prisionero hasta la muerte del rey, a fin de que fuera seguridad y prenda de la sumisión de aquellos protestantes que pudieron huir.
Esta horrorosa carnicería no se limitó meramente a la ciudad de París. Ordenes semejantes fueron enviadas desde la corte a los gobernadores de todas las provincias en Francia, ¡de manera que al cabo de una semana unos cien mil protestantes fueron despedazados en diferentes partes del reino! Sólo dos o tres gobernadores rehusaron obedecer las órdenes del rey. Uno de estos, llamado Montmorrin, gobernador de Auvernia, escribió al rey la siguiente carta, que merece ser transmitida a la más lejana posteridad:
“SEÑOR: He recibido una orden, con el sello de vuestra majestad, de dar muerte a todos los protestantes en mi provincia. Tengo demasiado respeto por vuestra majestad para no creer que la carta sea un fraude; pero si la orden (Dios no lo quiera) fuera genuina, tengo demasiado respeto por vuestra majestad para obedecerla.”
En Roma hubo un horrendo gozo, tan grande que señalaron un día de festejos, y un jubileo, ¡con una gran indulgencia para todos los que lo guardaran y mostraran toda expresión de júbilo que pudieran imaginar! Y el hombre que dio la primera noticia recibió 1000 coronas del cardenal de Lorena por su impío mensaje. El rey también ordenó que el día fuera conmemorado con toda demostración de gozo, habiendo llegado a la conclusión de que toda la raza de los Hugonotes estaba extinta.
Muchos de los que dieron grandes cantidades de dinero como rescate fueron de inmediato muertos; y varias ciudades que recibieron la promesa del rey de protección y seguridad, fueron objeto de una matanza general tan pronto como se entregaron, en base de esta promesa, a sus generales o capitanes.
En Burdeos, por instigación de un malvado monje, que solía apremiar a los papistas a la matanza en sus sermones, doscientas sesenta y cuatro personas fueron cruelmente muertas; algunos de ellos eran senadores. Otro de la misma piadosa fraternidad causó una matanza similar en Agendicum, en Maine, donde el populacho, por la satánica sugerencia de los santos inquisidores, se lanzaron contra los protestantes, matándolos, saqueando sus casas, y derribando su iglesia.
El duque de Guisa, entrando en Blois, permitió que sus soldados se lanzaran al saqueo, y que mataran o ahogaran a todos los protestantes que pudieran encontrar. En esto no perdonaron ni edad ni sexo; violando a las mujeres, luego las asesinaban; de ahí se dirigió a Mere, y cometió las mismas atrocidades durante muchos días. Aquí encontraron a un ministro llamado Cassebonio, y lo arrojaron al río.
En Anjou mataron a un ministro llamado Albiacus; muchas mujeres fueron también violadas y asesinadas allí; entre ellas había dos hermanas que fueron violadas delante de su padre, a quien los asesinos ataron a una pared para que las viera, y luego les dieron muerte a ellas y a él.
El gobernador de Turín, después de haber dado una enorme cantidad de dinero por su vida, fue cruelmente golpeado con garrotes, desnudado de sus ropas, y colgado de los pies, con su cabeza y torso en el río; antes que muriera le abrieron el vientre, le arrancaron las entrañas, y las arrojaron al río; luego llevaron su corazón por la ciudad clavado en una lanza.
En Barre se comportaron con gran crueldad, incluso con los niños pequeños, a los que abrían en canal, arrancando sus entrañas, las que, por el furor que llevaban, mordían con sus dientes. Los que habían huido al castillo fueron casi colgados cuando se rindieron. Así lo hicieron en la ciudad de Matiscon, considerando como un juego cortarles los brazos y las piernas y luego matarlos; como entretenimiento para sus visitantes, a menudo arrojaban a los protestantes desde un risco alto al río, diciendo: «¿No has visto nunca a alguien saltar tan bien?»
En Penna, trescientos fueron degollados inhumanamente, tras haberles prometido seguridad; y cuarenta y cinco en Albia, un domingo. En Nome, aunque se rindió bajo la condición de que se les ofreciera seguridad, se vieron los más horrendos espectáculos. Personas de ambos sexos y de toda condición fueron asesinados indiscriminadamente-, las calles resonaban con clamores de dolor, y la sangre corría; las casas encendidas por el fuego que los soldados habían arrojado dentro. Una mujer, sacada a rastras de su escondrijo junto con su marido, fue primero violada por los brutales soldados, y luego, con una espada que le mandaron sostener, la forzaron con sus propias manos en las entrañas de su marido.
En Samarobridge asesinaron más de cien protestantes, después de prometerles paz; en Antisidor dieron muerte a cien, y arrojaron a muchos al río. Cien que habían sido encarcelados en Orleans fueron muertos por la enfurecida multitud.
Los protestantes de La Rochela, aquellos que habían podido escapar milagrosamente a la furia del infierno y se habían refugiado allá, viendo lo mal que les había ido a los que se habían sometido a aquellos demonios que se pretendían santos, se mantuvieron firmes por sus vidas; y algunas otras ciudades, alentadas por este gesto, los imitaron. El rey envió contra La Rochela casi todo el poder de Francia, que la asedió durante siete meses; y aunque por sus asaltos hicieron bien poco contra sus habitantes, por el hambre destruyeron a dieciocho mil de veintidós mil. Los muertos, demasiado numerosos para que los vivos los sepultaran, fueron pasto de las alimañas y de las aves carnívoras. Muchos llevaban sus propios ataúdes al patio de la iglesia, yacían en ellos, y expiraban. Su dieta había sido durante mucho tiempo aquello que hace temblar las mentes de los que tienen abundancia: hasta carne humana, entrañas, estiércol, y las cosas más inmundas, llegaron a ser finalmente el único alimento de aquellos campeones de aquella verdad y libertad de la que el mundo no era digno. Ante cada ataque los asaltantes se encontraban con una reacción tan denodada que dejaron a ciento treinta y dos capitanes, con un número proporcionado de tropas, tendidos en el campo. Finalmente, el sitio fue levantado por petición del duque de Anjou, hermano del rey, que fue proclamado rey de Polonia, y el rey, cansado, accedió fácilmente, con lo que se les concedieron condiciones honrosas. Fue una notable interferencia de la Providencia que, en toda esta terrible matanza, sólo dos ministros del Evangelio cayeron.
Los trágicos sufrimientos de los protestantes son demasiado numerosos para detallarlos; pero el trato dado a Felipe de Deux dará una idea del resto. Después que los desalmados hubieran dado muerte al mártir en su cama, fueron a su mujer, que estaba asistida por una comadrona, esperando dar a luz en cualquier momento. La comadrona les rogó que detuvieran sus intenciones asesinas, al menos hasta que el niño, su vigésimo, naciera. A pesar de esto, hundieron una daga hasta la empuñadura en el cuerpo de la pobre mujer. Ansiosa por dar a luz, corrió a un campo de trigo; pero hasta allá la persiguieron, la apuñalaron en el vientre, y luego la echaron a la calle. Por su caída, el niño salió de su madre moribunda, que tomado por uno de los rufianes católicos, apuñaló al recién nacido, arrojándolo luego al río”
Hubo grandes regocijos en Roma. El Papa, Gregorio XIII, reaccionó inmediatamente ante este Holocausto Católico: envió a París a un cardenal con las felicitaciones del Papa y de los cardenales para el rey y la reina madre. El Papa y su colegio de cardenales fueron en solemne procesión a la Iglesia de San Marcos, y se cantó el Te Deum en hacimiento de gracias. Pronunció un discurso lleno de halagos, y exaltó al Rey de Francia, Carlos IX, quien “también ha exhibido ante nuestro más Santo Maestro y toda su asamblea las virtudes más espléndidas que pueden brillar en el ejercicio del poder.” El Papa mandó a hacer un mural en hogar de la gran ocasión; ordenó disparos al aire en honor de Carlos; mandó a hacer un sello conmemorativo; y en una horrible blasfemia ordenó un Te Deum especial cantado. Menos de dos años más tarde, a la edad de 24 años, el Rey Carlos murió con extremo dolor con la sangre brotándole de los poros. Sus últimas palabras fueron súplicas a Dios pidiendo perdón por los asesinatos.
El gran historiador del Catolicismo Romano del siglo 19, John Emerich Edward Dalberg, mejor conocido como Lord Acton escribió:
“La historia es mucho más abominable de lo que todos creíamos... El crimen de S. B. (San Bartolomé) es el más grande de los tiempos modernos. Fue cometido con base en principios profesados por Roma. Fue aprobado, sancionado y alabado por el papado. La Santa Sede se salió del camino para expresarle al mundo, por medio de actos solemnes y permanentes, cuán completamente admiraba a un rey que mataba a sus súbditos de manera tan traicionera, porque eran Protestantes. Por proclamar por siempre que, debido a que un hombre es Protestante, es una acción piadosa cortarle la garganta en la noche...” “El papado se las arregló para cometer asesinatos y masacres a escala mayor y también más cruel e inhumana. Fueron no solo asesinos sistemáticos, sino que hicieron del principio del asesinato una ley de la Iglesia Cristiana y una condición de la salvación... [El papado] es el amigo que se oculta, tratando de pasar desapercibido, detrás del Crucifijo.”
[I]"Francia estaba a un pelo de hacerse realmente protestante; pero la noche de San Bartolomé de 1572 Francia asesinó al protestantismo" [/I](Tomás Carlyle).
“A despecho de la persecución, los adherentes a la nueva fe aumentaban de un modo maravilloso. Muchos de los sacerdotes y monjes se habían convertido a las doctrinas evangélicas. Las enseñaban secreta o abiertamente; y podían exhibir en forma efectiva las corrupciones de la iglesia porque las conocían desde adentro. A través de los arrets de los parlamentos vemos que continuamente se censuraba a los maestros de escuelas por disuadir a sus alumnos de ir a misa, y por corromper a los jóvenes al instruirlos en “las falsas y perniciosas doctrinas de Ginebra". Muchos colegios eran considerados como focos reformistas: Angers, Bourges, Fontenay, La Rochela, Loudun, Niort, Nimes y Poitiers. El mismo teatro llegó a ser agente de reforma cuando la corrupción de la iglesia y la moral del clero eran atacadas en obras populares. Los refugiados en Estrasburgo, Ginebra y Lausana no ahorraban esfuerzos por esparcir las doctrinas evangélicas a sus compatriotas. Ardorosos jóvenes, preparados en el exterior, no vacilaban en arriesgar sus vidas al introducirse en Francia y recorrerla a lo ancho y a lo largo en son de calma propaganda evangélica. Se reunían con los convertidos y con interesados en suburbios solitarios, sótanos de las casas, caminos, junto a los ríos. Los archivos de la policía eclesiástica nos permiten seguir la expansión de la Reforma por los caminos y las vías fluviales de Francia. Para eludir la vigilancia, los misioneros solían cambiar de nombre. Algunos, con un coraje que superaba al de sus colegas, no vacilaban en visitar las ciudades y predicar casi públicamente al pueblo. No menos efectiva era la propaganda efectuada por los colportores. Por lo general se trataba de jóvenes adiestrados en Ginebra o Estrasburgo. Llevaban los libros en un paquete a sus espaldas y los pregonaban describiendo su contenido y pronunciando breves sermones.
Así se extendía la fe evangélica, y, antes de la muerte de Francisco I, con la única excepción de Bretaña, no había región de Francia donde no hubiera protestantes secretos, y en muchos distritos eran legión” (Tomas Lindsay. La reforma y su desarrollo social)
Pero con todo esto, la intolerancia de los romanistas en Francia hacía que la persecución y abuso continuara cada vez más.
El 25 de Julio de 1561 se realizó el Sínodo de Poissy, Francia. Este Sínodo fue convocado por el Rey para establecer algún acercamiento entre Hugonotes (Reformados-Calvinistas) y católicos romanos. A dicho coloquio asistió una numerosa delegación protestante, ya que estaba particularmente interesada en terminar con la intolerancia religiosa y las hostilidades de la Iglesia Católica Romana.
Después de varios meses de acaloradas discusiones entre católicos y hugonotes (reformados), se llegó a la conclusión que era imposible un acercamiento entre ambos partidos religiosos.
De este Coloquio de Poissy surgió el edicto del 17 enero 1562. En este edicto se dispuso “que los protestantes debieran entregar todas las iglesias y edificios eclesiásticos que habían tomado, y se les prohibió reunirse para el culto público, dentro o fuera de edificios, en el interior de los muros de cualquier ciudad.
Por otro lado, tendrían el derecho de reunirse para el culto público en cualquier lugar fuera de las ciudades amuralladas, y no se prohibían las reuniones privadas en el interior de ellas. Así, por primera vez se acordaba reconocimiento legal a los protestantes de Francia, con derecho a adorar según su conciencia… "Si la libertad que se nos promete en el edicto perdura", escribía Calvino, "el papado caerá por sí solo." Después de un año, los hugonotes de Francia se veían libres de persecución y en posesión de una relativa libertad de adoración pública.
El edicto del 17 enero 1562 había exasperado a los romanistas sin satisfacer al grueso de los protestantes. El número siempre creciente de congregaciones reformadas y su no muy estricta observancia de las limitaciones del edicto, dieron origen a disturbios en muchas partes del país. Todo parecía tender hacia la guerra civil. La chispa que inició el incendio fue la masacre de Vassy”. (Tomás M. Lindsay)
La masacre de Vassy tuvo lugar el 11 de Marzo de 1562, era domingo y unos soldados comandados por el duque de Guisa fueron a detener un culto reformado que se estaba llevando a cabo en un granero. Los protestantes no quisieron abrir a los soldados y estos forzaron las puertas. El granero fue invadido, los protestantes fusilados, y antes de que el duque ordenara el cese del fuego, de los 600 ó 700 adoradores, 63 habían sido muertos y más de 100 heridos.
“Las nuevas de la matanza se esparcieron rápidamente; exasperaban a los hugonotes mientras los romanistas la saludaban como una victoria.
El ejemplo de la masacre de Vassy fue seguido en muchos lugares en que los romanistas estaban en mayoría. En París, Sens, Ruan y otras localidades, hubo ataques contra los protestantes y no pocos de éstos fueron muertos. En Tolosa los protestantes se encerraron en el Capitolio y fueron sitiados por los romanistas. Finalmente se rindieron confiando en la promesa de que se les dejaría salir de la ciudad. La promesa fue violada, y tres mil hombres, mujeres y niños fueron muertos a sangre fría. Esta matanza, tan traidoramente ejecutada, fue celebrada por los católicos romanos…
Estas masacres provocaron represalias. Los hugonotes irrumpieron en iglesias romanistas, derribaron las imágenes y destruyeron altares y reliquias” (Tomás M. Lindsay)
Con la masacre de vassy se desataron “las guerras de religión”, donde por cerca de diez años hugonotes (protestantes) y romanistas desarrollaron los más crueles enfrentamientos bélicos.
Después de estas infructuosas guerras se convino a un armisticio. El 8 de agosto de 1570 se decretó el edicto de Saint Germain que establecía para los hugonotes libertad de conciencia, libertad de adorar públicamente, y se les concedió, a título de garantía, cuatro ciudades poderosamente fortificadas: La Rochela, Montauban, Cognac y La Charité.
Pero las intrigas y traiciones de los católicos romanos no se detuvieron. Dos años más tarde, un 24 DE AGOSTO DE 1572 se realizó una de las campañas de exterminio religioso más atroces que ha visto la humanidad.
Una semana antes de la masacre, el 18 de agosto de 1572, había sido celebrado el matrimonio entre Margarita, la hermana del Rey de Francia, Carlos IX, y el Príncipe calvinista Enrique de Navarra, un hugonote sincero.
Para celebrar este matrimonio llegaron a Paris líderes hugonotes de toda Francia, nobles, científicos, oficiales, médicos, intelectuales, burgueses etc. Todos ellos comandados por Coligny, Almirante de Francia, estadista por excelencia y líder de los hugonotes.
La madre del Rey de Francia, Catalina de Médicis, ardiente romanista e implemento complaciente del Papa, había planificado asesinar a Coligny la noche del 22 de Agosto. Su plan fracasó, el Almirante Coligny sólo quedó herido.
Pero dos días después, el 24 de Agosto, Catalina de Médicis dio una orden final de exterminio y esa nefasta noche pudieron asesinar no solamente a Coligny, sino que pasaron a cuchillo a miles de hugonotes.
El historiador reformado, John Fox, nos relata algunos escalofriantes episodios:
“Los soldados fueron dispuestos para que al darse cierta señal se lanzaran en el acto a efectuar la matanza por diversas partes de la ciudad. Cuando hubieron dado muerte al almirante, lo echaron por una ventana a la calle, donde le cortaron la cabeza, que fue enviada al Papa. Los salvajes papistas, todavía enfurecidos contra él, le cortaron los brazos y sus miembros privados, y, después de haberlo arrastrado tres días por las calles, lo colgaron por los pies fuera de la ciudad. Después de él mataron a muchas personas grandes y honorables que eran protestantes, como el Conde de la Rochfoucault, Telinius, yerno del almirante, Antonio, Clarimontus, el marqués de Ravely, Lewes Bussius, Bandineus, Pluvialius, Burneius, etc., y, lanzándose contra el común del pueblo, continuaron durante muchos días esta matanza; durante los primeros días mataron a diez mil de todo rango y condición. Los cuerpos fueron echados a los ríos, y la sangre corría como arroyos por las calles, y el río parecía ser de sangre. Tan furiosa era aquella ira infernal que dieron muerte a todos los papistas que eran considerados como no muy adictos a su diabólica religión. Desde París, la destrucción se extendió a todos los rincones del reino.
En Orleans fueron muertos mil hombres, mujeres y niños; y seis mil en Rouen. En Meldith doscientos fueron encarcelados, y más tarde sacados uno por uno y cruelmente asesinados. En Lyon se dio muerte a ochocientos. Aquí, niños colgados del cuello de sus padres, y padres abrazando afectuosos a sus hijos, fueron alimento de las espadas y de las sanguinarias mentes de aquellos que se llaman a sí mismos la Iglesia Católica. Aquí trescientos fueron asesinados en la casa del obispo, y los impíos monjes no querían consentir que fueran enterrados. En Augustobona, al enterarse la gente de la matanza en París, cerraron las puertas para que ningún protestante pudiera escapar, y buscando diligentemente a cada miembro de la Iglesia reformada, los encarcelaron y dieron muerte de la más bárbara manera. Estas mismas crueldades tuvieron lugar en Avaricum, Troys, Toulouse, Rouen y en muchos otros lugares, yendo de ciudad en ciudad, villas y pueblos, por todo el reino.
Como corroboración de esta horrorosa carnicería, citamos la siguiente apropiada e interesante narración, escrita por un católico-romano sensible y erudito:
“Las nupcias del joven rey de Navarra (nos dice este autor) con la hermana del rey de Francia fueron solemnizadas con gran pompa; y todas las expresiones de afecto, todas las protestas de amistad y todos los juramentos sagrados entre los hombres fueron profusamente prodigados por Catalina, la reina madre, y por el rey; durante todo esto, el resto de la corte no pensó en nada más que en festejos, teatro, y bailes de máscaras. Al final, a las doce de la medianoche, la víspera de San Bartolomé, se dio la señal. De inmediato, las casas de los protestantes fueron forzadas a una. El almirante Coligny, alarmado por la conmoción, saltó de la cama, cuando un grupo de asesinos se precipitó en su dormitorio. Iban encabezados por un tal Besme, que había sido criado en el seno de la familia de los Guisas. Este miserable traspasó con su espada el pecho del almirante, y también le dio un corte en la cara. Besme era alemán, y siendo después tomado por los protestantes, los de La Rochela lo hubieran querido meter en la ciudad para colgarlo y despedazarlo; pero fue muerto por un tal Bretanville. Enrique, el joven duque de Guisa, que después constituyó la liga católica, y que fue asesinado en Blois, se estuvo de pie a la puerta hasta que concluyó la horrenda carnicería, y gritó: «¡Besme! ¿Ya está?» Después de esto, aquellos rufianes arrojaron el cuerpo por la ventana, y Goligny espiró a los pies del de Guisa”
El conde de Teligny también cayó víctima. Se había casado, hacía unos diez meses, con la hija de Coligny. Su rostro era tan hermoso que los rufianes, cuando se adelantaron para matarlo, se sintieron llenos de compasión; pero otros, más bárbaros, se precipitaron adelante y lo asesinaron.
Mientras tanto, todos los amigos de Coligny fueron asesinados por todo París; hombres, mujeres y niños eran asesinados de manera indistinta y todas las calles estaban llenas de cuerpos agonizantes. Algunos sacerdotes, sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a no perdonar ni a parientes ni a amigos.
Tavannes, mariscal de Francia, un soldado ignorante y supersticioso, que unía la furia de la religión a la ira de partido, se lanzó a caballo por las calles de París gritando a sus hombres: « ¡Que corra la sangre! ¡Que corra la sangre! Sangrar es tan sano en agosto como en mayo». En las memorias de la vida de este entusiasta, escritas por su hijo, se nos dice que el padre, en su lecho de muerte, y al hacer una confesión general de sus acciones, el sacerdote le dijo, sorprendido: « ¡Cómo! ¿Y ninguna mención de la matanza de San Bartolomé?», a lo que Tavannes contestó: «Esto lo considero una acción meritoria, que lavará todos mis pecados». ¡Qué horrendos sentimientos puede inspirar un falso espíritu de la religión!
El palacio del rey fue uno de los principales escenarios de la matanza. El rey de Navarra tenía su alojamiento en el Louvre, y todos sus criados eran protestantes. Muchos de estos fueron muertos en la cama junto con sus mujeres; otros, huyendo desnudos, fueron perseguidos por los soldados por las varias estancias de palacio, incluso hasta la antecámara del rey. La joven esposa de Enrique de Navarra, despertada por la terrible conmoción, temiendo por su marido y por su propia vida, arrebatada de horror, y medio muerta, saltó de su cama para echarse a los pies de su hermano el rey. Pero apenas si había abierto la puerta de su cámara cuando algunos de sus criados protestantes se precipitaron dentro buscando refugio. Los soldados siguieron de inmediato, persiguiéndolos delante de la princesa y matando a uno que se lanzó debajo de su cama. Otros dos, heridos con alabardas, cayeron a los pies de la reina, que quedó cubierta de sangre.
El conde de la Rochefoucault, un joven noble, en gran favor del rey por su aire atractivo, su cortesía y una cierta dicha peculiar en el giro de su conversación, había pasado la velada hasta las once con el monarca, en una placentera familiaridad, y había estado dando rienda suelta, con el mayor humor, a las salidas de su imaginación. El monarca sintió un cierto remordimiento, y tocado por una especie de compasión, le invitó, dos o tres veces, a que no fuera a casa, sino que se quedara en el Louvre. El conde le dijo que debía volver con su mujer, y entonces el rey ya no le apremió más, sino que se dijo: « ¡Que vaya! Veo que Dios ha decretado su muerte! » Dos horas después era asesinado.
Muy pocos de los protestantes escaparon de la furia de sus fanáticos perseguidores. Entre ellos estaba el joven La Force (después el famoso maríscal de La Force), un niño de unos diez años de edad, cuya liberación fue sumamente notable. Su padre, su hermano mayor y él mismo fueron apresados por los soldados del Duque de Anjou. Estos asesinos se lanzaron sobre los tres, golpeándolos a capricho, con lo que cayeron uno sobre otro. El más pequeño no recibió un solo golpe, sino que, aparentando que estaba muerto, escapó al siguiente día; su vida, preservada de esta manera maravillosa, duró ochenta y cinco años.
Muchas de las pobres víctimas huyeron hacia la ribera, y algunos nadaron para pasar el Sena y dirigirse a los suburbios de St. Germaine. El rey los vio desde su ventana, que dominaba el río, y se dedicó a disparar contra ellos con una carabina que le cargaba para esto uno de sus pajes. Mientras tanto la reina madre, imperturbable y serena en medio de la matanza, mirando desde un balcón animaba a los asesinos y se reía ante los gemidos de los agonizantes. Esta bárbara reina estaba animada de una agitada ambición, y perpetuamente cambiaba de partido a fin de saciarla.
Poco tiempo después de estos horrendos sucesos, la corte francesa trató de paliarlos mediante formas legales. Pretendieron justificar la matanza mediante una calumnia, acusando al almirante de conspiración, lo que nadie creyó. El parlamento recibió órdenes de actuar contra la memoria de Coligny, y su cadáver fue colgado con cadenas en unas horcas de Montfaucon. El mismo rey fue a contemplar aquel insólito espectáculo. Entonces uno de sus cortesanos fue a aconsejarle que se retirara, haciéndole notar el hedor del cadáver, a lo que el rey replicó: «Un enemigo muerto huele bien». Las masacres del día de San Bartolomé están pintadas en el salón real del Vaticano en Roma, con la siguiente inscripción: Pontifex, Coligny necem probat, esto es: «El Papa aprueba la muerte de Coligny».
El joven rey de Navarra fue eximido por cuestión política y no por piedad de la reina madre, manteniéndolo prisionero hasta la muerte del rey, a fin de que fuera seguridad y prenda de la sumisión de aquellos protestantes que pudieron huir.
Esta horrorosa carnicería no se limitó meramente a la ciudad de París. Ordenes semejantes fueron enviadas desde la corte a los gobernadores de todas las provincias en Francia, ¡de manera que al cabo de una semana unos cien mil protestantes fueron despedazados en diferentes partes del reino! Sólo dos o tres gobernadores rehusaron obedecer las órdenes del rey. Uno de estos, llamado Montmorrin, gobernador de Auvernia, escribió al rey la siguiente carta, que merece ser transmitida a la más lejana posteridad:
“SEÑOR: He recibido una orden, con el sello de vuestra majestad, de dar muerte a todos los protestantes en mi provincia. Tengo demasiado respeto por vuestra majestad para no creer que la carta sea un fraude; pero si la orden (Dios no lo quiera) fuera genuina, tengo demasiado respeto por vuestra majestad para obedecerla.”
En Roma hubo un horrendo gozo, tan grande que señalaron un día de festejos, y un jubileo, ¡con una gran indulgencia para todos los que lo guardaran y mostraran toda expresión de júbilo que pudieran imaginar! Y el hombre que dio la primera noticia recibió 1000 coronas del cardenal de Lorena por su impío mensaje. El rey también ordenó que el día fuera conmemorado con toda demostración de gozo, habiendo llegado a la conclusión de que toda la raza de los Hugonotes estaba extinta.
Muchos de los que dieron grandes cantidades de dinero como rescate fueron de inmediato muertos; y varias ciudades que recibieron la promesa del rey de protección y seguridad, fueron objeto de una matanza general tan pronto como se entregaron, en base de esta promesa, a sus generales o capitanes.
En Burdeos, por instigación de un malvado monje, que solía apremiar a los papistas a la matanza en sus sermones, doscientas sesenta y cuatro personas fueron cruelmente muertas; algunos de ellos eran senadores. Otro de la misma piadosa fraternidad causó una matanza similar en Agendicum, en Maine, donde el populacho, por la satánica sugerencia de los santos inquisidores, se lanzaron contra los protestantes, matándolos, saqueando sus casas, y derribando su iglesia.
El duque de Guisa, entrando en Blois, permitió que sus soldados se lanzaran al saqueo, y que mataran o ahogaran a todos los protestantes que pudieran encontrar. En esto no perdonaron ni edad ni sexo; violando a las mujeres, luego las asesinaban; de ahí se dirigió a Mere, y cometió las mismas atrocidades durante muchos días. Aquí encontraron a un ministro llamado Cassebonio, y lo arrojaron al río.
En Anjou mataron a un ministro llamado Albiacus; muchas mujeres fueron también violadas y asesinadas allí; entre ellas había dos hermanas que fueron violadas delante de su padre, a quien los asesinos ataron a una pared para que las viera, y luego les dieron muerte a ellas y a él.
El gobernador de Turín, después de haber dado una enorme cantidad de dinero por su vida, fue cruelmente golpeado con garrotes, desnudado de sus ropas, y colgado de los pies, con su cabeza y torso en el río; antes que muriera le abrieron el vientre, le arrancaron las entrañas, y las arrojaron al río; luego llevaron su corazón por la ciudad clavado en una lanza.
En Barre se comportaron con gran crueldad, incluso con los niños pequeños, a los que abrían en canal, arrancando sus entrañas, las que, por el furor que llevaban, mordían con sus dientes. Los que habían huido al castillo fueron casi colgados cuando se rindieron. Así lo hicieron en la ciudad de Matiscon, considerando como un juego cortarles los brazos y las piernas y luego matarlos; como entretenimiento para sus visitantes, a menudo arrojaban a los protestantes desde un risco alto al río, diciendo: «¿No has visto nunca a alguien saltar tan bien?»
En Penna, trescientos fueron degollados inhumanamente, tras haberles prometido seguridad; y cuarenta y cinco en Albia, un domingo. En Nome, aunque se rindió bajo la condición de que se les ofreciera seguridad, se vieron los más horrendos espectáculos. Personas de ambos sexos y de toda condición fueron asesinados indiscriminadamente-, las calles resonaban con clamores de dolor, y la sangre corría; las casas encendidas por el fuego que los soldados habían arrojado dentro. Una mujer, sacada a rastras de su escondrijo junto con su marido, fue primero violada por los brutales soldados, y luego, con una espada que le mandaron sostener, la forzaron con sus propias manos en las entrañas de su marido.
En Samarobridge asesinaron más de cien protestantes, después de prometerles paz; en Antisidor dieron muerte a cien, y arrojaron a muchos al río. Cien que habían sido encarcelados en Orleans fueron muertos por la enfurecida multitud.
Los protestantes de La Rochela, aquellos que habían podido escapar milagrosamente a la furia del infierno y se habían refugiado allá, viendo lo mal que les había ido a los que se habían sometido a aquellos demonios que se pretendían santos, se mantuvieron firmes por sus vidas; y algunas otras ciudades, alentadas por este gesto, los imitaron. El rey envió contra La Rochela casi todo el poder de Francia, que la asedió durante siete meses; y aunque por sus asaltos hicieron bien poco contra sus habitantes, por el hambre destruyeron a dieciocho mil de veintidós mil. Los muertos, demasiado numerosos para que los vivos los sepultaran, fueron pasto de las alimañas y de las aves carnívoras. Muchos llevaban sus propios ataúdes al patio de la iglesia, yacían en ellos, y expiraban. Su dieta había sido durante mucho tiempo aquello que hace temblar las mentes de los que tienen abundancia: hasta carne humana, entrañas, estiércol, y las cosas más inmundas, llegaron a ser finalmente el único alimento de aquellos campeones de aquella verdad y libertad de la que el mundo no era digno. Ante cada ataque los asaltantes se encontraban con una reacción tan denodada que dejaron a ciento treinta y dos capitanes, con un número proporcionado de tropas, tendidos en el campo. Finalmente, el sitio fue levantado por petición del duque de Anjou, hermano del rey, que fue proclamado rey de Polonia, y el rey, cansado, accedió fácilmente, con lo que se les concedieron condiciones honrosas. Fue una notable interferencia de la Providencia que, en toda esta terrible matanza, sólo dos ministros del Evangelio cayeron.
Los trágicos sufrimientos de los protestantes son demasiado numerosos para detallarlos; pero el trato dado a Felipe de Deux dará una idea del resto. Después que los desalmados hubieran dado muerte al mártir en su cama, fueron a su mujer, que estaba asistida por una comadrona, esperando dar a luz en cualquier momento. La comadrona les rogó que detuvieran sus intenciones asesinas, al menos hasta que el niño, su vigésimo, naciera. A pesar de esto, hundieron una daga hasta la empuñadura en el cuerpo de la pobre mujer. Ansiosa por dar a luz, corrió a un campo de trigo; pero hasta allá la persiguieron, la apuñalaron en el vientre, y luego la echaron a la calle. Por su caída, el niño salió de su madre moribunda, que tomado por uno de los rufianes católicos, apuñaló al recién nacido, arrojándolo luego al río”
Hubo grandes regocijos en Roma. El Papa, Gregorio XIII, reaccionó inmediatamente ante este Holocausto Católico: envió a París a un cardenal con las felicitaciones del Papa y de los cardenales para el rey y la reina madre. El Papa y su colegio de cardenales fueron en solemne procesión a la Iglesia de San Marcos, y se cantó el Te Deum en hacimiento de gracias. Pronunció un discurso lleno de halagos, y exaltó al Rey de Francia, Carlos IX, quien “también ha exhibido ante nuestro más Santo Maestro y toda su asamblea las virtudes más espléndidas que pueden brillar en el ejercicio del poder.” El Papa mandó a hacer un mural en hogar de la gran ocasión; ordenó disparos al aire en honor de Carlos; mandó a hacer un sello conmemorativo; y en una horrible blasfemia ordenó un Te Deum especial cantado. Menos de dos años más tarde, a la edad de 24 años, el Rey Carlos murió con extremo dolor con la sangre brotándole de los poros. Sus últimas palabras fueron súplicas a Dios pidiendo perdón por los asesinatos.
El gran historiador del Catolicismo Romano del siglo 19, John Emerich Edward Dalberg, mejor conocido como Lord Acton escribió:
“La historia es mucho más abominable de lo que todos creíamos... El crimen de S. B. (San Bartolomé) es el más grande de los tiempos modernos. Fue cometido con base en principios profesados por Roma. Fue aprobado, sancionado y alabado por el papado. La Santa Sede se salió del camino para expresarle al mundo, por medio de actos solemnes y permanentes, cuán completamente admiraba a un rey que mataba a sus súbditos de manera tan traicionera, porque eran Protestantes. Por proclamar por siempre que, debido a que un hombre es Protestante, es una acción piadosa cortarle la garganta en la noche...” “El papado se las arregló para cometer asesinatos y masacres a escala mayor y también más cruel e inhumana. Fueron no solo asesinos sistemáticos, sino que hicieron del principio del asesinato una ley de la Iglesia Cristiana y una condición de la salvación... [El papado] es el amigo que se oculta, tratando de pasar desapercibido, detrás del Crucifijo.”