Hermana:
Debido a que tu inquietud me parece que es MUY IMPORTANTE EN TODO CRISTIANO QUE DESEE CONOCER LA VERDAD Y EVITAR SER ENGAñADO Y/O MANIPULADO por personas que buscan su propio interes (que las hay en todos las denominaciones religiosas), envió para todos los interesados un fragmento del libro llamado "Los profetas de Israel y su mensaje" del sacerdote jesuita Jose L. Sicre.
Al que le interese tener el libro completo me lo puede pedir por mi e-mail personal.
¿Qué es un profeta?
Para la mayoría de la gente, el profeta es un hombre que ¡predice! el futuro, una especie de adivino. Esta concepción tan difundida tiene dos fundamentos: uno, erróneo, de tipo etimológico; otro, parcialmente justificado, de carácter histórico. Prescindo del primero para no cansar al lector con cuestiones filológicas. En cuanto al segundo, no cabe duda de que ciertos relatos bíblicos presentan al profeta como un hombre capacitado para conocer cosas ocultas y adivinar el futuro: Samuel puede encontrar las asnas que se le han perdido al padre de Saúl (1 Sam 9, 6-7.20); Ajías, ya ciego, sabe que la mujer que acude a visitarlo disfrazada es la esposa del rey Jeroboán, y predice el futuro de su hijo enfermo (1 Re 14, 1-16); Elías presiente la pronta muerte de Ocozías (2 Re 1, 16-17); Eliseo sabe que su criado, Guejazí, ha aceptado ocultamente dinero del ministro sirio Naamán (2 Re 5, 20-27), sabe dónde está el campamento arameo (2 Re 6, 8s), que el rey ha decidido matarlo (2 Re 6, 30s), etc. Incluso en tiempos del Nuevo Testamento seguía en vigor esta idea, como lo demuestra el diálogo entre Jesús y la samaritana; cuando él le dice que ha tenido cinco maridos, y que el actual no es el suyo, la mujer reacciona espontáneamente: ¡Señor, veo que eres un profeta!. Y en la novela de José y Asenet, escrita probablemente en el siglo I, se dice: ¡Leví advirtió el propósito de Simeón, pues era profeta y veía con anterioridad todo lo que iba a suceder! (23, 8); cf. Apócrifos del Antiguo Testamento III (Ed. Cristiandad, Madrid 1982) 189-238, cita en p. 231.
Esta mentalidad se encuentra también difundida en ambientes cultos. El autor del Eclesiástico escribe a propósito de Isaías: ¡Con espíritu poderoso previó el futuro y consoló a los afligidos de Sión; anunció el futuro hasta el final y los secretos antes de que sucediesen! (48, 24-25). Y el gran historiador judío del siglo I, Flavio Josefo, hablando de Juan Hircano dice que poseyó las tres cosas que hacen más felices: la realeza, el sacerdocio y la profecía. Este último don lo explica del modo siguiente: ¡Efectivamente, la divinidad tenía tanta familiaridad con él que no ignoraba ninguna de las cosas futuras; incluso previó y profetizó que sus dos hijos mayores permanecerían al frente del gobierno! (Guerra judía, 1, 2, 8).
Se trata, pues, de una concepción muy divulgada, con cierto fundamento, pero que debemos superar. Los ejemplos citados de Samuel, Ajías, Elías, Eliseo, nos sitúan en la primera época del profetismo israelí, anterior al siglo VIII a.C. Leyendo los libros de Amós, Isaías, Oseas, Jeremías, etc., advertimos que el profeta no es un adivino, sino un hombre llamado por Dios para transmitir su palabra, para orientar a sus contemporáneos e indicarles el camino recto. A finales del siglo VI a.C., Zacarías sintetizaba la predicación de sus predecesores con esta exigencia: ¡Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas acciones! (1,4). Esta exhortación a convertirse va acompañada con frecuencia de referencias al futuro, prediciendo el castigo o prometiendo la salvación. En determinados momentos, los profetas son conscientes de revelar cosas ocultas. Pero su misión principal es iluminar el presente, con todos sus problemas concretos: injusticias sociales, política interior y exterior, corrupción religiosa, desesperanza y excepticismo.
En el Antiguo Testamento aparecen como profetas personajes muy distintos. Esto ha sido objeto de diversos estudios sobre la ¡sociología del movimiento profético!. Pero, en líneas generales, los rasgos más llamativos de la personalidad profética me parecen los siguientes:
a) El profeta es un hombre inspirado, en el sentido más estricto de la palabra. Nadie en Israel tuvo una conciencia tan clara de que era Dios quien le hablaba y de ser portavoz del Señor como el profeta. Y esta inspiración le viene de un contacto personal con él, que comienza en el momento de la vocación. Por eso, cuando habla o escribe, el profeta no acude a archivos y documentos, como los historiadores; tampoco se basa generalmente en la experiencia humana general, como los sabios de Israel. Su único punto de apoyo, su fuerza y su debilidad, es la palabra que el Señor le comunica personalmente, cuando quiere, sin que él pueda negarse a proclamarla. Palabra que a veces se asemeja al rugido del león, como indica Amós (1, 2), y en ocasiones es ¡gozo y alegría íntima! (Jer 15, 16). Palabra con frecuencia imprevista e inmediata, pero que en momentos cruciales se retrasa (Jer 42, 1-7). Palabra dura y exigente en muchos casos, pero que se convierte en ¡un fuego ardiente e incontenible encerrado en los huesos!, que es preciso seguir proclamando (Jer 20,9). Palabra de la que muchos desearían huir, como Jonás, pero que termina imponiéndose y triunfando. Este primer rasgo resulta desconcertante a muchas personas. Por eso volveré sobre él más tarde, cuando terminemos este breve esbozo del profeta.
b) El profeta es un hombre público. Su deber de transmitir la palabra de Dios lo pone en contacto con los demás. No puede retirarse a un lugar sosegado de estudio o reflexión, ni reducirse al limitado espacio del templo. Su lugar es la calle y la plaza pública, el sitio donde la gente se reúne, donde el mensaje es más necesario y la problemática más acuciante. El profeta se halla en contacto directo con el mundo que lo rodea: conoce las maquinaciones de los políticos, las intenciones del rey, el descontento de los campesinos pobres, el lujo de los poderosos, la despreocupación de muchos sacerdotes. Ningún sector le resulta indiferente, porque nada es indiferente para Dios.
c) El profeta es un hombre amenazado. En ocasiones sólo le ocurrirá lo que dice Dios a Ezequiel: ¡Acuden a ti en tropel y mi pueblo se sienta delante de ti; escuchan tus palabras, pero no las practican (...). Eres para ellos coplero de amoríos, de bonita voz y buen tañedor. Escuchan tus palabras, pero no las practican! (Ez 33,30-33). Es la amenaza del fracaso apostólico, de gastarse en una actitud que no encuentra respuesta en los oyentes. Pero esto es lo más suave que puede ocurrirle. A veces se enfrentan a situaciones más duras. A Oseas lo tachan de ¡loco! y ¡necio!; a Jeremías de traidor a la patria. Y se llega incluso a la persecución, la cárcel y la muerte. Elías debe huir del rey en muchas ocasiones; Miqueas ben Yimlá termina en la cárcel; Amós es expulsado del Reino Norte; Jeremías pasa en prisión varios meses de su vida; igual le ocurre a Jananí. Zacarías es apedreado en los atrios del templo (2 Cro 24, 17-22); Urías es acuchillado y tirado a la fosa común (Jer 26, 20-23). Esta persecución no es sólo de los reyes y de los poderosos; también intervienen en ella los sacerdotes y los falsos profetas. E incluso el pueblo se vuelve contra ellos, los crítica, desprecia y persigue. En el destino de los profetas queda prefigurado el de Jesús de Nazaret.
Silenciaríamos un detalle importante, si no dijésemos que la amenaza le viene también de Dios. Le cambia la orientación de su vida, lo arranca de su actividad normal, como le ocurre a Amós (7, 14s) o a Eliseo (1 Re 19, 19-21); le encomienda a veces un mensaje muy duro, casi inhumano, teniendo en cuenta la edad o las circunstancias en que se encuentra.
Aclararé este punto con dos ejemplos muy distintos. El primero, tomado de las tradiciones sobre Samuel, quizá tenga un fondo más legendario que histórico, pero ayuda a hacerse una idea de las tremendas exigencias de Dios:
"El niño Samuel oficiaba ante el Señor con Elí. La palabra del Señor era rara en aquel tiempo y no abundaban las visiones. Un día Elí estaba acostado en su habitación. Sus ojos empezaban a apagarse y no podía ver. Aún no se había apagado la lámpara de Dios, y Samuel estaba acostado en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó:
-Samuel, Samuel!
Y éste respondió:
-¡Aquí estoy!
Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo:
-Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Elí respondió:
-No te he llamado, vuelve a acostarte
Samuel fue a acostarse, y el Señor lo llamó otra vez. Samuel se levantó, fue a donde estaba Elí, y le dijo:
-Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Elí respondió:
-No te he llamado, hijo; vuelve a acostarte.
(Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la palabra del Señor).
El Señor volvió a llamar por tercera vez. Samuel fue a donde estaba Elí, y le dijo:
-Aquí estoy, vengo porque me has llamado.
Elí comprendió entonces que era el Señor quien llamaba al niño, y le dijo:
-Anda, acuéstate. Y si te llama alguien, dices: ¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!.
Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y lo llamó como antes:
-¡Samuel, Samuel!
Samuel respondió:
-Habla, Señor que tu siervo escucha" (1 Sam 3,1-10).
Este es el relato de la vocación de Samuel, conocido quizá por la mayoría de los lectores. Pero se olvida con frecuencia lo que sigue:
El Señor le dijo:
-Mira, voy a hacer una cosa en Israel, que a los que la oigan les retumbarán los oídos. Aquel día ejecutaré contra Elí y su familia todo lo que he anunciado sin que falte nada. Comunícale que condeno a su familia definitivamente, porque él sabía que sus hijos maldecían a Dios y no les reprendió. Por eso juro a la familia de Elí que jamás se expiará su pecado, ni con sacrificios ni con ofrendas" (1 Sam 3, 11-14).
Muchos autores ponen en duda la historicidad del relato y de la comunicación de Dios a Samuel niño. Pero este detalle es secundario para nosotros. Nos interesa el concepto que refleja este texto sobre la misión del profeta. Samuel es un niño, educado desde pequeño con el sacerdote Elí, que lo trata como un padre. Sin embargo, recibe de Dios el encargo más duro: transmitirle su propia condena y la de sus hijos. Con razón añade el autor que, a la mañana siguiente, Samuel ¡no se atrevía a contarle a Elí la visión! (v. 16), y si lo hace es forzado por el mismo Elí.
El segundo ejemplo está tomado de Ezequiel. Dios le anuncia un acontecimiento sumamente doloroso: la muerte de su esposa. Pero, incluso entonces, no podrá dejarse dominar por la pena ni cumplir los ritos fúnebres habituales. La existencia del profeta está en todo momento al servicio de Dios, y también este hecho será punto de partida para transmitir su mensaje:
"Me vino esta palabra del Señor:
Hijo de Adán, voy a arrebatarte repentinamente
el encanto de tus ojos;
no llores ni hagas duelo ni derrames lágrimas;
laméntate en silencio como un muerto,
sin hacer duelo;
líate el turbante y cálzate las sandalias;
no te emboces la cara ni comas el pan del duelo.
Por la mañana yo hablaba a la gente,
por la tarde se murió mi mujer
y a la mañana siguiente hice lo que se me había mandado.
Entonces me dijo la gente:
¿Quieres explicarnos qué nos anuncia
lo que estás haciendo?
Les respondí: Me vino esta palabra del Señor:
Dile a la casa de Israel: Esto dice el Señor:
Mira, voy a profanar mi santuario,
vuestro soberbio baluarte,
el encanto de vuestros ojos, el tesoro de vuestras almas.
Los hijos e hijas que dejasteis caerán a espada.
Entonces haréis lo que yo he hecho:
no os embozaréis la cara ni comeréis el pan del duelo;
seguiréis con el turbante en la cabeza
y las sandalias en los pies,
no lloraréis ni haréis duelo;
os consumiréis por vuestra culpa
y os lamentaréis unos con otros.
Ezequiel os servirá de señal:
haréis lo mismo que él ha hecho" (Ez 24, 15-24).
Estos ejemplos, que podrían multiplicarse, bastan para demostrar que la existencia del profeta no sólo está amenazada por sus contemporáneos, sino también por el mismo Dios. No es extraño que alguno de ellos, como Jeremías, llegará a rebelarse en ciertos momentos contra esta coacción (Jer 20, 7-9.14-20), si bien se trató de crisis pasajeras.
d) Por último, conviene recordar que la profecía es un carisma. Como tal, rompe todas las barreras. La barrera del sexo, porque en Israel existen profetisas, como Débora (Jue 4) o Hulda (2 Re 22). La barrera de la cultura, porque no hacen falta estudios especiales para transmitir la palabra del Señor. La barrera de las clases, porque personas vinculadas a la corte, como Isaías, pequeños propietarios, como Amós, o simples campesinos, como Miqueas, pueden ser llamados por Dios. Las barreras religiosas, porque no es preciso ser sacerdote para ser profeta; más aún, podemos afirmar que gran número de profetas eran seglares. La barrera de la edad, porque Dios encomienda su palabra lo mismo a adultos que a jóvenes.
2. Breve nota sobre la inspiración profética
En el esbozo anterior hemos puesto como primer rasgo el hecho de la inspiración. Es algo que judíos y cristianos aplicamos a todos los autores bíblicos, pero que en los profetas adquiere especial relieve. ¡Así dice el Señor!, ¡esto me comunicó el Señor!, ¡esto me hizo ver el Señor!, ¡oráculo del Señor!, son fórmulas que se repiten hasta la saciedad en este bloque de libros. Mucha gente se pregunta cómo debemos entender estas afirmaciones. No pretendo resolver en pocas líneas un problema tan complejo. Quien desee profundizar en el tema puede leer la densa obra de L. Alonso Schoekel, La Palabra Inspirada (publicada recientemente en 3È. ed. por Ediciones Cristiandad), o el excelente artículo de Karl Rahner, Inspiración, en Conceptos fundamentales de la Teología II (Ed. Cristiandad 1979) 781-790. Por mi parte, me limito a sugerencias muy sencillas que puedan esclarecer la cuestión.
Como punto de partida es útil referirse a un campo más conocido para nosotros y al que aplicamos frecuentemente el concepto de ¡inspiración!: La creación artística. En ella, la inspiración aparece como un hecho real, constatable e indiscutible, pero difícil de definir y precisar. Una poesía, una obra de teatro, una sinfonía o una escultura están ¡inspiradas!. Pero, ¿en qué consiste esa ¡inspiración! de su autor? En líneas generales podríamos decir que en la fusión perfecta de la técnica propia de un artista con el espíritu que lo alienta. De estos dos elementos, el más importante es el segundo, el espíritu. La técnica, fundamental en el arte, no lo es todo; incluso puede provocar una obra tan fría que, a pesar de ser perfecta, nos deje la sensación de ¡no estar inspirada!. La obra de arte se produce cuando el artista tiene ¡algo que decir! y ¡sabe decirlo!.
El ejemplo del arte nos lleva a dos conclusiones: 1) el concepto de inspiración es casi imposible de definir; 2) una obra puede estar ¡inspirada! aunque los recursos técnicos del artista sean deficientes o elementales. El villancico ¡Noche de Dios! es de las composiciones más inspiradas, aunque sus recursos armónicos son extremadamente simples.
Aplicando estos criterios al terreno bíblico, lo primero que debemos tener presente es que la inspiración de un texto no depende de su mayor o menor técnica literaria, sino de que el autor esté alentado por un ¡espíritu! y tenga algo que decir. En el enfoque tradicional de la inspiración bíblica, este problema está resuelto de antemano, porque el ¡espíritu! que alienta al autor es el Espíritu de Dios y lo que debe transmitir es ¡palabra de Dios!.
Sin embargo, esta interpretación, con todo lo que tiene de exacta, corre el peligro de resultar simplista, concediendo a todos los autores el mismo nivel de inspiración y dando el mismo valor a afirmaciones de contenido muy distinto. De esta forma, terminamos siendo injustos con la palabra de Dios, incluso la ridiculizamos. El proverbio: ¡Más vale vivir en el rincón de la azotea que dentro de la casa con mujer pendenciera! está perfectamente formulado, pero no es preciso recurrir a una especial revelación divina para su autor. De igual modo, no podemos equiparar la inspiración del autor del libro de Job, o del Deuteronomio, con la del autor que redacta el segundo libro de los Macabeos, limitándose a resumir los cinco libros de Jasón de Cirene.
La teoría oficial sobre la inspiración olvida que muchos autores bíblicos nunca reivindican este don. Este hecho es palpable en los ¡historiadores! y en los ¡sabios!. El epílogo del Eclesiastés, escrito por un discípulo, presenta la obra de su maestro de manera muy sencilla, sin recurrir a especial comunicación de Dios: ¡El Predicador, además de ser un sabio, enseñó al pueblo lo que él sabía. Estudió, inventó y formuló muchos proverbios; el Predicador procuró un estilo atractivo y escribió la verdad con acierto! (Ecl 12, 9-10). Y el traductor griego del libro del Eclesiástico se expresa de forma parecida: ¡Mi abuelo Jesús, después de dedicarse intensamente a leer la ley y los profetas y los restantes libros paternos, y de adquirir un buen dominio de ellos, se dedicó a componer por su cuenta algo en la línea de la sabiduría e instrucción, para que los deseosos de aprender, familiarizándose también con ello, pudieran adelantar en una vida según la ley! (Prólogo, letra c).
Con más modestia aún se expresa el autor del segundo libro de los Macabeos: ¡Jasón de Cirene dejó escrita en cinco libros la historia de Judas Macabeo y sus hermanos (...). Nosotros vamos a intentar resumirlo en un solo volumen... procurando ofrecer entretenimiento a los que se contentan con una simple lectura, facilitar a los estudiosos el trabajo de retener datos de memoria y ser útiles a los lectores en general. Para quienes hemos emprendido la penosa tarea de hacer este resumen no ha sido un trabajo fácil, sino de sudores y vigilias, como no es fácil el trabajo del que organiza un banquete, que tiene que atender al gusto de los demás! (2, 23-27).
¿Es justo que más tarde se reivindicase para estos autores una especial inspiración de Dios? La Iglesia así lo ha decidido, pero los teólogos están obligados a repensar estos datos y formular nuestra fe tomándose en serio no sólo al hombre de hoy, sino también, y sobre todo, al mismo Dios.
Con los profetas no ocurre lo mismo que con historiadores y sabios. Ya hemos indicado la certeza e insistencia con que afirman transmitir la palabra de Dios. Sugieren una comunicación directa, casi física, entre ellos y el Señor. Esto desconcierta al hombre moderno. Pero, si evitamos el literalismo, sus fórmulas expresan una verdad profunda, bastante comprensible. Pensemos en las personas que podemos considerar profetas de nuestro tiempo: Martín Luter King, Oscar Romero, etc. Estos hombres estaban convencidos de que comunicaban la voluntad de Dios, de que decían lo que Dios quería en ese momento histórico. Por eso no podían echarse atrás, aunque les costase la vida. Si hubiésemos podido preguntarles: ¿Es que Dios le ha hablado esta noche? ¿Se le ha revelado en visión?, tendrían que responder: Efectivamente, Dios me ha hablado; no en sueños ni visiones, pero sí de forma indiscutible, a través de los acontecimientos, de las personas que me rodean, del sufrimiento y la angustia de los hombres. Y esta palabra externa se convierte luego en palabra interior, ¡encerrada en los huesos!, como diría Jeremías, que no se puede contener.
El hombre corriente puede poner en duda la validez de este convencimiento del profeta. Lo atribuirá a sus propios deseos y fantasías; el profeta sabe que no es así. Y actúa de acuerdo con esa certeza.
Naturalmente, cabe una pregunta posterior: ¿No puede equivocarse el profeta? ¿No puede, a pesar de su buena voluntad, transmitir como palabra de Dios lo que sólo es palabra suya? Evidentemente, sí. De esta forma surge el problema de los falsos profetas, a los que dedicaremos el siguiente apartado.
3. Los falsos profetas
Dentro del Antiguo Testamento se distinguen dos grupos: el de los profetas de divinidades extranjeras (como Baal) y el de los que pretenden hablar en nombre de Yavé. Al primero lo encontramos especialmente en tiempos de Elías (1 Re 18). Para la historia del profetismo carecen de importancia, a no ser por el influjo pernicioso que pudieron ejercer sobre el pueblo. Más grave es el caso del segundo grupo, porque fundamentan sus falsas promesas en una pretendida revelación del Dios verdadero.
Según Bright, los falsos profetas surgen con motivo de la persecución de la reina Jezabel, durante el siglo IX a. C. En estos momentos difíciles, no todos consiguieron resistir a la prueba y se pasaron al bando del rey. Los encontramos en 1 Re 22 enfrentados a Miqueas ben Yimlá. Y de ellos nos hablan Oseas (6, 5), Isaías (28,7), Miqueas (3,5.11), Jeremías (23, 9-40; 27-29), Ezequiel (13, 2s; 14, 9).
Edmon Jacob indica cuatro causas de la proliferación de los falsos profetas:
- el peso sociológico de la monarquía, que atrae en torno a ella personas dispuestas a defender sus intereses;
- la importancia concedida a la tradición, que los convierte en papagayos, repetidores de ideas antiguas, sin prestar atención a Dios ni a los acontecimientos;
- el deseo de agradar al pueblo y de no enfrentarse a él;
- el deseo de triunfar y asegurarse una forma de vida.
En el Deuteronomio, la pena asignada a los falsos profetas es la muerte (13,1-6). Sin embargo, si prescindimos de la matanza ordenada por Elías en el monte Carmelo contra los profetas de Baal (1 Re 18,19s), y de la realizada por Jehú, con carácter más político que religioso (2 Re 9-10), el Antiguo Testamento no conoce más casos de aplicación de esta ley. Son precisamente los profetas verdaderos los que mueren (Zacarías, Miqueas, Juan Bautista, Jesús).
El problema más grave que plantean los falsos profetas no es el de su origen o el de la evolución del movimiento, sino el de los criterios que ayudan a distinguirlos de los verdaderos.
Es un tema de interés histórico y teológico que preocupó a muchos autores, especialmente a Jeremías. Pero es también de gran actualidad, ya que en la Iglesia conviven opiniones muy diversas y muchos cristianos no saben a qué atenerse.
a) Criterios internos
R. Chave indica nueve: inmoralidad (adulterio, borracheras, venalidad, mentira), impiedad, magia, sueños engañosos, optimismo, profesionalismo, éxtasis, deseos de querer profetizar, no cumplimiento de sus profecías. Resultan demasiados criterios, y tomados uno a uno no prueban suficientemente. Por ejemplo, ¿en qué consiste el optimismo? ¿Se puede decir que los profetas verdaderos sean pesimistas? ¿Qué es moral e inmoral? Por otra parte, resulta difícil encontrar todos estos defectos en una misma persona. Por eso, otros autores se han fijado en criterios distintos:
El modo de revelación: el verdadero profeta excluye los métodos adivinatorios, incluyendo los sueños, las suertes, etc. Pero no resulta claro, porque los verdaderos profetas pueden tener sueños y los sacerdotes echan las suertes. Además, hay falsos profetas que no usan procedimientos adivinatorios, como Ananías (ver Jer 28).
La conciencia de haber sido enviado, de estar investido de una autoridad divina. Es muy subjetivo. También los falsos profetas pueden tenerla.
El criterio moral. Es muy relativo. Oseas se casa con una prostituta; Jeremías miente a los ministros del rey (38, 24-27). Pero debemos reconocer que los verdaderos profetas tienen una conducta moral y una predicación que falta en los otros.
El espíritu. Según Mowinckel, los profetas de Judá anteriores al destierro se muestran reticentes con respecto al espíritu; lo importante para ellos es el poder, la fuerza, el juicio. Este criterio es falso. También en Judá se habla de la importancia del espíritu antes del destierro (Miq 3, 8) y Ezequiel lo reivindica con frecuencia (3,12-14; 8,3; 43,5). Por otra parte, este criterio no sirve para el Reino Norte, donde se estima grandemente el espíritu como don de Dios.
Oráculo de condenación-oráculo de salvación. Los primeros serían típicos de los verdaderos profetas, los segundos de los falsos. Tampoco es cierto. Los verdaderos profetas hablan de la salvación. Sus discípulos así lo entendieron y acentuaron al redactar los libros.
Cumplimiento-incumplimiento de las profecías. Dt 18,22 lo pone como criterio fundamental. Pero este criterio no se siguió estrictamente en Israel, porque es muy difícil. ¿Cómo se cumplieron las promesas del Deuteroisaías sobre la vuelta del destierro? ¿O las de Jeremías sobre la destrucción total? ¿O las de Habacuc, pocos años antes de la destrucción de Jerusalén? No parece conveniente utilizar este criterio como el fundamental; entre otras cosas, porque sólo sirve a posteriori, no en el momento de la discusión. Por consiguiente, los criterios internos no aportan una claridad total al problema.
b) Criterios externos
Ramlot aduce los siguientes:
- Criterio comunitario. El pueblo de Dios (en este caso Israel, y luego la Iglesia) ha canonizado a unos y rechazado a otros.
- Criterio de las contrariedades, el sufrimiento y la muerte. Para Jeremías, por ejemplo, la única profecía auténtica es la que constituye una carga impuesta desde fuera, algo que no se busca, sino que Dios impone. Esto lleva a encontrar oposición por todas partes, persecución, cárcel, insultos, muerte.
- Criterio de intercesión. Según Jer 27, 18 y Ez 13, 5, es un criterio distintivo. El verdadero profeta intercede por el pueblo ante Dios, pidiendo su perdón, mientras el falso profeta se despreocupa de ello, quizá porque no tiene conciencia del pecado del pueblo.
De estos tres criterios aducidos por Ramlot, los dos primeros son a posteriori. Sólo el tercero, la intercesión, se puede valorar en el momento histórico. Pero la intercesión se da muchas veces a solas entre el profeta y Dios, con lo cual deja de servir de criterio perceptible por la gente. Además, la intercesión falta en muchos profetas.
Con respecto al Antiguo Testamento, no existe problemas para nosotros, porque la Iglesia nos indica qué profetas son los verdaderos. Las dudas surgen cuando pensamos en figuras contemporáneas. El Sermón de la Montaña nos ofrece un criterio mucho más clarificador de lo que puede parecer a primera vista: ¡Cuidado con los falsos profetas, ésos que se os acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos, Así, los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos, y todo árbol que no da fruto bueno se corta y se echa al fuego. Total, que por sus frutos los conoceréis! (Mt 7,15-20)
Lo más interesante de este texto es que recomienda una actitud de vigilancia y de espera. Y ninguna de estas cosas resulta agradable. Preferimos emitir un juicio rápido, apasionado a veces, en favor o en contra del personaje. Es el camino más seguro para equivocarse. Dar tiempo al tiempo y analizar los frutos producidos por ese mensaje es la única actitud segura. Por otra parte, esos frutos se deben considerar a la luz del evangelio. Por muy desagradable que nos resulte una persona o el contenido de sus palabras, si nos animan a mantenernos fieles al espíritu de Jesús, y esa enseñanza la corrobora con su vida, estamos obligados a considerarlo un verdadero profeta. Al contrario, por agradable que nos resulte una persona, por mucho que sintonicemos con ella, si nos aleja del camino del evangelio, será un ¡lobo rapaz!, disfrazado ¡con piel de oveja!.
Con esto llegamos a un tema que sólo puedo insinuar aquí. El desconcierto de muchos cristianos ante la diversidad de opiniones que escuchan sólo se explica a causa de su pereza intelectual, que les impide buscar la luz en el evangelio. Quieren recetas rápidas, decisiones terminantes, sin esforzarse por tener criterios propios fundamentados en la persona y el mensaje del único que es ¡el camino, la verdad y la vida!.