El muro infranqueable
9 de Noviembre, 2007
Si tras un año largo de blog repartiendo estopa a diestro y siniestro, yo dijera que soy una persona a la que no gusta nada el conflicto, que huye de las discusiones acaloradas y que sólo la combinación de una serie de factores logra sacarme de mis casillas, probablemente nadie me creería. Pero es tal y como lo cuento. Puede que esa forma de ser venga motivado por el agotamiento mental y espiritual al que tantas veces me he visto abocado, tras ver con mis propios ojos a dónde conduce el discutir cien mil veces sobre las misma cuestiones. Lo vi en la relación entre mi padre y mi madre, lo viví en mi propia relación con mi madre una vez que mi padre murió, lo llevo viviendo desde hace casi veinte años en la relación con mi mujer y lo veo en la difícil relación de ella con mi hijo mayor. Por suerte o por desgracia, yo creo que más bien por lo primero, tengo la capacidad de perdonar y olvidar. Es más, creo que el perdón que no olvida sino que guarda la ofensa en la despensa para sacarla en el momento oportuno, no es perdón. Es una farsa. Y la falta de perdón, el rencor, la memoria inquebrantable cuando de lo que se trata es de las malas cosas que nos han ocurrido o nos han hecho en el pasado, es un lastre pesadísimo. No ya para ser felices, sino para ser cristianos. Desengañémonos. No se puede ser cristiano si cuando rezamos el “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, nuestro corazón está vacío.
Con esto no digo que no tengamos derecho a sentirnos heridos cuando las palabras del prójimo, sobre todo si es alguien a quien amamos, se convierten en dagas que atraviesan el corazón. Nadie es inmune al dolor que precede, acompaña y sigue a un conflicto personal serio con la familia o con un amigo. Pero cuántas familias rotas, cuántas vidas desgraciadas, cuánto odio acumulado ha nacido de la falta del perdón, del no querer desprenderse de un orgullo maligno, ese que se niega a ceder y reconocer su parte de culpa.
He conocido, y conozco, a personas que en cuanto una conversación seria pasa a convertirse en una discusión, sacan una lista kilométricas de agravios, verdaderos o no, cometidas contra ellas por la otra parte. Tanto si viene a cuento como si no. Por lo general, esa lista sirve como excusa para no reconocer la poca o gran parte de razón que existe en los argumentos de aquel con el que se está discutiendo. Eso lleva a otro problema añadido. Si a la falta de perdón se une una justificación del error propio que toma por excusa la ofensa que precisamente se niega a perdonar, las posibilidades de solucionar el conflicto desaparecen. Es más, lo normal es que el dolor aumente, la herida se haga más grande y se llegue, antes o después, a una situación que ya sí que no tendrá vuelta atrás.
San Pablo nos enseñó que no deberíamos dejar que se pusiera el sol sobre nuestro enojo. O sea, debemos intentar que allá donde la ira surge, el perdón debe enterrarla antes de que acabe el día. ¿En qué lugar queda, pues, aquel cristiano que permite neciamente que la ira le acompañe toda su vida? ¿qué posibilidad hay de abrirse al perdón de Dios si uno se hace esclavo del rencor, usándolo como arma incluso contra los seres queridos? ¿acaso ama de verdad el que no olvida la ofensa del amado? ¿dónde pararíamos si Dios nos restregara uno por uno todas las ofensas que cometemos contra Él, que llenarían el espacio entre la tierra y el cielo?
No, estimados amigos, no debéis permitiros jamás el lujo de no perdonar. No podéis permitiros el lujo de arrastrar rencores pasados. No podéis permitiros el lujo de construir con vuestras propias manos el único muro infranqueable que os apartará definitivamente del perdón y la misericordia de Dios. Si no perdonamos, nos quitamos nosotros mismos del perdón de Dios. Y entonces pasamos a ser unos desgraciados en el sentido más literal de la palabra. Por tanto, el perdón al prójimo, y mucho más si es a los que amamos, no es una opción. Es una obligación. Pedid gracia al Señor para que os conceda el don poder perdonar de verdad, sin medias tintas, sin dejar espacio al resentimiento. El “no puedo” es una mentira. No os engañéis. Sí podéis. Sí debéis. La gracia divina os capacita para poder cumplir con ese deber.
Que Cristo, que murió en la cruz perdonando, os guíe por la senda del perdón y la reconciliación,
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: Cor ad cor
9 de Noviembre, 2007
Si tras un año largo de blog repartiendo estopa a diestro y siniestro, yo dijera que soy una persona a la que no gusta nada el conflicto, que huye de las discusiones acaloradas y que sólo la combinación de una serie de factores logra sacarme de mis casillas, probablemente nadie me creería. Pero es tal y como lo cuento. Puede que esa forma de ser venga motivado por el agotamiento mental y espiritual al que tantas veces me he visto abocado, tras ver con mis propios ojos a dónde conduce el discutir cien mil veces sobre las misma cuestiones. Lo vi en la relación entre mi padre y mi madre, lo viví en mi propia relación con mi madre una vez que mi padre murió, lo llevo viviendo desde hace casi veinte años en la relación con mi mujer y lo veo en la difícil relación de ella con mi hijo mayor. Por suerte o por desgracia, yo creo que más bien por lo primero, tengo la capacidad de perdonar y olvidar. Es más, creo que el perdón que no olvida sino que guarda la ofensa en la despensa para sacarla en el momento oportuno, no es perdón. Es una farsa. Y la falta de perdón, el rencor, la memoria inquebrantable cuando de lo que se trata es de las malas cosas que nos han ocurrido o nos han hecho en el pasado, es un lastre pesadísimo. No ya para ser felices, sino para ser cristianos. Desengañémonos. No se puede ser cristiano si cuando rezamos el “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, nuestro corazón está vacío.
Con esto no digo que no tengamos derecho a sentirnos heridos cuando las palabras del prójimo, sobre todo si es alguien a quien amamos, se convierten en dagas que atraviesan el corazón. Nadie es inmune al dolor que precede, acompaña y sigue a un conflicto personal serio con la familia o con un amigo. Pero cuántas familias rotas, cuántas vidas desgraciadas, cuánto odio acumulado ha nacido de la falta del perdón, del no querer desprenderse de un orgullo maligno, ese que se niega a ceder y reconocer su parte de culpa.
He conocido, y conozco, a personas que en cuanto una conversación seria pasa a convertirse en una discusión, sacan una lista kilométricas de agravios, verdaderos o no, cometidas contra ellas por la otra parte. Tanto si viene a cuento como si no. Por lo general, esa lista sirve como excusa para no reconocer la poca o gran parte de razón que existe en los argumentos de aquel con el que se está discutiendo. Eso lleva a otro problema añadido. Si a la falta de perdón se une una justificación del error propio que toma por excusa la ofensa que precisamente se niega a perdonar, las posibilidades de solucionar el conflicto desaparecen. Es más, lo normal es que el dolor aumente, la herida se haga más grande y se llegue, antes o después, a una situación que ya sí que no tendrá vuelta atrás.
San Pablo nos enseñó que no deberíamos dejar que se pusiera el sol sobre nuestro enojo. O sea, debemos intentar que allá donde la ira surge, el perdón debe enterrarla antes de que acabe el día. ¿En qué lugar queda, pues, aquel cristiano que permite neciamente que la ira le acompañe toda su vida? ¿qué posibilidad hay de abrirse al perdón de Dios si uno se hace esclavo del rencor, usándolo como arma incluso contra los seres queridos? ¿acaso ama de verdad el que no olvida la ofensa del amado? ¿dónde pararíamos si Dios nos restregara uno por uno todas las ofensas que cometemos contra Él, que llenarían el espacio entre la tierra y el cielo?
No, estimados amigos, no debéis permitiros jamás el lujo de no perdonar. No podéis permitiros el lujo de arrastrar rencores pasados. No podéis permitiros el lujo de construir con vuestras propias manos el único muro infranqueable que os apartará definitivamente del perdón y la misericordia de Dios. Si no perdonamos, nos quitamos nosotros mismos del perdón de Dios. Y entonces pasamos a ser unos desgraciados en el sentido más literal de la palabra. Por tanto, el perdón al prójimo, y mucho más si es a los que amamos, no es una opción. Es una obligación. Pedid gracia al Señor para que os conceda el don poder perdonar de verdad, sin medias tintas, sin dejar espacio al resentimiento. El “no puedo” es una mentira. No os engañéis. Sí podéis. Sí debéis. La gracia divina os capacita para poder cumplir con ese deber.
Que Cristo, que murió en la cruz perdonando, os guíe por la senda del perdón y la reconciliación,
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: Cor ad cor