Mucho más valiosos que piedras preciosas y que oro refinado
Pero el Maligno, celoso y envidioso, el adversario de la familia de los justos, habiendo visto la grandeza de su martirio y lo intachable de su vida desde el principio, y cómo fue coronado con la corona de la inmortalidad, y hubo ganado un premio que nadie puede desmentir, se las arregló para que ni aun su pobre cuerpo fuera sacado y llevado por nosotros, aunque muchos deseaban hacerlo y tocar su carne santa. Así que hizo salir a Nicetes, el padre de Herodes y hermano de Alce, para rogar al magistrado que no entregara su cuerpo, según se dijo: «para que no abandonen al crucificado y empiecen a adorar a este hombre»; lo cual fue hecho por instigación y ruego apremiante de los judíos, que también vigilaban cuando iban a sacarle del fuego, no sabiendo que será imposible que nosotros abandonemos en este tiempo al Cristo que sufrió por la salvación de todo el mundo de los que son salvos —sufriendo por los pecadores siendo El inocente—, ni adorar a otro. Porque a Él, siendo el Hijo de Dios, le adoramos, pero a los mártires, como discípulos e imitadores del Señor, los respetamos y queremos como merecen, por su afecto incomparable hacia su propio Rey y Maestro. Que nuestra suerte sea también ser hallados copartícipes y condiscípulos de ellos. El centurión, pues, viendo la oposición levantada por parte de los judíos, le puso en medio y lo quemó según su costumbre. Y así nosotros, después, recogimos sus huesos, que son mucho más valiosos que piedras preciosas y que oro refinado, y los pusimos en un lugar apropiado; donde el Señor nos permitirá congregarnos, según podamos, en gozo y alegría, y celebrar el aniversario de su martirio para la conmemoración de todos los que ya han luchado en la contienda y para la enseñanza y preparación de los que han de hacerlo más adelante.
(Epístola de la Iglesia de Esmirna a la de Filomelio -Martirio de Policarpo-, XVII-XVIII, siglo II d. de C )
Desde siempre la Iglesia ha considerado a sus mártires como el tesoro más preciado de cuantos puede ofrecer al Señor. Desde siempre los ha honrado y venerado, pues ellos son ejemplo de la más alta fidelidad a Cristo. Es por eso que la Iglesia española está de fiesta este fin de semana. En Roma se va a producir la beatificación más masiva de toda la historia. Cuatrocientos noventa y ocho se sus hijos van a ser elevados a los altares.
Su derramamiento de sangre no fue en vano. Nos dieron ejemplo no sólo al morir sin renegar de la fe, sino al perdonar, en la mayor parte de los casos, a aquellos que les quitaban la vida. Esa es la gran lección de nuestros mártires. Como Cristo dijo desde la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen", nuestros hermanos clamaron a Dios para que concediera el mismo perdón. Eso a pesar de que, a diferencia de los soldados romanos que crucificaron al Señor, en el caso de nuestros mártires los que les mataban sí sabían lo que hacían. Es igual, los que habrían de entrar en el cielo por la puerta grande llevaban como primera petición de intercesión ante el trono de Dios la del perdón a sus ejecutores.
Ojalá Franco hubiera tomado nota y hubiera ofrecido el perdón a los vencidos. No un perdón que debilitara su determinación a impedir que España cayera en manos de los que querían arrancar el catolicismo de su seno. Pero sí un perdón cristiano que entiende que la misericordia está por encima de la justicia vengadora.
Hoy la Iglesia tiene la obligación y el deber de reivindicar dicho perdón. Ahora que se quiere reabrir el costado herido de España, trayendo a la memoria lo peor de su pasado, los católicos debemos de ofrecer a nuestros mártires como instrumentos de reconciliación. Y al mismo tiempo, deben ser una señal clara e inequívoca de que la Iglesia, o al menos la parte más valiosa de la misma, nunca cede cuando se le pone entre la espada y la pared, cuando se la lleva ante la tesitura de tener que elegir entre la mismísima vida terrenal y su fidelidad a Cristo y el evangelio. En ese sentido, la memoria de nuestros mártires nos interpela hoy de forma muy especial. Si queremos ser dignos sucesores de ellos en la fe, no podemos dejarnos llevar por el espíritu de este mundo, que ha convertido en pseudo-pagana a una sociedad que no hace tanto tiempo parecía cristiana.
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: http://lfpb.blogspot.com/

Pero el Maligno, celoso y envidioso, el adversario de la familia de los justos, habiendo visto la grandeza de su martirio y lo intachable de su vida desde el principio, y cómo fue coronado con la corona de la inmortalidad, y hubo ganado un premio que nadie puede desmentir, se las arregló para que ni aun su pobre cuerpo fuera sacado y llevado por nosotros, aunque muchos deseaban hacerlo y tocar su carne santa. Así que hizo salir a Nicetes, el padre de Herodes y hermano de Alce, para rogar al magistrado que no entregara su cuerpo, según se dijo: «para que no abandonen al crucificado y empiecen a adorar a este hombre»; lo cual fue hecho por instigación y ruego apremiante de los judíos, que también vigilaban cuando iban a sacarle del fuego, no sabiendo que será imposible que nosotros abandonemos en este tiempo al Cristo que sufrió por la salvación de todo el mundo de los que son salvos —sufriendo por los pecadores siendo El inocente—, ni adorar a otro. Porque a Él, siendo el Hijo de Dios, le adoramos, pero a los mártires, como discípulos e imitadores del Señor, los respetamos y queremos como merecen, por su afecto incomparable hacia su propio Rey y Maestro. Que nuestra suerte sea también ser hallados copartícipes y condiscípulos de ellos. El centurión, pues, viendo la oposición levantada por parte de los judíos, le puso en medio y lo quemó según su costumbre. Y así nosotros, después, recogimos sus huesos, que son mucho más valiosos que piedras preciosas y que oro refinado, y los pusimos en un lugar apropiado; donde el Señor nos permitirá congregarnos, según podamos, en gozo y alegría, y celebrar el aniversario de su martirio para la conmemoración de todos los que ya han luchado en la contienda y para la enseñanza y preparación de los que han de hacerlo más adelante.
(Epístola de la Iglesia de Esmirna a la de Filomelio -Martirio de Policarpo-, XVII-XVIII, siglo II d. de C )
Desde siempre la Iglesia ha considerado a sus mártires como el tesoro más preciado de cuantos puede ofrecer al Señor. Desde siempre los ha honrado y venerado, pues ellos son ejemplo de la más alta fidelidad a Cristo. Es por eso que la Iglesia española está de fiesta este fin de semana. En Roma se va a producir la beatificación más masiva de toda la historia. Cuatrocientos noventa y ocho se sus hijos van a ser elevados a los altares.
Su derramamiento de sangre no fue en vano. Nos dieron ejemplo no sólo al morir sin renegar de la fe, sino al perdonar, en la mayor parte de los casos, a aquellos que les quitaban la vida. Esa es la gran lección de nuestros mártires. Como Cristo dijo desde la cruz "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen", nuestros hermanos clamaron a Dios para que concediera el mismo perdón. Eso a pesar de que, a diferencia de los soldados romanos que crucificaron al Señor, en el caso de nuestros mártires los que les mataban sí sabían lo que hacían. Es igual, los que habrían de entrar en el cielo por la puerta grande llevaban como primera petición de intercesión ante el trono de Dios la del perdón a sus ejecutores.
Ojalá Franco hubiera tomado nota y hubiera ofrecido el perdón a los vencidos. No un perdón que debilitara su determinación a impedir que España cayera en manos de los que querían arrancar el catolicismo de su seno. Pero sí un perdón cristiano que entiende que la misericordia está por encima de la justicia vengadora.
Hoy la Iglesia tiene la obligación y el deber de reivindicar dicho perdón. Ahora que se quiere reabrir el costado herido de España, trayendo a la memoria lo peor de su pasado, los católicos debemos de ofrecer a nuestros mártires como instrumentos de reconciliación. Y al mismo tiempo, deben ser una señal clara e inequívoca de que la Iglesia, o al menos la parte más valiosa de la misma, nunca cede cuando se le pone entre la espada y la pared, cuando se la lleva ante la tesitura de tener que elegir entre la mismísima vida terrenal y su fidelidad a Cristo y el evangelio. En ese sentido, la memoria de nuestros mártires nos interpela hoy de forma muy especial. Si queremos ser dignos sucesores de ellos en la fe, no podemos dejarnos llevar por el espíritu de este mundo, que ha convertido en pseudo-pagana a una sociedad que no hace tanto tiempo parecía cristiana.
Luis Fernando Pérez Bustamante
Fuente: http://lfpb.blogspot.com/