Re: El ibro del Papa
Gratuidad eclesial
El gran cambio económico de la modernidad no ha conseguido un orden social de partido, desde una filosofía particular, sino que se está haciendo desde una perspectiva neoliberal de mercado, donde domina lo económico-social. El valor de los humanos como miembros del sistema, se mide en claves de producción y organización económica, dirigida por una burocracia universal, con métodos cibernéticos computarizados, e incentivos económicos para sus beneficiados.
La racionalización del sistema (o infraestructura) se expresa en un nivel de imposición legal, que parece provechosa para un número significativo de individuos, en la gran red de relaciones privilegiadas, en línea de poder o de dinero. Pero a ese nivel, los individuos no son personas, sino fichas o números intercambiables de un todo que planea indiferente sobre los dolores y esperanzas, amores y deseos de cada uno, expulsando de los beneficios del conjunto a los menos adaptados o a los grupos desfavorecidos (que pueden ser numéricamente una mayoría hambrienta).
El sistema quiere todo, pero sólo alcanza un todo sin mística o misterio, que iguala a sus miembros bajo una ley universal sin hondura religiosa, ni vibración existencial.
Algunos eclesiásticos han caído en la trampa de la planificación y el mercado, aplicando a la iglesia católica las formas del sistema, sobre todo en la organización de ministerios. Tanta inversión en seminarios, con tales vocaciones y tantos resultados. Por suerte, la fascinación del mercado ha quebrado. Dicen que se ha invertido mucho y parece que no se ha recogido nada. Se han creado instituciones grandes de acción y educación, de misiones y servicios sociales (seminarios y universidades, colegios y hospitales), para descubrir, al final, que quiebran en plano de mercado o que acaban empleando los medios normales del sistema, dejando así de ser cristianas, es decir, gratuitas, gozosas, personales.
Muchísimas personas de la administración religiosa han sido y son ejemplo de honradez personal y eficacia. Pero el sistema eclesial católico ha tendido a convertirse en mercado de divisiones y seguridades sacrales poderes e influjos, al servicio de un Dios al que habíamos identificado con un tipo de administración religiosa. Por eso es bueno que aquella inversión haya fallado, desde una perspectiva de evangelio: Parece normal que gran parte de los antiguos creyentes católicos de este principio del tercer milenio estén dejando la iglesia católica y no quieren ser cristianos en la forma antigua.
Este fallo de las instituciones sociales de la iglesia católica invita a buscar y descubrir su verdad en su plano de gracia y comunión personal, pues sólo así reciben sentido sus signos más hondos (oración contemplativa y comunión de fe, bautismo y perdón, matrimonio…). Lógicamente, estos signos no se pueden programar en un sistema, sino que han de vivirse en apertura hacía el misterio, en encuentro personal, libre y creador, entre los humanos. Planificar las experiencias eclesiales en forma de mercado, buscando rentabilidad programada y dejando su gestión para una instancia superior, de ministros especializados que actúan como administradores políticos o sociales del sistema, sería como pedir que otros nos sustituyan en el amor del matrimonio o en la vida familiar de comunión y amistad. Los ciudadanos pueden delegar el uso del dinero o las funciones de administración en manos de gestores apropiados de la sociedad (del sistema). Pero la iglesia católica no es sociedad, sino comunión de personas; por eso, ella no puede delegar en nadie la función de sus asuntos (oración y comunión de la fe, encuentro personal y fiesta), sino que son los mismos cristianos quienes deben cultivar la fe y el amor de un modo autogestionario, desde la raíz del evangelio.
La iglesia tiene una experiencia de Dios (Padre) y un camino de comunicación universal, que ofrece a los humanos, pero no puede expresarlo en forma de sistema, pues si lo hiciera dejaría de ser liberadora, perdería su identidad (gracia, comunión) y se volvería un todo religioso, contrario al evangelio.
El sistema deja en manos de funcionarios o expertos la solución de muchos temas, para bien del conjunto. La iglesia, en cambio, no es una delegación social para servicios religiosos, conforme a la demanda de sus fieles o clientes, pues en ella nadie, sino que todos son igualmente fieles (= creyentes) y libres, de forma que pueden compartir libremente la fe y comunicarse en gratuidad. Pues bien, a pesar de eso, la jerarquía católica eclesial ha querido tejer una red de burócratas especializados, sacrificados y eficientes, que resuelven los temas religiosos de sus clientes, a quienes ofrecen servicios que éstos ya no tienen que realizar de forma activa, pues se han vuelto iglesia discente (que escucha) y obediente (que cumple lo que otros mandan). Esta situación ha nacido de la misma riqueza de una iglesia que se ha sentido heredera del orden imperial de Roma. Avanzando en un camino iniciado, en el plano político, jurídico y militar, capaz de operar de una manera unitaria en asuntos religiosos, realizando funciones de anticipación y suplencia jurídica y social, que pueden ser buenas, pero no cristianas, pues usurpan la libertad y la comunión dialogal de los creyentes.
Ese tiempo de anticipación y suplencia de la iglesia romana ha terminado y ya no es necesario. Ella había sido modelo de organización y legalidad, incluso en plano de política. Por suerte, ese estadio ha pasado y el sistema global funciona perfectamente sin ella. Por eso y, sobre todo, por fidelidad al evangelio, debe abandonar sus mediaciones y poderes diplomático- administrativos, para ser lo que es: portadora de gratuidad y encuentro personal, donde cada uno dice su palabra y todos pueden comunicarse, sin intermediarios sacrales o sociales. La misma dinámica de jerarquización y sacralización, antes evocada, había propiciado el sufrimiento de una buena racionalidad sacral que resulta simplemente innecesaria. No es que la iglesia se vuelva inoperante y que relegada a lo privado, como un hobby más entre otros muchos, sino todo lo contrario: ella debe salir del sistema para encontrar su lugar propio y volverse significativa y valiosa, pero no política, sino como experiencia de gratuidad compartida