En los últimos años de la década de los 60 yo era un adolescente que apuraba los últimos cursos del bachillerato. Se vivía por entonces una España sepia, producto de una situación apenas estrenada que nos conduciría del blanco y negro de la guerra civil y la dictadura más cerrada del general Franco al technicolor de las sociedades occidentales. Por entonces centenares de miles de españoles cruzaban la frontera con destino a centroeuropa en busca del dorado sueño de la emigración, mientras que, paralelamente, centenares de miles de europeos empezaban a venir cada año a España descubriéndonos el fenómeno del turismo y de nuestras increíbles posibilidades en la materia.
España vivía sometida a la censura oficial en materia de información, tanto escrita como en radio, pero también en la difusión de imágenes, literatura y sobre todo en el emergente mundo de la televisión y en el cine. Los mensajes contrarios a la línea oficial tanto en materia política como moral no estaban disponibles para la mayoría de la población española. Los contenidos en materia docente estaban férreamente establecidos y, con escasas excepciones, fielmente seguidos por los profesores y maestros a lo largo y ancho de nuestra geografía. Únicamente en las grandes capitales ó en los pueblos más industriales, se podía encontrar intermitentemente alguna minúscula presencia política clandestina.
Sin embargo, un chico como yo, que vivía en una capital de provincia de tercera, no tenía forma alguna de apreciar la existencia de esos sectores disidentes en materia política ó social. Aunque como hijo de una familia protestante y miembro de esa comunidad, desde que tuve sentido de la realidad, pude sentir y conocer las dificultades que los disidentes religiosos padecían en España por esa causa, y que tenían reflejos en una gran cantidad de asuntos cotidianos, (trabajo, actos civiles documentados, matrimonios, sepelios, nombrar a los hijos, servicio militar ó social, en las escuelas, de reunión, celebrar actos públicos fuera de los locales autorizados, publicar y distribuir literatura, etc.)
He escrito estas líneas anteriores a modo con el fin de que el lector pueda situarse en el marco de mi reflexión sobre el asunto del que me he propuesto escribir a partir de aquí con relación al matrimonio.
Fue en aquellos años de mi adolescencia cuando en los recreos de las clases, o en el curso de mis relaciones con otros coetáneos, cuando entró en nuestras conversaciones la idea de que casarse no era más que una tontería formal, que lo verdaderamente importante era quererse, que el matrimonio no era más que un “papelito”. Y que aunque todo el mundo se casaba por entonces (no hacerlo en un pueblo ó una capital pequeña era un escándalo y una fuente de comidilla y problemas), nosotros éramos modernos y probablemente cuando encontrásemos a la persona “especial”, nos iríamos a vivir juntos y en prueba de nuestra “modernidad” y deseo de ruptura con las tradiciones de los viejos, no nos importaría padecer “por amor” las críticas y los reproches sociales, porque íbamos a demostrar que lo importante, repito, era el amor, y que ningún papel te puede atar cuando el amor deja de existir. Huelga decir que entonces en España tampoco había posibilidad legal alguna de formalizar un divorcio. Solo sabíamos de algunos famosos y millonarios, de los que en ocasiones informaban los periódicos, que había conseguido una sentencia la “nulidad” por la autoridad eclesiástica, y se habían vuelto a casar.
Por más que pienso no recuerdo que estas ideas nos fuesen traídas por ningún adulto que yo conociese, ni desde luego manifestadas por ningún profesor del instituto. Y en mi caso, mucho menos, por el ambiente de mi esfera social evangélica. Sin embargo el tema estaba presente en muchas de nuestras conversaciones juveniles. Lo hablábamos entre varones, pero también con las chicas, y si interiormente estaban o no de acuerdo, desde luego no se oponían, ni argumentaban a la contra. Cuanto más jóvenes, más comprensivas y defensoras se manifestaban hacia el argumento. Imagino que pensaban que asintiendo demostraban que no eran unas niñas mojigatas sino ya unas mujeres modernas con criterio y amplitud de miras.
Aun ahora me parece un misterio como se extendía y generalizaba esta forma de maltratar el matrimonio tan en oposición con la practica social, la enseñanza moral oficial, familiar y religiosa.
Fue como una avalancha que irrumpió junto con algunos slogans hippies de las concentraciones de jóvenes americanos y franceses contrarios a la guerra de Vietnam como: “Haz el amor y no la guerra”. Llegaba también con las letras de algunas canciones de los grupos que estaban rompiendo con toda la tradición formal de la sociedad que habíamos conocido. El rock and roll, los Beatles y algunos grupos musicales españoles que copiaban aquellos ritmos y estilos. Las chicas empezaban a pintarse y subir las bastas de sus faldas e incluso en ocasiones, también en nuestra capital, llegaban a protagonizar una festiva y ruidosa presencia en los conciertos de algunos cantantes como El Dúo Dinámico, los Pequenikes ó Juan y Junior, piropeándolos e incluso gritando frases como: “Queremos un hijo tuyo”. Todo esto era un fenómeno nuevo que nunca antes habíamos visto tan desafiante y escandaloso. Una película titulada “Los chicos de Preu” arrasó entre los adolescentes, y por todas partes te invitaban a guateques.
Para un joven cristiano como yo, aquello fue como el sarpullido de un sarampión leve que apenas duró nada en el tiempo. Los valores con los que fui enseñado estaban bien fundamentados. Ya entonces tenía un conocimiento bastante importante de la doctrina, de las Sagradas Escrituras y de que la voluntad de Dios para sus hijos. Esto hizo que orientase mis perspectivas de vida y eligiese mis amistades entre personas, que aun no siendo cristianos en muchos casos, tenían una perspectiva moral de la vida. Hace unos días reflexionaba con mi mujer sobre el hecho casi insólito de que ninguno de todos los que fueron amigos nuestros durante la juventud, la mayoría no cristianos, se hubiesen divorciado. Y todos superan ya los 30 años de matrimonio. Y suponemos que se debe a que aun sin tener un propósito discriminador muy determinado, inconscientemente elegimos amigos entre personas que tenían una perspectiva clara de la vida familiar.
Sin embargo, a pesar de pensar y divulgar las ideas de que el “matrimonio no era más que un papelito”, aquella generación en su mayoría aplastante se casaba. Y es que el prejuicio social era tan fuerte que la bravura que se mostraba en las conversaciones era más difícil de llevar a la práctica enfrentándose a las familias y ante la sociedad, que simplemente bravuconear charlando con otros jóvenes.
Pero desarmados moralmente era inevitable que el proceso se manifestase en la siguiente generación. Huérfanos de argumentos de valor para enseñar a los hijos en defensa de la familia y del matrimonio, incluso en muchos casos aquellos, ahora padres, animan a tomar una decisión que ellos no tomaron por falta de valentía. Las frases más comunes suelen ser de este tono: “Hay que vivir la vida porque solo se vive una vez”. “Lo importante es quererse y no un papelito”. “Aprovecha la juventud que dura poco”. Incluso para animarse a las tragaderas homosexuales ha llegado otro slogan que ya se decía en mi adolescencia, aunque siempre rodeado de sonrisas burlonas: “No importa el sexo cuando el amor es puro”.
Así que ahora, nos dicen las estadísticas que las “uniones sentimentales” ya son más numerosas que los matrimonios. Realmente los jóvenes españoles mayoritariamente no se cansan en formalizar “el inútil papelito”, aunque administrativamente para vivir en una situación de “pareja de hecho ó sentimental” necesiten formalizar decenas de papelitos durante toda su vida por el mero hecho de carecer de un libro de familia y no constar como matrimonio en el registro civil.
Algunos sencillamente se van a vivir juntos justificándolo por motivos como que ellos no quieren celebrar una ceremonia religiosa, ó que hacer una boda es un ejercicio consumista, ó que son muy jóvenes y que si se entienden ya lo harán más adelante. Que no teniendo piso ni trabajo fijo, solo contratos basura, no pueden casarse. La realidad es que a estas alturas con el argumento falaz del “papelito” se ha perdido la perspectiva del matrimonio. Y desgraciadamente eso no ha traído ni más estabilidad emocional, ni más felicidad, ni hogares más respetuosos, ni menos violencia de género y familiar. Por el contrario. En este tipo de uniones el factor de violencia se ha multiplicado con respecto a la familia tradicional. Tampoco se ha simplificado el ejercicio de los derechos de la pareja y de los hijos, sino que se ha complicado. No ha disminuido el fracaso en la relación, antes se ha multiplicado. No ha mejorado el nivel de respeto y cuidado mutuo, sino que claramente ha empeorado. Ni los roles de cada uno se han asentado y revalorizado en la unidad familiar. No ha aumentado el grado de felicidad producido por la relación. Por contra, las depresiones, las injusticias, la violencia, el abandono, el enfrentamiento, el desarraigo, el egoísmo en la relación han aumentado a tal punto que muchísimas personas andan vagando de relación en relación y de frustración en frustración arrastrando a miles de niños a problemas sicológicos de los que muchos ya no podrán librarse en toda su vida, y a su vez los llevarán a las relaciones interpersonales que establezcan en el futuro.
Pero mientras todos esos efectos están claros para cualquiera que quiera verlos, muchos jóvenes viven una situación irresponsable en casa de sus padres como longevos adolescentes. Explotan a sus padres utilizando su casa como si fuese un hotel gratis en el que les lavan, planchan, alimentan, mientras que ellos se ven con sus “parejas” fuera en una relación absolutamente anormal porque solo hay “ventajas” sin el contrapunto necesario de las obligaciones. La mayoría van juntos de vacaciones, se acuestan juntos cuando les apetece ó van de marcha. Cuando alguno se pone malo, lo atiende su padre y madre. Incluso de vez en cuando los padres invitan a los novios a casa y allí duermen juntos en una situación que al principio se hace azarosa ó violenta, pero que poco a poco va adquiriendo rango de naturalidad.
Y como la relación no tiene ninguna perspectiva más que vivir el presente, cuando “ya no hay química”, se tira como un kleenex, de mutuo acuerdo ó sin él y se preparan para iniciar otra. Hace poco comentaba una chica que llevaba viviendo con lo que llamaba de esa manera su marido, y que tras el viaje de regreso de las vacaciones de verano, sin mediar discusión ni situación tirante alguna, el hombre llegó a casa y se puso a recoger sus cosas. A la pregunta de ella ¿qué haces? Le respondió tranquilamente: “Me voy, no quiero vivir más contigo”. “Pero, ¿te he hecho algo?” “No. Es que ya no siento nada contigo”. Y así se acabó el asunto. Y este no es un caso aislado.
Tampoco es rara la forma de empezar una relación que voy a citar ahora. Contaba una joven por radio que conoció a un joven en una discoteca y estuvo bailando con él. Al final de la noche él le dijo “¿por qué no te vienes a vivir conmigo?” Y ella le dijo: “Bueno”. Y se fue a casa a buscar ropa. Le dijo a su madre: “Conocía a un chico y me voy a vivir con él”. Duró la cosa como diez días al cabo de los cuales, según relataba la joven, él le dijo: “Coge tus cosas y lárgate”. Pero como ella remoloneaba, el chico sin más cogió la ropa y efectos de ella y lo tiró todo por la ventana. La joven se mostraba muy desconcertada, pero yo pensaba: ¿Y como esperaba que concluyera eso que empezó como empezó? ¿Cómo podía esperar ser respetada como persona si no empezó por hacerse respetar, valorándose y poniendo sus condiciones? ¿Pensaría realmente que sería una esposa y tratada como tal?
Como hemos visto, todo empezó con llamarle “papelito” y está acabando trágicamente para miles y miles de personas que conocemos y que viven a nuestro alrededor. Sin perspectiva. Sin respeto. Sin valores. Y además sin amor, que era el argumento que según el slogan anulaba al “papelito”. Ahora prima la atracción. Todo es bueno mientras vaya bien. Pero ante la primera dificultad se desmorona como un castillo de naipes.
Vivo en un pueblo pequeño con muchas parejas jóvenes. La mayoría no están casadas. La falta de estabilidad emocional la palpas. No duran. Compran una casa juntos y pronto se pone a la venta. Ya no siguen juntos. Hablan de mi marido ó de mi mujer, pero cuando les pides el documento para algún acto oficial, empieza la zozobra, el tartamudeo… “Bueno… en realidad… es que… no estamos casados”. Vienen sus padres y lo mismo. “Es que… sabe… yo no estoy muy de acuerdo… pero… ahora los jóvenes viven así…”. Y ¿cuál es la relación de la familia de uno con la familia del otro? Pues casi no hay. En realidad algunos con suficiencia y descaro te pueden responder: “Yo no me uno a la familia sino a la persona”. Y claro que se quiere olvidar también que cada uno somos nosotros y nuestras circunstancias. Y la familia es una de nuestras circunstancias más importantes. Así que solo se tienen en cuenta las familias en una forma utilitaria. Los abuelos valen para cuidar a los niños mientras los padres trabajan, y para que dejen algo en herencia. Y, si no cuidan de sus hijos como verdaderos padres, ¿van a cuidar de sus mayores? Cuando no les son útiles... y además dan trabajo por causa de la salud… Pues ya tenemos como irá calando de igual manera la idea de la eutanasia. Puro utilitarismo como en el caso del matrimonio. Para muchos padres y madres jóvenes que se han emancipado e incluso tienen hijos, la llegada de las vacaciones de los niños es un verdadero problema. Durante el curso los han apuntado a un montón de actividades para tenerlos ocupados y vigilados por otros (profesores, monitores, etc.) de modo que casi no se ven y ahora en navidad, semana santa ó el verano, les descoloca la situación y no saben que hacer con ellos. Son como unos pequeños monstruos que les restringen sus libertades.
Volviendo al asunto del matrimonio, y dejando a un lado el aspecto moral y religioso que para muchos está de más, pero que sin lugar a dudas también “reviste al papelito”, pero pensando estrictamente en el sentido judicial, legal y del derecho que soporta los efectos derivados de una familia, de la unión matrimonial y de cada uno de los miembros, en el despreciable “papelito” se encuentran 40 siglos de desarrollo legislativo. Desde antes del código de Hammurabi hasta nuestros días miles y miles de juristas de todo el mundo, ante la realidad humana, han aportado muchísimo trabajo y pensamiento para el desarrollo legal de que disponemos en nuestros días, para limitar los daños de un indeseado pero posible fracaso matrimonial se puedan establecer los efectos y responsabilidades, así como reducir en lo posible los daños sobre los diferentes miembros de la familia.
Empezamos llamándolo “papelito” y acabamos desorientados sin perspectiva y padeciendo unas impredecibles consecuencias. Si quieres profundizar algo más sobre esta cuestión y tienes apenas 30 minutos te recomiendo que escuches una pequeña prédica que tuve la oportunidad de pronunciar hace un par de años en la boda de unos amigos, titulada “Los seis pilares del matrimonio”. Búscala en http://www.jeitoledo.com/predicacionesx.php Tal vez para algunos todavía tenga remedio buscar el manual del Creador y ponerlo en practica.
España vivía sometida a la censura oficial en materia de información, tanto escrita como en radio, pero también en la difusión de imágenes, literatura y sobre todo en el emergente mundo de la televisión y en el cine. Los mensajes contrarios a la línea oficial tanto en materia política como moral no estaban disponibles para la mayoría de la población española. Los contenidos en materia docente estaban férreamente establecidos y, con escasas excepciones, fielmente seguidos por los profesores y maestros a lo largo y ancho de nuestra geografía. Únicamente en las grandes capitales ó en los pueblos más industriales, se podía encontrar intermitentemente alguna minúscula presencia política clandestina.
Sin embargo, un chico como yo, que vivía en una capital de provincia de tercera, no tenía forma alguna de apreciar la existencia de esos sectores disidentes en materia política ó social. Aunque como hijo de una familia protestante y miembro de esa comunidad, desde que tuve sentido de la realidad, pude sentir y conocer las dificultades que los disidentes religiosos padecían en España por esa causa, y que tenían reflejos en una gran cantidad de asuntos cotidianos, (trabajo, actos civiles documentados, matrimonios, sepelios, nombrar a los hijos, servicio militar ó social, en las escuelas, de reunión, celebrar actos públicos fuera de los locales autorizados, publicar y distribuir literatura, etc.)
He escrito estas líneas anteriores a modo con el fin de que el lector pueda situarse en el marco de mi reflexión sobre el asunto del que me he propuesto escribir a partir de aquí con relación al matrimonio.
Fue en aquellos años de mi adolescencia cuando en los recreos de las clases, o en el curso de mis relaciones con otros coetáneos, cuando entró en nuestras conversaciones la idea de que casarse no era más que una tontería formal, que lo verdaderamente importante era quererse, que el matrimonio no era más que un “papelito”. Y que aunque todo el mundo se casaba por entonces (no hacerlo en un pueblo ó una capital pequeña era un escándalo y una fuente de comidilla y problemas), nosotros éramos modernos y probablemente cuando encontrásemos a la persona “especial”, nos iríamos a vivir juntos y en prueba de nuestra “modernidad” y deseo de ruptura con las tradiciones de los viejos, no nos importaría padecer “por amor” las críticas y los reproches sociales, porque íbamos a demostrar que lo importante, repito, era el amor, y que ningún papel te puede atar cuando el amor deja de existir. Huelga decir que entonces en España tampoco había posibilidad legal alguna de formalizar un divorcio. Solo sabíamos de algunos famosos y millonarios, de los que en ocasiones informaban los periódicos, que había conseguido una sentencia la “nulidad” por la autoridad eclesiástica, y se habían vuelto a casar.
Por más que pienso no recuerdo que estas ideas nos fuesen traídas por ningún adulto que yo conociese, ni desde luego manifestadas por ningún profesor del instituto. Y en mi caso, mucho menos, por el ambiente de mi esfera social evangélica. Sin embargo el tema estaba presente en muchas de nuestras conversaciones juveniles. Lo hablábamos entre varones, pero también con las chicas, y si interiormente estaban o no de acuerdo, desde luego no se oponían, ni argumentaban a la contra. Cuanto más jóvenes, más comprensivas y defensoras se manifestaban hacia el argumento. Imagino que pensaban que asintiendo demostraban que no eran unas niñas mojigatas sino ya unas mujeres modernas con criterio y amplitud de miras.
Aun ahora me parece un misterio como se extendía y generalizaba esta forma de maltratar el matrimonio tan en oposición con la practica social, la enseñanza moral oficial, familiar y religiosa.
Fue como una avalancha que irrumpió junto con algunos slogans hippies de las concentraciones de jóvenes americanos y franceses contrarios a la guerra de Vietnam como: “Haz el amor y no la guerra”. Llegaba también con las letras de algunas canciones de los grupos que estaban rompiendo con toda la tradición formal de la sociedad que habíamos conocido. El rock and roll, los Beatles y algunos grupos musicales españoles que copiaban aquellos ritmos y estilos. Las chicas empezaban a pintarse y subir las bastas de sus faldas e incluso en ocasiones, también en nuestra capital, llegaban a protagonizar una festiva y ruidosa presencia en los conciertos de algunos cantantes como El Dúo Dinámico, los Pequenikes ó Juan y Junior, piropeándolos e incluso gritando frases como: “Queremos un hijo tuyo”. Todo esto era un fenómeno nuevo que nunca antes habíamos visto tan desafiante y escandaloso. Una película titulada “Los chicos de Preu” arrasó entre los adolescentes, y por todas partes te invitaban a guateques.
Para un joven cristiano como yo, aquello fue como el sarpullido de un sarampión leve que apenas duró nada en el tiempo. Los valores con los que fui enseñado estaban bien fundamentados. Ya entonces tenía un conocimiento bastante importante de la doctrina, de las Sagradas Escrituras y de que la voluntad de Dios para sus hijos. Esto hizo que orientase mis perspectivas de vida y eligiese mis amistades entre personas, que aun no siendo cristianos en muchos casos, tenían una perspectiva moral de la vida. Hace unos días reflexionaba con mi mujer sobre el hecho casi insólito de que ninguno de todos los que fueron amigos nuestros durante la juventud, la mayoría no cristianos, se hubiesen divorciado. Y todos superan ya los 30 años de matrimonio. Y suponemos que se debe a que aun sin tener un propósito discriminador muy determinado, inconscientemente elegimos amigos entre personas que tenían una perspectiva clara de la vida familiar.
Sin embargo, a pesar de pensar y divulgar las ideas de que el “matrimonio no era más que un papelito”, aquella generación en su mayoría aplastante se casaba. Y es que el prejuicio social era tan fuerte que la bravura que se mostraba en las conversaciones era más difícil de llevar a la práctica enfrentándose a las familias y ante la sociedad, que simplemente bravuconear charlando con otros jóvenes.
Pero desarmados moralmente era inevitable que el proceso se manifestase en la siguiente generación. Huérfanos de argumentos de valor para enseñar a los hijos en defensa de la familia y del matrimonio, incluso en muchos casos aquellos, ahora padres, animan a tomar una decisión que ellos no tomaron por falta de valentía. Las frases más comunes suelen ser de este tono: “Hay que vivir la vida porque solo se vive una vez”. “Lo importante es quererse y no un papelito”. “Aprovecha la juventud que dura poco”. Incluso para animarse a las tragaderas homosexuales ha llegado otro slogan que ya se decía en mi adolescencia, aunque siempre rodeado de sonrisas burlonas: “No importa el sexo cuando el amor es puro”.
Así que ahora, nos dicen las estadísticas que las “uniones sentimentales” ya son más numerosas que los matrimonios. Realmente los jóvenes españoles mayoritariamente no se cansan en formalizar “el inútil papelito”, aunque administrativamente para vivir en una situación de “pareja de hecho ó sentimental” necesiten formalizar decenas de papelitos durante toda su vida por el mero hecho de carecer de un libro de familia y no constar como matrimonio en el registro civil.
Algunos sencillamente se van a vivir juntos justificándolo por motivos como que ellos no quieren celebrar una ceremonia religiosa, ó que hacer una boda es un ejercicio consumista, ó que son muy jóvenes y que si se entienden ya lo harán más adelante. Que no teniendo piso ni trabajo fijo, solo contratos basura, no pueden casarse. La realidad es que a estas alturas con el argumento falaz del “papelito” se ha perdido la perspectiva del matrimonio. Y desgraciadamente eso no ha traído ni más estabilidad emocional, ni más felicidad, ni hogares más respetuosos, ni menos violencia de género y familiar. Por el contrario. En este tipo de uniones el factor de violencia se ha multiplicado con respecto a la familia tradicional. Tampoco se ha simplificado el ejercicio de los derechos de la pareja y de los hijos, sino que se ha complicado. No ha disminuido el fracaso en la relación, antes se ha multiplicado. No ha mejorado el nivel de respeto y cuidado mutuo, sino que claramente ha empeorado. Ni los roles de cada uno se han asentado y revalorizado en la unidad familiar. No ha aumentado el grado de felicidad producido por la relación. Por contra, las depresiones, las injusticias, la violencia, el abandono, el enfrentamiento, el desarraigo, el egoísmo en la relación han aumentado a tal punto que muchísimas personas andan vagando de relación en relación y de frustración en frustración arrastrando a miles de niños a problemas sicológicos de los que muchos ya no podrán librarse en toda su vida, y a su vez los llevarán a las relaciones interpersonales que establezcan en el futuro.
Pero mientras todos esos efectos están claros para cualquiera que quiera verlos, muchos jóvenes viven una situación irresponsable en casa de sus padres como longevos adolescentes. Explotan a sus padres utilizando su casa como si fuese un hotel gratis en el que les lavan, planchan, alimentan, mientras que ellos se ven con sus “parejas” fuera en una relación absolutamente anormal porque solo hay “ventajas” sin el contrapunto necesario de las obligaciones. La mayoría van juntos de vacaciones, se acuestan juntos cuando les apetece ó van de marcha. Cuando alguno se pone malo, lo atiende su padre y madre. Incluso de vez en cuando los padres invitan a los novios a casa y allí duermen juntos en una situación que al principio se hace azarosa ó violenta, pero que poco a poco va adquiriendo rango de naturalidad.
Y como la relación no tiene ninguna perspectiva más que vivir el presente, cuando “ya no hay química”, se tira como un kleenex, de mutuo acuerdo ó sin él y se preparan para iniciar otra. Hace poco comentaba una chica que llevaba viviendo con lo que llamaba de esa manera su marido, y que tras el viaje de regreso de las vacaciones de verano, sin mediar discusión ni situación tirante alguna, el hombre llegó a casa y se puso a recoger sus cosas. A la pregunta de ella ¿qué haces? Le respondió tranquilamente: “Me voy, no quiero vivir más contigo”. “Pero, ¿te he hecho algo?” “No. Es que ya no siento nada contigo”. Y así se acabó el asunto. Y este no es un caso aislado.
Tampoco es rara la forma de empezar una relación que voy a citar ahora. Contaba una joven por radio que conoció a un joven en una discoteca y estuvo bailando con él. Al final de la noche él le dijo “¿por qué no te vienes a vivir conmigo?” Y ella le dijo: “Bueno”. Y se fue a casa a buscar ropa. Le dijo a su madre: “Conocía a un chico y me voy a vivir con él”. Duró la cosa como diez días al cabo de los cuales, según relataba la joven, él le dijo: “Coge tus cosas y lárgate”. Pero como ella remoloneaba, el chico sin más cogió la ropa y efectos de ella y lo tiró todo por la ventana. La joven se mostraba muy desconcertada, pero yo pensaba: ¿Y como esperaba que concluyera eso que empezó como empezó? ¿Cómo podía esperar ser respetada como persona si no empezó por hacerse respetar, valorándose y poniendo sus condiciones? ¿Pensaría realmente que sería una esposa y tratada como tal?
Como hemos visto, todo empezó con llamarle “papelito” y está acabando trágicamente para miles y miles de personas que conocemos y que viven a nuestro alrededor. Sin perspectiva. Sin respeto. Sin valores. Y además sin amor, que era el argumento que según el slogan anulaba al “papelito”. Ahora prima la atracción. Todo es bueno mientras vaya bien. Pero ante la primera dificultad se desmorona como un castillo de naipes.
Vivo en un pueblo pequeño con muchas parejas jóvenes. La mayoría no están casadas. La falta de estabilidad emocional la palpas. No duran. Compran una casa juntos y pronto se pone a la venta. Ya no siguen juntos. Hablan de mi marido ó de mi mujer, pero cuando les pides el documento para algún acto oficial, empieza la zozobra, el tartamudeo… “Bueno… en realidad… es que… no estamos casados”. Vienen sus padres y lo mismo. “Es que… sabe… yo no estoy muy de acuerdo… pero… ahora los jóvenes viven así…”. Y ¿cuál es la relación de la familia de uno con la familia del otro? Pues casi no hay. En realidad algunos con suficiencia y descaro te pueden responder: “Yo no me uno a la familia sino a la persona”. Y claro que se quiere olvidar también que cada uno somos nosotros y nuestras circunstancias. Y la familia es una de nuestras circunstancias más importantes. Así que solo se tienen en cuenta las familias en una forma utilitaria. Los abuelos valen para cuidar a los niños mientras los padres trabajan, y para que dejen algo en herencia. Y, si no cuidan de sus hijos como verdaderos padres, ¿van a cuidar de sus mayores? Cuando no les son útiles... y además dan trabajo por causa de la salud… Pues ya tenemos como irá calando de igual manera la idea de la eutanasia. Puro utilitarismo como en el caso del matrimonio. Para muchos padres y madres jóvenes que se han emancipado e incluso tienen hijos, la llegada de las vacaciones de los niños es un verdadero problema. Durante el curso los han apuntado a un montón de actividades para tenerlos ocupados y vigilados por otros (profesores, monitores, etc.) de modo que casi no se ven y ahora en navidad, semana santa ó el verano, les descoloca la situación y no saben que hacer con ellos. Son como unos pequeños monstruos que les restringen sus libertades.
Volviendo al asunto del matrimonio, y dejando a un lado el aspecto moral y religioso que para muchos está de más, pero que sin lugar a dudas también “reviste al papelito”, pero pensando estrictamente en el sentido judicial, legal y del derecho que soporta los efectos derivados de una familia, de la unión matrimonial y de cada uno de los miembros, en el despreciable “papelito” se encuentran 40 siglos de desarrollo legislativo. Desde antes del código de Hammurabi hasta nuestros días miles y miles de juristas de todo el mundo, ante la realidad humana, han aportado muchísimo trabajo y pensamiento para el desarrollo legal de que disponemos en nuestros días, para limitar los daños de un indeseado pero posible fracaso matrimonial se puedan establecer los efectos y responsabilidades, así como reducir en lo posible los daños sobre los diferentes miembros de la familia.
Empezamos llamándolo “papelito” y acabamos desorientados sin perspectiva y padeciendo unas impredecibles consecuencias. Si quieres profundizar algo más sobre esta cuestión y tienes apenas 30 minutos te recomiendo que escuches una pequeña prédica que tuve la oportunidad de pronunciar hace un par de años en la boda de unos amigos, titulada “Los seis pilares del matrimonio”. Búscala en http://www.jeitoledo.com/predicacionesx.php Tal vez para algunos todavía tenga remedio buscar el manual del Creador y ponerlo en practica.