Como una consecuencia de su particular visión de la salvación, como relación individual del hombre con Dios, los evangelistas tienen una noción del cielo que tampoco tiene nada de cristiana.
Su concepción del cielo es parecida a la que tiene el hinduismo o el islam o las religiones paganas.
En estas religiones lo que se espera por encima de todo es ser acogido tras la muerte en el bienaventurado y beatífico Elíseo de los dioses o de alá, lejos de preocupaciones y del hervidero de afanes y padecimientos de esta tierra. Esta aspiración, sin embargo, tiene muy poco que ver con el "cielo" de nuestra fe. El cielo en el que creemos los cristianos no es un paraíso de egoístas que lo que principalmente ansían es recibir su recompensa y que a continuación les dejen tranquilos. El cielo de nuestra fe es el juego "de un amor que se ha liberado, que no se consumirá jamás" Y el "capitán" que ha puesto en marcha este juego y sostiene su curso, no es otro que Jesucristo, el cual permitió que todo el dolor de la Creación se le acercara y penetrara en él. Con su resurrección de entre los muertos Jesucristo no se limitó a eliminar este dolor, el suyo y el de todas las demás criaturas, sino que se lo llevó consigo a la vida salvadora y reconciliadora de Dios. Él, el Jesús crucificado y resucitado, la simpatía encarnada de Dios con todos los que sufren en este mundo, es nuestro "cielo".
Este cielo no nos libra de los sufrimientos de un amor ligado a los padecimientos de la historia. Al ser la fiesta del amor lo que esperamos, las "bodas del Cordero" que llevará por toda la eternidad los estigmas, los signos de su solidaridad con los que sufren, tampoco en el cielo termina la vulnerabilidad del amor y su compadecerse del dolor de los otros.
Así, pues, ¿también en el cielo habrá padecer? Sí, el com-padecerse del amor. Después de la resurrección de Jesús, Tomás, el escéptico, quiere tocar las heridas de Jesús con sus propias manos para poder creer que éste vive realmente en la vida de Dios. ¿Por qué este extraño deseo? ¿Por qué no una aparición luminosa y sobrecogedora que ponga fin a toda desconfianza? Sin duda, porque sólo las heridas que han sido llevadas a la vida de Dios, "atravesadas por los rayos" de su luz y reconciliadas de este modo en él, hacen creíble la nueva vida.
El ruego del Anima Christi -"acógeme en tus heridas"- es un símbolo acertado del cielo en el que tengo mi esperanza y me regocijo: ser acogido en las heridas del resucitado. Y esto significa: haberse reconciliado con el dolor de la Creación, el propio y el de los otros, y en especial con el de los que todavía están vivos. De ahí que los santos del cielo no están separados de nosotros, sino que son nuestros intercesores dentro de la “comunión de los santos”. Se preocupan de nosotros, se compadecen de nosotros, interceden por nosotros. El cielo no es un paraiso de egoistas.
Su concepción del cielo es parecida a la que tiene el hinduismo o el islam o las religiones paganas.
En estas religiones lo que se espera por encima de todo es ser acogido tras la muerte en el bienaventurado y beatífico Elíseo de los dioses o de alá, lejos de preocupaciones y del hervidero de afanes y padecimientos de esta tierra. Esta aspiración, sin embargo, tiene muy poco que ver con el "cielo" de nuestra fe. El cielo en el que creemos los cristianos no es un paraíso de egoístas que lo que principalmente ansían es recibir su recompensa y que a continuación les dejen tranquilos. El cielo de nuestra fe es el juego "de un amor que se ha liberado, que no se consumirá jamás" Y el "capitán" que ha puesto en marcha este juego y sostiene su curso, no es otro que Jesucristo, el cual permitió que todo el dolor de la Creación se le acercara y penetrara en él. Con su resurrección de entre los muertos Jesucristo no se limitó a eliminar este dolor, el suyo y el de todas las demás criaturas, sino que se lo llevó consigo a la vida salvadora y reconciliadora de Dios. Él, el Jesús crucificado y resucitado, la simpatía encarnada de Dios con todos los que sufren en este mundo, es nuestro "cielo".
Este cielo no nos libra de los sufrimientos de un amor ligado a los padecimientos de la historia. Al ser la fiesta del amor lo que esperamos, las "bodas del Cordero" que llevará por toda la eternidad los estigmas, los signos de su solidaridad con los que sufren, tampoco en el cielo termina la vulnerabilidad del amor y su compadecerse del dolor de los otros.
Así, pues, ¿también en el cielo habrá padecer? Sí, el com-padecerse del amor. Después de la resurrección de Jesús, Tomás, el escéptico, quiere tocar las heridas de Jesús con sus propias manos para poder creer que éste vive realmente en la vida de Dios. ¿Por qué este extraño deseo? ¿Por qué no una aparición luminosa y sobrecogedora que ponga fin a toda desconfianza? Sin duda, porque sólo las heridas que han sido llevadas a la vida de Dios, "atravesadas por los rayos" de su luz y reconciliadas de este modo en él, hacen creíble la nueva vida.
El ruego del Anima Christi -"acógeme en tus heridas"- es un símbolo acertado del cielo en el que tengo mi esperanza y me regocijo: ser acogido en las heridas del resucitado. Y esto significa: haberse reconciliado con el dolor de la Creación, el propio y el de los otros, y en especial con el de los que todavía están vivos. De ahí que los santos del cielo no están separados de nosotros, sino que son nuestros intercesores dentro de la “comunión de los santos”. Se preocupan de nosotros, se compadecen de nosotros, interceden por nosotros. El cielo no es un paraiso de egoistas.