Fiesta de Navidad: La Iglesia da al hombre la fiesta, que es una cosa distinta del tiempo libre. El mero no trabajar no constituye una fiesta. Uno de los problemas de la sociedad actual es, en efecto, su profundo hastío del culto al trabajo, sin que por otra parte romper con lo habitual le haya dado libertad. Hasta el punto de que el tiempo libre se está convirtiendo poco a poco en algo más amenazador y funesto que el trabajo mismo. Las mismas depresiones se agudizan con el tiempo libre.
La historia del cristianismo comienza con la palabra “alégrate” que Lucas pone en el inicio del anuncio del nacimiento de Jesús que el ángel hace a María. Esta palabra que abre la historia de Jesús, y por tanto, la del cristianismo, implica una denominación programática de lo que el cristianismo es en virtud de su propia naturaleza. En la narración del nacimiento de Jesús repite con variaciones esta misma idea cuando presenta al ángel diciendo a los pastores: “Os anuncio una gran alegría”. Lo mismo expresa la palabra evangelio: buena nueva, un mensaje bueno y alegre.
La sociedad “moderna” se ha librado de las ataduras de la religión, ya no tolera que haya nada prohibido. Sin embargo, hasta los vanguardistas de libertinaje reconocen que eso no les ha proporcionado alegría ni felicidad. El asco y el aburrimiento los devoran. La esclavitud es aun mayor que antes. No hay más que leer las obras de Sartre, Camus, etc o salir un viernes o sábado noche por los bares y salas de fiestas para palpar la soledad y el aburrimiento. Son los que maldicen las fiestas religiosas, como la navidad, aunque en el fondo no pueden negar que en su interior se les humedecen los ojos cuando oyen las campanas de Nochebuena, la música de los villancicos, el brillar de las luces de los belenes y el regocijo de voces infantiles. Siempre es la conmoción de algo que en un tiempo fue comunidad, de la que han sido arrojados como Adan del paraíso.
De aquellas personas que dan una impresión particularmente penosa, que respiran tristeza, se dice a menudo que no se aguantan a sí mismos. Pero ¿a quién o a qué puede aguantar aquel que se encuentra desgarrado en sí mismo? La raíz de la alegría es que el hombre esté de acuerdo consigo mismo. Quien puede aceptarse a sí mismo, ha conseguido el sí decisivo. Vive en el sí, en la aceptación positiva. Y quien puede aceptarse a sí mismo, puede aceptar también el tú, puede aceptar el mundo. La razón de que un hombre no puede aceptar el tú, es que no puede aguantar a su yo. ¿Cómo consigue una persona dejar valer su yo, estar de acuerdo con él? Surge aquí tal vez lo inesperado: él solo no puede conseguirlo de ninguna forma. Su yo resulta aceptable sólo porque previamente ha sido aceptado por otro. Sólo puede amarse a sí mismo cuando antes ha sido amado por otro. La madre no da la vida al niño sólo físicamente; también se la da, y en plenitud, cuando acoge su llanto y lo transforma en risas. La vida sólo es aceptable cuando es aceptada y se la encuentra dada como tal. El hombre es ese extraño ser que no sólo necesita un nacimiento físico sino que tiene que ser bien aceptado y recibido para poder afirmarse y existir.
Aquí se encuentran las raíces de las convulsiones de nuestra generación. Desde mucho tiempo atrás, la magia de la revolución ha dejado de ser mera sublevación contra las injusticias reparables para convertirse en protesta contra el ser mismo, que no ha experimentado su aceptación, no se sabe aceptado y, por ende, tampoco aceptable.
Para que el hombre pueda aceptarse, hay que decirle: es bueno que tú existas, decírselo no con palabras, sino con aquel acto total de la existencia que llamamos amor. Pero ¿se expresa una verdad, cuando alguien me dice: es bueno que estés aquí? ¿Es realmente bueno? Si el amor que me alienta a ser no se apoya en la verdad, entonces al final habría que maldecir también el amor, que me engaña, que sostiene y mantiene algo que mejor sería destruir. El acto de quererse a sí mismo plantea el problema de la verdad: ¿es bueno que yo sea? ¿Es bueno incluso que algo exista? ¿Es bueno el universo? El amor solo no lo hace todo. Si la verdad está contra el amor, éste es inútil. Sólo si amor y verdad concuerdan puede el hombre estar alegre. Solo la verdad hace libres.
El contenido del evangelio cristiano dice: para Dios, el hombre es tan importante que ha llegado a padecer por él. La cruz, que según Nietzsche es la más aborrecible expresión del carácter negativo de la religión cristiana, es, en realidad, el centro del evangelio, la buena nueva. Es la sanción a nuestra existencia, no con palabras, sino en un acto que hace que para Dios merezca la pena morir en su hijo hecho hombre. Quien es amado hasta la muerte, este tal se sabe amado de verdad. Si Dios nos ama así, es que somos verdaderamente amados. Entonces el amor es verdad y la verdad amor. Entonces la vida merece la pena. Justamente eso es el evangelio. El anuncio de la cruz es una buena nueva para aquel que cree; la única buena nueva que arrebata a todas las demás alegrías su ambivalencia y las hace gozosas. El cristianismo es, desde su mismo centro, gozo, posibilitación para estar y ser alegres: aquél “alégrate” con el que inicia su andadura, resume toda su esencia. Donde la alegría está ausente es seguro que no está el espíritu de Jesús. Y a la inversa: La alegría es signo de la gracia. Quien desde el fondo de su corazón se siente contento, quien ha sufrido pero no ha perdido la alegría, no puede estar lejos del Dios del evangelio, cuya primera palabra, en el umbral del Nuevo testamento, dice: “Alégrate”