Casa de Dios:
Casa de Dios:
El primero en usar esta expresión fue Jacob: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gn.28:17).
Paradójicamente, este lugar no era ningún edificio, sino la misma tierra en que estaba acostado, teniendo el cielo de techo y una piedra de cabecera. La segunda mención ya alude al tabernáculo: “Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la casa de Jehová tu Dios” (Ex. 23:19ª), y más precisamente también al arca del pacto de Dios en el libro de Jueces (18:31; 20:18, 26-28; 21:2). Luego las referencias a la casa de Dios tienen que ver con el templo que David se propuso edificar en Jerusalem, para lo que reunió los materiales necesarios, pero que recién pudo inaugurar su hijo Salomón (1R.5/8; 1Cro.22; 2Cron. 2/7).
Es notable la pregunta de Salomón en su oración en la inauguración del templo: “Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?” (1R. 8:27). En el mismo tenor, dice así el Señor en Isaías 66:1: “El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo?”
Son numerosas las referencias a la “casa de Dios” en los libros de Esdras y Nehemías, en relación a la reedificación del Templo. El Salmo 84 describe el deseo de estar en las moradas de Dios, en sus atrios, a la puerta de la casa de Dios.
En el Nuevo Testamento, el Señor Jesús se refiere al Templo como “casa de oración” (Mt.21:13), pero debe recordarse que es el Templo de los judíos, y no un edificio cristiano (Véase luego Templo).
Veremos seguidamente los demás textos que de uno u otro modo aluden a la casa de Dios, para verificar si al lugar en que la iglesia se reúne se le aplica la misma expresión:
2Cor.5:1: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”.
Sabemos por el contexto que se refiere a nuestro cuerpo que en la venida del Señor será transformado o resucitado, pero también nos recuerda aquellas palabras de Juan 14:2: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay”.
1Tim.3:15: “para que si tardo, sepas cómo debes conducirte en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad”. Esta casa de Dios, que es la iglesia con la descripción que sigue, lo es antes que nada en su aspecto general o universal, y obviamente también en toda expresión local, como la iglesia en Éfeso, en este caso. El propio Pablo ya había considerado esta figura de la iglesia cuando le dice a los corintios que eran edificio de Dios, y que él mismo como perito arquitecto había puesto el fundamento, que no puede ser otro que Jesucristo mismo.
Lo importante es ir notando como la casa de Dios son los creyentes mismos, el pueblo de Dios, y no el edificio en que ellos se reúnen. De otro modo se despersonaliza el concepto, pues aunque se diga que ambas ideas puedan coexistir juntas, la experiencia muestra que siempre se acaba por tomar al continente como si fuese el contenido: Iglesia, Parlamento, Congreso, etc.
He.3:6;10:21: “pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros”, “y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios”. Aquí la idea de casa, más que de un edificio material es la de familia y su linaje; siendo Moisés, como siervo, fiel sobre toda la casa de Dios, que era Israel; y el Señor Jesucristo, como hijo, sobre la Iglesia. 1Pe.2:5;4:17: “vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”, “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”. También en esta epístola la casa espiritual y casa de Dios comprende a la Iglesia.
Estos son todos los textos que he encontrado en el Nuevo Testamento en cuanto a la casa de Dios. Después de repasarlos se comprobará fácilmente que nunca señalan a un edificio material, con la única excepción del Templo en Jerusalem, casa de oración, profanada por los
mercaderes a los que se enfrentó el Señor Jesús. Adviértase también que cuando en el libro de Los Hechos se nos dice que todos los creyentes también se reunían en el Templo (2:46), no se refiere al edificio del Templo propiamente, donde estaba el lugar Santo y el lugar Santísimo, sino a los amplios patios exteriores o los pórticos, hasta donde se permitía estar a los gentiles. Si bien los primeros cristianos comenzaron a reunirse en casas, y en casas particulares funcionaron las primeras iglesias, ninguna es llamada “casa de Dios” sino que son conocidas por el nombre de sus moradores: Aquila y Priscila (1Co.16:19), Ninfas (Col. 4:15), Filemón (1:2).
Y bien, es razonable que también esta exposición sea cuestionada, originando un diálogo más o menos como sigue:
- ¡Muy bien! Ya lo sé; ¿pero qué inconveniente puede haber para que cuando inauguramos un salón alquilado o un edificio expresamente construido como lugar de culto, lo dediquemos como casa de oración, y nos acostumbremos a llamarlo como “casa de Dios”? Al fin y al cabo, ¿no es el sitio destinado para las reuniones de la iglesia? Que no exista tal antecedente neotestamentario tampoco priva del libre uso de un término que está perfectamente acorde con el propósito, destino y uso de tal inmueble. La universalidad de tal costumbre no solamente acredita tal uso, sino que también expone al descrédito a cualquiera que la cuestione, con el único argumento de falta de precedentes en las iglesias primitivas.
- El problema no está con el uso de las palabras, sino que una infeliz aplicación del término puede inducir a error y a un desvío de la sana doctrina. Por ejemplo: cuando una familia cristiana se muda a una nueva casa, puede también dedicarla al Señor y decir que esta es
también su Bet-el, casa de Dios, pues Él reina soberano en ese hogar. No hay forma de ver riesgo alguno en el empleo de tan sano criterio.
- ¡Pues con mayor razón todavía respecto al edificio donde el pueblo de Dios se congrega!
- No es tan simple en este caso. Con el primero, siendo el hogar la unidad colectiva menor, es obvio que ningún padre de familia, por fanático que sea, estirará la expresión “casa de Dios” al grado de atribuirle un privilegio exclusivo que pueda distinguirla de las casas de sus hermanos en la fe. Pero tratándose del recinto donde se congregan en el nombre del Señor los cristianos, puede darse a esa expresión una connotación impropia, desviándose de la verdad, tal como frecuentemente ocurre por todas partes.
- Pero ¿quién haría tal cosa?
- La misma fuerza de tan generalizada costumbre, puede llevar a que ingenuamente, sin malicia alguna, se aplique con total inocencia y buenas intenciones. Por ejemplo: miembros de la congregación que aman al Señor y a sus hermanos, serán sensibilizados también en cuanto a amar al lugar físico en que se reúnen, y donde Dios es adorado y su Palabra predicada. Así que querrán mantener siempre limpio, bien pintado, ventilado y arreglado ese sitio como todo su mobiliario, para que luzca con la dignidad debida como casa de Dios. Esto es inobjetable. Por otra parte, es sensato imaginar también, que
quienes guían la iglesia exhorten a los hermanos a ser recatados y reverentes al concurrir a las reuniones, guardando la solemnidad que corresponde al hallarse en la casa de Dios. Esto también es inobjetable.
- ¿Entonces?
- Pues de alguna forma, lo que al principio era bueno y conveniente, paulatinamente va cobrando cuerpo y comienza a adquirir rasgos que no le son propios; quizá por asociación de ideas se importan aspectos del Templo en Jerusalem, así como los que perduran en la memoria colectiva de nuestra tradición católica romana. Los miembros de la congregación pueden irlos incorporando inconscientemente, pero hay siempre un tiempo en que los dirigentes pueden advertir la ventaja de llegar a enfatizar este aspecto de que el edificio o recinto usado es la casa de Dios. Surge entonces la impresión -que a poco se convierte en dogma indiscutido-, que aunque ese ámbito se halle vacío, de algún modo el recinto es sagrado, y así va naciendo la superstición -que en el fondo no es otra cosa-, que Dios de veras mora entre esas cuatro paredes, de modo que allí sucederán cosas que no ocurren ordinariamente en otras partes. Es habitual que los pastores exhorten “a venir a la casa de Dios” (ya vimos que: “la cual casa somos nosotros”) cuando no es cosa de a dónde vamos sino de lo que somos. O sea, que si la iglesia se reúne en la playa o en el parque, son tan “casa de Dios” allí como dentro del recinto donde habitualmente se congregan. Dicho de otro modo, no existe santidad o virtud alguna que el edificio pueda conferir a la congregación, sino precisamente al revés: es la asamblea reunida de los santos, -morada de Dios en Espíritu-la que santifica con su presencia ese sitio de reunión. Inadvertidamente, los pastores suelen animar a los fieles a que busquen al Señor cuando están en la “casa de Dios”, con la oración, la alabanza y el oír su Palabra, y ahí se quedan. Muy bien estaría la exhortación, si enfatizaran la necesidad de hacerlo también así en sus propias casas, lugares de estudio o trabajo, al transitar por la calle, y en cualquier sitio en que se encuentren. Entonces, al tiempo de reunirse como iglesia podrían compartir cuanto de Él han recibido, para edificación de todos los hermanos.
En lugar de ello, se ha alimentado la falsa idea de recibir en la “casa de Dios” la bendición que se les torna esquiva y huidiza durante el resto del día. Imperceptiblemente, el lugar físico ha cobrado una mística emparentada con la católica romana, que consagra los sitios de apariciones de “Vírgenes” y “Santos” como santuarios y oratorios donde buscar las mercedes divinas. Recordemos que la bendición del Salmo 133 no es para los que se encierran entre cuatro paredes, entre el piso y el techo, sino para los que se sientan alrededor del Señor como si fuesen uno solo, haya o no, paredes, piso y techo.
Tampoco la advertencia de He. 10:25 es para los que incumplen “el deber que tenemos de asistir a la iglesia” como mal traducen algunas versiones modernas, sino el dejar de reunirnos por nosotros mismos, como se lee del griego.
Ricardo