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CÉSAR VIDAL MANZANARES
<CENTER>¿Qué pretendemos exactamente?</CENTER>
Comienza el nuevo curso político y, como tantas otras veces, se plantea la cuestión de las relaciones entre las iglesias evangélicas y la administración.
Confieso que tras décadas de vaivenes y de que casi nada varíe yo casi me conformaría con que existiera una postura uniforme y coherente... porque la verdad es que temo que brilla por su ausencia.
Quizá no sea ahora el momento para recapitular sobre la historia de la FEREDE. Con todo, ese día tendrá - necesariamente - que llegar y estoy convencido de que a partir de ese momento podremos abordar con posibilidades de éxito problemas de no escasa envergadura.
Sin embargo, a la espera de tan gozoso amanecer, podemos descender sobre algunas cuestiones prácticas. La primera de ellas es que, al cabo de los años, existe una generalizada insatisfacción con los acuerdos que, en su día, se firmaron con el Estado. Las razones para ese malestar son diversas pero, desde luego, innegables. Tampoco debería dolernos reconocer que no han faltado los errores en estos años.
La segunda cuestión - no menos importante - es que no se percibe una visión unánime, clara, concreta y sin fisuras de la manera en que tiene que salirse del atolladero.
Personalmente, no puedo evitar la sensación de que las posturas son diversas -en ocasiones incompatibles- y que, desde luego, distan mucho de constituir la plataforma adecuada para trazar las futuras relaciones con el Estado.
Sin embargo, a pesar de todo, creo que esta situación, marcada por el descontento y la desorientación, no es irreversible y que incluso se ofrecen ante nosotros distintas posibilidades a las que me referiré en artículos siguientes. La cuestión fundamental es saber si el pueblo evangélico tiene las cosas claras.
<CENTER>Hemos puesto el carro antes del caballo
¿Qué pretendemos exactamente? (II)</CENTER>
Las opciones para abordar la relación con el Estado no son muy numerosas pero tampoco se reducen a un único camino. Fundamentalmente, se circunscriben a la de mantener la doctrina favorable a los pactos o, por el contrario, defender su abandono y su sustitución por una alternativa de separación total.
La tesis favorable a los pactos con el Estado nunca ha disfrutado entre los evangélicos de un asentimiento absoluto. Acostumbrados a vivir en un estado confesional en el que además sufrían una clara discriminación – no necesariamente tiene que ser así y, de hecho, no faltan ejemplos de ello en la Historia – las iglesias evangélicas parecían hasta 1975 más inclinadas a una separación total de la iglesia y del Estado.
Sin embargo, esa postura desapareció de manera sorprendentemente rápida durante la Transición. A ello contribuyeron varias circunstancias. En primer lugar, la desaparición de la Comisión de defensa evangélica y su sustitución por la FEREDE; en segundo, la articulación de ésta como una organización fundamentalmente destinada a concluir los acuerdos con el Estado y en tercero, la creencia – bastante ingenua, dicho sea de paso – de que la firma de unos acuerdos igualaría a todas las confesiones.
El resultado de esta visión, como ya adelantamos en la entrega anterior, ha sido muy decepcionante y, hoy por hoy, existe un sentimiento muy extendido de que los acuerdos han tenido poco – o ningún – reflejo práctico. De hecho, de mantener hoy esta línea sería imperativo realizar algunas modificaciones profundas.
La primera, sin duda, sería establecer lo que se desea sin caer en declaraciones poco concretas del tipo de “ser como la iglesia católica” o “salir en TV tanto como los católicos”. Si lo que se desea es alterar el contenido de los pactos resulta imperativo saber qué se desea cambiar. ¿Se pretende contar con salarios estatales para los pastores como en algunos países del norte de Europa? ¿Se desea ser objeto de exenciones fiscales aunque, lógicamente, a cambio las iglesias y organizaciones para-eclesiales se expondrán a un verdadero control de Hacienda? ¿Se desea la creación de una facultad de teología evangélica aún a riesgo de que buena parte de los profesores que ahora enseñan en los seminarios queden fuera de los claustros por la sencilla razón de que no poseen un título homologado para impartir ese tipo de docencia?
A la hora de descender a cuestiones prácticas se percibe con facilidad que los riesgos no son escasos. Con todo, en principio, cualquiera de esas posiciones es discutible pero habría que decidir cuáles se van a abrazar y cuáles a rechazar.
En segundo lugar, habría que asumir de una vez por todas que la importancia de una confesión en una sociedad no puede venir establecida por la ley sino que deriva de su peso demográfico y social. En otras palabras, si la administración optara por un principio proporcional para tratarnos en relación con la iglesia católica simplemente desapareceríamos de la TV por años y no recibiríamos un céntimo para nuestros colegios o la restauración de algunos lugares de culto tanta es la diferencia numérica en que nos hallamos.
De hecho, el número de católicos que va a misa a diario prácticamente es diez veces mayor que el de todos los evangélicos españoles. Esta circunstancia debería impulsarnos a una reflexión clara, la de que la administración no puede darnos lo que, previamente, las iglesias evangélicas no han conseguido.
Es obvio, por el contrario, que si el crecimiento de las iglesias evangélicas hubiera sido como en otros países sería la propia administración la que las buscaría. En otras palabras, nuestra insignificancia numérica y nuestro escasísimo peso social no van a ser corregidos porque la administración decida tener una partida para pastores. Pero una evangelización entregada que diera frutos sí que provocaría el efecto contrario.
Con verdadera contrición de corazón deberíamos reconocer que hemos puesto el carro antes del caballo.
Clamamos para que la administración nos conceda mejores condiciones para propagar el Evangelio. En realidad, deberíamos propagar el Evangelio en cualquier condición y, al recoger los frutos, sería la administración la que clamaría – no siempre con buenas intenciones, todo hay que decirlo – para tenernos cerca.
En resumen, buscando el Reino y su justicia lo demás vendría por añadidura. Buscando la añadidura, es fácil perder de vista el Reino y su justicia. Pero sobre esto abundaremos en la próxima entrega.
César Vidal Manzanares es un conocido escritor, historiador y teólogo.
© Libertad Digital, C. Vidal (ProtestanteDigital 2004, España).
HTTP://WWW.ICP-E.ORG/
CÉSAR VIDAL MANZANARES
<CENTER>¿Qué pretendemos exactamente?</CENTER>
Comienza el nuevo curso político y, como tantas otras veces, se plantea la cuestión de las relaciones entre las iglesias evangélicas y la administración.
Confieso que tras décadas de vaivenes y de que casi nada varíe yo casi me conformaría con que existiera una postura uniforme y coherente... porque la verdad es que temo que brilla por su ausencia.
Quizá no sea ahora el momento para recapitular sobre la historia de la FEREDE. Con todo, ese día tendrá - necesariamente - que llegar y estoy convencido de que a partir de ese momento podremos abordar con posibilidades de éxito problemas de no escasa envergadura.
Sin embargo, a la espera de tan gozoso amanecer, podemos descender sobre algunas cuestiones prácticas. La primera de ellas es que, al cabo de los años, existe una generalizada insatisfacción con los acuerdos que, en su día, se firmaron con el Estado. Las razones para ese malestar son diversas pero, desde luego, innegables. Tampoco debería dolernos reconocer que no han faltado los errores en estos años.
La segunda cuestión - no menos importante - es que no se percibe una visión unánime, clara, concreta y sin fisuras de la manera en que tiene que salirse del atolladero.
Personalmente, no puedo evitar la sensación de que las posturas son diversas -en ocasiones incompatibles- y que, desde luego, distan mucho de constituir la plataforma adecuada para trazar las futuras relaciones con el Estado.
Sin embargo, a pesar de todo, creo que esta situación, marcada por el descontento y la desorientación, no es irreversible y que incluso se ofrecen ante nosotros distintas posibilidades a las que me referiré en artículos siguientes. La cuestión fundamental es saber si el pueblo evangélico tiene las cosas claras.
<CENTER>Hemos puesto el carro antes del caballo
¿Qué pretendemos exactamente? (II)</CENTER>
Las opciones para abordar la relación con el Estado no son muy numerosas pero tampoco se reducen a un único camino. Fundamentalmente, se circunscriben a la de mantener la doctrina favorable a los pactos o, por el contrario, defender su abandono y su sustitución por una alternativa de separación total.
La tesis favorable a los pactos con el Estado nunca ha disfrutado entre los evangélicos de un asentimiento absoluto. Acostumbrados a vivir en un estado confesional en el que además sufrían una clara discriminación – no necesariamente tiene que ser así y, de hecho, no faltan ejemplos de ello en la Historia – las iglesias evangélicas parecían hasta 1975 más inclinadas a una separación total de la iglesia y del Estado.
Sin embargo, esa postura desapareció de manera sorprendentemente rápida durante la Transición. A ello contribuyeron varias circunstancias. En primer lugar, la desaparición de la Comisión de defensa evangélica y su sustitución por la FEREDE; en segundo, la articulación de ésta como una organización fundamentalmente destinada a concluir los acuerdos con el Estado y en tercero, la creencia – bastante ingenua, dicho sea de paso – de que la firma de unos acuerdos igualaría a todas las confesiones.
El resultado de esta visión, como ya adelantamos en la entrega anterior, ha sido muy decepcionante y, hoy por hoy, existe un sentimiento muy extendido de que los acuerdos han tenido poco – o ningún – reflejo práctico. De hecho, de mantener hoy esta línea sería imperativo realizar algunas modificaciones profundas.
La primera, sin duda, sería establecer lo que se desea sin caer en declaraciones poco concretas del tipo de “ser como la iglesia católica” o “salir en TV tanto como los católicos”. Si lo que se desea es alterar el contenido de los pactos resulta imperativo saber qué se desea cambiar. ¿Se pretende contar con salarios estatales para los pastores como en algunos países del norte de Europa? ¿Se desea ser objeto de exenciones fiscales aunque, lógicamente, a cambio las iglesias y organizaciones para-eclesiales se expondrán a un verdadero control de Hacienda? ¿Se desea la creación de una facultad de teología evangélica aún a riesgo de que buena parte de los profesores que ahora enseñan en los seminarios queden fuera de los claustros por la sencilla razón de que no poseen un título homologado para impartir ese tipo de docencia?
A la hora de descender a cuestiones prácticas se percibe con facilidad que los riesgos no son escasos. Con todo, en principio, cualquiera de esas posiciones es discutible pero habría que decidir cuáles se van a abrazar y cuáles a rechazar.
En segundo lugar, habría que asumir de una vez por todas que la importancia de una confesión en una sociedad no puede venir establecida por la ley sino que deriva de su peso demográfico y social. En otras palabras, si la administración optara por un principio proporcional para tratarnos en relación con la iglesia católica simplemente desapareceríamos de la TV por años y no recibiríamos un céntimo para nuestros colegios o la restauración de algunos lugares de culto tanta es la diferencia numérica en que nos hallamos.
De hecho, el número de católicos que va a misa a diario prácticamente es diez veces mayor que el de todos los evangélicos españoles. Esta circunstancia debería impulsarnos a una reflexión clara, la de que la administración no puede darnos lo que, previamente, las iglesias evangélicas no han conseguido.
Es obvio, por el contrario, que si el crecimiento de las iglesias evangélicas hubiera sido como en otros países sería la propia administración la que las buscaría. En otras palabras, nuestra insignificancia numérica y nuestro escasísimo peso social no van a ser corregidos porque la administración decida tener una partida para pastores. Pero una evangelización entregada que diera frutos sí que provocaría el efecto contrario.
Con verdadera contrición de corazón deberíamos reconocer que hemos puesto el carro antes del caballo.
Clamamos para que la administración nos conceda mejores condiciones para propagar el Evangelio. En realidad, deberíamos propagar el Evangelio en cualquier condición y, al recoger los frutos, sería la administración la que clamaría – no siempre con buenas intenciones, todo hay que decirlo – para tenernos cerca.
En resumen, buscando el Reino y su justicia lo demás vendría por añadidura. Buscando la añadidura, es fácil perder de vista el Reino y su justicia. Pero sobre esto abundaremos en la próxima entrega.
César Vidal Manzanares es un conocido escritor, historiador y teólogo.
© Libertad Digital, C. Vidal (ProtestanteDigital 2004, España).
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