Hola! el que me quiera ayudar

8 Agosto 2006
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Hola! tengo una preguntilla me podrian decir las cosas y buenas y malas que hisi la iglesia catolica en la edad media??? por favor, agradeceria su respuesta.:jump3:
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

,........
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

Chico trata de ser un poco mas asertivo o bueno diria yo un poco mas especifico. Nada mira hoy llego a casa tarde en la noche pero con gusto te ayudo enviame un email.
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

Hola! tengo una preguntilla me podrian decir las cosas y buenas y malas que hisi la iglesia catolica en la edad media??? por favor, agradeceria su respuesta.:jump3:

Lo dificil es encontar alguna de buena.
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

Hola.......sabes mi hermano......para decirte todas las cosas.....que hicieron sería....alargar mucho.....solo decirte, que eslo que hicieron en las cruzadas...sería......poco..?....no sé específicamente lo que quieres tu saber.....pero por en cuanto.......es eso.......que Dios te bendiga.....
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

Hola! tengo una preguntilla me podrian decir las cosas y buenas y malas que hisi la iglesia catolica en la edad media??? por favor, agradeceria su respuesta.:jump3:

Puedes comenzar por las 95 Tesis de Martín Lutero... ahí podrás encontrar una que otra cosa.
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

Hola.......sabes mi hermano......para decirte todas las cosas.....que hicieron sería....alargar mucho.....solo decirte, que eslo que hicieron en las cruzadas...sería......poco..?....no sé específicamente lo que quieres tu saber.....pero por en cuanto.......es eso.......que Dios te bendiga.....

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Mr.Yankee, si te quieres entretener con un poco de historia ahi va lo de las cruzadas, pero no esperes nada morboso.

Las cruzadas

Lo digo a los presentes. Ordeno que se les diga a los ausentes. Cristo lo manda. A todos los que allá vayan y pierdan la vida, ya sea en el camino o en el mar, ya en la lucha contra los paganos, se les concederá el perdón inmediato de sus pecados. Esto lo concedo a todos los que han de marchar, en virtud del gran don que Dios me ha dado.

Urbano II​

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De todos los altos ideales que cautivaron el espíritu de la época, ninguno tan arrollador, tan dramático, ni tan contradictorio, como el de las cruzadas. Por espacio de varios siglos la Europa occidental derramó su fervor y su sangre en una serie de expediciones cuyos resultados fueron, en los mejores casos, efímeros; y en los peores, trágicos. Lo que se esperaba era derrotar a los musulmanes que amenazaban a Constantinopla, salvar el Imperio de Oriente, unir de nuevo la cristiandad, reconquistar la Tierra Santa, y en todo ello ganar el cielo. Si este último propósito se logró o no, toca al Juez Supremo decidirlo. Todos los demás se alcanzaron en una u otra medida. Pero ninguno de estos logros fue permanente. Los musulmanes, derrotados al principio por estar divididos entre sí, a la postre se unieron y echaron a los cruzados.

Constantinopla, y la sombra de su Imperio, pudieron continuar existiendo hasta el siglo XV, pero a la larga cayeron ante el ímpetu de los turcos otomanos. Las iglesias latina y griega se unieron brevemente por la fuerza a raíz de la Cuarta Cruzada; pero el verdadero resultado de esa unidad forzada fue que el odio de los griegos hacia los latinos se acrecentó. La Tierra Santa estuvo en posesión de los cristianos alrededor de un siglo, y volvió a caer en manos de los musulmanes.

Trasfondo de las cruzadas: las peregrinaciones

Desde el siglo IV, las peregrinaciones a Tierra Santa se habían hecho cada vez más populares. En fecha anterior se estableció la costumbre visitar las tumbas de los mártires en el aniversario de su muerte. Ahora que el Imperio era cristiano, se hacía posible emprender peregrinaciones más largas, a Tierra Santa o a Roma, donde descansaban los restos mortales de San Pedro y San Pablo. La madre de Constantino, Elena, creyó haber descubierto en Jerusalén los restos de la “vera cruz”. Ese descubrimiento, y las basílicas que ella y varios emperadores hicieron construir, aumentaron la fascinación de la Tierra Santa para los cristianos. Al mismo tiempo, varios de los “gigantes” a quienes dedicamos nuestra Sección Segunda atacaron las peregrinaciones, diciendo que se trataba de una superstición, y que en todo caso había más mérito en quedarse en casa y hacer el bien que en marchar a algún lugar lejano por motivos religiosos.

A pesar de esa oposición, durante la “era de las tinieblas” las peregrinaciones se hicieron cada vez más populares. Pronto se les consideró una forma de penitencia adecuada para ciertos pecados. En algunos documentos del siglo VII, las vemos incluidas entre las penitencias que es lícito imponer a un pecado. Aunque había otros lugares de peregrinación, el de mayor prestigio, tanto por la distancia como por su importancia histórica, era naturalmente la Tierra Santa.

Cuando los árabes tomaron los lugares sagrados del cristianismo, algunos temieron que las peregrinaciones a Tierra Santa se dificultasen sobremanera. Pero los gobernantes árabes en su mayoría se mostraron en extremo benévolos para con los peregrinos cristianos, que continuaron afluyendo hacia Jerusalén y los santos lugares. Puesto que muchas veces los mares no eran seguros, a causa de la piratería, la ruta común de los peregrinos de Occidente les llevaba primero a Constantinopla, y de allí por tierra a través de Anatolia y Siria, hasta Jerusalén.

La reforma del siglo XI les daba gran valor a las peregrinaciones, que en esa época se volvieron más fáciles y comunes porque la piratería había sido casi totalmente erradicada del Mediterráneo.
Pero hacia fines de ese siglo las circunstancias políticas cambiaron en el Cercano Oriente. Hasta entonces, la gran potencia de la región había sido el califato abasí, cuya capital estaba en Bagdad. Aunque sus relaciones con el Imperio Bizantino no eran cordiales, éste último tenía en él un fuerte baluarte contra las hordas de Asia central. Pero en el siglo XI el poderío abasí se deshizo, y los turcos seleúcidas invadieron el califato, y después el Imperio. Constantinopla se vio amenazada, y por ello le pidió ayuda repetidamente al Occidente. Los santos lugares fueron tomados primero por los turcos. Después la dinastía árabe de los fatimitas, cuyo poder tenía su sede en Egipto, comenzó a tomar las tierras conquistadas por los turcos. Estos se dividieron en varios bandos. Para los peregrinos, el resultado de todo esto fue hacer su viaje confuso y peligroso. Los que regresaban a Europa contaban que cada ciudad parecía tener un gobierno distinto, y que por todas partes había fuertes bandas de ladrones contra las cuales era necesario armarse.
Dadas las nuevas circunstancias, y el hecho de que eran muchos los peregrinos que no volvían a sus hogares, comenzó a pensarse de la Tierra Santa como el lugar de la última peregrinación. Muchos documentos de la época nos hablan de peregrinos que esperaban morir en Jerusalén o en el camino. Y algunos llegan a mostrarse decepcionados por haber podido regresar. Para los espíritus más exaltados, la muerte en peregrinación a Tierra Santa vino a ser la suprema elección divina, como la muerte a manos del Imperio lo había sido para los mártires de antaño.

Por otra parte, la situación así creada dio lugar a los peregrinajes armados. Aquellos peregrinos no iban a conquistar la Tierra Santa. Pero si tropezaban con algún bandido, o si alguna banda de soldados pretendía matarlos o hacerlos cautivos, debían estar prontos a defenderse. Así llegó a haber peregrinajes que parecían pequeños ejércitos. Y en ellos se encuentran algunas de las raíces de las cruzadas.

Trasfondo de las cruzadas: la guerra santa

La tradición de la guerra santa se fundiría a la de las peregrinaciones para crear el ideal de las cruzadas. Como es de todos sabido, la iglesia antigua tuvo serias dudas acerca de si se podía ser soldado y cristiano al mismo tiempo. Pero en época de Constantino esas dudas habían sido resueltas, y por tanto los cristianos parecen haber sido relativamente numerosos en las legiones romanas. Eusebio narra las guerras de Constantino contra Majencio y Licinio como si se tratara de una empresa ordenada por Dios. Para ello tenía amplios precedentes en el Antiguo Testamento, y no dejó de hacer uso de ellos. Poco después Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa, y señaló las condiciones necesarias para poder darle ese título a un acto bélico cualquiera. En la “era de las tinieblas”, fueron muchos los obispos cristianos que de un modo u otro apoyaron a algún ejército que salía al campo de batalla. Las conquistas de Carlomagno recibieron sanción papal. En la época que estamos estudiando, el papa León IX dio el ejemplo, al marchar al frente de las tropas con las que esperaba derrotar a los normandos. Al mismo tiempo, según veremos en el próximo capítulo, los cristianos trataban de echar a los moros de España. En esa empresa contaban con el apoyo de la iglesia y la bendición del papa, que a veces llegó a reclamar los territorios conquistados como propiedad de San Pedro.
Además, Gregorio VII, la figura predominante de la reforma del siglo XI, había tratado de enviar soldados occidentales a socorrer al Imperio Bizantino, pero sus convocatorias habían caído en oídos sordos

La Primera Cruzada

Fue en tiempos de Urbano II cuando se dieron todas las circunstancias necesarias para la gran empresa. El emperador de Bizancio, Alejo Comneno, había enviado emisarios a Roma para pedir socorro contra los turcos. Las autoridades eclesiásticas habían estado tratando de ponerle coto al espíritu guerrero de los nobles al declarar la Tregua de Dios y la Paz de Dios. La primera establecía ciertos períodos durante los cuales se prohibía guerrear, y que normalmente cubrían las principales fiestas de la iglesia, los domingos, el Adviento hasta la Epifanía, y desde el Miércoles de Ceniza hasta la octava después de la Resurrección. La segunda establecía que ciertos lugares, propiedades y personas quedarían exentos de todas las suertes de la guerra. Pero todo esto no bastaba, y muchas veces no se cumplía. Por tanto, los papas reformadores, y Urbano en particular, buscaban otros medios de poner fin a las interminables escaramuzas entre nobles.
Por otra parte, los últimos años del siglo XI fueron tristes en la mayor parte de Europa occidental. Hubo varios años seguidos en que las cosechas escasearon. En algunas regiones el hambre fue atroz. A ella se sumaron las epidemias. La peste causó grandes estragos. Pero la enfermedad que más se temía, por cuanto no se había conocido antes, fue la de “los ardientes”. Los enfermos sufrían de altísima fiebre, y sus pies y manos se gangrenaban, pudrían y caían en pedazos. Los pocos enfermos que lograban sobrevivir quedaban mutilados, y condenados a una existencia miserable.

En medio de tales circunstancias, no ha de sorprendernos la acogida que tuvo el llamamiento del papa Urbano cuando en el Concilio de Clermont, en Francia, lanzó su famoso llamamiento a la Primera Cruzada. Puesto que Urbano era francés, es de suponerse que su discurso, dirigido a todos los presentes, fue hecho en el idioma del pueblo. Tras referirse a los peligros que atravesaban los cristianos de Oriente por la amenaza turca, el Papa pasó a describir en detalle los horrores que sufrían los peregrinos, la profanación de los lugares sagrados, y la imperiosa necesidad de acudir en socorro de los hermanos griegos. Antes de que terminase su discurso, la multitud comenzó a expresar su aprobacion. Luego el Papa les ofreció una indulgencia plenaria a todos los que murieran en la empresa. Esto quería decir que cualquier pecado, por muy grave que fuese, les sería perdonado, e irían directamente al Paraíso. La muchedumbre continuó expresando su entusiasmo y, al concluir el discurso, rompió a gritar: “¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!”.

El resultado de su llamamiento fue mucho más allá de todas las esperanzas del Papa. Lo que él parece haber deseado era que se comenzasen los preparativos para una gran expedición militar, según los patrones tradicionales, dirigida por los nobles. Pero el resultado inmediato fue una fiebre de entusiasmo que parecía ser tan contagiosa como la plaga. Pronto surgieron numerosos predicadores de la gran empresa. Todos los sueños apocalípticos que por largos siglos habían estado reprimidos en las clases bajas salieron a relucir. Hubo quien tuvo visiones de la Jerusalén celestial, que descendía del cielo, y quedaba suspendida en el Oriente. Otros vieron grandes bandadas de aves, de peces, o de mariposas que se dirigían hacia el este, como indicándoles a los cruzados el camino a seguir. Algunos decían haber recibido sobre el hombro la marca de la cruz, que los declaraba elegidos para la peregrinación militar. Y no faltaban quienes mostraban orgullosos tal señal de la gracia divina.

El más famoso de estos predicadores populares fue Pedro el Ermitaño, cuyo manto de lana raída las multitudes trataban de besar. Su predicación encendida, su fervor contagioso, y su austera pobreza lo hicieron el principal jefe de las multitudes que soñaban con la Tierra Prometida. Se cuenta que muchas gentes tomaban los pelos de su mula, para hacer de ellos reliquias.
Pedro el Ermitaño se paseó por toda Francia, anunciando la Cruzada y llevando en pos de sí una multitud siempre creciente de seguidores entusiastas. Mientras los nobles y los caballeros preparaban cuidadosamente su expedición, esta gente, agobiada por sus circunstancias presentes, sencillamente decidían seguir a Pedro o a algún otro predicador semejante. E iban, más bien que como soldados, como peregrinos y colonizadores. Muchos herraron sus bueyes para la larga marcha, los uncieron a un carretón, y sobre él cargaron a su familia y sus escasas posesiones.

Pedro y sus seguidores pasaron entonces a Alemania, para reclutar todavía seguidores, y se internaron en territorios de los húngaros, donde esperaban ser bien recibidos. Pero los cruzados no llevaban provisiones, y por tanto tenían que sustentarse con lo que tomaban del país. Pronto tuvieron que luchar contra cristianos que trataban de defender sus bienes; primero los húngaros, y después los búlgaros. En estas peripecias, Pedro perdió mucha de su autoridad, y el “ejército” comenzó a desbandarse. Por fin llegaron a las fronteras del Imperio Bizantino, y Alejo Comneno hizo todo lo posible por acelerar su paso a través de él, a fin de evitar incidentes como los ocurridos en Hungría. Con ayuda imperial, los cruzados atravesaron el Bósforo y se internaron en Anatolia. Allí tuvieron sus primeros encuentros con los turcos, que resultaron desastrosos. A la postre, siguiendo los consejos del Emperador, decidieron aguardar al ejército de los nobles antes de intentar tomar la ciudad de Nicea.

En el entretanto, otras bandas de cruzados habían partido de Francia y de otras regiones de Europa. Muchas de estas partidas estaban peor organizadas que la de Pedro el Ermitaño, y ni siquiera esperaron a salir de Alemania antes de entregarse al pillaje. Esto se entiende, pues se trataba de gente desposeída que se consideraban enviadas en una misión divina, y para quienes por tanto la riqueza de los territorios que atravesaban parecía un sacrilegio. Pero el resultado neto fue que muchas de estas bandas fueron aniquiladas por los habitantes del país, y que algunos sobrevivientes quedaron sometidos a condiciones de penuria aún mayor que la que habían sufrido en sus tierras natales.
Además, buena parte de estos “soldados de Cristo” se dedicó a matar judíos. Puesto que iban a tierras lejanas a luchar contra los infieles, ¿por qué no comenzar esa lucha inmediatamente, y matar a los judíos que encontraban a su paso? En Praga, en Metz, en Ratisbona y en Maguncia fueron millares los judíos muertos por los cruzados. Cuando por fin Enrique IV regresó al país después de un viaje a Italia, se prohibieron los abusos contra los judíos. Pero ya el mal estaba hecho.
Mientras aquellas bandadas desorganizadas se dirigían hacia el Oriente, los nobles se preparaban para una expedición militar en regla. El Papa había nombrado a Ademar de Monteil, obispo de Puy, legado suyo, y por tanto jefe de la empresa. Pero de hecho los cruzados partieron de Europa hacia Constantinopla por diversos rumbos. El jefe de los soldados procedentes de la región del Rin, tanto alemanes como franceses, era Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena. Los franceses del sur iban al mando directo de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, y los acompañaba Ademar, el jefe espiritual de la Cruzada. Otros franceses seguían a Hugo de Vermandois, hermano del rey Felipe I. Y los normandos del sur de Italia seguían a Bohemundo y Tancredo, dos nobles de la región. Contingentes más pequeños procedentes de otros países (Galicia, Inglaterra, Escandinavia, etc.) se unieron a estos ejércitos principales.

Cada cual por su propio camino, las columnas de cruzados fueron llegando a Constantinopla. Allí el emperador Alejo los recibió con cortesía y toda clase de festejos y donativos. Pero al mismo tiempo se mostró firme, obligándolos a jurarle lealtad, y que cualquier ciudad bizantina que fuese tomada de los turcos volvería a formar parte del Imperio. Cuando los ejércitos partieron de la ciudad, Alejo les proveyó una escolta militar, no sólo para que les sirviera de guía, sino también para evitar que se dedicaran a saquear el territorio que tenían que atravesar. Por todas partes se veían los esqueletos de las primeras oleadas de cruzados, a quienes los turcos habían batido fácilmente. Pedro el Ermitaño y los demás sobrevivientes se sumaron a la empresa de los nobles.

La primera acción militar contra los turcos fue el sitio de Nicea, donde el sultán seleúcida, Kirlik Arslán, tenía su capital. Los turcos no parecen haberles prestado gran atención a las huestes invasoras, posiblemente porque esperaban que fuesen tan fáciles de vencer como lo habían sido las hordas de Pedro el Ermitaño. Cuando descubrieron su error, la ciudad de Nicea estaba sitiada. Un ejército turco que acudió en su auxilio fue derrotado por las tropas de Raimundo de Tolosa, quien ordenó que las cabezas de los enemigos muertos fuesen lanzadas por encima de las murallas de Nicea, para sembrar el pánico entre los defensores.
Pero Nicea estaba junto a un gran lago, y los cruzados, carentes de fuerzas navales, no podían evitar que los sitiados recibieran recursos por esa vía. A petición de los cruzados, el Emperador utilizó una flotilla para cerrar el cerco. La caída de Nicea, la ciudad que había sido sede del Primer Concilio Ecuménico, era inevitable.

Pero Alejo temía la codicia de los cruzados. La mayor parte de la población de Nicea era cristiana, y si la ciudad era tomada sin mayor daño podría ser incorporada fácilmente al Imperio Bizantino. Por tanto, el Emperador abrió negociaciones secretas con los sitiados, quienes le abrieron las puertas que daban al lago, mientras los cruzados atacaban las murallas por tierra. Antes que las murallas cedieran, los atacantes vieron ondear dentro de la ciudad el pendón imperial. Alejo tomó posesión de la ciudad, y no les permitió a los cruzados tomar botín alguno, aunque sí repartió entre ellos comida abundante, además de oro y piedras preciosas tomados del tesoro del Sultán.

De Nicea, los cruzados partieron rumbo a Antioquía. Para la marcha, se dividieron en dos columnas, que marchaban a una jornada de distancia entre sí. Aquella división resultó ser la salvación del ejército, pues el sultán Kirlik había logrado reunir todas sus tropas y preparar una celada en la llanura de Dorilea. Allí el primer ejército fue sorprendido y rodeado. No había modo alguno de escapar de la matanza, y lo único que sostuvo a los cristianos en el combate fue la certeza de que si se rendían les esperaba una suerte peor que la muerte. Desde la madrugada hasta el mediodía se defendieron bajo una lluvia constante de flechas, sin esperanza de victoria. Pero entonces llegó Raimundo de Tolosa al frente del segundo ejército. Antes de atacar, esta otra fuerza se dividió. Mientras Raimundo se lanzó al combate, otro contingente, al mando del obispo Ademar, rodeó el campo a escondidas, tras una elevación del terreno. La carga de Raimundo sorprendió a los turcos, quienes rompieron el cerco alrededor del primer ejército. Este último cobró nuevos bríos, de tal modo que las tropas cristianas se unieron para presentarle un frente común al enemigo. Este comenzaba a reorganizarse cuando de pronto Ademar y los suyos atacaron su retaguardia. La resistencia de los turcos se quebró ante tantas sorpresas, y huyeron despavoridos. La matanza fue enorme, y los cruzados quedaron en posesión del campo de batalla y del campamento del Sultán, con todas sus tiendas y tesoros. El camino hacia Tierra Santa quedaba abierto.

Pero los soldados europeos no contaban con las dificultades del terreno en Anatolia. Durante seis semanas, hasta que llegaron a Iconio, sufrieron sed y toda clase de privaciones. Muchas de las bestias de carga murieron, y el glorioso ejército de la cruz se vio obligado a colocar sus fardos sobre cabras y cerdos. Pero aquella experiencia consolidó la unidad entre tropas procedentes de diversas regiones, que apenas lograban comprenderse entre sí.

Tras dos días de descanso en Iconio, el ejército marchó hasta Heraclea, donde derrotó de nuevo a los turcos. Después se dividió de nuevo, pues unos decidieron tomar hacia Antioquía el camino más corto y peligroso, mientras otros prefirieron hacer un largo rodeo a través de la región de Armenia, donde esperaban recibir apoyo y provisiones de la población cristiana. Cuando por fin los dos cuerpos se reunieron cerca de Antioquía, ambos tenían malas noticias que compartir. Los que habían tomado la ruta de Armenia habían sido bien recibidos por los habitantes del lugar. Pero en los pasos de las montañas habían perdido gran cantidad de vidas, y de animales, armas y provisiones. Los que habían seguido el otro camino tuvieron mejor suerte, pero las desavenencias entre ellos se hicieron insoportables. Frente a los muros de Tarso, Tancredo y Balduino, el hermano de Godofredo de Bouillon, combatieron entre sí. Por fin Balduino decidió abandonar la empresa común y aceptar la oportunidad que le ofrecían los armenios de establecer un condado independiente en Edesa.

El jefe turco de Antioquía se había preparado para el ataque de los cruzados haciendo venir provisiones de toda la región, y pidiendo refuerzos de otros jefes turcos. Los atacantes tuvieron la fortuna de capturar un gran envío de provisiones destinadas a Antioquía, y con ellas restaurar sus fuerzas y su moral. El cerco prometía ser largo, pues Antioquía era todavía una gran ciudad, protegida por una muralla con cuatrocientos torreones. Pero los cruzados tenían víveres, y estaban dispuestos a esperar la rendición de la ciudad. Poco después llegaron varios navíos genoveses, cargados de refuerzos y de vituallas. Desde Chipre, el patriarca exiliado de Jerusalén, Simeón, les enviaba cuanto podía. Mas todo esto no bastaba. A fines del año 1097 no había qué comer en el campamento de los cristianos, mientras los sitiados permanecían firmes y sus provisiones no se agotaban. El ejército cristiano corría peligro de deshacerse. Las deserciones eran cada vez más numerosas. Una noche Pedro el Ermitaño, fogoso y mudable como el apóstol del mismo nombre, abandonó el campamento.

Afortunadamente, Tancredo logró capturarlo antes de que los demás siguieran su ejemplo, y lo trajo de regreso al ejército. Otro desertor se topó con Alejo Comneno, quien venía con refuerzos, y lo convenció de que la empresa había fracasado, y las tropas bizantinas se perderían sin remedio.

Cuando Alejo siguió los consejos de los desertores y marchaba de regreso a Constantinopla, la situación en Antioquía había cambiado radicalmente. Un armenio que residía en la ciudad les abrió el paso a los francos, quienes entraron en Antioquía al grito de “ ¡Dios lo quiere! ” Los turcos, tomados por sorpresa, se refugiaron en la ciudadela fortificada que se encontraba en medio de la villa. Los cristianos, tanto cruzados como residentes de Antioquía, se lanzaron a las calles y mataron a todos los turcos que no se refugiaron en la ciudadela con suficiente rapidez.

El entusiasmo de la victoria duró sólo cuatro días. El siete de junio un nuevo ejército turco, al mando de Kerbogat, le puso cerco a Antioquía. Los cristianos se encontraban entonces entre dos fuerzas enemigas, el nuevo ejército que ahora los sitiaba y los antiguos sitiados, que todavía dominaban la ciudadela. La situación era desesperante; el hambre, insoportable. El largo sitio, y la enorme matanza, habían dado lugar a epidemias terribles.

Fue entonces cuando un humilde campesino provenzal, llamado Pedro Bartolomé, fue a ver a los jefes de la Cruzada para confiarles las visiones que había tenido. En ellas San Andrés y el propio Jesucristo se le habían aparecido, y le habían dicho que la lanza que había herido el costado del Señor se hallaba enterrada bajo la iglesia de San Pedro, allí mismo, en Antioquía. Al principio los jefes no le prestaron atención. En aquel ejército abundaban las visiones. Pero después el sacerdote Esteban tuvo otras revelaciones en las que parecía confirmarse lo que Pedro Bartolomé había dicho. Por fin los jefes decidieron ir a buscar la Santa Lanza. Todo el día cavaron donde Pedro Bartolomé les indicó. Estaban dispuestos a abandonar la búsqueda cuando el visionario saltó al hoyo y besó algo que apenas se veía en el fondo. Con redoblado ánimo, los que cavaban exhumaron lo que el vidente les indicaba, ¡y descubrieron que era una lanza!

Un frenesí se posesionó del ejército. En otra visión, Pedro Bartolomé recibió el mandamiento de que los cruzados ayunaran por cinco días, y después atacaran a los que los cercaban. Cuando, después del período de ayuno, aquel ejército casi delirante se lanzó sobre los turcos, con la Santa Lanza como estandarte, las tropas de Kerbogat huyeron despavoridas. En medio del desorden, fueron miles los turcos que murieron, mientras sus enemigos los perseguían sin tregua. El ejército turco quedó deshecho. Por fin, los cruzados regresaron al campamento del enemigo, para tomar el botín de guerra. Allí encontraron numerosas mujeres que los turcos habían traído consigo, y un cronista nos cuenta que era tal el fervor de aquellos soldados cristianos que “no les hicimos nada malo, sino sólo matarlas a lanzadas”.

La conquista de Antioquía no facilitó la empresa de los cruzados. Bohemundo quería la ciudad para sí, de igual modo que Balduino antes había tomado a Edesa. Raimundo de Tolosa insistía en el juramento hecho al emperador bizantino. Tales disensiones demoraban la marcha sobre Jerusalén. Por fin el ejército, que veía su entusiasmo refrenado, amenazó a los nobles, diciéndoles que puesto que Antioquía parecía causar tales contiendas lo mejor sería destruir sus murallas, para que nadie se dejase llevar por la ambición. Ante tales amenazas, los nobles hicieron unas paces forzadas. Bohemundo quedó en Antioquía, en tanto que Raimundo y el grueso del ejército proseguían hacia Jerusalén. Pero antes de salir Raimundo ordenó la destrucción de las defensas, y le prendió fuego a la ciudad. Ademar de Puy, el único capaz de mantener unidos a aquellos nobles de ambiciones discordantes, había muerto de la fiebre en Antioquía. No había ahora más jefes religiosos reconocidos que los visionarios al estilo de Pedro Bartolomé.

Según se acercaban al final de su larga peregrinación, la gente del pueblo insistía cada vez más en que se apresurara la marcha. Pero los nobles, acostumbrados como estaban a guerrear en pos de botín y tierras, querían detenerse a cada paso para asediar una ciudad o tomar una fortaleza. Al llegar a Trípoli, el emir de esa ciudad los recibió cortésmente y les prometió pagar fuerte tributo. Pero Raimundo pensó que quizá se lograría un pago más elevado si antes de hacer un trato tomaban la fortaleza de Arca. El ejército se resistía a esta nueva demora. Godofredo de Bouillon, quien había salido en una breve expedición, se unió de nuevo al grueso de las tropas, y tomó el partido del pueblo. Era necesario continuar de inmediato la marcha hacia Jerusalén.

Pedro Bartolomé, el visionario que había llevado al descubrimiento de la Santa Lanza, tuvo una nueva revelación, en la que se le dijo que la expedición no debía tardar más en el camino. Si iban a tomar Arca, debían hacerlo de inmediato, mediante un ataque frontal, y continuar inmediatamente hacia la Ciudad Santa. Raimundo y los suyos no le prestaron atención. El vidente se declaró pronto a probar su visión mediante el fuego. El Viernes Santo, a prima tarde, cuarenta mil testigos se reunieron para presenciar las ordalías. Dos piras fueron encendidas. Entre ellas había un pasadizo estrecho de unos cuatro metros de largo, por donde debía transitar el presunto profeta. Este, tras pedir la ayuda del cielo, tomó la Santa Lanza, y con paso firme y decidido se adentró entre las llamas. Allí lo vieron cuarenta mil testigos pasearse lentamente, hasta que salió al otro lado. Sobre lo que sucedió entonces los cronistas difieren. Hay quien dice que el falso profeta cayó exánime al otro lado, y que esa noche murió a consecuencia de sus quemaduras. Pero la versión que se difundió entre los cruzados era que, al verlo salir ileso de las llamas, el pueblo se lanzó sobre él, para tratar de tocarlo, o de obtener un pedazo de sus ropas a modo de reliquia, y que el tumulto fue tal que sus propios seguidores le quebraron varios huesos, a consecuencia de lo cual murió esa noche.

En todo caso, la mayoría de los cruzados no estaba dispuesta a continuar el sitio de Arca, que pronto fue levantado. A regañadientes, Raimundo siguió el impulso incontenible que parecía arrastrar a aquel ejército hacia Jerusalén. Pero el resultado de su ambición fue que perdió el apoyo con que antes había contado entre los soldados. Su lugar fue tomado por Godofredo de Bouillon, que en el momento propicio había insistido en la necesidad de continuar la marcha hacia Jerusalén.
Por fin, el 7 de junio de 1099, desde la colina que recibió el nombre de Montjoie (es decir, monte del gozo), los cruzados atisbaron las murallas de la Ciudad Santa. Pero aquellas murallas, hasta entonces tema de sus sueños, pronto se convirtieron en una pesadilla.

Quienes ocupaban a Jerusalén no eran turcos, sino árabes procedentes en su mayoría del Egipto. Al principio, los gobernantes fatimitas del Egipto habían visto con buenos ojos las victorias de los cruzados sobre los turcos. Pero ahora, aprovechando esas victorias, decidieron emprender la conquista de los territorios que los turcos habían ocupado, y que anteriormente habían estado en manos árabes. Atacado a la vez por los cruzados y por los fatimitas, el poderío de los turcos seleúcidas desapareció. Pero esto a su vez dejó a los cruzados en confrontación directa con los fatimitas.

Los defensores de Jerusalén habían tomado buenas medidas para su resguardo. Sus almacenes y cisternas estaban llenos. Todos los cristianos fueron echados de la ciudad, tanto para evitar que traicionaran a los defensores como para asegurarse de que las provisiones duraran más tiempo. Al mismo tiempo, los jefes árabes envenenaron todos los pozos de los alrededores, destruyeron las cosechas y arrasaron todo lo que pudiera ofrecerles el más mínimo abrigo a los cruzados.

Cuando éstos llegaron al término de su viaje, tuvieron que enfrentarse a las nuevas dificultades que los árabes les habían preparado. El único lugar cerca de la ciudad donde había agua era el estanque de Siloé. Pero aun allí el agua era tan escasa que los animales y la gente se pisoteaban por alcanzarla, y pronto se volvió fétida por los cadáveres. Aparte de aquel lugar, el agua más próxima se encontraba a varias leguas de distancia, y fue necesario que buena parte de los cruzados se dedicara a traerla para los que se ocupaban de cercar la ciudad. Además, no había madera para construir las torres y demás artefactos necesarios para el asedio. Luego, otro contingente fue enviado hasta las cercanías de Samaria, de donde se trajeron los troncos necesarios. Poco después una flota genovesa llegó a un puerto cercano con refuerzos y provisiones. Aunque la pequeña escuadra fue sorprendida en puerto por los árabes, y destruida, sólo los barcos se perdieron. Los refuerzos, junto a los marineros y las provisiones, aliviaron la condición de los cruzados. Muchos de los marineros eran también buenos carpinteros, y la construcción de los instrumentos de asedio se aceleró.

A principios de julio llegaron noticias de que un ejército árabe se dirigía a Jerusalén. Si el sitio duraba mucho más, los cruzados se verían atrapados entre las murallas y ese nuevo ejército. Entonces alguien tuvo una visión. El difunto obispo Ademar de Puy se le apareció y le dijo que para tomar la ciudad el ejército debía hacer penitencia, marchar descalzo alrededor de ella y ayunar, y luego atacarla con todas sus fuerzas.

La mañana del 8 de julio los árabes que guardaban las murallas se dieron el gusto de burlarse de aquellos soldados, supuestamente valerosos, que marchaban descalzos alrededor de la ciudad en pos de los obispos y el resto del clero, lamentándose y entonando himnos plañideros. Pero el 12 las torres estaban listas para el asalto. Frente a ellas, los defensores reforzaron las murallas. Esa noche, a cubierto de la oscuridad, los cruzados desmantelaron las torres, y las transportaron de tal modo que quedaron frente a los puntos más débiles de las murallas. En la madrugada del 13, el ataque empezó. Todo ese día, y el siguiente, la batalla continuó, sin que los atacantes lograran abrir brecha entre los defensores. Las bajas eran enormes en ambos ejércitos. Las fuerzas flaqueaban.

Por fin, en la mañana del 15, el caballero Leotoldo, del ejército de Godofredo de Bouillon, logró saltar el parapeto y posesionarse de una pequeñísima porción de la muralla. Pronto lo siguieron Godofredo, Tancredo y otros. Por aquella brecha el ejército cruzado se abrió paso. La resistencia se deshizo. El pánico cundió entre los defensores. En otros lugares se abrieron nuevas brechas. ¡Jerusalén estaba de nuevo en manos cristianas! Entonces aquellos soldados de Cristo se dedicaron a la venganza. Todos los soldados sarracenos fueron muertos, y la población civil no sufrió mejor suerte. Muchas mujeres fueron violadas.
A otras se les arrancaron los niños de pecho, para estrellarlos contra las paredes. Los judíos habían acudido a la sinagoga. Los cruzados le prendieron fuego al edificio, y los mataron a todos. Según cuenta un testigo ocular, la carnicería fue tal que en el Pórtico de Salomón la sangre llegaba a las rodillas de los caballos. Cuando por fin terminó la matanza, y se decidió que era hora de enterrar los cadáveres, los sobrevivientes entre los sarracenos eran tan pocos que fue necesario pagarles a los cristianos más pobres para que se ocuparan de la tétrica labor.

Historia posterior de las cruzadas

Tras el baño de sangre, los cruzados se dedicaron a organizar sus conquistas. Si bien unos meses antes el jefe natural parecía haber sido Raimundo de Tolosa, ahora lo era Godofredo de Bouillon, quien fue elegido rey de Jerusalén. Algunos cronistas antiguos cuentan que Godofredo se negó a tomar el título real en la ciudad donde el Rey de Reyes había muerto, y que por tanto se llamó sólo “protector del Santo Sepulcro”. En todo caso, cuando su hermano Balduino lo sucedió poco después (año 1100), sí tomó el título de rey.

Así quedó establecido el Reino de Jerusalén, organizado según los patrones feudales franceses, y cuyos principales vasallos eran el Príncipe de Antioquía (Bohemundo) y los condes de Edesa (Balduino) y de Trípoli (Raimundo de Tolosa).

Empero muchos de los que habían marchado en aquella Primera Cruzada no tenían intención de permanecer en el Oriente.
Tan pronto como Jerusalén fue conquistada consideraron que su labor había terminado, y se dedicaron a cumplir los ritos prescritos para los peregrinos, para después partir. A duras penas Godofredo pudo retener suficientes caballeros para enfrentarse al ejército sarraceno que marchaba hacia Jerusalén. Este fue derrotado en Ascalón. Pero la partida de muchos de los caballeros dejaba al Reino de Jerusalén en situación precaria.

El resultado de esto fue un llamado constante a Europa para que se enviaran refuerzos. Así las cruzadas se volvieron una institución militar y religiosa. Continuamente partían hacia Tierra Santa contingentes en los que se mezclaban las motivaciones de aventura con el espíritu de penitencia. Luego, cuando los historiadores se refieren a la Segunda Cruzada, la Tercera Cruzada, etc., los acontecimientos que narran son sólo los puntos culminantes de un movimiento ininterrumpido que cautivó la imaginación de la cristiandad occidental durante varios siglos. Además, esas cruzadas, por así decir, “oficiales” han sido objeto de atención especial porque fueron dirigidas por los reyes y los poderosos. Pero siempre existió la corriente popular, representada en la Primera Cruzada por Pedro el Ermitaño y por las varias bandas de cruzados pobres que les siguieron a él y a otros predicadores semejantes. Entre las masas, el espíritu apocalíptico y mesiánico de las cruzadas perduró por varias generaciones. De algún modo, esas masas escucharon ecos de la predilección de las Escrituras por los pobres (tema que no se predicaba en su época) y frecuentemente se convencieron de que eran ellas quienes debían traer el reino de Dios. Un tema semejante puede verse en las repetidas cruzadas de niños. Puesto que la inocencia era el mejor medio de merecer el favor divino, se pensaba que estaba reservado a niños inocentes el vencer a los infieles, mediante la intervención milagrosa del cielo. Luego, cada vez que se encendía el fervor popular, grandes columnas de niños marchaban hacia Tierra Santa, sin lograr otro resultado que morir en el camino o ser hechos esclavos por los señores cuyos territorios tenían que atravesar. Toda esta historia de religiosidad popular, de esperanzas de redención y de visiones apocalípticas queda eclipsada cuando los historiadores se ocupan tan sólo de las cruzadas “oficiales”.

Hecha esa salvedad, y a modo de breve bosquejo de los acontecimientos posteriores, pasemos a considerar las cruzadas que los historiadores enumeran.

La Segunda Cruzada tuvo lugar en respuesta a la caída de Edesa, tomada por el sultán de Alepo en el 1144. Generalmente se dice que el gran predicador de aquella cruzada fue Bernardo de Claraval (el mismo de quien tratamos en el primer capítulo de esta sección). Pero lo cierto es que cuando Bernardo comenzó su predicación ya había otros dedicados a la misma tarea, aunque con una perspectiva muy distinta. De éstos el más famoso era el fraile Rodolfo, un personaje muy parecido a Pedro el Ermitaño.

La predicación de Rodolfo era eminentemente popular y escatológica. El Anticristo estaba a punto de venir. Los pobres, sin esperar el mandato de los nobles, debían partir inmediatamente hacia Tierra Santa, donde el gran conflicto final tendría lugar. De camino, era necesario destruir a los judíos, pueblo contumaz rechazado por Dios. Con este mensaje, Rodolfo iba de región en región. Se decía que poseía el don pentecostal, pues en todas partes la gente lo entendía. Doquiera Rodolfo predicaba, los espíritus se enardecían, la gente abandonaba los campos para marchar a Tierra Santa, y las vidas de los judíos peligraban.

La predicación de Bernardo fue todo lo contrario. De hecho, el monje de Claraval parece haberle dedicado tanta atención a refutar a Rodolfo como le dedicó a la cruzada misma. Según él, la predicación no ha de ser tal que altere la vida ordenada de las masas, y ha de tener lugar sólo con el consentimiento de las autoridades eclesiásticas. Rodolfo se equivocaba en sus expectaciones apocalípticas y en su odio a los judíos. Pero ésos no eran sus errores fundamentales. Su error fundamental consistía en romper la disciplina de la iglesia y de la sociedad. Por su parte, Bernardo se dedicó a predicarles a los poderosos. Poco antes el rey de Francia, Luis VII, había prometido marchar en peregrinación armada a Tierra Santa, para cumplir el voto que su difunto hermano Felipe no había podido guardar. Ahora Bernardo se dedicó a reclutar caballeros que siguieran al Rey a la guerra santa. Además viajó a Alemania, donde por fin persuadió al emperador, Conrado III, a unirse a la empresa.

Cuando por fin los ejércitos partieron, bajo las órdenes del Emperador y del Rey, contaban con casi 200.000 hombres, de los cuales más de la cuarta parte eran ineptos para portar armas. Después de pasar por Constantinopla, los alemanes siguieron por tierra hasta Dorilea, donde los turcos les infligieron una aplastante derrota. Con parte de sus tropas, el Emperador regresó a Constantinopla, y de allí se embarcó hacia San Juan de Acre. El resto de su ejército, al mando de su hermano Otón, fue destrozado en las cercanías de Laodicea. En el entretanto los franceses habían sido derrotados también por los turcos, y Luis VII se embarcó para Antioquía con parte de sus tropas. Las demás, entre las que se encontraban los pobres que se habían unido a la empresa, sencillamente quedaron a merced de los turcos, quienes redujeron a esclavitud a los que no mataron.

El príncipe de Antioquía, Raimundo de Aquitania, era tío de Leonor, la esposa de Luis. Allí los franceses fueron bien recibidos, hasta que el Rey comenzó a sospechar de las relaciones entre su esposa y el Príncipe. Cuando Leonor pidió la anulación de su matrimonio, Luis decidió partir hacia Jerusalén, forzando a su esposa a seguirlo.

El Rey Balduino III de Jerusalén persuadió a Luis y a Conrado, que también había llegado a la Ciudad Santa, para que emprendieran la toma de Damasco, que nunca había sido conquistada por los cristianos. Hacia allá partieron los cruzados. Pero cuando vieron que el sitio sería prolongado y penoso desistieron de su empresa. El Emperador decidió que era tiempo de regresar a Europa. Poco después el rey Luis hizo lo mismo. La Segunda Cruzada había terminado.

Por breve tiempo pareció que el Reino de Jerusalén tenía su futuro asegurado. Los musulmanes no lograban ponerse de acuerdo entre sí, y el rey de Jerusalén, Amalarico I, extendió su poderío hasta el Cairo. Pero tales logros fueron efímeros. El nuevo sultán de Egipto, Saladino, consolidó bajo su poder las fuerzas musulmanas, y en el 1187 tomó a Jerusalén.

La noticia conmovió a la cristiandad, y el papa Gregorio VIII convocó a una nueva cruzada. Esta Tercera Cruzada fue dirigida por tres soberanos: el emperador Federico Barbarroja, el rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León, y el rey de Francia, Felipe II Augusto. Se trataba cada vez más de una empresa aristocrática. En esta ocasión, sobre la base de las lecciones aprendidas en episodios anteriores, se prohibió que cualquier persona que no pudiese cubrir todos sus gastos durante dos años de campaña marchase con los cruzados. Pero a pesar de ello millares de pobres se lanzaron al camino. Al mismo tiempo, se estableció el diezmo para la Tierra Santa, que era un impuesto adicional que todos, tanto pobres como ricos, debían pagar. Pronto hubo quejas en el sentido de que los pobres pagaban los gastos de guerra de los poderosos, y sin embargo no se les permitía marchar con el ejército, ni recibir los bienes espirituales que esa marcha conllevaba.

La Tercera Cruzada fue otro fracaso. Federico Barbarroja se ahogó, y su ejército se deshizo. Muchos regresaron a Alemania, otros se unieron a los demás cruzados frente a San Juan de Acre, y muchos murieron a manos de los musulmanes. Los pobres que marchaban por cuenta propia se unieron a los cristianos de Palestina y a los restos del ejército alemán, y sitiaron a San Juan de Acre. Algún tiempo después Ricardo Corazón de León y Felipe Augusto se sumaron a sus fuerzas. Se dice que llegó a haber más de medio millón de sitiadores. Por fin, tras dos años de asedio, la ciudad se rindió. Pronto Felipe Augusto inventó excusas para regresar a Francia, donde esperaba aprovecharse de la ausencia de Ricardo para apoderarse de las posesiones inglesas en el continente. Por su parte, Ricardo Corazón de León permaneció algún tiempo en Tierra Santa, donde se volvió una figura legendaria.

Pero su único logro militar fue obligar a Saladino a levantar el sitio de Jafa. Por fin, en vista de las noticias alarmantes que le llegaban de Francia e Inglaterra, decidió regresar a su reino. Antes, firmó un pacto con Saladino en el que éste se comprometía a respetar a los peregrinos cristianos que vinieran con intenciones pacíficas. Además le dejó la isla de Chipre, que había conquistado, al depuesto rey de Jerusalén, Guido de Lusignan.

El regreso de Ricardo Corazón de León a sus posesiones fue accidentado. Para no evitar pasar por los territorios de Felipe Augusto, tomó el camino que llevaba a través de Austria. Pero allí fue hecho prisionero, y el Emperador no le permitió proseguir hasta que se declaró vasallo suyo y le prometió un enorme rescate.

Si bien las dos cruzadas anteriores no tuvieron grandes resultados positivos, la próxima los tuvo negativos. La Cuarta Cruzada fue convocada por Inocencio III, en quien, según veremos más adelante, el poder del papado llegó a su apogeo. Lo que pretendía en este caso no era dirigirse a Tierra Santa, sino atacar a los musulmanes en el centro mismo de su poder, en Egipto. Se esperaba que de ese modo la reconquista de Jerusalén sería más fácil y duradera. Esta vez, en lugar de dejar la empresa en manos de los príncipes, el Papa se declaró su único jefe legítimo, señalando cómo en la Tercera Cruzada los intereses temporales de los reyes habían llevado al desastre. Al igual que en la Primera Cruzada, los soldados de Cristo marcharían bajo las órdenes directas de los legados papales.

El más famoso predicador de esta nueva aventura fue Foulques de Neuilly, hombre de origen humilde que nos recuerda a Pedro el Ermitaño. Aunque en su vestimenta era más moderado que Pedro, y evitaba llevar las ropas sucias y raídas por las que el Ermitaño se había hecho famoso, en su predicación Foulques era mucho más radical. Su gran tema era la usura. En aquella época el desarrollo de la economía monetaria había dado lugar al sistema, tan común para nosotros, en que el dinero, además de ser medio de cambio, es objeto de comercio. Los ricos utilizaban su dinero para hacerse más ricos, al tiempo que quienes se veían obligados a tomar prestado quedaban empeñados para el resto de sus vidas. Contra esta creciente práctica inhumana Foulques arremetió valientemente. La riqueza mal habida, lograda mediante la explotación de los débiles, ha de ser devuelta y repartida entre los pobres, quienes son los elegidos de Dios.

Aquella predicación inflamada pudo haber causado la condenación del predicador en cualquier otro tiempo. Pero una de las características más notables de Inocencio III era la de saber retener en el seno de la iglesia, y utilizar para sus propósitos jerárquicos, a los elementos al parecer más anárquicos. Según veremos más adelante, esto fue lo que hizo con San Francisco de Asís. En el caso de Foulques, el Papa le encomendó la predicación de la nueva cruzada. Esto era del agrado de Foulques, quien inmediatamente se dedicó a anunciar una gran empresa en la que los pobres, por razón de la elección divina, eran los únicos capaces de derrotar a los infieles. A fin de sostenerlos, Foulques recaudó “el tesoro de la Cruzada”. Luego todo guerrero hábil, por muy pobre que fuese, podía participar directamente de aquel proyecto. Y los que no podían acudir personalmente podían ofrecer su apoyo económico, aunque fuese tan pequeño como la ofrenda de la viuda.

Así reunió un gran ejército, tanto de pobres como de nobles, dispuesto a marchar bajo la dirección del Papa. Para proveerles transporte, se negoció con la República de Venecia, cuya flota debía llevarlos a Egipto. En pago por ese servicio, los venecianos pedían que, camino a Egipto, los cruzados se detuvieran en una ciudad que los húngaros les habían arrebatado, y se la devolvieran a Venecia. Al principio Inocencio se opuso al uso de los soldados de Cristo contra los húngaros, que eran también cristianos. Pero a la postre, temeroso de que el ejército se deshiciera antes de embarcarse, accedió. Los cruzados reconquistaron la ciudad, se la devolvieron a los venecianos, y se prepararon a proseguir su camino.

Pero en el entretanto otras negociaciones secretas estaban teniendo lugar. El trono de Constantinopla estaba en disputa, y uno de los pretendientes le había pedido a Inocencio que lo apoyara, y le prometió que cuando se ciñera la corona colocaría a la iglesia griega bajo la autoridad papal. Inocencio le prometió ayuda, pero rechazó su plan de que los cruzados, antes de ir a Egipto, pasaran por Constantinopla y pusieran sobre el trono al protegido del Papa. A pesar de la negativa del Pontífice, las negociaciones continuaron con los cruzados. El pretendiente, que se llamaba Alejo, les prometió participar con ellos en la cruzada, y mantener en Tierra Santa un destacamento de al menos quinientos caballeros. Además, parece que buena cantidad de oro bizantino pasó a manos de varios de los jefes de la cruzada. El hecho es que ésta, en lugar de dirigirse directamente a Egipto, fue a Constantinopla, donde hizo coronar a Alejo IV. Pero éste no fue capaz de sostenerse en el poder, ni de cumplir las promesas hechas a quienes se lo habían dado. A los pocos meses fue depuesto por Alejo V. Los cruzados aprovecharon esta coyuntura para tomar la ciudad por segunda vez, deponer al nuevo emperador, dedicarse al saqueo, y por fin elegir otro emperador. Este soberano, electo por un colegio de seis venecianos y seis franceses, era Balduino de Flandes.

Así se fundó el Imperio Latino de Constantinopla, que pretendía ser la continuación del Imperio Bizantino. Inmediatamente se nombró también un patriarca latino, y de ese modo, en teoría al menos, las iglesias de Oriente y de Occidente quedaron unidas, bajo la obediencia del Papa. Al principio, éste no recibió con agrado las noticias de lo que los cruzados habían hecho. Pero a la postre aceptó los hechos consumados, y llegó a pensar que la divina Providencia, en su inescrutable sabiduría, había utilizado este medio para reunir la iglesia bajo una sola cabeza.
Empero los bizantinos no aceptaron aquel atropello como un hecho consumado. Balduino y sus sucesores pudieron ejercer su autoridad mayormente en la porción europea del Imperio. Aun allí, el Epiro se hizo independiente bajo el “déspota” —entiéndase “soberano”— Miguel I. Su sucesor, Teodoro, tomó a Tesalónica en el 1224 y allí se hizo coronar emperador. Este Imperio Bizantino de Tesalónica duró hasta el 1246. En el entretanto, los bizantinos del Asia Menor, bajo la dirección de Teodoro Láscaris, fundaron el Imperio Bizantino de Nicea. A pesar de tener que luchar contra los turcos del Sultanato de Iconio al este, y los latinos al oeste, este imperio perduró y a la larga se impuso. En el 1246 se adueñó de Tesalónica y en el 1261, de Constantinopla.

La aventura latina en Constantinopla había terminado. Pero su precio fue altísimo, pues a partir de entonces los bizantinos vieron con gran recelo a los occidentales. Además, su poderío quedó quebrantado, lo cual facilitó la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos en el 1453.

La Quinta Cruzada fue dirigida por el “rey de Jerusalén”, Juan de Brienne. Aunque desde varios años antes los cristianos habían perdido a Jerusalén, todavía se conservaba ese título. Con el fin de recobrar su supuesta ciudad capital, Juan capitaneó esta cruzada, que atacó primero a Egipto. Su único logro fue tomar la plaza de Damieta, en el 1220.

La Sexta Cruzada fue dirigida por un emperador excomulgado, y a pesar de ello dio mejores resultados que casi todas las anteriores. El emperador Federico II había hecho voto de participar en una cruzada. Sus muchas demoras, y otros motivos de tensión, llevaron a Gregorio IX a excomulgarlo y a declarar que cualquier expedición dirigida por él tendría lugar en desobediencia al papado. La respuesta del Emperador fue emprender entonces lo que por tanto tiempo había postergado. En Tierra Santa, hizo con el sultán un tratado mediante el cual el Emperador recibía Jerusalén, Belén, Nazaret y los caminos que unían a esas ciudades con San Juan de Acre. A cambio de ello, Federico se comprometía a respetar la vida y hacienda de los musulmanes, y a evitar que los cristianos enviaran nuevas expediciones contra el Egipto.

Después el Emperador entró en la Ciudad Santa y, al no encontrar quien estuviera dispuesto a hacerlo, él mismo se coronó rey de Jerusalén. Al recibir noticias de lo acontecido, Gregorio se enfureció, y protestó contra lo que para él era una confabulación satánica entre un soberano cristiano y el infiel. Pero las masas de Europa vieron en Federico al “libertador de Jerusalén”, y como tal lo recibieron.

La Séptima Cruzada fue emprendida por Luis IX de Francia (San Luis), e iba dirigida contra Egipto. Su único resultado fue la reconquista de Damieta, que se había perdido. Pero en Mansura el rey y buena parte de su ejército fueron hechos prisioneros, y se les obligó a pagar un fuerte rescate.

La Octava Cruzada, dirigida también por San Luis, terminó cuando éste murió de la peste en Túnez, en el año 1270.

En resumen, las cruzadas fueron un gran movimiento en que el fervor popular se mezcló con las ambiciones de los grandes. Juzgadas a base de sus propios objetivos, puede decirse que excepto la primera y la sexta, todas fracasaron. Pocos años después la única huella visible del paso de los cruzados por la Tierra Santa era algún castillo o templo en ruinas. Pero a pesar de ello las cruzadas tuvieron grandes consecuencias.

Las órdenes militares

Una de las consecuencias más notables de las cruzadas fue la formación de las órdenes militares. Estas eran órdenes monásticas, con los votos tradicionales de pobreza, obediencia y castidad. Pero su característica peculiar era que, siguiendo el espíritu de las cruzadas, se dedicaban a la guerra. Luego, en este fenómeno vemos un ejemplo más de la increíble flexibilidad del monaquismo. El viejo movimiento de los ascetas de Egipto ha tomado muy variadas funciones en diversos tiempos. Unas veces ha sido el brazo misionero de la iglesia; otras, su cerebro; pero en este caso se volvió el brazo que tomó la espada para defender a los peregrinos.

La orden de San Juan de Jerusalén se inició cuando un grupo de monjes que estaba a cargo de un hospital en Jerusalén decidió dedicarse también a proteger a los peregrinos que viajaban de Jafa a la Ciudad Santa. Se les conoce también como “hospitalarios” y como “caballeros de Malta”, porque después que cayó la última fortaleza cristiana en Tierra Santa, en el 1291, se trasladaron a Rodas y de allí a Malta. Sobre el hábito monástico, cortado de tal modo que les fuera fácil cabalgar, llevaban la cruz que se conoce como “cruz de Malta”.

La orden de los templarios y la de los caballeros teutónicos siguieron un patrón semejante. A fines del siglo XII los caballeros teutónicos se trasladaron a Alemania, y desde esa base se dedicaron a forzar la conversión de los eslavos y otros pueblos vecinos.

Cada una de estas órdenes tenía un “gran maestro”, que era a la vez ministro general de la orden monástica y general en jefe de sus ejércitos. Después de terminadas las cruzadas, muchas de estas órdenes militares se dedicaron a intrigas políticas en Europa. Por esa razón, y porque sus riquezas eran muchas, varios reyes las suprimieron en sus países, y confiscaron sus bienes.

Otras consecuencias de las cruzadas

Las cruzadas tuvieron importantes consecuencias para la vida de la iglesia y de toda Europa. La primera de estas consecuencias fue la enemistad creciente entre el cristianismo latino y el oriental. En sus inicios, las cruzadas surgieron, en parte al menos, del deseo de acudir en auxilio del Imperio Bizantino, amenazado por los turcos. A la postre probaron que los latinos eran también una seria amenaza para ese Imperio. Esta enemistad no se limitó al plano político. Los cristianos griegos, al ver los desmanes cometidos contra ellos por sus supuestos hermanos de Occidente, quedaron convencidos de que no querían unión ni trato alguno con tal gente. Hasta entonces, muchos griegos habían sospechado que el cristianismo occidental tenía algo de herético. A partir de las cruzadas, no les cupo la menor duda.

Las cruzadas también actuaron en perjuicio de los cristianos que vivían en tierras de musulmanes. Casi todos los gobernantes islámicos se habían mostrado relativamente tolerantes para con los cristianos y los judíos. Pero durante las cruzadas fueron muchos los cristianos que traicionaron a sus gobernantes musulmanes, y aún más los que se unieron a los cruzados en las matanzas de turcos y árabes en las ciudades conquistadas. En consecuencia cuando el poder islámico quedó restaurado, y las Cruzadas perdieron su ímpetu, los seguidores del Profeta se mostraron mucho menos tolerantes que antes. En varios lugares hubo matanzas de cristianos, y en todo el Cercano Oriente se aplicaron con mayor rigidez las leyes que los colocaban en desventaja frente a los musulmanes.

A la larga, el resultado de todo esto fue que las viejas iglesias de la región perdieron muchos de sus contactos con el resto de la cristiandad, y se volvieron pequeños núcleos cuya principal preocupación era sobrevivir y conservar sus tradiciones.

En Europa occidental, las cruzadas contribuyeron al creciente poder del papa. Puesto que, en teoría al menos, estas grandes empresas militares estaban bajo el mando del papa, quien las convocaba y cuyos representantes debían ser sus jefes, el papa se convirtió cada vez más en una autoridad internacional, capaz de juzgar entre los soberanos de diversas naciones. Cuando Urbano II convocó la Primera Cruzada, su autoridad estaba en duda, sobre todo en Alemania, donde continuaban los conflictos entre el papado y el Imperio. Cuando la Cuarta Cruzada tomó a Constantinopla, Inocencio III, que a la sazón ocupaba trono de San Pedro, gozaba de un poder nunca antes alcanzado por papa alguno.

En lo que se refiere a la devoción, las cruzadas tuvieron también grandes consecuencias para la cristiandad occidental. Los viajes constantes a Tierra Santa, y las historias prodigiosas que de allá venían, despertaron en la gente el deseo de comprender más de cerca la realidad física de Jesús, de los profetas, y de los grandes héroes del Antiguo Testamento. No es por pura coincidencia que Bernardo de Claraval, el predicador de la Segunda Cruzada, fue también un gran místico dedicado a la contemplación de la humanidad de Cristo. A partir de entonces, buena parte de la devoción se vertió hacia esa contemplación. Se escribieron meditaciones, poemas y sermones en los que se narra con todo detalle cada uno de los episodios de la pasión. Por la misma razón, el culto de las reliquias, que tenía viejas raíces, se acrecentó. De Tierra Santa venían supuestos pedazos de la Santa Cruz, huesos de los patriarcas, dientes de Juan el Bautista, leche de la Virgen, etc., etc.

También la vida intelectual sufrió el impacto de las cruzadas. Del Oriente llegaron nuevas ideas. Algunas de ellas consistían en viejas herejías que de algún modo habían subsistido en el Oriente, y contra las cuales la iglesia occidental tuvo que luchar. De éstas la más notable fue la de los albigenses. Durante siglos, había habido en Bulgaria un fuerte grupo de herejes cuyas doctrinas eran semejantes a las de los antiguos maniqueos, y que recibían el nombre de “bogomiles”. Estos eran dualistas, que creían que el espíritu era bueno y la materia era mala, y que por tanto rechazaban tanto el Antiguo Testamento como la encarnación de Dios en Jesucristo. Para ellos, Jesús era un mensajero celestial que, sin tener carne humana, había venido a traernos el mensaje de salvación. En Bulgaria, los bogomiles tenían sus propios obispos, cultos y ordenaciones. A través del contacto que las cruzadas produjeron, el bogomilismo se introdujo en Europa occidental. Allí sus principales centros estuvieron en el norte de Italia y el sur de Francia. Puesto que la ciudad de Albi fue el más famoso de esos centros, los bogomiles fueron llamados “albigenses”, además de “cátaros”, que quiere decir “puros”.

Los albigenses parecen haber apelado al entusiasmo religioso popular de la época. Mucho del ímpetu que antes había llevado a los “patares” en su oposición al matrimonio eclesiástico se derramó ahora a favor del catarismo, sobre todo por cuanto los cátaros, en su aversión a la materia, rechazaban el matrimonio. Entre las clases bajas del sur de Francia, exacerbadas por los ideales de la reforma gregoriana, pero al mismo tiempo excluidas de toda participación activa en la vida de la iglesia, el movimiento avanzó a pasos agigantados. El conde Raimundo IV de Tolosa salió en su defensa.

La reacción contra los albigenses no se hizo esperar. Esa reacción tomó tres formas principales. Las dos primeras son de tanta importancia que hemos de tratar de ellas separadamente en otras secciones de esta historia. Se trata de la Inquisición y las órdenes mendicantes. La tercera, dado el espíritu de la época, era de esperarse. Consistió en una gran cruzada que Inocencio III promulgó. En el 1209, los ambiciosos nobles del norte de Francia, so pretexto de suprimir la herejía, se lanzaron sobre el sur del país.

Las matanzas, tanto de albigenses como de cristianos ortodoxos, fueron enormes. Varias ciudades quedaron totalmente destruidas. A partir de entonces, el catarismo perdió su impulso inicial, aunque siguió habiendo albigenses dispersos por diversas regiones de Europa occidental por lo menos hasta el siglo XV.

El impacto intelectual de las cruzadas no se limito a la introducción de la herejía. También llegaron a Europa ideas filosóficas, principios arquitectónicos y matemáticos, prácticas y gustos de origen musulmán. Pero en este sentido el impacto islámico se hizo sentir más a través de España que como consecuencia de las cruzadas. Acerca de esto trataremos en el próximo capítulo.

Por último, las cruzadas guardan relaciones complejas con una serie de cambios económicos y demográficos que tuvieron lugar en Europa al mismo tiempo. Si bien las cruzadas contribuyeron a ellos, hubo muchos otros factores, y los historiadores no concuerdan en cuanto a la relativa importancia de cada uno. En todo caso, la época de las cruzadas es también la del crecimiento de las ciudades y de la economía mercantil. Hasta entonces, la única fuente importante de riqueza fue la tierra, y por tanto los nobles y prelados que la poseían eran los únicos dueños del poder económico. Pero el desarrollo de la economía mercantil dio lugar a nuevas fuentes de riqueza: la manufactura y el comercio. Esto a su vez contribuyó al crecimiento de las ciudades, donde apareció la nueva clase de los “burgueses”, es decir, los habitantes de los burgos. Estos eran en su mayoría comerciantes cuyo poder económico y político se fue haciendo cada vez más capaz de enfrentarse al de la nobleza y, en cierta medida, al de la iglesia. Siglos después, a través de la Revolución Francesa y otros acontecimientos, la burguesía triunfaría sobre la nobleza.

Por lo pronto, las cruzadas fueron una expresión más de los altos ideales que dominaron la vida de la iglesia durante los siglos XI, XII y XIII. Su fracaso no fue visto por la mayoría de sus contemporáneos como mentís a esos ideales, sino como el resultado inevitable de su propia falta de fe y de fidelidad. A su parecer, los reveses no se debían a que los altos ideales fueran errados, sino a la bajeza de los seres humanos a quienes tocaba ponerlos por obra.


González, J. L. (2003). Historia del cristianismo : Tomo 1 (Vol. 1, Page 377). Miami, Fla.: Editorial Unilit.

Que Dios les bendiga

Paz
 
Re: Hola! el que me quiera ayudar

grax Miniyo, me sirvio de mucho:jump3: