Dónde está la Iglesia
II. 2. La cuestión que se debate entre nosotros es ver dónde está la Iglesia, si en nosotros o en ellos. La Iglesia es una solamente, a la que nuestros antepasados llamaron Católica, para demostrar por el solo nombre que está en todas partes; es lo que significa en griego la expresión k a y ' ÷ l o n . Pero esta Iglesia es el Cuerpo de Cristo, como dice el Apóstol: En favor de su cuerpo, que es la Iglesia 1. De donde resulta claro que todo el que no se encuentra entre los miembros de Cristo, no puede tener la salvación de Cristo. Ahora bien, los miembros de Cristo se unen entre sí mediante la caridad de la unidad y por la misma están vinculados a su Cabeza, que es Cristo Jesús.
De esta suerte, todo lo que se dice de Cristo se refiere a él como cabeza y cuerpo. La Cabeza es el mismo unigénito Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, Salvador de su Cuerpo 2, que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación 3; su cuerpo es la Iglesia, de la cual se dice: A fin de presentarse a sí una Iglesia gloriosa, sin mancha, o arruga o cosa semejante 4.
Entre nosotros y los donatistas se ventila la cuestión de dónde está este cuerpo, esto es, dónde está la Iglesia. ¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? ¿La hemos de buscar en nuestras palabras o en las palabras de su Cabeza, nuestro Señor Jesucristo? Yo pienso que debemos buscarla más bien en las palabras de aquel que es la verdad 5 y conoce perfectamente a su Cuerpo, pues el Señor conoce a los que son suyos 6.
3. Parad la atención ahora en nuestras palabras, en las cuales no se ha de buscar la Iglesia, y ved también qué diferencia hay entre las nuestras y las de ellos. Y con todo, no pretendemos que se busque a la Iglesia en nuestras palabras. Cuanto nos echamos en cara unos a otros sobre la entrega de los Libros divinos, sobre la ofrenda de incienso a los ídolos, sobre las persecuciones, todo son palabras nuestras. Y en esta materia nosotros nos atenemos a esta norma: o se consideran verdaderas o falsas las palabras que ellos y nosotros decimos, o se consideran verdaderas las nuestras y falsas las de ellos, o falsas las nuestras y verdaderas las de ellos. Vamos a demostrar que, en cualquiera de estos casos, es ajeno a toda culpa el pueblo cristiano, con el que estamos en comunión.
En efecto, si son verdaderas las acusaciones que les achacamos nosotros a ellos o ellos a nosotros, cumplamos lo que dice el Apóstol: Perdonándonos mutuamente, como también Dios nos ha perdonado en Cristo 7. Así, ni los malos que ha podido haber o hay entre nosotros, o los que ha podido haber o hay entre ellos, han de impedir nuestra concordia y el vínculo de la paz, si logran corregir su único delito, el de separarse de la unidad del orbe de la tierra.
Si, en cambio, son falsas las acusaciones que mutuamente nos lanzamos unos a otros sobre la entrega de los Libros o la persecución de inocentes, no veo causa alguna de discordia; sólo veo motivo para que se corrijan los que se separaron sin motivo.
Si, por el contrario, somos nosotros los que decimos la verdad, puesto que apoyamos las actas que presentamos no sólo en las cartas del emperador, a quien fueron ellos los primeros en escribir y al que luego apelaron, sino también en la comunión del orbe entero; y, a su vez, de ellos se demuestra que es falso lo que ellos afirman, ya que no pudieron sacar adelante su causa en aquellos mismos tiempos en que se debatía la cuestión; si esto es así, queda de manifiesto que es mayor el delirio de su cólera sacrílega y la persecución de almas inocentes que si se les acusase sólo del crimen del cisma. Las otras acusaciones pueden atribuirlas no a todos los suyos, sino a los que les parezca; en cambio, el cisma es delito de todos.
San Agustín, Carta a los católicos de la secta donatista