LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN

17 Agosto 2006
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LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN DEL AUTORESPETO FEMENINO EN EL CONFESIONARIO

HAY dos mujeres que deben ser objeto constante de la compasión de los discípulos de Cristo, y por quienes deben ser ofrecidas diarias oraciones ante el trono de la misericordia: La mujer Brahmán, quien, engañada por sus sacerdotes, se quema a sí misma sobre el cadáver de su esposo para apaciguar la ira de sus dioses de madera; y la mujer Católica Romana, quien, no menos engañada por sus sacerdotes, sufre una tortura mucho más cruel e ignominiosa en el confesionario, para apaciguar la ira de su dios-hostia.

Porque no exagero cuando digo que para muchas mujeres de noble corazón, bien educadas y decentes, el ser forzadas a exponer sus corazones ante los ojos de un hombre, a abrirle todos los más secretos escondrijos de sus almas, todos los más sagrados misterios de su vida de soltera o casada, a permitirle hacerles preguntas que la más depravada mujer nunca consentiría oír de su más vil seductor, es frecuentemente más horrible e intolerable que ser atada sobre carbones ardientes.

¡Más de una vez, he visto a mujeres desmayarse en la casilla del confesionario, quienes luego me decían, que la necesidad de hablar a un hombre soltero sobre ciertas cosas, sobre las que las leyes más comunes de la decencia deberían haber sellado para siempre sus labios, casi las había matado! No cientos, sino miles de veces, he oído de los labios de agonizantes muchachas, como también de mujeres casadas, las temibles palabras: "¡Estoy perdida para siempre! ¡Todas mis pasadas confesiones y comuniones han sido tan sacrílegas! ¡Nunca he osado responder correctamente las preguntas de mis confesores! ¡La vergüenza ha sellado mis labios y condenado mi alma!"

¿Cuantas veces he quedado como petrificado, al lado de un cadáver, cuando esas últimas palabras han escapado a duras penas de los labios de una de mis penitentes, quien había sido puesta fuera de mi alcance por la misericordiosa mano de la muerte, antes de que yo pudiera darle el perdón a través de la engañosa absolución sacramental?

Entonces yo creía, como la pecadora muerta misma lo creía, que ella no podría ser perdonada excepto por esa absolución.

Porque hay no sólo miles sino millones de muchachas y mujeres Católicas Romanas cuyo agudo sentido de pudor y dignidad femenina están por sobre todos los sofismas y las maquinaciones diabólicas de sus sacerdotes. Ellas nunca podrían ser persuadidas a responder "Sí " a ciertas preguntas de sus confesores. Preferirían ser arrojadas a las llamas, y arder hasta las cenizas con la mujer viuda Brahmán, antes que permitir a los ojos de un hombre espiar en el sagrado santuario de sus almas. Aunque algunas veces culpables ante Dios, y bajo la impresión de que sus pecados nunca serán perdonados si no son confesados, las leyes de la decencia son más poderosas en sus corazones que las leyes de su cruel y pérfida Iglesia. Ninguna consideración, ni aún el temor de la eterna condenación, pueden persuadirlas a declarar a un hombre pecador, pecados que sólo Dios tiene el derecho de conocer, porque sólo Él puede limpiarlas con la sangre de Su Hijo, derramada en la cruz.

¡Pero qué miserable vida la de aquellas excepcionales almas nobles, a las que Roma retiene en los tenebrosos calabozos de su superstición! ¡Ellas leen en todos sus libros, y oyen de todos sus púlpitos, que si ocultan a sus confesores un simple pecado están perdidas para siempre! Pero, siendo absolutamente incapaces de pisotear bajo sus pies las leyes del autorespeto y la decencia, que Dios mismo ha impreso en sus almas, viven en constante temor de eterna condenación. ¡No hay palabras humanas que puedan expresar su desolación y agonía, cuando a los pies de sus confesores, se encuentran bajo la horrible necesidad de hablar de cosas, por las que preferirían sufrir la más cruel muerte antes que abrir sus labios, o ser condenadas para siempre, con tal de no degradarse a sí mismas para siempre ante sus propios ojos, al hablar sobre asuntos que una mujer respetable nunca revelaría a su propia madre, mucho menos a un hombre!

He conocido demasiadas de aquellas mujeres de noble corazón, quienes, cuando a solas con Dios, en una real agonía de desolación y con lágrimas de dolor, han pedido a Él que les concediera lo que consideraban el más grande favor, que era, perder lo suficiente de su autorespeto como para ser capaces de hablar de esas inmencionables cosas, tal como sus confesores querían que las dijeran; y, esperando que su petición fuera concedida, iban de nuevo al confesionario, determinadas a develar su vergüenza ante los ojos de ese hombre inconmovible. ¡Pero cuando llegaba el momento para la autoinmolación, su coraje fallaba, sus rodillas temblaban, sus labios se ponían pálidos como la muerte, sudor frío manaba de todos sus poros! La voz del pudor y el autorespeto femenino estaba hablando más fuerte que la voz de su falsa religión. Ellas tenían que irse del confesionario no perdonadas—más aún, con la carga de un nuevo sacrilegio sobre sus conciencias.

¡Oh! ¡Cuán pesado es el yugo de Roma—cuán amarga es la vida humana—cuán melancólico es el misterio de la cruz para esas almas desviadas y que perecen! ¡Cuán gozosamente correrían ellas a las piras llameantes con la mujer Brahmán, si pudieran esperar ver el fin de sus inenarrables miserias por medio de las torturas momentáneas que les abrieran las puertas de una vida mejor!

Yo aquí desafío públicamente a todo el sacerdocio Católico Romano a negar que la mayor parte de sus penitentes femeninas permanecen un cierto período de tiempo—a veces más largo, a veces más corto—bajo el más agonizante estado mental.

Sí, por lejos la gran mayoría de las mujeres, al principio, encuentran imposible derribar las sagradas barreras del autorespeto que Dios mismo ha construido alrededor de sus corazones, inteligencias, y almas, como la mejor protección contra las trampas de este mundo contaminado. Esas leyes de autorespeto, por las cuales no pueden consentir en hablar una palabra impura en los oídos de un hombre, y las cuales cierran fuertemente todas las avenidas del corazón contra sus incastas preguntas, aún cuando hable en el nombre de Dios—esas leyes de autorespeto están tan claramente escritas en las consciencias de ellas, y son tan bien comprendidas por ellas que son un don muy Sagrado, que, como ya lo he dicho, muchas prefieren correr el riesgo de estar perdidas para siempre al permanecer en silencio.

Toma muchos años de los más ingeniosos, (y no dudaría en llamarlos diabólicos) esfuerzos de parte de los sacerdotes para persuadir a la mayoría de sus penitentes femeninas a hablar sobre cuestiones, que aún los salvajes paganos se sonrojarían al mencionarlas entre ellos mismos. Algunas persisten en permanecer silentes sobre esas cuestiones durante la mayor parte de sus vidas, y muchas prefieren arrojarse en las manos de su misericordioso Dios, y morir sin someterse a la degradante experiencia, aún después de que han sentido las espinas ponzoñosas del enemigo, antes que recibir su perdón de un hombre, que, como ellas lo sienten, seguramente sería escandalizado por el relato de sus fragilidades humanas. Todos los sacerdotes de Roma son sabedores de esta natural disposición de sus penitentes mujeres. No hay uno solo—no, ni uno solo de sus teólogos morales, que no advierta a los confesores contra esa tenaz y general determinación de las muchachas y de las mujeres casadas de nunca hablar en el confesionario sobre temas que puedan, o más o menos, relacionarse con pecados contra el séptimo mandamiento. Dens, Liguori, Debreyne, Bailly, etc.,—en una palabra, todos los teólogos de Roma hacen propio que esta es una de las más grandes dificultades contra las cuales los confesores deben luchar en el confesionario.

Ni un solo sacerdote Católico Romano osará negar lo que digo sobre este tema; porque ellos saben que sería fácil para mí abrumarlos con tal multitud de testimonios, que su gran falsía sería para siempre desenmascarada.

En algún día futuro, si Dios me reserva y me da tiempo para ello, proyecto hacer conocer algunas de las innumerables cosas que los teólogos y moralistas Católicos Romanos han escrito sobre esta cuestión. Ello constituirá uno de los más curiosos libros jamás escritos; y dará evidencia incontestable sobre el hecho de que, instintivamente, sin consultarse entre sí, y con una unanimidad que es casi maravillosa, las mujeres Católicas Romanas, guiadas por los honestos instintos que Dios les ha dado, huyen de las asechanzas puestas ante ellas en el confesionario; y que por doquier luchan para fortalecerse con un coraje sobrehumano, contra el torturador que es enviado por el Papa, para finiquitar su ruina y causar el naufragio de sus almas. En todas partes la mujer siente que hay cosas que nunca deberían ser dichas, así como hay cosas que nunca deberían ser hechas, en la presencia del Dios de santidad. Ella entiende que, relatar la historia de ciertos pecados, aún de pensamientos, es no menos vergonzoso y criminal que hacerlos; ella oye la voz de Dios susurrándole en sus oídos: "¿No es bastante que hayas sido culpable una vez, cuando estabas sola en mi presencia, sin aumentar tus iniquidades permitiendo a ese hombre conocer lo que nunca debería haberle sido revelado? ¿No sientes que estás haciendo a ese hombre tu cómplice, en el mismo momento en que arrojas en su corazón y en su alma el fango de tus iniquidades? Él es tan débil como tú, él no es menos pecador que tú misma; lo que te ha tentado a ti le tentará a él; lo que te ha hecho débil le hará débil a él; lo que te ha contaminado a ti le contaminará a él; lo que te ha derribado en la tierra, le derribará a él en la tierra. ¿No es suficiente que mis ojos hayan tenido que mirar sobre tus iniquidades? ¿Deben mis oídos, hoy, escuchar tu impura conversación con ese hombre? ¿Es ese hombre tan santo como mi profeta David, para que no pueda caer ante la incasta exhibición de la nueva Betsabé? ¿Es él tan poderoso como Sansón, para que no pueda encontrar en ti a su tentadora Dalila? ¿Es él tan generoso como Pedro, para que no pueda llegar a ser un traidor ante la voz de la sirvienta?"

¡Quizás el mundo nunca ha visto una lucha más terrible, desesperada y solemne que la que está sucediendo en el alma de una pobre temblorosa mujer joven, quien, a los pies de ese hombre, tiene que decidir si abrirá o no sus labios acerca de esas cosas que la infalible voz de Dios, unida a la no menos infalible voz de su honor y autorespeto femeninos, le dicen que nunca las revele a ningún hombre!

La historia de esa secreta, fiera, desesperada, y mortal lucha, hasta donde yo sé, no ha sido todavía nunca plenamente dada. Ella provocaría las lágrimas de admiración y compasión del mundo entero, si pudiera ser escrita con sus simples, sublimes, y terribles realidades.

Cuantas veces he llorado como un niño cuando alguna joven muchacha de noble corazón e inteligente, o alguna respetable mujer casada, se doblegaba ante los sofismas con los cuales yo, o algún otro confesor, la había persuadido a entregar su autorespeto, y su dignidad femenina, para hablar conmigo sobre temas sobre los que una mujer decente nunca debería decir una palabra con un hombre. Ellas me han dicho de su invencible repugnancia, su horror a tales preguntas y respuestas, y me han pedido ser piadoso con ellas. ¡Sí! ¡Yo frecuentemente he llorado amargamente por mi degradación, cuando era un sacerdote de Roma! He comprendido toda la fortaleza, la grandeza, y la santidad de sus motivos para estar silenciosas sobre esos temas mancillantes, y no puedo sino admirarlas. Parecía a veces que ellas estaban hablando el lenguaje de los ángeles de luz; y que yo debía caer a sus pies, y solicitarles su perdón por haberles hablado sobre cuestiones, sobre las cuales un hombre de honor nunca debía conversar con una mujer a la cual respeta.

Pero ¡ay! Pronto habría de reprocharme a mí mismo, y a arrepentirme por esas breves ocasiones de mi ondulante fe en la infalible voz de mi Iglesia; yo habría pronto de silenciar la voz de mi consciencia, la cual estaba diciéndome: "¿No es una vergüenza que tú, un hombre soltero, ose hablar de esos temas con una mujer? ¿No te sonrojas de hacer tales preguntas a una joven muchacha? ¿Dónde está tu autorespeto? ¿Dónde está tu temor de Dios? ¿No promueves la ruina de esa muchacha forzándola a hablar con un hombre sobre semejantes temas?

Yo era compelido por todos los Papas, los teólogos morales, y los Concilios, de Roma, a creer que esta voz de advertencia de mi Dios misericordioso era la voz de Satán; tenía que creer a pesar de mi propia conciencia e inteligencia, que era bueno, más aún, necesario, hacer esas contaminantes y mortales preguntas. Mi infalible Iglesia estaba forzándome sin misericordia a obligar a esas pobres, temblorosas, llorosas, desoladas muchachas y mujeres, a nadar conmigo y todos sus sacerdotes en esas aguas de Sodoma y Gomorra, bajo el pretexto de que su orgullo sería derribado, y de que su temor al pecado y su humildad crecerían, y de que serían purificadas por nuestras absoluciones.

Con qué suprema aflicción, disgusto, y sorpresa, vemos, hoy, a una gran parte de la noble Iglesia Episcopal de Inglaterra golpeada por una plaga que parece incurable, bajo el nombre de Puseyismo, o Ritualismo, [n. de t.: Pusey era el líder de un movimiento pro-católico en la Iglesia Anglicana], y trayendo de nuevo—más o menos abiertamente—en muchos lugares la diabólica e inmunda confesión auricular entre los Protestantes de Inglaterra, Australia y Norteamérica. La Iglesia Episcopal está condenada a perecer en ese oscuro y apestante pantano del Papismo—la confesión auricular, si ella no encuentra un pronto remedio para detener la plaga traída por los Jesuitas disfrazados, que están trabajando por doquier, para envenenar y esclavizar sus demasiado ingenuos hijos e hijas.

En el comienzo de mi sacerdocio, fui no poco sorprendido y confundido al ver una muy dotada y bella mujer joven, a quien solía encontrar casi cada semana en la casa de su padre, entrando a la casilla de mi confesionario. Ella había estado acostumbrada a confesarse con otro joven sacerdote conocido mío, y fue siempre considerada como una de las más piadosas jóvenes de la ciudad. Aunque se había disfrazado lo más posible, a fin de que no la pudiera reconocer, yo sentía una seguridad de que no estaba equivocado, ella era la amable María.

No estando absolutamente seguro de la exactitud de mis impresiones, la dejé enteramente bajo la confianza de que era una perfecta extraña para mí. Al principio difícilmente podía hablar; su voz estaba sofocada por sus sollozos; y a través de las pequeñas aberturas del delgado tabique entre ella y yo, vi dos corrientes de grandes lágrimas derramándose por sus mejillas.

Luego de mucho esfuerzo, dijo: "Querido Padre, espero que no me conozca, y que nunca trate de conocerme. Yo soy una terriblemente gran pecadora. ¡Oh! ¡Me temo que estoy perdida! ¡Pero si todavía hay una esperanza para mí de ser salvada, por el amor de Dios, no me reprenda! Antes de que comience mi confesión, permítame pedirle no contaminar mis oídos con preguntas que nuestros confesores están acostumbrados a hacer a sus penitentes femeninas; yo ya he sido destruida por esas preguntas. Antes de que tuviera diecisiete años, Dios sabía que sus ángeles no eran más puros de lo que yo era; pero el capellán del convento de monjas donde mis padres me enviaron para mi educación, aunque aproximándome a la edad madura, me hizo, en el confesionario, una pregunta que al principio no entendí, pero, desafortunadamente, él había hecho las mismas preguntas a una de mis jóvenes compañeras, que hizo chistes sobre aquellas en mi presencia, y me las explicó; porque ella las entendía demasiado bien. Esta primera conversación incasta en mi vida, hundió mis pensamientos en un océano de iniquidad, hasta entonces absolutamente desconocida para mí; tentaciones del más humillante carácter me asaltaron por una semana, día y noche; después de lo cual, pecados que hubiera limpiado con mi sangre, si hubiera sido posible, abrumaron mi alma como con un diluvio. Pero los gozos de los pecadores son breves. Golpeada con terror ante el pensamiento de los juicios de Dios, después de unas pocas semanas de la más deplorable vida, determiné renunciar a mis pecados y reconciliarme con Dios. Cubierta de vergüenza, y temblando de la cabeza a los pies, fui a confesarme a mi antiguo confesor, a quien respetaba como a un santo y quería como a un padre. Me parece que, con lágrimas sinceras de arrepentimiento, le confesé la mayor parte de mis pecados, aunque encubrí uno de ellos, por vergüenza, y por respeto a mi guía espiritual. Pero no oculté de él que las extrañas preguntas que me había hecho en mi última confesión, fueron, junto con la corrupción natural de mi corazón, la causa principal de mi destrucción.

"Él me habló muy amablemente, me alentó a luchar contra mis malas inclinaciones, y, al principio, me dio un consejo muy bondadoso y bueno. Pero cuando pensé que terminó de hablar, y yo me aprontaba a dejar el confesionario, me hizo dos nuevas pregunta de tan corrupto carácter que, temí que ni la sangre de Cristo, ni todos los fuegos del infierno jamás serían capaces de limpiarlas de mi memoria. Esas preguntas han logrado mi ruina; ellas se han adherido a mi alma igual que dos mortales dardos; ellas están día y noche delante de mi imaginación; ellas llenan mis mismas arterias y venas con un veneno mortal.

"Es verdad que, al principio, me llenaron de horror y disgusto; pero, ¡ay!, pronto me acostumbré tanto a ellas que parecían estar incorporadas a mí, y como si hubieran llegado a ser una segunda naturaleza. Esos pensamientos han llegado a ser una nueva fuente de innumerables criminales pensamientos, deseos y acciones.

"Un mes más tarde, fuimos obligadas por las reglas de nuestro convento a ir y confesarnos; pero por ese tiempo, estaba tan completamente perdida, que ya no me abochornaba ante la idea de confesar mis vergonzosos pecados a un hombre; por el contrario. Tenía un real, diabólico placer en el pensamiento de que tendría una larga conversación con mi confesor sobre esos temas, y que él me preguntaría más de esas extrañas cuestiones.

"De hecho, cuando le hube dicho todo sin sonrojamiento alguno, comenzó a interrogarme, ¡y Dios sabe qué corruptas cosas cayeron desde sus labios hasta mi pobre criminal corazón! Cada una de sus preguntas fueron excitando mis nervios, y llenándome con las más vergonzosas sensaciones. Después de una hora de esta criminal entrevista a solas con mi antiguo confesor, (porque eso no fue otra cosa sino una criminal entrevista a solas), percibí que él era tan depravado como yo misma. Con algunas palabras semiencubiertas, me hizo una proposición criminal, la cual acepté también con palabras encubiertas; y durante más de un año, hemos vivido juntos en la más pecaminosa intimidad. Aunque él era mucho mayor que yo, lo amaba del modo más necio. Cuando el curso de mi instrucción en el convento finalizó, mis padres me llevaron de regreso a casa. Estaba realmente gozosa por ese cambio de residencia, porque estaba comenzando a hastiarme de mi vida criminal. Mi esperanza era que, bajo la dirección de un mejor confesor, me reconciliaría con Dios y comenzaría una vida Cristiana.

"Infortunadamente para mí, mi nuevo confesor, que era muy joven, comenzó también sus interrogaciones. Pronto se enamoró de mí, y yo lo amé de una manera sumamente criminal. He hecho junto a él cosas que espero usted nunca me pida que se las revele, porque son demasiado monstruosas para ser repetidas, aún en el confesionario, por una mujer a un hombre.

"No digo estas cosas para quitar de mis hombros la responsabilidad de mis iniquidades con este joven confesor, porque creo haber sido más criminal de lo que él fue. Es mi firme convicción que él era un sacerdote bueno y santo antes de que me conociera; pero las preguntas que me hizo, y las respuestas que le di, derritieron su corazón—yo lo sé—igual a como el plomo fundido derretiría al hielo sobre el cual se derramara.

"Sé que ésta no es una confesión tan detallada como nuestra santa Iglesia me requiere que haga, pero he creído necesario para mí darle esta breve historia de la vida de la más grande y más miserable pecadora que alguna vez le haya pedido que le ayude a salir de la tumba de sus iniquidades. Este es el modo en que he vivido estos últimos años. Pero el último domingo, Dios, en su infinita misericordia, miró sobre mí. Él le inspiró a usted a darnos el Hijo Pródigo como un modelo de verdadera conversión, y como la más maravillosa prueba de la infinita compasión del querido Salvador por los pecadores. He llorado día y noche desde aquel feliz día, cuando me arrojé a los brazos de mi amante y misericordioso Padre. Aún ahora, difícilmente puedo hablar, porque mi arrepentimiento por mis pasadas iniquidades, y mi gozo de que se me haya permitido lavar los pies del Salvador con lágrimas, son tan grandes que mi voz está como ahogada.

"Usted entiende que he dejado para siempre a mi último confesor. Vengo a pedirle que me haga el favor de recibirme entre sus penitentes. ¡Oh! ¡No me rechace ni me reproche, por amor del querido Salvador! ¡No tema tener a su lado tal monstruo de iniquidad! Pero antes de continuar, tengo dos favores que pedirle. El primero es, que usted jamás hará algo para averiguar mi nombre; el segundo es, que nunca me hará alguna de esas preguntas por las cuales tantas penitentes están perdidas y tantos sacerdotes destruidos para siempre. Dos veces he sido perdida por esas preguntas. Nosotras acudimos a nuestros confesores para que puedan arrojar sobre nuestras almas culpables las puras aguas que fluyen desde el cielo para purificarnos; pero en lugar de eso, con sus inmencionables preguntas, derraman aceite sobre las llamas ardientes ya furiosas en nuestros pobres pecaminosos corazones. ¡Oh, querido padre, déjeme llegar a ser su penitente, para que pueda ayudarme a ir y llorar con Magdalena a los pies del Salvador! ¡Respéteme, como Él respetó a aquel verdadero modelo de todas las mujeres pecadoras, pero arrepentidas! ¿Le hizo nuestro Salvador alguna pregunta? ¿Extrajo de ella la historia de las cosas que una mujer pecadora no puede decir sin olvidar el respeto que se debe a sí misma y a Dios? ¡No! Usted nos dijo no mucho tiempo atrás, que la única cosa que nuestro Salvador hizo, fue mirar sus lágrimas y su amor. ¡Bien, por favor haga eso, y usted me salvará!"

Yo era entonces un sacerdote muy joven, y nunca habían venido a mis oídos tan sublimes palabras en el confesionario. Sus lágrimas y sus sollozos, mezclados con la franca declaración de las más humillantes acciones, hicieron tan profunda impresión en mí que estuve, por algún tiempo, incapacitado para hablar. También había venido a mi mente que podría estar equivocado sobre su identidad, y que quizás ella no era la joven dama que yo había imaginado. Podía, entonces, concederle fácilmente su primer pedido, que era no hacer nada por lo cual pudiera conocerla. La segunda parte de su pedido era más difícil; porque los teólogos son muy enfáticos en ordenar a los confesores que pregunten a sus penitentes, especialmente a las del sexo femenino, sobre diversas circunstancias.

La alenté de la mejor manera que pude, a perseverar en sus buenas resoluciones, invocando a la bendita Virgen María y a Santa Filomena, quien era, entonces, la Santa de moda, al igual que Marie Alacoque lo es hoy, entre los ciegos esclavos de Roma. Le dije que oraría y pensaría sobre el asunto de su segundo requerimiento; y le pedí que regresara en una semana para tener mi respuesta.

Ese mismísimo día, fui a mi propio confesor, el Rev. Sr. Baillargeon, entonces vicario de Quebec, y más adelante Arzobispo de Canadá. Le dije del singular e inusual pedido que ella me había hecho, de que yo nunca le hiciera ninguna de esas preguntas sugeridas por los teólogos, para asegurar la integridad de la confesión. No le oculté que estuve muy inclinado a concederle a ella aquel favor; por eso le repetía lo que ya le había dicho a él varias veces, que yo estaba supremamente disgustado con las infames y contaminantes preguntas que los teólogos nos forzaban a hacer a nuestras penitentes femeninas. Le dije francamente que varios sacerdotes viejos y jóvenes ya habían venido a confesarse a mí; y que, con la excepción de dos, ellos me dijeron que no podían hacer esas preguntas y oír las respuestas que provocaban, sin caer en los más condenables pecados.

Mi confesor parecía estar muy perplejo sobre qué debería responder. "Me pidió que volviera al día siguiente, para que él pudiera revisar algunos de sus libros teológicos, en el intervalo. Al día siguiente, recogí su respuesta escribiéndola, la cual se encuentra en mis antiguos manuscritos, y la daré aquí en toda su triste crudeza:

"Tales casos de destrucción de la virtud femenina por las preguntas de los confesores es un mal inevitable. Éste no puede ser remediado; porque tales preguntas son absolutamente necesarias en la mayor parte de los casos con los cuales tenemos que tratar. Los hombres generalmente confiesan sus pecados con tanta sinceridad que rara vez hay necesidad de preguntarles, excepto cuando son muy ignorantes. Pero San Liguori, así como nuestra observación personal, nos dicen que la mayoría de las muchachas y de las mujeres, por una vergüenza falsa y criminal, muy raramente confiesan los pecados que cometen contra la pureza. Se requiere la más extrema caridad de los confesores para impedir a esas infortunadas esclavas de sus secretas pasiones que hagan confesiones y comuniones sacrílegas. Con la mayor prudencia y celo él debe preguntarles sobre esos temas, comenzando con los más pequeños pecados, y yendo, poco a poco, tanto como se pueda por grados imperceptibles, hasta llegar a las acciones más criminales. Como parece evidente que la penitente a la cual usted se refirió en sus preguntas de ayer, está sin deseos de hacer una confesión plena y detallada de todas sus iniquidades, usted no puede prometerle absolverla sin asegurarse por sabias y prudentes preguntas, que ella ha confesado todo.

"Usted no debe desalentarse cuando, en el confesionario o de alguna otra manera, oye de la caída de sacerdotes junto a sus penitentes en las fragilidades comunes de la naturaleza humana. Nuestro Salvador sabía muy bien que las ocasiones y las tentaciones que debemos encontrar, en las confesiones de muchachas y mujeres, son tan numerosas, y algunas veces tan irresistibles, que muchos caerían. Pero Él les ha dado a la Santa Virgen María, quien constantemente pide y obtiene su perdón; Él les ha dado el sacramento de la penitencia, donde pueden recibir el perdón tan frecuentemente como lo pidan. El voto de perfecta castidad es un gran honor y privilegio; pero no podemos ocultar de nosotros mismos que éste pone sobre nuestros hombros una carga que muchos no pueden llevar para siempre. San Liguori dice que no debemos reprochar al sacerdote penitente que cae solamente una vez al mes; y algunos otros confiables teólogos son todavía más caritativos."

Esta respuesta estuvo lejos de satisfacerme. Me parecía compuesta de principios muy débiles. Regresé con un corazón cargado y una mente ansiosa; y Dios sabe que hice muchas fervientes oraciones para que esta chica nunca volviera otra vez a contarme su triste historia. Yo tenía apenas veintiséis años, llenos de juventud y vida. Me parecía que el aguijón de un millar de avispas en mis oídos no me harían tanto daño como las palabras de esa querida, bella, dotada, pero perdida muchacha.

No quiero decir que las revelaciones que hizo, hubieran, en alguna forma, disminuido mi estima y mi respeto por ella. Era exactamente lo contrario. Sus lágrimas y sollozos, sus angustiosas expresiones de vergüenza y pesar a mis pies, sus nobles palabras de protesta contra los repulsivos y contaminantes interrogatorios de los confesores, la habían elevado muy alto en mi mente. Mi sincera esperanza era que ella tendría un lugar en el reino de Cristo junto a la mujer samaritana, María Magdalena, y todos los pecadores que han lavado sus ropas en la sangre del Cordero.

En el día señalado, estaba en mi confesionario, escuchando la confesión de un hombre joven, cuando vi a la señorita María entrando a la sacristía, y viniendo directamente hacia mi casilla del confesionario, donde se arrodilló cerca mío. Aunque se había ocultado, todavía más que la primera vez, detrás del largo, grueso, y negro velo, no podía ser confundido, ella era la siempre amable joven dama en cuya casa paterna yo acostumbraba a pasar horas tan apacibles y felices. Siempre había oído con inmensa atención, su melodiosa voz, cuando nos estaba entregando, acompañada por su piano, algunos de nuestros hermosos himnos de la Iglesia. ¿Quién podía entonces verla y oírla sin casi adorarla? La dignidad de sus pasos y su aspecto general, cuando avanzaba hacia mi confesionario, la traicionaron totalmente y destruyeron su disimulo.

¡Oh! Habría dado cada gota de mi sangre en aquella hora solemne, para que pudiera ser libre de tratar con ella exactamente como tan elocuentemente me había pedido que hiciera—que la dejara llorar y clamar a los pies de Jesús para contentar su corazón; ¡oh! si hubiera sido libre para tomarla de la mano, y silenciosamente mostrarle a su agonizante Salvador, para que pudiera lavar sus pies con sus lágrimas, y derramar el aceite de su amor sobre su cabeza, sin que yo le dijera nada más que: "Vete en paz: tus pecados están perdonados".

Pero, allí, en aquel confesionario, yo no era el siervo de Cristo, para seguir sus divinas y salvadoras palabras, y para obedecer los dictados de mi honesta conciencia. ¡Yo era el esclavo del Papa! ¡Yo debía ahogar el clamor de mi conciencia, para ignorar las influencias de mi Dios! ¡Allí, mi conciencia no tenía derecho a hablar; mi inteligencia era algo muerto! ¡Sólo los teólogos del Papa, tenían un derecho a ser oídos y obedecidos! Yo no estaba allí para salvar, sino para destruir; porque, bajo el pretexto de purificar, la verdadera misión del confesor, frecuentemente, si no siempre, a pesar de sí mismo, es escandalizar y condenar las almas.

Tan pronto como el hombre joven que estaba haciendo su confesión a mi mano izquierda, había finalizado, silenciosamente, me volví hacia ella, y dije, a través de la pequeña abertura: "¿Estás lista para comenzar tu confesión?"

Pero no me contestó. Todo lo que yo podía oír era: "¡Oh, mi Jesús, ten misericordia de mí! Vengo a lavar mi alma en tu sangre; ¿me reprenderás?"

Durante varios minutos elevó sus manos y sus ojos al cielo, y lloró y oró. Era evidente que no tenía la menor idea de que la estaba observando, pensó que la puerta de la pequeña divisoria entre ella y yo estaba cerrada. Pero mis ojos estaban fijos sobre ella; mis lágrimas estaban fluyendo con sus lágrimas, y mis ardientes oraciones estaban yendo a los pies de Jesús junto a las suyas. No la habría interrumpido por ninguna causa, en ésta, su sublime comunión con su misericordioso Salvador.

Pero después de un tiempo bastante prolongado, hice un pequeño ruido con mi mano, y poniendo mis labios cerca de la divisoria que estaba entre nosotros, dije en una voz baja: "Querida hermana, ¿estás lista para comenzar tu confesión?"

Ella volvió su rostro un poco hacia mí, y con una voz temblorosa, dijo: "Sí, querido padre, estoy lista".

Pero entonces se detuvo nuevamente para llorar y orar, aunque no pude oír lo que decía.

Después de algún tiempo de silenciosa oración, dije: "Mi querida hermana, si estás lista, por favor comienza tu confesión". Ella entonces dijo: "Mi querido padre, ¿recuerda las súplicas que le hice, el otro día? ¿Puede permitirme confesar mis pecados sin forzarme a olvidar el respeto que me debo a mí misma, a usted, y a Dios, quien nos escucha? ¿Y puede prometerme que no me hará ninguna de aquellas preguntas que ya me han provocado tan irreparable daño? Le manifiesto francamente que hay pecados en mí que no puedo revelar a nadie, excepto a Cristo, porque Él es mi Dios, y porque Él ya los conoce a todos. Déjeme llorar y clamar a sus pies; ¿no puede usted perdonarme sin aumentar mis iniquidades al forzarme a decir cosas que la lengua de una mujer cristiana no puede revelar a un hombre?"

"Mi querida hermana", le contesté, "si fuera libre para seguir la voz de mis propios sentimientos estaría plenamente feliz de otorgarte tu petición; pero estoy aquí solamente como un ministro de nuestra santa Iglesia, y estoy obligado a obedecer sus leyes. Por medio de sus más santos Papas y teólogos ella me dice que no puedo perdonar tus pecados si no los confiesas todos, exactamente como los has cometido. La Iglesia también me dice que debes darme los detalles que puedan aumentar la malicia de tus pecados o cambiar su naturaleza. También lamento decirte que nuestros más santos teólogos hacen un deber del confesor preguntar al penitente sobre los pecados que tenga una buena razón para sospechar que han sido omitidos voluntaria o involuntariamente".

Con un fuerte grito, ella exclamó: "¡Entonces, oh mi Dios, estoy perdida, perdida para siempre!"

Este grito cayó sobre mí como un rayo; pero fui todavía más aterrorizado cuando, mirando por medio de la abertura, la vi desmayarse; oí el ruido de su cuerpo cayendo sobre el suelo, y el de su cabeza golpeando contra la casilla del confesionario.

Rápido como un relámpago corrí a ayudarla, la tomé en mis brazos, y llamé a un par de hombres quienes estaban a poca distancia, para que me ayudaran a ponerla sobre un banco. Lavé su rostro con algo de agua fría y vinagre. Ella estaba pálida como la muerte, pero sus labios se movían, y estaba diciendo algo que nadie excepto yo podía entender:

"¡Estoy perdida—perdida para siempre!"

La llevamos al hogar de su desconsolada familia, donde, durante un mes, permaneció entre la vida y la muerte. Sus dos primeros confesores fueron a visitarla, pero cuando cada uno le pidió para retirarse de la habitación, ella amablemente, pero terminantemente, les pidió que se fueran, y que nunca volvieran. Ella me pidió que la visitara todos los días, "porque", dijo, "sólo tengo unos pocos días más de vida. ¡Ayúdeme a prepararme para la solemne hora en la que se abrirán para mí las puertas de la eternidad!"

La visité cada día, y oré y lloré con ella.

Muchas veces, cuando estabamos solos, le pedía con lágrimas que finalizara su confesión; pero, con una firmeza que, entonces, me pareció ser misteriosa e inexplicable, me reprendía amablemente.

Un día, cuando estaba solo con ella, estaba arrodillado al lado de su cama para orar, fui incapaz de articular una sola palabra, por la inexpresable angustia de mi alma a causa suya, ella me preguntó: "Querido padre, ¿por qué llora?"

Contesté: "¡Cómo puedes hacer tal pregunta a tu asesino! Lloro porque te maté, querida amiga".

Esta respuesta pareció angustiarla sobremanera. Ella estaba muy débil ese día. Después de que lloró y oró en silencio, dijo: "no llore por mí, sino llore por tantos sacerdotes que destruyen a sus penitentes en el confesionario. Creo en la santidad del sacramento de la penitencia, porque lo ha establecido nuestra santa Iglesia. Pero hay, de alguna forma, algo sumamente malo en el confesionario. He sido destruida dos veces, y conozco muchas muchachas que también fueron destruidas por el confesionario. Éste es un secreto, ¿pero será mantenido para siempre ese secreto? Me compadezco por los pobres sacerdotes el día que nuestros padres conozcan lo que ha sucedido con la pureza de sus hijas en las manos de sus confesores. Mi padre seguramente mataría a mis dos últimos confesores, si pudiera conocer como han destruido a su pobre hija".

No pude contestar sino llorando.

Permanecimos en silencio por un largo rato; entonces ella dijo: "Es cierto que no estaba preparada para el rechazo que me hizo, el otro día en el confesionario; pero usted actuó fielmente como un buen y honesto sacerdote. Sé que debe estar sujeto a ciertas leyes".

Luego apretó mi mano con su mano fría y dijo: "No llore, querido padre, porque aquella repentina tormenta haya hecho naufragar mi muy frágil barca. Esta tormenta era para sacarme del insondable mar de mis iniquidades hasta la costa donde Jesús estaba esperando para recibirme y perdonarme. La noche después de que me trajo, medio muerta, aquí, a la casa de mi padre, tuve un sueño. ¡Oh, no!, no fue un sueño, fue una realidad. Mi Jesús vino a mí; Él estaba sangrando, su corona de espinas estaba sobre su cabeza, la pesada cruz hería sus hombros. Él me dijo, con una voz tan dulce que ninguna lengua humana puede imitarla: "He visto tus lágrimas, he oído tus lamentos, y conozco tu amor por mí: tus pecados están perdonados; ¡ten valor, en pocos días estarás conmigo!"

Apenas finalizó su última palabra, cuando se desmayó; y temí que muriera justo entonces, cuando estaba solo con ella.

Llamé a los familiares, que entraron apresuradamente a la habitación. Se mandó a llamar al doctor. Él la encontró tan débil que pensó apropiado permitir que solamente una o dos personas permanecieran conmigo en la habitación. Nos pidió que absolutamente no habláramos: "Porque", dijo él, "la menor emoción puede matarla instantáneamente; su enfermedad es, muy probablemente, un aneurisma de la aorta, la gran vena que lleva la sangre al corazón; cuando esta se rompa, ella se irá tan rápido como un relámpago".

Era casi las diez de la noche cuando dejé la casa, para ir y tomar algún descanso. Pero no es necesario decir que pasé la noche sin dormir. Mi querida María estaba allí, pálida, agonizando por el mortal golpe que le había dado en el confesionario. ¡Ella estaba allí, en su lecho de muerte, con su cabeza atravesada por la daga que mi Iglesia había puesto en mis manos, y en vez de reprenderme y maldecirme por mi salvaje e inmisericorde fanatismo, me estaba bendiciendo! ¡Ella estaba muriendo por un corazón quebrantado, y la Iglesia no me permitía darle una sola palabra de consuelo y esperanza, porque no había hecho su confesión! ¡Yo había lastimado sin misericordia a aquella tierna planta, y no había nada en mis manos para sanar las heridas que le había causado!

Era muy probable que moriría el día siguiente, ¡y se me prohibía que le mostrara la corona de gloria que Jesús tiene preparada en su reino para el pecador arrepentido!

Mi desolación era realmente indescriptible, y creo que me habría ahogado y muerto esa noche, si la corriente de lágrimas que fluía constantemente de mis ojos no hubiera sido como un bálsamo para mi corazón dolido.

¡Cuán oscuras y largas me parecieron las horas de esa noche!

Antes del amanecer, me levanté para leer de nuevo a mis teólogos, y ver si no podía encontrar alguno que me permitiera perdonar los pecados de esa querida niña, sin forzarla a decirme todo lo que había hecho. Pero ellos me resultaron, más que nunca, unánimemente inconmovibles, y los volví a poner en los estantes de mi biblioteca con un corazón quebrantado.

A las nueve de la mañana del día siguiente, estaba junto a la cama de nuestra querida enferma María. No puedo decir suficientemente el gozo que sentí, cuando el doctor y toda la familia me dijeron: "Está mucho mejor; el descanso de la última noche verdaderamente ha producido un maravilloso cambio".

Con una sonrisa realmente angelical ella extendió su mano hacia mí, para que pudiera tomarla con la mía; y dijo: "La tarde anterior, pensé, que el querido Salvador me llevaría, pero Él me quiere, querido padre, para que le dé a usted un poco más de problemas; sin embargo, tenga paciencia, no puede pasar mucho antes de que la solemne hora de mi llamado llegue. ¿Me leerá por favor la historia del sufrimiento y muerte del amado Salvador, que me leyó el otro día? Ciertamente me hace tanto bien ver como Él me amó, a mí, una tan mísera pecadora".

Había una calma y una solemnidad en sus palabras que me conmovieron de manera única, así como a todos los que estaban allí.

Después de que finalicé de leer, ella exclamó: "¡Él me ha amado tanto que murió por mis pecados!" Y cerró sus ojos como si meditara en silencio, pero había una corriente de grandes lágrimas resbalando por sus mejillas.

Me arrodillé junto a su cama, con su familia, para orar; pero no pude articular una sola palabra. La idea de que esta querida niña estaba allí, muriendo por el cruel fanatismo de mis teólogos y por mi propia cobardía al obedecerles, era como una piedra de molino atada a mi cuello. Esto me estaba matando.

¡Oh, si muriendo mil veces, hubiera podido agregar un solo día a su vida, con que placer habría aceptado aquellas mil muertes!

Después de que hubimos orado y llorado en silencio junto a su cama, ella pidió a su madre que la dejara sola conmigo.

Cuando me encontré solo, bajo la irresistible impresión de que este era su último día, caí de nuevo sobre mis rodillas, y con lágrimas de la más sincera compasión por su alma, le pedí que olvidara su vergüenza y obedeciera a nuestra santa Iglesia, que requiere a todos que confiesen sus pecados si quieren ser perdonados.

Ella serenamente, pero con un aire de dignidad que palabras humanas no pueden expresar, dijo: "¿Es verdad que, después del pecado de Adán y Eva, Dios mismo hizo abrigos y pieles; y los vistió, para que no pudieran ver la desnudez del otro?"

"Sí", le dije, "esto es lo que las Santas Escrituras nos dicen".

"Bien, entonces, ¿cómo es posible que nuestros confesores se atrevan a quitarnos aquel santo y divino abrigo de modestia y autorespeto? ¿No ha hecho el mismo Dios Omnipotente, con sus propias manos, aquel abrigo de pudor y autorespeto femenino, para que no pudiéramos ser para usted y para nosotras mismas, una causa de vergüenza y pecado?"

Quedé verdaderamente conmocionado por la belleza, simplicidad, y sublimidad de esa comparación. Permanecí absolutamente mudo y confundido. Aunque esto estaba demoliendo todas las tradiciones y doctrinas de mi Iglesia, y pulverizando todos mis santos doctores y teólogos, esa noble respuesta tuvo tal eco en mi alma, que me parecía un sacrilegio intentar tocarla con mi dedo.

Luego de un breve tiempo de silencio, continuó: "¡Dos veces he sido destruida por sacerdotes en el confesionario. Ellos me quitaron aquel divino abrigo de modestia y autorespeto que Dios da a cada ser humano que viene a este mundo, y dos veces, he sido para aquellos mismos sacerdotes un profundo foso de perdición, en el cual han caído, y donde, me temo, están para siempre perdidos! Mi misericordioso Padre celestial me ha devuelto ese abrigo de pieles, aquella túnica nupcial de pudor, autorespeto, y santidad, que me había sido quitada. Él no puede permitirle a usted o a algún otro hombre, rasgarla otra vez y arruinar esa vestidura que es la obra de sus manos".

Estas palabras la agotaron, era evidente para mí que ella quería un poco de descanso. La dejé sola, pero yo estaba absolutamente atónito. Lleno de admiración por las sublimes lecciones que había recibido de los labios de aquella regenerada hija de Eva, quien, era evidente, estaba pronta para partir de nosotros. Sentí un supremo disgusto por mí mismo, mis teólogos, y—¿diré esto?, sí, en esa hora solemne sentí un supremo disgusto por mi Iglesia, que me estaba manchando tan cruelmente, a mí, y a todos sus sacerdotes en la casilla del confesionario. Sentí, en esa hora, un horror supremo por aquella confesión auricular, que es tan frecuentemente un foso de perdición y de suprema miseria para el confesor y para la penitente. Salí y caminé dos horas por las Planicies de Abraham, para respirar el aire puro y refrescante de la montaña. Allí, solo, me senté sobre una roca, en el mismo lugar donde Wolfe y Montcalm habían luchado y muerto; y lloré para aliviar mi corazón, por mi irreparable degradación, y la degradación de tantos sacerdotes por causa del confesionario.

A las cuatro de la tarde volví a la casa de mi querida y moribunda María. La madre me llevó aparte, y muy amablemente me dijo: "Mi querido Sr. Chiniquy, ¿no cree que es tiempo de que nuestra querida niña reciba los últimos sacramentos? Ella parecía estar mucho mejor esta mañana, y estábamos llenos de esperanza; pero ahora está desmejorando rápidamente. Por favor no pierda tiempo en darle el santo viáticum, [n. de t.: la comunión], y la extremaunción".

Le dije: "Sí, señora; permítame pasar algunos minutos con nuestra pobre querida niña, para que pueda prepararla para los últimos sacramentos".

Cuando estuve solo con ella, nuevamente caí sobre mis rodillas, y, en medio de torrentes de lágrimas, dije: "Querida hermana, es mi deseo darte el santo viáticum y la extremaunción; pero dime, ¿cómo puedo atreverme a hacer una cosa tan solemne contra todas las prohibiciones de nuestra Santa Iglesia? ¿Cómo puedo darte la santa comunión sin primero darte la absolución? ¿Y cómo puedo darte la absolución cuando persistes firmemente en decirme que tienes muchos pecados que nunca declaraste a mí ni a cualquier otro confesor?"

"Sabes que te aprecio y respeto como si fueras un ángel enviado a mí desde el cielo. El otro día me dijiste, que bendijiste el día que por vez primera me viste y me conociste. Yo digo lo mismo. ¡Bendigo el día que te conocí; bendigo cada hora que pasé al lado de tu lecho de sufrimiento; bendigo cada lágrima que he derramado contigo por tus pecados y por los míos propios; bendigo cada hora que hemos pasado juntos mirando las heridas de nuestro amado Salvador agonizando, te bendigo porque me hayas perdonado tu muerte! Porque sé, y lo confieso en la presencia de Dios, yo te he matado, querida hermana. Pero ahora prefiero morir mil veces antes que decirte una palabra que te angustie en cualquier manera, o inquiete la paz de tu alma. Por favor, mi querida hermana, dime qué puedo hacer por ti en esta solemne hora".

Calmadamente, y con una sonrisa de gozo como yo nunca había visto antes, ni desde entonces, dijo: "Le agradezco y le bendigo, querido padre, por la parábola del Hijo Pródigo, sobre la cual predicó un mes atrás. ¡Me ha llevado a los pies del querido Salvador, allí he encontrado una paz y un gozo que supera cualquier cosa que el corazón humano puede sentir; me he arrojado a los brazos de mi Padre Celestial, y sé que Él misericordiosamente ha aceptado y perdonado a su pobre hija pródiga! ¡Oh, veo los ángeles con sus arpas de oro alrededor del trono del Cordero! ¿No oye la celestial armonía de sus cánticos? Yo voy, yo voy a reunirme con ellos en la casa de mi Padre. ¡YO NO ME PERDERÉ!

Mientras me hablaba así, mis ojos se convirtieron en dos fuentes de lágrimas; era incapaz, y también sin deseos, de ver algo, tan enteramente subyugado estaba por las sublimes palabras que fluían de los agonizantes labios de esa querida niña, quien para mí no era más una pecadora, sino un verdadero ángel del cielo. Yo estaba escuchando sus palabras; había una música celestial en cada una de ellas. Pero ella había alzado su voz en una manera muy extraña, cuando había comenzado a decir: "Yo voy a la casa de mi Padre", e hizo tal exclamación de gozo cuando dejó que las últimas palabras: "no me perderé", escaparan de sus labios, que alcé mi cabeza y abrí mis ojos para mirarla. Yo sospechaba que algo extraño había ocurrido.

Me levanté, pasé mi pañuelo sobre mi rostro para secar las lágrimas que me estaban impidiendo ver con precisión, y la miré.

Sus manos estaban cruzadas sobre su pecho, y había en su rostro la expresión de un gozo verdaderamente sobrehumano; sus hermosos ojos estaban fijos como si estuvieran viendo un gran y sublime espectáculo; me pareció, al principio, que estaba orando.

En ese mismo instante la madre entró apresuradamente en la habitación, gritando: "¡Mi Dios! ¡Mi Dios! ¿Qué fue ese grito: 'perderé'?"—Porque sus últimas palabras, "no me perderé", especialmente la última, habían sido pronunciadas con una voz tan potente, que fueron oídas casi en toda la casa.

Le hice una señal con mi mano para prevenir a la angustiada madre que no hiciera algún ruido que inquietara a su moribunda niña en su oración, porque pensé realmente que había detenido su hablar, como acostumbraba a hacer frecuentemente, cuando estaba sola conmigo, para orar. Pero estaba equivocado. Aquella alma redimida había partido, en las alas de oro del amor, para unirse a la multitud de aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero, para cantar el eternal Aleluya.
 
Re: LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN

CAPÍTULO II.

LA CONFESIÓN AURICULAR UN PROFUNDO ABISMO DE PERDICIÓN PARA EL SACERDOTE.

PASÓ algún tiempo después de que nuestra querida María había sido enterrada. La terrible y misteriosa causa de su muerte era conocida sólo a Dios y a mí mismo. Aunque su amante madre todavía estaba llorando sobre su tumba, como es usual, pronto había sido olvidada por la mayor parte de los que la habían conocido; pero estaba constantemente presente en mi mente. Nunca entré a la casilla del confesionario sin oír su solemne, aunque tan suave voz, diciéndome: "Debe haber, en alguna parte, algo equivocado en la confesión auricular. Dos veces he sido destruida por mis confesores; y he conocido a varias otras que han sido destruidas de la misma forma."

Más de una vez, cuando su voz estaba repicando en mis oídos desde su tumba, yo había derramado amargas lágrimas por la profunda e insondable degradación en la cual, junto a los otros sacerdotes, habíamos caído en la casilla del confesionario. Porque muchas, muchas veces, historias tan deplorables como aquella de esta desafortunada muchacha me fueron confesadas por mujeres de la ciudad, así como del campo.

Una noche fui despertado por el ruido de un trueno, cuando oí a alguien que golpeaba la puerta. Me apresuré a salir de la cama para preguntar quien estaba allí. La respuesta fue que el Rev. Sr. _- estaba muriendo, y que quería verme antes de su muerte. Me vestí, y pronto estuve en el camino. La oscuridad era aterradora; y muchas veces, si no hubiera sido por los relámpagos que estaban casi constantemente rasgando las nubes, no habríamos conocido donde estábamos. Después de un largo y difícil viaje a través de la oscuridad y la tormenta, llegamos a la casa del sacerdote moribundo. Fui directamente a su habitación, y lo encontré realmente muy apagado: apenas podía hablar. Con una señal de su mano pidió a su sirvienta, y a un hombre joven que estaban allí, que salieran, y lo dejaran solo conmigo.

Entonces me dijo, en voz baja: "¿Fue usted quien preparó a la pobre María para morir?"

"Sí, señor", contesté.

"Por favor dígame la verdad. ¿Es un hecho que ella murió la muerte de una reprobada, y que sus últimas palabras fueron, '¡Oh mi Dios! ¡Estoy perdida!'?"

Le respondí: "Como yo fui el confesor de esa muchacha, y estabamos hablando sobre asuntos que pertenecían a su confesión en el mismo momento que era llamada a comparecer ante Dios, no puedo responderle su pregunta de ninguna manera; por favor, entonces, excúseme si no puedo decirle nada más sobre el asunto: pero dígame ¡¿quién le ha asegurado que ella murió la muerte de una reprobada?!"

"Fue su propia madre", respondió el moribundo hombre. "La semana anterior ella vino a visitarme, y cuando estaba sola conmigo, con muchas lágrimas y llanto, me dijo cómo su pobre hija había rehusado recibir los últimos sacramentos, y cómo su último clamor fue, '¡estoy perdida!'". Ella añadió que ese grito: '¡Perdida!', fue pronunciado con una potencia tan aterradora que fue oído por toda la casa."

"Si su madre le dijo eso, le respondí, usted puede creer lo que quiera acerca del modo en que murió esa pobre pequeña. Yo no puedo decir una palabra—usted lo sabe—acerca del asunto."

"Pero si ella está perdida", replicó el viejo, moribundo sacerdote, "yo soy el miserable que la ha destruido. Ella era un ángel de pureza cuando fue al convento. ¡Oh, querida María, si tú estás perdida, yo estoy mil veces más perdido! ¡Oh, mi Dios, mi Dios! ¿qué será de mí? ¡Estoy muriendo; y estoy perdido!"

Era una cosa verdaderamente tremenda ver ese viejo pecador retorciendo sus manos, y revolcándose sobre su cama, como si estuviera sobre tizones encendidos, con todos los signos de la más aterradora desesperación sobre su rostro, gritando: "¡Estoy perdido! ¡Oh, mi Dios, estoy perdido!"

Me alegró que los ruidos de truenos que estaban estremeciendo la casa, y rugiendo sin cesar, impidieran que la gente afuera de la habitación oyera los gritos de consternación del sacerdote, a quien todos consideraban un gran santo.

Cuando me pareció que su terror había disminuido algo, y que su mente se había calmado un poco, le dije: "Mi querido amigo, no debe entregarse a semejante desesperación. Nuestro misericordioso Dios ha prometido perdonar al pecador arrepentido que acude a él, aún en la última hora del día. Diríjase a la Virgen María, ella pedirá y obtendrá su perdón."

"¿No cree que es demasiado tarde para pedir perdón? El doctor honestamente me ha advertido que la muerte está muy cercana, y siento que precisamente ahora estoy muriendo. ¿No es demasiado tarde para pedir y obtener perdón?" preguntó el sacerdote moribundo.

"¡No! mi querido señor, no es demasiado tarde, si se arrepiente sinceramente de sus pecados. Arrójese a los brazos de Jesús, María, y José; haga su confesión sin más demora; yo lo absolveré, y usted será salvado."

"Pero nunca hice una buena confesión. ¿Me ayudará a hacer una general?"

Era mi deber otorgarle su pedido, y el resto de la noche la pasé oyendo la confesión de su vida entera.

No quiero dar muchos detalles de la vida de ese sacerdote. Primero: fue entonces que entendí por qué la pobre María era absolutamente reacia a mencionar las iniquidades que había cometido con él. Ellas eran simplemente incomparablemente horribles—inmencionables. Ninguna lengua humana puede expresarlas—pocos oídos humanos aceptarían oírlas.

La segunda cosa que estoy obligado por mi conciencia a revelar es casi increíble, pero sin embargo es verdad. El número de mujeres casadas y solteras que él había oído en el confesionario era de aproximadamente 1.500, de las cuales él dijo que había destruido o escandalizado a por lo menos 1.000 al preguntarles sobre las cosas más depravadas, por el simple placer de satisfacer a su propio corazón corrupto, sin permitirles saber nada de sus pecaminosos pensamientos ni de sus criminales deseos hacia ellas. Pero confesó que había destruido la pureza de noventa y cinco de aquellas penitentes, que habían consentido pecar con él.

Y hubiera querido Dios que este sacerdote hubiera sido el único que conocí que se perdió por causa de la confesión auricular. Pero, ¡ay! ¿cuántos son los que han escapado de las asechanzas del tentador comparados con los que han perecido? ¡He oído la confesión de más de 200 sacerdotes, y para decir la verdad, como Dios la conoce, debo declarar, que sólo veintiuno no lloraron por los pecados secretos o públicos cometidos por causa de las influencias irresistiblemente corruptoras de la confesión auricular! [N. de t.: no se perdieron por el solo hecho de haber cometido esos terribles pecados, por cuanto ante Dios todo el que viene a este mundo es pecador y está bajo la condenación, pero sin duda muchos de esta clase de hombres poseen un muy alto grado de hipocresía y envilecimiento, quedando demasiado insensibles y enredados en su maldad como para arrepentirse y escapar del "lazo del diablo", (Lucas 13:1-5; 1 Timoteo 4:1-3; 2 Timoteo 3:6-8)].

Ahora tengo más de setenta y un años, y en poco tiempo estaré en mi tumba. Deberé dar cuenta de lo que ahora digo. Bien, ante la presencia de mi gran Juez, con mi tumba ante mis ojos, declaro al mundo que muy pocos—sí, muy pocos—sacerdotes escapan de caer en el abismo de la más horrible depravación moral que el mundo jamás ha conocido, por medio de la confesión de mujeres.

No digo esto porque tenga algunos malos sentimientos contra aquellos sacerdotes; Dios sabe que no tengo ninguno. Los únicos sentimientos que tengo son de suprema compasión y lástima. No revelo estas cosas horribles para hacer creer al mundo que los sacerdotes de Roma son un grupo de hombres peor que el resto de los innumerables caídos hijos de Adán; no; yo no admito esas opiniones; porque después de ser considerado, y ponderado todo en la balanza de la religión, la caridad y el sentido común, pienso que los sacerdotes de Roma están lejos de ser peores que cualquier otro grupo de hombres que fuera arrojado en las mismas tentaciones, peligros, e inevitables ocasiones de pecado.

Por ejemplo, tomemos abogados, comerciantes, o campesinos, e impidámosles que vivan con sus legítimas esposas, rodeemos a cada uno de ellos desde la mañana a la noche, por diez, veinte, y a veces más, hermosas mujeres y tentadoras muchachas, que les hablen de cosas que pulverizarían a una roca de granito escocés, y usted verá cuantos de aquellos abogados, comerciantes, o campesinos saldrán de ese terrible campo de batalla moral sin ser mortalmente heridos.

La causa de la suprema—me atrevo a decir increíble, aunque insospechada—inmoralidad de los sacerdotes de Roma es una muy evidente y lógica. El sacerdote es puesto por el diabólico poder del Papa, fuera de los caminos que Dios ha ofrecido a la generalidad de los hombres para ser honestos, justos y santos.* Y después que el Papa los ha privado del gran, santo, y Divino, (en el sentido que viene directamente de Dios), remedio que Dios ha dado a los hombres contra su propia concupiscencia—el santo matrimonio, ellos son puestos desprotegidos e indefensos en los más peligrosos, difíciles, e irresistibles peligros morales que el ingenio o la depravación humanos pueden concebir. Aquellos hombres solteros son forzados, de la mañana a la noche, a estar en medio de hermosas muchachas, y tentadoras, encantadoras mujeres, que deben decirles cosas que derretirían el acero más duro. ¿Cómo puede usted esperar que ellos cesarán de ser hombres, y que se volverán más fuertes que los ángeles?

* "A causa de las fornicaciones, cada uno tenga su mujer, y cada una tenga su marido." (1 Corintios vii. 2).

Los sacerdotes de Roma no sólo están privados por el maligno del único remedio que Dios ha dado para ayudarles a mantenerse firmes, sino que en el confesionario tienen las mayores facilidades que pueden ser imaginadas para satisfacer todas las malas inclinaciones de la naturaleza humana caída. En el confesionario ellos saben quienes son fuertes, y también saben quienes son débiles entre las mujeres por las que están rodeados; saben quien resistiría cualquier intento del enemigo; y saben quienes están dispuestas—más aún, quienes están anhelando los engañosos encantos del pecado. Como ellos todavía poseen la naturaleza caída del hombre, ¡qué terrible hora es para ellos, qué espantosas batallas dentro del pobre corazón, qué esfuerzo y poder sobrehumanos serían requeridos para salir vencedores del campo de batalla, donde un David y un Samsón han caído mortalmente heridos!

Es simplemente un acto de suprema estupidez tanto de parte del público Protestante como del Católico, suponer o sospechar, o esperar que la generalidad de los sacerdotes puede soportar semejante prueba. Las páginas de la historia de la misma Roma están llenas con pruebas irrefutables de que la gran generalidad de los confesores caen. Si no fuera así, el milagro de Josué, deteniendo la marcha del sol y la luna, sería un juego de niños comparado con el milagro que detendría y revertiría todas las leyes de nuestra común naturaleza humana en los corazones de los 100.000 confesores Católicos Romanos de la Iglesia de Roma. Si estuviera intentando probar, por hechos públicos, lo que conozco de la horrible depravación causada por la casilla del confesionario entre los sacerdotes de Francia, Canadá, España, Italia, e Inglaterra, tendría para escribir muchos grandes volúmenes. En favor de la brevedad, hablaré sólo de Italia. Tomaré ese país, porque estando bajo los mismos ojos de su infalible y sumamente santo (?) pontífice, estando en la tierra de los milagros diarios de las Madonas pintadas, [n. de t.: pinturas de la Virgen], que lloran y giran sus ojos a la izquierda y derecha, arriba y abajo, en una manera muy maravillosa, estando en la tierra de medallas milagrosas y favores espirituales celestiales, fluyendo constantemente desde el sillón de San Pedro, los confesores en Italia, viendo cada año la milagrosa licuación de la sangre de San Jenaro, teniendo en medio de ellos el cabello de la Virgen María, y una parte de su túnica, están en las mejores circunstancias posibles para ser fuertes, fieles y santos. Bien, escuchemos el testimonio de una testigo ocular, una contemporánea, y una testigo irreprochable de la manera en que los confesores tratan con las penitentes en la santa, apostólica, infalible (?) Iglesia de Roma.

La testigo que oiremos es de la sangre más pura de las princesas de Italia. Su nombre es Henrietta Carracciolo, hija del Mariscal Carracciolo, Gobernador de la Provincia de Bari, en Italia. Escuchemos lo que dice ella de los Padres Confesores, después de veinte años de experiencia personal en diferentes conventos de monjas de Italia, en su asombroso libro, "Misterios de los Conventos Napolitanos", págs. 150, 151, 152: "Mi confesor vino el día siguiente, y le manifesté la naturaleza de las preocupaciones que me molestaban. Más tarde en ese día, viendo que yo había bajado al lugar donde solíamos recibir la santa comunión, llamado Communichino, la conversación de mi tía logró que el sacerdote viniera con el píxide*. Él era un hombre de alrededor de cincuenta años de edad, muy corpulento, con un rostro rubicundo, y un tipo de fisonomía tan vulgar como repulsiva.

* Una caja de plata conteniendo pan consagrado, que se piensa que es el verdadero cuerpo, sangre y divinidad de Jesucristo.

"Me acerqué a la pequeña ventana para recibir la sagrada hostia sobre mi lengua, con mis ojos cerrados, como es usual. La puse sobre mi lengua, y, cuando retrocedía, sentí mis mejillas acariciadas. Abrí mis ojos, pero el sacerdote había retirado su mano, y, pensando que había sido engañada, no preste más atención a esto.

"En la siguiente ocasión, olvidada de lo que había ocurrido antes, recibí el sacramento con los ojos cerrados nuevamente, de acuerdo al precepto. Esta vez sentí claramente que mi mentón fue acariciado otra vez, y al abrir mis ojos repentinamente, encontré al sacerdote contemplándome groseramente con una sonrisa sensual en su rostro.

"Ya no podía haber más duda alguna; estos acercamientos no fueron el resultado de un accidente.

"La hija de Eva está dotada con una mayor proporción de curiosidad que el hombre. Se me ocurrió ubicarme en un cuarto contiguo, donde podía observar si este libertino sacerdote estaba acostumbrado a tomarse libertades similares con las monjas. Lo hice, y fui completamente convencida de que sólo las ancianas eran dejadas sin ser acariciadas.

"Todas las otras le permitían hacer con ellas como quisiera, e incluso, al despedirse de él, lo hacían con suma reverencia.

"'¿Es este el respeto', me dije, 'que los sacerdotes y las esposas de Cristo tienen por su sacramento de la eucaristía? ¿Será atraída la pobre novicia a abandonar al mundo para aprender, en esta escuela, semejantes lecciones de autorespeto y castidad?'"

En la página 163, leemos: "La pasión fanática de las monjas por sus confesores, sacerdotes, y monjes, sobrepasa la religión. Lo que hace especialmente soportable su reclusión es la ilimitada oportunidad que disfrutan para ver y corresponder a aquellas personas de quienes están enamoradas. Esta libertad las limita y las identifica con el convento tan estrechamente, que son infelices, cuando, por causa de alguna seria enfermedad, o mientras se preparan para tomar los hábitos, son obligadas a pasar algunos meses en el seno de sus propias familias, en compañía de sus padres, madres, hermanos, y hermanas. No se supone que estos parientes permitan a una muchacha joven que pase muchas horas, cada día, en un misterioso diálogo con un sacerdote, o un monje, y que mantenga con él esta relación. Esta es una libertad que sólo pueden disfrutar en el convento.

"Muchas son las horas que la Eloísa pasa en el confesionario, en ameno pasatiempo con su Abelardo en sotana.

"Otras, cuyos confesores están viejos, tienen además un director espiritual, con quien ellas se distraen mucho tiempo todos los días en entrevistas a solas, en el locutorio. Cuando esto no es suficiente, ellas simulan una enfermedad, para tenerlo solo en sus propias habitaciones."

En la página 166, leemos: "Otra monja, estando algo enferma, confesó a su sacerdote en su propia habitación. Después de un tiempo, la incapacitada penitente fue encontrada en lo que se llama una situación interesante, por lo que, al declarar el médico que su dolencia era hidropesía, fue enviada lejos del convento."

Página 167: "Una joven educanda tenía la costumbre de bajar, todas las noches, al lugar de sepultura del convento, donde, por un pasadizo que se comunicaba con la sacristía, entraba en conversaciones con un joven sacerdote asignado a la iglesia. Consumida por una pasión amorosa, no fue impedida por mal tiempo ni por el temor de ser descubierta.

"Una noche, oyó un gran ruido cerca de ella. En la densa oscuridad que la rodeaba, imaginó que vio una víbora enrrollándose en sus pies. Ella fue tan abrumada por el miedo, que murió por los efectos de esto algunos meses más tarde."

Página 168: "Uno de los confesores tenía una joven penitente en el convento. Regularmente era llamado a visitar a una hermana moribunda, y así pasaba la noche en el convento, esta monja subía por la divisoria que separaba su habitación de la suya, y acudía al amo y director de su alma.

Otra, durante el delirio de una fiebre tifoidea que estaba sufriendo, constantemente imitaba la acción de enviar besos a su confesor, quien permanecía al lado de su cama. Él, cubierto de rubor por causa de la presencia de extraños, sostenía un crucifijo delante de los ojos de la penitente, y exclamaba en un tono compasivo: '¡Pobrecilla, besa a tu propio esposo!'"

Página 168: "Bajo el compromiso de silencio, una educanda de delicado porte y agradables modales, y de una noble familia, me confió el hecho de haber recibido, de las manos de su confesor, un libro muy interesante, (como ella lo describió), que narraba la vida monástica. Le expresé mi deseo de conocer el título, y ella, antes de mostrármelo, tomó la precaución de cerrar con llave la puerta.

Éste resultó ser el Monaca, por D'alembert, un libro que como todos saben, está lleno de la más repugnante obscenidad.

Página 169: "Una vez recibí, de un monje, una carta en la cual me daba a entender que apenas me había visto cuando 'concibió la dulce esperanza de llegar a ser mi confesor'. Un lechuguino de primera clase, un petimetre de perfumes y eufemismos, no podría haber empleado frases más melodramáticas, para averiguar si él podía abrigar esperanzas o abandonarlas".

Página 169: "Un sacerdote que poseía la reputación de ser incorruptible, cuando me veía pasar por el locutorio, acostumbraba a dirigirse a mí de la siguiente manera:

"'¡Ps, querida, ven aquí; ps, ps, ven aquí!'

"Estas palabras, dirigidas a mí por un sacerdote, eran nauseabundas en extremo.

"Finalmente, otro sacerdote, el más molesto de todos por su obstinada persistencia, buscaba obtener mi afecto a toda costa. No había imagen de poesía profana que podía ayudarle, ni sofisma que podía tomar prestado de la retórica, ni artificiosa interpretación que podía dar a la Palabra de Dios, que no empleara en convencerme para hacer sus deseos. Aquí está un ejemplo de su lógica:

"'Bella hija', me dijo un día, '¿sabes quien es Dios verdaderamente?'

"'Él es el Creador del Universo', respondí secamente.

"'¡No, no, no, no! eso no es suficiente', replicó, riendo por mi ignorancia. 'Dios es amor, pero amor en lo abstracto, que recibe su encarnación en el afecto mutuo de dos corazones que se idolatran uno al otro. Tú, entonces, no sólo debes amar a Dios en su existencia abstracta, sino que también debes amarlo en su encarnación, es decir, en el exclusivo amor de un hombre que te adora. 'Quod Deim est amor, nee colitur nisi amando'. [N. de t.: aclaramos rápidamente que el Nuevo Testamento usa la palabra ágape para referirse al amor que proviene de Dios, y se diferencia de la palabra eros que se refiere al amor sexual; esta palabra, eros, nunca se usa en la Biblia. Véanse algunos ejemplos del uso de la palabra amor en los siguientes pasajes: Juan 15:12, 13; 1 Corintios 13: 4-7; 16: 24; 1 Juan 3:16-18].

"'Entonces', respondí, '¿una mujer que adora a su propio amante adoraría a la misma Divinidad?'

"'Seguro', reiteró el sacerdote, una y otra vez, tomando valor por mi comentario, y sonriendo por lo que le parecía ser el efecto de su catecismo.

"'En ese caso', dije, rápidamente, 'debería seleccionar para mi enamorado un hombre del mundo antes que un sacerdote.'

"'¡Dios te preserve, mi hija! ¡Dios te preserve de ese pecado!' agregó mi interlocutor, aparentemente atemorizado, '¡Amar a un hombre del mundo, un pecador, un miserable, un incrédulo, un infiel! ¿Por qué irías inmediatamente al infierno? El amor de un sacerdote es un amor sagrado, mientras que el de un hombre profano es una deshonra; la fe de un sacerdote emana de la que concede la santa Iglesia, mientras que la del profano es falsa—falsa como la vanidad del mundo. El sacerdote purifica sus sentimientos diariamente en comunión con el Espíritu Santo; el hombre del mundo, (si es que alguna vez conoce mínimamente el amor), pasa por los enlodados cruces de las calles día y noche.'

"'Pero es el corazón, así como la conciencia, el que me impulsa a huir de los sacerdotes', repliqué.

"'Bien, si no puedes amarme porque soy tu confesor, encontraré los medios para ayudarte a librarte de tus escrúpulos. Pondremos el nombre de Jesucristo delante de todas nuestras demostraciones de afecto, y así nuestro amor será una grata ofrenda al Señor, y ascenderá como fragante perfume al Cielo, como el humo del incienso del santuario. Dime, por ejemplo: "Te amo en Jesucristo; la última noche soñé contigo en Jesucristo"; y tendrás una conciencia tranquila, porque al hacer así santificarás cada rapto de tu amor.'

"Varias circunstancias no indicadas aquí, casualmente, me obligaron a estar en frecuente contacto con este sacerdote después, y, por eso, no doy su nombre."

"De un monje muy respetable, respetable tanto por su edad como por su carácter moral, averigüé qué significaba anteponer el nombre de Jesucristo a exclamaciones amorosas."

"'Ésta es', dijo él, 'una expresión usada por una secta horrible, y desafortunadamente muy numerosa, que, abusando así del nombre de nuestro Señor, permite a sus miembros el libertinaje más desenfrenado."

Y es mi triste deber decir, ante todo el mundo, que sé que largamente la mayor parte de los confesores en América, España, Francia, e Inglaterra, razonan y actúan exactamente como ese libertino sacerdote italiano.

¡Naciones cristianas! ¡Si pudieran conocer lo que sucederá a la virtud de sus bellas hijas si permiten a los encubiertos o públicos esclavos de Roma bajo el nombre de Ritualistas que restauren la confesión auricular, con qué tormenta de santa indignación derrotarían sus planes!




Perdón, no puse la fuente en el mensaje anterior y que tendrá continuación por capítulos. Corresponde al libro: El sacerdote, la mujer y el confesionario, de Charles Chiniqui, Ex Sacerdote Católico Romano. : http://users.churchserve.com/latin/lcf
 
Re: LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN

Perdón, no puse la fuente en el mensaje anterior y que tendrá continuación por capítulos. Corresponde al libro: El sacerdote, la mujer y el confesionario, de Charles Chiniqui, Ex Sacerdote Católico Romano. : http://users.churchserve.com/latin/lcf




CAPÍTULO II.

LA CONFESIÓN AURICULAR UN PROFUNDO ABISMO DE PERDICIÓN PARA EL SACERDOTE.

PASÓ algún tiempo después de que nuestra querida María había sido enterrada. La terrible y misteriosa causa de su muerte era conocida sólo a Dios y a mí mismo. Aunque su amante madre todavía estaba llorando sobre su tumba, como es usual, pronto había sido olvidada por la mayor parte de los que la habían conocido; pero estaba constantemente presente en mi mente. Nunca entré a la casilla del confesionario sin oír su solemne, aunque tan suave voz, diciéndome: "Debe haber, en alguna parte, algo equivocado en la confesión auricular. Dos veces he sido destruida por mis confesores; y he conocido a varias otras que han sido destruidas de la misma forma."

Más de una vez, cuando su voz estaba repicando en mis oídos desde su tumba, yo había derramado amargas lágrimas por la profunda e insondable degradación en la cual, junto a los otros sacerdotes, habíamos caído en la casilla del confesionario. Porque muchas, muchas veces, historias tan deplorables como aquella de esta desafortunada muchacha me fueron confesadas por mujeres de la ciudad, así como del campo.

Una noche fui despertado por el ruido de un trueno, cuando oí a alguien que golpeaba la puerta. Me apresuré a salir de la cama para preguntar quien estaba allí. La respuesta fue que el Rev. Sr. _- estaba muriendo, y que quería verme antes de su muerte. Me vestí, y pronto estuve en el camino. La oscuridad era aterradora; y muchas veces, si no hubiera sido por los relámpagos que estaban casi constantemente rasgando las nubes, no habríamos conocido donde estábamos. Después de un largo y difícil viaje a través de la oscuridad y la tormenta, llegamos a la casa del sacerdote moribundo. Fui directamente a su habitación, y lo encontré realmente muy apagado: apenas podía hablar. Con una señal de su mano pidió a su sirvienta, y a un hombre joven que estaban allí, que salieran, y lo dejaran solo conmigo.

Entonces me dijo, en voz baja: "¿Fue usted quien preparó a la pobre María para morir?"

"Sí, señor", contesté.

"Por favor dígame la verdad. ¿Es un hecho que ella murió la muerte de una reprobada, y que sus últimas palabras fueron, '¡Oh mi Dios! ¡Estoy perdida!'?"

Le respondí: "Como yo fui el confesor de esa muchacha, y estabamos hablando sobre asuntos que pertenecían a su confesión en el mismo momento que era llamada a comparecer ante Dios, no puedo responderle su pregunta de ninguna manera; por favor, entonces, excúseme si no puedo decirle nada más sobre el asunto: pero dígame ¡¿quién le ha asegurado que ella murió la muerte de una reprobada?!"

"Fue su propia madre", respondió el moribundo hombre. "La semana anterior ella vino a visitarme, y cuando estaba sola conmigo, con muchas lágrimas y llanto, me dijo cómo su pobre hija había rehusado recibir los últimos sacramentos, y cómo su último clamor fue, '¡estoy perdida!'". Ella añadió que ese grito: '¡Perdida!', fue pronunciado con una potencia tan aterradora que fue oído por toda la casa."

"Si su madre le dijo eso, le respondí, usted puede creer lo que quiera acerca del modo en que murió esa pobre pequeña. Yo no puedo decir una palabra—usted lo sabe—acerca del asunto."

"Pero si ella está perdida", replicó el viejo, moribundo sacerdote, "yo soy el miserable que la ha destruido. Ella era un ángel de pureza cuando fue al convento. ¡Oh, querida María, si tú estás perdida, yo estoy mil veces más perdido! ¡Oh, mi Dios, mi Dios! ¿qué será de mí? ¡Estoy muriendo; y estoy perdido!"

Era una cosa verdaderamente tremenda ver ese viejo pecador retorciendo sus manos, y revolcándose sobre su cama, como si estuviera sobre tizones encendidos, con todos los signos de la más aterradora desesperación sobre su rostro, gritando: "¡Estoy perdido! ¡Oh, mi Dios, estoy perdido!"

Me alegró que los ruidos de truenos que estaban estremeciendo la casa, y rugiendo sin cesar, impidieran que la gente afuera de la habitación oyera los gritos de consternación del sacerdote, a quien todos consideraban un gran santo.

Cuando me pareció que su terror había disminuido algo, y que su mente se había calmado un poco, le dije: "Mi querido amigo, no debe entregarse a semejante desesperación. Nuestro misericordioso Dios ha prometido perdonar al pecador arrepentido que acude a él, aún en la última hora del día. Diríjase a la Virgen María, ella pedirá y obtendrá su perdón."

"¿No cree que es demasiado tarde para pedir perdón? El doctor honestamente me ha advertido que la muerte está muy cercana, y siento que precisamente ahora estoy muriendo. ¿No es demasiado tarde para pedir y obtener perdón?" preguntó el sacerdote moribundo.

"¡No! mi querido señor, no es demasiado tarde, si se arrepiente sinceramente de sus pecados. Arrójese a los brazos de Jesús, María, y José; haga su confesión sin más demora; yo lo absolveré, y usted será salvado."

"Pero nunca hice una buena confesión. ¿Me ayudará a hacer una general?"

Era mi deber otorgarle su pedido, y el resto de la noche la pasé oyendo la confesión de su vida entera.

No quiero dar muchos detalles de la vida de ese sacerdote. Primero: fue entonces que entendí por qué la pobre María era absolutamente reacia a mencionar las iniquidades que había cometido con él. Ellas eran simplemente incomparablemente horribles—inmencionables. Ninguna lengua humana puede expresarlas—pocos oídos humanos aceptarían oírlas.

La segunda cosa que estoy obligado por mi conciencia a revelar es casi increíble, pero sin embargo es verdad. El número de mujeres casadas y solteras que él había oído en el confesionario era de aproximadamente 1.500, de las cuales él dijo que había destruido o escandalizado a por lo menos 1.000 al preguntarles sobre las cosas más depravadas, por el simple placer de satisfacer a su propio corazón corrupto, sin permitirles saber nada de sus pecaminosos pensamientos ni de sus criminales deseos hacia ellas. Pero confesó que había destruido la pureza de noventa y cinco de aquellas penitentes, que habían consentido pecar con él.

Y hubiera querido Dios que este sacerdote hubiera sido el único que conocí que se perdió por causa de la confesión auricular. Pero, ¡ay! ¿cuántos son los que han escapado de las asechanzas del tentador comparados con los que han perecido? ¡He oído la confesión de más de 200 sacerdotes, y para decir la verdad, como Dios la conoce, debo declarar, que sólo veintiuno no lloraron por los pecados secretos o públicos cometidos por causa de las influencias irresistiblemente corruptoras de la confesión auricular! [N. de t.: no se perdieron por el solo hecho de haber cometido esos terribles pecados, por cuanto ante Dios todo el que viene a este mundo es pecador y está bajo la condenación, pero sin duda muchos de esta clase de hombres poseen un muy alto grado de hipocresía y envilecimiento, quedando demasiado insensibles y enredados en su maldad como para arrepentirse y escapar del "lazo del diablo", (Lucas 13:1-5; 1 Timoteo 4:1-3; 2 Timoteo 3:6-8)].

Ahora tengo más de setenta y un años, y en poco tiempo estaré en mi tumba. Deberé dar cuenta de lo que ahora digo. Bien, ante la presencia de mi gran Juez, con mi tumba ante mis ojos, declaro al mundo que muy pocos—sí, muy pocos—sacerdotes escapan de caer en el abismo de la más horrible depravación moral que el mundo jamás ha conocido, por medio de la confesión de mujeres.

No digo esto porque tenga algunos malos sentimientos contra aquellos sacerdotes; Dios sabe que no tengo ninguno. Los únicos sentimientos que tengo son de suprema compasión y lástima. No revelo estas cosas horribles para hacer creer al mundo que los sacerdotes de Roma son un grupo de hombres peor que el resto de los innumerables caídos hijos de Adán; no; yo no admito esas opiniones; porque después de ser considerado, y ponderado todo en la balanza de la religión, la caridad y el sentido común, pienso que los sacerdotes de Roma están lejos de ser peores que cualquier otro grupo de hombres que fuera arrojado en las mismas tentaciones, peligros, e inevitables ocasiones de pecado.

Por ejemplo, tomemos abogados, comerciantes, o campesinos, e impidámosles que vivan con sus legítimas esposas, rodeemos a cada uno de ellos desde la mañana a la noche, por diez, veinte, y a veces más, hermosas mujeres y tentadoras muchachas, que les hablen de cosas que pulverizarían a una roca de granito escocés, y usted verá cuantos de aquellos abogados, comerciantes, o campesinos saldrán de ese terrible campo de batalla moral sin ser mortalmente heridos.

La causa de la suprema—me atrevo a decir increíble, aunque insospechada—inmoralidad de los sacerdotes de Roma es una muy evidente y lógica. El sacerdote es puesto por el diabólico poder del Papa, fuera de los caminos que Dios ha ofrecido a la generalidad de los hombres para ser honestos, justos y santos.* Y después que el Papa los ha privado del gran, santo, y Divino, (en el sentido que viene directamente de Dios), remedio que Dios ha dado a los hombres contra su propia concupiscencia—el santo matrimonio, ellos son puestos desprotegidos e indefensos en los más peligrosos, difíciles, e irresistibles peligros morales que el ingenio o la depravación humanos pueden concebir. Aquellos hombres solteros son forzados, de la mañana a la noche, a estar en medio de hermosas muchachas, y tentadoras, encantadoras mujeres, que deben decirles cosas que derretirían el acero más duro. ¿Cómo puede usted esperar que ellos cesarán de ser hombres, y que se volverán más fuertes que los ángeles?

* "A causa de las fornicaciones, cada uno tenga su mujer, y cada una tenga su marido." (1 Corintios vii. 2).

Los sacerdotes de Roma no sólo están privados por el maligno del único remedio que Dios ha dado para ayudarles a mantenerse firmes, sino que en el confesionario tienen las mayores facilidades que pueden ser imaginadas para satisfacer todas las malas inclinaciones de la naturaleza humana caída. En el confesionario ellos saben quienes son fuertes, y también saben quienes son débiles entre las mujeres por las que están rodeados; saben quien resistiría cualquier intento del enemigo; y saben quienes están dispuestas—más aún, quienes están anhelando los engañosos encantos del pecado. Como ellos todavía poseen la naturaleza caída del hombre, ¡qué terrible hora es para ellos, qué espantosas batallas dentro del pobre corazón, qué esfuerzo y poder sobrehumanos serían requeridos para salir vencedores del campo de batalla, donde un David y un Samsón han caído mortalmente heridos!

Es simplemente un acto de suprema estupidez tanto de parte del público Protestante como del Católico, suponer o sospechar, o esperar que la generalidad de los sacerdotes puede soportar semejante prueba. Las páginas de la historia de la misma Roma están llenas con pruebas irrefutables de que la gran generalidad de los confesores caen. Si no fuera así, el milagro de Josué, deteniendo la marcha del sol y la luna, sería un juego de niños comparado con el milagro que detendría y revertiría todas las leyes de nuestra común naturaleza humana en los corazones de los 100.000 confesores Católicos Romanos de la Iglesia de Roma. Si estuviera intentando probar, por hechos públicos, lo que conozco de la horrible depravación causada por la casilla del confesionario entre los sacerdotes de Francia, Canadá, España, Italia, e Inglaterra, tendría para escribir muchos grandes volúmenes. En favor de la brevedad, hablaré sólo de Italia. Tomaré ese país, porque estando bajo los mismos ojos de su infalible y sumamente santo (?) pontífice, estando en la tierra de los milagros diarios de las Madonas pintadas, [n. de t.: pinturas de la Virgen], que lloran y giran sus ojos a la izquierda y derecha, arriba y abajo, en una manera muy maravillosa, estando en la tierra de medallas milagrosas y favores espirituales celestiales, fluyendo constantemente desde el sillón de San Pedro, los confesores en Italia, viendo cada año la milagrosa licuación de la sangre de San Jenaro, teniendo en medio de ellos el cabello de la Virgen María, y una parte de su túnica, están en las mejores circunstancias posibles para ser fuertes, fieles y santos. Bien, escuchemos el testimonio de una testigo ocular, una contemporánea, y una testigo irreprochable de la manera en que los confesores tratan con las penitentes en la santa, apostólica, infalible (?) Iglesia de Roma.

La testigo que oiremos es de la sangre más pura de las princesas de Italia. Su nombre es Henrietta Carracciolo, hija del Mariscal Carracciolo, Gobernador de la Provincia de Bari, en Italia. Escuchemos lo que dice ella de los Padres Confesores, después de veinte años de experiencia personal en diferentes conventos de monjas de Italia, en su asombroso libro, "Misterios de los Conventos Napolitanos", págs. 150, 151, 152: "Mi confesor vino el día siguiente, y le manifesté la naturaleza de las preocupaciones que me molestaban. Más tarde en ese día, viendo que yo había bajado al lugar donde solíamos recibir la santa comunión, llamado Communichino, la conversación de mi tía logró que el sacerdote viniera con el píxide*. Él era un hombre de alrededor de cincuenta años de edad, muy corpulento, con un rostro rubicundo, y un tipo de fisonomía tan vulgar como repulsiva.

* Una caja de plata conteniendo pan consagrado, que se piensa que es el verdadero cuerpo, sangre y divinidad de Jesucristo.

"Me acerqué a la pequeña ventana para recibir la sagrada hostia sobre mi lengua, con mis ojos cerrados, como es usual. La puse sobre mi lengua, y, cuando retrocedía, sentí mis mejillas acariciadas. Abrí mis ojos, pero el sacerdote había retirado su mano, y, pensando que había sido engañada, no preste más atención a esto.

"En la siguiente ocasión, olvidada de lo que había ocurrido antes, recibí el sacramento con los ojos cerrados nuevamente, de acuerdo al precepto. Esta vez sentí claramente que mi mentón fue acariciado otra vez, y al abrir mis ojos repentinamente, encontré al sacerdote contemplándome groseramente con una sonrisa sensual en su rostro.

"Ya no podía haber más duda alguna; estos acercamientos no fueron el resultado de un accidente.

"La hija de Eva está dotada con una mayor proporción de curiosidad que el hombre. Se me ocurrió ubicarme en un cuarto contiguo, donde podía observar si este libertino sacerdote estaba acostumbrado a tomarse libertades similares con las monjas. Lo hice, y fui completamente convencida de que sólo las ancianas eran dejadas sin ser acariciadas.

"Todas las otras le permitían hacer con ellas como quisiera, e incluso, al despedirse de él, lo hacían con suma reverencia.

"'¿Es este el respeto', me dije, 'que los sacerdotes y las esposas de Cristo tienen por su sacramento de la eucaristía? ¿Será atraída la pobre novicia a abandonar al mundo para aprender, en esta escuela, semejantes lecciones de autorespeto y castidad?'"

En la página 163, leemos: "La pasión fanática de las monjas por sus confesores, sacerdotes, y monjes, sobrepasa la religión. Lo que hace especialmente soportable su reclusión es la ilimitada oportunidad que disfrutan para ver y corresponder a aquellas personas de quienes están enamoradas. Esta libertad las limita y las identifica con el convento tan estrechamente, que son infelices, cuando, por causa de alguna seria enfermedad, o mientras se preparan para tomar los hábitos, son obligadas a pasar algunos meses en el seno de sus propias familias, en compañía de sus padres, madres, hermanos, y hermanas. No se supone que estos parientes permitan a una muchacha joven que pase muchas horas, cada día, en un misterioso diálogo con un sacerdote, o un monje, y que mantenga con él esta relación. Esta es una libertad que sólo pueden disfrutar en el convento.

"Muchas son las horas que la Eloísa pasa en el confesionario, en ameno pasatiempo con su Abelardo en sotana.

"Otras, cuyos confesores están viejos, tienen además un director espiritual, con quien ellas se distraen mucho tiempo todos los días en entrevistas a solas, en el locutorio. Cuando esto no es suficiente, ellas simulan una enfermedad, para tenerlo solo en sus propias habitaciones."

En la página 166, leemos: "Otra monja, estando algo enferma, confesó a su sacerdote en su propia habitación. Después de un tiempo, la incapacitada penitente fue encontrada en lo que se llama una situación interesante, por lo que, al declarar el médico que su dolencia era hidropesía, fue enviada lejos del convento."

Página 167: "Una joven educanda tenía la costumbre de bajar, todas las noches, al lugar de sepultura del convento, donde, por un pasadizo que se comunicaba con la sacristía, entraba en conversaciones con un joven sacerdote asignado a la iglesia. Consumida por una pasión amorosa, no fue impedida por mal tiempo ni por el temor de ser descubierta.

"Una noche, oyó un gran ruido cerca de ella. En la densa oscuridad que la rodeaba, imaginó que vio una víbora enrrollándose en sus pies. Ella fue tan abrumada por el miedo, que murió por los efectos de esto algunos meses más tarde."

Página 168: "Uno de los confesores tenía una joven penitente en el convento. Regularmente era llamado a visitar a una hermana moribunda, y así pasaba la noche en el convento, esta monja subía por la divisoria que separaba su habitación de la suya, y acudía al amo y director de su alma.

Otra, durante el delirio de una fiebre tifoidea que estaba sufriendo, constantemente imitaba la acción de enviar besos a su confesor, quien permanecía al lado de su cama. Él, cubierto de rubor por causa de la presencia de extraños, sostenía un crucifijo delante de los ojos de la penitente, y exclamaba en un tono compasivo: '¡Pobrecilla, besa a tu propio esposo!'"

Página 168: "Bajo el compromiso de silencio, una educanda de delicado porte y agradables modales, y de una noble familia, me confió el hecho de haber recibido, de las manos de su confesor, un libro muy interesante, (como ella lo describió), que narraba la vida monástica. Le expresé mi deseo de conocer el título, y ella, antes de mostrármelo, tomó la precaución de cerrar con llave la puerta.

Éste resultó ser el Monaca, por D'alembert, un libro que como todos saben, está lleno de la más repugnante obscenidad.

Página 169: "Una vez recibí, de un monje, una carta en la cual me daba a entender que apenas me había visto cuando 'concibió la dulce esperanza de llegar a ser mi confesor'. Un lechuguino de primera clase, un petimetre de perfumes y eufemismos, no podría haber empleado frases más melodramáticas, para averiguar si él podía abrigar esperanzas o abandonarlas".

Página 169: "Un sacerdote que poseía la reputación de ser incorruptible, cuando me veía pasar por el locutorio, acostumbraba a dirigirse a mí de la siguiente manera:

"'¡Ps, querida, ven aquí; ps, ps, ven aquí!'

"Estas palabras, dirigidas a mí por un sacerdote, eran nauseabundas en extremo.

"Finalmente, otro sacerdote, el más molesto de todos por su obstinada persistencia, buscaba obtener mi afecto a toda costa. No había imagen de poesía profana que podía ayudarle, ni sofisma que podía tomar prestado de la retórica, ni artificiosa interpretación que podía dar a la Palabra de Dios, que no empleara en convencerme para hacer sus deseos. Aquí está un ejemplo de su lógica:

"'Bella hija', me dijo un día, '¿sabes quien es Dios verdaderamente?'

"'Él es el Creador del Universo', respondí secamente.

"'¡No, no, no, no! eso no es suficiente', replicó, riendo por mi ignorancia. 'Dios es amor, pero amor en lo abstracto, que recibe su encarnación en el afecto mutuo de dos corazones que se idolatran uno al otro. Tú, entonces, no sólo debes amar a Dios en su existencia abstracta, sino que también debes amarlo en su encarnación, es decir, en el exclusivo amor de un hombre que te adora. 'Quod Deim est amor, nee colitur nisi amando'. [N. de t.: aclaramos rápidamente que el Nuevo Testamento usa la palabra ágape para referirse al amor que proviene de Dios, y se diferencia de la palabra eros que se refiere al amor sexual; esta palabra, eros, nunca se usa en la Biblia. Véanse algunos ejemplos del uso de la palabra amor en los siguientes pasajes: Juan 15:12, 13; 1 Corintios 13: 4-7; 16: 24; 1 Juan 3:16-18].

"'Entonces', respondí, '¿una mujer que adora a su propio amante adoraría a la misma Divinidad?'

"'Seguro', reiteró el sacerdote, una y otra vez, tomando valor por mi comentario, y sonriendo por lo que le parecía ser el efecto de su catecismo.

"'En ese caso', dije, rápidamente, 'debería seleccionar para mi enamorado un hombre del mundo antes que un sacerdote.'

"'¡Dios te preserve, mi hija! ¡Dios te preserve de ese pecado!' agregó mi interlocutor, aparentemente atemorizado, '¡Amar a un hombre del mundo, un pecador, un miserable, un incrédulo, un infiel! ¿Por qué irías inmediatamente al infierno? El amor de un sacerdote es un amor sagrado, mientras que el de un hombre profano es una deshonra; la fe de un sacerdote emana de la que concede la santa Iglesia, mientras que la del profano es falsa—falsa como la vanidad del mundo. El sacerdote purifica sus sentimientos diariamente en comunión con el Espíritu Santo; el hombre del mundo, (si es que alguna vez conoce mínimamente el amor), pasa por los enlodados cruces de las calles día y noche.'

"'Pero es el corazón, así como la conciencia, el que me impulsa a huir de los sacerdotes', repliqué.

"'Bien, si no puedes amarme porque soy tu confesor, encontraré los medios para ayudarte a librarte de tus escrúpulos. Pondremos el nombre de Jesucristo delante de todas nuestras demostraciones de afecto, y así nuestro amor será una grata ofrenda al Señor, y ascenderá como fragante perfume al Cielo, como el humo del incienso del santuario. Dime, por ejemplo: "Te amo en Jesucristo; la última noche soñé contigo en Jesucristo"; y tendrás una conciencia tranquila, porque al hacer así santificarás cada rapto de tu amor.'

"Varias circunstancias no indicadas aquí, casualmente, me obligaron a estar en frecuente contacto con este sacerdote después, y, por eso, no doy su nombre."

"De un monje muy respetable, respetable tanto por su edad como por su carácter moral, averigüé qué significaba anteponer el nombre de Jesucristo a exclamaciones amorosas."

"'Ésta es', dijo él, 'una expresión usada por una secta horrible, y desafortunadamente muy numerosa, que, abusando así del nombre de nuestro Señor, permite a sus miembros el libertinaje más desenfrenado."

Y es mi triste deber decir, ante todo el mundo, que sé que largamente la mayor parte de los confesores en América, España, Francia, e Inglaterra, razonan y actúan exactamente como ese libertino sacerdote italiano.

¡Naciones cristianas! ¡Si pudieran conocer lo que sucederá a la virtud de sus bellas hijas si permiten a los encubiertos o públicos esclavos de Roma bajo el nombre de Ritualistas que restauren la confesión auricular, con qué tormenta de santa indignación derrotarían sus planes!
 
Re: LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN

CAPÍTULO III.

EL CONFESIONARIO ES LA MODERNA SODOMA.

SI alguno quiere oír un discurso elocuente, que vaya donde el sacerdote Católico Romano está predicando sobre la institución divina de la confesión auricular. No hay asunto, quizás, por el cual los sacerdotes muestren tanto celo y seriedad, y del cual hablen tan frecuentemente. Porque esta institución es realmente la piedra angular de su estupendo poder; ésta es el secreto de su casi irresistible influencia. Que las personas abran sus ojos, hoy, a la verdad, y entiendan que la confesión auricular es uno de los más asombrosos engaños que Satanás ha inventado, para corromper y esclavizar al mundo; que las personas abandonen hoy al confesionario, y mañana el Romanismo caerá en el polvo. Los sacerdotes entienden esto muy bien; por ello sus constantes esfuerzos para engañar al pueblo sobre esa cuestión. Para alcanzar su objetivo, deben recurrir a la mentiras más burdas; las Escrituras son malinterpretadas; a los santos Padres, [n. de t.: también llamados Padres de la Iglesia, que eran maestros destacados de los primeros siglos del cristianismo], se les hace decir totalmente lo opuesto a lo que ellos siempre han pensado o escrito; y son inventados los más extraordinarios milagros e historias. Pero dos de los argumentos a los que más frecuentemente recurren, son los grandes y perpetuos milagros que Dios hace para mantener inmaculada la pureza del confesionario, y maravillosamente sellados sus secretos. Ellos hacen creer al pueblo que el voto de perpetua castidad cambia su naturaleza, los convierte en ángeles, y los pone por encima de las debilidades normales de los caídos hijos de Adán.

Osadamente, y con un rostro inmutable, cuando son interrogados sobre ese asunto, dicen que ellos poseen gracias especiales para permanecer puros y sin mancha en medio de los mayores peligros; que la Virgen María, a quien están consagrados, es su poderosa abogada para obtener de su Hijo aquella virtud sobrehumana de la castidad; para que lo que sería una causa de segura perdición para los hombres comunes, sea sin peligro y amenaza para un verdadero Hijo de María; y, con sorprendente estupidez, el pueblo acepta ser embaucado, cegado, y engañado por aquellas tonterías.

Pero ahora, que el mundo aprenda la verdad como es, de uno que conoce perfectamente todo adentro y afuera de las murallas de esa Moderna Babilonia. Aunque muchos, lo sé, no me creerán y dirán: "Esperamos que esté equivocado; es imposible que los sacerdotes de Roma resulten ser semejantes impostores; ellos pueden estar equivocados; pueden creer y repetir cosas que no son verdaderas, pero son honestos; no pueden ser engañadores tan descarados."

Sí; aunque sé que muchos difícilmente me creerán, yo debo decir la verdad.

Aquellos mismos hombres, quienes, hablan a la gente con palabras tan efusivas de la maravillosa manera en que son mantenidos puros, en medio de los peligros que los rodean, honestamente se sonrojan—y muchas veces lloran—cuando hablan entre ellos, (cuando están seguros de que nadie, excepto sacerdotes, les oyen). Ellos deploran su propia degradación moral con suma sinceridad y honestidad; piden a Dios y a los hombres, perdón por su inenarrable depravación.

Tengo aquí—en mis manos, y bajo mis ojos—unos de sus más destacados libros secretos, escrito, (o al menos aprobado), por uno de sus más grandes y mejores obispos y cardenales, el Cardenal de Bonald, Arzobispo de Lyons.

El libro está escrito sólo para el uso de los sacerdotes. Su título en francés es: "Examen de Conscience des Pretres", [Examen de Conciencia de los Sacerdotes]. En la página 34, leemos:

"¿He dejado a ciertas personas hacer las manifestaciones de sus pecados de tal forma que la imaginación, una vez tomada e impresionada por imágenes y representaciones, podría ser arrastrada en un largo camino de tentaciones y amargos pecados? Los sacerdotes no prestan suficiente atención a las continuas tentaciones causadas por oír las confesiones. El alma es gradualmente debilitada de tal forma que, finalmente, la virtud de la castidad es perdida para siempre".

He aquí el discurso de un sacerdote a otros sacerdotes, cuando supone que nadie más que sus hermanos pecadores como él le oyen. He aquí el honesto lenguaje de la verdad.

En la presencia de Dios aquellos sacerdotes reconocen que no tienen suficiente temor de aquellas constantes, (¡qué palabra—que reconocimiento—constantes!) tentaciones, y confiesan honestamente que estas tentaciones vienen de oír las confesiones de tantos pecados escandalosos. Aquí los sacerdotes reconocen honestamente que aquellas constantes tentaciones, finalmente, destruyen para siempre en ellos la santa virtud de la pureza.*

* Y remarco, que todos sus autores religiosos que han escrito sobre ese asunto mantienen el mismo lenguaje. Todos ellos hablan de aquellas continuas degradantes tentaciones; todos ellos lamentan los destructivos pecados que siguen a aquellas tentaciones; todos ellos ruegan a los sacerdotes que luchen con aquellas tentaciones y se arrepientan de aquellos pecados.

¡Ah! ¡quiera Dios que todas las honestas muchachas y mujeres que el maligno atrapa en las trampas de la confesión auricular, puedan oír los gritos de angustia de aquellos pobres sacerdotes a quienes han tentado—destruidos para siempre! ¡Quiera Dios que ellas puedan ver los torrentes de lágrimas derramadas por tantos sacerdotes, porque, por oír las confesiones, ellos han perdido para siempre la virtud de la pureza! Ellas entenderían que el confesionario es una trampa, un pozo de perdición, una Sodoma para el sacerdote; y serían conmocionadas con horror y vergüenza ante la idea de las continuas, vergonzosas, deshonestas y degradantes tentaciones con las que su confesor es atormentado día y noche; ellas se sonrojarían a causa de los vergonzosos pecados que han cometido sus confesores; llorarían por la irreparable pérdida de su pureza; prometerían ante Dios y los hombres que nunca más verían la casilla del confesionario; preferirían ser quemadas vivas, si les quedara algún sentimiento de honestidad y caridad, antes que consentir ser una causa de constantes tentaciones y condenables pecados para ese hombre.

¿Iría todavía esa respetable dama a confesarse a aquel hombre, si, después de su confesión, pudiera oírle lamentándose por las continuas, vergonzosas tentaciones que le asaltan día y noche, y por los graves pecados que ha cometido, a causa de lo que ella le ha confesado? ¡No! ¡mil veces, no!

¿Permitiría aquel honesto padre a su amada hija que todavía fuera a aquel hombre a confesarse, si pudiera oír sus gritos de angustia, y ver sus lágrimas fluyendo, porque el oír aquellas confesiones es la fuente de constantes, vergonzosas tentaciones y degradantes iniquidades?

¡Oh! quiera Dios que los honestos Romanistas de todo el mundo—porque hay millones, quienes, aunque engañados, son honestos—puedan ver lo que está sucediendo en el corazón, y la imaginación del pobre confesor cuando él está allí, rodeado por atractivas mujeres y tentadoras muchachas, hablándole desde la mañana hasta la noche sobre cosas que un hombre no puede oír sin caer. Entonces, aquella moderna pero gran impostura, llamada el Sacramento de la Penitencia, sería pronto finalizada.

Pero aquí, de nuevo, ¿quién no lamentará las consecuencias de la total perversidad de nuestra naturaleza humana? Aquellos mismísimos sacerdotes que, cuando están solos, ante la presencia de Dios, hablan tan directamente de las constantes tentaciones por las cuales son asaltados, y que tan sinceramente lloran por la irreparable pérdida de la virtud de su pureza, cuando piensan que nadie los oye, sin embargo, en público, con un rostro inmutable, niegan aquellas tentaciones. ¡Ellos lo increparán a usted indignadamente como un calumniador si dice algo que les haga suponer que usted teme por su pureza, cuando ellos oyen las confesiones de muchachas o mujeres casadas!

No hay uno solo de los autores Católicos Romanos, que han escrito sobre ese asunto para los sacerdotes, que no hayan deplorado sus innumerables y degradantes pecados contra la pureza, por causa de la confesión auricular; pero aquellos mismos hombres serán los primeros en tratar de probar exactamente lo contrario cuando escriben libros para el pueblo. No tengo palabras para expresar cual fue mi sorpresa cuando, por vez primera, vi que esta extraña duplicidad parecía ser una de las piedras fundamentales de mi Iglesia.

No fue mucho después de mi ordenación, cuando un sacerdote vino a confesarme las cosas más deplorables. Me dijo honestamente que no hubo una sola de las muchachas o de las mujeres casadas a quienes había confesado, que no habían sido una secreta causa de los más vergonzosos pecados, en pensamiento, deseos, o acciones; pero él lloraba tan amargamente por su degradación, su corazón parecía tan sinceramente quebrantado por causa de sus propias iniquidades, que no pude contenerme de mezclar mis lágrimas con las suyas; yo lloré con él, y le di el perdón por todos sus pecados, porque pensaba entonces que tenía la autoridad y el derecho para darlo.

Dos horas después, ese mismo sacerdote, que era un buen orador, estaba en el púlpito. ¡¡¡Su sermón era sobre "La Divinidad de la Confesión Auricular"; y, para probar que era una institución proveniente directamente de Cristo, dijo que el Hijo de Dios estaba realizando un constante milagro para fortalecer a sus sacerdotes, y para evitar que cayeran en pecados, a causa de lo que podrían haber oído en el confesionario!!!

Las diarias abominaciones, que son el resultado de la confesión auricular, son tan horribles y tan bien conocidas por los papas, los obispos, y los sacerdotes, que varias veces, se han hecho intentos públicos para disminuirlas castigando a los sacerdotes culpables; pero todos estos loables esfuerzos han fallado.

Uno de los más sobresalientes de esos esfuerzos fue hecho por Pío IV alrededor del año 1560. Él publicó una Bula, por la cual a todas las muchachas y mujeres casadas que habían sido seducidas a pecar por sus confesores, se les ordenaba denunciarlos; y un cierto número de altos oficiales de la Santa Inquisición fueron autorizados para tomar las declaraciones de las caídas penitentes. La cuestión, al principio, fue tratada en Sevilla, una de las principales ciudades de España. Cuando se publicó primeramente el edicto, el número de mujeres que se sintieron obligadas por su conciencia a ir y declarar contra sus padres confesores, fue tan grande, que aunque habían treinta notarios, y otros tantos inquisidores, para tomar las denuncias, ellos fueron incapaces de hacer el trabajo en el tiempo establecido. Se dieron treinta días más, pero los inquisidores fueron tan abrumados con las innumerables declaraciones, que fue dado otro período de tiempo de la misma extensión. Pero éste, nuevamente, resultó insuficiente. Finalmente, se encontró que el número de sacerdotes que habían destruido la pureza de sus penitentes era tan grande que era imposible castigarlos a todos. La investigación fue abandonada, y los confesores culpables quedaron sin castigo. Varios intentos de la misma naturaleza han sido probados por otros papas, pero con casi el mismo éxito

Pero si aquellos honestos intentos de parte de algunos papas bien intencionados, para castigar a los confesores que destruyen la pureza de las penitentes, han fallado en perturbar a los grupos culpables, aquellos son, en la bondadosa providencia de Dios, testigos infalibles para decir al mundo que la confesión auricular no es otra cosa que una trampa para el confesor y sus crédulos. ¡Sí, aquellas Bulas de los papas son un testimonio indiscutible de que la confesión auricular es la más poderosa invención del diablo para corromper el corazón, contaminar el cuerpo, y arruinar el alma del sacerdote y su penitente femenina!
 
Re: LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN

CAPÍTULO IV.

CÓMO EL VOTO DEL CELIBATO DE LOS SACERDOTES ES ALIVIADO POR LA CONFESIÓN AURICULAR.


¿NO son los hechos los mejores argumentos? Bien, aquí está un hecho innegable, un hecho público, que está relacionado con otros mil hechos colaterales, para probar que la confesión auricular es la más poderosa máquina de desmoralización que el mundo jamás ha visto.

Alrededor del año 1830, estaba en Quebec un joven sacerdote de buen aspecto; él tenía una voz magnífica, y era bastante buen orador.* Por respeto a su familia, que es todavía numerosa y respetable, no daré su nombre: lo llamaré Rev. Sr. D_-. Habiendo sido invitado a predicar en una parroquia de Canadá, distante alrededor de 100 millas de Quebec, llamada Vercheres, también se le pidió que oyera las confesiones, durante algunos días de una especie de Novena (nueve días de avivamiento), que estaba aconteciendo en ese lugar. Entre sus penitentes estaba una hermosa muchacha joven, de alrededor de diecinueve años. Ella quería hacer una confesión general de todos sus pecados desde la temprana edad cuando empezó a tener inteligencia, y el confesor le concedió su petición. Dos veces, cada día, ella estaba allí, a los pies de su atractivo joven médico espiritual, diciéndole todos sus pensamientos, sus acciones, y sus deseos. A veces se destacaba por haber permanecido una hora entera en la casilla del confesionario, acusándose de todas sus fragilidades humanas. ¿Qué dijo? Sólo Dios lo sabe; pero lo que desde ese momento llegó a ser conocido por una gran parte de toda la población de Canadá es, que el confesor se enamoró de su bella penitente, y que ella se quemó con los mismos fuegos irresistibles por su confesor—como sucede tan frecuentemente.

*Él ha muerto hace mucho.

No fue una cuestión fácil para el sacerdote y la joven muchacha encontrarse en una entrevista tan completamente a solas como ambos querían; porque había demasiados ojos sobre ellos. Pero el confesor era un hombre de recursos. En el último día de la Novena, dijo a su amada penitente: "Ahora estoy por ir a Montreal; pero en tres días, tomaré el barco a vapor para volver a Quebec. Ese barco a vapor acostumbra detenerse aquí. Alrededor de las doce, a la noche, vete al muelle vestida como un hombre joven; pero no permitas que nadie conozca tu secreto. Tú abordarás el barco a vapor, donde no serás conocida, si tienes un poco de prudencia. Vendrás a Quebec, donde serás contratada como un sirviente para el cura, de quien yo soy el vicario. Nadie conocerá tu sexo excepto yo, y, allí, seremos felices juntos".

El cuarto día después de esto, hubo una gran desolación en la familia de la muchacha; porque había desaparecido repentinamente, y sus ropas habían sido encontradas en las orillas del Río San Lawrence. No había la menor duda en las mentes de todos los parientes y amigos, que la confesión general que ella había hecho, había trastornado enteramente su mente; y en un exceso de locura, se arrojó en las profundas y rápidas aguas del San Lawrence. Se hicieron muchas búsquedas para encontrar su cuerpo; pero, por supuesto, todo fue en vano. Se ofrecieron a Dios muchas oraciones públicas y privadas para ayudarla a escapar de las llamas del Purgatorio, donde podría estar condenada a sufrir por muchos años, y fue dado mucho dinero a los sacerdotes para celebrar misas cantadas, a fin de extinguir los fuegos de esa quemante prisión, donde todo Católico Romano cree que debe ir para ser purificado antes de entrar en las regiones de felicidad eterna.

No daré el nombre de la muchacha, aunque lo tengo, por compasión a su familia; la llamaré Geneva.

Bien, cuando el padre y la madre, los hermanos, las hermanas, y los amigos estaban derramando lágrimas por el triste fin de Geneva, ella estaba en la casa parroquial del rico Cura de Quebec, bien pagada, bien alimentada, y vestida—feliz y contenta con su amado confesor. Ella era sumamente pulcra, siempre servicial, y lista para correr y hacer lo que usted quisiera al mero pestañeo de su ojo. Su nuevo nombre era José, con el cual la nombraré ahora.

Muchas veces había visto al elegante José en la casa parroquial de Quebec, y admiraba su cortesía y buenos modales; aunque me parecía, a veces, que se veía demasiado como una muchacha, y que era demasiado distendido con el Rev. Sr. D_, y también con el Justo Rev. Obispo M_. Pero cada vez que me venía la idea de que José era una muchacha, me sentía indignado conmigo mismo.

El alto respeto que tenía por el Obispo Coadjutor, quien era también el Cura de Quebec, hacía casi imposible imaginar que él alguna vez permitiría a una bella muchacha que durmiera en la habitación contigua a la suya, y que le sirviera día y noche; porque el dormitorio de José estaba justo al lado de la del Coadjutor, quien, por varias dolencias físicas, (que no eran un secreto para nadie), necesitaba la ayuda de su sirviente varias veces durante la noche, así como durante el día.

Las cosas continuaron muy tranquilamente con José durante dos o tres años, en la casa del Obispo Coadjutor; pero finalmente, le pareció a mucha gente exterior, que José estaba tomando demasiados aires de confianza con los jóvenes vicarios, e incluso con el venerable Coadjutor. Varios de los ciudadanos de Quebec, que estaban yendo más frecuentemente que otros a la casa parroquial, estaban sorprendidos y conmocionados por la confianza de aquel sirviente con sus amos; él parecía a veces estar realmente en iguales términos con ellos, si no un poco por sobre ellos.

Un amigo íntimo del Obispo—un Católico Romano sumamente devoto —quien era mi pariente cercano, se encargó un día de decirle respetuosamente al Justo Rev. Obispo que sería prudente echar a ese insolente joven de su palacio—porque era objeto de fuertes y sumamente deplorables sospechas.

La posición del Justo Rev. Obispo y sus vicarios, fue, entonces, una no muy placentera. Evidentemente su barca había quedado a la deriva entre peligrosas rocas. Mantener a José entre ellos era imposible, después del amistoso consejo que había venido de tan alto lugar; y despedirlo no era menos peligroso; él sabía demasiado de las internas y secretas vidas de todos estos santos (?) célibes, para tratar con él como con cualquier otro sirviente normal. Con una sola palabra de sus labios podría destruirlos: ellos estaban como atados a sus pies con cuerdas, que, al principio, parecían hechas con dulces pasteles y helados, pero que repentinamente se habían vuelto ardientes cadenas de acero. Pasaron varios días de ansiedad, y muchas noches de insomnio sucedieron a las muy felices de tiempos mejores. ¿Pero que debía hacerse? Habían escollos levantando olas adelante, escollos a la derecha, a la izquierda, y en todos lados. Sin embargo, cuando todos, especialmente el venerable (?) Coadjutor, se sentían como criminales que esperan su sentencia, y cuando su horizonte parecía absolutamente rodeado sólo por oscuras y tormentosas nubes, repentinamente una feliz salida se presentó ante los preocupados marineros.

El cura de "Les Eboulements", el Rev. Sr. Clement, justo había venido a Quebec por algunos asuntos privados, y había elegido su alojamiento en la hospitalaria casa de su viejo amigo, el Justo Rev. _, Obispo Coadjutor. Ambos habían estado en relación muy estrecha por muchos años, y en muchas ocasiones habían sido de gran utilidad el uno con el otro. El Pontífice de la Iglesia de Canadá, esperando que su amigo quizás le ayudaría a salir de la terrible dificultad del momento, francamente le dijo todo acerca de José, y le preguntó lo que debía hacer bajo tan difíciles circunstancias.

"Mi Señor", dijo el cura de Les Eboulements,

"José es justo el sirviente que quiero. Págale bien, para que pueda permanecer como tu amigo, y para que sus labios puedan quedar sellados, y permite que lo lleve conmigo. Mi casera me dejó hace unas pocas semanas; estoy solo en mi casa parroquial con mi viejo sirviente, José es justo la persona que quiero".

Sería difícil expresar el júbilo del pobre Obispo y sus vicarios, cuando vieron esa pesada roca que tenían sobre sus cuellos así removida.

José, una vez instalado en la casa parroquial del piadoso (?) sacerdote de la parroquia de Le Eboulements, pronto se ganó el favor de todo el pueblo por sus buenos y encantadores modales, y cada feligrés felicitaba al cura por la elegancia de su nuevo sirviente. El sacerdote, por supuesto, conocía un poco más de esa elegancia que el resto del pueblo. Pasaron tres años muy tranquilamente. El sacerdote y su sirviente parecían estar en los más perfectos términos, La única cosa que arruinaba la felicidad de esa feliz pareja era que, de vez en cuando, alguno de los campesinos cuyos ojos eran más penetrantes que los de sus vecinos, parecían creer que la intimidad entre los dos estaba yendo un poco demasiado lejos, y que José realmente estaba teniendo en sus manos el cetro del pequeño reino sacerdotal. Nada podía hacerse sin su consejo; él estaba entrometido en todos los grandes y pequeños asuntos de la parroquia, y a veces el cura parecía ser más bien el sirviente antes que el amo en su propia casa y parroquia. Los que habían, al principio, hecho estos comentarios en privado, comenzaron, poco a poco, a transmitir sus opiniones a su vecino próximo, y éste al siguiente; de ese modo, al fin del tercer año, graves y serias sospechas comenzaron a difundirse de uno a otro de tal manera que los Marguilliers (una especie de Ancianos), creyeron apropiado decir al sacerdote que sería mejor para él echar a José en vez de mantenerlo más tiempo. Pero el viejo cura había pasado tantas felices horas con su fiel José que renunciar a él era tan duro como la muerte.

Él sabía, por confesión, que una muchacha en la vecindad estaba entregada a una inmencionable abominación, a la cual José también era adicto. Él acudió a ella y le propuso que se casara con José, y que él, (el sacerdote), les ayudaría a vivir cómodamente. Para vivir cerca de su buen amo, José también aceptó casarse con la muchacha. Ambas sabían bien lo que la otra era. Las proclamas de casamiento fueron publicadas durante tres domingos, tras lo cual el viejo cura bendijo el matrimonio de José con la muchacha de su feligrecía.

Ellas vivieron juntas como marido y mujer, en tal armonía que nadie podía sospechar la horrible depravación que estaba encubierta tras esa unión. José continuó, con su esposa, trabajando con frecuencia para su sacerdote, hasta que después de cierto tiempo ese sacerdote fue removido, y otro cura, llamado Tetreau, fue enviado en su lugar.

Este nuevo cura, sin saber absolutamente nada de ese misterio de iniquidad, también empleó a José y a su esposa, varias veces. Un día, cuando José estaba trabajando en la puerta de la casa parroquial en presencia de varias personas, un extraño arribó, y le preguntó si el Rev. Sr. Tetreau, el cura, estaba allí.

José respondió: "Sí, señor. Pero como usted parece ser un extraño, ¿me permitiría preguntarle de dónde viene?"

"Señor, es muy fácil satisfacerle. Vengo de Vercheres", contestó el extraño.

Tras la palabra "Vercheres", José se puso tan pálido que el extraño no pudo más que impresionarse con su repentino cambio de color.

Entonces, fijando sus ojos sobre José, exclamó: "¡Oh mi Dios! ¡Qué veo aquí! ¡Geneva! ¡Geneva! ¡Te reconozco, y aquí estás disfrazada como un hombre!"

"¡Querido tío!" (porque él era su tío), "¡por Dios!", exclamó ella, "¡no diré una palabra más!"

Pero era demasiado tarde. La gente, que estaba allí, había oído al tío y la sobrina. Sus secretas sospechas de largo tiempo, estaban bien fundadas—¡uno de sus antiguos sacerdotes había mantenido una muchacha bajo el disfraz de un hombre en su casa! ¡Y, para cegar más completamente a su pueblo, había casado a esa muchacha con otra, para tenerlas a ambas en su casa cuando quisiera, sin despertar ninguna sospecha!

Las noticias fueron casi tan rápido como el relámpago desde un extremo al otro de la parroquia, y se difundieron por todo el norte del país regado por el río San Lawrence.

Es más fácil imaginar que expresar los sentimientos de sorpresa y horror que llenaron a todos. Los jueces de paz trataron el asunto, José fue llevado ante el tribunal civil, que decidió que un médico fuera encargado para hacer una pericia, no post mortem, sino ante mortem. El ilustre Lateriere, quien fue llamado, e hizo la pericia adecuada, declaró que José era una muchacha; y los vínculos del matrimonio fueron disueltos legalmente.

Durante ese tiempo el honesto Rev. Sr. Tetreau, horrorizado, había enviado un mensaje urgente al Justo Reverendo Obispo Coadjutor, de Quebec, informándole que el joven hombre que había mantenido en su casa varios años, bajo el nombre de José, era una muchacha.

¿Qué iban a hacer ahora con la muchacha, después de que todo fue descubierto? Su presencia en Canadá comprometería para siempre a la santa (?) Iglesia de Roma. ¡Ella conocía demasiado bien como los sacerdotes, por medio del confesionario, seleccionan sus víctimas, y se ayudan con su compañía, a mantener sus solemnes votos de celibato! ¿Qué hubiera pasado con el respeto dado al sacerdote, si ella hubiera sido tomada de la mano e invitada a hablar valiente y osadamente ante el pueblo de Canadá?

El santo (?) Obispo y sus vicarios entendieron estas cosas muy bien.

Inmediatamente enviaron un hombre de confianza con £500, para decir a la muchacha que si permanecía en Canadá, podía ser enjuiciada y castigada severamente; que era para su bien que dejara el país, y emigrara a los Estados Unidos. Le ofrecieron las £500 si prometía irse y nunca volver.

Ella aceptó la oferta, cruzó las fronteras, y nunca volvió a Canadá, donde su triste historia es bien conocida por miles y miles.

Por la providencia de Dios fui invitado a predicar en esa parroquia poco después, y conocí estos hechos con precisión.

El Rev. Sr. Tetreau, bajo cuyo pastorado fue detectada esta gran iniquidad, desde ese tiempo comenzó a tener abiertos sus ojos a la horrible depravación de los sacerdotes de Roma por medio del confesionario.

Él lloró y se lamentó por su propia degradación en medio de esa moderna Sodoma. Nuestro misericordioso Dios miró con compasión hacia él, y le envió su gracia salvadora. No mucho después, envió al Obispo su renuncia a los errores y abominaciones del Romanismo.

Hoy él está trabajando en la viña del Señor con los Metodistas en la ciudad de Montreal, donde está presto para probar la exactitud de lo que digo.*

* Esto fue escrito en 1874. Ahora, en 1880, debo decir que el Rev. Sr. Tetreau murió en 1877, en la paz de Dios, en Montreal. Dos veces antes de su muerte echó a los sacerdotes de Roma, que habían ido a tratar de convencerle para hacer la paz con el Papa, llamándoles "Ayudantes de Satanás"—"Mensajeros del Maligno".

Que aquellos que tienen oídos para oír, y ojos para ver, entiendan, por este hecho, que las naciones paganas no han conocido una institución más corruptora que la Confesión Auricular.