LA LUCHA ANTES DE LA RENDICIÓN DEL AUTORESPETO FEMENINO EN EL CONFESIONARIO
HAY dos mujeres que deben ser objeto constante de la compasión de los discípulos de Cristo, y por quienes deben ser ofrecidas diarias oraciones ante el trono de la misericordia: La mujer Brahmán, quien, engañada por sus sacerdotes, se quema a sí misma sobre el cadáver de su esposo para apaciguar la ira de sus dioses de madera; y la mujer Católica Romana, quien, no menos engañada por sus sacerdotes, sufre una tortura mucho más cruel e ignominiosa en el confesionario, para apaciguar la ira de su dios-hostia.
Porque no exagero cuando digo que para muchas mujeres de noble corazón, bien educadas y decentes, el ser forzadas a exponer sus corazones ante los ojos de un hombre, a abrirle todos los más secretos escondrijos de sus almas, todos los más sagrados misterios de su vida de soltera o casada, a permitirle hacerles preguntas que la más depravada mujer nunca consentiría oír de su más vil seductor, es frecuentemente más horrible e intolerable que ser atada sobre carbones ardientes.
¡Más de una vez, he visto a mujeres desmayarse en la casilla del confesionario, quienes luego me decían, que la necesidad de hablar a un hombre soltero sobre ciertas cosas, sobre las que las leyes más comunes de la decencia deberían haber sellado para siempre sus labios, casi las había matado! No cientos, sino miles de veces, he oído de los labios de agonizantes muchachas, como también de mujeres casadas, las temibles palabras: "¡Estoy perdida para siempre! ¡Todas mis pasadas confesiones y comuniones han sido tan sacrílegas! ¡Nunca he osado responder correctamente las preguntas de mis confesores! ¡La vergüenza ha sellado mis labios y condenado mi alma!"
¿Cuantas veces he quedado como petrificado, al lado de un cadáver, cuando esas últimas palabras han escapado a duras penas de los labios de una de mis penitentes, quien había sido puesta fuera de mi alcance por la misericordiosa mano de la muerte, antes de que yo pudiera darle el perdón a través de la engañosa absolución sacramental?
Entonces yo creía, como la pecadora muerta misma lo creía, que ella no podría ser perdonada excepto por esa absolución.
Porque hay no sólo miles sino millones de muchachas y mujeres Católicas Romanas cuyo agudo sentido de pudor y dignidad femenina están por sobre todos los sofismas y las maquinaciones diabólicas de sus sacerdotes. Ellas nunca podrían ser persuadidas a responder "Sí " a ciertas preguntas de sus confesores. Preferirían ser arrojadas a las llamas, y arder hasta las cenizas con la mujer viuda Brahmán, antes que permitir a los ojos de un hombre espiar en el sagrado santuario de sus almas. Aunque algunas veces culpables ante Dios, y bajo la impresión de que sus pecados nunca serán perdonados si no son confesados, las leyes de la decencia son más poderosas en sus corazones que las leyes de su cruel y pérfida Iglesia. Ninguna consideración, ni aún el temor de la eterna condenación, pueden persuadirlas a declarar a un hombre pecador, pecados que sólo Dios tiene el derecho de conocer, porque sólo Él puede limpiarlas con la sangre de Su Hijo, derramada en la cruz.
¡Pero qué miserable vida la de aquellas excepcionales almas nobles, a las que Roma retiene en los tenebrosos calabozos de su superstición! ¡Ellas leen en todos sus libros, y oyen de todos sus púlpitos, que si ocultan a sus confesores un simple pecado están perdidas para siempre! Pero, siendo absolutamente incapaces de pisotear bajo sus pies las leyes del autorespeto y la decencia, que Dios mismo ha impreso en sus almas, viven en constante temor de eterna condenación. ¡No hay palabras humanas que puedan expresar su desolación y agonía, cuando a los pies de sus confesores, se encuentran bajo la horrible necesidad de hablar de cosas, por las que preferirían sufrir la más cruel muerte antes que abrir sus labios, o ser condenadas para siempre, con tal de no degradarse a sí mismas para siempre ante sus propios ojos, al hablar sobre asuntos que una mujer respetable nunca revelaría a su propia madre, mucho menos a un hombre!
He conocido demasiadas de aquellas mujeres de noble corazón, quienes, cuando a solas con Dios, en una real agonía de desolación y con lágrimas de dolor, han pedido a Él que les concediera lo que consideraban el más grande favor, que era, perder lo suficiente de su autorespeto como para ser capaces de hablar de esas inmencionables cosas, tal como sus confesores querían que las dijeran; y, esperando que su petición fuera concedida, iban de nuevo al confesionario, determinadas a develar su vergüenza ante los ojos de ese hombre inconmovible. ¡Pero cuando llegaba el momento para la autoinmolación, su coraje fallaba, sus rodillas temblaban, sus labios se ponían pálidos como la muerte, sudor frío manaba de todos sus poros! La voz del pudor y el autorespeto femenino estaba hablando más fuerte que la voz de su falsa religión. Ellas tenían que irse del confesionario no perdonadas—más aún, con la carga de un nuevo sacrilegio sobre sus conciencias.
¡Oh! ¡Cuán pesado es el yugo de Roma—cuán amarga es la vida humana—cuán melancólico es el misterio de la cruz para esas almas desviadas y que perecen! ¡Cuán gozosamente correrían ellas a las piras llameantes con la mujer Brahmán, si pudieran esperar ver el fin de sus inenarrables miserias por medio de las torturas momentáneas que les abrieran las puertas de una vida mejor!
Yo aquí desafío públicamente a todo el sacerdocio Católico Romano a negar que la mayor parte de sus penitentes femeninas permanecen un cierto período de tiempo—a veces más largo, a veces más corto—bajo el más agonizante estado mental.
Sí, por lejos la gran mayoría de las mujeres, al principio, encuentran imposible derribar las sagradas barreras del autorespeto que Dios mismo ha construido alrededor de sus corazones, inteligencias, y almas, como la mejor protección contra las trampas de este mundo contaminado. Esas leyes de autorespeto, por las cuales no pueden consentir en hablar una palabra impura en los oídos de un hombre, y las cuales cierran fuertemente todas las avenidas del corazón contra sus incastas preguntas, aún cuando hable en el nombre de Dios—esas leyes de autorespeto están tan claramente escritas en las consciencias de ellas, y son tan bien comprendidas por ellas que son un don muy Sagrado, que, como ya lo he dicho, muchas prefieren correr el riesgo de estar perdidas para siempre al permanecer en silencio.
Toma muchos años de los más ingeniosos, (y no dudaría en llamarlos diabólicos) esfuerzos de parte de los sacerdotes para persuadir a la mayoría de sus penitentes femeninas a hablar sobre cuestiones, que aún los salvajes paganos se sonrojarían al mencionarlas entre ellos mismos. Algunas persisten en permanecer silentes sobre esas cuestiones durante la mayor parte de sus vidas, y muchas prefieren arrojarse en las manos de su misericordioso Dios, y morir sin someterse a la degradante experiencia, aún después de que han sentido las espinas ponzoñosas del enemigo, antes que recibir su perdón de un hombre, que, como ellas lo sienten, seguramente sería escandalizado por el relato de sus fragilidades humanas. Todos los sacerdotes de Roma son sabedores de esta natural disposición de sus penitentes mujeres. No hay uno solo—no, ni uno solo de sus teólogos morales, que no advierta a los confesores contra esa tenaz y general determinación de las muchachas y de las mujeres casadas de nunca hablar en el confesionario sobre temas que puedan, o más o menos, relacionarse con pecados contra el séptimo mandamiento. Dens, Liguori, Debreyne, Bailly, etc.,—en una palabra, todos los teólogos de Roma hacen propio que esta es una de las más grandes dificultades contra las cuales los confesores deben luchar en el confesionario.
Ni un solo sacerdote Católico Romano osará negar lo que digo sobre este tema; porque ellos saben que sería fácil para mí abrumarlos con tal multitud de testimonios, que su gran falsía sería para siempre desenmascarada.
En algún día futuro, si Dios me reserva y me da tiempo para ello, proyecto hacer conocer algunas de las innumerables cosas que los teólogos y moralistas Católicos Romanos han escrito sobre esta cuestión. Ello constituirá uno de los más curiosos libros jamás escritos; y dará evidencia incontestable sobre el hecho de que, instintivamente, sin consultarse entre sí, y con una unanimidad que es casi maravillosa, las mujeres Católicas Romanas, guiadas por los honestos instintos que Dios les ha dado, huyen de las asechanzas puestas ante ellas en el confesionario; y que por doquier luchan para fortalecerse con un coraje sobrehumano, contra el torturador que es enviado por el Papa, para finiquitar su ruina y causar el naufragio de sus almas. En todas partes la mujer siente que hay cosas que nunca deberían ser dichas, así como hay cosas que nunca deberían ser hechas, en la presencia del Dios de santidad. Ella entiende que, relatar la historia de ciertos pecados, aún de pensamientos, es no menos vergonzoso y criminal que hacerlos; ella oye la voz de Dios susurrándole en sus oídos: "¿No es bastante que hayas sido culpable una vez, cuando estabas sola en mi presencia, sin aumentar tus iniquidades permitiendo a ese hombre conocer lo que nunca debería haberle sido revelado? ¿No sientes que estás haciendo a ese hombre tu cómplice, en el mismo momento en que arrojas en su corazón y en su alma el fango de tus iniquidades? Él es tan débil como tú, él no es menos pecador que tú misma; lo que te ha tentado a ti le tentará a él; lo que te ha hecho débil le hará débil a él; lo que te ha contaminado a ti le contaminará a él; lo que te ha derribado en la tierra, le derribará a él en la tierra. ¿No es suficiente que mis ojos hayan tenido que mirar sobre tus iniquidades? ¿Deben mis oídos, hoy, escuchar tu impura conversación con ese hombre? ¿Es ese hombre tan santo como mi profeta David, para que no pueda caer ante la incasta exhibición de la nueva Betsabé? ¿Es él tan poderoso como Sansón, para que no pueda encontrar en ti a su tentadora Dalila? ¿Es él tan generoso como Pedro, para que no pueda llegar a ser un traidor ante la voz de la sirvienta?"
¡Quizás el mundo nunca ha visto una lucha más terrible, desesperada y solemne que la que está sucediendo en el alma de una pobre temblorosa mujer joven, quien, a los pies de ese hombre, tiene que decidir si abrirá o no sus labios acerca de esas cosas que la infalible voz de Dios, unida a la no menos infalible voz de su honor y autorespeto femeninos, le dicen que nunca las revele a ningún hombre!
La historia de esa secreta, fiera, desesperada, y mortal lucha, hasta donde yo sé, no ha sido todavía nunca plenamente dada. Ella provocaría las lágrimas de admiración y compasión del mundo entero, si pudiera ser escrita con sus simples, sublimes, y terribles realidades.
Cuantas veces he llorado como un niño cuando alguna joven muchacha de noble corazón e inteligente, o alguna respetable mujer casada, se doblegaba ante los sofismas con los cuales yo, o algún otro confesor, la había persuadido a entregar su autorespeto, y su dignidad femenina, para hablar conmigo sobre temas sobre los que una mujer decente nunca debería decir una palabra con un hombre. Ellas me han dicho de su invencible repugnancia, su horror a tales preguntas y respuestas, y me han pedido ser piadoso con ellas. ¡Sí! ¡Yo frecuentemente he llorado amargamente por mi degradación, cuando era un sacerdote de Roma! He comprendido toda la fortaleza, la grandeza, y la santidad de sus motivos para estar silenciosas sobre esos temas mancillantes, y no puedo sino admirarlas. Parecía a veces que ellas estaban hablando el lenguaje de los ángeles de luz; y que yo debía caer a sus pies, y solicitarles su perdón por haberles hablado sobre cuestiones, sobre las cuales un hombre de honor nunca debía conversar con una mujer a la cual respeta.
Pero ¡ay! Pronto habría de reprocharme a mí mismo, y a arrepentirme por esas breves ocasiones de mi ondulante fe en la infalible voz de mi Iglesia; yo habría pronto de silenciar la voz de mi consciencia, la cual estaba diciéndome: "¿No es una vergüenza que tú, un hombre soltero, ose hablar de esos temas con una mujer? ¿No te sonrojas de hacer tales preguntas a una joven muchacha? ¿Dónde está tu autorespeto? ¿Dónde está tu temor de Dios? ¿No promueves la ruina de esa muchacha forzándola a hablar con un hombre sobre semejantes temas?
Yo era compelido por todos los Papas, los teólogos morales, y los Concilios, de Roma, a creer que esta voz de advertencia de mi Dios misericordioso era la voz de Satán; tenía que creer a pesar de mi propia conciencia e inteligencia, que era bueno, más aún, necesario, hacer esas contaminantes y mortales preguntas. Mi infalible Iglesia estaba forzándome sin misericordia a obligar a esas pobres, temblorosas, llorosas, desoladas muchachas y mujeres, a nadar conmigo y todos sus sacerdotes en esas aguas de Sodoma y Gomorra, bajo el pretexto de que su orgullo sería derribado, y de que su temor al pecado y su humildad crecerían, y de que serían purificadas por nuestras absoluciones.
Con qué suprema aflicción, disgusto, y sorpresa, vemos, hoy, a una gran parte de la noble Iglesia Episcopal de Inglaterra golpeada por una plaga que parece incurable, bajo el nombre de Puseyismo, o Ritualismo, [n. de t.: Pusey era el líder de un movimiento pro-católico en la Iglesia Anglicana], y trayendo de nuevo—más o menos abiertamente—en muchos lugares la diabólica e inmunda confesión auricular entre los Protestantes de Inglaterra, Australia y Norteamérica. La Iglesia Episcopal está condenada a perecer en ese oscuro y apestante pantano del Papismo—la confesión auricular, si ella no encuentra un pronto remedio para detener la plaga traída por los Jesuitas disfrazados, que están trabajando por doquier, para envenenar y esclavizar sus demasiado ingenuos hijos e hijas.
En el comienzo de mi sacerdocio, fui no poco sorprendido y confundido al ver una muy dotada y bella mujer joven, a quien solía encontrar casi cada semana en la casa de su padre, entrando a la casilla de mi confesionario. Ella había estado acostumbrada a confesarse con otro joven sacerdote conocido mío, y fue siempre considerada como una de las más piadosas jóvenes de la ciudad. Aunque se había disfrazado lo más posible, a fin de que no la pudiera reconocer, yo sentía una seguridad de que no estaba equivocado, ella era la amable María.
No estando absolutamente seguro de la exactitud de mis impresiones, la dejé enteramente bajo la confianza de que era una perfecta extraña para mí. Al principio difícilmente podía hablar; su voz estaba sofocada por sus sollozos; y a través de las pequeñas aberturas del delgado tabique entre ella y yo, vi dos corrientes de grandes lágrimas derramándose por sus mejillas.
Luego de mucho esfuerzo, dijo: "Querido Padre, espero que no me conozca, y que nunca trate de conocerme. Yo soy una terriblemente gran pecadora. ¡Oh! ¡Me temo que estoy perdida! ¡Pero si todavía hay una esperanza para mí de ser salvada, por el amor de Dios, no me reprenda! Antes de que comience mi confesión, permítame pedirle no contaminar mis oídos con preguntas que nuestros confesores están acostumbrados a hacer a sus penitentes femeninas; yo ya he sido destruida por esas preguntas. Antes de que tuviera diecisiete años, Dios sabía que sus ángeles no eran más puros de lo que yo era; pero el capellán del convento de monjas donde mis padres me enviaron para mi educación, aunque aproximándome a la edad madura, me hizo, en el confesionario, una pregunta que al principio no entendí, pero, desafortunadamente, él había hecho las mismas preguntas a una de mis jóvenes compañeras, que hizo chistes sobre aquellas en mi presencia, y me las explicó; porque ella las entendía demasiado bien. Esta primera conversación incasta en mi vida, hundió mis pensamientos en un océano de iniquidad, hasta entonces absolutamente desconocida para mí; tentaciones del más humillante carácter me asaltaron por una semana, día y noche; después de lo cual, pecados que hubiera limpiado con mi sangre, si hubiera sido posible, abrumaron mi alma como con un diluvio. Pero los gozos de los pecadores son breves. Golpeada con terror ante el pensamiento de los juicios de Dios, después de unas pocas semanas de la más deplorable vida, determiné renunciar a mis pecados y reconciliarme con Dios. Cubierta de vergüenza, y temblando de la cabeza a los pies, fui a confesarme a mi antiguo confesor, a quien respetaba como a un santo y quería como a un padre. Me parece que, con lágrimas sinceras de arrepentimiento, le confesé la mayor parte de mis pecados, aunque encubrí uno de ellos, por vergüenza, y por respeto a mi guía espiritual. Pero no oculté de él que las extrañas preguntas que me había hecho en mi última confesión, fueron, junto con la corrupción natural de mi corazón, la causa principal de mi destrucción.
"Él me habló muy amablemente, me alentó a luchar contra mis malas inclinaciones, y, al principio, me dio un consejo muy bondadoso y bueno. Pero cuando pensé que terminó de hablar, y yo me aprontaba a dejar el confesionario, me hizo dos nuevas pregunta de tan corrupto carácter que, temí que ni la sangre de Cristo, ni todos los fuegos del infierno jamás serían capaces de limpiarlas de mi memoria. Esas preguntas han logrado mi ruina; ellas se han adherido a mi alma igual que dos mortales dardos; ellas están día y noche delante de mi imaginación; ellas llenan mis mismas arterias y venas con un veneno mortal.
"Es verdad que, al principio, me llenaron de horror y disgusto; pero, ¡ay!, pronto me acostumbré tanto a ellas que parecían estar incorporadas a mí, y como si hubieran llegado a ser una segunda naturaleza. Esos pensamientos han llegado a ser una nueva fuente de innumerables criminales pensamientos, deseos y acciones.
"Un mes más tarde, fuimos obligadas por las reglas de nuestro convento a ir y confesarnos; pero por ese tiempo, estaba tan completamente perdida, que ya no me abochornaba ante la idea de confesar mis vergonzosos pecados a un hombre; por el contrario. Tenía un real, diabólico placer en el pensamiento de que tendría una larga conversación con mi confesor sobre esos temas, y que él me preguntaría más de esas extrañas cuestiones.
"De hecho, cuando le hube dicho todo sin sonrojamiento alguno, comenzó a interrogarme, ¡y Dios sabe qué corruptas cosas cayeron desde sus labios hasta mi pobre criminal corazón! Cada una de sus preguntas fueron excitando mis nervios, y llenándome con las más vergonzosas sensaciones. Después de una hora de esta criminal entrevista a solas con mi antiguo confesor, (porque eso no fue otra cosa sino una criminal entrevista a solas), percibí que él era tan depravado como yo misma. Con algunas palabras semiencubiertas, me hizo una proposición criminal, la cual acepté también con palabras encubiertas; y durante más de un año, hemos vivido juntos en la más pecaminosa intimidad. Aunque él era mucho mayor que yo, lo amaba del modo más necio. Cuando el curso de mi instrucción en el convento finalizó, mis padres me llevaron de regreso a casa. Estaba realmente gozosa por ese cambio de residencia, porque estaba comenzando a hastiarme de mi vida criminal. Mi esperanza era que, bajo la dirección de un mejor confesor, me reconciliaría con Dios y comenzaría una vida Cristiana.
"Infortunadamente para mí, mi nuevo confesor, que era muy joven, comenzó también sus interrogaciones. Pronto se enamoró de mí, y yo lo amé de una manera sumamente criminal. He hecho junto a él cosas que espero usted nunca me pida que se las revele, porque son demasiado monstruosas para ser repetidas, aún en el confesionario, por una mujer a un hombre.
"No digo estas cosas para quitar de mis hombros la responsabilidad de mis iniquidades con este joven confesor, porque creo haber sido más criminal de lo que él fue. Es mi firme convicción que él era un sacerdote bueno y santo antes de que me conociera; pero las preguntas que me hizo, y las respuestas que le di, derritieron su corazón—yo lo sé—igual a como el plomo fundido derretiría al hielo sobre el cual se derramara.
"Sé que ésta no es una confesión tan detallada como nuestra santa Iglesia me requiere que haga, pero he creído necesario para mí darle esta breve historia de la vida de la más grande y más miserable pecadora que alguna vez le haya pedido que le ayude a salir de la tumba de sus iniquidades. Este es el modo en que he vivido estos últimos años. Pero el último domingo, Dios, en su infinita misericordia, miró sobre mí. Él le inspiró a usted a darnos el Hijo Pródigo como un modelo de verdadera conversión, y como la más maravillosa prueba de la infinita compasión del querido Salvador por los pecadores. He llorado día y noche desde aquel feliz día, cuando me arrojé a los brazos de mi amante y misericordioso Padre. Aún ahora, difícilmente puedo hablar, porque mi arrepentimiento por mis pasadas iniquidades, y mi gozo de que se me haya permitido lavar los pies del Salvador con lágrimas, son tan grandes que mi voz está como ahogada.
"Usted entiende que he dejado para siempre a mi último confesor. Vengo a pedirle que me haga el favor de recibirme entre sus penitentes. ¡Oh! ¡No me rechace ni me reproche, por amor del querido Salvador! ¡No tema tener a su lado tal monstruo de iniquidad! Pero antes de continuar, tengo dos favores que pedirle. El primero es, que usted jamás hará algo para averiguar mi nombre; el segundo es, que nunca me hará alguna de esas preguntas por las cuales tantas penitentes están perdidas y tantos sacerdotes destruidos para siempre. Dos veces he sido perdida por esas preguntas. Nosotras acudimos a nuestros confesores para que puedan arrojar sobre nuestras almas culpables las puras aguas que fluyen desde el cielo para purificarnos; pero en lugar de eso, con sus inmencionables preguntas, derraman aceite sobre las llamas ardientes ya furiosas en nuestros pobres pecaminosos corazones. ¡Oh, querido padre, déjeme llegar a ser su penitente, para que pueda ayudarme a ir y llorar con Magdalena a los pies del Salvador! ¡Respéteme, como Él respetó a aquel verdadero modelo de todas las mujeres pecadoras, pero arrepentidas! ¿Le hizo nuestro Salvador alguna pregunta? ¿Extrajo de ella la historia de las cosas que una mujer pecadora no puede decir sin olvidar el respeto que se debe a sí misma y a Dios? ¡No! Usted nos dijo no mucho tiempo atrás, que la única cosa que nuestro Salvador hizo, fue mirar sus lágrimas y su amor. ¡Bien, por favor haga eso, y usted me salvará!"
Yo era entonces un sacerdote muy joven, y nunca habían venido a mis oídos tan sublimes palabras en el confesionario. Sus lágrimas y sus sollozos, mezclados con la franca declaración de las más humillantes acciones, hicieron tan profunda impresión en mí que estuve, por algún tiempo, incapacitado para hablar. También había venido a mi mente que podría estar equivocado sobre su identidad, y que quizás ella no era la joven dama que yo había imaginado. Podía, entonces, concederle fácilmente su primer pedido, que era no hacer nada por lo cual pudiera conocerla. La segunda parte de su pedido era más difícil; porque los teólogos son muy enfáticos en ordenar a los confesores que pregunten a sus penitentes, especialmente a las del sexo femenino, sobre diversas circunstancias.
La alenté de la mejor manera que pude, a perseverar en sus buenas resoluciones, invocando a la bendita Virgen María y a Santa Filomena, quien era, entonces, la Santa de moda, al igual que Marie Alacoque lo es hoy, entre los ciegos esclavos de Roma. Le dije que oraría y pensaría sobre el asunto de su segundo requerimiento; y le pedí que regresara en una semana para tener mi respuesta.
Ese mismísimo día, fui a mi propio confesor, el Rev. Sr. Baillargeon, entonces vicario de Quebec, y más adelante Arzobispo de Canadá. Le dije del singular e inusual pedido que ella me había hecho, de que yo nunca le hiciera ninguna de esas preguntas sugeridas por los teólogos, para asegurar la integridad de la confesión. No le oculté que estuve muy inclinado a concederle a ella aquel favor; por eso le repetía lo que ya le había dicho a él varias veces, que yo estaba supremamente disgustado con las infames y contaminantes preguntas que los teólogos nos forzaban a hacer a nuestras penitentes femeninas. Le dije francamente que varios sacerdotes viejos y jóvenes ya habían venido a confesarse a mí; y que, con la excepción de dos, ellos me dijeron que no podían hacer esas preguntas y oír las respuestas que provocaban, sin caer en los más condenables pecados.
Mi confesor parecía estar muy perplejo sobre qué debería responder. "Me pidió que volviera al día siguiente, para que él pudiera revisar algunos de sus libros teológicos, en el intervalo. Al día siguiente, recogí su respuesta escribiéndola, la cual se encuentra en mis antiguos manuscritos, y la daré aquí en toda su triste crudeza:
"Tales casos de destrucción de la virtud femenina por las preguntas de los confesores es un mal inevitable. Éste no puede ser remediado; porque tales preguntas son absolutamente necesarias en la mayor parte de los casos con los cuales tenemos que tratar. Los hombres generalmente confiesan sus pecados con tanta sinceridad que rara vez hay necesidad de preguntarles, excepto cuando son muy ignorantes. Pero San Liguori, así como nuestra observación personal, nos dicen que la mayoría de las muchachas y de las mujeres, por una vergüenza falsa y criminal, muy raramente confiesan los pecados que cometen contra la pureza. Se requiere la más extrema caridad de los confesores para impedir a esas infortunadas esclavas de sus secretas pasiones que hagan confesiones y comuniones sacrílegas. Con la mayor prudencia y celo él debe preguntarles sobre esos temas, comenzando con los más pequeños pecados, y yendo, poco a poco, tanto como se pueda por grados imperceptibles, hasta llegar a las acciones más criminales. Como parece evidente que la penitente a la cual usted se refirió en sus preguntas de ayer, está sin deseos de hacer una confesión plena y detallada de todas sus iniquidades, usted no puede prometerle absolverla sin asegurarse por sabias y prudentes preguntas, que ella ha confesado todo.
"Usted no debe desalentarse cuando, en el confesionario o de alguna otra manera, oye de la caída de sacerdotes junto a sus penitentes en las fragilidades comunes de la naturaleza humana. Nuestro Salvador sabía muy bien que las ocasiones y las tentaciones que debemos encontrar, en las confesiones de muchachas y mujeres, son tan numerosas, y algunas veces tan irresistibles, que muchos caerían. Pero Él les ha dado a la Santa Virgen María, quien constantemente pide y obtiene su perdón; Él les ha dado el sacramento de la penitencia, donde pueden recibir el perdón tan frecuentemente como lo pidan. El voto de perfecta castidad es un gran honor y privilegio; pero no podemos ocultar de nosotros mismos que éste pone sobre nuestros hombros una carga que muchos no pueden llevar para siempre. San Liguori dice que no debemos reprochar al sacerdote penitente que cae solamente una vez al mes; y algunos otros confiables teólogos son todavía más caritativos."
Esta respuesta estuvo lejos de satisfacerme. Me parecía compuesta de principios muy débiles. Regresé con un corazón cargado y una mente ansiosa; y Dios sabe que hice muchas fervientes oraciones para que esta chica nunca volviera otra vez a contarme su triste historia. Yo tenía apenas veintiséis años, llenos de juventud y vida. Me parecía que el aguijón de un millar de avispas en mis oídos no me harían tanto daño como las palabras de esa querida, bella, dotada, pero perdida muchacha.
No quiero decir que las revelaciones que hizo, hubieran, en alguna forma, disminuido mi estima y mi respeto por ella. Era exactamente lo contrario. Sus lágrimas y sollozos, sus angustiosas expresiones de vergüenza y pesar a mis pies, sus nobles palabras de protesta contra los repulsivos y contaminantes interrogatorios de los confesores, la habían elevado muy alto en mi mente. Mi sincera esperanza era que ella tendría un lugar en el reino de Cristo junto a la mujer samaritana, María Magdalena, y todos los pecadores que han lavado sus ropas en la sangre del Cordero.
En el día señalado, estaba en mi confesionario, escuchando la confesión de un hombre joven, cuando vi a la señorita María entrando a la sacristía, y viniendo directamente hacia mi casilla del confesionario, donde se arrodilló cerca mío. Aunque se había ocultado, todavía más que la primera vez, detrás del largo, grueso, y negro velo, no podía ser confundido, ella era la siempre amable joven dama en cuya casa paterna yo acostumbraba a pasar horas tan apacibles y felices. Siempre había oído con inmensa atención, su melodiosa voz, cuando nos estaba entregando, acompañada por su piano, algunos de nuestros hermosos himnos de la Iglesia. ¿Quién podía entonces verla y oírla sin casi adorarla? La dignidad de sus pasos y su aspecto general, cuando avanzaba hacia mi confesionario, la traicionaron totalmente y destruyeron su disimulo.
¡Oh! Habría dado cada gota de mi sangre en aquella hora solemne, para que pudiera ser libre de tratar con ella exactamente como tan elocuentemente me había pedido que hiciera—que la dejara llorar y clamar a los pies de Jesús para contentar su corazón; ¡oh! si hubiera sido libre para tomarla de la mano, y silenciosamente mostrarle a su agonizante Salvador, para que pudiera lavar sus pies con sus lágrimas, y derramar el aceite de su amor sobre su cabeza, sin que yo le dijera nada más que: "Vete en paz: tus pecados están perdonados".
Pero, allí, en aquel confesionario, yo no era el siervo de Cristo, para seguir sus divinas y salvadoras palabras, y para obedecer los dictados de mi honesta conciencia. ¡Yo era el esclavo del Papa! ¡Yo debía ahogar el clamor de mi conciencia, para ignorar las influencias de mi Dios! ¡Allí, mi conciencia no tenía derecho a hablar; mi inteligencia era algo muerto! ¡Sólo los teólogos del Papa, tenían un derecho a ser oídos y obedecidos! Yo no estaba allí para salvar, sino para destruir; porque, bajo el pretexto de purificar, la verdadera misión del confesor, frecuentemente, si no siempre, a pesar de sí mismo, es escandalizar y condenar las almas.
Tan pronto como el hombre joven que estaba haciendo su confesión a mi mano izquierda, había finalizado, silenciosamente, me volví hacia ella, y dije, a través de la pequeña abertura: "¿Estás lista para comenzar tu confesión?"
Pero no me contestó. Todo lo que yo podía oír era: "¡Oh, mi Jesús, ten misericordia de mí! Vengo a lavar mi alma en tu sangre; ¿me reprenderás?"
Durante varios minutos elevó sus manos y sus ojos al cielo, y lloró y oró. Era evidente que no tenía la menor idea de que la estaba observando, pensó que la puerta de la pequeña divisoria entre ella y yo estaba cerrada. Pero mis ojos estaban fijos sobre ella; mis lágrimas estaban fluyendo con sus lágrimas, y mis ardientes oraciones estaban yendo a los pies de Jesús junto a las suyas. No la habría interrumpido por ninguna causa, en ésta, su sublime comunión con su misericordioso Salvador.
Pero después de un tiempo bastante prolongado, hice un pequeño ruido con mi mano, y poniendo mis labios cerca de la divisoria que estaba entre nosotros, dije en una voz baja: "Querida hermana, ¿estás lista para comenzar tu confesión?"
Ella volvió su rostro un poco hacia mí, y con una voz temblorosa, dijo: "Sí, querido padre, estoy lista".
Pero entonces se detuvo nuevamente para llorar y orar, aunque no pude oír lo que decía.
Después de algún tiempo de silenciosa oración, dije: "Mi querida hermana, si estás lista, por favor comienza tu confesión". Ella entonces dijo: "Mi querido padre, ¿recuerda las súplicas que le hice, el otro día? ¿Puede permitirme confesar mis pecados sin forzarme a olvidar el respeto que me debo a mí misma, a usted, y a Dios, quien nos escucha? ¿Y puede prometerme que no me hará ninguna de aquellas preguntas que ya me han provocado tan irreparable daño? Le manifiesto francamente que hay pecados en mí que no puedo revelar a nadie, excepto a Cristo, porque Él es mi Dios, y porque Él ya los conoce a todos. Déjeme llorar y clamar a sus pies; ¿no puede usted perdonarme sin aumentar mis iniquidades al forzarme a decir cosas que la lengua de una mujer cristiana no puede revelar a un hombre?"
"Mi querida hermana", le contesté, "si fuera libre para seguir la voz de mis propios sentimientos estaría plenamente feliz de otorgarte tu petición; pero estoy aquí solamente como un ministro de nuestra santa Iglesia, y estoy obligado a obedecer sus leyes. Por medio de sus más santos Papas y teólogos ella me dice que no puedo perdonar tus pecados si no los confiesas todos, exactamente como los has cometido. La Iglesia también me dice que debes darme los detalles que puedan aumentar la malicia de tus pecados o cambiar su naturaleza. También lamento decirte que nuestros más santos teólogos hacen un deber del confesor preguntar al penitente sobre los pecados que tenga una buena razón para sospechar que han sido omitidos voluntaria o involuntariamente".
Con un fuerte grito, ella exclamó: "¡Entonces, oh mi Dios, estoy perdida, perdida para siempre!"
Este grito cayó sobre mí como un rayo; pero fui todavía más aterrorizado cuando, mirando por medio de la abertura, la vi desmayarse; oí el ruido de su cuerpo cayendo sobre el suelo, y el de su cabeza golpeando contra la casilla del confesionario.
Rápido como un relámpago corrí a ayudarla, la tomé en mis brazos, y llamé a un par de hombres quienes estaban a poca distancia, para que me ayudaran a ponerla sobre un banco. Lavé su rostro con algo de agua fría y vinagre. Ella estaba pálida como la muerte, pero sus labios se movían, y estaba diciendo algo que nadie excepto yo podía entender:
"¡Estoy perdida—perdida para siempre!"
La llevamos al hogar de su desconsolada familia, donde, durante un mes, permaneció entre la vida y la muerte. Sus dos primeros confesores fueron a visitarla, pero cuando cada uno le pidió para retirarse de la habitación, ella amablemente, pero terminantemente, les pidió que se fueran, y que nunca volvieran. Ella me pidió que la visitara todos los días, "porque", dijo, "sólo tengo unos pocos días más de vida. ¡Ayúdeme a prepararme para la solemne hora en la que se abrirán para mí las puertas de la eternidad!"
La visité cada día, y oré y lloré con ella.
Muchas veces, cuando estabamos solos, le pedía con lágrimas que finalizara su confesión; pero, con una firmeza que, entonces, me pareció ser misteriosa e inexplicable, me reprendía amablemente.
Un día, cuando estaba solo con ella, estaba arrodillado al lado de su cama para orar, fui incapaz de articular una sola palabra, por la inexpresable angustia de mi alma a causa suya, ella me preguntó: "Querido padre, ¿por qué llora?"
Contesté: "¡Cómo puedes hacer tal pregunta a tu asesino! Lloro porque te maté, querida amiga".
Esta respuesta pareció angustiarla sobremanera. Ella estaba muy débil ese día. Después de que lloró y oró en silencio, dijo: "no llore por mí, sino llore por tantos sacerdotes que destruyen a sus penitentes en el confesionario. Creo en la santidad del sacramento de la penitencia, porque lo ha establecido nuestra santa Iglesia. Pero hay, de alguna forma, algo sumamente malo en el confesionario. He sido destruida dos veces, y conozco muchas muchachas que también fueron destruidas por el confesionario. Éste es un secreto, ¿pero será mantenido para siempre ese secreto? Me compadezco por los pobres sacerdotes el día que nuestros padres conozcan lo que ha sucedido con la pureza de sus hijas en las manos de sus confesores. Mi padre seguramente mataría a mis dos últimos confesores, si pudiera conocer como han destruido a su pobre hija".
No pude contestar sino llorando.
Permanecimos en silencio por un largo rato; entonces ella dijo: "Es cierto que no estaba preparada para el rechazo que me hizo, el otro día en el confesionario; pero usted actuó fielmente como un buen y honesto sacerdote. Sé que debe estar sujeto a ciertas leyes".
Luego apretó mi mano con su mano fría y dijo: "No llore, querido padre, porque aquella repentina tormenta haya hecho naufragar mi muy frágil barca. Esta tormenta era para sacarme del insondable mar de mis iniquidades hasta la costa donde Jesús estaba esperando para recibirme y perdonarme. La noche después de que me trajo, medio muerta, aquí, a la casa de mi padre, tuve un sueño. ¡Oh, no!, no fue un sueño, fue una realidad. Mi Jesús vino a mí; Él estaba sangrando, su corona de espinas estaba sobre su cabeza, la pesada cruz hería sus hombros. Él me dijo, con una voz tan dulce que ninguna lengua humana puede imitarla: "He visto tus lágrimas, he oído tus lamentos, y conozco tu amor por mí: tus pecados están perdonados; ¡ten valor, en pocos días estarás conmigo!"
Apenas finalizó su última palabra, cuando se desmayó; y temí que muriera justo entonces, cuando estaba solo con ella.
Llamé a los familiares, que entraron apresuradamente a la habitación. Se mandó a llamar al doctor. Él la encontró tan débil que pensó apropiado permitir que solamente una o dos personas permanecieran conmigo en la habitación. Nos pidió que absolutamente no habláramos: "Porque", dijo él, "la menor emoción puede matarla instantáneamente; su enfermedad es, muy probablemente, un aneurisma de la aorta, la gran vena que lleva la sangre al corazón; cuando esta se rompa, ella se irá tan rápido como un relámpago".
Era casi las diez de la noche cuando dejé la casa, para ir y tomar algún descanso. Pero no es necesario decir que pasé la noche sin dormir. Mi querida María estaba allí, pálida, agonizando por el mortal golpe que le había dado en el confesionario. ¡Ella estaba allí, en su lecho de muerte, con su cabeza atravesada por la daga que mi Iglesia había puesto en mis manos, y en vez de reprenderme y maldecirme por mi salvaje e inmisericorde fanatismo, me estaba bendiciendo! ¡Ella estaba muriendo por un corazón quebrantado, y la Iglesia no me permitía darle una sola palabra de consuelo y esperanza, porque no había hecho su confesión! ¡Yo había lastimado sin misericordia a aquella tierna planta, y no había nada en mis manos para sanar las heridas que le había causado!
Era muy probable que moriría el día siguiente, ¡y se me prohibía que le mostrara la corona de gloria que Jesús tiene preparada en su reino para el pecador arrepentido!
Mi desolación era realmente indescriptible, y creo que me habría ahogado y muerto esa noche, si la corriente de lágrimas que fluía constantemente de mis ojos no hubiera sido como un bálsamo para mi corazón dolido.
¡Cuán oscuras y largas me parecieron las horas de esa noche!
Antes del amanecer, me levanté para leer de nuevo a mis teólogos, y ver si no podía encontrar alguno que me permitiera perdonar los pecados de esa querida niña, sin forzarla a decirme todo lo que había hecho. Pero ellos me resultaron, más que nunca, unánimemente inconmovibles, y los volví a poner en los estantes de mi biblioteca con un corazón quebrantado.
A las nueve de la mañana del día siguiente, estaba junto a la cama de nuestra querida enferma María. No puedo decir suficientemente el gozo que sentí, cuando el doctor y toda la familia me dijeron: "Está mucho mejor; el descanso de la última noche verdaderamente ha producido un maravilloso cambio".
Con una sonrisa realmente angelical ella extendió su mano hacia mí, para que pudiera tomarla con la mía; y dijo: "La tarde anterior, pensé, que el querido Salvador me llevaría, pero Él me quiere, querido padre, para que le dé a usted un poco más de problemas; sin embargo, tenga paciencia, no puede pasar mucho antes de que la solemne hora de mi llamado llegue. ¿Me leerá por favor la historia del sufrimiento y muerte del amado Salvador, que me leyó el otro día? Ciertamente me hace tanto bien ver como Él me amó, a mí, una tan mísera pecadora".
Había una calma y una solemnidad en sus palabras que me conmovieron de manera única, así como a todos los que estaban allí.
Después de que finalicé de leer, ella exclamó: "¡Él me ha amado tanto que murió por mis pecados!" Y cerró sus ojos como si meditara en silencio, pero había una corriente de grandes lágrimas resbalando por sus mejillas.
Me arrodillé junto a su cama, con su familia, para orar; pero no pude articular una sola palabra. La idea de que esta querida niña estaba allí, muriendo por el cruel fanatismo de mis teólogos y por mi propia cobardía al obedecerles, era como una piedra de molino atada a mi cuello. Esto me estaba matando.
¡Oh, si muriendo mil veces, hubiera podido agregar un solo día a su vida, con que placer habría aceptado aquellas mil muertes!
Después de que hubimos orado y llorado en silencio junto a su cama, ella pidió a su madre que la dejara sola conmigo.
Cuando me encontré solo, bajo la irresistible impresión de que este era su último día, caí de nuevo sobre mis rodillas, y con lágrimas de la más sincera compasión por su alma, le pedí que olvidara su vergüenza y obedeciera a nuestra santa Iglesia, que requiere a todos que confiesen sus pecados si quieren ser perdonados.
Ella serenamente, pero con un aire de dignidad que palabras humanas no pueden expresar, dijo: "¿Es verdad que, después del pecado de Adán y Eva, Dios mismo hizo abrigos y pieles; y los vistió, para que no pudieran ver la desnudez del otro?"
"Sí", le dije, "esto es lo que las Santas Escrituras nos dicen".
"Bien, entonces, ¿cómo es posible que nuestros confesores se atrevan a quitarnos aquel santo y divino abrigo de modestia y autorespeto? ¿No ha hecho el mismo Dios Omnipotente, con sus propias manos, aquel abrigo de pudor y autorespeto femenino, para que no pudiéramos ser para usted y para nosotras mismas, una causa de vergüenza y pecado?"
Quedé verdaderamente conmocionado por la belleza, simplicidad, y sublimidad de esa comparación. Permanecí absolutamente mudo y confundido. Aunque esto estaba demoliendo todas las tradiciones y doctrinas de mi Iglesia, y pulverizando todos mis santos doctores y teólogos, esa noble respuesta tuvo tal eco en mi alma, que me parecía un sacrilegio intentar tocarla con mi dedo.
Luego de un breve tiempo de silencio, continuó: "¡Dos veces he sido destruida por sacerdotes en el confesionario. Ellos me quitaron aquel divino abrigo de modestia y autorespeto que Dios da a cada ser humano que viene a este mundo, y dos veces, he sido para aquellos mismos sacerdotes un profundo foso de perdición, en el cual han caído, y donde, me temo, están para siempre perdidos! Mi misericordioso Padre celestial me ha devuelto ese abrigo de pieles, aquella túnica nupcial de pudor, autorespeto, y santidad, que me había sido quitada. Él no puede permitirle a usted o a algún otro hombre, rasgarla otra vez y arruinar esa vestidura que es la obra de sus manos".
Estas palabras la agotaron, era evidente para mí que ella quería un poco de descanso. La dejé sola, pero yo estaba absolutamente atónito. Lleno de admiración por las sublimes lecciones que había recibido de los labios de aquella regenerada hija de Eva, quien, era evidente, estaba pronta para partir de nosotros. Sentí un supremo disgusto por mí mismo, mis teólogos, y—¿diré esto?, sí, en esa hora solemne sentí un supremo disgusto por mi Iglesia, que me estaba manchando tan cruelmente, a mí, y a todos sus sacerdotes en la casilla del confesionario. Sentí, en esa hora, un horror supremo por aquella confesión auricular, que es tan frecuentemente un foso de perdición y de suprema miseria para el confesor y para la penitente. Salí y caminé dos horas por las Planicies de Abraham, para respirar el aire puro y refrescante de la montaña. Allí, solo, me senté sobre una roca, en el mismo lugar donde Wolfe y Montcalm habían luchado y muerto; y lloré para aliviar mi corazón, por mi irreparable degradación, y la degradación de tantos sacerdotes por causa del confesionario.
A las cuatro de la tarde volví a la casa de mi querida y moribunda María. La madre me llevó aparte, y muy amablemente me dijo: "Mi querido Sr. Chiniquy, ¿no cree que es tiempo de que nuestra querida niña reciba los últimos sacramentos? Ella parecía estar mucho mejor esta mañana, y estábamos llenos de esperanza; pero ahora está desmejorando rápidamente. Por favor no pierda tiempo en darle el santo viáticum, [n. de t.: la comunión], y la extremaunción".
Le dije: "Sí, señora; permítame pasar algunos minutos con nuestra pobre querida niña, para que pueda prepararla para los últimos sacramentos".
Cuando estuve solo con ella, nuevamente caí sobre mis rodillas, y, en medio de torrentes de lágrimas, dije: "Querida hermana, es mi deseo darte el santo viáticum y la extremaunción; pero dime, ¿cómo puedo atreverme a hacer una cosa tan solemne contra todas las prohibiciones de nuestra Santa Iglesia? ¿Cómo puedo darte la santa comunión sin primero darte la absolución? ¿Y cómo puedo darte la absolución cuando persistes firmemente en decirme que tienes muchos pecados que nunca declaraste a mí ni a cualquier otro confesor?"
"Sabes que te aprecio y respeto como si fueras un ángel enviado a mí desde el cielo. El otro día me dijiste, que bendijiste el día que por vez primera me viste y me conociste. Yo digo lo mismo. ¡Bendigo el día que te conocí; bendigo cada hora que pasé al lado de tu lecho de sufrimiento; bendigo cada lágrima que he derramado contigo por tus pecados y por los míos propios; bendigo cada hora que hemos pasado juntos mirando las heridas de nuestro amado Salvador agonizando, te bendigo porque me hayas perdonado tu muerte! Porque sé, y lo confieso en la presencia de Dios, yo te he matado, querida hermana. Pero ahora prefiero morir mil veces antes que decirte una palabra que te angustie en cualquier manera, o inquiete la paz de tu alma. Por favor, mi querida hermana, dime qué puedo hacer por ti en esta solemne hora".
Calmadamente, y con una sonrisa de gozo como yo nunca había visto antes, ni desde entonces, dijo: "Le agradezco y le bendigo, querido padre, por la parábola del Hijo Pródigo, sobre la cual predicó un mes atrás. ¡Me ha llevado a los pies del querido Salvador, allí he encontrado una paz y un gozo que supera cualquier cosa que el corazón humano puede sentir; me he arrojado a los brazos de mi Padre Celestial, y sé que Él misericordiosamente ha aceptado y perdonado a su pobre hija pródiga! ¡Oh, veo los ángeles con sus arpas de oro alrededor del trono del Cordero! ¿No oye la celestial armonía de sus cánticos? Yo voy, yo voy a reunirme con ellos en la casa de mi Padre. ¡YO NO ME PERDERÉ!
Mientras me hablaba así, mis ojos se convirtieron en dos fuentes de lágrimas; era incapaz, y también sin deseos, de ver algo, tan enteramente subyugado estaba por las sublimes palabras que fluían de los agonizantes labios de esa querida niña, quien para mí no era más una pecadora, sino un verdadero ángel del cielo. Yo estaba escuchando sus palabras; había una música celestial en cada una de ellas. Pero ella había alzado su voz en una manera muy extraña, cuando había comenzado a decir: "Yo voy a la casa de mi Padre", e hizo tal exclamación de gozo cuando dejó que las últimas palabras: "no me perderé", escaparan de sus labios, que alcé mi cabeza y abrí mis ojos para mirarla. Yo sospechaba que algo extraño había ocurrido.
Me levanté, pasé mi pañuelo sobre mi rostro para secar las lágrimas que me estaban impidiendo ver con precisión, y la miré.
Sus manos estaban cruzadas sobre su pecho, y había en su rostro la expresión de un gozo verdaderamente sobrehumano; sus hermosos ojos estaban fijos como si estuvieran viendo un gran y sublime espectáculo; me pareció, al principio, que estaba orando.
En ese mismo instante la madre entró apresuradamente en la habitación, gritando: "¡Mi Dios! ¡Mi Dios! ¿Qué fue ese grito: 'perderé'?"—Porque sus últimas palabras, "no me perderé", especialmente la última, habían sido pronunciadas con una voz tan potente, que fueron oídas casi en toda la casa.
Le hice una señal con mi mano para prevenir a la angustiada madre que no hiciera algún ruido que inquietara a su moribunda niña en su oración, porque pensé realmente que había detenido su hablar, como acostumbraba a hacer frecuentemente, cuando estaba sola conmigo, para orar. Pero estaba equivocado. Aquella alma redimida había partido, en las alas de oro del amor, para unirse a la multitud de aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero, para cantar el eternal Aleluya.
HAY dos mujeres que deben ser objeto constante de la compasión de los discípulos de Cristo, y por quienes deben ser ofrecidas diarias oraciones ante el trono de la misericordia: La mujer Brahmán, quien, engañada por sus sacerdotes, se quema a sí misma sobre el cadáver de su esposo para apaciguar la ira de sus dioses de madera; y la mujer Católica Romana, quien, no menos engañada por sus sacerdotes, sufre una tortura mucho más cruel e ignominiosa en el confesionario, para apaciguar la ira de su dios-hostia.
Porque no exagero cuando digo que para muchas mujeres de noble corazón, bien educadas y decentes, el ser forzadas a exponer sus corazones ante los ojos de un hombre, a abrirle todos los más secretos escondrijos de sus almas, todos los más sagrados misterios de su vida de soltera o casada, a permitirle hacerles preguntas que la más depravada mujer nunca consentiría oír de su más vil seductor, es frecuentemente más horrible e intolerable que ser atada sobre carbones ardientes.
¡Más de una vez, he visto a mujeres desmayarse en la casilla del confesionario, quienes luego me decían, que la necesidad de hablar a un hombre soltero sobre ciertas cosas, sobre las que las leyes más comunes de la decencia deberían haber sellado para siempre sus labios, casi las había matado! No cientos, sino miles de veces, he oído de los labios de agonizantes muchachas, como también de mujeres casadas, las temibles palabras: "¡Estoy perdida para siempre! ¡Todas mis pasadas confesiones y comuniones han sido tan sacrílegas! ¡Nunca he osado responder correctamente las preguntas de mis confesores! ¡La vergüenza ha sellado mis labios y condenado mi alma!"
¿Cuantas veces he quedado como petrificado, al lado de un cadáver, cuando esas últimas palabras han escapado a duras penas de los labios de una de mis penitentes, quien había sido puesta fuera de mi alcance por la misericordiosa mano de la muerte, antes de que yo pudiera darle el perdón a través de la engañosa absolución sacramental?
Entonces yo creía, como la pecadora muerta misma lo creía, que ella no podría ser perdonada excepto por esa absolución.
Porque hay no sólo miles sino millones de muchachas y mujeres Católicas Romanas cuyo agudo sentido de pudor y dignidad femenina están por sobre todos los sofismas y las maquinaciones diabólicas de sus sacerdotes. Ellas nunca podrían ser persuadidas a responder "Sí " a ciertas preguntas de sus confesores. Preferirían ser arrojadas a las llamas, y arder hasta las cenizas con la mujer viuda Brahmán, antes que permitir a los ojos de un hombre espiar en el sagrado santuario de sus almas. Aunque algunas veces culpables ante Dios, y bajo la impresión de que sus pecados nunca serán perdonados si no son confesados, las leyes de la decencia son más poderosas en sus corazones que las leyes de su cruel y pérfida Iglesia. Ninguna consideración, ni aún el temor de la eterna condenación, pueden persuadirlas a declarar a un hombre pecador, pecados que sólo Dios tiene el derecho de conocer, porque sólo Él puede limpiarlas con la sangre de Su Hijo, derramada en la cruz.
¡Pero qué miserable vida la de aquellas excepcionales almas nobles, a las que Roma retiene en los tenebrosos calabozos de su superstición! ¡Ellas leen en todos sus libros, y oyen de todos sus púlpitos, que si ocultan a sus confesores un simple pecado están perdidas para siempre! Pero, siendo absolutamente incapaces de pisotear bajo sus pies las leyes del autorespeto y la decencia, que Dios mismo ha impreso en sus almas, viven en constante temor de eterna condenación. ¡No hay palabras humanas que puedan expresar su desolación y agonía, cuando a los pies de sus confesores, se encuentran bajo la horrible necesidad de hablar de cosas, por las que preferirían sufrir la más cruel muerte antes que abrir sus labios, o ser condenadas para siempre, con tal de no degradarse a sí mismas para siempre ante sus propios ojos, al hablar sobre asuntos que una mujer respetable nunca revelaría a su propia madre, mucho menos a un hombre!
He conocido demasiadas de aquellas mujeres de noble corazón, quienes, cuando a solas con Dios, en una real agonía de desolación y con lágrimas de dolor, han pedido a Él que les concediera lo que consideraban el más grande favor, que era, perder lo suficiente de su autorespeto como para ser capaces de hablar de esas inmencionables cosas, tal como sus confesores querían que las dijeran; y, esperando que su petición fuera concedida, iban de nuevo al confesionario, determinadas a develar su vergüenza ante los ojos de ese hombre inconmovible. ¡Pero cuando llegaba el momento para la autoinmolación, su coraje fallaba, sus rodillas temblaban, sus labios se ponían pálidos como la muerte, sudor frío manaba de todos sus poros! La voz del pudor y el autorespeto femenino estaba hablando más fuerte que la voz de su falsa religión. Ellas tenían que irse del confesionario no perdonadas—más aún, con la carga de un nuevo sacrilegio sobre sus conciencias.
¡Oh! ¡Cuán pesado es el yugo de Roma—cuán amarga es la vida humana—cuán melancólico es el misterio de la cruz para esas almas desviadas y que perecen! ¡Cuán gozosamente correrían ellas a las piras llameantes con la mujer Brahmán, si pudieran esperar ver el fin de sus inenarrables miserias por medio de las torturas momentáneas que les abrieran las puertas de una vida mejor!
Yo aquí desafío públicamente a todo el sacerdocio Católico Romano a negar que la mayor parte de sus penitentes femeninas permanecen un cierto período de tiempo—a veces más largo, a veces más corto—bajo el más agonizante estado mental.
Sí, por lejos la gran mayoría de las mujeres, al principio, encuentran imposible derribar las sagradas barreras del autorespeto que Dios mismo ha construido alrededor de sus corazones, inteligencias, y almas, como la mejor protección contra las trampas de este mundo contaminado. Esas leyes de autorespeto, por las cuales no pueden consentir en hablar una palabra impura en los oídos de un hombre, y las cuales cierran fuertemente todas las avenidas del corazón contra sus incastas preguntas, aún cuando hable en el nombre de Dios—esas leyes de autorespeto están tan claramente escritas en las consciencias de ellas, y son tan bien comprendidas por ellas que son un don muy Sagrado, que, como ya lo he dicho, muchas prefieren correr el riesgo de estar perdidas para siempre al permanecer en silencio.
Toma muchos años de los más ingeniosos, (y no dudaría en llamarlos diabólicos) esfuerzos de parte de los sacerdotes para persuadir a la mayoría de sus penitentes femeninas a hablar sobre cuestiones, que aún los salvajes paganos se sonrojarían al mencionarlas entre ellos mismos. Algunas persisten en permanecer silentes sobre esas cuestiones durante la mayor parte de sus vidas, y muchas prefieren arrojarse en las manos de su misericordioso Dios, y morir sin someterse a la degradante experiencia, aún después de que han sentido las espinas ponzoñosas del enemigo, antes que recibir su perdón de un hombre, que, como ellas lo sienten, seguramente sería escandalizado por el relato de sus fragilidades humanas. Todos los sacerdotes de Roma son sabedores de esta natural disposición de sus penitentes mujeres. No hay uno solo—no, ni uno solo de sus teólogos morales, que no advierta a los confesores contra esa tenaz y general determinación de las muchachas y de las mujeres casadas de nunca hablar en el confesionario sobre temas que puedan, o más o menos, relacionarse con pecados contra el séptimo mandamiento. Dens, Liguori, Debreyne, Bailly, etc.,—en una palabra, todos los teólogos de Roma hacen propio que esta es una de las más grandes dificultades contra las cuales los confesores deben luchar en el confesionario.
Ni un solo sacerdote Católico Romano osará negar lo que digo sobre este tema; porque ellos saben que sería fácil para mí abrumarlos con tal multitud de testimonios, que su gran falsía sería para siempre desenmascarada.
En algún día futuro, si Dios me reserva y me da tiempo para ello, proyecto hacer conocer algunas de las innumerables cosas que los teólogos y moralistas Católicos Romanos han escrito sobre esta cuestión. Ello constituirá uno de los más curiosos libros jamás escritos; y dará evidencia incontestable sobre el hecho de que, instintivamente, sin consultarse entre sí, y con una unanimidad que es casi maravillosa, las mujeres Católicas Romanas, guiadas por los honestos instintos que Dios les ha dado, huyen de las asechanzas puestas ante ellas en el confesionario; y que por doquier luchan para fortalecerse con un coraje sobrehumano, contra el torturador que es enviado por el Papa, para finiquitar su ruina y causar el naufragio de sus almas. En todas partes la mujer siente que hay cosas que nunca deberían ser dichas, así como hay cosas que nunca deberían ser hechas, en la presencia del Dios de santidad. Ella entiende que, relatar la historia de ciertos pecados, aún de pensamientos, es no menos vergonzoso y criminal que hacerlos; ella oye la voz de Dios susurrándole en sus oídos: "¿No es bastante que hayas sido culpable una vez, cuando estabas sola en mi presencia, sin aumentar tus iniquidades permitiendo a ese hombre conocer lo que nunca debería haberle sido revelado? ¿No sientes que estás haciendo a ese hombre tu cómplice, en el mismo momento en que arrojas en su corazón y en su alma el fango de tus iniquidades? Él es tan débil como tú, él no es menos pecador que tú misma; lo que te ha tentado a ti le tentará a él; lo que te ha hecho débil le hará débil a él; lo que te ha contaminado a ti le contaminará a él; lo que te ha derribado en la tierra, le derribará a él en la tierra. ¿No es suficiente que mis ojos hayan tenido que mirar sobre tus iniquidades? ¿Deben mis oídos, hoy, escuchar tu impura conversación con ese hombre? ¿Es ese hombre tan santo como mi profeta David, para que no pueda caer ante la incasta exhibición de la nueva Betsabé? ¿Es él tan poderoso como Sansón, para que no pueda encontrar en ti a su tentadora Dalila? ¿Es él tan generoso como Pedro, para que no pueda llegar a ser un traidor ante la voz de la sirvienta?"
¡Quizás el mundo nunca ha visto una lucha más terrible, desesperada y solemne que la que está sucediendo en el alma de una pobre temblorosa mujer joven, quien, a los pies de ese hombre, tiene que decidir si abrirá o no sus labios acerca de esas cosas que la infalible voz de Dios, unida a la no menos infalible voz de su honor y autorespeto femeninos, le dicen que nunca las revele a ningún hombre!
La historia de esa secreta, fiera, desesperada, y mortal lucha, hasta donde yo sé, no ha sido todavía nunca plenamente dada. Ella provocaría las lágrimas de admiración y compasión del mundo entero, si pudiera ser escrita con sus simples, sublimes, y terribles realidades.
Cuantas veces he llorado como un niño cuando alguna joven muchacha de noble corazón e inteligente, o alguna respetable mujer casada, se doblegaba ante los sofismas con los cuales yo, o algún otro confesor, la había persuadido a entregar su autorespeto, y su dignidad femenina, para hablar conmigo sobre temas sobre los que una mujer decente nunca debería decir una palabra con un hombre. Ellas me han dicho de su invencible repugnancia, su horror a tales preguntas y respuestas, y me han pedido ser piadoso con ellas. ¡Sí! ¡Yo frecuentemente he llorado amargamente por mi degradación, cuando era un sacerdote de Roma! He comprendido toda la fortaleza, la grandeza, y la santidad de sus motivos para estar silenciosas sobre esos temas mancillantes, y no puedo sino admirarlas. Parecía a veces que ellas estaban hablando el lenguaje de los ángeles de luz; y que yo debía caer a sus pies, y solicitarles su perdón por haberles hablado sobre cuestiones, sobre las cuales un hombre de honor nunca debía conversar con una mujer a la cual respeta.
Pero ¡ay! Pronto habría de reprocharme a mí mismo, y a arrepentirme por esas breves ocasiones de mi ondulante fe en la infalible voz de mi Iglesia; yo habría pronto de silenciar la voz de mi consciencia, la cual estaba diciéndome: "¿No es una vergüenza que tú, un hombre soltero, ose hablar de esos temas con una mujer? ¿No te sonrojas de hacer tales preguntas a una joven muchacha? ¿Dónde está tu autorespeto? ¿Dónde está tu temor de Dios? ¿No promueves la ruina de esa muchacha forzándola a hablar con un hombre sobre semejantes temas?
Yo era compelido por todos los Papas, los teólogos morales, y los Concilios, de Roma, a creer que esta voz de advertencia de mi Dios misericordioso era la voz de Satán; tenía que creer a pesar de mi propia conciencia e inteligencia, que era bueno, más aún, necesario, hacer esas contaminantes y mortales preguntas. Mi infalible Iglesia estaba forzándome sin misericordia a obligar a esas pobres, temblorosas, llorosas, desoladas muchachas y mujeres, a nadar conmigo y todos sus sacerdotes en esas aguas de Sodoma y Gomorra, bajo el pretexto de que su orgullo sería derribado, y de que su temor al pecado y su humildad crecerían, y de que serían purificadas por nuestras absoluciones.
Con qué suprema aflicción, disgusto, y sorpresa, vemos, hoy, a una gran parte de la noble Iglesia Episcopal de Inglaterra golpeada por una plaga que parece incurable, bajo el nombre de Puseyismo, o Ritualismo, [n. de t.: Pusey era el líder de un movimiento pro-católico en la Iglesia Anglicana], y trayendo de nuevo—más o menos abiertamente—en muchos lugares la diabólica e inmunda confesión auricular entre los Protestantes de Inglaterra, Australia y Norteamérica. La Iglesia Episcopal está condenada a perecer en ese oscuro y apestante pantano del Papismo—la confesión auricular, si ella no encuentra un pronto remedio para detener la plaga traída por los Jesuitas disfrazados, que están trabajando por doquier, para envenenar y esclavizar sus demasiado ingenuos hijos e hijas.
En el comienzo de mi sacerdocio, fui no poco sorprendido y confundido al ver una muy dotada y bella mujer joven, a quien solía encontrar casi cada semana en la casa de su padre, entrando a la casilla de mi confesionario. Ella había estado acostumbrada a confesarse con otro joven sacerdote conocido mío, y fue siempre considerada como una de las más piadosas jóvenes de la ciudad. Aunque se había disfrazado lo más posible, a fin de que no la pudiera reconocer, yo sentía una seguridad de que no estaba equivocado, ella era la amable María.
No estando absolutamente seguro de la exactitud de mis impresiones, la dejé enteramente bajo la confianza de que era una perfecta extraña para mí. Al principio difícilmente podía hablar; su voz estaba sofocada por sus sollozos; y a través de las pequeñas aberturas del delgado tabique entre ella y yo, vi dos corrientes de grandes lágrimas derramándose por sus mejillas.
Luego de mucho esfuerzo, dijo: "Querido Padre, espero que no me conozca, y que nunca trate de conocerme. Yo soy una terriblemente gran pecadora. ¡Oh! ¡Me temo que estoy perdida! ¡Pero si todavía hay una esperanza para mí de ser salvada, por el amor de Dios, no me reprenda! Antes de que comience mi confesión, permítame pedirle no contaminar mis oídos con preguntas que nuestros confesores están acostumbrados a hacer a sus penitentes femeninas; yo ya he sido destruida por esas preguntas. Antes de que tuviera diecisiete años, Dios sabía que sus ángeles no eran más puros de lo que yo era; pero el capellán del convento de monjas donde mis padres me enviaron para mi educación, aunque aproximándome a la edad madura, me hizo, en el confesionario, una pregunta que al principio no entendí, pero, desafortunadamente, él había hecho las mismas preguntas a una de mis jóvenes compañeras, que hizo chistes sobre aquellas en mi presencia, y me las explicó; porque ella las entendía demasiado bien. Esta primera conversación incasta en mi vida, hundió mis pensamientos en un océano de iniquidad, hasta entonces absolutamente desconocida para mí; tentaciones del más humillante carácter me asaltaron por una semana, día y noche; después de lo cual, pecados que hubiera limpiado con mi sangre, si hubiera sido posible, abrumaron mi alma como con un diluvio. Pero los gozos de los pecadores son breves. Golpeada con terror ante el pensamiento de los juicios de Dios, después de unas pocas semanas de la más deplorable vida, determiné renunciar a mis pecados y reconciliarme con Dios. Cubierta de vergüenza, y temblando de la cabeza a los pies, fui a confesarme a mi antiguo confesor, a quien respetaba como a un santo y quería como a un padre. Me parece que, con lágrimas sinceras de arrepentimiento, le confesé la mayor parte de mis pecados, aunque encubrí uno de ellos, por vergüenza, y por respeto a mi guía espiritual. Pero no oculté de él que las extrañas preguntas que me había hecho en mi última confesión, fueron, junto con la corrupción natural de mi corazón, la causa principal de mi destrucción.
"Él me habló muy amablemente, me alentó a luchar contra mis malas inclinaciones, y, al principio, me dio un consejo muy bondadoso y bueno. Pero cuando pensé que terminó de hablar, y yo me aprontaba a dejar el confesionario, me hizo dos nuevas pregunta de tan corrupto carácter que, temí que ni la sangre de Cristo, ni todos los fuegos del infierno jamás serían capaces de limpiarlas de mi memoria. Esas preguntas han logrado mi ruina; ellas se han adherido a mi alma igual que dos mortales dardos; ellas están día y noche delante de mi imaginación; ellas llenan mis mismas arterias y venas con un veneno mortal.
"Es verdad que, al principio, me llenaron de horror y disgusto; pero, ¡ay!, pronto me acostumbré tanto a ellas que parecían estar incorporadas a mí, y como si hubieran llegado a ser una segunda naturaleza. Esos pensamientos han llegado a ser una nueva fuente de innumerables criminales pensamientos, deseos y acciones.
"Un mes más tarde, fuimos obligadas por las reglas de nuestro convento a ir y confesarnos; pero por ese tiempo, estaba tan completamente perdida, que ya no me abochornaba ante la idea de confesar mis vergonzosos pecados a un hombre; por el contrario. Tenía un real, diabólico placer en el pensamiento de que tendría una larga conversación con mi confesor sobre esos temas, y que él me preguntaría más de esas extrañas cuestiones.
"De hecho, cuando le hube dicho todo sin sonrojamiento alguno, comenzó a interrogarme, ¡y Dios sabe qué corruptas cosas cayeron desde sus labios hasta mi pobre criminal corazón! Cada una de sus preguntas fueron excitando mis nervios, y llenándome con las más vergonzosas sensaciones. Después de una hora de esta criminal entrevista a solas con mi antiguo confesor, (porque eso no fue otra cosa sino una criminal entrevista a solas), percibí que él era tan depravado como yo misma. Con algunas palabras semiencubiertas, me hizo una proposición criminal, la cual acepté también con palabras encubiertas; y durante más de un año, hemos vivido juntos en la más pecaminosa intimidad. Aunque él era mucho mayor que yo, lo amaba del modo más necio. Cuando el curso de mi instrucción en el convento finalizó, mis padres me llevaron de regreso a casa. Estaba realmente gozosa por ese cambio de residencia, porque estaba comenzando a hastiarme de mi vida criminal. Mi esperanza era que, bajo la dirección de un mejor confesor, me reconciliaría con Dios y comenzaría una vida Cristiana.
"Infortunadamente para mí, mi nuevo confesor, que era muy joven, comenzó también sus interrogaciones. Pronto se enamoró de mí, y yo lo amé de una manera sumamente criminal. He hecho junto a él cosas que espero usted nunca me pida que se las revele, porque son demasiado monstruosas para ser repetidas, aún en el confesionario, por una mujer a un hombre.
"No digo estas cosas para quitar de mis hombros la responsabilidad de mis iniquidades con este joven confesor, porque creo haber sido más criminal de lo que él fue. Es mi firme convicción que él era un sacerdote bueno y santo antes de que me conociera; pero las preguntas que me hizo, y las respuestas que le di, derritieron su corazón—yo lo sé—igual a como el plomo fundido derretiría al hielo sobre el cual se derramara.
"Sé que ésta no es una confesión tan detallada como nuestra santa Iglesia me requiere que haga, pero he creído necesario para mí darle esta breve historia de la vida de la más grande y más miserable pecadora que alguna vez le haya pedido que le ayude a salir de la tumba de sus iniquidades. Este es el modo en que he vivido estos últimos años. Pero el último domingo, Dios, en su infinita misericordia, miró sobre mí. Él le inspiró a usted a darnos el Hijo Pródigo como un modelo de verdadera conversión, y como la más maravillosa prueba de la infinita compasión del querido Salvador por los pecadores. He llorado día y noche desde aquel feliz día, cuando me arrojé a los brazos de mi amante y misericordioso Padre. Aún ahora, difícilmente puedo hablar, porque mi arrepentimiento por mis pasadas iniquidades, y mi gozo de que se me haya permitido lavar los pies del Salvador con lágrimas, son tan grandes que mi voz está como ahogada.
"Usted entiende que he dejado para siempre a mi último confesor. Vengo a pedirle que me haga el favor de recibirme entre sus penitentes. ¡Oh! ¡No me rechace ni me reproche, por amor del querido Salvador! ¡No tema tener a su lado tal monstruo de iniquidad! Pero antes de continuar, tengo dos favores que pedirle. El primero es, que usted jamás hará algo para averiguar mi nombre; el segundo es, que nunca me hará alguna de esas preguntas por las cuales tantas penitentes están perdidas y tantos sacerdotes destruidos para siempre. Dos veces he sido perdida por esas preguntas. Nosotras acudimos a nuestros confesores para que puedan arrojar sobre nuestras almas culpables las puras aguas que fluyen desde el cielo para purificarnos; pero en lugar de eso, con sus inmencionables preguntas, derraman aceite sobre las llamas ardientes ya furiosas en nuestros pobres pecaminosos corazones. ¡Oh, querido padre, déjeme llegar a ser su penitente, para que pueda ayudarme a ir y llorar con Magdalena a los pies del Salvador! ¡Respéteme, como Él respetó a aquel verdadero modelo de todas las mujeres pecadoras, pero arrepentidas! ¿Le hizo nuestro Salvador alguna pregunta? ¿Extrajo de ella la historia de las cosas que una mujer pecadora no puede decir sin olvidar el respeto que se debe a sí misma y a Dios? ¡No! Usted nos dijo no mucho tiempo atrás, que la única cosa que nuestro Salvador hizo, fue mirar sus lágrimas y su amor. ¡Bien, por favor haga eso, y usted me salvará!"
Yo era entonces un sacerdote muy joven, y nunca habían venido a mis oídos tan sublimes palabras en el confesionario. Sus lágrimas y sus sollozos, mezclados con la franca declaración de las más humillantes acciones, hicieron tan profunda impresión en mí que estuve, por algún tiempo, incapacitado para hablar. También había venido a mi mente que podría estar equivocado sobre su identidad, y que quizás ella no era la joven dama que yo había imaginado. Podía, entonces, concederle fácilmente su primer pedido, que era no hacer nada por lo cual pudiera conocerla. La segunda parte de su pedido era más difícil; porque los teólogos son muy enfáticos en ordenar a los confesores que pregunten a sus penitentes, especialmente a las del sexo femenino, sobre diversas circunstancias.
La alenté de la mejor manera que pude, a perseverar en sus buenas resoluciones, invocando a la bendita Virgen María y a Santa Filomena, quien era, entonces, la Santa de moda, al igual que Marie Alacoque lo es hoy, entre los ciegos esclavos de Roma. Le dije que oraría y pensaría sobre el asunto de su segundo requerimiento; y le pedí que regresara en una semana para tener mi respuesta.
Ese mismísimo día, fui a mi propio confesor, el Rev. Sr. Baillargeon, entonces vicario de Quebec, y más adelante Arzobispo de Canadá. Le dije del singular e inusual pedido que ella me había hecho, de que yo nunca le hiciera ninguna de esas preguntas sugeridas por los teólogos, para asegurar la integridad de la confesión. No le oculté que estuve muy inclinado a concederle a ella aquel favor; por eso le repetía lo que ya le había dicho a él varias veces, que yo estaba supremamente disgustado con las infames y contaminantes preguntas que los teólogos nos forzaban a hacer a nuestras penitentes femeninas. Le dije francamente que varios sacerdotes viejos y jóvenes ya habían venido a confesarse a mí; y que, con la excepción de dos, ellos me dijeron que no podían hacer esas preguntas y oír las respuestas que provocaban, sin caer en los más condenables pecados.
Mi confesor parecía estar muy perplejo sobre qué debería responder. "Me pidió que volviera al día siguiente, para que él pudiera revisar algunos de sus libros teológicos, en el intervalo. Al día siguiente, recogí su respuesta escribiéndola, la cual se encuentra en mis antiguos manuscritos, y la daré aquí en toda su triste crudeza:
"Tales casos de destrucción de la virtud femenina por las preguntas de los confesores es un mal inevitable. Éste no puede ser remediado; porque tales preguntas son absolutamente necesarias en la mayor parte de los casos con los cuales tenemos que tratar. Los hombres generalmente confiesan sus pecados con tanta sinceridad que rara vez hay necesidad de preguntarles, excepto cuando son muy ignorantes. Pero San Liguori, así como nuestra observación personal, nos dicen que la mayoría de las muchachas y de las mujeres, por una vergüenza falsa y criminal, muy raramente confiesan los pecados que cometen contra la pureza. Se requiere la más extrema caridad de los confesores para impedir a esas infortunadas esclavas de sus secretas pasiones que hagan confesiones y comuniones sacrílegas. Con la mayor prudencia y celo él debe preguntarles sobre esos temas, comenzando con los más pequeños pecados, y yendo, poco a poco, tanto como se pueda por grados imperceptibles, hasta llegar a las acciones más criminales. Como parece evidente que la penitente a la cual usted se refirió en sus preguntas de ayer, está sin deseos de hacer una confesión plena y detallada de todas sus iniquidades, usted no puede prometerle absolverla sin asegurarse por sabias y prudentes preguntas, que ella ha confesado todo.
"Usted no debe desalentarse cuando, en el confesionario o de alguna otra manera, oye de la caída de sacerdotes junto a sus penitentes en las fragilidades comunes de la naturaleza humana. Nuestro Salvador sabía muy bien que las ocasiones y las tentaciones que debemos encontrar, en las confesiones de muchachas y mujeres, son tan numerosas, y algunas veces tan irresistibles, que muchos caerían. Pero Él les ha dado a la Santa Virgen María, quien constantemente pide y obtiene su perdón; Él les ha dado el sacramento de la penitencia, donde pueden recibir el perdón tan frecuentemente como lo pidan. El voto de perfecta castidad es un gran honor y privilegio; pero no podemos ocultar de nosotros mismos que éste pone sobre nuestros hombros una carga que muchos no pueden llevar para siempre. San Liguori dice que no debemos reprochar al sacerdote penitente que cae solamente una vez al mes; y algunos otros confiables teólogos son todavía más caritativos."
Esta respuesta estuvo lejos de satisfacerme. Me parecía compuesta de principios muy débiles. Regresé con un corazón cargado y una mente ansiosa; y Dios sabe que hice muchas fervientes oraciones para que esta chica nunca volviera otra vez a contarme su triste historia. Yo tenía apenas veintiséis años, llenos de juventud y vida. Me parecía que el aguijón de un millar de avispas en mis oídos no me harían tanto daño como las palabras de esa querida, bella, dotada, pero perdida muchacha.
No quiero decir que las revelaciones que hizo, hubieran, en alguna forma, disminuido mi estima y mi respeto por ella. Era exactamente lo contrario. Sus lágrimas y sollozos, sus angustiosas expresiones de vergüenza y pesar a mis pies, sus nobles palabras de protesta contra los repulsivos y contaminantes interrogatorios de los confesores, la habían elevado muy alto en mi mente. Mi sincera esperanza era que ella tendría un lugar en el reino de Cristo junto a la mujer samaritana, María Magdalena, y todos los pecadores que han lavado sus ropas en la sangre del Cordero.
En el día señalado, estaba en mi confesionario, escuchando la confesión de un hombre joven, cuando vi a la señorita María entrando a la sacristía, y viniendo directamente hacia mi casilla del confesionario, donde se arrodilló cerca mío. Aunque se había ocultado, todavía más que la primera vez, detrás del largo, grueso, y negro velo, no podía ser confundido, ella era la siempre amable joven dama en cuya casa paterna yo acostumbraba a pasar horas tan apacibles y felices. Siempre había oído con inmensa atención, su melodiosa voz, cuando nos estaba entregando, acompañada por su piano, algunos de nuestros hermosos himnos de la Iglesia. ¿Quién podía entonces verla y oírla sin casi adorarla? La dignidad de sus pasos y su aspecto general, cuando avanzaba hacia mi confesionario, la traicionaron totalmente y destruyeron su disimulo.
¡Oh! Habría dado cada gota de mi sangre en aquella hora solemne, para que pudiera ser libre de tratar con ella exactamente como tan elocuentemente me había pedido que hiciera—que la dejara llorar y clamar a los pies de Jesús para contentar su corazón; ¡oh! si hubiera sido libre para tomarla de la mano, y silenciosamente mostrarle a su agonizante Salvador, para que pudiera lavar sus pies con sus lágrimas, y derramar el aceite de su amor sobre su cabeza, sin que yo le dijera nada más que: "Vete en paz: tus pecados están perdonados".
Pero, allí, en aquel confesionario, yo no era el siervo de Cristo, para seguir sus divinas y salvadoras palabras, y para obedecer los dictados de mi honesta conciencia. ¡Yo era el esclavo del Papa! ¡Yo debía ahogar el clamor de mi conciencia, para ignorar las influencias de mi Dios! ¡Allí, mi conciencia no tenía derecho a hablar; mi inteligencia era algo muerto! ¡Sólo los teólogos del Papa, tenían un derecho a ser oídos y obedecidos! Yo no estaba allí para salvar, sino para destruir; porque, bajo el pretexto de purificar, la verdadera misión del confesor, frecuentemente, si no siempre, a pesar de sí mismo, es escandalizar y condenar las almas.
Tan pronto como el hombre joven que estaba haciendo su confesión a mi mano izquierda, había finalizado, silenciosamente, me volví hacia ella, y dije, a través de la pequeña abertura: "¿Estás lista para comenzar tu confesión?"
Pero no me contestó. Todo lo que yo podía oír era: "¡Oh, mi Jesús, ten misericordia de mí! Vengo a lavar mi alma en tu sangre; ¿me reprenderás?"
Durante varios minutos elevó sus manos y sus ojos al cielo, y lloró y oró. Era evidente que no tenía la menor idea de que la estaba observando, pensó que la puerta de la pequeña divisoria entre ella y yo estaba cerrada. Pero mis ojos estaban fijos sobre ella; mis lágrimas estaban fluyendo con sus lágrimas, y mis ardientes oraciones estaban yendo a los pies de Jesús junto a las suyas. No la habría interrumpido por ninguna causa, en ésta, su sublime comunión con su misericordioso Salvador.
Pero después de un tiempo bastante prolongado, hice un pequeño ruido con mi mano, y poniendo mis labios cerca de la divisoria que estaba entre nosotros, dije en una voz baja: "Querida hermana, ¿estás lista para comenzar tu confesión?"
Ella volvió su rostro un poco hacia mí, y con una voz temblorosa, dijo: "Sí, querido padre, estoy lista".
Pero entonces se detuvo nuevamente para llorar y orar, aunque no pude oír lo que decía.
Después de algún tiempo de silenciosa oración, dije: "Mi querida hermana, si estás lista, por favor comienza tu confesión". Ella entonces dijo: "Mi querido padre, ¿recuerda las súplicas que le hice, el otro día? ¿Puede permitirme confesar mis pecados sin forzarme a olvidar el respeto que me debo a mí misma, a usted, y a Dios, quien nos escucha? ¿Y puede prometerme que no me hará ninguna de aquellas preguntas que ya me han provocado tan irreparable daño? Le manifiesto francamente que hay pecados en mí que no puedo revelar a nadie, excepto a Cristo, porque Él es mi Dios, y porque Él ya los conoce a todos. Déjeme llorar y clamar a sus pies; ¿no puede usted perdonarme sin aumentar mis iniquidades al forzarme a decir cosas que la lengua de una mujer cristiana no puede revelar a un hombre?"
"Mi querida hermana", le contesté, "si fuera libre para seguir la voz de mis propios sentimientos estaría plenamente feliz de otorgarte tu petición; pero estoy aquí solamente como un ministro de nuestra santa Iglesia, y estoy obligado a obedecer sus leyes. Por medio de sus más santos Papas y teólogos ella me dice que no puedo perdonar tus pecados si no los confiesas todos, exactamente como los has cometido. La Iglesia también me dice que debes darme los detalles que puedan aumentar la malicia de tus pecados o cambiar su naturaleza. También lamento decirte que nuestros más santos teólogos hacen un deber del confesor preguntar al penitente sobre los pecados que tenga una buena razón para sospechar que han sido omitidos voluntaria o involuntariamente".
Con un fuerte grito, ella exclamó: "¡Entonces, oh mi Dios, estoy perdida, perdida para siempre!"
Este grito cayó sobre mí como un rayo; pero fui todavía más aterrorizado cuando, mirando por medio de la abertura, la vi desmayarse; oí el ruido de su cuerpo cayendo sobre el suelo, y el de su cabeza golpeando contra la casilla del confesionario.
Rápido como un relámpago corrí a ayudarla, la tomé en mis brazos, y llamé a un par de hombres quienes estaban a poca distancia, para que me ayudaran a ponerla sobre un banco. Lavé su rostro con algo de agua fría y vinagre. Ella estaba pálida como la muerte, pero sus labios se movían, y estaba diciendo algo que nadie excepto yo podía entender:
"¡Estoy perdida—perdida para siempre!"
La llevamos al hogar de su desconsolada familia, donde, durante un mes, permaneció entre la vida y la muerte. Sus dos primeros confesores fueron a visitarla, pero cuando cada uno le pidió para retirarse de la habitación, ella amablemente, pero terminantemente, les pidió que se fueran, y que nunca volvieran. Ella me pidió que la visitara todos los días, "porque", dijo, "sólo tengo unos pocos días más de vida. ¡Ayúdeme a prepararme para la solemne hora en la que se abrirán para mí las puertas de la eternidad!"
La visité cada día, y oré y lloré con ella.
Muchas veces, cuando estabamos solos, le pedía con lágrimas que finalizara su confesión; pero, con una firmeza que, entonces, me pareció ser misteriosa e inexplicable, me reprendía amablemente.
Un día, cuando estaba solo con ella, estaba arrodillado al lado de su cama para orar, fui incapaz de articular una sola palabra, por la inexpresable angustia de mi alma a causa suya, ella me preguntó: "Querido padre, ¿por qué llora?"
Contesté: "¡Cómo puedes hacer tal pregunta a tu asesino! Lloro porque te maté, querida amiga".
Esta respuesta pareció angustiarla sobremanera. Ella estaba muy débil ese día. Después de que lloró y oró en silencio, dijo: "no llore por mí, sino llore por tantos sacerdotes que destruyen a sus penitentes en el confesionario. Creo en la santidad del sacramento de la penitencia, porque lo ha establecido nuestra santa Iglesia. Pero hay, de alguna forma, algo sumamente malo en el confesionario. He sido destruida dos veces, y conozco muchas muchachas que también fueron destruidas por el confesionario. Éste es un secreto, ¿pero será mantenido para siempre ese secreto? Me compadezco por los pobres sacerdotes el día que nuestros padres conozcan lo que ha sucedido con la pureza de sus hijas en las manos de sus confesores. Mi padre seguramente mataría a mis dos últimos confesores, si pudiera conocer como han destruido a su pobre hija".
No pude contestar sino llorando.
Permanecimos en silencio por un largo rato; entonces ella dijo: "Es cierto que no estaba preparada para el rechazo que me hizo, el otro día en el confesionario; pero usted actuó fielmente como un buen y honesto sacerdote. Sé que debe estar sujeto a ciertas leyes".
Luego apretó mi mano con su mano fría y dijo: "No llore, querido padre, porque aquella repentina tormenta haya hecho naufragar mi muy frágil barca. Esta tormenta era para sacarme del insondable mar de mis iniquidades hasta la costa donde Jesús estaba esperando para recibirme y perdonarme. La noche después de que me trajo, medio muerta, aquí, a la casa de mi padre, tuve un sueño. ¡Oh, no!, no fue un sueño, fue una realidad. Mi Jesús vino a mí; Él estaba sangrando, su corona de espinas estaba sobre su cabeza, la pesada cruz hería sus hombros. Él me dijo, con una voz tan dulce que ninguna lengua humana puede imitarla: "He visto tus lágrimas, he oído tus lamentos, y conozco tu amor por mí: tus pecados están perdonados; ¡ten valor, en pocos días estarás conmigo!"
Apenas finalizó su última palabra, cuando se desmayó; y temí que muriera justo entonces, cuando estaba solo con ella.
Llamé a los familiares, que entraron apresuradamente a la habitación. Se mandó a llamar al doctor. Él la encontró tan débil que pensó apropiado permitir que solamente una o dos personas permanecieran conmigo en la habitación. Nos pidió que absolutamente no habláramos: "Porque", dijo él, "la menor emoción puede matarla instantáneamente; su enfermedad es, muy probablemente, un aneurisma de la aorta, la gran vena que lleva la sangre al corazón; cuando esta se rompa, ella se irá tan rápido como un relámpago".
Era casi las diez de la noche cuando dejé la casa, para ir y tomar algún descanso. Pero no es necesario decir que pasé la noche sin dormir. Mi querida María estaba allí, pálida, agonizando por el mortal golpe que le había dado en el confesionario. ¡Ella estaba allí, en su lecho de muerte, con su cabeza atravesada por la daga que mi Iglesia había puesto en mis manos, y en vez de reprenderme y maldecirme por mi salvaje e inmisericorde fanatismo, me estaba bendiciendo! ¡Ella estaba muriendo por un corazón quebrantado, y la Iglesia no me permitía darle una sola palabra de consuelo y esperanza, porque no había hecho su confesión! ¡Yo había lastimado sin misericordia a aquella tierna planta, y no había nada en mis manos para sanar las heridas que le había causado!
Era muy probable que moriría el día siguiente, ¡y se me prohibía que le mostrara la corona de gloria que Jesús tiene preparada en su reino para el pecador arrepentido!
Mi desolación era realmente indescriptible, y creo que me habría ahogado y muerto esa noche, si la corriente de lágrimas que fluía constantemente de mis ojos no hubiera sido como un bálsamo para mi corazón dolido.
¡Cuán oscuras y largas me parecieron las horas de esa noche!
Antes del amanecer, me levanté para leer de nuevo a mis teólogos, y ver si no podía encontrar alguno que me permitiera perdonar los pecados de esa querida niña, sin forzarla a decirme todo lo que había hecho. Pero ellos me resultaron, más que nunca, unánimemente inconmovibles, y los volví a poner en los estantes de mi biblioteca con un corazón quebrantado.
A las nueve de la mañana del día siguiente, estaba junto a la cama de nuestra querida enferma María. No puedo decir suficientemente el gozo que sentí, cuando el doctor y toda la familia me dijeron: "Está mucho mejor; el descanso de la última noche verdaderamente ha producido un maravilloso cambio".
Con una sonrisa realmente angelical ella extendió su mano hacia mí, para que pudiera tomarla con la mía; y dijo: "La tarde anterior, pensé, que el querido Salvador me llevaría, pero Él me quiere, querido padre, para que le dé a usted un poco más de problemas; sin embargo, tenga paciencia, no puede pasar mucho antes de que la solemne hora de mi llamado llegue. ¿Me leerá por favor la historia del sufrimiento y muerte del amado Salvador, que me leyó el otro día? Ciertamente me hace tanto bien ver como Él me amó, a mí, una tan mísera pecadora".
Había una calma y una solemnidad en sus palabras que me conmovieron de manera única, así como a todos los que estaban allí.
Después de que finalicé de leer, ella exclamó: "¡Él me ha amado tanto que murió por mis pecados!" Y cerró sus ojos como si meditara en silencio, pero había una corriente de grandes lágrimas resbalando por sus mejillas.
Me arrodillé junto a su cama, con su familia, para orar; pero no pude articular una sola palabra. La idea de que esta querida niña estaba allí, muriendo por el cruel fanatismo de mis teólogos y por mi propia cobardía al obedecerles, era como una piedra de molino atada a mi cuello. Esto me estaba matando.
¡Oh, si muriendo mil veces, hubiera podido agregar un solo día a su vida, con que placer habría aceptado aquellas mil muertes!
Después de que hubimos orado y llorado en silencio junto a su cama, ella pidió a su madre que la dejara sola conmigo.
Cuando me encontré solo, bajo la irresistible impresión de que este era su último día, caí de nuevo sobre mis rodillas, y con lágrimas de la más sincera compasión por su alma, le pedí que olvidara su vergüenza y obedeciera a nuestra santa Iglesia, que requiere a todos que confiesen sus pecados si quieren ser perdonados.
Ella serenamente, pero con un aire de dignidad que palabras humanas no pueden expresar, dijo: "¿Es verdad que, después del pecado de Adán y Eva, Dios mismo hizo abrigos y pieles; y los vistió, para que no pudieran ver la desnudez del otro?"
"Sí", le dije, "esto es lo que las Santas Escrituras nos dicen".
"Bien, entonces, ¿cómo es posible que nuestros confesores se atrevan a quitarnos aquel santo y divino abrigo de modestia y autorespeto? ¿No ha hecho el mismo Dios Omnipotente, con sus propias manos, aquel abrigo de pudor y autorespeto femenino, para que no pudiéramos ser para usted y para nosotras mismas, una causa de vergüenza y pecado?"
Quedé verdaderamente conmocionado por la belleza, simplicidad, y sublimidad de esa comparación. Permanecí absolutamente mudo y confundido. Aunque esto estaba demoliendo todas las tradiciones y doctrinas de mi Iglesia, y pulverizando todos mis santos doctores y teólogos, esa noble respuesta tuvo tal eco en mi alma, que me parecía un sacrilegio intentar tocarla con mi dedo.
Luego de un breve tiempo de silencio, continuó: "¡Dos veces he sido destruida por sacerdotes en el confesionario. Ellos me quitaron aquel divino abrigo de modestia y autorespeto que Dios da a cada ser humano que viene a este mundo, y dos veces, he sido para aquellos mismos sacerdotes un profundo foso de perdición, en el cual han caído, y donde, me temo, están para siempre perdidos! Mi misericordioso Padre celestial me ha devuelto ese abrigo de pieles, aquella túnica nupcial de pudor, autorespeto, y santidad, que me había sido quitada. Él no puede permitirle a usted o a algún otro hombre, rasgarla otra vez y arruinar esa vestidura que es la obra de sus manos".
Estas palabras la agotaron, era evidente para mí que ella quería un poco de descanso. La dejé sola, pero yo estaba absolutamente atónito. Lleno de admiración por las sublimes lecciones que había recibido de los labios de aquella regenerada hija de Eva, quien, era evidente, estaba pronta para partir de nosotros. Sentí un supremo disgusto por mí mismo, mis teólogos, y—¿diré esto?, sí, en esa hora solemne sentí un supremo disgusto por mi Iglesia, que me estaba manchando tan cruelmente, a mí, y a todos sus sacerdotes en la casilla del confesionario. Sentí, en esa hora, un horror supremo por aquella confesión auricular, que es tan frecuentemente un foso de perdición y de suprema miseria para el confesor y para la penitente. Salí y caminé dos horas por las Planicies de Abraham, para respirar el aire puro y refrescante de la montaña. Allí, solo, me senté sobre una roca, en el mismo lugar donde Wolfe y Montcalm habían luchado y muerto; y lloré para aliviar mi corazón, por mi irreparable degradación, y la degradación de tantos sacerdotes por causa del confesionario.
A las cuatro de la tarde volví a la casa de mi querida y moribunda María. La madre me llevó aparte, y muy amablemente me dijo: "Mi querido Sr. Chiniquy, ¿no cree que es tiempo de que nuestra querida niña reciba los últimos sacramentos? Ella parecía estar mucho mejor esta mañana, y estábamos llenos de esperanza; pero ahora está desmejorando rápidamente. Por favor no pierda tiempo en darle el santo viáticum, [n. de t.: la comunión], y la extremaunción".
Le dije: "Sí, señora; permítame pasar algunos minutos con nuestra pobre querida niña, para que pueda prepararla para los últimos sacramentos".
Cuando estuve solo con ella, nuevamente caí sobre mis rodillas, y, en medio de torrentes de lágrimas, dije: "Querida hermana, es mi deseo darte el santo viáticum y la extremaunción; pero dime, ¿cómo puedo atreverme a hacer una cosa tan solemne contra todas las prohibiciones de nuestra Santa Iglesia? ¿Cómo puedo darte la santa comunión sin primero darte la absolución? ¿Y cómo puedo darte la absolución cuando persistes firmemente en decirme que tienes muchos pecados que nunca declaraste a mí ni a cualquier otro confesor?"
"Sabes que te aprecio y respeto como si fueras un ángel enviado a mí desde el cielo. El otro día me dijiste, que bendijiste el día que por vez primera me viste y me conociste. Yo digo lo mismo. ¡Bendigo el día que te conocí; bendigo cada hora que pasé al lado de tu lecho de sufrimiento; bendigo cada lágrima que he derramado contigo por tus pecados y por los míos propios; bendigo cada hora que hemos pasado juntos mirando las heridas de nuestro amado Salvador agonizando, te bendigo porque me hayas perdonado tu muerte! Porque sé, y lo confieso en la presencia de Dios, yo te he matado, querida hermana. Pero ahora prefiero morir mil veces antes que decirte una palabra que te angustie en cualquier manera, o inquiete la paz de tu alma. Por favor, mi querida hermana, dime qué puedo hacer por ti en esta solemne hora".
Calmadamente, y con una sonrisa de gozo como yo nunca había visto antes, ni desde entonces, dijo: "Le agradezco y le bendigo, querido padre, por la parábola del Hijo Pródigo, sobre la cual predicó un mes atrás. ¡Me ha llevado a los pies del querido Salvador, allí he encontrado una paz y un gozo que supera cualquier cosa que el corazón humano puede sentir; me he arrojado a los brazos de mi Padre Celestial, y sé que Él misericordiosamente ha aceptado y perdonado a su pobre hija pródiga! ¡Oh, veo los ángeles con sus arpas de oro alrededor del trono del Cordero! ¿No oye la celestial armonía de sus cánticos? Yo voy, yo voy a reunirme con ellos en la casa de mi Padre. ¡YO NO ME PERDERÉ!
Mientras me hablaba así, mis ojos se convirtieron en dos fuentes de lágrimas; era incapaz, y también sin deseos, de ver algo, tan enteramente subyugado estaba por las sublimes palabras que fluían de los agonizantes labios de esa querida niña, quien para mí no era más una pecadora, sino un verdadero ángel del cielo. Yo estaba escuchando sus palabras; había una música celestial en cada una de ellas. Pero ella había alzado su voz en una manera muy extraña, cuando había comenzado a decir: "Yo voy a la casa de mi Padre", e hizo tal exclamación de gozo cuando dejó que las últimas palabras: "no me perderé", escaparan de sus labios, que alcé mi cabeza y abrí mis ojos para mirarla. Yo sospechaba que algo extraño había ocurrido.
Me levanté, pasé mi pañuelo sobre mi rostro para secar las lágrimas que me estaban impidiendo ver con precisión, y la miré.
Sus manos estaban cruzadas sobre su pecho, y había en su rostro la expresión de un gozo verdaderamente sobrehumano; sus hermosos ojos estaban fijos como si estuvieran viendo un gran y sublime espectáculo; me pareció, al principio, que estaba orando.
En ese mismo instante la madre entró apresuradamente en la habitación, gritando: "¡Mi Dios! ¡Mi Dios! ¿Qué fue ese grito: 'perderé'?"—Porque sus últimas palabras, "no me perderé", especialmente la última, habían sido pronunciadas con una voz tan potente, que fueron oídas casi en toda la casa.
Le hice una señal con mi mano para prevenir a la angustiada madre que no hiciera algún ruido que inquietara a su moribunda niña en su oración, porque pensé realmente que había detenido su hablar, como acostumbraba a hacer frecuentemente, cuando estaba sola conmigo, para orar. Pero estaba equivocado. Aquella alma redimida había partido, en las alas de oro del amor, para unirse a la multitud de aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero, para cantar el eternal Aleluya.