A SU EXCELENCIA BOURGET, OBISPO DE MONTREAL.
"SEÑOR:
"Puesto que Dios, en su infinita misericordia, se ha complacido en mostrarnos los errores de Roma, y nos ha dado la fuerza para abandonarlos para seguir a Cristo, consideramos nuestro deber decir unas palabras sobre las abominaciones del confesionario. Usted bien sabe que estas abominaciones son de una naturaleza tal, que es imposible para una mujer hablar de ellas sin sonrojarse. ¿Cómo es que entre hombres cristianos civilizados, algunos han olvidado tanto la regla de la decencia normal, como para forzar a mujeres a revelar a hombres solteros, bajo pena de eterna perdición, sus pensamientos más secretos, sus deseos más pecaminosos, y sus acciones más privadas?
"¿Cómo, a menos que haya una máscara de metal sobre los rostros de los sacerdotes, osan ellos salir al mundo habiendo oído los relatos de miseria que no pueden sino contaminar al portador, y que la mujer no puede contar sin haber puesto a un lado la modestia, y todo sentido de vergüenza? El perjuicio no sería tan grande si la Iglesia hubiera permitido que nadie excepto la mujer se acusara a sí misma. ¿Pero qué diremos de las abominables preguntas que se hacen y que deben contestarse?
"Aquí, las leyes de la decencia común nos prohiben estrictamente que entremos en detalles. Es suficiente decir, que si los maridos supieran una décima parte de lo que está sucediendo entre el confesor y sus esposas, ellos preferirían verlas muertas que degradadas hasta tal punto.
"En cuanto a nosotras, las hijas y esposas de Montreal, que hemos conocido por experiencia la suciedad del confesionario, no podemos bendecir suficientemente a Dios por habernos mostrado el error de nuestros caminos al enseñarnos que no debemos buscar la salvación a los pies de un hombre tan débil y pecador como nosotras, sino a los pies de Cristo solo."
JULIEN HERBERT, MARIE ROGERS,
J. ROCHON. LOUISE PICARD,
FRANCOISE DIRINGER, EUGENIE MARTIN,
Y otras cuarenta y tres.
"SEÑOR:
"Puesto que Dios, en su infinita misericordia, se ha complacido en mostrarnos los errores de Roma, y nos ha dado la fuerza para abandonarlos para seguir a Cristo, consideramos nuestro deber decir unas palabras sobre las abominaciones del confesionario. Usted bien sabe que estas abominaciones son de una naturaleza tal, que es imposible para una mujer hablar de ellas sin sonrojarse. ¿Cómo es que entre hombres cristianos civilizados, algunos han olvidado tanto la regla de la decencia normal, como para forzar a mujeres a revelar a hombres solteros, bajo pena de eterna perdición, sus pensamientos más secretos, sus deseos más pecaminosos, y sus acciones más privadas?
"¿Cómo, a menos que haya una máscara de metal sobre los rostros de los sacerdotes, osan ellos salir al mundo habiendo oído los relatos de miseria que no pueden sino contaminar al portador, y que la mujer no puede contar sin haber puesto a un lado la modestia, y todo sentido de vergüenza? El perjuicio no sería tan grande si la Iglesia hubiera permitido que nadie excepto la mujer se acusara a sí misma. ¿Pero qué diremos de las abominables preguntas que se hacen y que deben contestarse?
"Aquí, las leyes de la decencia común nos prohiben estrictamente que entremos en detalles. Es suficiente decir, que si los maridos supieran una décima parte de lo que está sucediendo entre el confesor y sus esposas, ellos preferirían verlas muertas que degradadas hasta tal punto.
"En cuanto a nosotras, las hijas y esposas de Montreal, que hemos conocido por experiencia la suciedad del confesionario, no podemos bendecir suficientemente a Dios por habernos mostrado el error de nuestros caminos al enseñarnos que no debemos buscar la salvación a los pies de un hombre tan débil y pecador como nosotras, sino a los pies de Cristo solo."
JULIEN HERBERT, MARIE ROGERS,
J. ROCHON. LOUISE PICARD,
FRANCOISE DIRINGER, EUGENIE MARTIN,
Y otras cuarenta y tres.