--¿Cómo se conjugan, en esta perspectiva, las exigencias de una vida interior y espiritual, con las de una misión pública y profética?
--Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético. El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los «maestros de la suspicacia» y percibe lo negativo por doquiera. Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y que confundía al profeta con el adivino.
El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que san Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia. Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16,8). Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.
Convencer al mundo del pecado es desde luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico o guiada por intereses de tipo político. Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios. Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje «espiritual». Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia «porque me voy al Padre» y el juicio de Dios. Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza. Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada y proclamarla.
Decidir si estamos llamados a hablar proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.
Sacado de una entrevista a Benedicto XVI cuando todavía era cardenal
--Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético. El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los «maestros de la suspicacia» y percibe lo negativo por doquiera. Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y que confundía al profeta con el adivino.
El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que san Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia. Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16,8). Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.
Convencer al mundo del pecado es desde luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico o guiada por intereses de tipo político. Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios. Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje «espiritual». Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia «porque me voy al Padre» y el juicio de Dios. Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza. Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada y proclamarla.
Decidir si estamos llamados a hablar proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.
Sacado de una entrevista a Benedicto XVI cuando todavía era cardenal