Pena de muerte
En Perú parece que se lo están pensando. En lo que va de año – 2006 – en ese país se denunciaron, dicen, quinientas veintiséis violaciones a menores de catorce años. Según el presidente Alan García, el pueblo, en un 80%, está a favor de aplicar, ante delitos de ese calibre, la pena de muerte. La Iglesia, a través del Cardenal Juan Luis Cipriani, ha llamado a la cordura y a la calma.
No es un tema fácil. Hay algo en nosotros que se subleva, que se indigna, que se llena incluso de rabia, cuando vemos pisoteada la inocencia, maltratado el cuerpo, y el alma, de los niños. Niños despedazados, usados como juguetes, víctimas del capricho, de la maldad o de la locura de algunos mayores; incluso de sus propios padres y parientes.
Pero la indignación justa del alma no puede separarse de la reflexión serena de la mente. El hombre es voluntad y corazón, pero es también memoria e inteligencia. Y hay que hacer memoria de a dónde conduce la aceptación de esa pena. Y hay que indagar con inteligencia si es, incluso en esos casos tan terribles, una solución aceptable.
Las personas y las sociedades tienen derecho a la legítima defensa. Tienen incluso el grave deber de defenderse aquellos que son responsables de la vida de otros, del bien común de la familia o de la sociedad (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2265). Cuando se trata de custodiar el bien común, el recurso a la pena de muerte se nos presenta, en casos de extrema gravedad, como una opción que, teóricamente, no repugna a la razón y no contradice el respeto a la absoluta inviolabilidad de la vida del inocente.
Pero dicho esto, que a más de uno escandalizará, conviene también recordar las afirmaciones de Juan Pablo II en la Evangelium vitae, donde, a propósito de la pena de muerte, el Papa habla de una justicia penal “que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre” (Evangelium vitae, 56). Esta justicia penal ha de contemplar la posibilidad de ofrecer al reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
Sólo casos de absoluta necesidad; es decir, cuando la defensa de la sociedad no fuese posible de otro modo, justificarían la eliminación del reo. “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”, añadía el Papa. A nadie se le escapa que los medios incruentos “corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267).
Cuando la vida humana está siendo tan vilipendiada por las lacras de la guerra, el terrorismo, el hambre, el aborto y los diversos rostros de la injusticia, no debemos querer añadir mal al mal. No se muestra fuerte un Estado cuando aplica la pena de muerte a un reo. Al contrario, manifiesta su debilidad y su impotencia; también, hoy al menos, su debilidad ética. Y, cuando por error, se “ajusticia” a un inocente, ese Estado carga, así lo creo, con la culpa de Caín. Es para pensarlo, mientras se está a tiempo.
Guillermo Juan Morado.
Fuente: http://blogs.periodistadigital.com/predicareneldesierto.php/2006/08/17/pena_de_muerte_4
En Perú parece que se lo están pensando. En lo que va de año – 2006 – en ese país se denunciaron, dicen, quinientas veintiséis violaciones a menores de catorce años. Según el presidente Alan García, el pueblo, en un 80%, está a favor de aplicar, ante delitos de ese calibre, la pena de muerte. La Iglesia, a través del Cardenal Juan Luis Cipriani, ha llamado a la cordura y a la calma.
No es un tema fácil. Hay algo en nosotros que se subleva, que se indigna, que se llena incluso de rabia, cuando vemos pisoteada la inocencia, maltratado el cuerpo, y el alma, de los niños. Niños despedazados, usados como juguetes, víctimas del capricho, de la maldad o de la locura de algunos mayores; incluso de sus propios padres y parientes.
Pero la indignación justa del alma no puede separarse de la reflexión serena de la mente. El hombre es voluntad y corazón, pero es también memoria e inteligencia. Y hay que hacer memoria de a dónde conduce la aceptación de esa pena. Y hay que indagar con inteligencia si es, incluso en esos casos tan terribles, una solución aceptable.
Las personas y las sociedades tienen derecho a la legítima defensa. Tienen incluso el grave deber de defenderse aquellos que son responsables de la vida de otros, del bien común de la familia o de la sociedad (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 2265). Cuando se trata de custodiar el bien común, el recurso a la pena de muerte se nos presenta, en casos de extrema gravedad, como una opción que, teóricamente, no repugna a la razón y no contradice el respeto a la absoluta inviolabilidad de la vida del inocente.
Pero dicho esto, que a más de uno escandalizará, conviene también recordar las afirmaciones de Juan Pablo II en la Evangelium vitae, donde, a propósito de la pena de muerte, el Papa habla de una justicia penal “que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre” (Evangelium vitae, 56). Esta justicia penal ha de contemplar la posibilidad de ofrecer al reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse.
Sólo casos de absoluta necesidad; es decir, cuando la defensa de la sociedad no fuese posible de otro modo, justificarían la eliminación del reo. “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”, añadía el Papa. A nadie se le escapa que los medios incruentos “corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2267).
Cuando la vida humana está siendo tan vilipendiada por las lacras de la guerra, el terrorismo, el hambre, el aborto y los diversos rostros de la injusticia, no debemos querer añadir mal al mal. No se muestra fuerte un Estado cuando aplica la pena de muerte a un reo. Al contrario, manifiesta su debilidad y su impotencia; también, hoy al menos, su debilidad ética. Y, cuando por error, se “ajusticia” a un inocente, ese Estado carga, así lo creo, con la culpa de Caín. Es para pensarlo, mientras se está a tiempo.
Guillermo Juan Morado.
Fuente: http://blogs.periodistadigital.com/predicareneldesierto.php/2006/08/17/pena_de_muerte_4