Este Testimonio de 3 partes lo tome del forocatolico.com. LES PRESENTO HOY LA PARTE I
IPecado de ser mujer, (TESTIMONIO)
Mi paranoia de mujer.
De mujer a mujer, quiero departir contigo respecto del doloroso trauma que he sufrido en silencio a lo largo de toda mi existencia, a causa de nuestro status de mujeres dentro de la voluntad de Dios revelada en su Santa Palabra. Quizás no me hubiera atrevido a escribir este mi testimonio personal, si no hubiera sido porque cierta amiga judía me invitara una vez a ver la película “Yentl”, con Barbra Streisand.
Tal era entonces mi timidez y mi miedo de pensar en la justicia de las cosas que nos doblegan a causa de nuestro sexo y por ser nosotras las que transmitimos el mal, que no acepté por nada del mundo ir a ver una película como esa, porque pudiera transtornar mi paz lograda con tanta insatisfacción.
Después de ver aquella película, pensé que se había hecho mal al intentar cambiar el orden divino establecido para la mujer, de estar siempre sometida a su marido, o al hombre en general, incluido el hombre ajeno.
Pensaba que el haber hecho eso, eso de ir a ver una película subversiva, sólo equivalía a levantar polvo, inútilmente, porque, ¿quién podría tener éxito en cambiar las cosas que dice la Biblia que han sido establecidas por un Dios que no cambia?
Mi padre fue pastor evangélico toda su vida. El era de carácter muy noble y bonachón, y la gente se aprovechaba de esto. Por eso habrá sido que mi madre le dijo un día cuando se pelearon: “¡A ti, hasta los perros te mean!” (PERDON)
Fue a él que le escuché por primera vez decir que las mujeres estamos bajo maldición por haber cometido el gran pecado de abrir las puertas para que el mal entrara al mundo. Yo no lloré, pero mi mente infantil elaboraba febrilmente el pensamiento de que acaso Dios, que es amor, tuviese la bondad de exculparnos por lo menos a nosotras, las niñas pequeñas, tomando en cuenta nuestra corta edad. ¿Cómo se le puede hacer culpable de algo a una niña pequeña?
Pero la respuesta no se hizo esperar cuando fuimos invitados al culto de aniversario de una iglesia en otro distrito de la ciudad, y el pastor dijo en su sermón de aniversario: “¡Son culpables también las niñas, aun desde la cuna, y desde el momento de su concepción!”
¡No me cabe en la cabeza, por qué tienen que predicar de este tema tan horrible, justamente en una hermosa fiesta de aniversario, cuando por lo general las mujeres están metidas en la cocina sudando la gota gorda para darles de comer a ellos, a los señores encorbatados! Pero como mencionó varias pruebas bíblicas en lenguaje codificado, me tuve que conformar con esa respuesta, aunque era tan doloroso para mí. Porque por un lado, yo amaba a Dios con todo mi amor, con todo mi corazón, y de veras sentía que él también me amaba a mí, pero aquel pastor enseñaba que sobre esta realidad se imponía la triste realidad del pecado de ser mujer.
Como el pensamiento de la ventaja de ser niña quedó de hecho descartado, elaboré febrilmente otra posible salida, diciéndome a mí misma: “Será, pues, culpable la mujer que abrió la puerta al pecado, nadie más. ¿No es injusto decir que también son culpables todas las mujeres que en ese momento aun no habían nacido?”
Con el transcurso del tiempo traté de no volver a pensar en estas cosas, porque no quería dar cabida a la amargura ni derramar lágrimas a solas, porque Dios se solidarizara tanto con ellos, aun cuando algunos de ellos son unos pillos, como aquel pastor que en medio de su sermón sobre la santidad, fue interrumpido por una mujer desgreñada que señalando su panza le dijo a toda la congregación: “¡Esto me lo hizo él, y después se escabulló!”.
Así empieza mi paranoia de mujer.
En otra ocasión, también una gran celebración de aniversario de una iglesia hermana, mi padre fue invitado a predicar, y lo hizo muy bien. El siempre se preparaba y se ensayaba en su escritorio y en el púlpito, ante la iglesia vacía. Y no recuerdo un solo sermón suyo que no haya tenido estrecha relación con la vida de la gente y las celebraciones especiales de la iglesia.
Aquella fiesta fue algo realmente bello, y el sermón de mi padre fue muy apto para la ocasión, pero no calculó bien las cosas y cometió un error garrafal. Al final, antes de la oración, llamó a subir al estrado a las damas que habían participado preparando la comida tan deliciosa, para que todos los comensales pudiéramos expresarles nuestro agradecimiento con un voto de aplauso.
Entre las damas estaba la esposa del pastor de esa iglesia, la hermana Catalina, envuelta en su mandil empapado, y ella misma, despeinada y chorreando de sudor. Todas aquellas mujeres estaban muy felices, porque los varones tenían la barriga llena y el corazón contento, y sus copas estaban rebosando (hablando figuradamente, por supuesto, y no de manera literal).
Entonces mi papá cometió el error de pedirle a la hermana Catalina que subiera al estrado y dijera unas cuantas palabritas y terminara con una breve palabra de oración. E hizo mal en insistir. Entonces su esposo, el pastor de esa iglesia, levantó la mano desde su mesa, y con una voz poderosa le interrumpió a su mujer justamente cuando ella empezaba a saludar..
El pastor le dijo a su mujer desde la primera banca: “¡Tú, te callas la boca, porque ya debes saber que la Palabra de Dios no te permite hablar en medio de la congregación!” —Y dirigiéndose a mi padre, le dijo: “Disculpe, pastor, pero no debió invitarla a orar en público, porque eso es contra la voluntad de Dios.”
Aquel pastor procedió a abrir su Biblia y leyó algunos versículos, y todos los hermanos, y también las hermanas, decían tras cada una de sus frases: “¡Amén! ¡Amén! ¡Gloria a Dios! ¡Aleluya!” —Todo aquello me dio asco, y bien me hubiera refundido en el baño para vomitar.
Al final de aquella fiesta, todos estaban alegres y felices. Inclusive las mujeres, aunque a la hermana Catalina parece que le había tragado la tierra de vergüenza y de desesperación. Pero nadie se avergonzó de eso que hizo el pastor, ni aun mi padre. A la verdad, él pensaba igual que el esposo de la hermana Catalina, pero creo que no le hubiera gritado ni tapado la boca a mi mamá delante de tanta gente invitada.
Creo que solamente yo, que en aquellos días tendría 16 años, sufrí mucho. Pero no quise pensar más en ello, “para no añadir pecado al pecado y maldición a la maldición” —Así nos habían enseñado a decir en la Escuela Dominical—.
Quería borrar aquella escena de mi mente. Una vez en mi cuarto y a solas, con mis lágrimas resecas sobre mis mejillas, le dije a Dios que estaba abatida por el dolor que todo aquello me había ocasionado, y quedé profundamente dormida.
Gradualmente me he puesto a reflexionar sobre la maravilla de la creación de Dios reflejada en el cuerpo de la mujer, en mi propio cuerpo, al cual me deleitaba contemplarlo desnudo, o recatadamente cubierto para acentuar su sensualidad.
No es que haya dado cabida al hedonismo, o que me deleitara en el pecado de la pornografía, o que manifestara tendencias homosexuales, porque el cuerpo del varón se me pinta igualmente maravilloso, atractivo a la vista, codiciable y bueno para comer.
Pero lo que tiene de especial el cuerpo de una mujer es que puede contener la vida, dar la vida y expresar la vida. Esto es algo único, que no tiene el cuerpo del varón. Realmente el hombre no puede ni siquiera imaginarse ese maravilloso mundo nuestro, que exteriormente el Creador ha dotado de tanta belleza y atractivo sensual, que constituyen el lujoso papel de regalo de la vida.
En estas cosas pensaba, y me asediaba de nuevo el pensamiento de que este Dios maravilloso que hiciera a la mujer con tanto placer personal, la convirtiera en el envoltijo de pecado y de maldición para todas las generaciones.
Entonces lloraba, mucho, mucho, porque una cosa me dice mi naturaleza de mujer, y otra cosa me dice la Biblia, que yo considero Palabra de Dios. Y el resultado es una especie de paranoia que se gesta en mi alma y me tortura.
Sí, el pecado ha hecho que todas las mujeres seamos esquizofrénicas por naturaleza, y una manera de calmar nuestra tensión es doblegándonos al varón y humillándonos en silencio ante sus palabras y sus reconvenciones y sus humillaciones, pero sólo para terminar más amargadas de la desigualdad humana establecida por Dios.
DESPUES COPIO LA PARTE II