Homilía de Benedicto XVI durante la celebración eucarística en la Plaza Pilsudski de Varsovia, este viernes pasado.
He quitado las partes en las que habla de Polonia:
«¡Permaneced firmes en la fe!». Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Juan 14, 15-17a). Con estas palabras Jesús revela el profundo lazo que existe entre la fe y la profesión de la Verdad Divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que pone en armonía los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y les hace capaces de amar a los hermanos como Él los ha amado. La fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.
«Él os dará otro Consolador - el Espíritu de Verdad». La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, «viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo», dice san Pablo (Romanos 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los apóstoles han predicado la palabra, preocupándose por entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la han transmitido a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. De este modo, del cuidado de la verdad ha nacido la Tradición de la Iglesia. Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, querrían falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el mundo moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de Verdad. Los sucesores de los apóstoles, junto con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas. Todo cristiano está obligado a confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia en su compromiso por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando ésta es exigente y humanamente difícil de comprender. No tenemos que caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las Sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede abrir a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.
De hecho, Cristo dice: «Si me amáis…». La fe no significa sólo aceptar un cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquél que nos ha amado antes (Cf. 1 Juan 4, 11), hasta la entrega total de sí mismo. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Romanos 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande, sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de Él, incluso en la hora de la prueba, seguirle fielmente incluso en el Vía Crucis, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección. Si confiamos en Él no perdemos nada, sino que ganamos todo. Nuestra vida adquiere en sus manos su verdadero sentido. El amor por Cristo se expresa con la voluntad de poner en sintonía la propia vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los Sacramentos, reforzada con la oración continua, con la alabanza, con la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que Él suscita a través de su Palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, de las situaciones de vida de todos los días. Amarlo quiere decir permanecer en diálogo con Él, para conocer su voluntad y realizarla prontamente.
Pero vivir la propia fe como relación de amor con Cristo significa estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús ha dicho a los apóstoles: «Si me amáis guardaréis mis mandamientos». Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que había formulado en las tablas de los Diez Mandamientos. « No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la Ley sin que todo suceda» (Mateo 5, 17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: «amar [a Dios] con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Marcos 12, 33). Es más, Jesús en su vida y en su misterio pascual ha llevado a cumplimiento toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el «yugo» de la ley, y de este modo se convierte en una «carga ligera» (Mateo 11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia… (Cf. Mateo 5,3-12)
Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se revela como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno y cada una de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera «civilización del amor», en la que Cristo es el centro.
He quitado las partes en las que habla de Polonia:
«¡Permaneced firmes en la fe!». Acabamos de escuchar las palabras de Jesús: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Juan 14, 15-17a). Con estas palabras Jesús revela el profundo lazo que existe entre la fe y la profesión de la Verdad Divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que pone en armonía los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y les hace capaces de amar a los hermanos como Él los ha amado. La fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.
«Él os dará otro Consolador - el Espíritu de Verdad». La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, «viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo», dice san Pablo (Romanos 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los apóstoles han predicado la palabra, preocupándose por entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la han transmitido a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. De este modo, del cuidado de la verdad ha nacido la Tradición de la Iglesia. Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, querrían falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el mundo moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo: incluso las verdades de fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de Verdad. Los sucesores de los apóstoles, junto con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas. Todo cristiano está obligado a confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia en su compromiso por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando ésta es exigente y humanamente difícil de comprender. No tenemos que caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las Sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede abrir a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.
De hecho, Cristo dice: «Si me amáis…». La fe no significa sólo aceptar un cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquél que nos ha amado antes (Cf. 1 Juan 4, 11), hasta la entrega total de sí mismo. «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Romanos 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande, sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de Él, incluso en la hora de la prueba, seguirle fielmente incluso en el Vía Crucis, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección. Si confiamos en Él no perdemos nada, sino que ganamos todo. Nuestra vida adquiere en sus manos su verdadero sentido. El amor por Cristo se expresa con la voluntad de poner en sintonía la propia vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los Sacramentos, reforzada con la oración continua, con la alabanza, con la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que Él suscita a través de su Palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, de las situaciones de vida de todos los días. Amarlo quiere decir permanecer en diálogo con Él, para conocer su voluntad y realizarla prontamente.
Pero vivir la propia fe como relación de amor con Cristo significa estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús ha dicho a los apóstoles: «Si me amáis guardaréis mis mandamientos». Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que había formulado en las tablas de los Diez Mandamientos. « No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la Ley sin que todo suceda» (Mateo 5, 17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo: «amar [a Dios] con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Marcos 12, 33). Es más, Jesús en su vida y en su misterio pascual ha llevado a cumplimiento toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el «yugo» de la ley, y de este modo se convierte en una «carga ligera» (Mateo 11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe: Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia… (Cf. Mateo 5,3-12)
Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se revela como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno y cada una de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera «civilización del amor», en la que Cristo es el centro.