LAS MISERIAS DE LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA
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Calvino defiende, tras ser enterrado Servet, el derecho a asesinarlo.
A los 19 años ya fue denunciado como hereje. Su obra no le gustó a Erasmo, Melanchton [secretario de Lutero] la denunció y Quintana, su protector, la calificó de «pestilente». No vio la faz del odio de Calvino, su antagonista, perseguidor y verdugo. Como simple digresión en una obra teológica explicó la circulación de la sangre.
Ni en la vida ni en la muerte tuvo fortuna Miguel Servet. En su breve y agitado paso por el mundo fue perseguido por la intolerancia que, a costa de la Reforma religiosa, ensangrentó Europa. A su muerte, tampoco gozó de la consideración que suele guardarse a los sabios, porque no había muerto en la hoguera católica, sino en la protestante, y tampoco su país dejó de tenerlo por lo que era, un heterodoxo al que resultaba difícil no llamar hereje.
Hoy, ni católicos ni protestantes gustan de recordar a quienes quemaron, pero tampoco los ateos guardan mucha consideración por quienes dedicaron lo mejor de su tiempo a la teología. Es un personaje incómodo, un marginal hasta del margen mismo. Tan sólo quiso ser un hombre libre y en semejante empeño gastó y perdió su vida. A comienzos de este siglo, unos devotos de su memoria quisieron erigirle un monumento en la muy civilizada ciudad de Ginebra. No lo consintieron las autoridades, que mantienen en un airoso pedestal la estatua de su verdugo Calvino. El monumento tuvo que levantarse en las afueras del lugar de su ejecución. Como si un destino trágico siquiera persiguiendo, cuatro siglos después de la muerte física, la simple pervivencia de su memoria.
Nació Servet en una familia de la pequeña nobleza aragonesa, que usaba los apellidos Servet, Serveto y también Revés. El primero lo utilizó nuestro personaje en lengua romance, el segundo en latín y el tercero como alias (hoy es más común en Huesca el apellido Serbeto y en Lleida el de Cerveto). Su padre era infanzón y ejercía como notario en Villanueva de Sigena. En esta villa de Huesca vino al mundo Miguel un día de 1511. A los 13 años dejó su pueblo natal. A los 15, tras pasar por Lleida, fue enviado por su padre a Barcelona y para entonces sabía ya latín, griego y hebreo. Allí conoció a una importante personalidad política y religiosa de Aragón, fray José de Quintana, un erasmista que lo acogió con simpatía y lo incorporó a su servicio. A los 17 años partió para Toulouse, ciudad entonces de gran prestigio académico. A los 18, viajó a Roma como paje de Quintana para asistir a la coronación de Carlos V por Clemente VII. La carrera de Quintana, que llegó a confesor del Emperador y luego a abad favorecía extraordinariamente el porvenir de su pupilo, pero Servet sólo abrigaba inquietudes intelectuales.
Una malformación inguinal le privó de las expansiones carnales que, a despecho de hábitos y prédicas, cultivaban los estudiantes. Nunca pareció echar en falta estas aptitudes hasta que, en uno de los pocos momentos tranquilos de su vida, le buscaron esposa, pero él prefirió renunciar a la boda por no poder asegurarle sucesión. Fue uno de sus muchos gestos de nobleza.
En Francia y en Italia conoció de primera mano el ambiente intelectual que alentaba la Reforma protestante y que en España -y en Servet- tuvo un desarrollo muy particular. Baste recordar que Erasmo fue invitado a residir y enseñar en nuestro país por Cisneros cuando todavía vivían los Reyes Católicos y que éstos se adelantaron en la reforma de las órdenes religiosas corrompidas, privando de base social al movimiento luterano. Sin embargo, la época de Servet, que coincide con el reinado de Carlos I de España, vivió como cosa natural las disputas teológicas y en un temperamento tan independiente y obstinado como el del joven aragonés, este fermento de libertad germinó de forma perdurable. La libertad se acompasaba con su carácter, independiente y arisco, pero la época se compadecía poco con el pensamiento libre. A los 19 años, Servet ya fue denunciado por Ecolampadio como hereje, lo cual, incluso en aquellos tiempos de celo teológico, constituye un alarde de precocidad. Pero lo que mejor retrata a Servet es que en aquel entonces vivía precisamente en casa de Ecolampadio, en Basilea, uno de los principales núcleos protestantes. No dudó en discutir con su patrón a cuenta de la divinidad de Jesucristo y del dogma de la Trinidad, que no convencía al ilustrado y litigante pupilo. Ahí empezó su mala fama entre los protestantes. De Basilea pasó a Estrasburgo, donde mandaba Bucero y reinaba la tolerancia. No para Servet, que discutió con Bucero y obtuvo el dudoso honor de ser considerado por éste merecedor de que «le arrancasen las entrañas y lo descuartizasen». La charcutería a sus expensas no arrendró a Servet, que eses mismo año de 1531 dio a la imprenta su De Trinitatis Erroribus negando la divinidad de Cristo al mismo nivel que el padre. Decía también en ese su primer libro que «no deben imponerse como verdades conceptos sobre los que existen dudas», pero esto, por bien fundado que estuviera en sus conocimientos de hebreo, no era muy compatible ni con la fe revelada ni con la Iglesia que la custodiaba. Servet, sin embargo, defendía sus ideas sin importarle las consecuencias. Mandó su obra a amigos y enemigos y la cosecha de denuestos fue muy similar. A Erasmo no le gustó. Melanchton lo denunció a las autoridades de Venecia, por si aparecía por allí. Su protector, Quintana, la consideró «pestilente». El nuncio del Papa escribió a España para que la Inquisición prohibiera la obra y quemara en efigie a Servet. La Inquisición, obediente, comenzó a perseguirlo en mayor de 1532, Nunca más pudo volver a su tierra, a pesar de que en la primera edición de su libro, bajo su retrato, escribiera orgullosamente así su nombre: Michaelem Servetus, Hispaniarum de Aragonia. Desde entonces, aquel español de Aragón tuvo bastante con salvar su vida.
Lo hizo, primero, apelando a la bondad de sus antagonistas. A Ecolampadio le escribió: «Si debe condenarse a todo el que yerre en algo particular, habría que quemar a todos los mortales un millar de veces». Y defendía su derecho a pensar y escribir libremente: «si he tomado la palabra, por la razón que fuere, ha si do para proclamar que me parece grave matar a los hombres bajo pretexto de que se equivocan en la interpretación de un punto, ya que conocemos que ni siquiera los elegidos están exentos de caer en el error». Y Ecolampadio, pese a todo, consiguió que fuera admitido en Basilea. Pero ya en 1532 estaba en tierra alemana, donde rechazó el ofrecimiento de su hermano Juan para volver a España, barruntando que se trataba de una trampa de la Inquisición, como así era. Tras huir de Alemania, según en él era ya costumbre, llegó a París, donde conoció a Juan Calvino, su antagonista, su opuesto, su perseguidor y, finalmente, su verdugo. Servet no supo ver en Calvino la faz del odio. Discutió con él como con todo el mundo. Y tras su enésima huida, de París a Lyon, lo olvidó.
En Lyon entró a trabajar en una imprenta y se hizo amigo del médico Champier. Además de una edición anotada de la Biblia, Servet trabajó textos médicos y pronto su talento le hizo docto en aquella para entonces misteriosa ciencia. Trocó el recuerdo de su pueblo natal, y se hizo francés, para sobrevivir, en 1548. Pasó en el anonimato de Charlieu sus únicos años de paz. Su último refugio fue el servicio médico del arzobispo de Viena del Delfinado, donde volvió a la teología escribiendo su obra más importante: Restitución del Cristianismo. En ella, y como simple digresión, Servet expone, basándose en su propia experiencia como médico e investigador, una doctrina sobre la circulación de la sangre tan original como exacta. Sólo por ella, su nombre merece ya el reconocimiento universal.
Pero la teología, la gran pasión de Servet, se le daba peor que la medicina. Es descubierta su identidad, y debe huir disfrazado de la Inquisición francesa, que lo quema en efigie mientras lo busca. Decide huir a Italia pero, incomprensiblemente pasa por Ginebra, donde es descubierto mientras escuchaba un sermón de Calvino. El teócrata, dueño de la ciudad, no se atreve a discutir abiertamente con Servet, pero, a través de hombres suyos, lo hace prisionero. Después lo descubre a los inquisidores de Viena del delfinado. Y cuando Servet le pide de rodillas que no lo entregue, accede, pero sólo para acabar condenándolo él mismo a la hoguera.
En el juicio, Servet se da cuenta de la perfidia de Calvino y lo insulta, pero luego le pide noblemente disculpas. De nada le sirve. Se le niega incluso la posibilidad de un abogado y, pese a que en Ginebra nada había hecho, tras una horrorosa estancia en la cárcel, se le condena a morir quemado con leña verde, para que su suplicio dure más. Tiene lugar el martirio el 27 de octubre de 1553, el mismo año de la publicación de la Christianismi Restitutio, que le dará universal fama póstuma. Calvino defiende, tras ser enterrado Servet, el derecho a asesinarlo. Señal de que en cierta opinión había calado hondo el crimen de Ginebra. Quizá porque compartía el lema que Servet o Serveto, alias Revés, había puesto en su edición de la Biblia de Pagnino: Libertatem meam mecum porto. En el grabado, un hombre con barbas, como Servet, lleva a cuestas dos maderos con esas palabras. Son su testamento. Cada cual lleva consigo su propia libertad.
Fuente: Conoceréis la Verdad
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Calvino defiende, tras ser enterrado Servet, el derecho a asesinarlo.
A los 19 años ya fue denunciado como hereje. Su obra no le gustó a Erasmo, Melanchton [secretario de Lutero] la denunció y Quintana, su protector, la calificó de «pestilente». No vio la faz del odio de Calvino, su antagonista, perseguidor y verdugo. Como simple digresión en una obra teológica explicó la circulación de la sangre.
Ni en la vida ni en la muerte tuvo fortuna Miguel Servet. En su breve y agitado paso por el mundo fue perseguido por la intolerancia que, a costa de la Reforma religiosa, ensangrentó Europa. A su muerte, tampoco gozó de la consideración que suele guardarse a los sabios, porque no había muerto en la hoguera católica, sino en la protestante, y tampoco su país dejó de tenerlo por lo que era, un heterodoxo al que resultaba difícil no llamar hereje.
Hoy, ni católicos ni protestantes gustan de recordar a quienes quemaron, pero tampoco los ateos guardan mucha consideración por quienes dedicaron lo mejor de su tiempo a la teología. Es un personaje incómodo, un marginal hasta del margen mismo. Tan sólo quiso ser un hombre libre y en semejante empeño gastó y perdió su vida. A comienzos de este siglo, unos devotos de su memoria quisieron erigirle un monumento en la muy civilizada ciudad de Ginebra. No lo consintieron las autoridades, que mantienen en un airoso pedestal la estatua de su verdugo Calvino. El monumento tuvo que levantarse en las afueras del lugar de su ejecución. Como si un destino trágico siquiera persiguiendo, cuatro siglos después de la muerte física, la simple pervivencia de su memoria.
Nació Servet en una familia de la pequeña nobleza aragonesa, que usaba los apellidos Servet, Serveto y también Revés. El primero lo utilizó nuestro personaje en lengua romance, el segundo en latín y el tercero como alias (hoy es más común en Huesca el apellido Serbeto y en Lleida el de Cerveto). Su padre era infanzón y ejercía como notario en Villanueva de Sigena. En esta villa de Huesca vino al mundo Miguel un día de 1511. A los 13 años dejó su pueblo natal. A los 15, tras pasar por Lleida, fue enviado por su padre a Barcelona y para entonces sabía ya latín, griego y hebreo. Allí conoció a una importante personalidad política y religiosa de Aragón, fray José de Quintana, un erasmista que lo acogió con simpatía y lo incorporó a su servicio. A los 17 años partió para Toulouse, ciudad entonces de gran prestigio académico. A los 18, viajó a Roma como paje de Quintana para asistir a la coronación de Carlos V por Clemente VII. La carrera de Quintana, que llegó a confesor del Emperador y luego a abad favorecía extraordinariamente el porvenir de su pupilo, pero Servet sólo abrigaba inquietudes intelectuales.
Una malformación inguinal le privó de las expansiones carnales que, a despecho de hábitos y prédicas, cultivaban los estudiantes. Nunca pareció echar en falta estas aptitudes hasta que, en uno de los pocos momentos tranquilos de su vida, le buscaron esposa, pero él prefirió renunciar a la boda por no poder asegurarle sucesión. Fue uno de sus muchos gestos de nobleza.
En Francia y en Italia conoció de primera mano el ambiente intelectual que alentaba la Reforma protestante y que en España -y en Servet- tuvo un desarrollo muy particular. Baste recordar que Erasmo fue invitado a residir y enseñar en nuestro país por Cisneros cuando todavía vivían los Reyes Católicos y que éstos se adelantaron en la reforma de las órdenes religiosas corrompidas, privando de base social al movimiento luterano. Sin embargo, la época de Servet, que coincide con el reinado de Carlos I de España, vivió como cosa natural las disputas teológicas y en un temperamento tan independiente y obstinado como el del joven aragonés, este fermento de libertad germinó de forma perdurable. La libertad se acompasaba con su carácter, independiente y arisco, pero la época se compadecía poco con el pensamiento libre. A los 19 años, Servet ya fue denunciado por Ecolampadio como hereje, lo cual, incluso en aquellos tiempos de celo teológico, constituye un alarde de precocidad. Pero lo que mejor retrata a Servet es que en aquel entonces vivía precisamente en casa de Ecolampadio, en Basilea, uno de los principales núcleos protestantes. No dudó en discutir con su patrón a cuenta de la divinidad de Jesucristo y del dogma de la Trinidad, que no convencía al ilustrado y litigante pupilo. Ahí empezó su mala fama entre los protestantes. De Basilea pasó a Estrasburgo, donde mandaba Bucero y reinaba la tolerancia. No para Servet, que discutió con Bucero y obtuvo el dudoso honor de ser considerado por éste merecedor de que «le arrancasen las entrañas y lo descuartizasen». La charcutería a sus expensas no arrendró a Servet, que eses mismo año de 1531 dio a la imprenta su De Trinitatis Erroribus negando la divinidad de Cristo al mismo nivel que el padre. Decía también en ese su primer libro que «no deben imponerse como verdades conceptos sobre los que existen dudas», pero esto, por bien fundado que estuviera en sus conocimientos de hebreo, no era muy compatible ni con la fe revelada ni con la Iglesia que la custodiaba. Servet, sin embargo, defendía sus ideas sin importarle las consecuencias. Mandó su obra a amigos y enemigos y la cosecha de denuestos fue muy similar. A Erasmo no le gustó. Melanchton lo denunció a las autoridades de Venecia, por si aparecía por allí. Su protector, Quintana, la consideró «pestilente». El nuncio del Papa escribió a España para que la Inquisición prohibiera la obra y quemara en efigie a Servet. La Inquisición, obediente, comenzó a perseguirlo en mayor de 1532, Nunca más pudo volver a su tierra, a pesar de que en la primera edición de su libro, bajo su retrato, escribiera orgullosamente así su nombre: Michaelem Servetus, Hispaniarum de Aragonia. Desde entonces, aquel español de Aragón tuvo bastante con salvar su vida.
Lo hizo, primero, apelando a la bondad de sus antagonistas. A Ecolampadio le escribió: «Si debe condenarse a todo el que yerre en algo particular, habría que quemar a todos los mortales un millar de veces». Y defendía su derecho a pensar y escribir libremente: «si he tomado la palabra, por la razón que fuere, ha si do para proclamar que me parece grave matar a los hombres bajo pretexto de que se equivocan en la interpretación de un punto, ya que conocemos que ni siquiera los elegidos están exentos de caer en el error». Y Ecolampadio, pese a todo, consiguió que fuera admitido en Basilea. Pero ya en 1532 estaba en tierra alemana, donde rechazó el ofrecimiento de su hermano Juan para volver a España, barruntando que se trataba de una trampa de la Inquisición, como así era. Tras huir de Alemania, según en él era ya costumbre, llegó a París, donde conoció a Juan Calvino, su antagonista, su opuesto, su perseguidor y, finalmente, su verdugo. Servet no supo ver en Calvino la faz del odio. Discutió con él como con todo el mundo. Y tras su enésima huida, de París a Lyon, lo olvidó.
En Lyon entró a trabajar en una imprenta y se hizo amigo del médico Champier. Además de una edición anotada de la Biblia, Servet trabajó textos médicos y pronto su talento le hizo docto en aquella para entonces misteriosa ciencia. Trocó el recuerdo de su pueblo natal, y se hizo francés, para sobrevivir, en 1548. Pasó en el anonimato de Charlieu sus únicos años de paz. Su último refugio fue el servicio médico del arzobispo de Viena del Delfinado, donde volvió a la teología escribiendo su obra más importante: Restitución del Cristianismo. En ella, y como simple digresión, Servet expone, basándose en su propia experiencia como médico e investigador, una doctrina sobre la circulación de la sangre tan original como exacta. Sólo por ella, su nombre merece ya el reconocimiento universal.
Pero la teología, la gran pasión de Servet, se le daba peor que la medicina. Es descubierta su identidad, y debe huir disfrazado de la Inquisición francesa, que lo quema en efigie mientras lo busca. Decide huir a Italia pero, incomprensiblemente pasa por Ginebra, donde es descubierto mientras escuchaba un sermón de Calvino. El teócrata, dueño de la ciudad, no se atreve a discutir abiertamente con Servet, pero, a través de hombres suyos, lo hace prisionero. Después lo descubre a los inquisidores de Viena del delfinado. Y cuando Servet le pide de rodillas que no lo entregue, accede, pero sólo para acabar condenándolo él mismo a la hoguera.
En el juicio, Servet se da cuenta de la perfidia de Calvino y lo insulta, pero luego le pide noblemente disculpas. De nada le sirve. Se le niega incluso la posibilidad de un abogado y, pese a que en Ginebra nada había hecho, tras una horrorosa estancia en la cárcel, se le condena a morir quemado con leña verde, para que su suplicio dure más. Tiene lugar el martirio el 27 de octubre de 1553, el mismo año de la publicación de la Christianismi Restitutio, que le dará universal fama póstuma. Calvino defiende, tras ser enterrado Servet, el derecho a asesinarlo. Señal de que en cierta opinión había calado hondo el crimen de Ginebra. Quizá porque compartía el lema que Servet o Serveto, alias Revés, había puesto en su edición de la Biblia de Pagnino: Libertatem meam mecum porto. En el grabado, un hombre con barbas, como Servet, lleva a cuestas dos maderos con esas palabras. Son su testamento. Cada cual lleva consigo su propia libertad.
Fuente: Conoceréis la Verdad
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