<CENTER>LUTERO</CENTER>
César Vidal
Suele ser habitual que a nuestras pantallas no lleguen o lo hagan con notable retraso algunas películas verdaderamente notables. Ese es el caso de Lutero, cuyo DVD ya tuve oportunidad de comprar en Estados Unidos no hace menos de un año. La película relata la historia del reformador alemán desde sus años de juventud en el convento agustino hasta la consagración legal del principio de libertad religiosa que no sólo salvaría su vida y la de los protestantes centro-europeos sino que cambiaría la Historia. Protagonizada por un Joseph Fiennes que lo mismo ha dado vida a un Shakespeare enamorado que a un comisario del ejército rojo, se trata de una cinta oportuna especialmente en una nación que se ha desarrollado en el prejuicio contra el protestantismo y que en sus medios de comunicación tiene problemas considerables para abordar una información religiosa sólida incluso aunque se refiera a la supuestamente conocida iglesia católica. Tras leer en los últimos días algunas reseñas sobre la película, observo con pesar que sigue existiendo una ignorancia deplorable sobre Lutero y el protestantismo. Sin embargo, la película – a pesar de las limitaciones de un medio como el cine – es bastante exacta en su relato. Lutero aparece como un monje de inquietudes espirituales, al que repugnó el bochornoso comercio de las indulgencias – un comportamiento que hoy no defendería ni el católico más ultramontano – y que solicitó la acción de su obispo para que corrigiera abusos flagrantes. Lutero no logró su objetivo y además se vio excomulgado por un papa tan corrupto que hoy pocos podrían creer que existió jamás. Sin embargo, la sentencia papal tuvo consecuencias inesperadas. Primero, porque llevó a Lutero a abogar por lo mismo que habían solicitado antes de él personajes tan dispares como Isabel la católica, Cisneros, Erasmo o Alfonso de Valdés, es decir, una reforma de la iglesia. Segundo, porque lo desplazó poco a poco hacia basarse sólo en la Biblia como regla de esa reforma. Durante años, Lutero – como el hispano Juan de Valdés – creyó que un concilio podría llevar a cabo esa reforma basada en las Escrituras. Como Valdés también acabó llegando a la conclusión de que no sería así y se vio obligado a articular una realidad eclesial paralela. Lutero no consiguió – y lo lamentó apesadumbrado – una comunidad que alcanzara la supuesta pureza del Nuevo Testamento. Sin embargo, dejó sentadas las bases que seguirían sin excepción todas las confesiones protestantes, los tres principios esenciales de la Reforma: sola Scriptura, solo Christo y sola gratia. En otras palabras, la creencia en que la única regla de fe y conducta es la Biblia (y no la tradición eclesial), la creencia en que es Cristo el único que salva y media entre Dios y los hombres (y no María o los santos) y la creencia en que la salvación no se gana por los propios méritos sino que es un regalo que Dios ofrece al hombre y que éste rechaza o acepta. Este último punto – tan mal entendido y tan tergiversado por autores no protestantes – ha tenido una influencia histórica extraordinaria. El hombre salvado al aceptar la redención que Cristo había realizado por él en la cruz no se dejaría llevar por la angustia sino que se lanzaría, agradecido a su Redentor, por el camino de las obras y los logros. No para salvarse, sino, como escribió Pablo a los Efesios 2, 8-10, porque ya estaba salvado. Como han señalado Kuhn y Whitehead, de ese impulso protestante surgiría la revolución científica del siglo XVI. También nacerían el desarrollo del capitalismo – que permitiría avanzar a las naciones protestantes en contraposición a las católicas – la ética del trabajo o la democracia de los puritanos, ésa que exige dividir el poder para impedir que degenere en tiranía y cuyo monumento más logrado es la constitución de los Estados Unidos. Así quedó demostrado históricamente no que el protestantismo fuera perfecto, pero sí que para llevar a cabo grandes obras hay que partir de una fe sólida y firme. Como la que, con todas sus limitaciones, tenía un monje agustino llamado Martín Lutero.
Fuente: http://www.larazon.es/

