Apreciados foristas:
Deseo compartir con ustedes un discurso pronunciado por Albert Einstein, en el que hace algunas reflexiones acerca de cómo concebía él la relación que existe entre ciencia y religión. Posiblemente, muchos de ustedes ya hayan tenido oportunidad de leer este material, así como también habrán otros que no. Encuentro en estas palabras sabias reflexiones que espero podamos comentarlas.
CIENCIA Y RELIGIÓN
I. Discurso pronunciado en el seminario teológico de Princetown, el 19 de Mayo de 1939; publicado en Out of My Later Years, Nueva York, Philosophical Library, 1950.
Durante el siglo pasado, y parte del anterior, se sostuvo de modo generalizado que existía un conflicto insalvable entre ciencia y fe. La opinión predominante entre las personas de ideas avanzadas era que había llegado la hora de que el conocimiento, la ciencia, fuese sustituyendo a la fe; toda creencia que no se apoyase en el conocimiento era superstición, y, como tal, había que combatirla. Según esta concepción, la educación tenía como única función la de abrir el camino al pensamiento y al conocimiento, y la escuela, como órgano destacado en la educación del pueblo, debía servir exclusivamente a este fin.
Probablemente será difícil encontrar, si se encuentra, una exposición tan tosca desde el punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver de inmediato la unilateralidad de esta exposición. Pero es aconsejable también exponer la tesis de forma nítida y concisa si uno quiere aclarar sus ideas respecto a la naturaleza de esa tesis.
No hay duda de que el mejor medio de sustentar una convicción es basarla en la experiencia y en el razonamiento claro. Hemos de aceptar sin reservas a este respecto el racionalismo extremo. El punto débil de esta concepción es, sin embargo, este, que aquellas concepciones que son inevitables y que determinan nuestra conducta y nuestros juicios, no pueden basarse únicamente en este sólido procedimiento científico.
En realidad el método científico sólo puede mostrarnos cómo se relacionan los hechos entre sí y cómo están mutuamente condicionados. El anhelo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a lo más elevado de que es capaz el hombre, e imagino, por supuesto, que nadie sospechará que intente yo rebajar los triunfos y las luchas heroicas del hombre en esta esfera. Es también evidente, sin embargo, que el conocimiento de lo que es, no abre la puerta directamente a lo que debería ser. Uno puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no ser capaz, sin embargo, de deducir de ello lo que debería ser el objetivo de nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo nos proporciona poderosos instrumentos para lograr ciertos fines, pero el objetivo último en sí y el anhelo de alcanzarlo deben venir de otra fuente. Y no creo que haga falta siquiera defender la tesis de que nuestra existencia y nuestra actividad sólo adquieren sentido por la persecución de un objetivo tal y de valores correspondientes. El conocimiento de la verdad en cuanto tal es maravilloso, pero su utilidad como guía es tan escasa que no puede demostrar siquiera la justificación y el valor de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Nos enfrentamos aquí, en consecuencia, a los límites de la concepción puramente racional de nuestra existencia.
Pero no debe suponerse que el pensamiento inteligente no juegue ningún papel en la formación del objetivo y de los juicios éticos. Cuando alguien comprende que ciertos medios serían útiles para la consecución de un fin, los medios en sí se convierten por ello en un fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines. Pero el mero pensamiento no puede proporcionarnos un sentido de los fines últimos y fundamentales. Aclarar estos fines y estas valoraciones fundamentales, e introducirlos en la vida emotiva de los individuos, me parece concretamente la función más importante de la religión en la vida social del hombre. Y si se pregunta de qué se deriva la autoridad de tales fines fundamentales, dado que no pueden cimentarse y justificarse únicamente en la razón, sólo cabe decir: son, en una sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta y en las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Es decir, están ahí como algo vivo, sin que sea necesario buscar una justificación de su existencia. Adquieren existencia no a través de la demostración, sino de la revelación, por intermedio de personalidades vigorosas. No hay que intentar justificarlas, sino más bien captar su naturaleza simple y claramente.
Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo muy elevado que, con nuestras débiles fuerzas, sólo podemos alcanzar muy pobremente, pero que proporciona fundamento seguro a nuestras aspiraciones y valoraciones. Si se desvinculase este objetivo de su forma religiosa y se examinase en su aspecto puramente humano, quizá pudiera exponerse así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que pueda poner sus cualidades, libre y alegremente, al servicio de toda la humanidad.
No cabe aquí divinizar una nación, una clase, y no digamos ya un individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el lenguaje religioso? En realidad, ni siquiera la divinización del género humano, como una totalidad abstracta, correspondería al espíritu de ese ideal. Solo posee alma el individuo. Y el fin superior del individuo es servir más que regir, o imponerse de cualquier modo.
Si uno examina la sustancia y olvida la forma, puede considerar estas palabras expresión, además, de la actitud democrática fundamental. El verdadero demócrata no puede adorar a su nación lo mismo que no puede el hombre que es religioso, en nuestro sentido del término.
¿Cuál es pues en todo esto la función de la educación y de la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que esos principios fundamentales fuesen para él como el aire que respira. Sólo la educación puede lograrlo.
Si uno tiene estos elevados principios claramente a la vista, y los compara con la vida y el espíritu de la época, comprueba palpablemente que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en grave peligro. En los estados totalitarios son los propios dirigentes los que se empeñan por destruir ese espíritu de humanidad. En zonas menos amenazadas son el nacionalismo y la intolerancia, y la opresión de los individuos por medios económicos, quienes pretenden asfixiar esas valiosísimas tradiciones.
Crece, sin embargo, la conciencia de la gravedad del peligro entre los intelectuales, y se buscan afanosamente medios para combatir el peligro... medios en el campo de la política nacional e internacional, de la legislación, o de la organización en general. Tales esfuerzos son, sin duda alguna, muy necesarios. Sin embargo, los antiguos sabían algo que nosotros parecemos haber olvidado. Todos los medios resultan ser elementos inútiles si tras ellos no hay un espíritu vivo. Pero si el anhelo de lograr el objetivo vive poderoso dentro de nosotros, no nos faltará fuerza para hallar los medios de alcanzar ese objetivo y traducirlo a hechos.
Espero sus comentarios.
Deseo compartir con ustedes un discurso pronunciado por Albert Einstein, en el que hace algunas reflexiones acerca de cómo concebía él la relación que existe entre ciencia y religión. Posiblemente, muchos de ustedes ya hayan tenido oportunidad de leer este material, así como también habrán otros que no. Encuentro en estas palabras sabias reflexiones que espero podamos comentarlas.
CIENCIA Y RELIGIÓN
I. Discurso pronunciado en el seminario teológico de Princetown, el 19 de Mayo de 1939; publicado en Out of My Later Years, Nueva York, Philosophical Library, 1950.
Durante el siglo pasado, y parte del anterior, se sostuvo de modo generalizado que existía un conflicto insalvable entre ciencia y fe. La opinión predominante entre las personas de ideas avanzadas era que había llegado la hora de que el conocimiento, la ciencia, fuese sustituyendo a la fe; toda creencia que no se apoyase en el conocimiento era superstición, y, como tal, había que combatirla. Según esta concepción, la educación tenía como única función la de abrir el camino al pensamiento y al conocimiento, y la escuela, como órgano destacado en la educación del pueblo, debía servir exclusivamente a este fin.
Probablemente será difícil encontrar, si se encuentra, una exposición tan tosca desde el punto de vista racionalista; toda persona sensata puede ver de inmediato la unilateralidad de esta exposición. Pero es aconsejable también exponer la tesis de forma nítida y concisa si uno quiere aclarar sus ideas respecto a la naturaleza de esa tesis.
No hay duda de que el mejor medio de sustentar una convicción es basarla en la experiencia y en el razonamiento claro. Hemos de aceptar sin reservas a este respecto el racionalismo extremo. El punto débil de esta concepción es, sin embargo, este, que aquellas concepciones que son inevitables y que determinan nuestra conducta y nuestros juicios, no pueden basarse únicamente en este sólido procedimiento científico.
En realidad el método científico sólo puede mostrarnos cómo se relacionan los hechos entre sí y cómo están mutuamente condicionados. El anhelo de alcanzar este conocimiento objetivo pertenece a lo más elevado de que es capaz el hombre, e imagino, por supuesto, que nadie sospechará que intente yo rebajar los triunfos y las luchas heroicas del hombre en esta esfera. Es también evidente, sin embargo, que el conocimiento de lo que es, no abre la puerta directamente a lo que debería ser. Uno puede tener el conocimiento más claro y completo de lo que es, y no ser capaz, sin embargo, de deducir de ello lo que debería ser el objetivo de nuestras aspiraciones humanas. El conocimiento objetivo nos proporciona poderosos instrumentos para lograr ciertos fines, pero el objetivo último en sí y el anhelo de alcanzarlo deben venir de otra fuente. Y no creo que haga falta siquiera defender la tesis de que nuestra existencia y nuestra actividad sólo adquieren sentido por la persecución de un objetivo tal y de valores correspondientes. El conocimiento de la verdad en cuanto tal es maravilloso, pero su utilidad como guía es tan escasa que no puede demostrar siquiera la justificación y el valor de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Nos enfrentamos aquí, en consecuencia, a los límites de la concepción puramente racional de nuestra existencia.
Pero no debe suponerse que el pensamiento inteligente no juegue ningún papel en la formación del objetivo y de los juicios éticos. Cuando alguien comprende que ciertos medios serían útiles para la consecución de un fin, los medios en sí se convierten por ello en un fin. La inteligencia nos aclara la interrelación entre medios y fines. Pero el mero pensamiento no puede proporcionarnos un sentido de los fines últimos y fundamentales. Aclarar estos fines y estas valoraciones fundamentales, e introducirlos en la vida emotiva de los individuos, me parece concretamente la función más importante de la religión en la vida social del hombre. Y si se pregunta de qué se deriva la autoridad de tales fines fundamentales, dado que no pueden cimentarse y justificarse únicamente en la razón, sólo cabe decir: son, en una sociedad sana, tradiciones poderosas, que influyen en la conducta y en las aspiraciones y en los juicios de los individuos. Es decir, están ahí como algo vivo, sin que sea necesario buscar una justificación de su existencia. Adquieren existencia no a través de la demostración, sino de la revelación, por intermedio de personalidades vigorosas. No hay que intentar justificarlas, sino más bien captar su naturaleza simple y claramente.
Los más elevados principios de nuestras aspiraciones y juicios nos los proporciona la tradición religiosa judeocristiana. Es un objetivo muy elevado que, con nuestras débiles fuerzas, sólo podemos alcanzar muy pobremente, pero que proporciona fundamento seguro a nuestras aspiraciones y valoraciones. Si se desvinculase este objetivo de su forma religiosa y se examinase en su aspecto puramente humano, quizá pudiera exponerse así: Desarrollo libre y responsable del individuo, de modo que pueda poner sus cualidades, libre y alegremente, al servicio de toda la humanidad.
No cabe aquí divinizar una nación, una clase, y no digamos ya un individuo. ¿No somos todos hijos de un padre, tal como se dice en el lenguaje religioso? En realidad, ni siquiera la divinización del género humano, como una totalidad abstracta, correspondería al espíritu de ese ideal. Solo posee alma el individuo. Y el fin superior del individuo es servir más que regir, o imponerse de cualquier modo.
Si uno examina la sustancia y olvida la forma, puede considerar estas palabras expresión, además, de la actitud democrática fundamental. El verdadero demócrata no puede adorar a su nación lo mismo que no puede el hombre que es religioso, en nuestro sentido del término.
¿Cuál es pues en todo esto la función de la educación y de la escuela? Debería ayudarse al joven a formarse en un espíritu tal que esos principios fundamentales fuesen para él como el aire que respira. Sólo la educación puede lograrlo.
Si uno tiene estos elevados principios claramente a la vista, y los compara con la vida y el espíritu de la época, comprueba palpablemente que la humanidad civilizada se halla en la actualidad en grave peligro. En los estados totalitarios son los propios dirigentes los que se empeñan por destruir ese espíritu de humanidad. En zonas menos amenazadas son el nacionalismo y la intolerancia, y la opresión de los individuos por medios económicos, quienes pretenden asfixiar esas valiosísimas tradiciones.
Crece, sin embargo, la conciencia de la gravedad del peligro entre los intelectuales, y se buscan afanosamente medios para combatir el peligro... medios en el campo de la política nacional e internacional, de la legislación, o de la organización en general. Tales esfuerzos son, sin duda alguna, muy necesarios. Sin embargo, los antiguos sabían algo que nosotros parecemos haber olvidado. Todos los medios resultan ser elementos inútiles si tras ellos no hay un espíritu vivo. Pero si el anhelo de lograr el objetivo vive poderoso dentro de nosotros, no nos faltará fuerza para hallar los medios de alcanzar ese objetivo y traducirlo a hechos.
Espero sus comentarios.