No es un secreto que el Diablo vive para guerrear contra la humanidad en su camino por la salvación; el móvil es el odio puro. Las armas con que Satán ataca al hombre son la tentación, el asedio y la sutileza de presencia (bien lo dice el escritor francés: la mayor argucia del Diablo es hacernos creer que no existe).
Así los cristianos estamos seguros de estar en medio de la guerra contra Ángel malo (Ap. 12, 17), y así es que vemos en particular una táctica de guerra:
En un campo de batalla cuando los dos bandos pelean por el control de la misma, generalmente en el terreno hay un punto que sobresale del resto y desde el cual se puede dominar -para ventaja propia- el resto de la planicie. En el caso de la Batalla de Waterloo, estaba dominando la colina donde se encontraba La Belle Alliance y las tropas francesas pelean hasta que cae la ondeante bandera del visible lugar.
En innumerables batallas, el despliegue de una sola bandera ondeante era la diferencia entre el escuadrón vencedor y el derrotado, y ésto simplemente porque la bandera significa la palpable manifestación de la anhelada victoria.
No es de sorprendernos que el Diablo use contra nosotros la más vieja táctica de guerra que existe: el buscar arrancar la bandera ondeante de nuestro escuadrón para que así desapareza la señal de la victoria hacia la cual nos encaminamos.
¿Pero cuál es esa victoria que buscamos los humanos en el medio de ésta batalla?.
Pues no es otra cosa que la salvación, o sea nuestra reivindicación como hijos de Dios en el estado original antes de nuestro pecado.
Es en el medio de todo ésto que nuestra bandera ondeante en el campo de batalla, anunciando la consumación de la salvación de Dios del hombre de encuentra a nuestros ojos en el ser humano que permanece en gloria del cuerpo y el alma glorificados por la gracia de Dios: hablo de Santa María Virgen.
¡Cuán dichosas resuenan en el Evangelio las palabras de Santa Isabel al verle!
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc. 1, 45)
Y es que no es poca cosa lo que dice el Señor: se trata del portento de la salvación la cual entra por un sólo hombre (Rom. 5, 15) la cual se convierte en vida eterna en todo creyente (Jn. 4, 14).
El Dogma de la Inmaculada Concepción de María se define no de manera fortuita a mediados del Siglo XIX, en medio del pleno ataque de todas las ideologías anti-hombre que querían ver en él no a la creatura predilecta del Señor, creada originalmente de forma inmaculada (Gen. 1, 27) sino como "una baratija" para ser menospreciada, la cual sólo tiene sentido si forma parte de alguna "lucha de clases" y ninguno en lo individual.
Así la Iglesia como el pilar de la verdad (1Tim. 3, 15) le señala a la humanidad la concreción de la razón por la cual creer: a Santa María Virgen, la Madre del Salvador Inmaculada (Lc. 1, 28) creada de dicha forma como el hombre original en el Plan de Dios por promesa misma del Creador (Gen. 3, 15).
En María se concreta toda la manifestación de la pureza de la Creación de Dios, y así en su ser Inmaculado brilla para nosotros toda la bondad divina que nos fué oscurecida a los ojos por el pecado.
Si alguien duda de la valía única de cada ser humano, ¡que vea el brillo resplandeciente de María Inmaculada! la cual está engrandecida en el alma por la llegada de la salvación divina (Lc. 46, 47).
Así es que a mitades del Siglo XIX todas las argucias del Diablo para perder al hombre chocan a la vista de los fieles contra el primer ondear de la belleza de la hija del Rey, cuyo nombre es memorable por todas las generaciones (Sal. 45, 18; Lc. 1, 48).
Pero la serpiente antigua continuaba despechada contra la Mujer y sus hijos (Ap. 12, 17) los cuales serán príncipes sobre la tierra (Sal. 45, 17) y en el Siglo XX con renovados odios derrama toda su amargura sobre la humanidad, la cual en dos guerras mundiales casi muere no sólo corporal sino también espiritualmente: "¿A dónde puede ir Europa después de Auschwitz?" (Juan Pablo II).
De nuevo el fundamento de la verdad que es la Iglesia (1Tim. 3, 15) responde al desafío de la serpiente de la muerte que serpentea sobre las interminables montañas de cadáveres creyendo haber alcanzado su mayor anhelo que es la ruina humana con la declaración del Dogma de la Asunción de María a los Cielos.
Otra vez en el punto más duro de la batalla vuelve a ondearse fulgurante nuestra bandera que se constituye en flagrante cumplimiento de la otrora Promesa Salvífica de nuestro Dios en el que esperamos: María no sólo vuelve mostrarle a la humanidad enceguecida su pureza original, sino que ahora le muestra su gloria futura, siendo ésta el íntegro cuerpo incorruptible y sereno, sostenido eternamente por la celestial gloria divina.
Así la corona que le será entregada a todo el que permanece fiel hasta la muerte (Ap. 2, 1) ya le ha sido anticipada a la Madre del Señor (Lc. 1, 43), María Santísima, como de ello nos testimonia San Juan en sus revelaciones, evocando con gran amor en sus palabras a la Mujer que le fué entregada por Madre (Jn. 19, 26, 27):
"Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la l una bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap. 12, 1)
¡Qué gran prodigio! ¡Nuestra bandera ya irradia su luz interminable sobre todas las oscuridades de la guerra!
¡Bendito y alabado sea nuestro Señor por darnos la concreción de la esperanza para la cual caminamos diariamente a través del campo de batalla!.
Así los cristianos estamos seguros de estar en medio de la guerra contra Ángel malo (Ap. 12, 17), y así es que vemos en particular una táctica de guerra:
En un campo de batalla cuando los dos bandos pelean por el control de la misma, generalmente en el terreno hay un punto que sobresale del resto y desde el cual se puede dominar -para ventaja propia- el resto de la planicie. En el caso de la Batalla de Waterloo, estaba dominando la colina donde se encontraba La Belle Alliance y las tropas francesas pelean hasta que cae la ondeante bandera del visible lugar.
En innumerables batallas, el despliegue de una sola bandera ondeante era la diferencia entre el escuadrón vencedor y el derrotado, y ésto simplemente porque la bandera significa la palpable manifestación de la anhelada victoria.
No es de sorprendernos que el Diablo use contra nosotros la más vieja táctica de guerra que existe: el buscar arrancar la bandera ondeante de nuestro escuadrón para que así desapareza la señal de la victoria hacia la cual nos encaminamos.
¿Pero cuál es esa victoria que buscamos los humanos en el medio de ésta batalla?.
Pues no es otra cosa que la salvación, o sea nuestra reivindicación como hijos de Dios en el estado original antes de nuestro pecado.
Es en el medio de todo ésto que nuestra bandera ondeante en el campo de batalla, anunciando la consumación de la salvación de Dios del hombre de encuentra a nuestros ojos en el ser humano que permanece en gloria del cuerpo y el alma glorificados por la gracia de Dios: hablo de Santa María Virgen.
¡Cuán dichosas resuenan en el Evangelio las palabras de Santa Isabel al verle!
"¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc. 1, 45)
Y es que no es poca cosa lo que dice el Señor: se trata del portento de la salvación la cual entra por un sólo hombre (Rom. 5, 15) la cual se convierte en vida eterna en todo creyente (Jn. 4, 14).
El Dogma de la Inmaculada Concepción de María se define no de manera fortuita a mediados del Siglo XIX, en medio del pleno ataque de todas las ideologías anti-hombre que querían ver en él no a la creatura predilecta del Señor, creada originalmente de forma inmaculada (Gen. 1, 27) sino como "una baratija" para ser menospreciada, la cual sólo tiene sentido si forma parte de alguna "lucha de clases" y ninguno en lo individual.
Así la Iglesia como el pilar de la verdad (1Tim. 3, 15) le señala a la humanidad la concreción de la razón por la cual creer: a Santa María Virgen, la Madre del Salvador Inmaculada (Lc. 1, 28) creada de dicha forma como el hombre original en el Plan de Dios por promesa misma del Creador (Gen. 3, 15).
En María se concreta toda la manifestación de la pureza de la Creación de Dios, y así en su ser Inmaculado brilla para nosotros toda la bondad divina que nos fué oscurecida a los ojos por el pecado.
Si alguien duda de la valía única de cada ser humano, ¡que vea el brillo resplandeciente de María Inmaculada! la cual está engrandecida en el alma por la llegada de la salvación divina (Lc. 46, 47).
Así es que a mitades del Siglo XIX todas las argucias del Diablo para perder al hombre chocan a la vista de los fieles contra el primer ondear de la belleza de la hija del Rey, cuyo nombre es memorable por todas las generaciones (Sal. 45, 18; Lc. 1, 48).
Pero la serpiente antigua continuaba despechada contra la Mujer y sus hijos (Ap. 12, 17) los cuales serán príncipes sobre la tierra (Sal. 45, 17) y en el Siglo XX con renovados odios derrama toda su amargura sobre la humanidad, la cual en dos guerras mundiales casi muere no sólo corporal sino también espiritualmente: "¿A dónde puede ir Europa después de Auschwitz?" (Juan Pablo II).
De nuevo el fundamento de la verdad que es la Iglesia (1Tim. 3, 15) responde al desafío de la serpiente de la muerte que serpentea sobre las interminables montañas de cadáveres creyendo haber alcanzado su mayor anhelo que es la ruina humana con la declaración del Dogma de la Asunción de María a los Cielos.
Otra vez en el punto más duro de la batalla vuelve a ondearse fulgurante nuestra bandera que se constituye en flagrante cumplimiento de la otrora Promesa Salvífica de nuestro Dios en el que esperamos: María no sólo vuelve mostrarle a la humanidad enceguecida su pureza original, sino que ahora le muestra su gloria futura, siendo ésta el íntegro cuerpo incorruptible y sereno, sostenido eternamente por la celestial gloria divina.
Así la corona que le será entregada a todo el que permanece fiel hasta la muerte (Ap. 2, 1) ya le ha sido anticipada a la Madre del Señor (Lc. 1, 43), María Santísima, como de ello nos testimonia San Juan en sus revelaciones, evocando con gran amor en sus palabras a la Mujer que le fué entregada por Madre (Jn. 19, 26, 27):
"Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la l una bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap. 12, 1)
¡Qué gran prodigio! ¡Nuestra bandera ya irradia su luz interminable sobre todas las oscuridades de la guerra!
¡Bendito y alabado sea nuestro Señor por darnos la concreción de la esperanza para la cual caminamos diariamente a través del campo de batalla!.