<TABLE cellSpacing=0 cellPadding=0 width=475 align=center border=0><TBODY><TR><TD class=txtgrisbig>Carta del Director</TD></TR><TR><TD class=titunoticia>Los gays tienen razón</TD></TR><TR><TD height=5></TD></TR><TR><TD background=img/deco_puntogrishorizontal.gif height=1></TD></TR><TR><TD height=14></TD></TR><TR><TD height=20></TD></TR><TR><TD class=txtgrisbig>Al menos en parte. No la tienen cuando señalan -en cartas a esta Redacción- que también entre los heteros hay infiernos como el que reflejaba el estremecedor testimonio de un homosexual, publicado por ÉPOCA la semana pasada. ¿Por qué?
Primero, porque la homosexualidad es contra natura. Las leyes no pueden modificar la realidad, por más que algunos políticos irresponsables se empeñen en lo contrario y por más que haya torquemadas de medio pelo dispuestos a desenterrar la mordaza contra la libertad de expresión.
Segundo, porque el nivel de promiscuidad entre los homosexuales es muy superior al de los heteros. Datos: más del 41% tiene una relación de pareja de menos de un año de duración. Fuente: un estudio sobre hábitos de homosexuales españoles, encargado por la Federación de Gays y Lesbianas.
Esa promiscuidad tienen mucho que ver con el nivel de insatisfacción y ansiedad de quienes cifran buena parte de su vida en algo antinatural. No lo digo yo, sino Freud. Y también el ensayista inglés C. S. Lewis, que sintetizaba así la tortura de algunos: "Deseo creciente, placer decreciente".
Dicho esto, es preciso dar la razón a los gays en un aspecto: esa promiscuidad gana terreno entre los heteros. Y en otro, aún más lúcido: los primeros que hemos dinamitado el matrimonio hasta convertirlo en una caricatura hemos sido los heterosexuales.
Del matrimonio-contrato (¡y qué contrato!, el más audaz imaginable, por el que los esposos prometen entregarse cuanto son y cuanto tienen) hemos pasado al matrimonio-light, cogido con alfileres, que aguarda al menor pretexto para deshacerse.
Del matrimonio sólidamente cimentado en la voluntad (una palabra en peligro de extinción) hemos evolucionado al matrimonio-capricho, es decir, una birria de unión. Terreno abonado para el divorcio-exprés, lo más parecido al repudio-exprés de una sociedad tan progre como... la musulmana.
El invento de la píldora -a mediados del siglo XX- que escindía placer y procreación, y la legislación divorcista han ido derruyendo la roca hasta convertirla en gravilla, ceniza, polvo...
Esa trivialización del matrimonio tiene dramáticas consecuencias que gobernantes y legisladores se empeñan en no ver: hogares rotos; hijos con un solo progenitor; frankensteins de familias, hechas de retazos mal cosidos de uniones anteriores; violencia doméstica, etc.
Y esa trivialización del matrimonio ha sido paralela a la trivialización del sexo.
En el Occidente de las últimas décadas tenemos una inflación de sexo, porque su valor ha disminuido. Se ha convertido en un objeto de consumo barato, en una fruslería: se habla de practicar sexo como si fuera footing. Cuando se trata de una realidad indisociable de un contexto más amplio (la donación recíproca, la promesa de amor entre un hombre y una mujer, el origen de la vida). Algo profundamente valioso, que es preciso proteger con delicadeza.
Lo decía Chesterton, clarividente: "El sexo es un instinto que produce una institución. Esa institución es la familia, que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales. Incluye adoración, justicia, festividad, decoración, instrucción, camaradería, descanso. La casa es mucho más grande que el sexo.
Pero la verdad es que hay quienes prefieren quedarse en la puerta y nunca dan un paso más allá".
Peor para ellos.
Alfonso Basallo.
EPOCA
</TD></TR></TBODY></TABLE>
Primero, porque la homosexualidad es contra natura. Las leyes no pueden modificar la realidad, por más que algunos políticos irresponsables se empeñen en lo contrario y por más que haya torquemadas de medio pelo dispuestos a desenterrar la mordaza contra la libertad de expresión.
Segundo, porque el nivel de promiscuidad entre los homosexuales es muy superior al de los heteros. Datos: más del 41% tiene una relación de pareja de menos de un año de duración. Fuente: un estudio sobre hábitos de homosexuales españoles, encargado por la Federación de Gays y Lesbianas.
Esa promiscuidad tienen mucho que ver con el nivel de insatisfacción y ansiedad de quienes cifran buena parte de su vida en algo antinatural. No lo digo yo, sino Freud. Y también el ensayista inglés C. S. Lewis, que sintetizaba así la tortura de algunos: "Deseo creciente, placer decreciente".
Dicho esto, es preciso dar la razón a los gays en un aspecto: esa promiscuidad gana terreno entre los heteros. Y en otro, aún más lúcido: los primeros que hemos dinamitado el matrimonio hasta convertirlo en una caricatura hemos sido los heterosexuales.
Del matrimonio-contrato (¡y qué contrato!, el más audaz imaginable, por el que los esposos prometen entregarse cuanto son y cuanto tienen) hemos pasado al matrimonio-light, cogido con alfileres, que aguarda al menor pretexto para deshacerse.
Del matrimonio sólidamente cimentado en la voluntad (una palabra en peligro de extinción) hemos evolucionado al matrimonio-capricho, es decir, una birria de unión. Terreno abonado para el divorcio-exprés, lo más parecido al repudio-exprés de una sociedad tan progre como... la musulmana.
El invento de la píldora -a mediados del siglo XX- que escindía placer y procreación, y la legislación divorcista han ido derruyendo la roca hasta convertirla en gravilla, ceniza, polvo...
Esa trivialización del matrimonio tiene dramáticas consecuencias que gobernantes y legisladores se empeñan en no ver: hogares rotos; hijos con un solo progenitor; frankensteins de familias, hechas de retazos mal cosidos de uniones anteriores; violencia doméstica, etc.
Y esa trivialización del matrimonio ha sido paralela a la trivialización del sexo.
En el Occidente de las últimas décadas tenemos una inflación de sexo, porque su valor ha disminuido. Se ha convertido en un objeto de consumo barato, en una fruslería: se habla de practicar sexo como si fuera footing. Cuando se trata de una realidad indisociable de un contexto más amplio (la donación recíproca, la promesa de amor entre un hombre y una mujer, el origen de la vida). Algo profundamente valioso, que es preciso proteger con delicadeza.
Lo decía Chesterton, clarividente: "El sexo es un instinto que produce una institución. Esa institución es la familia, que, una vez iniciada, tiene cientos de aspectos que no son de ninguna manera sexuales. Incluye adoración, justicia, festividad, decoración, instrucción, camaradería, descanso. La casa es mucho más grande que el sexo.
Pero la verdad es que hay quienes prefieren quedarse en la puerta y nunca dan un paso más allá".
Peor para ellos.
Alfonso Basallo.
EPOCA
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