El Presbitero Eduardo de la Serna desarrolla su actividad eclesiastica en la ciudad de Quilmes en la Pcia. de Buenos Aires- Argentina.
su titulo:
La cruel inhumanidad
Pasó el tiempo en el que la Iglesia decía de sí misma que era “experta en humanidad”, y que eso era creíble. Pasaron los tiempos en que un documento pontificio era criticado en las instancias de poder, como lo fue la Pacem in Terris o la Populorum Progressio. Pasaron los tiempos en que la Iglesia era mirada, “desde afuera” con respeto, con afecto, y hasta con algo de admiración, por su coherencia, por su capacidad de reformarse, por su sensibilidad; o mirada con desconfianza por los “dueños del Poder”... Pasaron los tiempos, y vinieron otros. Otros tiempos en los que encíclicas papales fueron aplaudidas por los poderosos, y citadas como autoridad por los abanderados de la opresión y explotación; vinieron otros tiempos en que tres presidentes del Estado terrorista más terrible y criminal de los tiempos modernos saludan respetuosamente a un extinto pontífice, y lo aplauden como “paladín de la libertad”. ¿Qué pasó dentro de la Iglesia para que se produjera este cambio fenomenal? Una mirada simplista diría que Juan Pablo no era como Juan, ni como Pablo, lo cual es evidente. Sin embargo, parece que es útil mirar más allá. O más adentro. Porque algo más profundo parece estar ocurriendo. Algo que, creemos, tiene su origen -no deseado- en Juan y en Pablo, y que hizo eclosión en los últimos tiempos.
Creo que el Concilio Vaticano II -insisto en que sin desearlo- sembró en su mismo seno la semilla de la crisis. La semilla que fue mirarse a sí misma, para reformarse, aggiornarse (que hoy sería ierisarse, valga el neologismo). Siempre referida a Cristo, como lo demuestra el documento sobre La Iglesia (‘Lumen Gentium’), que empieza remitiendo a Cristo, que es la luz de las naciones, pero reflexionando sobre sí misma, sobre su ser, sobre su relación con el mundo, con las otras Iglesias (muchas ahora llamadas comunidades eclesiales; desde la no-conciliar Dominus Iesus), con el pueblo judío, con las religiones no cristianas, sobre la liturgia, los presbíteros, los religiosos y los laicos… Siempre mirándose a sí misma. Con clara intención de ponerse “a giorno”, al día; un día que hoy es ayer (ieri, en italiano). Pero mirándose. Y el problema fue que ese mirarse la hizo ir cayendo en un eclesiocentrismo que corre el permanente riesgo de ser eclesiolatría. Riesgo que la Iglesia correrá siempre, porque “no existe ni una sola verdad de fe que no podamos manipular idolátricamente” (G. von Rad). Es interesante que Torquemada cuenta que en el Concilio de Basilea (1431) los obispos presentes se ponían de rodillas al decir “se encarnó” pero también al decir “y (creo) en la Iglesia…” Actitudes como estas, son un riesgo de la Iglesia de todos los tiempos, y se debe estar alerta contra esto. No deberíamos olvidar que es esa teología, y esa Iglesia que pone a la Iglesia al mismo nivel que Jesús la que condena a Juana de Arco, mujer, laica, pobre, comprometida con la política y la liberación de su patria, por desobedecerla.
Creo que ese mirarse hacia adentro, llevó y lleva a la Iglesia a mirar el afuera como un extraño y hasta un enemigo. Y a mirarse a sí misma como victimal e inmaculada. Así, todo lo que se proponga “desde afuera” es visto como “adverso”, y sin la claridad necesaria como para distinguir lo que se propone desde la independencia externa de lo que surge de “la otra vereda”. Este tema, en una Iglesia eurocéntrica, como lo es la Católica Romana desde hace ya demasiados siglos, se focaliza en temas como el divorcio, los preservativos, los casamientos homosexuales, y hasta la poligamia. Pero mirando desde “el reverso de la historia”, desde “los pobres de la tierra”, el tema se enfoca más en la ‘vida’ cotidiana de aquellos que son llevados a la “muerte antes de tiempo”. En este contexto de muerte, una Iglesia que se mira a sí misma, prefiere mirar si un estado la reconoce como interlocutora, o si se la consulta para determinados ministros o determinadas políticas, prefiere que no se la nombre en casos públicos de pederastia, que se mire con sus mismos ojos lo que ella llama ‘reconciliación’, y no parece sintonizar en la mirada sobre otros temas como el neo-liberalismo, la deuda externa, la pobreza, la desocupación, la desnutrición... Cuando se ve una Iglesia que está más preocupada por los preservativos que por el hambre (por no decir “que por Jesús”), o una predicación más centrada en si un Te Deum se hace en un lado o en otro, o si los poros del látex permiten o no el paso del virus del sida, cuando es evidente que los poros del neoliberalismo no permiten el paso del pan, entonces nos encontramos con una Iglesia que se mira tanto a sí misma que se ha vuelto incapaz de mirar la humanidad. Por inhumana.
Podríamos hablar de decenas de casos de inhumanidad interna, desde los (des)tratos a curas y laicos, desde la vida interna en decenas de comunidades religiosas activas y contemplativas, desde la negativa persistente a revisar ámbitos y espacios de humanidad macro y microeclesiales, hasta aspectos que vuelven a los ministros cada vez más inhumanos. Y no se entienda que estamos aludiendo al celibato -aunque lo incluimos también- sino a la vida interna de las comunidades cristianas, a lo económico en el seno de la Iglesia, a la ausencia de diálogo, al autoritarismo, a la falta de igualdad, sea esta de género, de “jerarquía”, o económica, a la violación de derechos humanos en el interno de la comunidad eclesial, al desgaste sistemático de personas, a la hiperactividad, a una espiritualidad desencarnada (y por tanto inhumana), sínodos o congresos de laicos con laicados “obedientes”, encuadrados y no críticos amantes de la verdad y la justicia, y hasta una aparente necesidad cada vez más urgente de dar respuestas a preguntas que ya nadie se formula...
Personalmente creo que Juan Pablo II fue gravemente responsable en el crecimiento de esta inhumanidad, aunque creo que eso lo vivió también él mismo, como la hiper exposición pública de sus últimos meses (¿años?) lo demuestran; pero eso no lo transforma en más humano. La centralidad que muchos grupos cristianos dan al dolor, por ejemplo, expresan visiblemente esta inhumanidad. Pero también la manifiesta falta de alegría, de paz interior, de solidaridad, de respeto.
Personalmente creo, y acá radico el punto central, si la Iglesia se mira a sí misma, por más generosidad y honestidad que tenga en este mirarse, sólo terminará encerrada; porque la Iglesia no existe para sí, sino para el pueblo, para el “mundo”. Jesús en un lado, la gente en el otro son las dos puntas a las quela Iglesia debe remitir siempre sin mirarse a sí misma, salvo para revisar la fidelidad a su misión. Si la Iglesia no mira, por encima de todo, el Reino, y no está en permanente conversión a ese Reino, si no mira a Jesús y está en permanente actitud de anuncio de la Buena Noticia a los pobres, entonces la Iglesia termina -aun con la mejor buena voluntad- mirándose a sí misma. y verá así, enemigos, o sumisos “fieles”, pero no mirará la humanidad y no se dejará conmover por su ausencia. Y entonces, desde “la norma”, desde “la ley”, dirá que tal cosa es pecado, que talcosa es persecución contra la Iglesia, que tal otra es dictadura del relativismo, y tal otra flojedad de los que no tienen capacidad de enfrentarla. Desde esa norma, o un supuesto “deber ser”, mirará la historia sin siquiera rozarla, y mirará la vida sin vivirla, o mejor dicho, se mirará a sí misma y creerá que así mira la vida y la historia. Pero estará al margen.
Pbro. Eduardo de la Serna
Quilmes, Buenos Aires, Argentina
1 de julio de 2005
su titulo:
La cruel inhumanidad
Pasó el tiempo en el que la Iglesia decía de sí misma que era “experta en humanidad”, y que eso era creíble. Pasaron los tiempos en que un documento pontificio era criticado en las instancias de poder, como lo fue la Pacem in Terris o la Populorum Progressio. Pasaron los tiempos en que la Iglesia era mirada, “desde afuera” con respeto, con afecto, y hasta con algo de admiración, por su coherencia, por su capacidad de reformarse, por su sensibilidad; o mirada con desconfianza por los “dueños del Poder”... Pasaron los tiempos, y vinieron otros. Otros tiempos en los que encíclicas papales fueron aplaudidas por los poderosos, y citadas como autoridad por los abanderados de la opresión y explotación; vinieron otros tiempos en que tres presidentes del Estado terrorista más terrible y criminal de los tiempos modernos saludan respetuosamente a un extinto pontífice, y lo aplauden como “paladín de la libertad”. ¿Qué pasó dentro de la Iglesia para que se produjera este cambio fenomenal? Una mirada simplista diría que Juan Pablo no era como Juan, ni como Pablo, lo cual es evidente. Sin embargo, parece que es útil mirar más allá. O más adentro. Porque algo más profundo parece estar ocurriendo. Algo que, creemos, tiene su origen -no deseado- en Juan y en Pablo, y que hizo eclosión en los últimos tiempos.
Creo que el Concilio Vaticano II -insisto en que sin desearlo- sembró en su mismo seno la semilla de la crisis. La semilla que fue mirarse a sí misma, para reformarse, aggiornarse (que hoy sería ierisarse, valga el neologismo). Siempre referida a Cristo, como lo demuestra el documento sobre La Iglesia (‘Lumen Gentium’), que empieza remitiendo a Cristo, que es la luz de las naciones, pero reflexionando sobre sí misma, sobre su ser, sobre su relación con el mundo, con las otras Iglesias (muchas ahora llamadas comunidades eclesiales; desde la no-conciliar Dominus Iesus), con el pueblo judío, con las religiones no cristianas, sobre la liturgia, los presbíteros, los religiosos y los laicos… Siempre mirándose a sí misma. Con clara intención de ponerse “a giorno”, al día; un día que hoy es ayer (ieri, en italiano). Pero mirándose. Y el problema fue que ese mirarse la hizo ir cayendo en un eclesiocentrismo que corre el permanente riesgo de ser eclesiolatría. Riesgo que la Iglesia correrá siempre, porque “no existe ni una sola verdad de fe que no podamos manipular idolátricamente” (G. von Rad). Es interesante que Torquemada cuenta que en el Concilio de Basilea (1431) los obispos presentes se ponían de rodillas al decir “se encarnó” pero también al decir “y (creo) en la Iglesia…” Actitudes como estas, son un riesgo de la Iglesia de todos los tiempos, y se debe estar alerta contra esto. No deberíamos olvidar que es esa teología, y esa Iglesia que pone a la Iglesia al mismo nivel que Jesús la que condena a Juana de Arco, mujer, laica, pobre, comprometida con la política y la liberación de su patria, por desobedecerla.
Creo que ese mirarse hacia adentro, llevó y lleva a la Iglesia a mirar el afuera como un extraño y hasta un enemigo. Y a mirarse a sí misma como victimal e inmaculada. Así, todo lo que se proponga “desde afuera” es visto como “adverso”, y sin la claridad necesaria como para distinguir lo que se propone desde la independencia externa de lo que surge de “la otra vereda”. Este tema, en una Iglesia eurocéntrica, como lo es la Católica Romana desde hace ya demasiados siglos, se focaliza en temas como el divorcio, los preservativos, los casamientos homosexuales, y hasta la poligamia. Pero mirando desde “el reverso de la historia”, desde “los pobres de la tierra”, el tema se enfoca más en la ‘vida’ cotidiana de aquellos que son llevados a la “muerte antes de tiempo”. En este contexto de muerte, una Iglesia que se mira a sí misma, prefiere mirar si un estado la reconoce como interlocutora, o si se la consulta para determinados ministros o determinadas políticas, prefiere que no se la nombre en casos públicos de pederastia, que se mire con sus mismos ojos lo que ella llama ‘reconciliación’, y no parece sintonizar en la mirada sobre otros temas como el neo-liberalismo, la deuda externa, la pobreza, la desocupación, la desnutrición... Cuando se ve una Iglesia que está más preocupada por los preservativos que por el hambre (por no decir “que por Jesús”), o una predicación más centrada en si un Te Deum se hace en un lado o en otro, o si los poros del látex permiten o no el paso del virus del sida, cuando es evidente que los poros del neoliberalismo no permiten el paso del pan, entonces nos encontramos con una Iglesia que se mira tanto a sí misma que se ha vuelto incapaz de mirar la humanidad. Por inhumana.
Podríamos hablar de decenas de casos de inhumanidad interna, desde los (des)tratos a curas y laicos, desde la vida interna en decenas de comunidades religiosas activas y contemplativas, desde la negativa persistente a revisar ámbitos y espacios de humanidad macro y microeclesiales, hasta aspectos que vuelven a los ministros cada vez más inhumanos. Y no se entienda que estamos aludiendo al celibato -aunque lo incluimos también- sino a la vida interna de las comunidades cristianas, a lo económico en el seno de la Iglesia, a la ausencia de diálogo, al autoritarismo, a la falta de igualdad, sea esta de género, de “jerarquía”, o económica, a la violación de derechos humanos en el interno de la comunidad eclesial, al desgaste sistemático de personas, a la hiperactividad, a una espiritualidad desencarnada (y por tanto inhumana), sínodos o congresos de laicos con laicados “obedientes”, encuadrados y no críticos amantes de la verdad y la justicia, y hasta una aparente necesidad cada vez más urgente de dar respuestas a preguntas que ya nadie se formula...
Personalmente creo que Juan Pablo II fue gravemente responsable en el crecimiento de esta inhumanidad, aunque creo que eso lo vivió también él mismo, como la hiper exposición pública de sus últimos meses (¿años?) lo demuestran; pero eso no lo transforma en más humano. La centralidad que muchos grupos cristianos dan al dolor, por ejemplo, expresan visiblemente esta inhumanidad. Pero también la manifiesta falta de alegría, de paz interior, de solidaridad, de respeto.
Personalmente creo, y acá radico el punto central, si la Iglesia se mira a sí misma, por más generosidad y honestidad que tenga en este mirarse, sólo terminará encerrada; porque la Iglesia no existe para sí, sino para el pueblo, para el “mundo”. Jesús en un lado, la gente en el otro son las dos puntas a las quela Iglesia debe remitir siempre sin mirarse a sí misma, salvo para revisar la fidelidad a su misión. Si la Iglesia no mira, por encima de todo, el Reino, y no está en permanente conversión a ese Reino, si no mira a Jesús y está en permanente actitud de anuncio de la Buena Noticia a los pobres, entonces la Iglesia termina -aun con la mejor buena voluntad- mirándose a sí misma. y verá así, enemigos, o sumisos “fieles”, pero no mirará la humanidad y no se dejará conmover por su ausencia. Y entonces, desde “la norma”, desde “la ley”, dirá que tal cosa es pecado, que talcosa es persecución contra la Iglesia, que tal otra es dictadura del relativismo, y tal otra flojedad de los que no tienen capacidad de enfrentarla. Desde esa norma, o un supuesto “deber ser”, mirará la historia sin siquiera rozarla, y mirará la vida sin vivirla, o mejor dicho, se mirará a sí misma y creerá que así mira la vida y la historia. Pero estará al margen.
Pbro. Eduardo de la Serna
Quilmes, Buenos Aires, Argentina
1 de julio de 2005