El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

Bart

2
24 Enero 2001
35.301
4.201

http://es.catholic.net/escritoresactuales/353/505/articulo.php?id=10560

Autor: Fernando Pascual | Fuente: 19-5-2003

<center>El síndrome de la maledicencia</center>

Perdonarnos y amarnos: ese será el mejor remedio para erradicar el síndrome de la calumnia.


Cada nueva epidemia provoca un auténtico terremoto en el mundo de la medicina y en la vida de miles (quizá millones) de personas. Lo hemos visto con el SARS (“severe acute respiratory syndrome”, en español “síndrome respiratorio agudo severo”).

Podríamos preguntarnos si no existen también “epidemias” en el mundo del espíritu. Pensemos, por ejemplo, en el chismorreo, en los insultos, en la calumnia. En cuestión de pocos días (a veces en pocas horas) un hombre o una mujer pierden su fama, el afecto de sus amigos o conocidos, incluso tal vez de sus familiares más cercanos.

Todo inicia con una alusión que alguien susurra en un rato de cotilleo. Luego, la suposición se convierte en sospecha. Alguno hace de la sospecha certeza, y la certeza (fundada a veces sólo en una mezcla de imaginación, mentiras y rencores profundos) se propaga como la peste, como el SARS: ¡qué difícil es detener la maledicencia o la calumnia!

Los cristianos deberíamos actuar contra cualquier nuevo brote de maledicencia con firmeza. En algunas situaciones deberíamos ser tan firmes y tajantes como los médicos que luchan contra reloj para cortar el avance de un nuevo virus. Un virus puede destruir una vida, y eso es muy grave. Pero sólo quien ha sufrido el veneno de la calumnia, quien se ha visto insultado, señalado, abandonado por culpa de una mentira que corre veloz de boca en boca, o de una a otra página o foro de internet, puede comprender que hay formas de muerte moral más dolorosas que la misma enfermedad física.

¿Podemos tomar medidas radicales, firmes, profundas, contra la mentira, el chismecillo, la calumnia espontánea o promovida de modo organizado y sistemático?

La primera cosa que podríamos hacer es mirar nuestros corazones. Si guardamos rencores, si la envidia asoma de vez en cuando su cabeza repugnante, hemos de pedir a Dios un corazón bueno, que sepa perdonar, que sepa amar. Quien no ama a su hermano no puede amar a Dios (1Jn 4,20). Del corazón malo sólo salen malas cosas. El virus de la calumnia se origina en mentes que viven fuera del Evangelio, en fuentes incapaces de ofrecer el agua del amor (St 3,10-18).

Por lo mismo, hemos de decidirnos a no ser nunca los primeros en lanzar una crítica contra nadie. ¿Para qué voy a decir esto? ¿Es sólo una imaginación mía? ¿Me gustaría que alguien dijese algo parecido de mí?

Al contrario, necesitamos aprender a ser ingeniosos para alabar y defender a los demás. Esto es posible si tenemos un corazón realmente cristiano, bueno, comprensivo, misericordioso. En ocasiones veremos fallos, pero el amor es capaz de cubrir la muchedumbre de los pecados (1Pe 4,8). Cuando sea posible, podremos corregir al pecador, pero siempre con mansedumbre, como nos enseña san Pablo: “Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Ga 6,1-2).

Después, como ante una epidemia grave, hemos de levantar una barrera firme, decidida, contra cualquier calumnia. Nunca divulgar nada contra nadie, mucho menos una suposición, una mentira como tantas otras lanzadas por ahí (a través de la prensa, de internet, a viva voz). Incluso cuando sepamos que alguien ha sido realmente injusto (lo sepamos por haberlo visto, no sólo de oídas), ¿para qué divulgarlo? ¿Es esto cristiano? ¿No es mejor amonestar a solas al hermano para ver si puede convertirse, si puede cambiar de vida? Tendríamos que ser firmes como muros: delante de nosotros nadie debería poder hablar mal de otras personas.

De un modo especial deberíamos defender el buen nombre del Papa, de los obispos, de los sacerdotes, de todos los demás bautizados. Todos somos Iglesia. El amor debe ser el distintivo de los cristianos. Andar continuamente con quejas y lamentaciones, con rencores y espíritu de lucha mundana, no soluciona nada y fomenta ese veneno que originará nuevos rencores, chismes y, en ocasiones, calumnias. ¡Qué triste imagen la de una comunidad “cristiana” en la cual unos acusan a los otros, los denigran, les ponen la zancadilla a sus espaldas!

La distinción de los discípulos de Jesús será siempre la misma: el amor (Jn 13,35). Desde el amor y con amor podremos (¡sí se puede!) eliminar cualquier nuevo brote de calumnia entre cristianos. Podemos... si oramos humildemente, si se lo pedimos a Cristo con todo el corazón.

Entonces sí podremos vivir, de verdad, como cristianos, porque estaremos dentro del amor. “Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,31-32).

Perdonarnos y amarnos: ese será el mejor remedio para erradicar, dentro de nuestra amada Iglesia, el síndrome de la calumnia, para vivir con salud, en autenticidad, nuestra fe en el Señor Jesús.

FUENTE: HTTP://WWW.ES.CATHOLIC.NET/


<CENTER>***</CENTER>

HTTP://WWW.PROTESTANTEDIGITAL.COM/ACTUAL/ENFOQUE.HTM

JUAN ANTONIO MONROY

<CENTER>El poder destructivo de la lengua</CENTER>

Llegar a dominar la lengua es una de las cosas más difíciles de la vida. De ahí el que la murmuración sea una plaga universal. “Todos ofendemos muchas veces”–dice Santiago-; y añade: “Ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado” (vrs. 2 y 8).


No cabe hacerse ilusiones sobre la supresión de la murmuración. Los términos absolutos que emplea Santiago no dejan lugar al optimismo: “Todos ofendemos”. “Ningún hombre puede domar la lengua”. El hombre y la murmuración parecen tan inseparables como el misterio y la poesía. “Si alguno no ofende en palabra, este es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (vr. 2).

Las ideas del apóstol tienen un encadenamiento terrible, pero lógico. No hay quien sea incapaz de ofender con la lengua; por lo mismo, la perfección humana tampoco es posible; y como consecuencia de la deformación moral que todos llevamos dentro, nuestra lengua se dispara y el resto del cuerpo resulta incontrolable. Al murmurado no le queda otra alternativa que armarse de paciencia y perdonar. Y para el murmurador –todos estamos incluidos- no hay otro escape más que el reconocimiento de su ignominia y el grito paulino de angustia: “Miserable de mi” (Romanos 7:24).

Lo que Santiago afirma sobre el tremendo poder destructivo de la lengua, lo ilustra a continuación con dos ejemplos. Uno es el de los animales y las bestias. “Nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos todo su cuerpo” ( vr. 3). Esto lo conseguimos. Al más indomable de los caballos, al potro más salvaje, le ponemos freno de hierro en la boca y dominamos el resto del cuerpo. Es más: “Toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana” (vr. 8).

Santiago clasifica los animales en las cuatro categorías de Génesis 9:2. Dice que el poder del hombre ha conseguido domarlos a todos, esto es, dominarlos, vencerlos y someterlos, pero ha fallado en el dominio de la lengua. El hombre consigue que un elefante se alce dócilmente sobre sus patas traseras y salude a la multitud regocijada; logra que el león, obedeciendo sus órdenes, salte a través de un círculo de fuego; pero la lengua del domador, más pequeña que un dedo de elefante o de león, no puede ser domada.

El segundo ejemplo es un instrumento náutico: “Mirad también las naves –dice-; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere” (vr.4). Con esta otra figura se realza la desproporción entre la pequeñez de la lengua y su peligrosidad social. La nave, capaz de partir las aguas, cruzar los mares y afrontar las tempestades, es dirigida con una sola mano sobre el timón. Pero al timonel le resulta imposible gobernar su propia lengua, tan pequeña.

Se ha dicho que DON QUIJOTE es como una estrella que marca el rumbo a todos los visionarios. Santiago es un centinela apostado en las encrucijadas de la vida para advertirnos contra el pequeño y terrible enemigo que llevamos dentro: la lengua.

J.A. Monroy es un escritor y conferenciante internacional
© J. A. Monroy, ProtestanteDigital.com, 2005 (España)

Fuente: http://www.protestantedigital.com/
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

Bart: Apuntate un
:101010:
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

Saludos

Santiago es un centinela apostado en las encrucijadas de la vida para advertirnos contra el pequeño y terrible enemigo que llevamos dentro: la lengua

Si Santiago hubiese conocido estos tiempos nuestros podría habernos advertido de el "pequeño" y "terrible" enemigo con el que "llevamos" fuera nuestra lengua:
LA TECLA:lach:

Saludos, y un fuerte abrazo para Bart en el preciosa "Vida" que es el "Propósito" de la nuestra.:bienhecho
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.


En la práctica, todo cristiano está obligado a frenar su lengua, no caer en chismes y calumnias es obra del Espiritu Santo en el hombre

Si cada uno de nosotros paráramos en seco a aquellos que nos llegan con chismes, actuaríamos mas parecidos a Cristo.

Si cuándo un hermano supuestamente nos hiere, ya sea esto a propósito, o por no estar consciente de lo que puede herirnos ( hay quienes se inventan ofensas con facilidad ) resolvamos esto limpiamente, como Cristo lo haría, que sería preguntándole a dicho hermano si la tal ofensa fué hecha por ignorancia, o porque quizo hacerlo, en lugar de buscar a sus enemigos para denigrarle en venganza , y poniendo en sus manos las armas suficientes para destruirle. La venganza no es digna de los hijos de Dios tampoco.

Tratemos de no traicionar a los que confiaron en nosotros alguna vez.

Eso es honestidad.

Digamos un gran NO al chisme. Ese es el cancer que esta dañando la iglesia.
Mi consejo es que aquellos que han sido victimas de chismes, es que perdonen a los chismosos, pero que no les restauren la confianza hasta que no hayan demostrado estar curados del mal. Mucha oración por los chismosos.

Tengan presente que detrás de cada chisme hay una intención de dañar al prójimo ¡¡ O AL HERMANO !! Todo chisme es calumnioso, porque en el mejor de los casos, solo ofrece al vulgo, el prisma del chismoso, y nunca se escucha la parte del calumniado, ¿ Quien puede juzgar así sin convertirse a su vez en chismoso ?

Aquellos que cumplen la orden divina de no chismear, se niegan a hacerlo aún a expensas de ser considerados culpables, en una palabra no caen en chismes ellos mismos. El calumniado siendo cristiano, rara vez ataca al chismoso por considerarlo indigno de un hijo de Dios.

¿ Como puede el vulgo condenar a alguien sin escuchar su parte ? Ese es el peligro de escuchar a los chismosos ¿ Y como podrá un hijo de Dios pagar con la misma moneda atacando y chismeando sobre un chismoso sin caer en ese mismo pecado ?

Les dejo con la palabra de Dios

"Seis cosas aborrece Jehová,Y aun siete abomina su alma:Los ojos altivos, la lengua mentirosa, Las manos derramadoras de sangre inocente, El corazón que maquina pensamientos inicuos. Los pies presurosos para correr al mal, El testigo falso que habla mentiras Y el que siembra discordia entre hermanos." (Proverbios 6:19


Pro 11:13 El que anda en chismes, descubre el secreto: Mas el de espíritu fiel encubre la cosa.

Pro 20:19 El que descubre el secreto, en chismes anda: No te entrometas, pues, con el que lisonjea con sus labios.

Y no olviden que el chismoso calumnia, o al menos distorsiona.
[/font]
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

http://www.protestantedigital.com/actual/enfoque.htm

JUAN ANTONIO MONROY

<CENTER>El poder destructivo de la lengua (II)</CENTER>

Carta de Santiago, capítulo 3, versículos 6 al 8

“La lengua es un miembro pequeño”
(vr. 5).
Desproporcionadamente pequeño, si la comparamos con el brazo o la pierna. Sujeta por la parte inferior en la cavidad de la boca y libre por la parte superior, se halla situada por debajo de los ojos, tal vez para que la usemos en hablar tan sólo la mitad de lo que vemos y oímos. Puede que por esta misma razón poseamos una sola lengua, en tanto que disponemos de dos ojos, dos oídos, etc.

“Pero se jacta de cosas grandes” (vr. 5).
¡Y tan grandes! Admirable era la estatua que vio en sueños el rey Nabucodonosor, con la cabeza de oro, el pecho de plata, los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de barro. Una simple piedra, rodando monte abajo, dio al traste con la grandeza de la imagen. Así es la lengua. Empleada en murmurar y en criticar negativamente, puede destruir vidas, por muy encumbradas que estén, y arruinar la más sólida reputación humana. En el texto que sigue, Santiago emplea cinco adjetivos para describir los terribles daños que la lengua puede hacer. Son como cinco semáforos rojos que nos advierten del peligro en las negras noches de la murmuración. Cinco avisos que no deberíamos descuidar.

La lengua es un miembro incendiario: “He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego” (vr. 5-6). Afirman los naturalistas que entre las especies de aves hay unas que llaman “aves robadoras”. Suelen robarlo todo, hasta el fuego; toman la leña encendida y levantan el vuelo; pero en cuanto sienten la quemazón se desprenden de ella en medio del bosque, incendiándolo. Una diminuta cerilla –mentira parece- logra incendiar hectáreas de bosque y una vez prendida la llama, apagar el fuego es obra de gigantes. Cuando se logra, si se logra, la devastación es total. Así de dañina es la lengua.

La lengua es un miembro malvado: “La lengua es…un mundo de maldad” (vr.6).
En Apocalipsis 12:3-4 Juan nos habla de “un dragón escarlata, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas; y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo, y las arrojó sobre la tierra”.
Comentaristas ascéticos de los primeros siglos empleaban esta figura para exponer los grandes males de la murmuración. El dragón es tan feroz y venenoso que sólo con el silbido despide un aire pestilencial y contagioso que infecta toda la atmósfera. Esto es lo que quiere decirnos Santiago cuando afirma que la lengua es un mundo de maldad.

La lengua es un miembro contaminador: “La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo” (vr.6).
La lengua, que no mide más de cuatro o cinco centímetros, puede contaminar un cuerpo gigante de dos metros de altura. Con solo examinar la lengua los médicos llegan a descubrir muchos males del cuerpo; los filósofos hallan en ella desequilibrios de la mente y los teólogos desentrañan por la lengua enfermedades del espíritu. Cuerpo, alma y espíritu ( 1ª Tesalonicenses 5:23 sufren la contaminación de la lengua.

La lengua es un miembro inflamatorio: “Inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno” (vr. 6).
Los antiguos concebían la creación, la vida humana, como una rueda, como un círculo en constante movimiento. Santiago usa esta imagen para decirnos que el poder maléfico de la lengua tiene alcance universal. El fuego que la lengua enciende se esparce por el universo todo. No es un fuego purificador, sino dañino, diabólico, porque procede del mismo infierno, es decir, obedece las insinuaciones del Diablo.

La lengua es un miembro venenoso: “La lengua es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal” (vr. 8).
La vida sería un paraíso si las lenguas de los seres humanos estuviesen animadas de brisas alegres. Pero no es así. Las lenguas, todas las lenguas, están llenas de veneno. Y de veneno que mata. Basta una pequeñísima sustancia de veneno para destruir una vida. Y donde la muerte no llega se producen graves trastornos físicos y psíquicos. La lengua, con dos palabras que pronuncie, puede trastornar muchas vidas y hasta causarles la muerte moral. La lengua venenosa marchita las primaveras, arrebatándoles sus alegrías y sus flores; interrumpe la canción en los corazones felices y seca las ilusiones de las almas nobles. La lengua venenosa convierte el más florido rosal en simples ramos espinosos, tronchados en las riberas de un río negro.


J.A. Monroy es un escritor y conferenciante internacional
© J. A. Monroy, ProtestanteDigital.com, 2005 (España)

Fuente: http://www.protestantedigital.com/
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

Con la aparición de Internet, tenemos que poner los dedos de nuestras manos, a la misma altura que la lengua, cuan dificil es a veces dominarlos.

Shalom!!
 
Re: El síndrome de la maledicencia y la calumnia.

http://www.protestantedigital.com/actual/enfoque.htm

JUAN ANTONIO MONROY

<CENTER>Murmuradores querellosos</CENTER>

Judas, el hermano carnal de Cristo, habla de un tipo de personas perfectamente desunidas en todas las Iglesias. Las llama “murmuradores, querellosos, que andan según sus propios deseos, cuya boca habla cosas infladas” (Judas 16). ¿Quiénes son estos tipos humanos? También están representados en Hechos 15:1: “Entonces algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos”.


Los murmuradores y querellosos de Judas son personas inadaptables. Han cumplido los requisitos que el Nuevo Testamento impone para la salvación y han entrado a pertenecer como miembros a la Iglesia local… Pero solamente Dios sabe si son realmente salvos. Muy pronto se manifiesta en ellos un espíritu de anarquía; son individualistas. Les cuesta horrores adaptarse a la vida congregacional. Encuentran faltas en todas las personas y en las cosas que hacen. Y acaban marchándose de la Iglesia.

Pero este tipo de gente no es de los que abandona la fe, no; dejan la congregación local y se van a otra, donde repiten la misma experiencia. Terminan recorriendo todas las congregaciones conocidas, de cualquier denominación y en cada lugar donde van hablan mal de las anteriores.

Como pretexto para sus múltiples traslados aducen razones doctrinales. ¡Que se fueron de las demás Iglesias por cuestiones doctrinales! Y como los judeanos de Hechos 15:1, donde van siembran la confusión y la duda doctrinal entre los cristianos sencillos, haciéndoles dudar de su propia salvación.

¡También estos son temibles! ¡Ay de las Iglesias donde entran!

Judas dice que son murmuradores, es decir que hablan mal de las personas en ausencia de éstas. Son también querellosos, según Judas. Querelloso es aquel que con suma facilidad se queja por todo, que nada le parece bien. Acusa a los ausentes sin el más mínimo respeto a la moral ni a la ética cristiana. Son sembradores de discordias, incendiarios de contiendas entre hermanos de distintas congregaciones. “Andan según sus propios deseos”. Continúa Judas. ¡Y es claro! Es lo único que les satisface: hacer su voluntad, sin someterse a imperativos de la Palabra ni a disciplina de Iglesia. Son dioses para sí mismos y apelan a la voluntad de Dios con facilidad escalofriante. Nadie conoce la Biblia mejor que ellos –dicen- y ninguna Iglesia es lo suficientemente perfecta para quedarse en ella y trabajar en unión de los demás hermanos.

“Cuya boca habla cosas infladas”, prosigue Judas. ¡Esta es otra! No callan. Murmuran disparando perdigones de muerte. Y como que lo hacen con tanta unción, con una tan grande apariencia de verdad, acaban convenciendo a los ingenuos. Para cuando les ven el rabo el lobo ha huido ya a otra madriguera; se ha refugiado en otra congregación, dejando en la anterior un ambiente contaminado. Todos respiran de satisfacción cuando se marcha, pero algo se ha roto ya en aquella Iglesia. Su atmósfera espiritual ha sido criminalmente viciada por el murmurador de turno.

Esta gente, además, es aduladora. Judas dice que andan “adulando a las personas para sacar provecho”. Y es cierto que lo hacen.

Empiezan adulando a los dirigentes de la Iglesia, hablándoles en contra de los que dirigían la última congregación donde estuvieron. Adulan a los miembros más significados. Y no lo hacen con la intención de sacar provecho material –no siempre- sino más bien para ganar prestigio, para que se les confíen responsabilidades, para que se les den cargos en la Iglesia. Es todo cuanto les importa.

He conocido y conozco y los tengo por buenos amigos y excelentes hermanos a personas que se han cambiado de congregación por razones de distancia o por deseo de crecer doctrinal y espiritualmente en otra Iglesia. Estos se acoplan perfectamente en la nueva congregación, trabajan y son una auténtica bendición entre los hermanos.

Pero conozco también de los otros; de esos murmuradores, querellosos, incendiarios e inflamadores de quienes habla Judas. Gente que va de una Iglesia a otra quejándose de todo, criticándolo todo, haciendo mucho daño a las personas de fe sencilla. Estos pueden decir de sí lo que dijo de él el mismo Don Juan Tenorio:

<CENTER>“En todas partes dejé
memoria amarga de mí!”</CENTER>

¡Triste memoria!

J.A. Monroy es un escritor y conferenciante internacional
© J. A. Monroy, ProtestanteDigital.com, 2005 (España)


http://www.protestantedigital.com/