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Autor: Fernando Pascual | Fuente: 19-5-2003
<center>El síndrome de la maledicencia</center>
Perdonarnos y amarnos: ese será el mejor remedio para erradicar el síndrome de la calumnia.
Cada nueva epidemia provoca un auténtico terremoto en el mundo de la medicina y en la vida de miles (quizá millones) de personas. Lo hemos visto con el SARS (“severe acute respiratory syndrome”, en español “síndrome respiratorio agudo severo”).
Podríamos preguntarnos si no existen también “epidemias” en el mundo del espíritu. Pensemos, por ejemplo, en el chismorreo, en los insultos, en la calumnia. En cuestión de pocos días (a veces en pocas horas) un hombre o una mujer pierden su fama, el afecto de sus amigos o conocidos, incluso tal vez de sus familiares más cercanos.
Todo inicia con una alusión que alguien susurra en un rato de cotilleo. Luego, la suposición se convierte en sospecha. Alguno hace de la sospecha certeza, y la certeza (fundada a veces sólo en una mezcla de imaginación, mentiras y rencores profundos) se propaga como la peste, como el SARS: ¡qué difícil es detener la maledicencia o la calumnia!
Los cristianos deberíamos actuar contra cualquier nuevo brote de maledicencia con firmeza. En algunas situaciones deberíamos ser tan firmes y tajantes como los médicos que luchan contra reloj para cortar el avance de un nuevo virus. Un virus puede destruir una vida, y eso es muy grave. Pero sólo quien ha sufrido el veneno de la calumnia, quien se ha visto insultado, señalado, abandonado por culpa de una mentira que corre veloz de boca en boca, o de una a otra página o foro de internet, puede comprender que hay formas de muerte moral más dolorosas que la misma enfermedad física.
¿Podemos tomar medidas radicales, firmes, profundas, contra la mentira, el chismecillo, la calumnia espontánea o promovida de modo organizado y sistemático?
La primera cosa que podríamos hacer es mirar nuestros corazones. Si guardamos rencores, si la envidia asoma de vez en cuando su cabeza repugnante, hemos de pedir a Dios un corazón bueno, que sepa perdonar, que sepa amar. Quien no ama a su hermano no puede amar a Dios (1Jn 4,20). Del corazón malo sólo salen malas cosas. El virus de la calumnia se origina en mentes que viven fuera del Evangelio, en fuentes incapaces de ofrecer el agua del amor (St 3,10-18).
Por lo mismo, hemos de decidirnos a no ser nunca los primeros en lanzar una crítica contra nadie. ¿Para qué voy a decir esto? ¿Es sólo una imaginación mía? ¿Me gustaría que alguien dijese algo parecido de mí?
Al contrario, necesitamos aprender a ser ingeniosos para alabar y defender a los demás. Esto es posible si tenemos un corazón realmente cristiano, bueno, comprensivo, misericordioso. En ocasiones veremos fallos, pero el amor es capaz de cubrir la muchedumbre de los pecados (1Pe 4,8). Cuando sea posible, podremos corregir al pecador, pero siempre con mansedumbre, como nos enseña san Pablo: “Hermanos, aun cuando alguno incurra en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, y cuídate de ti mismo, pues también tú puedes ser tentado. Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Ga 6,1-2).
Después, como ante una epidemia grave, hemos de levantar una barrera firme, decidida, contra cualquier calumnia. Nunca divulgar nada contra nadie, mucho menos una suposición, una mentira como tantas otras lanzadas por ahí (a través de la prensa, de internet, a viva voz). Incluso cuando sepamos que alguien ha sido realmente injusto (lo sepamos por haberlo visto, no sólo de oídas), ¿para qué divulgarlo? ¿Es esto cristiano? ¿No es mejor amonestar a solas al hermano para ver si puede convertirse, si puede cambiar de vida? Tendríamos que ser firmes como muros: delante de nosotros nadie debería poder hablar mal de otras personas.
De un modo especial deberíamos defender el buen nombre del Papa, de los obispos, de los sacerdotes, de todos los demás bautizados. Todos somos Iglesia. El amor debe ser el distintivo de los cristianos. Andar continuamente con quejas y lamentaciones, con rencores y espíritu de lucha mundana, no soluciona nada y fomenta ese veneno que originará nuevos rencores, chismes y, en ocasiones, calumnias. ¡Qué triste imagen la de una comunidad “cristiana” en la cual unos acusan a los otros, los denigran, les ponen la zancadilla a sus espaldas!
La distinción de los discípulos de Jesús será siempre la misma: el amor (Jn 13,35). Desde el amor y con amor podremos (¡sí se puede!) eliminar cualquier nuevo brote de calumnia entre cristianos. Podemos... si oramos humildemente, si se lo pedimos a Cristo con todo el corazón.
Entonces sí podremos vivir, de verdad, como cristianos, porque estaremos dentro del amor. “Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en Cristo” (Ef 4,31-32).
Perdonarnos y amarnos: ese será el mejor remedio para erradicar, dentro de nuestra amada Iglesia, el síndrome de la calumnia, para vivir con salud, en autenticidad, nuestra fe en el Señor Jesús.
FUENTE: HTTP://WWW.ES.CATHOLIC.NET/
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HTTP://WWW.PROTESTANTEDIGITAL.COM/ACTUAL/ENFOQUE.HTM
JUAN ANTONIO MONROY
<CENTER>El poder destructivo de la lengua</CENTER>
Llegar a dominar la lengua es una de las cosas más difíciles de la vida. De ahí el que la murmuración sea una plaga universal. “Todos ofendemos muchas veces”–dice Santiago-; y añade: “Ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado” (vrs. 2 y 8).
No cabe hacerse ilusiones sobre la supresión de la murmuración. Los términos absolutos que emplea Santiago no dejan lugar al optimismo: “Todos ofendemos”. “Ningún hombre puede domar la lengua”. El hombre y la murmuración parecen tan inseparables como el misterio y la poesía. “Si alguno no ofende en palabra, este es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (vr. 2).
Las ideas del apóstol tienen un encadenamiento terrible, pero lógico. No hay quien sea incapaz de ofender con la lengua; por lo mismo, la perfección humana tampoco es posible; y como consecuencia de la deformación moral que todos llevamos dentro, nuestra lengua se dispara y el resto del cuerpo resulta incontrolable. Al murmurado no le queda otra alternativa que armarse de paciencia y perdonar. Y para el murmurador –todos estamos incluidos- no hay otro escape más que el reconocimiento de su ignominia y el grito paulino de angustia: “Miserable de mi” (Romanos 7:24).
Lo que Santiago afirma sobre el tremendo poder destructivo de la lengua, lo ilustra a continuación con dos ejemplos. Uno es el de los animales y las bestias. “Nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos todo su cuerpo” ( vr. 3). Esto lo conseguimos. Al más indomable de los caballos, al potro más salvaje, le ponemos freno de hierro en la boca y dominamos el resto del cuerpo. Es más: “Toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana” (vr. 8).
Santiago clasifica los animales en las cuatro categorías de Génesis 9:2. Dice que el poder del hombre ha conseguido domarlos a todos, esto es, dominarlos, vencerlos y someterlos, pero ha fallado en el dominio de la lengua. El hombre consigue que un elefante se alce dócilmente sobre sus patas traseras y salude a la multitud regocijada; logra que el león, obedeciendo sus órdenes, salte a través de un círculo de fuego; pero la lengua del domador, más pequeña que un dedo de elefante o de león, no puede ser domada.
El segundo ejemplo es un instrumento náutico: “Mirad también las naves –dice-; aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere” (vr.4). Con esta otra figura se realza la desproporción entre la pequeñez de la lengua y su peligrosidad social. La nave, capaz de partir las aguas, cruzar los mares y afrontar las tempestades, es dirigida con una sola mano sobre el timón. Pero al timonel le resulta imposible gobernar su propia lengua, tan pequeña.
Se ha dicho que DON QUIJOTE es como una estrella que marca el rumbo a todos los visionarios. Santiago es un centinela apostado en las encrucijadas de la vida para advertirnos contra el pequeño y terrible enemigo que llevamos dentro: la lengua.
J.A. Monroy es un escritor y conferenciante internacional
© J. A. Monroy, ProtestanteDigital.com, 2005 (España)
Fuente: http://www.protestantedigital.com/