Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

4 Julio 2002
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«Un Papa del Opus Dei sería una bomba que nadie se atrevería a plantear»

Julio Lois, presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, partidario de que todos los obispos elijan al Pontífice
El nuevo presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, Julio Lois, aseguró ayer que en la elección del Papa «sería razonable romper el monopolio cardenalicio» para que participen también los obispos, y ha asegurado que nombrar a un Papa del Opus «sería una bomba que ni los más atrevidos se atreverían a plantear».
Julio Lois, que fue elegido el pasado 15 de enero tras la dimisión de Enrique Miret por razones de edad, agregó que, al margen de la proyección internacional, «este Papado ha hecho un flaco servicio» y precisó que el próximo Papa debería tener «mucha más posición de diálogo».
El teólogo progresista señaló también que hace falta un Pontífice del estilo de Juan XXIII, con capacidad de dialogar con todo el mundo, para acabar «con este proceso involutivo y enmendar esta situación en la Iglesia» que provoca también «una falta de credibilidad y presencia» de lo católico en la sociedad. A la pregunta de si Juan Pablo II debería haber renunciado ya al Pontificado, Lois manifestó que «tener que renunciar, no», pero «el deber de hacerlo, yo creo que sí».
Porque, aunque haya seguido al frente de la Iglesia «con la mejor voluntad e intención del mundo» Juan Pablo II, precisó, «debe tener una mitificación muy especial de lo que es el ejercicio del Papado», en el que además «se ha fomentado una posición muy de sacrificio que ni siquiera es muy cristiana». «La gente percibe que esta especie de exaltación de la figura papal no es muy consonante con el Evangelio, lo que no es bueno, como tampoco lo es el que se esté dando la impresión de que Juan Pablo II es insustituible».
Para Lois, la nueva figura que se elija, que posiblemente será de transición, ha de trabajar más hacia dentro de la Iglesia y dialogar con todos. Para el teólogo, las posibilidades con las que cuenta el cardenal Antonio María Rouco para ser elegido Papa son escasas, -«no las veo», dijo- porque, aunque sea una figura reconocida en España, «no lo es tanto en la Iglesia mundial».
Apuntó posibilidades de ser elegidos para los cardenales Carlos María Martini, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2000, (jubilado y arzobispo emérito de Milán) y Óscar Maradiaga (Honduras), y señaló que el próximo cónclave tendrá mucho cuidado en la elección porque después de Karol Wojtyla, «un Papa excesivo», puede darse «un salto al vacío» en la persona que se elija y «no creo que los cardenales estén dispuestos a repetir la experiencia».
«Sociedad laica y plural»
En relación con las críticas de la jerarquía eclesiástica al Gobierno y sobre la posibilidad de reelección de Rouco como presidente de la Conferencia Episcopal, Julio Lois dijo que la «línea dura» de los obispos debería darse cuenta de que se encuentra «en una sociedad cada vez más laica, plural y secularizada» en la que «no existe sólo una confesión religiosa. Hace falta que la Iglesia católica haga su oferta a esa sociedad pero sin que eso se tenga que hacer con leyes (asignatura de Religión y alternativa) que se impongan al ciudadano».
Lois considera que el arzobispo de Toledo, Antonio María Cañizares, «está bien situado» para ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal porque, aunque crítico con el Gobierno, valora «la claridad con la que Cañizares dice lo que piensa».
El Correo
26/02/05

PD. Creo que Martini ya renunció a la posibilidad del papado.
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Que no se preocupe el señor Lois. Ratzinger no es del Opus, :linkbiggr
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Luis Fernando dijo:
Que no se preocupe el señor Lois. Ratzinger no es del Opus, :linkbiggr

Sería una buena elección para aquellos que deseean un hundimiento total del Vaticano. :lightingz
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Publicado en Alfa y Omega

Entrevista al cardenal Ratzinger
«La conciencia no es puramente subjetiva»

En la entrevista al cardenal Joseh Ratzinger, publicada recientemente por Le Figaro Magazine, de la que recogemos las respuestas más significativas, el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe analiza la dimensión pública de la fe, especialmente en lo que respecta a la vida política, y hace una esclarecedora observación sobre el origen del fundamentalismo religioso

Su Congregación publicó el año pasado un documento sobre la responsabilidad de los políticos católicos, y recientemente dirigió usted una Nota a los obispos americanos sobre el mismo tema. ¿No se trata una intromisión de la Iglesia en la vida pública de un país?

El texto sobre el compromiso político de los católicos está a favor del pluralismo. No queremos imponer nuestra fe; pero, por otra parte, estamos convencidos de que la fe es una luz para la razón, y que el político católico debe transmitir esta luz en su combate.
En cuanto al derecho a la vida, debe ser protegido por todos los Estados, desde el primer instante hasta el último. Es una evidencia de la razón, no un artículo de fe. Un político que se posiciona de otra manera se opone al componente razonable de la fe, y se opone a uno de los elementos fundamentales de la conciencia cristiana.

¿Qué puede decir acerca de la conciencia personal del político?

La conciencia no es puramente subjetiva; cuenta con criterios objetivos. Un católico encuentra luz para formar su conciencia en las indicaciones de la fe. Creo que la subjetivización de la conciencia es un gran error contemporáneo. Se la deja privada de criterios y, en definitiva, un sujeto no definido se convierte en la medida de todos nuestros actos. Absolutizando al sujeto bajo el nombre de conciencia, perdemos el carácter comunicable de la moral y la comunión en los fundamentos esenciales de la sociedad. El sujeto no existe en solitario, debe abrirse a las exigencias de la naturaleza humana, de la persona humana como tal.

A pesar de sus intervenciones, la Santa Sede no ha conseguido que en el Preámbulo de la Constitución europea se mencionen las raíces cristianas de Europa. ¿Qué le parece?

Estoy convencido de que es un error. Europa es un continente cultural y no geográfico. Es su cultura lo que le da una identidad común, y las raíces que han forjado y permitido la formación del continente europeo son las del cristianismo. Se trata de un simple hecho histórico. Por eso, me resulta difícil comprender la resistencia manifestada contra el reconocimiento de tal hecho incuestionable. Me temo que, tras esta oposición, se esconde cierto odio de Europa contra sí misma y contra su gran Historia.

El estudio de la candidatura de Turquía sigue avanzando. ¿Su entrada en la Unión Europea supondría un choque, o un enriquecimiento cultural?

Hemos hablado de Europa como de un continente cultural y no geográfico. En ese sentido, Turquía siempre ha representado en el transcurso de la Historia otro continente, en contraste permanente con Europa. Por eso creo que identificar ambos continentes sería un error. Sería una pérdida de riqueza, una negación de lo cultural en aras de lo económico. Turquía, que se considera a sí misma como un Estado laico con fundamentos islámicos, podría intentar formar un continente cultural con los países árabes vecinos, y convertirse así en protagonista de otra cultura con identidad propia, en comunión con los grandes valores humanistas que todos deberíamos reconocer. Esta idea no se opone a formas de asociación y de colaboración estrecha y amistosa con Europa, y permitiría fraguar una fuerza unida opuesta a cualquier forma de fundamentalismo.

En cuanto al fundamentalismo religioso, ¿no es el aumento y el peso creciente del laicismo en Francia una reacción de protección contra este fenómeno?

Desde mi punto de vista, el avance del fundamentalismo está provocado, al menos en parte, por ese laicismo encarnizado. Constituye el rechazo hacia un mundo que vuelve las espaldas a Dios, que se siente totalmente autónomo, ignora las leyes innatas de la persona humana y reconstruye al hombre según su propio patrón de pensamiento. La pérdida del sentido de lo sagrado y del respeto al otro provoca una reacción de auto-defensa en el mundo árabe e islámico. El laicismo absolutizado no es la respuesta adecuada al desafío terrible del fundamentalismo. Sólo un sentido religioso razonable, en profunda unión con la razón, puede moderar el radicalismo y permitir que se encuentre un equilibro en el diálogo entre las culturas.

Sophie de Ravinel
Traducción: Teresa Martín
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

* “Sí, ahora está en la lista de papables”, confirman algunos prelados notoriamente prudentes.
* Ratzinger como Papa es una perspectiva que fascina y asusta, según la ideología de cada prelado.

GUARDIÁN DEL DOGMA • Desde hace 25 años el cardenal alemán Joseph Ratzinger es la mano derecha del sumo pontífice. • Lo llaman el ‘Guardián del dogma’ y a la cabeza del Santo Oficio figura como el cardenal con mayor posibilidad de suceder a Juan Pablo II.

Marco Polliti. Roma. El País.

Joseph Ratzinger, el purpurado de 77 años que preside el colegio cardenalicio, nos ha confiado con emoción cómo era el ambiente del cónclave de 1978, del que surgió el nombre del pontífice polaco: “En las horas de la gran decisión estábamos expuestos a las imágenes de Miguel Ángel, insinuaban en nuestra alma la grandeza de la responsabilidad”.

Ahora es él, susurra la vox pópuli de la otra orilla del Tíber, el que compite por el trono más antiguo del mundo.

De pequeño, cuando todos soñábamos con ser jardineros, bomberos o pilotos, él se imaginaba el futuro como pintor de brocha gorda. En cambio, luego apareció la vocación sacerdotal, se convirtió en teólogo conciliar en las filas de los reformistas más rebeldes, pero inmediatamente después dio un giro hacia los alarmistas refrenados y fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Múnich, hasta que con Karol Wojtyla llegó a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el ex Santo Oficio.

Año del Señor de 1981: desde entonces ha permanecido siempre al timón, velando por la “doctrina de la fe”, inspeccionando y condenando, repartiendo vetos e instrucciones. Brazo derecho de total confianza de Juan Pablo II.

En el Vaticano y en el mundo su figura ya es familiar. El guardián del dogma tiene unos ojos azules de los que emana una mirada tímida, una sonrisa apenas acentuada, un mechón blanco bajo el solideo rojo, una pronunciación mesurada que revela una voluntad inflexible.

Listas trastocadas

“Sí, ahora está en la lista de papables”, confirman algunos prelados notoriamente prudentes, mientras que hace pocos años era impensable, al ser el símbolo de una polarización excesivamente conservadora (igual que se descartaba al cardenal Martini por demasiado liberal).

Esto ocurre porque el papa Wojtyla está reinando durante tanto tiempo que trastoca todas las listas. Algunos candidatos han sido incluso superados, como el purpurado brasileño Lucio Moreira Neves. Otros nombres están detenidos en la larga marcha: Tettramanzi de Milán, o su hermano vienés Schoenborn, o el “candidato de África” Arinze. Entre los nuevos ingresos, el patriarca de Venecia, Scola, mientras que resiste entre los eminentísimos latinoamericanos Hummes, de Sao Paulo, y se perfila en silencio un hijo de India, Ivan Dias, de Bombay.

En la Curia, la contraseña es que todo siga como siempre. “Trabajamos como si fuera el primer día del pontificado”, me confía el patriarca de Lisboa, Da Cruz Policarpo.

Concentrarse en los compromisos presentes es la mejor forma de preparar el advenimiento. Pero produce desaliento pensar en el mañana y está extendido el temor a una elección que de improviso entorpezca a la iglesia con reformas (como ocurrió con el imprevisible Juan XXIII) o que bloquee todo en la temerosa defensa de la identidad.

Surge en este clima la aspiración a un papado de transición. Pero un papado de peso, que no haga añorar la autoridad mundial de Wojtyla. Porque todos están convencidos de que el papado es fundamental en el escenario de la globalización, especialmente frente a la dispersión de los protestantes y la fragmentación de los ortodoxos.

El trono de Pedro

Ratzinger en el trono de Pedro es una perspectiva que fascina y asusta, según la ideología de cada prelado. Sería el primer pontífice alemán desde la Edad Media, un papa llegado del corazón de la historia europea.

Poco indulgente con el unilateralismo estadounidense y no por pacifismo a ultranza: “Para impedir que la fuerza del derecho se transforme en arbitrariedad, esta debe someterse a criterios rígidos, reconocidos por todos”, recordó en el aniversario de la Segunda Guerra Mundial.


Un cardenal de hierro

Se le considerada un partidario de una economía social de mercado de ámbito mundial: “La caída del comunismo no ha confirmado la bondad del capitalismo en todas sus formas”. Pero también inflexible en su defensa de la idea de una verdad única ostentada por la iglesia católica y la concepción de Jesucristo como “Salvador único”.

Sobre este asunto sigue siendo un cardenal de hierro: “Una especie de anarquismo moral e intelectual”, gusta de repetir, “lleva a no aceptar una verdad única”. Y eso no puede ser.

Así, el diálogo interreligioso no debe convertirse nunca en “movimiento en el vacío” y no hay que animar la deriva de muchos occidentales hacia el budismo, marcado por el autoerotismo espiritual. “Ir a contracorriente y resistir a los ídolos de la sociedad contemporánea forma parte de la misión de la iglesia católica”.

Si se le pregunta cuál es su deseo, la respuesta es retirarse pronto en Frascati, debido también a su frágil salud. Si se le pregunta qué tipo de papa se imagina, responde: “Un hombre de fe y que ame a Dios y, por tanto, a los hombres”.

La partida ha empezado. Todos le reconocen una gran personalidad. “Clarividente y coherente... y mucho menos rígido de lo que parece”, comenta el cardenal Echegaray. Él también está excluido de entre los papables
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Aqui solo falta puntualizar si....

Estoy convencido de que es un error. Europa es un continente cultural y no geográfico. Es su cultura lo que le da una identidad común, y las raíces que han forjado y permitido la formación del continente europeo son las del cristianismo. Se trata de un simple hecho histórico.

...esas raices que llama cristianas se forjaron antes o despues de la Reforma Protestante.
De no ser por esta Reforma, en ciencia -por ejemplo- Europa aun estaria en arresto domiciliario junto a Galileo Galilei.
Lo que Europa no tolera es el cesareo-papismo y eso es lo que nuestro amiguete Ratzinger añora. No desea dar un testimonio de ética cristiana sino que esta se imponga mediante decreto. Claro que no tienen otra opción, porque quien ha perdido la capacidad de convencer tiene que apelar a la de imponer.
Por el momento en España los que han votado SI son una mayoría abrumadora y eso a pesar que los católicos a marcha martillo movilizaron a todos los suyos para ir a las urnas con un NO En cambio la mayoría ni siquiera fueron a votar. De haberlo hecho el ridículo de los del NO, nacional-católico, habria sido espantoso.
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

De no ser por esta Reforma, en ciencia -por ejemplo- Europa aun estaria en arresto domiciliario junto a Galileo Galilei.
JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA!!!!!!!!!!! :Carcajada
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Ummmm, Europa

Veamos.....

Europa. Sus fundamentos espirituales
ayer, hoy y mañana

Conferencia pronunciada por el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la biblioteca del Senado de la República Italiana, el 13 de mayo de 2004.

Europa. ¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada expresamente por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del Sínodo de obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa aunque también la habitan europeos, que tienen un modo de pensar y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden las fronteras de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia? ¿Dónde está su límite en el Atlántico? ¿Qué islas pertenecen a Europa, y cuáles, en cambio, no? Y, ¿por qué? En estos encuentros se manifiesta claramente que sólo de modo secundario Europa es un concepto geográfico. Europa no es un continente netamente determinado en términos geográficos, sino más bien es un concepto cultural e histórico.

1. El surgimiento de Europa

Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes de Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto (484-425 a.C. aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa como concepto geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran Asia como su propiedad y los pueblos bárbaros que habitan en ella, mientras estiman que Europa y el mundo griego es un país distinto». No hace referencia a las fronteras de Europa, pero está claro que tierras que hoy son el núcleo de Europa estaban completamente fuera del campo visual del historiador antiguo.

De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio romano, se había formado un continente que se transformó en la base de la sucesiva Europa, pero que tenía otras fronteras: eran las tierras alrededor del Mediterráneo, que gracias a sus vínculos culturales, gracias al tráfico y al comercio, gracias al sistema político común, formaban un verdadero y particular continente.

Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo VIII trazó una frontera a lo largo del Mediterráneo; por así decirlo, la partió en dos, de tal manera que todo lo que hasta entonces era un continente se subdividía ahora en tres continentes: Asia, África y Europa.

En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más lentamente que en occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto central, resistió hasta el siglo XV, aunque fue quedando cada vez más al margen. Mientras tanto, en torno al año 700, la parte meridional del Mediterráneo queda completamente fuera de lo que hasta ese entonces era un continente cultural. Al mismo tiempo se lleva a cabo una mayor extensión hacia el norte. El límite, que hasta entonces había sido un confín continental, desaparece y se abre hacia un nuevo espacio histórico que ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña como tierras-núcleo propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia.

En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el precedente continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo, tiene como garantía un modelo de teología de la historia: partiendo del libro de Daniel, se consideraba al Imperio Romano renovado y transformado por la fe cristiana como el último y permanente reino de la historia del mundo en general y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos y estados que estaba en vías de formación como el permanente «Sacrum Imperium Romanum».

Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se realizó de manera totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. Aquí surge nuevamente el antiguo nombre de Europa, con un significado diverso: este vocablo se utilizaba incluso como definición del reino de Carlomagno, y expresaba, al mismo tiempo, la consciencia de la continuidad y de la novedad con que la nueva trabazón de estados se presentaba: como una fuerza con futuro. Con futuro porque se concebía en continuidad con lo que había sido la historia del mundo hasta entonces y anclada últimamente en lo que permanece para siempre.

Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo en la consciencia de la definitividad, así como la de una misión.

Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después del fin del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; en el lenguaje popular sólo se usa al inicio de la época moderna --aunque en relación con el peligro de los Turcos, como modalidad de autoidentificación--, para imponerse en general en el siglo XVIII. Independientemente de esta historia del término, la constitución del reino de los francos como el imperio romano jamás desaparecido y entonces renacido, significa, de hecho, el paso decisivo hacia lo que nosotros entendemos hoy cuando hablamos de Europa.

Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz de la Europa, de una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como ya he mencionado, había resistido en Bizancio contra las tempestades de la migración de los pueblos y de la invasión islámica. Bizancio se percibía a sí misma como la verdadera Roma; es un hecho que aquí el imperio no había decaído jamás, razón por la cual seguía reivindicando la otra mitad del imperio, la occidental.

También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente hacia el norte, abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, greco-romano, que se diferencia respecto a la Europa latina del occidente en virtud de la diversidad de su liturgia, de una constitución eclesiástica diferente, de una escritura diversa, y en virtud de la renuncia al latín como lengua común enseñada.

Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden hacer de los dos mundos un único, común continente: en primer lugar, la herencia común de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por otra parte, en ambos mundos hace referencia a una realidad que está más allá de sí misma, hacia un origen que ahora se encuentra fuera de Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la misma idea común de Imperio, la común comprensión de fondo de la Iglesia y, por tanto, también la comunión en las ideas fundamentales del derecho y de los instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría también el monaquismo, que en los grandes movimientos de la historia se ha mantenido como el vehículo esencial, no sólo de la continuidad cultural, sino, sobre todo, de los valores fundamentales religiosos y morales, de las orientaciones últimas del hombre, y en cuanto fuerza pre-política y super-política se transformó en el vehículo de los renacimientos siempre necesarios.

Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, hay sin embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada especialmente por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi identificados el uno con el otro; el emperador también es el jefe de la Iglesia. Él se considera a sí mismo como representante de Cristo, y en unión con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo rey y sacerdote (Gén 14 18), lleva desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Dado que a partir de Constantino el emperador había escapado de Roma, en la antigua capital del imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de Roma, como sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el inicio de la era constantiniana se enseñó una dualidad de potestad: emperador y papa tienen de hecho potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El papa Gelasio I (492-496) formuló la visión de occidente en su famosa carta al emperador Anastasio y, todavía más claramente, en su cuarto tratado, donde ante la tipología bizantina de Melquisedec subraya que la unidad de las potestades está exclusivamente en Cristo: «él, de hecho, a causa de la debilidad humana (¡soberbia!) Ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios de manera que ninguno se ensoberbezca» (c. 11). Para las cosas de la vida eterna los emperadores cristianos tienen necesidad de los sacerdotes (pontífices) y éstos, a su vez, se atienen para el curso temporal de las cosas, a las disposiciones imperiales. Los sacerdotes deben seguir en las cosas mundanas las leyes del emperador, puesto por querer divino, mientras éste debe someterse en las cosas divinas al sacerdote. Con esto se introdujo la separación y distinción de las potestades, que fue de máxima importancia para el desarrollo sucesivo de Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de lo que es propiamente típico de Occidente.

Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció vivo el impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre el del otro, este principio de separación se convirtió también en fuente de sufrimientos infinitos. La manera en que se debe vivir correctamente y concretar política y religiosamente este principio sigue siendo un problema fundamental, incluso para la Europa de hoy y de mañana.

2. El viraje hacia la época moderna
Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento del imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano en Bizancio y su misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero y propio nacimiento del continente Europa, el inicio de la época moderna significa para ambas Europas un viraje, un cambio radical que concierne tanto a la esencia de este continente como a sus contornos geográficos.

En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... doctos emigraron... hacia Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento de los textos originales griegos; sin embargo, oriente se hundió en la ausencia de cultura». Esta afirmación puede ser un poco burda, ya que, de hecho, también el reino de la dinastía de los Osman tenía su cultura; pero es cierto que la cultura greco-cristiana europea de Bizancio tuvo su fin con esta invasión. De este modo, una de las dos alas de Europa estuvo a punto de desaparecer, pero la herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la tercera Roma, funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de una segunda «translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva metamorfosis del «Sacrum Imperium » --como una forma propia de Europa, que, sin embargo, permaneció unida con occidente y se orientó cada vez más hacia él, hasta el punto de que Pedro el Grande intentó convertirla en un país occidental--. Este movimiento hacia el norte de la Europa bizantina implicó también un amplio movimiento hacia oriente de las fronteras del continente. El establecimiento de los Urales como frontera es sumamente arbitrario. De cualquier forma, el mundo que quedaba a su oriente se convirtió cada vez más en una especie de subestructura de Europa --ni Asia ni Europa--; esencialmente forjado por Europa, pero sin participar de su carácter de sujeto: objeto, pero no vehículo de su historia. Quizás con esto se define la esencia de un estado colonial.

Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa bizantina, no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la disolución del antiguo Bizancio con su continuidad histórica en relación con el Imperio Romano; por otra parte, esta segunda Europa obtuvo con Moscú un nuevo centro y amplió sus confines hacia oriente, para erigir en Siberia una especie de pre-estructura colonial.

Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un doble proceso con un significado histórico notable. Gran parte del mundo germánico se separa de Roma; surge una nueva forma iluminada de cristianismo, de modo que, por medio de occidente, se crea a partir de entonces una línea de separación que forma también claramente una frontera cultural, un confín entre dos diversos modos de pensar y relacionarse. Ciertamente, también dentro del mundo protestante hay una fractura: en primer lugar entre luteranos y reformados, a los cuales se asocian los metodistas y presbiterianos, mientras la Iglesia anglicana busca formar un camino intermedio entre católicos y evangélicos; a esto se añade también la diferencia entre el cristianismo bajo la forma de una iglesia de Estado, que llega a ser un distintivo de Europa, e iglesias libres, que encuentran su espacio de refugio en Norteamérica, tema éste del que debemos volver a hablar.

Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola de la que era la Europa latina: el descubrimiento de América. A la extensión de Europa hacia el este, gracias a la progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde la radical salida de Europa más allá de sus confines geográficos hacia el mundo que está más allá del océano, que ahora se llama América. La subdivisión de Europa en una mitad latino-católica y una mitad germánico-protestante se transfirió y repercutió sobre esta parte de tierra ocupada por Europa. También América fue al inicio una Europa ampliada, una colonia, pero ella también se crea --contemporáneamente a la agitación europea provocada por la Revolución Francesa-- su propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque forjada en sus aspectos profundos por su nacimiento europeo, América se presenta ante Europa como un sujeto propio.

En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a través de una mirada histórica, hemos tomado en consideración dos virajes históricos fundamentales: el primero es la disolución del viejo continente mediterráneo, por obra del continente del «Sacrum Imperium», colocado más hacia el norte, en el que se forma Europa a partir de la época carolingia como mundo occidental-latino, junto a éste está la continuación de la vieja Roma en Bizancio, con su extensión hacia el mundo eslavo. Como segundo paso, hemos observado la caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente traslado hacia el norte y hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa, y, por otra parte, la división interna de Europa en un mundo germánico-protestante y un mundo latino-católico. Además de esto, se encuentra la expansión hacia América, a la que se trasfiere esta división y que, al final, se constituye como un sujeto histórico propio que está ante Europa.

Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo constituye la Revolución francesa. Es verdad que el «Sacrum Imperium» como realidad política se estaba disolviendo desde el final de la Edad Media y se había vuelto cada vez más frágil, incluso como válida e indiscutible interpretación de la historia; pero sólo entonces este marco espiritual se fragmenta también formalmente, este marco espiritual sin el cual Europa no habría podido formarse. Es un proceso de considerable importancia, tanto desde el punto de vista político como ideal. Desde el punto de vista ideal, esto significa que se rechaza el fundamento sacro de la historia y de la existencia estatal: la historia ya no se mide de acuerdo con una idea de Dios precedente a ella y que le da forma; el Estado es considerado, a partir de entonces, en términos puramente seculares, fundado en la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos.

Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular, que abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina del elemento político, considerándolo como una visión mitológica del mundo y declara al mismo Dios como una cuestión privada, que no es parte de la vida pública y de la formación de la voluntad común. Ésta es concebida únicamente como un asunto de la razón, para la cual Dios no aparece claramente cognoscible: religión y fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Dios y su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública.

De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un nuevo tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. En alemán, este proceso no tiene ningún término, ya que se ha desarrollado más lentamente. En las lenguas latinas es caracterizado como división entre cristianos y laicos. En los últimos dos siglos esta laceración ha penetrado en las naciones latinas como una fractura profunda, mientras el cristianismo protestante, al inicio, tuvo una vida fácil al conceder dentro de sí espacio a las ideas liberales e ilustradas, sin destruir el marco de un amplio consenso cristiano.

El aspecto de política realista de la disolución de la antigua idea de imperio consiste en esto: las naciones, los estados, que son identificables como tales gracias a la formación de ámbitos lingüísticos unitarios, aparecen definitivamente como los únicos y verdaderos portadores de la historia, y, por tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía.

El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra en el hecho de que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión universal, que necesariamente debía llevar a conflictos entre ellas, cuyo impacto mortal lo hemos experimentado dolorosamente en el siglo recién pasado.

3. La universalización de la cultura europea y su crisis

Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de los últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja Europa precedente a la época moderna, en sus dos mitades había conocido esencialmente sólo un adversario, con el cual debía confrontarse para la vida y para la muerte, es decir, el mundo islámico; si el viraje de la época moderna había llevado a la extensión hacia América y hacia partes de Asia sin grandes sujetos culturales propios, ahora tiene lugar la salida hacia los dos continentes hasta ahora tocados sólo marginalmente: África y Asia, que trataron de transformarse en sucursales de Europa, en colonias. Hasta cierto punto, esto también se logró, pues ahora también Asia y África siguen el ideal del mundo forjado por la técnica y el bienestar, de tal modo que también allí las antiguas tradiciones religiosas entran en crisis y estratos de pensamiento puramente secular dominan siempre más la vida pública.

Pero hay también un efecto contrario: el renacimiento del Islam no está solamente unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que también se alimenta por la conciencia de que el Islam es capaz de ofrecer una base espiritual válida para la vida de los pueblos, una base que parece haberse escapado de la mano de la vieja Europa, que, no obstante su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más, como condenada al declino y al obscurecimiento.

Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística, que encuentra expresión en el budismo, se elevan también como potencias espirituales contra una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos y morales. El optimismo acerca de la victoria del elemento europeo, que Arnold Toynbee podía sostener todavía al inicio de los años sesenta, aparece hoy extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros hemos identificado... 18 están muertas y nueve de las restantes; de hecho, todas menos la nuestra muestran que están golpeadas de muerte».

¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? Y, en general, ¿qué es nuestra cultura, la que todavía permanece? La cultura europea, ¿es quizás la civilización de la técnica y del comercio difundida victoriosamente por el mundo entero? ¿O no es esta civilización más bien la nacida de manera post-europea por el fin de las antiguas culturas europeas?

Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del mundo técnico-secular post-europeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de pensar, se da en todo el mundo --especialmente en los mundos estrictamente no-europeos de Asia y África-- la impresión de que el mundo de valores de Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, ha llegado al final y esté saliendo del escenario; da la impresión de que ha llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América precolombina, del Islam, de la mística asiática.

Europa, justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse vaciado por dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio, una crisis que pone en riesgo su vida, dependiendo por así decirlo, de trasplantes, que sin embargo no pueden eliminar su identidad. A esta disminución interior de las fuerzas espirituales importantes corresponde el hecho de que también étnicamente Europa parece que recorre el camino de la desaparición.

Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se les experimenta como una esperanza, sino como un límite para el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en declive: funcionaba todavía como gran armazón histórico, pero en la práctica vivía ya de quienes debían disolverlo, porque a él mismo ya no le quedaba ninguna energía vital.

Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro de Europa hay dos diagnósticos contrapuestos.

Por una parte, está la tesis de Oswald Spengler, quien creía poder fijar una especie de ley natural para las grandes expresiones culturales: existe un momento de nacimiento, crecimiento gradual, florecimiento, lento entorpecimiento, envejecimiento y muerte. Spengler enriquece su tesis --de modo impresionante--, con documentación entresacada de la historia de las culturas, documentación en la que se puede entrever esta ley del decurso natural. Su tesis era que Occidente ha alcanzado su época final, que este continente cultural está corriendo inexorablemente al encuentro con la muerte, a pesar de todos los intentos de rechazarla. Naturalmente, Europa puede transmitir sus dones a una nueva cultura emergente, como ya ha sucedido en los precedentes ocasos de una cultura, pero como sujeto, ella tiene ya su tiempo de vida a las espaldas.

Esta tesis --definida como «biologista»-- ha encontrado opositores apasionados en el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito católico; Arnold Toynbee se opuso a ella de manera impresionante, aunque con postulados que encuentran actualmente poca resonancia. Toynbee muestra la diferencia entre progreso técnico-material de una parte y progreso real de otra. Define este último como espiritualización. Admite que Occidente --el mundo occidental-- se encuentra en una crisis, y su causa sería el hecho de que se ha pasado de la religión al culto a la técnica, a la nación, al militarismo. La crisis, para él, significa al final secularismo.

Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino hacia la curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, del que forma parte, según él, la herencia religiosa de todas las culturas, pero, especialmente, lo «que ha quedado del cristianismo occidental». Aquí se contrapone a la visión «biologista» una visión «voluntarista», que apunta a la fuerza de las minorías creativas y a las personalidades singulares y excepcionales.

La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si lo es, ¿está en nuestras manos introducir nuevamente el momento religioso, en una síntesis de cristianismo residual y herencia religiosa de la humanidad? En todo caso, la cuestión entre Spengler y Toynbee permanece abierta porque no podemos ver el futuro. Pero independientemente de todo eso, se impone la tarea de preguntarnos qué es lo que puede garantizar el futuro y mantener viva la identidad interior de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más simplemente: qué podría ofrecer --tanto para hoy como mañana-- la dignidad humana y una existencia conforme a ella.

Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro presente teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos detenido en la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo se han desarrollado sobre todo dos nuevos modelos europeos. En las naciones latinas el modelo laicista: un Estado netamente separado de los organismos religiosos, que son relegados al ámbito privado. El mismo Estado rechaza cualquier fundamento religioso y se sabe fundado solamente sobre la razón y sus intuiciones. Frente a la flaqueza de la razón, estos sistemas se han revelado frágiles y se convierten con facilidad en víctimas de las dictaduras; sobreviven, propiamente, sólo porque partes de la vieja conciencia moral continúan subsistiendo aun sin los fundamentos precedentes, permitiendo así un consenso moral básico. Por otra parte, en el mundo germánico, existen de manera diferenciada los modelos de Iglesia de Estado del protestantismo liberal. En ellos una religión cristiana iluminada, esencialmente concebida como moral ..y con formas de culto resguardadas por el Estado-- garantiza un consenso moral y un fundamento religioso amplio, al que cada religión que no es del Estado debe adecuarse. Este modelo en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un primer momento en la Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho tiempo una cohesión estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída del cristianismo de Estado prusiano creó un vacío, que después se ofreció igualmente como vacío para el surgimiento de una dictadura. Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en todas partes, víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones del Estado ya no proviene ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear una fuerza moral, sino que la debe presuponer para después construir sobre ella.

Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, que por una parte --formados sobre la base de las iglesias libres-- parten de un rígido dogma de separación y por otra parte --más allá de las denominaciones individuales--, se caracterizan por un consenso de fondo cristiano-protestante no forjado en términos confesionales. Consenso que se vinculaba a una particular conciencia de la misión de tipo religioso frente al resto del mundo. De este nodo, daba al factor religioso un significativo peso público, que en cuanto fuerza pre-política y supra-política podía ser determinante para la vida política. Ciertamente no se puede esconder que también en los Estados Unidos la disolución de la herencia cristiana avanza incesantemente, mientras que al mismo tiempo el rápido aumento del elemento hispánico y la presencia de tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo cambian el panorama. Se podría observar también que los Estados Unidos promueven ampliamente la protestantización de América Latina y, de ese modo, la disolución de la Iglesia católica a través de la formación de iglesias libres. Todo ello porque tienen la convicción de que la Iglesia católica no puede asegurar un sistema político y económico estable, ya que fracasa como educadora de las naciones. En cambio, esperan que el modelo de las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática de la voluntad pública, similares a aquellos característicos de los Estados Unidos. Para complicar todavía más el panorama, se debe admitir que actualmente la Iglesia católica forma la comunidad religiosa más grande de los Estados Unidos. Esta Iglesia, en su vida de fe, está decididamente del lado de la identidad católica. Sin embargo, los católicos, por lo que se refiere a la relación entre Iglesia y política han recibido las tradiciones de las iglesias libres, es decir, que una Iglesia que no se confunda con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales del todo, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como un deber moral profundamente conforme a la fe. En una posición similar, se puede ver una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del Papa Gelasio, del que se ha hablado anteriormente.

Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que he hablado anteriormente se le añadió en el siglo XIX, un tercero: el socialismo, que rápidamente se subdividió en dos vías diversas: la totalitaria y la democrática.

El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro de los dos modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones liberales radicales, enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se reveló como algo que iba más allá de las confesiones: en Inglaterra era el partido de los católicos, que no podían sentirse a gusto ni en el campo protestante-conservador, ni en el liberal. También, en la Alemania guillermina el centro católico podía sentirse más cercano al socialismo democrático que a las fuerzas conservadoras rígidamente prusianas y protestantes. En muchos aspectos el socialismo democrático estaba y está cerca de la doctrina social católica; en todo caso, ha contribuido considerablemente a la formación de una conciencia social.

Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la historia rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente como un proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y de la liberal para alcanzar la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión, como residuo del pasado, se supera y el funcionamiento de las condiciones materiales puede garantizar la felicidad de todos. El aparente carácter científico esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la moral es producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse de acuerdo con los objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para favorecer la llegada de un Estado final feliz es moral. La inversión de los valores que habían construido Europa es completa. Aún más, se da una fractura frente a la tradición moral de toda la humanidad: ya no hay valores independientes de los objetivos del progreso; en un momento dado todo puede permitirse e incluso resultar necesario, puede ser moral en el sentido nuevo del término. Incluso el hombre puede llegar a ser un instrumento; no cuenta el individuo. Sólo el futuro llega a ser la terrible divinidad que dispone de todos y de todo.

Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho de que han naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por su subordinación de la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas de futuro. La verdadera y propia catástrofe que han dejado a sus espaldas no es de naturaleza económica; consiste en el desecamiento de las almas, en la destrucción de la conciencia moral. Veo esto como un problema esencial del momento actual para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el naufragio económico, y por eso sin dudarlo los ex-comunistas se han vuelto liberales en economía. Sin embargo, la problemática moral y religiosa, el problema de fondo, es casi totalmente removida de la consideración.

La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa existiendo hoy: la disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y sobre el universo. Esta disolución de la conciencia de los valores morales intangibles es precisamente ahora nuestro problema y puede conducir a la autodestrucción de la conciencia europea que debemos comenzar a considerar --independientemente de la visión del ocaso de Spengler-- como un peligro real.

4. ¿En qué punto estamos hoy?
Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían continuar las cosas? En los violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay una identidad de Europa que puede tener un futuro y por la cual podamos comprometernos con todo nuestro ser? No estoy preparado para entrar en una discusión detallada sobre la futura Constitución europea. Sólo quisiera indicar brevemente los elementos morales fundamentales que, en mi opinión, no deberían faltar.

Un primer elemento es el carácter incondicional con que la dignidad humana y los derechos humanos deben presentarse como valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal. Estos derechos fundamentales no son creados por el legislador ni son conferidos a los ciudadanos, «sino más bien existen por derecho propio, siempre han de ser respetados por el legislador, a quien le son dados previamente como valores de orden superior». Esta validez de la dignidad humana previa a cualquier actuar político y a toda decisión política nos remite al Creador: sólo Él puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre y que son intangibles. Que existan valores que no son manipulables por nadie es la garantía verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana ve en esto el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios que Él ha conferido al hombre.

Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia de la dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda decisión política; son aún demasiado recientes los horrores del nazismo y de su teoría racista. Pero en el ámbito concreto del así llamado progreso de la medicina, hay amenazas muy reales para estos valores: sea que pensemos en la clonación, sea que pensemos en la conservación de fetos humanos para la investigación y donación de órganos, sea que pensemos en todo el ámbito de la manipulación genética -la lenta consunción de la dignidad humana que aquí nos amenaza no puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de manera creciente, el tráfico de personas humanas, las nuevas formas de esclavitud, el negocio del tráfico de órganos humanos para trasplantes. Siempre se aducen finalidades buenas, para justificar lo injustificable. En estos sectores, hay algunos puntos firmes en la Carta de los derechos fundamentales de los que podemos alegrarnos, pero en puntos importantes resulta demasiado vaga, mientras que es propiamente en estos puntos donde se arriesga la seriedad del principio que está en juego.

Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad, igualdad y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del estado de derecho, implica una imagen del hombre, una opción moral y una idea de derecho que no son para nada obvias, pero que de hecho son factores fundamentales de identidad de Europa. Estos principios deberían garantizarse, también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden defender si se forma siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente.

Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula en la formación de la comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica. Éste dio a Europa, tanto a la occidental como a la oriental, su rostro particular y su particular humanidad, también y precisamente porque la forma de fidelidad y de renuncia delineada en ella siempre debió conquistarse nuevamente, con muchas fatigas y sufrimientos. Europa no sería Europa, si esta célula fundamental de su edificio social desapareciese o se cambiase algo de su esencia. La Carta de los derechos fundamentales habla de derecho al matrimonio, pero no expresa ninguna protección jurídica y moral específica para él, y ni siquiera lo define de forma más precisa. Todos sabemos cuán amenazados están el matrimonio y la familia tanto mediante el vaciamiento de su indisolubilidad a través de formas cada vez más fáciles de divorcio, como por un nuevo comportamiento que va difundiéndose cada vez más: la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En notable contraste con todo esto, existe la petición de comunión de vida de los homosexuales, quienes ahora paradójicamente exigen una forma jurídica, que debe equipararse más o menos al matrimonio. Con esta tendencia se sale del complejo de la historia moral de la humanidad, que a pesar de toda la diversidad de formas jurídicas del matrimonio, sabía siempre que éste, según su esencia, es la particular comunión de hombre y mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de discriminación, sino de la pregunta sobre qué es la persona humana en cuanto hombre y mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer puede formalizarse jurídicamente. Si, por una parte, su convivencia se separa cada vez más de las formas jurídicas, si, por otra parte, se ve la unión homosexual como participante del mismo rango del matrimonio, entonces estamos ante una disolución de la imagen del hombre, cuyas consecuencias sólo pueden ser extremadamente graves.

Mi último punto es la cuestión religiosa. No quisiera entrar aquí en las complejas discusiones de los últimos años, sino poner de relieve sólo un aspecto fundamental para todas las culturas: el respeto de a lo que es sagrado para otra persona, y particularmente el respeto por lo sagrado en el sentido más alto, por Dios. Es lícito suponer que se pueden encontrar este respeto en quien no está dispuesto a creer en Dios. Donde se quebrante este respeto, se pierde algo esencial en la sociedad. En la sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo, la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir los derechos humanos.

Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; occidente sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande y puro. Europa necesita de una nueva --ciertamente crítica y humilde-- aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir. A veces, la multiculturalidad, que se estimula y favorece continua y apasionadamente, se transforma en abandono y negación de lo que le es propio, una fuga de las cosas propias. Pero la multiculturalidad no puede subsistir sin constantes en común, sin puntos de referencia a partir de valores propios. Seguramente no puede subsistir sin respeto de lo que es sagrado. De ella forma parte el andar al encuentro con respeto a los elementos sagrados del otro, pero esto podemos hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es extraño a nosotros mismos. Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás, pero justamente ante los demás y por los demás, es deber nuestro nutrir en nosotros mismos el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el rostro de Dios que se nos ha aparecido --del Dios que tiene compasión de los pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor.

Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que se desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. Para las culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro. Por lo tanto, justamente la multiculturalidad nos llama a entrar nuevamente en nosotros mismos.

No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y contribuir a que Europa recobre nuevamente lo mejor de su herencia y esté así al servicio de toda la humanidad.<!-- / message --><!-- sig -->

 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

Hala, hala.
Copiar y pegar. Todos igual. Uso y abuso del cut&paste.
Creo que en este foro debería instalarse un anti Spam.
 
Re: Un Papa del Opus Dei sería una bomba ........

No entiendo que tiene que ver esto con el epígrafe, pero bueno...............

De todas formas hay algo que me ha llamado la antención:

Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en todas partes, víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones del Estado ya no proviene ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear una fuerza moral, sino que la debe presuponer para después construir sobre ella.

Se referira al Vaticano.?