Juan Luis Herrero
Teólogo
A todos los católicos nos «ficha» la iglesia en varias ocasiones. Me refiero a los archivos parroquiales en los que consta nuestro bautismo, la confirmación y, en su caso, el matrimonio y la ordenación sacerdotal. Con ello nada importante de la vida cristiana escapa al control y la parroquia tradicional representa la clave decisiva en la actual organización de la Iglesia. Si, por encanto, desaparecieran todos los libros parroquiales, la catástrofe sería tan grande como si un terremoto destruyera la Ciudad del Vaticano con toda la Curia romana y sus archivos. Sin los archivos parroquiales nadie podría acreditar su condición de católico y, desde ahí, recibir la confirmación, ser padrino en una boda, hacer la primera comunión, casarse por la iglesia o ser ordenado sacerdote. Y dado que la Iglesia vivió durante siglos sin archivos ¿quién puede asegurar la cadena de bautizos y ordenaciones válidas que supuestamente conectan a la jerarquía actual con los mismísimos apóstoles? ¿ No es realmente vital tal continuidad y el riguroso seguimiento que lo garantiza? Un párroco podrá ser un desastre en la atención a sus obligaciones, salvo a la de llevar al día los libros. Todo muy significativo.
El poder tiende a controlar y, por eso mismo, a censar, inscribir, "fichar". Tan minuciosa ha sido la iglesia que cualquier historiador de tiempos pasados se fía más de los archivos parroquiales que de los civiles. Tan vital aparece este control que el largo brazo de la Iglesia se extiende desde el Papa de Roma hasta la más recóndita parroquia del universo. Se sabe en cada momento quién es sacerdote y puede celebrar, confesar y enseñar y quién está "secularizado", quien está casado o vive en concubinato; o quién puede volver a casarse «por la iglesia» si, escudriñada su íntima conciencia, dictamina un tribunal que no hubo matrimonio anterior. Seguimiento exhaustivo de conciencias, doctrinas, compartimentos, organizaciones y sacramentos, mediante un «fichaje,, que permite la aplicación rigurosa de un minucioso Derecho.
Todo parece atado y bien atado, desde la base hasta la cúspide. Decimos que la Iglesia se sustenta por el Espíritu de Dios. Pero, por si acaso, se ha apuntalado todo con archivos y artículos del Derecho Canónico. Pablo de Tarso era demasiado ingenuo al afirmar que el Cristiano vive la libertad del Espíritu y “no bajo la ley”.
Ello nos da pie a pronosticar el no lejano fin de este, sistema» eclesial ( X. Pikaza) Por una doble vía: quiebra de su economía y redescubrimiento de la libertad. La actual organización de la iglesia no puede sostenerse sin el consumo de ingentes cantidades de dinero. Ahora bien, sus bases, cada día más minoritarias, son incapaces de mantener tal macro estructura y dependen cada vez más del estado. El estado o el dinero, poco importa, ambos siempre pasan factura e hipotecan la libertad. Y si ésta falla, poco espacio resta al Espíritu que la nutre.
Por mucho que las altas instancias pretendan recuperar prestigio y la aclamación de multitudes (viejo régimen de cristiandad), los templos se vacían; nada extraño que los cristianos de hoy seamos la última generación de constructores de catedrales como lo ha sido de seminarios. Más ¿por qué alarmarse? El Nazareno nunca auguró a los suyos grandezas ni censos imperiales. La edad de hierro de la iglesia toca a su fin.
La Iglesia del futuro será sin duda una Iglesia en diáspora (K.Rahner), es decir, un conjunto escasamente estructurado de pequeñas comunidades dispersas y poco relevantes. Diluidas en el medio, solo perceptibles por sus discretos efectos, como la sal y la levadura en el pan. Sin levantar estandartes de ideologías competitivas ni reclamar privilegio alguno. Su única relevancia será su “virulencia” amablemente contagiosa (¡ojalá!) de su solidaridad humana, sobre todo con los excluidos. Serán grupos reducidos, a escala humana, como pequeños organismos vivos que disponen de todo lo necesario para la vida. A algo así apuntan hoy, aunque con titubeante identidad y escaso vigor de fermento, las llamadas comunidades de base.
Tal vez por deficiente radicalidad evangélica y la consiguiente magra identidad cristiana. a muchas comunidades les cuesta alzar el vuelo airoso y libre como el de hijos de Dios, liberados de la ley. Y aún así, están bajo sospecha: la jerarquía se empeña –conscientemente- en disolverlas o integrarlas en las parroquias.
Las comunidades de base comienzan a descubrir algo decisivo: no son piezas inertes de un puzzle superior en el que cobrar un sentido prefijado sino organismos vivos y autónomos con capacidad de generar todo lo conveniente para sus necesidades. A la hora del Ágape fraterno (Eucaristía) si les falta un presbítero, no caen en el absurdo de la familia que renunciaría a sentarse a la mesa el día que libra la sirvienta... Celebran en su seno el bautismo de sus hijos. Hasta que «inventen, algún sacramento de acogida en la comunidad. Y entonces, devolverán a un bautismo posterior su ser: símbolo de la libre opción adulta. Hay comunidades que ya no viven la necesidad de inscribir al niño en algún registro parroquias. Bastantes en todo el mundo «encargan» a sus miembros diversos ministerios y reconocen,, variados carismas. Llegado el caso, celebran en su seno la realidad de una pareja que se ama, sea cual sea su condición de género o de matrimonio anterior, dentro de un discernimiento ajustado al ideal compasivo de Jesús. Obviamente, en este supuesto, no cabe la, ficha» en libros oficiales. No por ello la pareja se siente menos bendecida sacramentalmente: su amor es el sacramento sin necesidad de validación oficial.
Con tales comportamientos en libertad muchos cristianos relativizan el dogmatismo y disciplina jerárquicos que, por lo demás, la mayoría vienen haciendo ya, hace décadas, respecto a otros puntos como el de los anticonceptivos. Está claro que la jerarquía rechaza rotundamente tales cosas. Más ¿qué puede hacer si se le escapa un, "fichaje» más seguro? Condenar y sancionar no es operativo: la historia lo demuestra y lo seguirá haciendo. El proceso es imparable: la liberación cristiana está en marcha más allá de reformas cosméticas controlables. Sin embargo, nada más lejos de un desmadre ácrata porque nada es tan exigente como el seguimiento de Jesús. Y éste implica estudio, discernimiento y contemplación, conocimiento respetuoso pero crítico de la tradición e interrelación de comunidades. ¿Peligra tal vez la unidad cristiana?
Este concepto se esgrime con frecuencia pero es un, "tópico chapuza" en manos del poder jerárquico que es el principal pervertidor de la unidad, al suplantar con leyes al Espíritu de Dios. Por eso la pérdida de la unidad (que para Jesús era un horizonte inalcanzable: «Padre, que sean uno como tú y yo lo somos) no es un riesgo sino la mismísima realidad actual. La ruptura entre sectores eclesiales hoy es posiblemente más profunda que la primera del cisma oriental o la posterior de la reforma-contrarreforma. Ruptura que, como casi siempre, es fruto de negar el pluralismo en nombre de la unidad y de pretender mantener o recuperar el Espíritu a golpe de Ley, de “fichar”, o de anatema.
Teólogo
A todos los católicos nos «ficha» la iglesia en varias ocasiones. Me refiero a los archivos parroquiales en los que consta nuestro bautismo, la confirmación y, en su caso, el matrimonio y la ordenación sacerdotal. Con ello nada importante de la vida cristiana escapa al control y la parroquia tradicional representa la clave decisiva en la actual organización de la Iglesia. Si, por encanto, desaparecieran todos los libros parroquiales, la catástrofe sería tan grande como si un terremoto destruyera la Ciudad del Vaticano con toda la Curia romana y sus archivos. Sin los archivos parroquiales nadie podría acreditar su condición de católico y, desde ahí, recibir la confirmación, ser padrino en una boda, hacer la primera comunión, casarse por la iglesia o ser ordenado sacerdote. Y dado que la Iglesia vivió durante siglos sin archivos ¿quién puede asegurar la cadena de bautizos y ordenaciones válidas que supuestamente conectan a la jerarquía actual con los mismísimos apóstoles? ¿ No es realmente vital tal continuidad y el riguroso seguimiento que lo garantiza? Un párroco podrá ser un desastre en la atención a sus obligaciones, salvo a la de llevar al día los libros. Todo muy significativo.
El poder tiende a controlar y, por eso mismo, a censar, inscribir, "fichar". Tan minuciosa ha sido la iglesia que cualquier historiador de tiempos pasados se fía más de los archivos parroquiales que de los civiles. Tan vital aparece este control que el largo brazo de la Iglesia se extiende desde el Papa de Roma hasta la más recóndita parroquia del universo. Se sabe en cada momento quién es sacerdote y puede celebrar, confesar y enseñar y quién está "secularizado", quien está casado o vive en concubinato; o quién puede volver a casarse «por la iglesia» si, escudriñada su íntima conciencia, dictamina un tribunal que no hubo matrimonio anterior. Seguimiento exhaustivo de conciencias, doctrinas, compartimentos, organizaciones y sacramentos, mediante un «fichaje,, que permite la aplicación rigurosa de un minucioso Derecho.
Todo parece atado y bien atado, desde la base hasta la cúspide. Decimos que la Iglesia se sustenta por el Espíritu de Dios. Pero, por si acaso, se ha apuntalado todo con archivos y artículos del Derecho Canónico. Pablo de Tarso era demasiado ingenuo al afirmar que el Cristiano vive la libertad del Espíritu y “no bajo la ley”.
Ello nos da pie a pronosticar el no lejano fin de este, sistema» eclesial ( X. Pikaza) Por una doble vía: quiebra de su economía y redescubrimiento de la libertad. La actual organización de la iglesia no puede sostenerse sin el consumo de ingentes cantidades de dinero. Ahora bien, sus bases, cada día más minoritarias, son incapaces de mantener tal macro estructura y dependen cada vez más del estado. El estado o el dinero, poco importa, ambos siempre pasan factura e hipotecan la libertad. Y si ésta falla, poco espacio resta al Espíritu que la nutre.
Por mucho que las altas instancias pretendan recuperar prestigio y la aclamación de multitudes (viejo régimen de cristiandad), los templos se vacían; nada extraño que los cristianos de hoy seamos la última generación de constructores de catedrales como lo ha sido de seminarios. Más ¿por qué alarmarse? El Nazareno nunca auguró a los suyos grandezas ni censos imperiales. La edad de hierro de la iglesia toca a su fin.
La Iglesia del futuro será sin duda una Iglesia en diáspora (K.Rahner), es decir, un conjunto escasamente estructurado de pequeñas comunidades dispersas y poco relevantes. Diluidas en el medio, solo perceptibles por sus discretos efectos, como la sal y la levadura en el pan. Sin levantar estandartes de ideologías competitivas ni reclamar privilegio alguno. Su única relevancia será su “virulencia” amablemente contagiosa (¡ojalá!) de su solidaridad humana, sobre todo con los excluidos. Serán grupos reducidos, a escala humana, como pequeños organismos vivos que disponen de todo lo necesario para la vida. A algo así apuntan hoy, aunque con titubeante identidad y escaso vigor de fermento, las llamadas comunidades de base.
Tal vez por deficiente radicalidad evangélica y la consiguiente magra identidad cristiana. a muchas comunidades les cuesta alzar el vuelo airoso y libre como el de hijos de Dios, liberados de la ley. Y aún así, están bajo sospecha: la jerarquía se empeña –conscientemente- en disolverlas o integrarlas en las parroquias.
Las comunidades de base comienzan a descubrir algo decisivo: no son piezas inertes de un puzzle superior en el que cobrar un sentido prefijado sino organismos vivos y autónomos con capacidad de generar todo lo conveniente para sus necesidades. A la hora del Ágape fraterno (Eucaristía) si les falta un presbítero, no caen en el absurdo de la familia que renunciaría a sentarse a la mesa el día que libra la sirvienta... Celebran en su seno el bautismo de sus hijos. Hasta que «inventen, algún sacramento de acogida en la comunidad. Y entonces, devolverán a un bautismo posterior su ser: símbolo de la libre opción adulta. Hay comunidades que ya no viven la necesidad de inscribir al niño en algún registro parroquias. Bastantes en todo el mundo «encargan» a sus miembros diversos ministerios y reconocen,, variados carismas. Llegado el caso, celebran en su seno la realidad de una pareja que se ama, sea cual sea su condición de género o de matrimonio anterior, dentro de un discernimiento ajustado al ideal compasivo de Jesús. Obviamente, en este supuesto, no cabe la, ficha» en libros oficiales. No por ello la pareja se siente menos bendecida sacramentalmente: su amor es el sacramento sin necesidad de validación oficial.
Con tales comportamientos en libertad muchos cristianos relativizan el dogmatismo y disciplina jerárquicos que, por lo demás, la mayoría vienen haciendo ya, hace décadas, respecto a otros puntos como el de los anticonceptivos. Está claro que la jerarquía rechaza rotundamente tales cosas. Más ¿qué puede hacer si se le escapa un, "fichaje» más seguro? Condenar y sancionar no es operativo: la historia lo demuestra y lo seguirá haciendo. El proceso es imparable: la liberación cristiana está en marcha más allá de reformas cosméticas controlables. Sin embargo, nada más lejos de un desmadre ácrata porque nada es tan exigente como el seguimiento de Jesús. Y éste implica estudio, discernimiento y contemplación, conocimiento respetuoso pero crítico de la tradición e interrelación de comunidades. ¿Peligra tal vez la unidad cristiana?
Este concepto se esgrime con frecuencia pero es un, "tópico chapuza" en manos del poder jerárquico que es el principal pervertidor de la unidad, al suplantar con leyes al Espíritu de Dios. Por eso la pérdida de la unidad (que para Jesús era un horizonte inalcanzable: «Padre, que sean uno como tú y yo lo somos) no es un riesgo sino la mismísima realidad actual. La ruptura entre sectores eclesiales hoy es posiblemente más profunda que la primera del cisma oriental o la posterior de la reforma-contrarreforma. Ruptura que, como casi siempre, es fruto de negar el pluralismo en nombre de la unidad y de pretender mantener o recuperar el Espíritu a golpe de Ley, de “fichar”, o de anatema.