Pablo de Tarso y su conversión.

2 Febrero 2010
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Fuente: Bornkamm Gunther (historiador) - Pablo De Tarso


"La ciudad de Damasco, con la que enlaza directamen*te tanto la actividad del fariseo Pablo como su conver*sión y su vocación a ser apóstol de los gentiles, nos remite a un capítulo sumamente significativo de la más primitiva historia de la iglesia. ¿Cómo penetró el evangelio, ya antes de Pablo, en aquel territorio sirio-pagano, bastante más allá de las fronteras de Jerusalén y de Judea? Sobre este punto las fuentes no nos proporcionan ninguna respuesta directa. Sin embargo, todo hace pensar que los comienzos de ese desarrollo abarcan la época de las primeras grandes crisis y conflictos en el suelo de la primitiva iglesia jeroso- limitana. En este punto los Hechos desgraciadamente sólo nos facilitan una información llena de lagunas y con ma*nifiestos retoques. El narrador se ha esforzado ostensible*mente en ofrecer a sus lectores una imagen impresionante de la unanimidad y de la armonía reinante en la primitiva iglesia. Sin embargo, su propio material informativo se opone en pasajes importantes a esa concepción, y nos fuer*za a ciertas correcciones. Ya Hech 6, 1-6 nos habla de un contraste que surgió en la comunidad entre "helenistas" y "hebreos". Con estos dos grupos distintos se alude a cristianos de origen judío: con todo, los primeros proceden de la diàspora y tienen como lengua materna el griego; los últimos, por el contrario, son arameoparlantes del país. Hasta aquí el informe es completamente fidedigno. En lo que sigue se aborda primero el tema de ciertos inconve*nientes surgidos en el seno de una comunidad que había experimentado un rápido crecimiento, a propósito de las comidas en común y de la asistencia social a la comuni- dad, y se habla de lo sobrecargados que estaban los doce, que ya no eran capaces de cumplir plenamente su autén*tica misión, la de proclamar la palabra y orar. Por este motivo se escogió a siete personas, de cuyos nombres —to*dos ellos griegos— se hace expresa mención y entre los cuales se encuentran Esteban y Felipe, y solamente, me*diante la oración y la imposición de las manos por parte de los apóstoles, se les confió una función caritativa pro*pia, con respecto a la comunidad. Según esto, la situación de emergencia constituye únicamente, pues, la ocasión para la diferenciación de funciones comunitarias entre los evangelistas (apostólicos) y los asistentes sociales de la comunidad, diferenciación que de hecho se había demos*trado necesaria.


Sin embargo, los contornos difusos de este informe por sí solo, y con mayor razón si consideramos la continuación de la historia, muestran que tras estas diferencias, que se supone conciernen únicamente a la organización de la co*munidad, se esconde una crisis mucho más honda, de cu*yas proporciones el redactor posterior no podía, al parecer, hacerse por sí mismo una idea cabal. Inmediatamente después de esto, Esteban, igual que Felipe, que es men*cionado junto a él, aparece no sólo como una especie de asistente social de la comunidad, sino también como evangelista y portavoz de los "helenistas". Y así pronuncia un importante discurso de acusación contra el pueblo judío y muere, como primicias de los mártires, bajo la lluvia de piedras del populacho. También sobre los "helenistas" se levanta después de su muerte una dura persecución que les obliga a huir de Jerusalén. Ellos se dispersan por territorios no judíos y llevan por primera vez el evangelio también a los griegos (11, 20). El hecho, apuntado por el propio narrador (8, 1), de que toda la primitiva comunidad jerosolimitana, excepción hecha de los doce que permane*cen en la ciudad, fue afectada por la persecución y la dispersión, es desmentido por él mismo; en relatos poste*riores da por supuesto que evidentemente continúa en Jerusalén. Es claro, pues, que a la parte no helenista de la primitiva comunidad la dejaron tranquila.

El motivo por el cual los helenistas corrieron esa suerte hay que buscarlo sin duda en el hecho de que ellos, in*cluso para el resto de la primitiva comunidad, represen*taban una postura enteramente revolucionaria en el modo de comprender el mensaje de Cristo, postura que entró en conflicto con la concepción que de la ley tenía el ala extrema del judaismo y que cuestionaba las venerables tradiciones, el culto del templo y el derecho exclusivo a la salvación, reivindicado por el pueblo escogido.

Como hemos visto, estos son precisamente los motivos que, según propia confesión, impulsaron al fariseo Pablo a perseguir a los cristianos. Así se explica el hecho de que enfocase todo su celo contra una comunidad de la diáspora helenística. Repetidamente —y sin ninguna mala concien*cia—, entre las pruebas de que en otro tiempo era justo según la ley, cuenta la persecución de la comunidad cris*tiana (Gál 1, 13; Flp 3, 6), sin dejar de subrayar lo si*guiente: esto era la consecuencia radical de su irrepro*chable fidelidad de antaño a la ley, y no una injusticia cometida en el pasado y que todavía le atormenta. Esto muestra que es aquí, y en ninguna otra parte, donde reside el motivo de su aversión a Cristo y de su celo persecutorio. Hay que deshacerse de la suposición, no por extendida menos errónea, de que para un judío estricto, como él, la fe en la mesianidad de Jesús constituía motivo suficiente de persecución. De haber tenido presente esta fe, también los cristianos hubieran constituido a sus ojos, en todo caso, una secta judía extravagante y víctima del error, pero nunca los hubiera considerado como herejes y blasfemos. Partidarios de grupos que tenían por mesías a uno o a otro "profeta" habían existido, por lo demás, en el judaismo en número no escaso, sin que por esto hu*biesen de temer ser perseguidos o excluidos de parte de los judíos. Todavía en los años treinta del siglo segundo d. C., el maestro de la ley considerado por su pueblo como el más célebre de su tiempo, Rabbí Aquiba, proclamó me*sías a Bar Kochba, líder del último levantamiento judío, para independizarse de los romanos, que se produjo bajo el emperador Adriano.

Hay argumentos de peso que actúan contra la manera de ver de los Hechos, según la cual Pablo habría perse*guido ya en Jerusalén a la primitiva comunidad, que toda*vía se atenía a la ley y, por consiguiente, no había sido acusada de hostilidad a la ley. También habla inequívoca*mente contra la descripción lucana la información de Gál 1, 22, en la cual el apóstol afirma que era un desconocido para las comunidades de Judea —por consiguiente, ante todo para la de Jerusalén—; sólo más tarde, cuando el rival de otro tiempo se convirtió en el triunfante misio*nero de Siria y Cilicia, comenzó él a ser noticia. Esto en un hombre que, ya en Jerusalén durante la persecución de los cristianos, ha de haber desempeñado el papel deci*sivo que Lucas le atribuye (Hech 22, 4 ss.), resulta abso*lutamente inimaginable. Por esto es tan difícil suponer que Pablo estuvo ya presente en la lapidación de Esteban (Hech 7, 58; 8, 1); todo hace pensar que esta noticia está manipulada por Lucas. El propio Pablo no habla en nin*guna parte de esa supuesta participación suya en la per*secución que tuvo lugar en Jerusalén.

Discutible resulta también la visión que nos ofrecen los Hechos del proceder de Pablo en Damasco. Que él, investido de plenos poderes por el sumo sacerdote, fuese allá para detener a los cristianos y llevarles a rastras a comparecer ante el tribunal de Jerusalén, es insostenible, por la sencilla razón de que el sanedrín, o tribunal su*premo, jamás poseyó, bajo la administración romana, se*mejante jurisdicción, que iba mucho más allá de las fronteras de Judea. Por esto tenemos que admitir que el fariseo Pablo actuaba dentro de los márgenes del poder coercitivo interno concedido a las comunidades sinagoga- Ies (flagelación, destierro, excomunión). Como se confirma también por el copioso testimonio de otras fuentes, es aquí, en este terreno y dentro de su propia circunscrip*ción, donde se desarrolla ante todo la lucha en pro y en contra de Cristo. Como escribe en 2 Cor 11, 24, el mismo Pablo sufrió más tarde repetidamente el atroz castigo si- nagogal de los azotes. Es probable que tuviese que presen*tarse en la sinagoga de Damasco primero como juez, más tarde como testigo de su propio sufrimiento.

Llama la atención el que Pablo habla raras veces de su conversión a Cristo y de su vocación a ser apóstol. Cuando lo hace, se trata ciertamente de declaraciones de importancia y siempre de forma que quedan enteramente implicadas en la exposición de su evangelio. Este es el motivo por el cual sus experiencias personales, y especial*mente la aparición de Cristo que le salió al encuentro, no deberían colocarse en el centro, como dominándolo todo; así suele suceder por lo común, en atención a la visión que él habría tenido en Damasco y que los Hechos des*criben repetida y prolijamente, pero también bajo el in*flujo de la tradición pietista y de la moderna psicología. Haremos bien en no aventurarnos más allá de lo que nos permite el cono de luz que proyectan sus propias declara*ciones, ni dejamos desviar de la ruta que, para él mismo, es la certera.

El pasaje ya citado de Flp 3 habla con singular claridad del contenido y alcance de esta decisión, no propiamente suya, sino en la que él mismo se encontró metido. Es significativo que el texto se exprese en forma pasiva: "he sido privado de todo..."; "...porque he sido alcanzado por Cristo Jesús" (3, 8. 14). En enconada discusión con los adversarios, comienza Pablo por enumerar las ventajas de que podía preciarse. Pero luego prosigue:
Pero, lo que para mí era ganancia, por Cristo lo he juzgado pérdida. Más aún: lo sublime del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, hace que todo lo considere pérdida; por su causa he sido privado de todo, y lo tengo todo por ba*sura para ganar a Cristo, y para que así resulte que por mi unión con él no tenga mi propia justicia —la de la ley—, sino lasque se obtiene por la fe en Cristo —la que viene de Dios[SUP]1[/SUP]'y se basa en la fe... (Flp 3, 7-9).

Nada se dice aquí de que lo que antes poseía, sin serlo todo, significase mucho para él y de que un profundo anhelo hubiese quedado en él insatisfecho. Su riqueza de otro tiempo se había trocado en basura que le daba asco: el celo por ser reconocido ante Dios, que hasta aquel mo*mento le había animado —su justicia—, constituía exclu*sivamente una tentativa por afirmarse ante sí. "La altura en que me erguía no es sino un abismo; la seguridad en que vivía es perdición, y la claridad que me rodeaba no es más que tiniebla" (K. Barth). Lo que Pablo, a base del giro que dio su propia vida, pone aquí en evidencia es mucho más que una mera confesión personal. La cosa va más allá del momento de su encuentro con Cristo (del que en este pasaje no se dice ni palabra) para convertirse en una declaración decisiva, que afecta a toda su vida; más aún, en una síntesis exhaustiva de su mensaje sobre la revelación de la justicia de Dios, que, si alcanza a todos en la perdición, con mucha mayor razón ahora, en el evan*gelio, se extiende a todos. La venida y el sacrificio de Cristo entrañan el advenimiento de una era nueva, tal como, con expresión lapidaria, se afirma en la carta a los romanos: "Cristo es el término de la ley para justicia de todo el que cree" (Rom 10, 4).
El pasaje de Gál 1, 15 s., además de ser biográficamente todavía más rico en información, es el que más se acerca desde el punto de vista del contenido a la declaración de Flp 3. Aunque resulta muy escueto (sólo comprende una oración subordinada) y no describe la experiencia de su conversión, en él habla Pablo con mayor claridad todavía de su vocación como apóstol de los gentiles, y lo hace ins*pirándose en vocaciones proféticas del antiguo testamento (Jer 1, 5; Is 49, 1). Como en Flp 3, también aquí precede inmediatamente una mirada retrospectiva sobre el período anterior: su celo por la ley y la persecución de la comu*nidad cristiana (Gál 1, 13 s.). Pero luego, cambiando de rumbo, continúa:

Mas, cuando el que, ya desde el seno de mi madre, me puso aparte y me llamó con su gracia determinó revelar en mí a su Hijo para anunciarlo entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre (o sea, a ningún hombre), sin subir a Jerusalén, a donde los apóstoles que me precedieron, me fui a Arabia y de allí nuevamente a Damasco (1, 15-17).
El pasaje es de la mayor importancia no sólo como confidencia personal del apóstol sobre su vocación, sino también porque todo el conjunto de texto y contexto (Gál 1-2) —único en su género— da exacta y auténtica infor*mación sobre un largo período de la historia de su vida y acción, más concretamente el que siguió inmediatamente a su vocación, y esto a lo largo de muchos años, de los cuales los Hechos apenas si contienen más que meros recuerdos.
Hay una cuestión previa cuyo esclarecimiento es indis*pensable, si queremos entender rectamente este pasaje: qué es lo que impulsó a Pablo a justificarse tan a fondo y qué pretendía con ello. La carta del apóstol a los gá- latas, compuesta más tarde, mientras desplegaba su acti*vidad en Efeso, fue motivada por la agitación que provo*caron los herejes judaizantes, tras haberse introducido en las comunidades de la región de Galacia, en Asia Menor, y haberlas empujado hasta el borde del abismo. Su ataque se dirigía contra el evangelio liberado de la ley, que Pablo anunciaba entre los gentiles, y que a sus ojos no era sino una grosera y oportunística reducción del mensaje de Cris*to, porque suprimía la obligación de circuncidarse y la obligatoriedad de la ley, cosas todas que ellos consideraban necesarias para la salvación. Este reproche encaja con el pensamiento central de los judaizantes, en cuya táctica entraba siempre el intento de socavar la misión del apóstol entre los gentiles; también ellos se consideraban cierta*mente como cristianos y no simplemente como judíos: no existe —a su juicio— conversión al cristianismo, sin previa incorporación al pueblo escogido, que es el judío. Con este ataque al mensaje de Pablo quedaba igualmente cuestio*nada su función apostólica, para la cual no había recibido autorización de nadie. Ambas cosas —la mixtificación del mensaje y la usurpación de la autoridad apostólica— de*bieron constituir el núcleo de las invectivas de sus adver*sarios. Por esto en su carta se defiende, con extremada dureza, de ambas impugnaciones, e incluso pasa él mismo al ataque, dejando bien asentada la verdad de su evange*lio, dirigido a los gentiles, y el origen divino de su misión. Ambas cosas van indisolublemente unidas: son las dos caras de una idéntica realidad, tras la cual se yergue la autoridad de la única voluntad divina.

Según una interpretación muy corriente, los agitadores, en Galacia, le habrían echado en cara a Pablo su depen*dencia con respecto a los protoapóstoles jerosolimitanos y, por consiguiente, le habrían acusado de poseer una doc*trina sólo de segunda o tercera mano: no sería un apóstol original, a quien Dios mismo hubiese responsabilizado de su cargo. Sería justamente contra esto, contra lo que en Gál 1-2 habría dirigido él la prueba contundente de su independencia de Jerusalén. En realidad, en todo este re*sumen, que presenta una forma casi protocolaria, se trata de la historia de su vocación y de su comportamiento y actividad subsiguientes en pro del principio, sostenido por él contra viento y marea, de su independencia con respecto a toda autoridad humana y, junto con esto, del origen divino de su evangelio y de su misión. Sin embargo, es imposible que justamente sus adversarios judaizantes pu*diesen echar mano, contra el apóstol, de su dependencia con respecto a los de Jerusalén, que no habían roto con la ley y que de ninguna manera consideraban evidente el acceso de los paganos a la salvación, sin imponerles con*dición alguna. Partiendo de los presupuestos de los ad*versarios, únicamente podemos imaginarnos que ellos, con razón o sin ella, apelaban a Jerusalén y que, a sus ojos, sólo podía ser legítimo apóstol aquel que seguía a pie juntillas las tradiciones salvadoras del pueblo escogido, contenidas en la ley. Si esto es exacto, su reproche puede haber sonado más o menos así: lo que los protoapóstoles le enseñaron era mejor. Pero esta doctrina, cifrada en la vinculación irrevocable entre la ley y la obligación de circuncidarse por una parte y el mensaje de salvación por otra la había él abandonado escandalosamente y la había falsificado arbitrariamente, con objeto de tener más fácil entrada con los paganos (1, 10). Por esto su predicación significa una traición a la herencia recibida; nosotros, por el contrario, nos hemos mantenido en la línea de la autén*tica continuidad y traemos el mensaje legítimo.

Pablo corta de raíz esa argumentación en Gál 1, cuando dice: vuestro presupuesto falla por su base; en realidad no he tenido relación de ninguna clase con Jerusalén, ni cuando mi vocación al apostolado, ni después a lo largo de 17 años aproximadamente, excepción hecha de una visita, como de pasada, a Cefas (Pedro) tres años más tarde de aquel día frente a Damasco. Dios me deparó el evangelio y la misión entre gentiles, sin que los proto*apóstoles tuviesen en ello arte ni parte. Es por esto por lo que ya no predico la obligación de circuncidarse, que yo mismo había predicado en otro tiempo como misionero fariseo de la diáspora (Gál 5, 11) y, por lo que parece, había de predicar por razón de la enseñanza recibida de los protoapóstoles. En este sentido declara, ya de entrada, la carta: "Pablo, apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos..." (Gál 1, 1; cf. 1, 11 s.). Incluso, para dejar a sus adversarios del todo fuera de combate, puede añadir en su informe sobre la asamblea apostólica, celebrada en Jerusalén: hasta los mismos protoapóstoles ratificaron entonces la libertad de mi evangelio a los gentiles (Gál 2, 1-9). De esta forma, todo habla a favor de la hipótesis de que no fueron sus rivales los que le colgaron a Pablo el sambenito de una supuesta dependencia suya con respecto a los de Jerusa*lén, sino que fue Pablo el que, precisamente ante el lazo, afirmado por ellos como indisoluble, entre tradición y mensaje salvífico, arremetió contra él y lo hizo pedazos.

La energía con que expone el apóstol su postura y la ilustra con su propia conducta, no deja ciertamente de llamar la atención y sorprendernos en un primer momen*to. Pues da la impresión de que esto confirma la suposi*ción, de hecho tan extendida, de que el apóstol, menos*preciando la tradición que sobre Cristo conservaron los primeros discípulos, presentó la aparición del Señor resu*citado y exaltado, que tuvo él personalmente, como origen único y legitimación exclusiva de su vocación y de su predicación; en una palabra: sustituyó la tradición sobre Jesús que tenía la primitiva comunidad por su propia vi*sión de Cristo. Si ese modo de ver las cosas se ajustase a la realidad del pasaje en cuestión, resultaría que la auto*defensa de Pablo, como su mismo mensaje y su teología tomada en su conjunto, muestra rasgos de fanatismo poco comunes. Pensemos en esto: el hasta ayer fariseo y perse*guidor de los cristianos, que no ha conocido personalmente al Jesús de carne y hueso (2 Cor 5, 16), rechaza brusca*mente cualquier clase de relación con los primeros discí*pulos de Jesús, y esto no sólo inmediatamente después de su conversión, sino que, manteniéndose adrede al margen de la comunidad jerosolimitana y de sus jefes, consigue llevar adelante durante largos años, por su propia cuenta y riesgo, la misión en territorio pagano. De atenernos a la interpretación corriente, de Gál 1, 15 s., deberíamos sacar justamente como conclusión que él, tras haber costeado toda su ulterior predicación a base de aquella única expe*riencia frente a Damasco, intentaba legitimar su misión. Entonces resultaría ser un testarudo, terco y exaltado, que por su propia experiencia pone en peligro la unidad de la iglesia: un reproche que en su tiempo se le hizo cierta*mente más de una vez.

Entre tanto, con estas reflexiones que fácilmente se meten por los ojos, pero que raramente llegan a expre*sarse claramente en todas sus consecuencias, hemos tergi*versado y desfigurado el sentido de las declaraciones pau*linas de Gál 1-2. Respecto a Gál 1, resultaría equívoco y desorientador formular la siguiente alternativa de carácter general y de principio: en la base de la misión y del mensaje del apóstol hay que colocar, o la tradición, o una revelación especial, que él habría recibido de una forma del todo privada. Aquí no se dice ni palabra de unos "susurros al oído", misteriosamente percibidos en estado de trance, que para el apóstol deberían haber sido más importantes y decisivos que todo el conjunto de las tra*diciones apostólicas; aquí se trata sólo del derecho de anunciar libremente a los gentiles el evangelio de la li*bertad.

El contenido de ese evangelio no es otro que el de la carta a los filipenses y a los romanos y se reduce a que Dios, al enviar a Cristo, puso fin al sistema salvífico judío, basado en la justicia de la ley, y con la justicia por sola la fe dejó abierto a todos el acceso a la salvación. Que esa convicción tan personal suya, que dio un vuelco a toda su existencia, quedó integrada en su vocación como apóstol de los gentiles, no tiene vuelta de hoja y es muy importante. Pero todo lo que él afirma de sí mismo no hace sino ilustrar y reflejar la acción de Dios en Cristo, que proclama el mensaje salvífico y que afecta, reorien*tándolo, al universo entero.

La interpretación corriente del término "revelación", empleado por Pablo en Gál 1, 15 s., en el sentido de visión y de experiencia anecdótica, que se aplica a la aparición del resucitado frente a Damasco (1 Cor 15, 8; 9, 1), con la que Pablo fue agraciado de hecho, ha contribuido, como lo que más, a crear la impresión subjetivista y el malen*tendido que acabamos de describir y que repercute fuer*temente en la imagen que nos forjamos de Pablo. Que en esa coyuntura ocurrieron tanto su conversión como su vocación es cosa de la que no puede dudarse. Pero al mis*mo tiempo, para comprender la autoconfesión de Gál 1, resulta importante el hecho de que a la hora de justificar su misión apostólica particular —la que va dirigida a los paganos— no lo hace Pablo apelando a este hecho como tal, o lo que es lo mismo: no invoca su pertenencia al círculo de los testigos del resucitado. Siempre que men*ciona su condición de testigo de la resurrección, se incluye sin más en el círculo de todos los apóstoles y confirma con ello el mensaje común a todos ellos: "Pues bien, así es como, tanto ellos como yo, hemos anunciado el mensaje y así es también como vosotros habéis llegado a la fe" (1 Cor 15, 11). En cambio lo que le importa en Gál 1-2 es justificarse de haber conservado estrictamente las distan*cias con respecto a los protoapóstoles y de predicar la liber*tad de la ley entre los paganos. La que Gál 1, 15 s. llama "revelación", debe tener, pues, otro sentido. El término, que procede del lenguaje apocalíptico, designa aquí, como cuando Pablo lo repite en otros pasajes (justamente en los que se encuentran a continuación en la carta a los gála- tas), un acontecimiento objetivo por el que el mundo cam*bia de rumbo; proclamado en el evangelio y llevado a cabo por la acción soberana de Dios, este acontecimiento hace que una nueva era amanezca en el mundo. A este propósito afirma el apóstol:

Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo vigilancia por la ley, en espera de la fe que debía revelarse (hacer aparición). De manera que la ley ha sido para nosotros como un maestro de los de la palmeta, hasta que ha venido Cristo para que fuésemos justos por la fe (Gál 3, 23 s.). Pero cuando el tiempo llegó a su plenitud, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y puesto bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacernos participantes de la condición de hijos (Gál 4, 4).

Aquí, como en Gál 1, 15, Pablo usa el mismo título cristológico de "Hijo de Dios". Justamente este título rom*pe en Pablo todas las barreras de una fe mesiánica judío- particularista y pertenece esencialmente al ámbito de pen*samiento de una salvación abierta a todos —judíos y no judíos— y, por consiguiente, abierta al mensaje paulino de la justificación (cf., además de Gál 3 y 4, Rom 8, 2-4).

Así el testimonio que da el propio Pablo sobre su vo*cación en Gál 1 viene a indicar, ni más ni menos que Flp 3, hasta qué punto el cambio operado en su vida y su misión han de entenderse en función del contenido de su predicación y de su teología y no de la obstinada reivin*dicación de una revelatio specialissima (revelación del todo especial) que habría recibido. La formulación corriente de la alternativa formal —o comunicación directa de carácter pneumático-visionario o transmisión ordenada de una tra*dición que pasa de uno a otro— somete al apóstol a un sistema de pensamiento que cuadra precisamente con sus adversarios e ignora el contraste objetivo entre ley y evan*gelio que, yendo mucho más allá de su propia persona, abarca el universo entero.

Importa aclarar ese estado de cosas, tanto más cuanto que el malentendido, que acabamos de deshacer, ha signi*ficado hasta hoy, por sí solo, un lastre enorme para la imagen que podemos formarnos de Pablo, y la ha clasifi*cado como exaltado e> individualista de una manera muy cuestionable. Si Pablo fue capaz de cargar realmente con el carácter odioso de su distanciamiento respecto a Jeru*salén, disponemos ya de motivos históricos y teológicos para explicar la conducta de Pablo de una forma, a pesar de todo, bastante coherente. En la primitiva comunidad, todavía fuertemente anclada en los presupuestos del pen*samiento judío, y que vivía en la espera apocalíptica del futuro Mesías, no podía él probablemente prometerse en los primeros tiempos un grado suficiente de comprensión para el evangelio de la gracia abierta libremente a todos, y de Cristo como término de la ley. Las cuestiones revo*lucionarias que se habían planteado en el ámbito hele*nístico y las respuestas que se les había dado debieron parecerle a la primitiva comunidad jerosolimitana primero extrañas e incomprensibles, por más que no poseemos indicios de ninguna clase sobre si durante los primeros lustros, que siguieron a la vocación de Pablo, apuntaron en ella tendencias a denunciar a las comunidades helenís*ticas como separadas de la comunión eclesial y declarar herejes a sus misioneros. Sabemos, por el contrario, que la noticia de los éxitos misionales del perseguidor de otro tiempo llegó hasta las comunidades de la común patria palestinense y despertó allí alegría y sentimiento de gra*titud hacia Dios (Gál 1, 23 s.). Pero los problemas funda*mentales acerca del sentido que tenía el mensaje de Cristo, problemas que con esto iban a plantearse a la corta o a la larga no se pusieron todavía sobre el tapete y permanecie*ron irresueltos. El momento en que la primitiva comunidad de Jerusalén debía plantearse también estos problemas llegó más tarde, cuando las comunidades pagano-cristianas no fundadas por iniciativa jerosolimitana llamaron impe*riosamente a la puerta de la común iglesia. Esto, como luego indicaremos, aconteció con ocasión de la asamblea apostólica.

Si miramos hacia atrás, se nos impone de una forma demasiado evidente, si cabe, la pregunta sobre lo que el cambio de vida de Pablo planteó y lo que resolvió. A esta pregunta sólo puede contestarse muy escuetamente de una forma positiva aduciendo que, a raíz de las discusiones tenidas en Damasco con los cristianos helenísticos, que al comienzo él había odiado y perseguido, se le hizo al após*tol súbitamente claro quién era de verdad aquel Jesús que él hasta entonces había considerado como el destructor de los sagrados principios de la fe judía, y qué significaba para él y para el mundo su misión y su muerte. Tenemos derecho a suponer que esta pregunta, suscitada por la fe y el testimonio de los discípulos, pesó sobre él y le trabajó por dentro. Es cierto que sobre este punto él mismo no dice una palabra y, por el contrario, asegura taxativamen*te que el cambio fue operado, no por un lento proceso de maduración, sino únicamente en virtud de la acción libre y soberana de Dios. En todo caso hay que descartar la hipótesis, desarrollada a menudo con gran lujo de fanta*sía, de que desde hacía largo tiempo se había ido fra*guando en él una crisis interna, porque, ya como piadoso fariseo, se habría dado cuenta cada vez con mayor clari*dad de cuán podridos estaban los fundamentos de su reli*giosidad, y habría sufrido mucho, al sentirse cada día más incapaz de alcanzar el elevado ideal propuesto por la ley, y de satisfacer sus rigurosas exigencias (sobre el pasaje de Rom 7, 7-25, que erróneamente se interpreta en este sentido, véase infra, p. 176 s.). Las propias palabras de Pa*blo van en una dirección diametralmente opuesta. El que se encuentra con Cristo crucificado y glorificado es un fariseo orgulloso, para quien su pertenencia al pueblo escogido, la ley de Dios y su propia justicia, constituían un imperece*dero timbre de gloria, y no un hombre presa de angustias de conciencia y destrozado por su propia insuficiencia, como sabemos fue Lutero. Este cambio de vida, por el que Pablo pasó, no lo realizó, pues, un incrédulo que da finalmente con la ruta hacia Dios, sino un hombre lleno de celo por la causa de Dios, que había tomado en serio, como ningún otro, sus exigencias y sus promesas. Es a este hombre piadoso al que Dios cierra el paso con la cruz, en la que Cristo muere muerte de infamia, y al que ilumina con la luz, de la que dice Pablo en otro pasaje: "Pues el mismo Dios que dijo: 'del seno de las tinieblas brille la luz', hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que por ella reconociésemos la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor 4, 6).

No necesitamos justificarnos más aquí de habernos ate*nido a las declaraciones del propio Pablo en la presentación de su conversión y vocación, y de haber postergado las descripciones del acontecimiento de Damasco que contie*nen los Hechos de los apóstoles. Hasta tres veces —la primera en estilo directo (9, 1-19) y las otras dos en boca de Pablo (22, 3-21; 26, 9-23)—, no sin variaciones en los detalles e inspirándose, al parecer, en descripciones de epi*fanías y relatos de vocaciones, embellecidos con elementos legendarios de la literatura veterotestamentaria y judía, el narrador traza aquí un cuadro grandioso y dramático. Con esto él dejó una huella profundísima en la imagen tradi*cional de Pablo, mucho más profunda incluso que el propio testimonio de sus cartas. Sin descender a detalles, séanos permitido señalar aquí, al menos, algunos puntos impor*tantes, en orden a confrontar los relatos de los Hechos con las afirmaciones de Pablo en sus cartas. Las dos fuen*tes tienen en común el hecho de la victoria alcanzada por Dios sobre aquel que, por razón de su adhesión apasionada a la fe judía, perseguía fanáticamente a Cristo y a su comunidad. Las dos están, pues, de acuerdo en que no se trata de la conversión de un pecador arrepentido. Tanto en una como en otra, lo que importa es que el Señor exaltado, con su poder soberano, convierte a su persegui*dor en testigo suyo. Pero al mismo tiempo hay que con*fesar que las diferencias entre los Hechos y las cartas paulinas son considerables. Es significativo que Lucas no diga una palabra de que Pablo fuese llamado a ser un apóstol que ocupa un puesto al lado de los doce y posee exactamente sus mismos derechos; en cambio dice de él que, cegado por la aparición, es milagrosamente curado por Ananías, discípulo piadoso según la ley, que habitaba en Damasco, y luego bautizado por él (9, 18; 22, 12 ss.), que luego vuelve a Jerusalén y que es allí, en el templo, donde, con una nueva visión, se le señala el destino: Cristo le envía lejos de los discípulos, a los paganos (22, 17-21). Su acción misional en el mundo pagano arranca, pues, de Jerusalén, exactamente como, según Hech 9, 23 ss., y en contraste con Gál 1, también Saulo, inmediatamente des*pués de su conversión, es introducido en la comunidad primitiva y en el círculo de los doce por Bernabé, y así —o sea, no como si él personalmente fuese apóstol, sino como representante ya legitimado de la única iglesia apos*tólica— lleva adelante su gran obra. En todo esto sin duda Lucas no dio simplemente rienda suelta a su imaginación, sino que reelaboró las tradiciones que le fueron transmi*tidas oralmente y cuya exactitud debe, a pesar de todo, ser juzgada, punto por punto, a la luz de las declaraciones del propio Pablo. En su conjunto el cuadro ofrece cierta*mente los rasgos característicos de la concepción que tiene Lucas de la historia y de la iglesia. Pero ante todo Lucas ignora lo que, al decir del propio Pablo, fue lo más deci*sivo en el vuelco que dio su vida, y es precisamente ahí donde reside la discrepancia teológica más profunda. El Pablo de los Hechos sigue siendo hasta el fin un fariseo piadoso y fiel a la ley, al paso que el auténtico Pablo, por amor a Cristo, abandonó la ley como camino de salvación.

En adelante no vamos a considerar como negativo el hecho de que Pablo, al hablar de su propia conversión y de su vocación, nos resulte esquivo y parco en palabras. Es justamente en la manera como habla del cambio de su vida donde se manifiesta la potencia histórica de la causa del evangelio, que le fue revelada y confiada. Esto confirma una vez más hasta qué punto lo único verdaderamente importante para él era la misión que había recibido y no su propia persona."
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

Yo siempre me he preguntado como fue que Pablo "conocio" el Evangelio, me refiero a todo el mensaje., Se lo dio Jesus TODOOOO de una sola vez el dia que le cego?
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

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Fuente: Bornkamm Gunther (historiador) - Pablo De Tarso


"La ciudad de Damasco, con la que enlaza directamen*te tanto la actividad del fariseo Pablo como su conver*sión y su vocación a ser apóstol de los gentiles, nos remite a un capítulo sumamente significativo de la más primitiva historia de la iglesia. ¿Cómo penetró el evangelio, ya antes de Pablo, en aquel territorio sirio-pagano, bastante más allá de las fronteras de Jerusalén y de Judea? Sobre este punto las fuentes no nos proporcionan ninguna respuesta directa. Sin embargo, todo hace pensar que los comienzos de ese desarrollo abarcan la época de las primeras grandes crisis y conflictos en el suelo de la primitiva iglesia jeroso- limitana. En este punto los Hechos desgraciadamente sólo nos facilitan una información llena de lagunas y con ma*nifiestos retoques. El narrador se ha esforzado ostensible*mente en ofrecer a sus lectores una imagen impresionante de la unanimidad y de la armonía reinante en la primitiva iglesia. Sin embargo, su propio material informativo se opone en pasajes importantes a esa concepción, y nos fuer*za a ciertas correcciones. Ya Hech 6, 1-6 nos habla de un contraste que surgió en la comunidad entre "helenistas" y "hebreos". Con estos dos grupos distintos se alude a cristianos de origen judío: con todo, los primeros proceden de la diàspora y tienen como lengua materna el griego; los últimos, por el contrario, son arameoparlantes del país. Hasta aquí el informe es completamente fidedigno. En lo que sigue se aborda primero el tema de ciertos inconve*nientes surgidos en el seno de una comunidad que había experimentado un rápido crecimiento, a propósito de las comidas en común y de la asistencia social a la comuni- dad, y se habla de lo sobrecargados que estaban los doce, que ya no eran capaces de cumplir plenamente su autén*tica misión, la de proclamar la palabra y orar. Por este motivo se escogió a siete personas, de cuyos nombres —to*dos ellos griegos— se hace expresa mención y entre los cuales se encuentran Esteban y Felipe, y solamente, me*diante la oración y la imposición de las manos por parte de los apóstoles, se les confió una función caritativa pro*pia, con respecto a la comunidad. Según esto, la situación de emergencia constituye únicamente, pues, la ocasión para la diferenciación de funciones comunitarias entre los evangelistas (apostólicos) y los asistentes sociales de la comunidad, diferenciación que de hecho se había demos*trado necesaria.


Sin embargo, los contornos difusos de este informe por sí solo, y con mayor razón si consideramos la continuación de la historia, muestran que tras estas diferencias, que se supone conciernen únicamente a la organización de la co*munidad, se esconde una crisis mucho más honda, de cu*yas proporciones el redactor posterior no podía, al parecer, hacerse por sí mismo una idea cabal. Inmediatamente después de esto, Esteban, igual que Felipe, que es men*cionado junto a él, aparece no sólo como una especie de asistente social de la comunidad, sino también como evangelista y portavoz de los "helenistas". Y así pronuncia un importante discurso de acusación contra el pueblo judío y muere, como primicias de los mártires, bajo la lluvia de piedras del populacho. También sobre los "helenistas" se levanta después de su muerte una dura persecución que les obliga a huir de Jerusalén. Ellos se dispersan por territorios no judíos y llevan por primera vez el evangelio también a los griegos (11, 20). El hecho, apuntado por el propio narrador (8, 1), de que toda la primitiva comunidad jerosolimitana, excepción hecha de los doce que permane*cen en la ciudad, fue afectada por la persecución y la dispersión, es desmentido por él mismo; en relatos poste*riores da por supuesto que evidentemente continúa en Jerusalén. Es claro, pues, que a la parte no helenista de la primitiva comunidad la dejaron tranquila.

El motivo por el cual los helenistas corrieron esa suerte hay que buscarlo sin duda en el hecho de que ellos, in*cluso para el resto de la primitiva comunidad, represen*taban una postura enteramente revolucionaria en el modo de comprender el mensaje de Cristo, postura que entró en conflicto con la concepción que de la ley tenía el ala extrema del judaismo y que cuestionaba las venerables tradiciones, el culto del templo y el derecho exclusivo a la salvación, reivindicado por el pueblo escogido.

Como hemos visto, estos son precisamente los motivos que, según propia confesión, impulsaron al fariseo Pablo a perseguir a los cristianos. Así se explica el hecho de que enfocase todo su celo contra una comunidad de la diáspora helenística. Repetidamente —y sin ninguna mala concien*cia—, entre las pruebas de que en otro tiempo era justo según la ley, cuenta la persecución de la comunidad cris*tiana (Gál 1, 13; Flp 3, 6), sin dejar de subrayar lo si*guiente: esto era la consecuencia radical de su irrepro*chable fidelidad de antaño a la ley, y no una injusticia cometida en el pasado y que todavía le atormenta. Esto muestra que es aquí, y en ninguna otra parte, donde reside el motivo de su aversión a Cristo y de su celo persecutorio. Hay que deshacerse de la suposición, no por extendida menos errónea, de que para un judío estricto, como él, la fe en la mesianidad de Jesús constituía motivo suficiente de persecución. De haber tenido presente esta fe, también los cristianos hubieran constituido a sus ojos, en todo caso, una secta judía extravagante y víctima del error, pero nunca los hubiera considerado como herejes y blasfemos. Partidarios de grupos que tenían por mesías a uno o a otro "profeta" habían existido, por lo demás, en el judaismo en número no escaso, sin que por esto hu*biesen de temer ser perseguidos o excluidos de parte de los judíos. Todavía en los años treinta del siglo segundo d. C., el maestro de la ley considerado por su pueblo como el más célebre de su tiempo, Rabbí Aquiba, proclamó me*sías a Bar Kochba, líder del último levantamiento judío, para independizarse de los romanos, que se produjo bajo el emperador Adriano.

Hay argumentos de peso que actúan contra la manera de ver de los Hechos, según la cual Pablo habría perse*guido ya en Jerusalén a la primitiva comunidad, que toda*vía se atenía a la ley y, por consiguiente, no había sido acusada de hostilidad a la ley. También habla inequívoca*mente contra la descripción lucana la información de Gál 1, 22, en la cual el apóstol afirma que era un desconocido para las comunidades de Judea —por consiguiente, ante todo para la de Jerusalén—; sólo más tarde, cuando el rival de otro tiempo se convirtió en el triunfante misio*nero de Siria y Cilicia, comenzó él a ser noticia. Esto en un hombre que, ya en Jerusalén durante la persecución de los cristianos, ha de haber desempeñado el papel deci*sivo que Lucas le atribuye (Hech 22, 4 ss.), resulta abso*lutamente inimaginable. Por esto es tan difícil suponer que Pablo estuvo ya presente en la lapidación de Esteban (Hech 7, 58; 8, 1); todo hace pensar que esta noticia está manipulada por Lucas. El propio Pablo no habla en nin*guna parte de esa supuesta participación suya en la per*secución que tuvo lugar en Jerusalén.

Discutible resulta también la visión que nos ofrecen los Hechos del proceder de Pablo en Damasco. Que él, investido de plenos poderes por el sumo sacerdote, fuese allá para detener a los cristianos y llevarles a rastras a comparecer ante el tribunal de Jerusalén, es insostenible, por la sencilla razón de que el sanedrín, o tribunal su*premo, jamás poseyó, bajo la administración romana, se*mejante jurisdicción, que iba mucho más allá de las fronteras de Judea. Por esto tenemos que admitir que el fariseo Pablo actuaba dentro de los márgenes del poder coercitivo interno concedido a las comunidades sinagoga- Ies (flagelación, destierro, excomunión). Como se confirma también por el copioso testimonio de otras fuentes, es aquí, en este terreno y dentro de su propia circunscrip*ción, donde se desarrolla ante todo la lucha en pro y en contra de Cristo. Como escribe en 2 Cor 11, 24, el mismo Pablo sufrió más tarde repetidamente el atroz castigo si- nagogal de los azotes. Es probable que tuviese que presen*tarse en la sinagoga de Damasco primero como juez, más tarde como testigo de su propio sufrimiento.

Llama la atención el que Pablo habla raras veces de su conversión a Cristo y de su vocación a ser apóstol. Cuando lo hace, se trata ciertamente de declaraciones de importancia y siempre de forma que quedan enteramente implicadas en la exposición de su evangelio. Este es el motivo por el cual sus experiencias personales, y especial*mente la aparición de Cristo que le salió al encuentro, no deberían colocarse en el centro, como dominándolo todo; así suele suceder por lo común, en atención a la visión que él habría tenido en Damasco y que los Hechos des*criben repetida y prolijamente, pero también bajo el in*flujo de la tradición pietista y de la moderna psicología. Haremos bien en no aventurarnos más allá de lo que nos permite el cono de luz que proyectan sus propias declara*ciones, ni dejamos desviar de la ruta que, para él mismo, es la certera.

El pasaje ya citado de Flp 3 habla con singular claridad del contenido y alcance de esta decisión, no propiamente suya, sino en la que él mismo se encontró metido. Es significativo que el texto se exprese en forma pasiva: "he sido privado de todo..."; "...porque he sido alcanzado por Cristo Jesús" (3, 8. 14). En enconada discusión con los adversarios, comienza Pablo por enumerar las ventajas de que podía preciarse. Pero luego prosigue:
Pero, lo que para mí era ganancia, por Cristo lo he juzgado pérdida. Más aún: lo sublime del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, hace que todo lo considere pérdida; por su causa he sido privado de todo, y lo tengo todo por ba*sura para ganar a Cristo, y para que así resulte que por mi unión con él no tenga mi propia justicia —la de la ley—, sino lasque se obtiene por la fe en Cristo —la que viene de Dios[SUP]1[/SUP]'y se basa en la fe... (Flp 3, 7-9).

Nada se dice aquí de que lo que antes poseía, sin serlo todo, significase mucho para él y de que un profundo anhelo hubiese quedado en él insatisfecho. Su riqueza de otro tiempo se había trocado en basura que le daba asco: el celo por ser reconocido ante Dios, que hasta aquel mo*mento le había animado —su justicia—, constituía exclu*sivamente una tentativa por afirmarse ante sí. "La altura en que me erguía no es sino un abismo; la seguridad en que vivía es perdición, y la claridad que me rodeaba no es más que tiniebla" (K. Barth). Lo que Pablo, a base del giro que dio su propia vida, pone aquí en evidencia es mucho más que una mera confesión personal. La cosa va más allá del momento de su encuentro con Cristo (del que en este pasaje no se dice ni palabra) para convertirse en una declaración decisiva, que afecta a toda su vida; más aún, en una síntesis exhaustiva de su mensaje sobre la revelación de la justicia de Dios, que, si alcanza a todos en la perdición, con mucha mayor razón ahora, en el evan*gelio, se extiende a todos. La venida y el sacrificio de Cristo entrañan el advenimiento de una era nueva, tal como, con expresión lapidaria, se afirma en la carta a los romanos: "Cristo es el término de la ley para justicia de todo el que cree" (Rom 10, 4).
El pasaje de Gál 1, 15 s., además de ser biográficamente todavía más rico en información, es el que más se acerca desde el punto de vista del contenido a la declaración de Flp 3. Aunque resulta muy escueto (sólo comprende una oración subordinada) y no describe la experiencia de su conversión, en él habla Pablo con mayor claridad todavía de su vocación como apóstol de los gentiles, y lo hace ins*pirándose en vocaciones proféticas del antiguo testamento (Jer 1, 5; Is 49, 1). Como en Flp 3, también aquí precede inmediatamente una mirada retrospectiva sobre el período anterior: su celo por la ley y la persecución de la comu*nidad cristiana (Gál 1, 13 s.). Pero luego, cambiando de rumbo, continúa:

Mas, cuando el que, ya desde el seno de mi madre, me puso aparte y me llamó con su gracia determinó revelar en mí a su Hijo para anunciarlo entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre (o sea, a ningún hombre), sin subir a Jerusalén, a donde los apóstoles que me precedieron, me fui a Arabia y de allí nuevamente a Damasco (1, 15-17).
El pasaje es de la mayor importancia no sólo como confidencia personal del apóstol sobre su vocación, sino también porque todo el conjunto de texto y contexto (Gál 1-2) —único en su género— da exacta y auténtica infor*mación sobre un largo período de la historia de su vida y acción, más concretamente el que siguió inmediatamente a su vocación, y esto a lo largo de muchos años, de los cuales los Hechos apenas si contienen más que meros recuerdos.
Hay una cuestión previa cuyo esclarecimiento es indis*pensable, si queremos entender rectamente este pasaje: qué es lo que impulsó a Pablo a justificarse tan a fondo y qué pretendía con ello. La carta del apóstol a los gá- latas, compuesta más tarde, mientras desplegaba su acti*vidad en Efeso, fue motivada por la agitación que provo*caron los herejes judaizantes, tras haberse introducido en las comunidades de la región de Galacia, en Asia Menor, y haberlas empujado hasta el borde del abismo. Su ataque se dirigía contra el evangelio liberado de la ley, que Pablo anunciaba entre los gentiles, y que a sus ojos no era sino una grosera y oportunística reducción del mensaje de Cris*to, porque suprimía la obligación de circuncidarse y la obligatoriedad de la ley, cosas todas que ellos consideraban necesarias para la salvación. Este reproche encaja con el pensamiento central de los judaizantes, en cuya táctica entraba siempre el intento de socavar la misión del apóstol entre los gentiles; también ellos se consideraban cierta*mente como cristianos y no simplemente como judíos: no existe —a su juicio— conversión al cristianismo, sin previa incorporación al pueblo escogido, que es el judío. Con este ataque al mensaje de Pablo quedaba igualmente cuestio*nada su función apostólica, para la cual no había recibido autorización de nadie. Ambas cosas —la mixtificación del mensaje y la usurpación de la autoridad apostólica— de*bieron constituir el núcleo de las invectivas de sus adver*sarios. Por esto en su carta se defiende, con extremada dureza, de ambas impugnaciones, e incluso pasa él mismo al ataque, dejando bien asentada la verdad de su evange*lio, dirigido a los gentiles, y el origen divino de su misión. Ambas cosas van indisolublemente unidas: son las dos caras de una idéntica realidad, tras la cual se yergue la autoridad de la única voluntad divina.

Según una interpretación muy corriente, los agitadores, en Galacia, le habrían echado en cara a Pablo su depen*dencia con respecto a los protoapóstoles jerosolimitanos y, por consiguiente, le habrían acusado de poseer una doc*trina sólo de segunda o tercera mano: no sería un apóstol original, a quien Dios mismo hubiese responsabilizado de su cargo. Sería justamente contra esto, contra lo que en Gál 1-2 habría dirigido él la prueba contundente de su independencia de Jerusalén. En realidad, en todo este re*sumen, que presenta una forma casi protocolaria, se trata de la historia de su vocación y de su comportamiento y actividad subsiguientes en pro del principio, sostenido por él contra viento y marea, de su independencia con respecto a toda autoridad humana y, junto con esto, del origen divino de su evangelio y de su misión. Sin embargo, es imposible que justamente sus adversarios judaizantes pu*diesen echar mano, contra el apóstol, de su dependencia con respecto a los de Jerusalén, que no habían roto con la ley y que de ninguna manera consideraban evidente el acceso de los paganos a la salvación, sin imponerles con*dición alguna. Partiendo de los presupuestos de los ad*versarios, únicamente podemos imaginarnos que ellos, con razón o sin ella, apelaban a Jerusalén y que, a sus ojos, sólo podía ser legítimo apóstol aquel que seguía a pie juntillas las tradiciones salvadoras del pueblo escogido, contenidas en la ley. Si esto es exacto, su reproche puede haber sonado más o menos así: lo que los protoapóstoles le enseñaron era mejor. Pero esta doctrina, cifrada en la vinculación irrevocable entre la ley y la obligación de circuncidarse por una parte y el mensaje de salvación por otra la había él abandonado escandalosamente y la había falsificado arbitrariamente, con objeto de tener más fácil entrada con los paganos (1, 10). Por esto su predicación significa una traición a la herencia recibida; nosotros, por el contrario, nos hemos mantenido en la línea de la autén*tica continuidad y traemos el mensaje legítimo.

Pablo corta de raíz esa argumentación en Gál 1, cuando dice: vuestro presupuesto falla por su base; en realidad no he tenido relación de ninguna clase con Jerusalén, ni cuando mi vocación al apostolado, ni después a lo largo de 17 años aproximadamente, excepción hecha de una visita, como de pasada, a Cefas (Pedro) tres años más tarde de aquel día frente a Damasco. Dios me deparó el evangelio y la misión entre gentiles, sin que los proto*apóstoles tuviesen en ello arte ni parte. Es por esto por lo que ya no predico la obligación de circuncidarse, que yo mismo había predicado en otro tiempo como misionero fariseo de la diáspora (Gál 5, 11) y, por lo que parece, había de predicar por razón de la enseñanza recibida de los protoapóstoles. En este sentido declara, ya de entrada, la carta: "Pablo, apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos..." (Gál 1, 1; cf. 1, 11 s.). Incluso, para dejar a sus adversarios del todo fuera de combate, puede añadir en su informe sobre la asamblea apostólica, celebrada en Jerusalén: hasta los mismos protoapóstoles ratificaron entonces la libertad de mi evangelio a los gentiles (Gál 2, 1-9). De esta forma, todo habla a favor de la hipótesis de que no fueron sus rivales los que le colgaron a Pablo el sambenito de una supuesta dependencia suya con respecto a los de Jerusa*lén, sino que fue Pablo el que, precisamente ante el lazo, afirmado por ellos como indisoluble, entre tradición y mensaje salvífico, arremetió contra él y lo hizo pedazos.

La energía con que expone el apóstol su postura y la ilustra con su propia conducta, no deja ciertamente de llamar la atención y sorprendernos en un primer momen*to. Pues da la impresión de que esto confirma la suposi*ción, de hecho tan extendida, de que el apóstol, menos*preciando la tradición que sobre Cristo conservaron los primeros discípulos, presentó la aparición del Señor resu*citado y exaltado, que tuvo él personalmente, como origen único y legitimación exclusiva de su vocación y de su predicación; en una palabra: sustituyó la tradición sobre Jesús que tenía la primitiva comunidad por su propia vi*sión de Cristo. Si ese modo de ver las cosas se ajustase a la realidad del pasaje en cuestión, resultaría que la auto*defensa de Pablo, como su mismo mensaje y su teología tomada en su conjunto, muestra rasgos de fanatismo poco comunes. Pensemos en esto: el hasta ayer fariseo y perse*guidor de los cristianos, que no ha conocido personalmente al Jesús de carne y hueso (2 Cor 5, 16), rechaza brusca*mente cualquier clase de relación con los primeros discí*pulos de Jesús, y esto no sólo inmediatamente después de su conversión, sino que, manteniéndose adrede al margen de la comunidad jerosolimitana y de sus jefes, consigue llevar adelante durante largos años, por su propia cuenta y riesgo, la misión en territorio pagano. De atenernos a la interpretación corriente, de Gál 1, 15 s., deberíamos sacar justamente como conclusión que él, tras haber costeado toda su ulterior predicación a base de aquella única expe*riencia frente a Damasco, intentaba legitimar su misión. Entonces resultaría ser un testarudo, terco y exaltado, que por su propia experiencia pone en peligro la unidad de la iglesia: un reproche que en su tiempo se le hizo cierta*mente más de una vez.

Entre tanto, con estas reflexiones que fácilmente se meten por los ojos, pero que raramente llegan a expre*sarse claramente en todas sus consecuencias, hemos tergi*versado y desfigurado el sentido de las declaraciones pau*linas de Gál 1-2. Respecto a Gál 1, resultaría equívoco y desorientador formular la siguiente alternativa de carácter general y de principio: en la base de la misión y del mensaje del apóstol hay que colocar, o la tradición, o una revelación especial, que él habría recibido de una forma del todo privada. Aquí no se dice ni palabra de unos "susurros al oído", misteriosamente percibidos en estado de trance, que para el apóstol deberían haber sido más importantes y decisivos que todo el conjunto de las tra*diciones apostólicas; aquí se trata sólo del derecho de anunciar libremente a los gentiles el evangelio de la li*bertad.

El contenido de ese evangelio no es otro que el de la carta a los filipenses y a los romanos y se reduce a que Dios, al enviar a Cristo, puso fin al sistema salvífico judío, basado en la justicia de la ley, y con la justicia por sola la fe dejó abierto a todos el acceso a la salvación. Que esa convicción tan personal suya, que dio un vuelco a toda su existencia, quedó integrada en su vocación como apóstol de los gentiles, no tiene vuelta de hoja y es muy importante. Pero todo lo que él afirma de sí mismo no hace sino ilustrar y reflejar la acción de Dios en Cristo, que proclama el mensaje salvífico y que afecta, reorien*tándolo, al universo entero.

La interpretación corriente del término "revelación", empleado por Pablo en Gál 1, 15 s., en el sentido de visión y de experiencia anecdótica, que se aplica a la aparición del resucitado frente a Damasco (1 Cor 15, 8; 9, 1), con la que Pablo fue agraciado de hecho, ha contribuido, como lo que más, a crear la impresión subjetivista y el malen*tendido que acabamos de describir y que repercute fuer*temente en la imagen que nos forjamos de Pablo. Que en esa coyuntura ocurrieron tanto su conversión como su vocación es cosa de la que no puede dudarse. Pero al mis*mo tiempo, para comprender la autoconfesión de Gál 1, resulta importante el hecho de que a la hora de justificar su misión apostólica particular —la que va dirigida a los paganos— no lo hace Pablo apelando a este hecho como tal, o lo que es lo mismo: no invoca su pertenencia al círculo de los testigos del resucitado. Siempre que men*ciona su condición de testigo de la resurrección, se incluye sin más en el círculo de todos los apóstoles y confirma con ello el mensaje común a todos ellos: "Pues bien, así es como, tanto ellos como yo, hemos anunciado el mensaje y así es también como vosotros habéis llegado a la fe" (1 Cor 15, 11). En cambio lo que le importa en Gál 1-2 es justificarse de haber conservado estrictamente las distan*cias con respecto a los protoapóstoles y de predicar la liber*tad de la ley entre los paganos. La que Gál 1, 15 s. llama "revelación", debe tener, pues, otro sentido. El término, que procede del lenguaje apocalíptico, designa aquí, como cuando Pablo lo repite en otros pasajes (justamente en los que se encuentran a continuación en la carta a los gála- tas), un acontecimiento objetivo por el que el mundo cam*bia de rumbo; proclamado en el evangelio y llevado a cabo por la acción soberana de Dios, este acontecimiento hace que una nueva era amanezca en el mundo. A este propósito afirma el apóstol:

Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo vigilancia por la ley, en espera de la fe que debía revelarse (hacer aparición). De manera que la ley ha sido para nosotros como un maestro de los de la palmeta, hasta que ha venido Cristo para que fuésemos justos por la fe (Gál 3, 23 s.). Pero cuando el tiempo llegó a su plenitud, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y puesto bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacernos participantes de la condición de hijos (Gál 4, 4).

Aquí, como en Gál 1, 15, Pablo usa el mismo título cristológico de "Hijo de Dios". Justamente este título rom*pe en Pablo todas las barreras de una fe mesiánica judío- particularista y pertenece esencialmente al ámbito de pen*samiento de una salvación abierta a todos —judíos y no judíos— y, por consiguiente, abierta al mensaje paulino de la justificación (cf., además de Gál 3 y 4, Rom 8, 2-4).

Así el testimonio que da el propio Pablo sobre su vo*cación en Gál 1 viene a indicar, ni más ni menos que Flp 3, hasta qué punto el cambio operado en su vida y su misión han de entenderse en función del contenido de su predicación y de su teología y no de la obstinada reivin*dicación de una revelatio specialissima (revelación del todo especial) que habría recibido. La formulación corriente de la alternativa formal —o comunicación directa de carácter pneumático-visionario o transmisión ordenada de una tra*dición que pasa de uno a otro— somete al apóstol a un sistema de pensamiento que cuadra precisamente con sus adversarios e ignora el contraste objetivo entre ley y evan*gelio que, yendo mucho más allá de su propia persona, abarca el universo entero.

Importa aclarar ese estado de cosas, tanto más cuanto que el malentendido, que acabamos de deshacer, ha signi*ficado hasta hoy, por sí solo, un lastre enorme para la imagen que podemos formarnos de Pablo, y la ha clasifi*cado como exaltado e> individualista de una manera muy cuestionable. Si Pablo fue capaz de cargar realmente con el carácter odioso de su distanciamiento respecto a Jeru*salén, disponemos ya de motivos históricos y teológicos para explicar la conducta de Pablo de una forma, a pesar de todo, bastante coherente. En la primitiva comunidad, todavía fuertemente anclada en los presupuestos del pen*samiento judío, y que vivía en la espera apocalíptica del futuro Mesías, no podía él probablemente prometerse en los primeros tiempos un grado suficiente de comprensión para el evangelio de la gracia abierta libremente a todos, y de Cristo como término de la ley. Las cuestiones revo*lucionarias que se habían planteado en el ámbito hele*nístico y las respuestas que se les había dado debieron parecerle a la primitiva comunidad jerosolimitana primero extrañas e incomprensibles, por más que no poseemos indicios de ninguna clase sobre si durante los primeros lustros, que siguieron a la vocación de Pablo, apuntaron en ella tendencias a denunciar a las comunidades helenís*ticas como separadas de la comunión eclesial y declarar herejes a sus misioneros. Sabemos, por el contrario, que la noticia de los éxitos misionales del perseguidor de otro tiempo llegó hasta las comunidades de la común patria palestinense y despertó allí alegría y sentimiento de gra*titud hacia Dios (Gál 1, 23 s.). Pero los problemas funda*mentales acerca del sentido que tenía el mensaje de Cristo, problemas que con esto iban a plantearse a la corta o a la larga no se pusieron todavía sobre el tapete y permanecie*ron irresueltos. El momento en que la primitiva comunidad de Jerusalén debía plantearse también estos problemas llegó más tarde, cuando las comunidades pagano-cristianas no fundadas por iniciativa jerosolimitana llamaron impe*riosamente a la puerta de la común iglesia. Esto, como luego indicaremos, aconteció con ocasión de la asamblea apostólica.

Si miramos hacia atrás, se nos impone de una forma demasiado evidente, si cabe, la pregunta sobre lo que el cambio de vida de Pablo planteó y lo que resolvió. A esta pregunta sólo puede contestarse muy escuetamente de una forma positiva aduciendo que, a raíz de las discusiones tenidas en Damasco con los cristianos helenísticos, que al comienzo él había odiado y perseguido, se le hizo al após*tol súbitamente claro quién era de verdad aquel Jesús que él hasta entonces había considerado como el destructor de los sagrados principios de la fe judía, y qué significaba para él y para el mundo su misión y su muerte. Tenemos derecho a suponer que esta pregunta, suscitada por la fe y el testimonio de los discípulos, pesó sobre él y le trabajó por dentro. Es cierto que sobre este punto él mismo no dice una palabra y, por el contrario, asegura taxativamen*te que el cambio fue operado, no por un lento proceso de maduración, sino únicamente en virtud de la acción libre y soberana de Dios. En todo caso hay que descartar la hipótesis, desarrollada a menudo con gran lujo de fanta*sía, de que desde hacía largo tiempo se había ido fra*guando en él una crisis interna, porque, ya como piadoso fariseo, se habría dado cuenta cada vez con mayor clari*dad de cuán podridos estaban los fundamentos de su reli*giosidad, y habría sufrido mucho, al sentirse cada día más incapaz de alcanzar el elevado ideal propuesto por la ley, y de satisfacer sus rigurosas exigencias (sobre el pasaje de Rom 7, 7-25, que erróneamente se interpreta en este sentido, véase infra, p. 176 s.). Las propias palabras de Pa*blo van en una dirección diametralmente opuesta. El que se encuentra con Cristo crucificado y glorificado es un fariseo orgulloso, para quien su pertenencia al pueblo escogido, la ley de Dios y su propia justicia, constituían un imperece*dero timbre de gloria, y no un hombre presa de angustias de conciencia y destrozado por su propia insuficiencia, como sabemos fue Lutero. Este cambio de vida, por el que Pablo pasó, no lo realizó, pues, un incrédulo que da finalmente con la ruta hacia Dios, sino un hombre lleno de celo por la causa de Dios, que había tomado en serio, como ningún otro, sus exigencias y sus promesas. Es a este hombre piadoso al que Dios cierra el paso con la cruz, en la que Cristo muere muerte de infamia, y al que ilumina con la luz, de la que dice Pablo en otro pasaje: "Pues el mismo Dios que dijo: 'del seno de las tinieblas brille la luz', hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que por ella reconociésemos la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor 4, 6).

No necesitamos justificarnos más aquí de habernos ate*nido a las declaraciones del propio Pablo en la presentación de su conversión y vocación, y de haber postergado las descripciones del acontecimiento de Damasco que contie*nen los Hechos de los apóstoles. Hasta tres veces —la primera en estilo directo (9, 1-19) y las otras dos en boca de Pablo (22, 3-21; 26, 9-23)—, no sin variaciones en los detalles e inspirándose, al parecer, en descripciones de epi*fanías y relatos de vocaciones, embellecidos con elementos legendarios de la literatura veterotestamentaria y judía, el narrador traza aquí un cuadro grandioso y dramático. Con esto él dejó una huella profundísima en la imagen tradi*cional de Pablo, mucho más profunda incluso que el propio testimonio de sus cartas. Sin descender a detalles, séanos permitido señalar aquí, al menos, algunos puntos impor*tantes, en orden a confrontar los relatos de los Hechos con las afirmaciones de Pablo en sus cartas. Las dos fuen*tes tienen en común el hecho de la victoria alcanzada por Dios sobre aquel que, por razón de su adhesión apasionada a la fe judía, perseguía fanáticamente a Cristo y a su comunidad. Las dos están, pues, de acuerdo en que no se trata de la conversión de un pecador arrepentido. Tanto en una como en otra, lo que importa es que el Señor exaltado, con su poder soberano, convierte a su persegui*dor en testigo suyo. Pero al mismo tiempo hay que con*fesar que las diferencias entre los Hechos y las cartas paulinas son considerables. Es significativo que Lucas no diga una palabra de que Pablo fuese llamado a ser un apóstol que ocupa un puesto al lado de los doce y posee exactamente sus mismos derechos; en cambio dice de él que, cegado por la aparición, es milagrosamente curado por Ananías, discípulo piadoso según la ley, que habitaba en Damasco, y luego bautizado por él (9, 18; 22, 12 ss.), que luego vuelve a Jerusalén y que es allí, en el templo, donde, con una nueva visión, se le señala el destino: Cristo le envía lejos de los discípulos, a los paganos (22, 17-21). Su acción misional en el mundo pagano arranca, pues, de Jerusalén, exactamente como, según Hech 9, 23 ss., y en contraste con Gál 1, también Saulo, inmediatamente des*pués de su conversión, es introducido en la comunidad primitiva y en el círculo de los doce por Bernabé, y así —o sea, no como si él personalmente fuese apóstol, sino como representante ya legitimado de la única iglesia apos*tólica— lleva adelante su gran obra. En todo esto sin duda Lucas no dio simplemente rienda suelta a su imaginación, sino que reelaboró las tradiciones que le fueron transmi*tidas oralmente y cuya exactitud debe, a pesar de todo, ser juzgada, punto por punto, a la luz de las declaraciones del propio Pablo. En su conjunto el cuadro ofrece cierta*mente los rasgos característicos de la concepción que tiene Lucas de la historia y de la iglesia. Pero ante todo Lucas ignora lo que, al decir del propio Pablo, fue lo más deci*sivo en el vuelco que dio su vida, y es precisamente ahí donde reside la discrepancia teológica más profunda. El Pablo de los Hechos sigue siendo hasta el fin un fariseo piadoso y fiel a la ley, al paso que el auténtico Pablo, por amor a Cristo, abandonó la ley como camino de salvación.

En adelante no vamos a considerar como negativo el hecho de que Pablo, al hablar de su propia conversión y de su vocación, nos resulte esquivo y parco en palabras. Es justamente en la manera como habla del cambio de su vida donde se manifiesta la potencia histórica de la causa del evangelio, que le fue revelada y confiada. Esto confirma una vez más hasta qué punto lo único verdaderamente importante para él era la misión que había recibido y no su propia persona."

Si alguien leyó todo esto lo felicito
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

Yo siempre me he preguntado como fue que Pablo "conocio" el Evangelio, me refiero a todo el mensaje., Se lo dio Jesus TODOOOO de una sola vez el dia que le cego?


NO... lo que piensas cae por su logica... la Revelacion de Dios en Cristo es un CAMINO DE FE por la VERDAD (BASADA en lo Escrito y tu vida que testifica lo que vives en, con y mediante Cristo en tu FE) que te lleva a la Vida... dado es un CAMINO - hay pasos, obstaculos, dificultades, sufrimientos y momentos de gloria, hay todos los ingredientes que tuvo Jesucristo pero solo puesto en otro contexto = el de tu propia vida... y la Revelacion que recibio Pablo es a base de COMO entender lo Escrito (con ello me refiero al AT - que en su tiempo era la Escritura y en las cuales era DOCTO... ) pero le fue revelado despacio (pero rapido en comparacion con otros) EL NT... como entender Mesias, como entender a que iba la Fe y a que apuntaba... y le fue revelado eso de Cristo mismo - como igual hoy Cristo mismo te revela como entender lo Escrito tambien (el misticismo)...

:)
en fin... la historia se repite sin fin... hasta el fin... de los fines...
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

Lo interesante es que ninguno de los "libros· del testamento cristiano había sido escrito para los tiempos en que vivió Pablo de Tarso. Todos ellos se publicaron años después de su muerte. Aún la segunda carta de Pedro, que menciona las cartas de Pablo es de muchos años después del 68 E.C. También por ello la misma Iglesia Católica acepta que no pudo haber sido escrita por el propio apóstol Pedro realmente.

Este hecho prueba que mucho de lo escrito por Pablo en sus cartas sobre datos históricos de Jesús (la santa cena, crucificción y supuesta resurrección) pueden haber sido creados por él, o elaborados más allá de lo que le pudieron haber contado los apóstoles y discípulos que conoció durante sus viaje a Jerusalén.

Es importante notar también que en la primera carta a los corintios Pablo menciona varios "evangelios" que parecen circulaban entre las comunidades cristianas (de Cefas, de Apolo), y el defiende SU evangelio. No puede saberse si estos eran escritos de la vida de Jesús que existieron antes que los actuales, o mera tradición oral. El hecho es que Pablo insiste que el evangelio a seguir era el que le fue revelado. Entonces Pablo creo una historia sobre Jesús basada en sus visiones.
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

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Fuente: Bornkamm Gunther (historiador) - Pablo De Tarso


"La ciudad de Damasco, con la que enlaza directamen*te tanto la actividad del fariseo Pablo como su conver*sión y su vocación a ser apóstol de los gentiles, nos remite a un capítulo sumamente significativo de la más primitiva historia de la iglesia. ¿Cómo penetró el evangelio, ya antes de Pablo, en aquel territorio sirio-pagano, bastante más allá de las fronteras de Jerusalén y de Judea? Sobre este punto las fuentes no nos proporcionan ninguna respuesta directa. Sin embargo, todo hace pensar que los comienzos de ese desarrollo abarcan la época de las primeras grandes crisis y conflictos en el suelo de la primitiva iglesia jeroso- limitana. En este punto los Hechos desgraciadamente sólo nos facilitan una información llena de lagunas y con ma*nifiestos retoques. El narrador se ha esforzado ostensible*mente en ofrecer a sus lectores una imagen impresionante de la unanimidad y de la armonía reinante en la primitiva iglesia. Sin embargo, su propio material informativo se opone en pasajes importantes a esa concepción, y nos fuer*za a ciertas correcciones. Ya Hech 6, 1-6 nos habla de un contraste que surgió en la comunidad entre "helenistas" y "hebreos". Con estos dos grupos distintos se alude a cristianos de origen judío: con todo, los primeros proceden de la diàspora y tienen como lengua materna el griego; los últimos, por el contrario, son arameoparlantes del país. Hasta aquí el informe es completamente fidedigno. En lo que sigue se aborda primero el tema de ciertos inconve*nientes surgidos en el seno de una comunidad que había experimentado un rápido crecimiento, a propósito de las comidas en común y de la asistencia social a la comuni- dad, y se habla de lo sobrecargados que estaban los doce, que ya no eran capaces de cumplir plenamente su autén*tica misión, la de proclamar la palabra y orar. Por este motivo se escogió a siete personas, de cuyos nombres —to*dos ellos griegos— se hace expresa mención y entre los cuales se encuentran Esteban y Felipe, y solamente, me*diante la oración y la imposición de las manos por parte de los apóstoles, se les confió una función caritativa pro*pia, con respecto a la comunidad. Según esto, la situación de emergencia constituye únicamente, pues, la ocasión para la diferenciación de funciones comunitarias entre los evangelistas (apostólicos) y los asistentes sociales de la comunidad, diferenciación que de hecho se había demos*trado necesaria.


Sin embargo, los contornos difusos de este informe por sí solo, y con mayor razón si consideramos la continuación de la historia, muestran que tras estas diferencias, que se supone conciernen únicamente a la organización de la co*munidad, se esconde una crisis mucho más honda, de cu*yas proporciones el redactor posterior no podía, al parecer, hacerse por sí mismo una idea cabal. Inmediatamente después de esto, Esteban, igual que Felipe, que es men*cionado junto a él, aparece no sólo como una especie de asistente social de la comunidad, sino también como evangelista y portavoz de los "helenistas". Y así pronuncia un importante discurso de acusación contra el pueblo judío y muere, como primicias de los mártires, bajo la lluvia de piedras del populacho. También sobre los "helenistas" se levanta después de su muerte una dura persecución que les obliga a huir de Jerusalén. Ellos se dispersan por territorios no judíos y llevan por primera vez el evangelio también a los griegos (11, 20). El hecho, apuntado por el propio narrador (8, 1), de que toda la primitiva comunidad jerosolimitana, excepción hecha de los doce que permane*cen en la ciudad, fue afectada por la persecución y la dispersión, es desmentido por él mismo; en relatos poste*riores da por supuesto que evidentemente continúa en Jerusalén. Es claro, pues, que a la parte no helenista de la primitiva comunidad la dejaron tranquila.

El motivo por el cual los helenistas corrieron esa suerte hay que buscarlo sin duda en el hecho de que ellos, in*cluso para el resto de la primitiva comunidad, represen*taban una postura enteramente revolucionaria en el modo de comprender el mensaje de Cristo, postura que entró en conflicto con la concepción que de la ley tenía el ala extrema del judaismo y que cuestionaba las venerables tradiciones, el culto del templo y el derecho exclusivo a la salvación, reivindicado por el pueblo escogido.

Como hemos visto, estos son precisamente los motivos que, según propia confesión, impulsaron al fariseo Pablo a perseguir a los cristianos. Así se explica el hecho de que enfocase todo su celo contra una comunidad de la diáspora helenística. Repetidamente —y sin ninguna mala concien*cia—, entre las pruebas de que en otro tiempo era justo según la ley, cuenta la persecución de la comunidad cris*tiana (Gál 1, 13; Flp 3, 6), sin dejar de subrayar lo si*guiente: esto era la consecuencia radical de su irrepro*chable fidelidad de antaño a la ley, y no una injusticia cometida en el pasado y que todavía le atormenta. Esto muestra que es aquí, y en ninguna otra parte, donde reside el motivo de su aversión a Cristo y de su celo persecutorio. Hay que deshacerse de la suposición, no por extendida menos errónea, de que para un judío estricto, como él, la fe en la mesianidad de Jesús constituía motivo suficiente de persecución. De haber tenido presente esta fe, también los cristianos hubieran constituido a sus ojos, en todo caso, una secta judía extravagante y víctima del error, pero nunca los hubiera considerado como herejes y blasfemos. Partidarios de grupos que tenían por mesías a uno o a otro "profeta" habían existido, por lo demás, en el judaismo en número no escaso, sin que por esto hu*biesen de temer ser perseguidos o excluidos de parte de los judíos. Todavía en los años treinta del siglo segundo d. C., el maestro de la ley considerado por su pueblo como el más célebre de su tiempo, Rabbí Aquiba, proclamó me*sías a Bar Kochba, líder del último levantamiento judío, para independizarse de los romanos, que se produjo bajo el emperador Adriano.

Hay argumentos de peso que actúan contra la manera de ver de los Hechos, según la cual Pablo habría perse*guido ya en Jerusalén a la primitiva comunidad, que toda*vía se atenía a la ley y, por consiguiente, no había sido acusada de hostilidad a la ley. También habla inequívoca*mente contra la descripción lucana la información de Gál 1, 22, en la cual el apóstol afirma que era un desconocido para las comunidades de Judea —por consiguiente, ante todo para la de Jerusalén—; sólo más tarde, cuando el rival de otro tiempo se convirtió en el triunfante misio*nero de Siria y Cilicia, comenzó él a ser noticia. Esto en un hombre que, ya en Jerusalén durante la persecución de los cristianos, ha de haber desempeñado el papel deci*sivo que Lucas le atribuye (Hech 22, 4 ss.), resulta abso*lutamente inimaginable. Por esto es tan difícil suponer que Pablo estuvo ya presente en la lapidación de Esteban (Hech 7, 58; 8, 1); todo hace pensar que esta noticia está manipulada por Lucas. El propio Pablo no habla en nin*guna parte de esa supuesta participación suya en la per*secución que tuvo lugar en Jerusalén.

Discutible resulta también la visión que nos ofrecen los Hechos del proceder de Pablo en Damasco. Que él, investido de plenos poderes por el sumo sacerdote, fuese allá para detener a los cristianos y llevarles a rastras a comparecer ante el tribunal de Jerusalén, es insostenible, por la sencilla razón de que el sanedrín, o tribunal su*premo, jamás poseyó, bajo la administración romana, se*mejante jurisdicción, que iba mucho más allá de las fronteras de Judea. Por esto tenemos que admitir que el fariseo Pablo actuaba dentro de los márgenes del poder coercitivo interno concedido a las comunidades sinagoga- Ies (flagelación, destierro, excomunión). Como se confirma también por el copioso testimonio de otras fuentes, es aquí, en este terreno y dentro de su propia circunscrip*ción, donde se desarrolla ante todo la lucha en pro y en contra de Cristo. Como escribe en 2 Cor 11, 24, el mismo Pablo sufrió más tarde repetidamente el atroz castigo si- nagogal de los azotes. Es probable que tuviese que presen*tarse en la sinagoga de Damasco primero como juez, más tarde como testigo de su propio sufrimiento.

Llama la atención el que Pablo habla raras veces de su conversión a Cristo y de su vocación a ser apóstol. Cuando lo hace, se trata ciertamente de declaraciones de importancia y siempre de forma que quedan enteramente implicadas en la exposición de su evangelio. Este es el motivo por el cual sus experiencias personales, y especial*mente la aparición de Cristo que le salió al encuentro, no deberían colocarse en el centro, como dominándolo todo; así suele suceder por lo común, en atención a la visión que él habría tenido en Damasco y que los Hechos des*criben repetida y prolijamente, pero también bajo el in*flujo de la tradición pietista y de la moderna psicología. Haremos bien en no aventurarnos más allá de lo que nos permite el cono de luz que proyectan sus propias declara*ciones, ni dejamos desviar de la ruta que, para él mismo, es la certera.

El pasaje ya citado de Flp 3 habla con singular claridad del contenido y alcance de esta decisión, no propiamente suya, sino en la que él mismo se encontró metido. Es significativo que el texto se exprese en forma pasiva: "he sido privado de todo..."; "...porque he sido alcanzado por Cristo Jesús" (3, 8. 14). En enconada discusión con los adversarios, comienza Pablo por enumerar las ventajas de que podía preciarse. Pero luego prosigue:
Pero, lo que para mí era ganancia, por Cristo lo he juzgado pérdida. Más aún: lo sublime del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, hace que todo lo considere pérdida; por su causa he sido privado de todo, y lo tengo todo por ba*sura para ganar a Cristo, y para que así resulte que por mi unión con él no tenga mi propia justicia —la de la ley—, sino lasque se obtiene por la fe en Cristo —la que viene de Dios[SUP]1[/SUP]'y se basa en la fe... (Flp 3, 7-9).

Nada se dice aquí de que lo que antes poseía, sin serlo todo, significase mucho para él y de que un profundo anhelo hubiese quedado en él insatisfecho. Su riqueza de otro tiempo se había trocado en basura que le daba asco: el celo por ser reconocido ante Dios, que hasta aquel mo*mento le había animado —su justicia—, constituía exclu*sivamente una tentativa por afirmarse ante sí. "La altura en que me erguía no es sino un abismo; la seguridad en que vivía es perdición, y la claridad que me rodeaba no es más que tiniebla" (K. Barth). Lo que Pablo, a base del giro que dio su propia vida, pone aquí en evidencia es mucho más que una mera confesión personal. La cosa va más allá del momento de su encuentro con Cristo (del que en este pasaje no se dice ni palabra) para convertirse en una declaración decisiva, que afecta a toda su vida; más aún, en una síntesis exhaustiva de su mensaje sobre la revelación de la justicia de Dios, que, si alcanza a todos en la perdición, con mucha mayor razón ahora, en el evan*gelio, se extiende a todos. La venida y el sacrificio de Cristo entrañan el advenimiento de una era nueva, tal como, con expresión lapidaria, se afirma en la carta a los romanos: "Cristo es el término de la ley para justicia de todo el que cree" (Rom 10, 4).
El pasaje de Gál 1, 15 s., además de ser biográficamente todavía más rico en información, es el que más se acerca desde el punto de vista del contenido a la declaración de Flp 3. Aunque resulta muy escueto (sólo comprende una oración subordinada) y no describe la experiencia de su conversión, en él habla Pablo con mayor claridad todavía de su vocación como apóstol de los gentiles, y lo hace ins*pirándose en vocaciones proféticas del antiguo testamento (Jer 1, 5; Is 49, 1). Como en Flp 3, también aquí precede inmediatamente una mirada retrospectiva sobre el período anterior: su celo por la ley y la persecución de la comu*nidad cristiana (Gál 1, 13 s.). Pero luego, cambiando de rumbo, continúa:

Mas, cuando el que, ya desde el seno de mi madre, me puso aparte y me llamó con su gracia determinó revelar en mí a su Hijo para anunciarlo entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre (o sea, a ningún hombre), sin subir a Jerusalén, a donde los apóstoles que me precedieron, me fui a Arabia y de allí nuevamente a Damasco (1, 15-17).
El pasaje es de la mayor importancia no sólo como confidencia personal del apóstol sobre su vocación, sino también porque todo el conjunto de texto y contexto (Gál 1-2) —único en su género— da exacta y auténtica infor*mación sobre un largo período de la historia de su vida y acción, más concretamente el que siguió inmediatamente a su vocación, y esto a lo largo de muchos años, de los cuales los Hechos apenas si contienen más que meros recuerdos.
Hay una cuestión previa cuyo esclarecimiento es indis*pensable, si queremos entender rectamente este pasaje: qué es lo que impulsó a Pablo a justificarse tan a fondo y qué pretendía con ello. La carta del apóstol a los gá- latas, compuesta más tarde, mientras desplegaba su acti*vidad en Efeso, fue motivada por la agitación que provo*caron los herejes judaizantes, tras haberse introducido en las comunidades de la región de Galacia, en Asia Menor, y haberlas empujado hasta el borde del abismo. Su ataque se dirigía contra el evangelio liberado de la ley, que Pablo anunciaba entre los gentiles, y que a sus ojos no era sino una grosera y oportunística reducción del mensaje de Cris*to, porque suprimía la obligación de circuncidarse y la obligatoriedad de la ley, cosas todas que ellos consideraban necesarias para la salvación. Este reproche encaja con el pensamiento central de los judaizantes, en cuya táctica entraba siempre el intento de socavar la misión del apóstol entre los gentiles; también ellos se consideraban cierta*mente como cristianos y no simplemente como judíos: no existe —a su juicio— conversión al cristianismo, sin previa incorporación al pueblo escogido, que es el judío. Con este ataque al mensaje de Pablo quedaba igualmente cuestio*nada su función apostólica, para la cual no había recibido autorización de nadie. Ambas cosas —la mixtificación del mensaje y la usurpación de la autoridad apostólica— de*bieron constituir el núcleo de las invectivas de sus adver*sarios. Por esto en su carta se defiende, con extremada dureza, de ambas impugnaciones, e incluso pasa él mismo al ataque, dejando bien asentada la verdad de su evange*lio, dirigido a los gentiles, y el origen divino de su misión. Ambas cosas van indisolublemente unidas: son las dos caras de una idéntica realidad, tras la cual se yergue la autoridad de la única voluntad divina.

Según una interpretación muy corriente, los agitadores, en Galacia, le habrían echado en cara a Pablo su depen*dencia con respecto a los protoapóstoles jerosolimitanos y, por consiguiente, le habrían acusado de poseer una doc*trina sólo de segunda o tercera mano: no sería un apóstol original, a quien Dios mismo hubiese responsabilizado de su cargo. Sería justamente contra esto, contra lo que en Gál 1-2 habría dirigido él la prueba contundente de su independencia de Jerusalén. En realidad, en todo este re*sumen, que presenta una forma casi protocolaria, se trata de la historia de su vocación y de su comportamiento y actividad subsiguientes en pro del principio, sostenido por él contra viento y marea, de su independencia con respecto a toda autoridad humana y, junto con esto, del origen divino de su evangelio y de su misión. Sin embargo, es imposible que justamente sus adversarios judaizantes pu*diesen echar mano, contra el apóstol, de su dependencia con respecto a los de Jerusalén, que no habían roto con la ley y que de ninguna manera consideraban evidente el acceso de los paganos a la salvación, sin imponerles con*dición alguna. Partiendo de los presupuestos de los ad*versarios, únicamente podemos imaginarnos que ellos, con razón o sin ella, apelaban a Jerusalén y que, a sus ojos, sólo podía ser legítimo apóstol aquel que seguía a pie juntillas las tradiciones salvadoras del pueblo escogido, contenidas en la ley. Si esto es exacto, su reproche puede haber sonado más o menos así: lo que los protoapóstoles le enseñaron era mejor. Pero esta doctrina, cifrada en la vinculación irrevocable entre la ley y la obligación de circuncidarse por una parte y el mensaje de salvación por otra la había él abandonado escandalosamente y la había falsificado arbitrariamente, con objeto de tener más fácil entrada con los paganos (1, 10). Por esto su predicación significa una traición a la herencia recibida; nosotros, por el contrario, nos hemos mantenido en la línea de la autén*tica continuidad y traemos el mensaje legítimo.

Pablo corta de raíz esa argumentación en Gál 1, cuando dice: vuestro presupuesto falla por su base; en realidad no he tenido relación de ninguna clase con Jerusalén, ni cuando mi vocación al apostolado, ni después a lo largo de 17 años aproximadamente, excepción hecha de una visita, como de pasada, a Cefas (Pedro) tres años más tarde de aquel día frente a Damasco. Dios me deparó el evangelio y la misión entre gentiles, sin que los proto*apóstoles tuviesen en ello arte ni parte. Es por esto por lo que ya no predico la obligación de circuncidarse, que yo mismo había predicado en otro tiempo como misionero fariseo de la diáspora (Gál 5, 11) y, por lo que parece, había de predicar por razón de la enseñanza recibida de los protoapóstoles. En este sentido declara, ya de entrada, la carta: "Pablo, apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos..." (Gál 1, 1; cf. 1, 11 s.). Incluso, para dejar a sus adversarios del todo fuera de combate, puede añadir en su informe sobre la asamblea apostólica, celebrada en Jerusalén: hasta los mismos protoapóstoles ratificaron entonces la libertad de mi evangelio a los gentiles (Gál 2, 1-9). De esta forma, todo habla a favor de la hipótesis de que no fueron sus rivales los que le colgaron a Pablo el sambenito de una supuesta dependencia suya con respecto a los de Jerusa*lén, sino que fue Pablo el que, precisamente ante el lazo, afirmado por ellos como indisoluble, entre tradición y mensaje salvífico, arremetió contra él y lo hizo pedazos.

La energía con que expone el apóstol su postura y la ilustra con su propia conducta, no deja ciertamente de llamar la atención y sorprendernos en un primer momen*to. Pues da la impresión de que esto confirma la suposi*ción, de hecho tan extendida, de que el apóstol, menos*preciando la tradición que sobre Cristo conservaron los primeros discípulos, presentó la aparición del Señor resu*citado y exaltado, que tuvo él personalmente, como origen único y legitimación exclusiva de su vocación y de su predicación; en una palabra: sustituyó la tradición sobre Jesús que tenía la primitiva comunidad por su propia vi*sión de Cristo. Si ese modo de ver las cosas se ajustase a la realidad del pasaje en cuestión, resultaría que la auto*defensa de Pablo, como su mismo mensaje y su teología tomada en su conjunto, muestra rasgos de fanatismo poco comunes. Pensemos en esto: el hasta ayer fariseo y perse*guidor de los cristianos, que no ha conocido personalmente al Jesús de carne y hueso (2 Cor 5, 16), rechaza brusca*mente cualquier clase de relación con los primeros discí*pulos de Jesús, y esto no sólo inmediatamente después de su conversión, sino que, manteniéndose adrede al margen de la comunidad jerosolimitana y de sus jefes, consigue llevar adelante durante largos años, por su propia cuenta y riesgo, la misión en territorio pagano. De atenernos a la interpretación corriente, de Gál 1, 15 s., deberíamos sacar justamente como conclusión que él, tras haber costeado toda su ulterior predicación a base de aquella única expe*riencia frente a Damasco, intentaba legitimar su misión. Entonces resultaría ser un testarudo, terco y exaltado, que por su propia experiencia pone en peligro la unidad de la iglesia: un reproche que en su tiempo se le hizo cierta*mente más de una vez.

Entre tanto, con estas reflexiones que fácilmente se meten por los ojos, pero que raramente llegan a expre*sarse claramente en todas sus consecuencias, hemos tergi*versado y desfigurado el sentido de las declaraciones pau*linas de Gál 1-2. Respecto a Gál 1, resultaría equívoco y desorientador formular la siguiente alternativa de carácter general y de principio: en la base de la misión y del mensaje del apóstol hay que colocar, o la tradición, o una revelación especial, que él habría recibido de una forma del todo privada. Aquí no se dice ni palabra de unos "susurros al oído", misteriosamente percibidos en estado de trance, que para el apóstol deberían haber sido más importantes y decisivos que todo el conjunto de las tra*diciones apostólicas; aquí se trata sólo del derecho de anunciar libremente a los gentiles el evangelio de la li*bertad.

El contenido de ese evangelio no es otro que el de la carta a los filipenses y a los romanos y se reduce a que Dios, al enviar a Cristo, puso fin al sistema salvífico judío, basado en la justicia de la ley, y con la justicia por sola la fe dejó abierto a todos el acceso a la salvación. Que esa convicción tan personal suya, que dio un vuelco a toda su existencia, quedó integrada en su vocación como apóstol de los gentiles, no tiene vuelta de hoja y es muy importante. Pero todo lo que él afirma de sí mismo no hace sino ilustrar y reflejar la acción de Dios en Cristo, que proclama el mensaje salvífico y que afecta, reorien*tándolo, al universo entero.

La interpretación corriente del término "revelación", empleado por Pablo en Gál 1, 15 s., en el sentido de visión y de experiencia anecdótica, que se aplica a la aparición del resucitado frente a Damasco (1 Cor 15, 8; 9, 1), con la que Pablo fue agraciado de hecho, ha contribuido, como lo que más, a crear la impresión subjetivista y el malen*tendido que acabamos de describir y que repercute fuer*temente en la imagen que nos forjamos de Pablo. Que en esa coyuntura ocurrieron tanto su conversión como su vocación es cosa de la que no puede dudarse. Pero al mis*mo tiempo, para comprender la autoconfesión de Gál 1, resulta importante el hecho de que a la hora de justificar su misión apostólica particular —la que va dirigida a los paganos— no lo hace Pablo apelando a este hecho como tal, o lo que es lo mismo: no invoca su pertenencia al círculo de los testigos del resucitado. Siempre que men*ciona su condición de testigo de la resurrección, se incluye sin más en el círculo de todos los apóstoles y confirma con ello el mensaje común a todos ellos: "Pues bien, así es como, tanto ellos como yo, hemos anunciado el mensaje y así es también como vosotros habéis llegado a la fe" (1 Cor 15, 11). En cambio lo que le importa en Gál 1-2 es justificarse de haber conservado estrictamente las distan*cias con respecto a los protoapóstoles y de predicar la liber*tad de la ley entre los paganos. La que Gál 1, 15 s. llama "revelación", debe tener, pues, otro sentido. El término, que procede del lenguaje apocalíptico, designa aquí, como cuando Pablo lo repite en otros pasajes (justamente en los que se encuentran a continuación en la carta a los gála- tas), un acontecimiento objetivo por el que el mundo cam*bia de rumbo; proclamado en el evangelio y llevado a cabo por la acción soberana de Dios, este acontecimiento hace que una nueva era amanezca en el mundo. A este propósito afirma el apóstol:

Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo vigilancia por la ley, en espera de la fe que debía revelarse (hacer aparición). De manera que la ley ha sido para nosotros como un maestro de los de la palmeta, hasta que ha venido Cristo para que fuésemos justos por la fe (Gál 3, 23 s.). Pero cuando el tiempo llegó a su plenitud, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y puesto bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacernos participantes de la condición de hijos (Gál 4, 4).

Aquí, como en Gál 1, 15, Pablo usa el mismo título cristológico de "Hijo de Dios". Justamente este título rom*pe en Pablo todas las barreras de una fe mesiánica judío- particularista y pertenece esencialmente al ámbito de pen*samiento de una salvación abierta a todos —judíos y no judíos— y, por consiguiente, abierta al mensaje paulino de la justificación (cf., además de Gál 3 y 4, Rom 8, 2-4).

Así el testimonio que da el propio Pablo sobre su vo*cación en Gál 1 viene a indicar, ni más ni menos que Flp 3, hasta qué punto el cambio operado en su vida y su misión han de entenderse en función del contenido de su predicación y de su teología y no de la obstinada reivin*dicación de una revelatio specialissima (revelación del todo especial) que habría recibido. La formulación corriente de la alternativa formal —o comunicación directa de carácter pneumático-visionario o transmisión ordenada de una tra*dición que pasa de uno a otro— somete al apóstol a un sistema de pensamiento que cuadra precisamente con sus adversarios e ignora el contraste objetivo entre ley y evan*gelio que, yendo mucho más allá de su propia persona, abarca el universo entero.

Importa aclarar ese estado de cosas, tanto más cuanto que el malentendido, que acabamos de deshacer, ha signi*ficado hasta hoy, por sí solo, un lastre enorme para la imagen que podemos formarnos de Pablo, y la ha clasifi*cado como exaltado e> individualista de una manera muy cuestionable. Si Pablo fue capaz de cargar realmente con el carácter odioso de su distanciamiento respecto a Jeru*salén, disponemos ya de motivos históricos y teológicos para explicar la conducta de Pablo de una forma, a pesar de todo, bastante coherente. En la primitiva comunidad, todavía fuertemente anclada en los presupuestos del pen*samiento judío, y que vivía en la espera apocalíptica del futuro Mesías, no podía él probablemente prometerse en los primeros tiempos un grado suficiente de comprensión para el evangelio de la gracia abierta libremente a todos, y de Cristo como término de la ley. Las cuestiones revo*lucionarias que se habían planteado en el ámbito hele*nístico y las respuestas que se les había dado debieron parecerle a la primitiva comunidad jerosolimitana primero extrañas e incomprensibles, por más que no poseemos indicios de ninguna clase sobre si durante los primeros lustros, que siguieron a la vocación de Pablo, apuntaron en ella tendencias a denunciar a las comunidades helenís*ticas como separadas de la comunión eclesial y declarar herejes a sus misioneros. Sabemos, por el contrario, que la noticia de los éxitos misionales del perseguidor de otro tiempo llegó hasta las comunidades de la común patria palestinense y despertó allí alegría y sentimiento de gra*titud hacia Dios (Gál 1, 23 s.). Pero los problemas funda*mentales acerca del sentido que tenía el mensaje de Cristo, problemas que con esto iban a plantearse a la corta o a la larga no se pusieron todavía sobre el tapete y permanecie*ron irresueltos. El momento en que la primitiva comunidad de Jerusalén debía plantearse también estos problemas llegó más tarde, cuando las comunidades pagano-cristianas no fundadas por iniciativa jerosolimitana llamaron impe*riosamente a la puerta de la común iglesia. Esto, como luego indicaremos, aconteció con ocasión de la asamblea apostólica.

Si miramos hacia atrás, se nos impone de una forma demasiado evidente, si cabe, la pregunta sobre lo que el cambio de vida de Pablo planteó y lo que resolvió. A esta pregunta sólo puede contestarse muy escuetamente de una forma positiva aduciendo que, a raíz de las discusiones tenidas en Damasco con los cristianos helenísticos, que al comienzo él había odiado y perseguido, se le hizo al após*tol súbitamente claro quién era de verdad aquel Jesús que él hasta entonces había considerado como el destructor de los sagrados principios de la fe judía, y qué significaba para él y para el mundo su misión y su muerte. Tenemos derecho a suponer que esta pregunta, suscitada por la fe y el testimonio de los discípulos, pesó sobre él y le trabajó por dentro. Es cierto que sobre este punto él mismo no dice una palabra y, por el contrario, asegura taxativamen*te que el cambio fue operado, no por un lento proceso de maduración, sino únicamente en virtud de la acción libre y soberana de Dios. En todo caso hay que descartar la hipótesis, desarrollada a menudo con gran lujo de fanta*sía, de que desde hacía largo tiempo se había ido fra*guando en él una crisis interna, porque, ya como piadoso fariseo, se habría dado cuenta cada vez con mayor clari*dad de cuán podridos estaban los fundamentos de su reli*giosidad, y habría sufrido mucho, al sentirse cada día más incapaz de alcanzar el elevado ideal propuesto por la ley, y de satisfacer sus rigurosas exigencias (sobre el pasaje de Rom 7, 7-25, que erróneamente se interpreta en este sentido, véase infra, p. 176 s.). Las propias palabras de Pa*blo van en una dirección diametralmente opuesta. El que se encuentra con Cristo crucificado y glorificado es un fariseo orgulloso, para quien su pertenencia al pueblo escogido, la ley de Dios y su propia justicia, constituían un imperece*dero timbre de gloria, y no un hombre presa de angustias de conciencia y destrozado por su propia insuficiencia, como sabemos fue Lutero. Este cambio de vida, por el que Pablo pasó, no lo realizó, pues, un incrédulo que da finalmente con la ruta hacia Dios, sino un hombre lleno de celo por la causa de Dios, que había tomado en serio, como ningún otro, sus exigencias y sus promesas. Es a este hombre piadoso al que Dios cierra el paso con la cruz, en la que Cristo muere muerte de infamia, y al que ilumina con la luz, de la que dice Pablo en otro pasaje: "Pues el mismo Dios que dijo: 'del seno de las tinieblas brille la luz', hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que por ella reconociésemos la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor 4, 6).

No necesitamos justificarnos más aquí de habernos ate*nido a las declaraciones del propio Pablo en la presentación de su conversión y vocación, y de haber postergado las descripciones del acontecimiento de Damasco que contie*nen los Hechos de los apóstoles. Hasta tres veces —la primera en estilo directo (9, 1-19) y las otras dos en boca de Pablo (22, 3-21; 26, 9-23)—, no sin variaciones en los detalles e inspirándose, al parecer, en descripciones de epi*fanías y relatos de vocaciones, embellecidos con elementos legendarios de la literatura veterotestamentaria y judía, el narrador traza aquí un cuadro grandioso y dramático. Con esto él dejó una huella profundísima en la imagen tradi*cional de Pablo, mucho más profunda incluso que el propio testimonio de sus cartas. Sin descender a detalles, séanos permitido señalar aquí, al menos, algunos puntos impor*tantes, en orden a confrontar los relatos de los Hechos con las afirmaciones de Pablo en sus cartas. Las dos fuen*tes tienen en común el hecho de la victoria alcanzada por Dios sobre aquel que, por razón de su adhesión apasionada a la fe judía, perseguía fanáticamente a Cristo y a su comunidad. Las dos están, pues, de acuerdo en que no se trata de la conversión de un pecador arrepentido. Tanto en una como en otra, lo que importa es que el Señor exaltado, con su poder soberano, convierte a su persegui*dor en testigo suyo. Pero al mismo tiempo hay que con*fesar que las diferencias entre los Hechos y las cartas paulinas son considerables. Es significativo que Lucas no diga una palabra de que Pablo fuese llamado a ser un apóstol que ocupa un puesto al lado de los doce y posee exactamente sus mismos derechos; en cambio dice de él que, cegado por la aparición, es milagrosamente curado por Ananías, discípulo piadoso según la ley, que habitaba en Damasco, y luego bautizado por él (9, 18; 22, 12 ss.), que luego vuelve a Jerusalén y que es allí, en el templo, donde, con una nueva visión, se le señala el destino: Cristo le envía lejos de los discípulos, a los paganos (22, 17-21). Su acción misional en el mundo pagano arranca, pues, de Jerusalén, exactamente como, según Hech 9, 23 ss., y en contraste con Gál 1, también Saulo, inmediatamente des*pués de su conversión, es introducido en la comunidad primitiva y en el círculo de los doce por Bernabé, y así —o sea, no como si él personalmente fuese apóstol, sino como representante ya legitimado de la única iglesia apos*tólica— lleva adelante su gran obra. En todo esto sin duda Lucas no dio simplemente rienda suelta a su imaginación, sino que reelaboró las tradiciones que le fueron transmi*tidas oralmente y cuya exactitud debe, a pesar de todo, ser juzgada, punto por punto, a la luz de las declaraciones del propio Pablo. En su conjunto el cuadro ofrece cierta*mente los rasgos característicos de la concepción que tiene Lucas de la historia y de la iglesia. Pero ante todo Lucas ignora lo que, al decir del propio Pablo, fue lo más deci*sivo en el vuelco que dio su vida, y es precisamente ahí donde reside la discrepancia teológica más profunda. El Pablo de los Hechos sigue siendo hasta el fin un fariseo piadoso y fiel a la ley, al paso que el auténtico Pablo, por amor a Cristo, abandonó la ley como camino de salvación.

En adelante no vamos a considerar como negativo el hecho de que Pablo, al hablar de su propia conversión y de su vocación, nos resulte esquivo y parco en palabras. Es justamente en la manera como habla del cambio de su vida donde se manifiesta la potencia histórica de la causa del evangelio, que le fue revelada y confiada. Esto confirma una vez más hasta qué punto lo único verdaderamente importante para él era la misión que había recibido y no su propia persona."


comentario corto... a mi me parece que el autor interpreta y da "rienda suelta" a su propia imaginacion (de la que acusa a Lucas hacer) ya que da mucha MUCHA incapie a que haya difrencias entre los apostoles y Pablo, que Pablo NO HABIA RECIBIDO NADA de instruccion, que no le era nada necesario recibir la imposicion de manos etc... (es un autor protestante?)...
ya que cuando lees los demas cartas de Pablo y lees tambien las cartas de Pedro te das cuenta de que este autor interpreta unos textos de Pablo segun su propia lectura y ademas con la intencion de crear algo - una separacion - QUE JAMAS HABIA... ni hubo...

hay otras fuentes mejores y tambien autores que lo pintan completamente diferente y mas cercano al las cartas de Pablo, Hechos y tambien seguramente tal fue...

:)
te los recomiendo...
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

:-D... ¿fuentes mejores?... Anualmente se publicarán miles de libros sobre el mismo tema, eso significa dos cosa: un público interesado y una problemática histórica difícil de resolver, pues si así fuese el material disponible no podría dar lugar a tal cantidad de literatura... Mi opinión es que siempre hay tendencias ideológicas e interesadas a la hora de hacer, tanto en este historiador como en el propio Pablo (no se puede ver lo que hacen/describen esos primeros cristianos sin entender que también ellos no son imparciales). Otra palabra interesante "ideología"...

Saludos.
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

:-D... ¿fuentes mejores?... Anualmente se publicarán miles de libros sobre el mismo tema, eso significa dos cosa: un público interesado y una problemática histórica difícil de resolver, pues si así fuese el material disponible no podría dar lugar a tal cantidad de literatura... Mi opinión es que siempre hay tendencias ideológicas e interesadas a la hora de hacer, tanto en este historiador como en el propio Pablo (no se puede ver lo que hacen/describen esos primeros cristianos sin entender que también ellos no son imparciales). Otra palabra interesante "ideología"...

Saludos.


cierto...
pero un texto o una analisis debe (eso pienso yo) tambien tomar en cuenta los tesimonios de la Biblia ...
donde el de Hechos es clave y hacer lo que hizo ese autor (aplicar al Lucas su propio comportamiento y interpretacion) es algo FUERTE... - almenos para mi...
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

cierto...
pero un texto o una analisis debe (eso pienso yo) tambien tomar en cuenta los tesimonios de la Biblia ...
donde el de Hechos es clave y hacer lo que hizo ese autor (aplicar al Lucas su propio comportamiento y interpretacion) es algo FUERTE... - almenos para mi...

;-D...

[video]http://www.fgbueno.es/med/tes/t076.htm[/video]
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

detalle-vino.jpg


Fuente: Bornkamm Gunther (historiador) - Pablo De Tarso


"La ciudad de Damasco, con la que enlaza directamen*te tanto la actividad del fariseo Pablo como su conver*sión y su vocación a ser apóstol de los gentiles, nos remite a un capítulo sumamente significativo de la más primitiva historia de la iglesia. ¿Cómo penetró el evangelio, ya antes de Pablo, en aquel territorio sirio-pagano, bastante más allá de las fronteras de Jerusalén y de Judea? Sobre este punto las fuentes no nos proporcionan ninguna respuesta directa. Sin embargo, todo hace pensar que los comienzos de ese desarrollo abarcan la época de las primeras grandes crisis y conflictos en el suelo de la primitiva iglesia jeroso- limitana. En este punto los Hechos desgraciadamente sólo nos facilitan una información llena de lagunas y con ma*nifiestos retoques. El narrador se ha esforzado ostensible*mente en ofrecer a sus lectores una imagen impresionante de la unanimidad y de la armonía reinante en la primitiva iglesia. Sin embargo, su propio material informativo se opone en pasajes importantes a esa concepción, y nos fuer*za a ciertas correcciones. Ya Hech 6, 1-6 nos habla de un contraste que surgió en la comunidad entre "helenistas" y "hebreos". Con estos dos grupos distintos se alude a cristianos de origen judío: con todo, los primeros proceden de la diàspora y tienen como lengua materna el griego; los últimos, por el contrario, son arameoparlantes del país. Hasta aquí el informe es completamente fidedigno. En lo que sigue se aborda primero el tema de ciertos inconve*nientes surgidos en el seno de una comunidad que había experimentado un rápido crecimiento, a propósito de las comidas en común y de la asistencia social a la comuni- dad, y se habla de lo sobrecargados que estaban los doce, que ya no eran capaces de cumplir plenamente su autén*tica misión, la de proclamar la palabra y orar. Por este motivo se escogió a siete personas, de cuyos nombres —to*dos ellos griegos— se hace expresa mención y entre los cuales se encuentran Esteban y Felipe, y solamente, me*diante la oración y la imposición de las manos por parte de los apóstoles, se les confió una función caritativa pro*pia, con respecto a la comunidad. Según esto, la situación de emergencia constituye únicamente, pues, la ocasión para la diferenciación de funciones comunitarias entre los evangelistas (apostólicos) y los asistentes sociales de la comunidad, diferenciación que de hecho se había demos*trado necesaria.


Sin embargo, los contornos difusos de este informe por sí solo, y con mayor razón si consideramos la continuación de la historia, muestran que tras estas diferencias, que se supone conciernen únicamente a la organización de la co*munidad, se esconde una crisis mucho más honda, de cu*yas proporciones el redactor posterior no podía, al parecer, hacerse por sí mismo una idea cabal. Inmediatamente después de esto, Esteban, igual que Felipe, que es men*cionado junto a él, aparece no sólo como una especie de asistente social de la comunidad, sino también como evangelista y portavoz de los "helenistas". Y así pronuncia un importante discurso de acusación contra el pueblo judío y muere, como primicias de los mártires, bajo la lluvia de piedras del populacho. También sobre los "helenistas" se levanta después de su muerte una dura persecución que les obliga a huir de Jerusalén. Ellos se dispersan por territorios no judíos y llevan por primera vez el evangelio también a los griegos (11, 20). El hecho, apuntado por el propio narrador (8, 1), de que toda la primitiva comunidad jerosolimitana, excepción hecha de los doce que permane*cen en la ciudad, fue afectada por la persecución y la dispersión, es desmentido por él mismo; en relatos poste*riores da por supuesto que evidentemente continúa en Jerusalén. Es claro, pues, que a la parte no helenista de la primitiva comunidad la dejaron tranquila.

El motivo por el cual los helenistas corrieron esa suerte hay que buscarlo sin duda en el hecho de que ellos, in*cluso para el resto de la primitiva comunidad, represen*taban una postura enteramente revolucionaria en el modo de comprender el mensaje de Cristo, postura que entró en conflicto con la concepción que de la ley tenía el ala extrema del judaismo y que cuestionaba las venerables tradiciones, el culto del templo y el derecho exclusivo a la salvación, reivindicado por el pueblo escogido.

Como hemos visto, estos son precisamente los motivos que, según propia confesión, impulsaron al fariseo Pablo a perseguir a los cristianos. Así se explica el hecho de que enfocase todo su celo contra una comunidad de la diáspora helenística. Repetidamente —y sin ninguna mala concien*cia—, entre las pruebas de que en otro tiempo era justo según la ley, cuenta la persecución de la comunidad cris*tiana (Gál 1, 13; Flp 3, 6), sin dejar de subrayar lo si*guiente: esto era la consecuencia radical de su irrepro*chable fidelidad de antaño a la ley, y no una injusticia cometida en el pasado y que todavía le atormenta. Esto muestra que es aquí, y en ninguna otra parte, donde reside el motivo de su aversión a Cristo y de su celo persecutorio. Hay que deshacerse de la suposición, no por extendida menos errónea, de que para un judío estricto, como él, la fe en la mesianidad de Jesús constituía motivo suficiente de persecución. De haber tenido presente esta fe, también los cristianos hubieran constituido a sus ojos, en todo caso, una secta judía extravagante y víctima del error, pero nunca los hubiera considerado como herejes y blasfemos. Partidarios de grupos que tenían por mesías a uno o a otro "profeta" habían existido, por lo demás, en el judaismo en número no escaso, sin que por esto hu*biesen de temer ser perseguidos o excluidos de parte de los judíos. Todavía en los años treinta del siglo segundo d. C., el maestro de la ley considerado por su pueblo como el más célebre de su tiempo, Rabbí Aquiba, proclamó me*sías a Bar Kochba, líder del último levantamiento judío, para independizarse de los romanos, que se produjo bajo el emperador Adriano.

Hay argumentos de peso que actúan contra la manera de ver de los Hechos, según la cual Pablo habría perse*guido ya en Jerusalén a la primitiva comunidad, que toda*vía se atenía a la ley y, por consiguiente, no había sido acusada de hostilidad a la ley. También habla inequívoca*mente contra la descripción lucana la información de Gál 1, 22, en la cual el apóstol afirma que era un desconocido para las comunidades de Judea —por consiguiente, ante todo para la de Jerusalén—; sólo más tarde, cuando el rival de otro tiempo se convirtió en el triunfante misio*nero de Siria y Cilicia, comenzó él a ser noticia. Esto en un hombre que, ya en Jerusalén durante la persecución de los cristianos, ha de haber desempeñado el papel deci*sivo que Lucas le atribuye (Hech 22, 4 ss.), resulta abso*lutamente inimaginable. Por esto es tan difícil suponer que Pablo estuvo ya presente en la lapidación de Esteban (Hech 7, 58; 8, 1); todo hace pensar que esta noticia está manipulada por Lucas. El propio Pablo no habla en nin*guna parte de esa supuesta participación suya en la per*secución que tuvo lugar en Jerusalén.

Discutible resulta también la visión que nos ofrecen los Hechos del proceder de Pablo en Damasco. Que él, investido de plenos poderes por el sumo sacerdote, fuese allá para detener a los cristianos y llevarles a rastras a comparecer ante el tribunal de Jerusalén, es insostenible, por la sencilla razón de que el sanedrín, o tribunal su*premo, jamás poseyó, bajo la administración romana, se*mejante jurisdicción, que iba mucho más allá de las fronteras de Judea. Por esto tenemos que admitir que el fariseo Pablo actuaba dentro de los márgenes del poder coercitivo interno concedido a las comunidades sinagoga- Ies (flagelación, destierro, excomunión). Como se confirma también por el copioso testimonio de otras fuentes, es aquí, en este terreno y dentro de su propia circunscrip*ción, donde se desarrolla ante todo la lucha en pro y en contra de Cristo. Como escribe en 2 Cor 11, 24, el mismo Pablo sufrió más tarde repetidamente el atroz castigo si- nagogal de los azotes. Es probable que tuviese que presen*tarse en la sinagoga de Damasco primero como juez, más tarde como testigo de su propio sufrimiento.

Llama la atención el que Pablo habla raras veces de su conversión a Cristo y de su vocación a ser apóstol. Cuando lo hace, se trata ciertamente de declaraciones de importancia y siempre de forma que quedan enteramente implicadas en la exposición de su evangelio. Este es el motivo por el cual sus experiencias personales, y especial*mente la aparición de Cristo que le salió al encuentro, no deberían colocarse en el centro, como dominándolo todo; así suele suceder por lo común, en atención a la visión que él habría tenido en Damasco y que los Hechos des*criben repetida y prolijamente, pero también bajo el in*flujo de la tradición pietista y de la moderna psicología. Haremos bien en no aventurarnos más allá de lo que nos permite el cono de luz que proyectan sus propias declara*ciones, ni dejamos desviar de la ruta que, para él mismo, es la certera.

El pasaje ya citado de Flp 3 habla con singular claridad del contenido y alcance de esta decisión, no propiamente suya, sino en la que él mismo se encontró metido. Es significativo que el texto se exprese en forma pasiva: "he sido privado de todo..."; "...porque he sido alcanzado por Cristo Jesús" (3, 8. 14). En enconada discusión con los adversarios, comienza Pablo por enumerar las ventajas de que podía preciarse. Pero luego prosigue:
Pero, lo que para mí era ganancia, por Cristo lo he juzgado pérdida. Más aún: lo sublime del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, hace que todo lo considere pérdida; por su causa he sido privado de todo, y lo tengo todo por ba*sura para ganar a Cristo, y para que así resulte que por mi unión con él no tenga mi propia justicia —la de la ley—, sino lasque se obtiene por la fe en Cristo —la que viene de Dios[SUP]1[/SUP]'y se basa en la fe... (Flp 3, 7-9).

Nada se dice aquí de que lo que antes poseía, sin serlo todo, significase mucho para él y de que un profundo anhelo hubiese quedado en él insatisfecho. Su riqueza de otro tiempo se había trocado en basura que le daba asco: el celo por ser reconocido ante Dios, que hasta aquel mo*mento le había animado —su justicia—, constituía exclu*sivamente una tentativa por afirmarse ante sí. "La altura en que me erguía no es sino un abismo; la seguridad en que vivía es perdición, y la claridad que me rodeaba no es más que tiniebla" (K. Barth). Lo que Pablo, a base del giro que dio su propia vida, pone aquí en evidencia es mucho más que una mera confesión personal. La cosa va más allá del momento de su encuentro con Cristo (del que en este pasaje no se dice ni palabra) para convertirse en una declaración decisiva, que afecta a toda su vida; más aún, en una síntesis exhaustiva de su mensaje sobre la revelación de la justicia de Dios, que, si alcanza a todos en la perdición, con mucha mayor razón ahora, en el evan*gelio, se extiende a todos. La venida y el sacrificio de Cristo entrañan el advenimiento de una era nueva, tal como, con expresión lapidaria, se afirma en la carta a los romanos: "Cristo es el término de la ley para justicia de todo el que cree" (Rom 10, 4).
El pasaje de Gál 1, 15 s., además de ser biográficamente todavía más rico en información, es el que más se acerca desde el punto de vista del contenido a la declaración de Flp 3. Aunque resulta muy escueto (sólo comprende una oración subordinada) y no describe la experiencia de su conversión, en él habla Pablo con mayor claridad todavía de su vocación como apóstol de los gentiles, y lo hace ins*pirándose en vocaciones proféticas del antiguo testamento (Jer 1, 5; Is 49, 1). Como en Flp 3, también aquí precede inmediatamente una mirada retrospectiva sobre el período anterior: su celo por la ley y la persecución de la comu*nidad cristiana (Gál 1, 13 s.). Pero luego, cambiando de rumbo, continúa:

Mas, cuando el que, ya desde el seno de mi madre, me puso aparte y me llamó con su gracia determinó revelar en mí a su Hijo para anunciarlo entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre (o sea, a ningún hombre), sin subir a Jerusalén, a donde los apóstoles que me precedieron, me fui a Arabia y de allí nuevamente a Damasco (1, 15-17).
El pasaje es de la mayor importancia no sólo como confidencia personal del apóstol sobre su vocación, sino también porque todo el conjunto de texto y contexto (Gál 1-2) —único en su género— da exacta y auténtica infor*mación sobre un largo período de la historia de su vida y acción, más concretamente el que siguió inmediatamente a su vocación, y esto a lo largo de muchos años, de los cuales los Hechos apenas si contienen más que meros recuerdos.
Hay una cuestión previa cuyo esclarecimiento es indis*pensable, si queremos entender rectamente este pasaje: qué es lo que impulsó a Pablo a justificarse tan a fondo y qué pretendía con ello. La carta del apóstol a los gá- latas, compuesta más tarde, mientras desplegaba su acti*vidad en Efeso, fue motivada por la agitación que provo*caron los herejes judaizantes, tras haberse introducido en las comunidades de la región de Galacia, en Asia Menor, y haberlas empujado hasta el borde del abismo. Su ataque se dirigía contra el evangelio liberado de la ley, que Pablo anunciaba entre los gentiles, y que a sus ojos no era sino una grosera y oportunística reducción del mensaje de Cris*to, porque suprimía la obligación de circuncidarse y la obligatoriedad de la ley, cosas todas que ellos consideraban necesarias para la salvación. Este reproche encaja con el pensamiento central de los judaizantes, en cuya táctica entraba siempre el intento de socavar la misión del apóstol entre los gentiles; también ellos se consideraban cierta*mente como cristianos y no simplemente como judíos: no existe —a su juicio— conversión al cristianismo, sin previa incorporación al pueblo escogido, que es el judío. Con este ataque al mensaje de Pablo quedaba igualmente cuestio*nada su función apostólica, para la cual no había recibido autorización de nadie. Ambas cosas —la mixtificación del mensaje y la usurpación de la autoridad apostólica— de*bieron constituir el núcleo de las invectivas de sus adver*sarios. Por esto en su carta se defiende, con extremada dureza, de ambas impugnaciones, e incluso pasa él mismo al ataque, dejando bien asentada la verdad de su evange*lio, dirigido a los gentiles, y el origen divino de su misión. Ambas cosas van indisolublemente unidas: son las dos caras de una idéntica realidad, tras la cual se yergue la autoridad de la única voluntad divina.

Según una interpretación muy corriente, los agitadores, en Galacia, le habrían echado en cara a Pablo su depen*dencia con respecto a los protoapóstoles jerosolimitanos y, por consiguiente, le habrían acusado de poseer una doc*trina sólo de segunda o tercera mano: no sería un apóstol original, a quien Dios mismo hubiese responsabilizado de su cargo. Sería justamente contra esto, contra lo que en Gál 1-2 habría dirigido él la prueba contundente de su independencia de Jerusalén. En realidad, en todo este re*sumen, que presenta una forma casi protocolaria, se trata de la historia de su vocación y de su comportamiento y actividad subsiguientes en pro del principio, sostenido por él contra viento y marea, de su independencia con respecto a toda autoridad humana y, junto con esto, del origen divino de su evangelio y de su misión. Sin embargo, es imposible que justamente sus adversarios judaizantes pu*diesen echar mano, contra el apóstol, de su dependencia con respecto a los de Jerusalén, que no habían roto con la ley y que de ninguna manera consideraban evidente el acceso de los paganos a la salvación, sin imponerles con*dición alguna. Partiendo de los presupuestos de los ad*versarios, únicamente podemos imaginarnos que ellos, con razón o sin ella, apelaban a Jerusalén y que, a sus ojos, sólo podía ser legítimo apóstol aquel que seguía a pie juntillas las tradiciones salvadoras del pueblo escogido, contenidas en la ley. Si esto es exacto, su reproche puede haber sonado más o menos así: lo que los protoapóstoles le enseñaron era mejor. Pero esta doctrina, cifrada en la vinculación irrevocable entre la ley y la obligación de circuncidarse por una parte y el mensaje de salvación por otra la había él abandonado escandalosamente y la había falsificado arbitrariamente, con objeto de tener más fácil entrada con los paganos (1, 10). Por esto su predicación significa una traición a la herencia recibida; nosotros, por el contrario, nos hemos mantenido en la línea de la autén*tica continuidad y traemos el mensaje legítimo.

Pablo corta de raíz esa argumentación en Gál 1, cuando dice: vuestro presupuesto falla por su base; en realidad no he tenido relación de ninguna clase con Jerusalén, ni cuando mi vocación al apostolado, ni después a lo largo de 17 años aproximadamente, excepción hecha de una visita, como de pasada, a Cefas (Pedro) tres años más tarde de aquel día frente a Damasco. Dios me deparó el evangelio y la misión entre gentiles, sin que los proto*apóstoles tuviesen en ello arte ni parte. Es por esto por lo que ya no predico la obligación de circuncidarse, que yo mismo había predicado en otro tiempo como misionero fariseo de la diáspora (Gál 5, 11) y, por lo que parece, había de predicar por razón de la enseñanza recibida de los protoapóstoles. En este sentido declara, ya de entrada, la carta: "Pablo, apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos..." (Gál 1, 1; cf. 1, 11 s.). Incluso, para dejar a sus adversarios del todo fuera de combate, puede añadir en su informe sobre la asamblea apostólica, celebrada en Jerusalén: hasta los mismos protoapóstoles ratificaron entonces la libertad de mi evangelio a los gentiles (Gál 2, 1-9). De esta forma, todo habla a favor de la hipótesis de que no fueron sus rivales los que le colgaron a Pablo el sambenito de una supuesta dependencia suya con respecto a los de Jerusa*lén, sino que fue Pablo el que, precisamente ante el lazo, afirmado por ellos como indisoluble, entre tradición y mensaje salvífico, arremetió contra él y lo hizo pedazos.

La energía con que expone el apóstol su postura y la ilustra con su propia conducta, no deja ciertamente de llamar la atención y sorprendernos en un primer momen*to. Pues da la impresión de que esto confirma la suposi*ción, de hecho tan extendida, de que el apóstol, menos*preciando la tradición que sobre Cristo conservaron los primeros discípulos, presentó la aparición del Señor resu*citado y exaltado, que tuvo él personalmente, como origen único y legitimación exclusiva de su vocación y de su predicación; en una palabra: sustituyó la tradición sobre Jesús que tenía la primitiva comunidad por su propia vi*sión de Cristo. Si ese modo de ver las cosas se ajustase a la realidad del pasaje en cuestión, resultaría que la auto*defensa de Pablo, como su mismo mensaje y su teología tomada en su conjunto, muestra rasgos de fanatismo poco comunes. Pensemos en esto: el hasta ayer fariseo y perse*guidor de los cristianos, que no ha conocido personalmente al Jesús de carne y hueso (2 Cor 5, 16), rechaza brusca*mente cualquier clase de relación con los primeros discí*pulos de Jesús, y esto no sólo inmediatamente después de su conversión, sino que, manteniéndose adrede al margen de la comunidad jerosolimitana y de sus jefes, consigue llevar adelante durante largos años, por su propia cuenta y riesgo, la misión en territorio pagano. De atenernos a la interpretación corriente, de Gál 1, 15 s., deberíamos sacar justamente como conclusión que él, tras haber costeado toda su ulterior predicación a base de aquella única expe*riencia frente a Damasco, intentaba legitimar su misión. Entonces resultaría ser un testarudo, terco y exaltado, que por su propia experiencia pone en peligro la unidad de la iglesia: un reproche que en su tiempo se le hizo cierta*mente más de una vez.

Entre tanto, con estas reflexiones que fácilmente se meten por los ojos, pero que raramente llegan a expre*sarse claramente en todas sus consecuencias, hemos tergi*versado y desfigurado el sentido de las declaraciones pau*linas de Gál 1-2. Respecto a Gál 1, resultaría equívoco y desorientador formular la siguiente alternativa de carácter general y de principio: en la base de la misión y del mensaje del apóstol hay que colocar, o la tradición, o una revelación especial, que él habría recibido de una forma del todo privada. Aquí no se dice ni palabra de unos "susurros al oído", misteriosamente percibidos en estado de trance, que para el apóstol deberían haber sido más importantes y decisivos que todo el conjunto de las tra*diciones apostólicas; aquí se trata sólo del derecho de anunciar libremente a los gentiles el evangelio de la li*bertad.

El contenido de ese evangelio no es otro que el de la carta a los filipenses y a los romanos y se reduce a que Dios, al enviar a Cristo, puso fin al sistema salvífico judío, basado en la justicia de la ley, y con la justicia por sola la fe dejó abierto a todos el acceso a la salvación. Que esa convicción tan personal suya, que dio un vuelco a toda su existencia, quedó integrada en su vocación como apóstol de los gentiles, no tiene vuelta de hoja y es muy importante. Pero todo lo que él afirma de sí mismo no hace sino ilustrar y reflejar la acción de Dios en Cristo, que proclama el mensaje salvífico y que afecta, reorien*tándolo, al universo entero.

La interpretación corriente del término "revelación", empleado por Pablo en Gál 1, 15 s., en el sentido de visión y de experiencia anecdótica, que se aplica a la aparición del resucitado frente a Damasco (1 Cor 15, 8; 9, 1), con la que Pablo fue agraciado de hecho, ha contribuido, como lo que más, a crear la impresión subjetivista y el malen*tendido que acabamos de describir y que repercute fuer*temente en la imagen que nos forjamos de Pablo. Que en esa coyuntura ocurrieron tanto su conversión como su vocación es cosa de la que no puede dudarse. Pero al mis*mo tiempo, para comprender la autoconfesión de Gál 1, resulta importante el hecho de que a la hora de justificar su misión apostólica particular —la que va dirigida a los paganos— no lo hace Pablo apelando a este hecho como tal, o lo que es lo mismo: no invoca su pertenencia al círculo de los testigos del resucitado. Siempre que men*ciona su condición de testigo de la resurrección, se incluye sin más en el círculo de todos los apóstoles y confirma con ello el mensaje común a todos ellos: "Pues bien, así es como, tanto ellos como yo, hemos anunciado el mensaje y así es también como vosotros habéis llegado a la fe" (1 Cor 15, 11). En cambio lo que le importa en Gál 1-2 es justificarse de haber conservado estrictamente las distan*cias con respecto a los protoapóstoles y de predicar la liber*tad de la ley entre los paganos. La que Gál 1, 15 s. llama "revelación", debe tener, pues, otro sentido. El término, que procede del lenguaje apocalíptico, designa aquí, como cuando Pablo lo repite en otros pasajes (justamente en los que se encuentran a continuación en la carta a los gála- tas), un acontecimiento objetivo por el que el mundo cam*bia de rumbo; proclamado en el evangelio y llevado a cabo por la acción soberana de Dios, este acontecimiento hace que una nueva era amanezca en el mundo. A este propósito afirma el apóstol:

Y así, antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo vigilancia por la ley, en espera de la fe que debía revelarse (hacer aparición). De manera que la ley ha sido para nosotros como un maestro de los de la palmeta, hasta que ha venido Cristo para que fuésemos justos por la fe (Gál 3, 23 s.). Pero cuando el tiempo llegó a su plenitud, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer y puesto bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacernos participantes de la condición de hijos (Gál 4, 4).

Aquí, como en Gál 1, 15, Pablo usa el mismo título cristológico de "Hijo de Dios". Justamente este título rom*pe en Pablo todas las barreras de una fe mesiánica judío- particularista y pertenece esencialmente al ámbito de pen*samiento de una salvación abierta a todos —judíos y no judíos— y, por consiguiente, abierta al mensaje paulino de la justificación (cf., además de Gál 3 y 4, Rom 8, 2-4).

Así el testimonio que da el propio Pablo sobre su vo*cación en Gál 1 viene a indicar, ni más ni menos que Flp 3, hasta qué punto el cambio operado en su vida y su misión han de entenderse en función del contenido de su predicación y de su teología y no de la obstinada reivin*dicación de una revelatio specialissima (revelación del todo especial) que habría recibido. La formulación corriente de la alternativa formal —o comunicación directa de carácter pneumático-visionario o transmisión ordenada de una tra*dición que pasa de uno a otro— somete al apóstol a un sistema de pensamiento que cuadra precisamente con sus adversarios e ignora el contraste objetivo entre ley y evan*gelio que, yendo mucho más allá de su propia persona, abarca el universo entero.

Importa aclarar ese estado de cosas, tanto más cuanto que el malentendido, que acabamos de deshacer, ha signi*ficado hasta hoy, por sí solo, un lastre enorme para la imagen que podemos formarnos de Pablo, y la ha clasifi*cado como exaltado e> individualista de una manera muy cuestionable. Si Pablo fue capaz de cargar realmente con el carácter odioso de su distanciamiento respecto a Jeru*salén, disponemos ya de motivos históricos y teológicos para explicar la conducta de Pablo de una forma, a pesar de todo, bastante coherente. En la primitiva comunidad, todavía fuertemente anclada en los presupuestos del pen*samiento judío, y que vivía en la espera apocalíptica del futuro Mesías, no podía él probablemente prometerse en los primeros tiempos un grado suficiente de comprensión para el evangelio de la gracia abierta libremente a todos, y de Cristo como término de la ley. Las cuestiones revo*lucionarias que se habían planteado en el ámbito hele*nístico y las respuestas que se les había dado debieron parecerle a la primitiva comunidad jerosolimitana primero extrañas e incomprensibles, por más que no poseemos indicios de ninguna clase sobre si durante los primeros lustros, que siguieron a la vocación de Pablo, apuntaron en ella tendencias a denunciar a las comunidades helenís*ticas como separadas de la comunión eclesial y declarar herejes a sus misioneros. Sabemos, por el contrario, que la noticia de los éxitos misionales del perseguidor de otro tiempo llegó hasta las comunidades de la común patria palestinense y despertó allí alegría y sentimiento de gra*titud hacia Dios (Gál 1, 23 s.). Pero los problemas funda*mentales acerca del sentido que tenía el mensaje de Cristo, problemas que con esto iban a plantearse a la corta o a la larga no se pusieron todavía sobre el tapete y permanecie*ron irresueltos. El momento en que la primitiva comunidad de Jerusalén debía plantearse también estos problemas llegó más tarde, cuando las comunidades pagano-cristianas no fundadas por iniciativa jerosolimitana llamaron impe*riosamente a la puerta de la común iglesia. Esto, como luego indicaremos, aconteció con ocasión de la asamblea apostólica.

Si miramos hacia atrás, se nos impone de una forma demasiado evidente, si cabe, la pregunta sobre lo que el cambio de vida de Pablo planteó y lo que resolvió. A esta pregunta sólo puede contestarse muy escuetamente de una forma positiva aduciendo que, a raíz de las discusiones tenidas en Damasco con los cristianos helenísticos, que al comienzo él había odiado y perseguido, se le hizo al após*tol súbitamente claro quién era de verdad aquel Jesús que él hasta entonces había considerado como el destructor de los sagrados principios de la fe judía, y qué significaba para él y para el mundo su misión y su muerte. Tenemos derecho a suponer que esta pregunta, suscitada por la fe y el testimonio de los discípulos, pesó sobre él y le trabajó por dentro. Es cierto que sobre este punto él mismo no dice una palabra y, por el contrario, asegura taxativamen*te que el cambio fue operado, no por un lento proceso de maduración, sino únicamente en virtud de la acción libre y soberana de Dios. En todo caso hay que descartar la hipótesis, desarrollada a menudo con gran lujo de fanta*sía, de que desde hacía largo tiempo se había ido fra*guando en él una crisis interna, porque, ya como piadoso fariseo, se habría dado cuenta cada vez con mayor clari*dad de cuán podridos estaban los fundamentos de su reli*giosidad, y habría sufrido mucho, al sentirse cada día más incapaz de alcanzar el elevado ideal propuesto por la ley, y de satisfacer sus rigurosas exigencias (sobre el pasaje de Rom 7, 7-25, que erróneamente se interpreta en este sentido, véase infra, p. 176 s.). Las propias palabras de Pa*blo van en una dirección diametralmente opuesta. El que se encuentra con Cristo crucificado y glorificado es un fariseo orgulloso, para quien su pertenencia al pueblo escogido, la ley de Dios y su propia justicia, constituían un imperece*dero timbre de gloria, y no un hombre presa de angustias de conciencia y destrozado por su propia insuficiencia, como sabemos fue Lutero. Este cambio de vida, por el que Pablo pasó, no lo realizó, pues, un incrédulo que da finalmente con la ruta hacia Dios, sino un hombre lleno de celo por la causa de Dios, que había tomado en serio, como ningún otro, sus exigencias y sus promesas. Es a este hombre piadoso al que Dios cierra el paso con la cruz, en la que Cristo muere muerte de infamia, y al que ilumina con la luz, de la que dice Pablo en otro pasaje: "Pues el mismo Dios que dijo: 'del seno de las tinieblas brille la luz', hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que por ella reconociésemos la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor 4, 6).

No necesitamos justificarnos más aquí de habernos ate*nido a las declaraciones del propio Pablo en la presentación de su conversión y vocación, y de haber postergado las descripciones del acontecimiento de Damasco que contie*nen los Hechos de los apóstoles. Hasta tres veces —la primera en estilo directo (9, 1-19) y las otras dos en boca de Pablo (22, 3-21; 26, 9-23)—, no sin variaciones en los detalles e inspirándose, al parecer, en descripciones de epi*fanías y relatos de vocaciones, embellecidos con elementos legendarios de la literatura veterotestamentaria y judía, el narrador traza aquí un cuadro grandioso y dramático. Con esto él dejó una huella profundísima en la imagen tradi*cional de Pablo, mucho más profunda incluso que el propio testimonio de sus cartas. Sin descender a detalles, séanos permitido señalar aquí, al menos, algunos puntos impor*tantes, en orden a confrontar los relatos de los Hechos con las afirmaciones de Pablo en sus cartas. Las dos fuen*tes tienen en común el hecho de la victoria alcanzada por Dios sobre aquel que, por razón de su adhesión apasionada a la fe judía, perseguía fanáticamente a Cristo y a su comunidad. Las dos están, pues, de acuerdo en que no se trata de la conversión de un pecador arrepentido. Tanto en una como en otra, lo que importa es que el Señor exaltado, con su poder soberano, convierte a su persegui*dor en testigo suyo. Pero al mismo tiempo hay que con*fesar que las diferencias entre los Hechos y las cartas paulinas son considerables. Es significativo que Lucas no diga una palabra de que Pablo fuese llamado a ser un apóstol que ocupa un puesto al lado de los doce y posee exactamente sus mismos derechos; en cambio dice de él que, cegado por la aparición, es milagrosamente curado por Ananías, discípulo piadoso según la ley, que habitaba en Damasco, y luego bautizado por él (9, 18; 22, 12 ss.), que luego vuelve a Jerusalén y que es allí, en el templo, donde, con una nueva visión, se le señala el destino: Cristo le envía lejos de los discípulos, a los paganos (22, 17-21). Su acción misional en el mundo pagano arranca, pues, de Jerusalén, exactamente como, según Hech 9, 23 ss., y en contraste con Gál 1, también Saulo, inmediatamente des*pués de su conversión, es introducido en la comunidad primitiva y en el círculo de los doce por Bernabé, y así —o sea, no como si él personalmente fuese apóstol, sino como representante ya legitimado de la única iglesia apos*tólica— lleva adelante su gran obra. En todo esto sin duda Lucas no dio simplemente rienda suelta a su imaginación, sino que reelaboró las tradiciones que le fueron transmi*tidas oralmente y cuya exactitud debe, a pesar de todo, ser juzgada, punto por punto, a la luz de las declaraciones del propio Pablo. En su conjunto el cuadro ofrece cierta*mente los rasgos característicos de la concepción que tiene Lucas de la historia y de la iglesia. Pero ante todo Lucas ignora lo que, al decir del propio Pablo, fue lo más deci*sivo en el vuelco que dio su vida, y es precisamente ahí donde reside la discrepancia teológica más profunda. El Pablo de los Hechos sigue siendo hasta el fin un fariseo piadoso y fiel a la ley, al paso que el auténtico Pablo, por amor a Cristo, abandonó la ley como camino de salvación.

En adelante no vamos a considerar como negativo el hecho de que Pablo, al hablar de su propia conversión y de su vocación, nos resulte esquivo y parco en palabras. Es justamente en la manera como habla del cambio de su vida donde se manifiesta la potencia histórica de la causa del evangelio, que le fue revelada y confiada. Esto confirma una vez más hasta qué punto lo único verdaderamente importante para él era la misión que había recibido y no su propia persona."


Fuente: Bornkamm Gunther (historiador) - Pablo De Tarso - ja ja ja

La única fuente para comprender las cosas de Dios es, Escuchar el Evangelio, ponerlo en práctica y con la práctica vamos comprendiendo esas cosas y nuestra fe comienza a surgir, luego viene el Espíritu Santo y nos revela los misterios de acuerdo a nuestra vocación, y todos tenemos vocaciones distintas.

Los historiadores ?? - las historias están llenas de mentiras, y adornos literiarios inútiles.
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.



ya...
concluyo/expongo tres cosas:

  1. ahora estoy CONVENCIDA que estas enamorado de ese... Bueno y no puedes vivir sin el
  2. si le ato las manos - sera capaz de hacer el discurso?
  3. por sus conclusiones me esta completamente claro que hay que ser un Hijo de Dios en Cristo - uno que sabe, dice y vive la Verdad y que no es del "mundo" donde todo - sin expecion - esta sumergido en las nieblas y humos de Midgård

:)
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

ya...
concluyo/expongo tres cosas:

  1. ahora estoy CONVENCIDA que estas enamorado de ese... Bueno y no puedes vivir sin el
  2. si le ato las manos - sera capaz de hacer el discurso?
  3. por sus conclusiones me esta completamente claro que hay que ser un Hijo de Dios en Cristo - uno que sabe, dice y vive la Verdad y que no es del "mundo" donde todo - sin expecion - esta sumergido en las nieblas y humos de Midgård

:)


nota...
Midgård - Miðgarðr en las leyendas vikingas de sus dioses Asar era el lugar donde habitaban los humanos --- Midgård esta en el medio del mundo... y Asgård esta en el medio de Midgård y alli esta el arbol Yggdrasil - siempre verde...

:)
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

ya...
concluyo/expongo tres cosas:

  1. ahora estoy CONVENCIDA que estas enamorado de ese... Bueno y no puedes vivir sin el
  2. si le ato las manos - sera capaz de hacer el discurso?
  3. por sus conclusiones me esta completamente claro que hay que ser un Hijo de Dios en Cristo - uno que sabe, dice y vive la Verdad y que no es del "mundo" donde todo - sin expecion - esta sumergido en las nieblas y humos de Midgård

:)

1 - Siempre tomamos a alguien como referente, tú misma Anna has tenido a modelos (varios) que te han inspirado de algún modo en la persona que ahora eres, a unos les diste "la patada" y a otros los has conservado.

2 - Si le atas las manos muere, pero fijo ehh :-D....

3 - Al final de todo esto implica que hay que tomar partido de algún modo por algo... y no se trata de tomar partido por G. Bueno... Lo que hace es criticar incensantemente para que quien tome partido comprenda exactamente que está haciendo... No es el tomar partido lo que critica, es la superioridad (asumida) que se le da a un posicionamiento lo que cuestiona... Al final hay que ser "algo", sea un hijo de Dios en Cristo u otra cosa... sí, en eso estoy de acuerdo...

Desconocía lo de Midgard, por lo que gracias por aclararlo.
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

1 - Siempre tomamos a alguien como referente, tú misma Anna has tenido a modelos (varios) que te han inspirado de algún modo en la persona que ahora eres, a unos les diste "la patada" y a otros los has conservado.

2 - Si le atas las manos muere, pero fijo ehh :-D....

3 - Al final de todo esto implica que hay que tomar partido de algún modo por algo... y no se trata de tomar partido por G. Bueno... Lo que hace es criticar incensantemente para que quien tome partido comprenda exactamente que está haciendo... No es el tomar partido lo que critica, es la superioridad (asumida) que se le da a un posicionamiento lo que cuestiona... Al final hay que ser "algo", sea un hijo de Dios en Cristo u otra cosa... sí, en eso estoy de acuerdo...

Desconocía lo de Midgard, por lo que gracias por aclararlo.


ah bien... ante tal exposicion "I rest my case"...

pero confieso que solo te proyecte con mi enamoramiento del moviento de manos del Bueno de las estoy profundamente impresionada... :)
todos tenemos lagun lado que mas le entra al ojo del otro ... :)
 
Re: Pablo de Tarso y su conversión.

Yo siempre me he preguntado como fue que Pablo "conocio" el Evangelio, me refiero a todo el mensaje., Se lo dio Jesus TODOOOO de una sola vez el dia que le cego?

Según se puede entender "Evangelio" en Pablo fue la buena noticia de que sus creencias Farisaicas y apocalipticas se cumplian, según el en Jesús, quién como el lo afirma resulta un escándalo para los judios y los gentiles. Es decir, el evangelio que Pablo entendió como revelación es que había resurrección de los muertos, pues el crucificado había resucitado (a él se le revela el Jesús resucitado y con eso no necesariamente hay que entender un evento sobre-natural con efectos especiales y todo). Es por la resurección y la comprensión del "misterio" de la muerte de Jesús (los únicos judíos que creían en un Mesías muerto de una forma que Dios mismo maldice en la Torah fueron los primeros cristianos) que Pablo se convierte. Es interesante notar que es por lo que el movimiento de Jesús dice de su Mesías que Pablo los persigue, es decir, que aquel crucificado es el Mesias, y es cuando en damásco Pablo constata que Jesús es el resucitado y por tanto concluye que es el verdadero Mesías.

La historia de Pablo es muy interesante.