Conversemos el mundo...
Mario Alegre Barrios
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12
28 Octubre 2010
Entre el estiércol y el olvido…
Así -literalmente así- se están muriendo los haitianos, entre estiércol y olvido, agobiados por una nueva desgracia, esta vez por una epidemia de cólera que -como suele suceder- captura súbitamente la atención internacional, de la misma manera como lo hizo el terremoto que hace casi ocho meses devastó Puerto Príncipe.
Durante los días de aquel episodio escribí un blog titulado “Súbitamente hermanos”, como una reflexión no solo a la tragedia misma, sino también a la manera como la comunidad internacional había reaccionado, con una marea enorme de ayuda material y también con la intangibilidad de una solidaridad apuntalada en el reclamo de que todos los haitianos se habían convertido “súbitamente” en hermanos, pese al añejo y profundo olvido con el que ese país vive su relación con el resto del mundo.
En aquella ocasión puse el dedo en la llaga al criticar de la empalagosa novelería con la que el mundo asumió el terremoto de enero pasado, reflexión que incomodó a un buen número de buenas conciencias que se sintieron ofendidas por lo que consideraron mi “cinismo” y que yo considero “realidad”.
De aquel texto, rescato y repito ahora lo siguiente:
“En dramas tan visual y verbalmente intensos como el de Haití, ¿cuál es la medida exacta? ¿cuál es la dosis saludable de información que somos capaces de digerir antes de caer en el desdén o, lo que es peor, en lo trivial? Inmersos en una nueva era tecnológica, los ciudadanos del mundo hemos presenciado a la velocidad de la luz -y desde la comodidad de nuestros hogares y oficinas- cómo este drama se instala cruelmente en la sangrienta historia de un pueblo marcado por una miseria perpetua, dictadores asesinos, más de 30 golpes de estado y una cadena interminable de desastres naturales -especialmente huracanes-, como parte de una trágica crónica que recurrentemente se encarga de impedir que el país salga de la sima que ocupa como el más pobre de América”.
Al final de aquella reflexión, apunté: “Lo único que la hace diferente de todas las catástrofes inexplicables de antes es su inmediatez: en poco tiempo será parte de la anécdota y el figureo de muchos que ahora llaman “hermanos” a los haitianos se habrá esfumado… ¿Quién apuesta? Lamentablemente en un mes el mundo se habrá olvidado -otra vez- de que Haití existe y de que el porvenir de sus millones de habitantes está cancelado de manera irrevocable, como siempre ha estado”.
Reitero: esta aseveración fue duramente criticada y más de uno pidió mi cabeza. Lo siento –y en verdad lo digo: lo siento- pero el tiempo me ha dado la razón.
Nueve meses después nada en Haití ha pasado –más allá de los gestos invaluables de pequeños grupos de voluntaries, boricuas incluidos- y nada pasará que permita pensar que el destino de los millones que ahí viven pueda ser algún día luminoso.
Un futuro -como su pasado y su presente- de estiércol y olvido. Sólo eso y nada más…
Mario Alegre Barrios
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12
28 Octubre 2010
Entre el estiércol y el olvido…
Así -literalmente así- se están muriendo los haitianos, entre estiércol y olvido, agobiados por una nueva desgracia, esta vez por una epidemia de cólera que -como suele suceder- captura súbitamente la atención internacional, de la misma manera como lo hizo el terremoto que hace casi ocho meses devastó Puerto Príncipe.
Durante los días de aquel episodio escribí un blog titulado “Súbitamente hermanos”, como una reflexión no solo a la tragedia misma, sino también a la manera como la comunidad internacional había reaccionado, con una marea enorme de ayuda material y también con la intangibilidad de una solidaridad apuntalada en el reclamo de que todos los haitianos se habían convertido “súbitamente” en hermanos, pese al añejo y profundo olvido con el que ese país vive su relación con el resto del mundo.
En aquella ocasión puse el dedo en la llaga al criticar de la empalagosa novelería con la que el mundo asumió el terremoto de enero pasado, reflexión que incomodó a un buen número de buenas conciencias que se sintieron ofendidas por lo que consideraron mi “cinismo” y que yo considero “realidad”.
De aquel texto, rescato y repito ahora lo siguiente:
“En dramas tan visual y verbalmente intensos como el de Haití, ¿cuál es la medida exacta? ¿cuál es la dosis saludable de información que somos capaces de digerir antes de caer en el desdén o, lo que es peor, en lo trivial? Inmersos en una nueva era tecnológica, los ciudadanos del mundo hemos presenciado a la velocidad de la luz -y desde la comodidad de nuestros hogares y oficinas- cómo este drama se instala cruelmente en la sangrienta historia de un pueblo marcado por una miseria perpetua, dictadores asesinos, más de 30 golpes de estado y una cadena interminable de desastres naturales -especialmente huracanes-, como parte de una trágica crónica que recurrentemente se encarga de impedir que el país salga de la sima que ocupa como el más pobre de América”.
Al final de aquella reflexión, apunté: “Lo único que la hace diferente de todas las catástrofes inexplicables de antes es su inmediatez: en poco tiempo será parte de la anécdota y el figureo de muchos que ahora llaman “hermanos” a los haitianos se habrá esfumado… ¿Quién apuesta? Lamentablemente en un mes el mundo se habrá olvidado -otra vez- de que Haití existe y de que el porvenir de sus millones de habitantes está cancelado de manera irrevocable, como siempre ha estado”.
Reitero: esta aseveración fue duramente criticada y más de uno pidió mi cabeza. Lo siento –y en verdad lo digo: lo siento- pero el tiempo me ha dado la razón.
Nueve meses después nada en Haití ha pasado –más allá de los gestos invaluables de pequeños grupos de voluntaries, boricuas incluidos- y nada pasará que permita pensar que el destino de los millones que ahí viven pueda ser algún día luminoso.
Un futuro -como su pasado y su presente- de estiércol y olvido. Sólo eso y nada más…