02-Abril-2010 | MARI MARI NARVÁEZ
BUSCAPIÉ
Arrogancia
Ahora voy entendiendo por qué, a pesar de mi atracción casi literaria por las historias de Jesús, la Iglesia y la religión siempre me provocaron tanta aversión.
Nunca toleré bien el dogmatismo, ni esa excesiva vocación para el juicio ajeno. Pero -ante todo- el catolicismo me parecía profundamente arrogante, no sólo en su acercamiento al mundo sino incluso en la personalidad de sus oficiantes, especialmente la de sus más altos personajes nacionales de entonces, que alguna vez pasaron por nuestro colegio a servirnos regaños y dejar la huella de la neurosis.
Con los años fui conociendo curas y monjas increíbles, misioneros reales que se han dedicado a vivir la ideología de la ternura, entregados a los que viven abajo, a veces literalmente en el lodo.
Recientemente, en Haití, conocí a muchas de estas religiosas, mujeres que no mandan pero siempre van, y cuyas únicas riquezas son el amor y la valentía.
No entiendo cómo Joseph Ratzinger puede seguir siendo papa ni cómo se atreve a oficiar los actos de la Semana Santa, después de revelarse que él mismo encubrió al padre Murphy, pederasta que abusó de más de doscientos niños sordos.
Tampoco entiendo cómo el arzobispo de San Juan, Roberto González, un hombre inteligente que sabe manejar las relaciones públicas, se atreve a argumentar que “el principal lugar donde se desarrolla la pedofilia es en las familias”, cuando sabe que no es de eso que se le está preguntando.
El problema de “las familias” es evidente, pero eso no le da derecho a abonar a la justificación de un crimen desviando la premisa como si los lectores fuéramos imbéciles. Por cierto, no es “la familia” la que está “consagrada a Dios” ni la que se sustenta de predicar la hipocresía.
Los obispos son los primeros que debieran exigir que se sepa toda la verdad, se encause a los responsables y encubridores de la pedofilia y se transforme la Iglesia en una institución de compasión y servicio. Si no por el prójimo, al menos por respeto a la dignidad de esos religiosos inmensos que cada día reinventan el amor con los grandes defraudados de la Tierra.
n La autora es periodista.
BUSCAPIÉ
Arrogancia
Ahora voy entendiendo por qué, a pesar de mi atracción casi literaria por las historias de Jesús, la Iglesia y la religión siempre me provocaron tanta aversión.
Nunca toleré bien el dogmatismo, ni esa excesiva vocación para el juicio ajeno. Pero -ante todo- el catolicismo me parecía profundamente arrogante, no sólo en su acercamiento al mundo sino incluso en la personalidad de sus oficiantes, especialmente la de sus más altos personajes nacionales de entonces, que alguna vez pasaron por nuestro colegio a servirnos regaños y dejar la huella de la neurosis.
Con los años fui conociendo curas y monjas increíbles, misioneros reales que se han dedicado a vivir la ideología de la ternura, entregados a los que viven abajo, a veces literalmente en el lodo.
Recientemente, en Haití, conocí a muchas de estas religiosas, mujeres que no mandan pero siempre van, y cuyas únicas riquezas son el amor y la valentía.
No entiendo cómo Joseph Ratzinger puede seguir siendo papa ni cómo se atreve a oficiar los actos de la Semana Santa, después de revelarse que él mismo encubrió al padre Murphy, pederasta que abusó de más de doscientos niños sordos.
Tampoco entiendo cómo el arzobispo de San Juan, Roberto González, un hombre inteligente que sabe manejar las relaciones públicas, se atreve a argumentar que “el principal lugar donde se desarrolla la pedofilia es en las familias”, cuando sabe que no es de eso que se le está preguntando.
El problema de “las familias” es evidente, pero eso no le da derecho a abonar a la justificación de un crimen desviando la premisa como si los lectores fuéramos imbéciles. Por cierto, no es “la familia” la que está “consagrada a Dios” ni la que se sustenta de predicar la hipocresía.
Los obispos son los primeros que debieran exigir que se sepa toda la verdad, se encause a los responsables y encubridores de la pedofilia y se transforme la Iglesia en una institución de compasión y servicio. Si no por el prójimo, al menos por respeto a la dignidad de esos religiosos inmensos que cada día reinventan el amor con los grandes defraudados de la Tierra.
n La autora es periodista.