Razón y santidad
Decía San Ireneo que “el hombre es racional, y por ello semejante a Dios”. El hombre, con su entendimiento, es capaz de discurrir, de inferir, de conjeturar, de reflexionar, de pensar. En virtud de esta facultad, Dios quiso “dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Sirácida 15, 14). No hay, en el cristianismo, el menor indicio de falta de estima por la razón.
Es verdad que el cristianismo tiene como ejes la revelación, la autocomunicación de Dios a los hombres que encuentra en Jesucristo su centro y plenitud, y la fe, entendida como la respuesta humana, hecha posible por la gracia, a la Palabra de Dios. Pero esta primacía de la revelación y de la fe no oscurece, sino que potencia, la capacidad de la razón.
El hombre puede “pensar” a Dios; puede llevar su razón al límite y conocer que Dios existe, que Dios es. La realidad más real, el misterio del mundo, el fundamento de todo, no es “comprehensible”, pero sí accesible a la razón humana. Resulta inherente a la misma fe el dinamismo del conocer, como bien expresaba San Agustín: “cree para comprender y comprende para creer”.
Como todo lo humano, también la razón está llamada a la santidad; es decir, a abrirse al misterio de Dios, dejándose iluminar por él. La razón se hace santa si, en contacto con Dios, se deja conducir por el amor; por el corazón. La caridad, decían los escolásticos, es la “forma de la fe”. Ocupa, en lo cristiano, el papel rector; pues la caridad “dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin” (Lumen gentium, 42). Una fe sin amor, es una fe informe, una fe muerta. Una razón sin corazón degenera en una razón que mata; se transmuta en la irracionalidad de los monstruos.
No es razonable no amar, porque no es razonable la tiranía del hombre sobre las cosas, del hombre sobre el otro hombre, del hombre sobre sí mismo. Hay algo de verdad es la afirmación de Lévinas de que la filosofía primera es la ética, el reconocimiento del rostro del otro que, con su sola presencia, me dice “no me mates”. La razón que no mata es una razón santa, donde Dios puede plantar su casa y hacer morada.
Si pudiésemos confeccionar un catálogo de irracionalidades, el primer lugar lo ocuparía el pecado, que es lo más contrario a la razón; lo que más la lesiona, porque destruye su santidad. Una razón en pecado se vuelve ciega, incapaz de discernir el bien. Se convierte en una razón sin conciencia; en una razón inconsciente. Las barbaridades perpetradas en nombre de esta inconsciencia son un motivo más para acoger, con agradecimiento, el don de la Redención.
Guillermo Juan Morado.
Fuente: http://blogs.periodistadigital.com/predicareneldesierto.php/2006/09/09/razon_y_santidad
Decía San Ireneo que “el hombre es racional, y por ello semejante a Dios”. El hombre, con su entendimiento, es capaz de discurrir, de inferir, de conjeturar, de reflexionar, de pensar. En virtud de esta facultad, Dios quiso “dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Sirácida 15, 14). No hay, en el cristianismo, el menor indicio de falta de estima por la razón.
Es verdad que el cristianismo tiene como ejes la revelación, la autocomunicación de Dios a los hombres que encuentra en Jesucristo su centro y plenitud, y la fe, entendida como la respuesta humana, hecha posible por la gracia, a la Palabra de Dios. Pero esta primacía de la revelación y de la fe no oscurece, sino que potencia, la capacidad de la razón.
El hombre puede “pensar” a Dios; puede llevar su razón al límite y conocer que Dios existe, que Dios es. La realidad más real, el misterio del mundo, el fundamento de todo, no es “comprehensible”, pero sí accesible a la razón humana. Resulta inherente a la misma fe el dinamismo del conocer, como bien expresaba San Agustín: “cree para comprender y comprende para creer”.
Como todo lo humano, también la razón está llamada a la santidad; es decir, a abrirse al misterio de Dios, dejándose iluminar por él. La razón se hace santa si, en contacto con Dios, se deja conducir por el amor; por el corazón. La caridad, decían los escolásticos, es la “forma de la fe”. Ocupa, en lo cristiano, el papel rector; pues la caridad “dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin” (Lumen gentium, 42). Una fe sin amor, es una fe informe, una fe muerta. Una razón sin corazón degenera en una razón que mata; se transmuta en la irracionalidad de los monstruos.
No es razonable no amar, porque no es razonable la tiranía del hombre sobre las cosas, del hombre sobre el otro hombre, del hombre sobre sí mismo. Hay algo de verdad es la afirmación de Lévinas de que la filosofía primera es la ética, el reconocimiento del rostro del otro que, con su sola presencia, me dice “no me mates”. La razón que no mata es una razón santa, donde Dios puede plantar su casa y hacer morada.
Si pudiésemos confeccionar un catálogo de irracionalidades, el primer lugar lo ocuparía el pecado, que es lo más contrario a la razón; lo que más la lesiona, porque destruye su santidad. Una razón en pecado se vuelve ciega, incapaz de discernir el bien. Se convierte en una razón sin conciencia; en una razón inconsciente. Las barbaridades perpetradas en nombre de esta inconsciencia son un motivo más para acoger, con agradecimiento, el don de la Redención.
Guillermo Juan Morado.
Fuente: http://blogs.periodistadigital.com/predicareneldesierto.php/2006/09/09/razon_y_santidad