¿Por qué permite Dios las catástrofes naturales?
Muchas personas se preguntan dónde está Dios cuando tiene lugar una catástrofe natural que deja un elevado número de víctimas humanas. Ocurrió tras el tsunami que asoló Indonesia y ha vuelto a ocurrir tras el terremoto que ha destruido Haití. ¿Puede ser bueno un Dios que permite estas cosas? ¿por qué no hizo nada para evitarlo?
Supongo que hay varias maneras de responder a esas preguntas. Yo no pretendo tener las respuestas perfectas, pero sí quiero compartir algunas reflexiones. Como supongo que alguna no será políticamente correcta, doy un aviso a navegantes: absténganse de cualquier interpretación que pueda indicar que no estoy profundamente conmovido por lo que ha ocurrido, y lo que ocurre, en el país caribeño.
En realidad la pregunta no debería ser el por qué Dios permite este tipo de desgracias sino por qué permite la muerte. Todos los días mueren miles y miles de personas en muy diversas circunstancias, lo cual provoca el dolor de sus seres queridos. Es cierto que cuando se produce una catástrofe natural, un accidente o un atentado con muchas víctimas, la sociedad se siente más conmovida. Yo lo sé bien porque mi padre murió mientras su avión se acercaba al aeropuerto de Bilbao. Si hubiera muerto en un accidente de coche o en un robo a mano armada, me habría quedado igual sin padre, pero la repercusión mediática habría sido inexistente. El dolor parece que se multiplica cuando lo sufren muchos a la vez. Sin embargo, Dios es el mismo cuando se muere de cáncer a los veinte años en la cama de un hospital que cuando se fallece aplastado por un edificio que no ha soportado un temblor de tierra.
¿Permite Dios estas cosas? Sí, sin duda. Dios permite que todos vivamos y todos muramos. ¿Es impasible Dios ante el dolor de los que sufren? No, sin duda que no. Es más, Dios hizo aquello que ni la ciencia ni ningún ser humano puede hacer: vencer a la muerte para que sea la vida quien tenga la última palabra. Por la Revelación (Rom 5,12; 6,23) sabemos que la muerte es la consecuencia del pecado -y al que diga que eso es fundamentalismo yo le digo que no es cristiano-, lo cual no quiere decir que cada vez que alguien muere en un accidente o sufre una enfermedad sea el pago a un pecado concreto (Jn 9,2). Pero el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros para dar su vida en la cruz, de forma que los que en Él creen no mueran para siempre sino que tengan vida eterna. Y en esa fe los cristianos vivimos y soportamos los sufrimientos y la muerte que nos rodea. Sabemos que habrá un día en que Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado (Ap 21,4).
Pero a ese certeza sólo se puede llegar por la fe. Cuando el hombre no tiene fe, en vez de acudir a Dios en busca de consuelo, se rebela aún más contra Él. En el capítulo 16 del libro del Apocalipsis vemos represetada a esa parte de la humanidad rebelde que brama contra el Creador. Como cristianos no podemos caer en la tentación de unirnos a los que acusan a Dios cuando mueren inocentes. Ni siquiera cuando esas muertes no son atribuibles a la maldad humana. En nuestras manos tenemos la herramienta de la oración y la capacidad de ayudar a los que sufren, ofreciéndoles algo mucho más valioso que la asistencia a sus necesidades materiales. El cristiano lleva consuelo al afligido. Lleva la palabra de Dios allá donde la muerte parece reinar para que todos puedan acogerse a ella y así encontrar respuesta a su dolor, esperanza y vida.
Lloramos por los muertos y los encomendamos a la misericordia divina. Pero podemos hacer algo mucho mejor. Rogar a Dios para que libre a Haití de esa especie de maldición que sufre desde su independencia. Ojalá las naciones del mundo se comprometan de verdad a ayudar a los haitianos para que se vean libres de la miseria provocada por unos gobernantes indignos. Si así ocurriera, al menos habríamos sacado algo positivo del brutal terremoto. Pero si el mundo no es capaz de ayudar de verdad a ese pueblo, si se conforma con enviar alimentos, medicinas y grupos de rescate para cubrir el expediente durante 15 días, la muerte de decenas de de miles habrá sido en vano. Y en eso Dios no tendrá nada que ver.
Luis Fernando Pérez
Publicado en InfoCatólica
Muchas personas se preguntan dónde está Dios cuando tiene lugar una catástrofe natural que deja un elevado número de víctimas humanas. Ocurrió tras el tsunami que asoló Indonesia y ha vuelto a ocurrir tras el terremoto que ha destruido Haití. ¿Puede ser bueno un Dios que permite estas cosas? ¿por qué no hizo nada para evitarlo?
Supongo que hay varias maneras de responder a esas preguntas. Yo no pretendo tener las respuestas perfectas, pero sí quiero compartir algunas reflexiones. Como supongo que alguna no será políticamente correcta, doy un aviso a navegantes: absténganse de cualquier interpretación que pueda indicar que no estoy profundamente conmovido por lo que ha ocurrido, y lo que ocurre, en el país caribeño.
En realidad la pregunta no debería ser el por qué Dios permite este tipo de desgracias sino por qué permite la muerte. Todos los días mueren miles y miles de personas en muy diversas circunstancias, lo cual provoca el dolor de sus seres queridos. Es cierto que cuando se produce una catástrofe natural, un accidente o un atentado con muchas víctimas, la sociedad se siente más conmovida. Yo lo sé bien porque mi padre murió mientras su avión se acercaba al aeropuerto de Bilbao. Si hubiera muerto en un accidente de coche o en un robo a mano armada, me habría quedado igual sin padre, pero la repercusión mediática habría sido inexistente. El dolor parece que se multiplica cuando lo sufren muchos a la vez. Sin embargo, Dios es el mismo cuando se muere de cáncer a los veinte años en la cama de un hospital que cuando se fallece aplastado por un edificio que no ha soportado un temblor de tierra.
¿Permite Dios estas cosas? Sí, sin duda. Dios permite que todos vivamos y todos muramos. ¿Es impasible Dios ante el dolor de los que sufren? No, sin duda que no. Es más, Dios hizo aquello que ni la ciencia ni ningún ser humano puede hacer: vencer a la muerte para que sea la vida quien tenga la última palabra. Por la Revelación (Rom 5,12; 6,23) sabemos que la muerte es la consecuencia del pecado -y al que diga que eso es fundamentalismo yo le digo que no es cristiano-, lo cual no quiere decir que cada vez que alguien muere en un accidente o sufre una enfermedad sea el pago a un pecado concreto (Jn 9,2). Pero el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros para dar su vida en la cruz, de forma que los que en Él creen no mueran para siempre sino que tengan vida eterna. Y en esa fe los cristianos vivimos y soportamos los sufrimientos y la muerte que nos rodea. Sabemos que habrá un día en que Dios enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado (Ap 21,4).
Pero a ese certeza sólo se puede llegar por la fe. Cuando el hombre no tiene fe, en vez de acudir a Dios en busca de consuelo, se rebela aún más contra Él. En el capítulo 16 del libro del Apocalipsis vemos represetada a esa parte de la humanidad rebelde que brama contra el Creador. Como cristianos no podemos caer en la tentación de unirnos a los que acusan a Dios cuando mueren inocentes. Ni siquiera cuando esas muertes no son atribuibles a la maldad humana. En nuestras manos tenemos la herramienta de la oración y la capacidad de ayudar a los que sufren, ofreciéndoles algo mucho más valioso que la asistencia a sus necesidades materiales. El cristiano lleva consuelo al afligido. Lleva la palabra de Dios allá donde la muerte parece reinar para que todos puedan acogerse a ella y así encontrar respuesta a su dolor, esperanza y vida.
Lloramos por los muertos y los encomendamos a la misericordia divina. Pero podemos hacer algo mucho mejor. Rogar a Dios para que libre a Haití de esa especie de maldición que sufre desde su independencia. Ojalá las naciones del mundo se comprometan de verdad a ayudar a los haitianos para que se vean libres de la miseria provocada por unos gobernantes indignos. Si así ocurriera, al menos habríamos sacado algo positivo del brutal terremoto. Pero si el mundo no es capaz de ayudar de verdad a ese pueblo, si se conforma con enviar alimentos, medicinas y grupos de rescate para cubrir el expediente durante 15 días, la muerte de decenas de de miles habrá sido en vano. Y en eso Dios no tendrá nada que ver.
Luis Fernando Pérez
Publicado en InfoCatólica