En muchos casos la razón más importante que tienen los padres para bautizar a sus hijos pequeños es de orden estrictamente religioso. En el catecismo y en la predicación eclesiástica se enseñan unas ideas teológicas que empujan a la gente para que bautice a sus hijos cuanto antes. Esas ideas teológicas se reducen, en el fondo, a una cosa: el bautismo es necesario para quitar el pecado original, lo cual, a su vez, es necesario para que el niño pueda salvarse; de no estar bautizado, si se muere, iría al limbo. Según esta teología, ampliamente difundida, el sentido fundamental del bautismo consiste en el valor purificador que tiene para borrar el pecado original. Además, en esa teología, el pecado original es visto como una especie de mancha, algo así como una maldición que pesa sobre el bautizado; algo, en definitiva, que hay que quitarle cuanto antes, para que sea hijo de Dios, para que empiece a ser un ángel, un ser en gracia.
Si la gente está persuadida de que es necesario bautizar a los niños pequeños, eso se debe a que el clero, por lo general, tiene la misma persuasión.
La consecuencia inmediata e inevitable es que el ingreso en la comunidad de la iglesia ha dejado de ser el resultado de una decisión personal y se ha convertido en un hecho sociológico: forman parte de la iglesia no aquellos individuos que maduramente y conscientemente dan el paso de la increencia a la fe, sino todos los sujetos que nacen en una determinada región, en un país o en tal grupo sociológico. Por consiguiente, lo que en la práctica decide la pertenencia a la iglesia no es la conversión cristiana, sino el nacimiento.
Pero hay algo más grave. Seguramente la consecuencia más importante que se ha seguido de la práctica generalizada del bautismo de niños y niñas es que las ideas teológicas sobre el bautismo se han enrarecido y hasta se han desviado de manera muy sensible. Porque, para la gran mayoría de la población bautizada, lo esencial del bautismo es que quita el pecado original. Según el Nuevo Testamento, el bautismo es el acontecimiento decisivo que marca la ruptura definitiva con una forma de vida, para pasar a otra forma de vida, que consiste en el seguimiento de Jesús, asumiendo su escala de valores y su destino.
En tales circunstancias todo el mundo estará de acuerdo en que de esta manera la iglesia no ofrece, ni puede ofrecer, una auténtica alternativa a la sociedad. Porque la iglesia viene a coincidir con la sociedad. Y entonces, los males y miserias de la sociedad son igualmente males y miserias de la iglesia. ¿Qué queda entonces del proyecto comunitario de Jesús? ¿Qué queda de las exigencias evangélicas vividas por un grupo, el grupo de los bautizados? ¿Qué queda del bautismo como frontera entre dos situaciones, entre dos formas fundamentales de entender la vida, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte? Lo único que queda de todo eso es lo que se escribe en los libros.
El bautismo cristiano es el punto de partida para que la iglesia pueda ofrecer la alternativa cristiana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
La decisión de bautizar niños y niñas ha sido la más grave de todas las decisiones que se han tomado en la historia de la iglesia. Sin duda, la decisión más grave por las consecuencias que de ella se han seguido. Consecuencias en primer lugar para la misma iglesia, que, al masificarse indiscriminadamente, ha dejado de ser en la práctica la comunidad de los verdaderos creyentes y se ha convertido en la masa amorfa de todos los ciudadanos nacidos y bautizados en ciertos países o en tales grupos sociales. Consecuencias en segundo lugar, para los cristianos, que en su vida concreta apenas si saben ni viven las exigencias que comporta su propio bautismo, el acto más importante que debería marcar la orientación de toda una existencia.
Si la gente está persuadida de que es necesario bautizar a los niños pequeños, eso se debe a que el clero, por lo general, tiene la misma persuasión.
La consecuencia inmediata e inevitable es que el ingreso en la comunidad de la iglesia ha dejado de ser el resultado de una decisión personal y se ha convertido en un hecho sociológico: forman parte de la iglesia no aquellos individuos que maduramente y conscientemente dan el paso de la increencia a la fe, sino todos los sujetos que nacen en una determinada región, en un país o en tal grupo sociológico. Por consiguiente, lo que en la práctica decide la pertenencia a la iglesia no es la conversión cristiana, sino el nacimiento.
Pero hay algo más grave. Seguramente la consecuencia más importante que se ha seguido de la práctica generalizada del bautismo de niños y niñas es que las ideas teológicas sobre el bautismo se han enrarecido y hasta se han desviado de manera muy sensible. Porque, para la gran mayoría de la población bautizada, lo esencial del bautismo es que quita el pecado original. Según el Nuevo Testamento, el bautismo es el acontecimiento decisivo que marca la ruptura definitiva con una forma de vida, para pasar a otra forma de vida, que consiste en el seguimiento de Jesús, asumiendo su escala de valores y su destino.
En tales circunstancias todo el mundo estará de acuerdo en que de esta manera la iglesia no ofrece, ni puede ofrecer, una auténtica alternativa a la sociedad. Porque la iglesia viene a coincidir con la sociedad. Y entonces, los males y miserias de la sociedad son igualmente males y miserias de la iglesia. ¿Qué queda entonces del proyecto comunitario de Jesús? ¿Qué queda de las exigencias evangélicas vividas por un grupo, el grupo de los bautizados? ¿Qué queda del bautismo como frontera entre dos situaciones, entre dos formas fundamentales de entender la vida, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte? Lo único que queda de todo eso es lo que se escribe en los libros.
El bautismo cristiano es el punto de partida para que la iglesia pueda ofrecer la alternativa cristiana a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
La decisión de bautizar niños y niñas ha sido la más grave de todas las decisiones que se han tomado en la historia de la iglesia. Sin duda, la decisión más grave por las consecuencias que de ella se han seguido. Consecuencias en primer lugar para la misma iglesia, que, al masificarse indiscriminadamente, ha dejado de ser en la práctica la comunidad de los verdaderos creyentes y se ha convertido en la masa amorfa de todos los ciudadanos nacidos y bautizados en ciertos países o en tales grupos sociales. Consecuencias en segundo lugar, para los cristianos, que en su vida concreta apenas si saben ni viven las exigencias que comporta su propio bautismo, el acto más importante que debería marcar la orientación de toda una existencia.